UNIVERSALISMO O RELATIVISMO. ¿ES ESA LA CUESTION?        

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(Reflexiones desde la Antropología Social)

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Andrés Piqueras. 

Prof. Antropología Social. Univ. Castellón.

Este artículo ha sido publicado en Revista Aula Historia Social, nº4. Valencia. 1999.

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"La Globalización no debe ser sólo económica. Debemos llevar al mundo también nuestra civilización, nuestro modelo social, nuestra democracia".

Palabras de Rosa Díez, candidata del Partido Socialista Obrero Español al Parlamento Europeo. Mitin electoral. 10 de junio de 1999.

 

El actual proceso de mundialización que comenzó hacia el siglo XVI con los albores de la expansión europea al resto del planeta, ha conllevado la hegemonización de las relaciones capitalistas de producción en todo el orbe terráqueo, al minar, suplantar y/o supeditar al resto de relaciones precapitalistas y no-capitalistas de las distintas formaciones sociales, con la consiguiente incorporación global (de seres humanos y territorios) a la ley del valor del Capital. Lo que ha significado a la postre la formación de un sistema socioeconómico y civilizatorio imperante a escala planetaria, que conforma hoy un solo mundo (un "Sistema Mundial").  

Toda fase de hegemonía en los procesos de mundialización (que para algunos analistas sistémicos de las sociedades como Frank, Gilli, Friedman y otros, están presentes desde el origen de las civilizaciones comerciales hace unos 5000 años), conlleva una fuerte tendencia a la centralización de estructuras políticas y económicas y a la homogeneización de formas socioculturales (fase de "modernidad"), hasta su posterior descentralización y nuevo pluralismo cultural o fase posthegemónica (o "postmoderna").

El proceso de mundialización que nosotros estamos viviendo se acompaña, a diferencia de cualesquiera otros posibles anteriores, de una dinámica de globalización económica. Lo que quiere decir que la economía (capitalista) tiene capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real a escala planetaria, gracias a la combinación de las tecnologías de la información y comunicación. Este es en conjunto un fenómeno único en la historia de la Humanidad, por lo que respecta al condicionamiento de las posibilidades de vida y de las distintas formas de existencia y subsistencia de aquélla.

Pero vayamos por partes. Fruto de este último paulatino proceso de hegemonización-homogeneización estructural protagonizado, esta vez, por "Occidente", fue la expansión o difusión de unos "paisajes" ideológicos provenientes de la Ilustración europea (o su fase de redespertar a la conciencia material del mundo). Esto es, se produce una hegemonía también supraestructural a partir de las propuestas de la nueva clase dominante en el centro del Sistema (la burguesía) en torno a la importancia de los derechos individuales y también los derechos de segunda generación o derechos políticos, con sus correlatos de valores o ideas reguladoras, que la Revolución Francesa se encargaría de condensar en expresiones como "libertad", "igualdad" y "fraternidad"[1].

El endiosamiento de Europa-Occidente se ha reforzado enormemente con la actual aplastante prevalencia de su injerto civilizatorio en América, los EE.UU., hasta el punto de creer que la universalización de sus referentes supraestructurales es una tarea tan real como deseable.

Sin embargo, este no ha sido un proceso exento de discrepancias y advertencias. La Ciencia Social (que no es sino un dispositivo enriquecido de reflexividad de las sociedades sobre sí mismas), si bien comenzó subiéndose alegremente al carro del evolucionismo autolegitimador y triunfante, no tardó en alborotar ese carro con las primeras dudas. Y es precisamente la ciencia social que quizás más haya colaborado con el colonialismo, la Antropología, a la que le cupo el papel de contribuir como ninguna otra a desmontar las convicciones etnocéntricas y elitistas de la modernidad occidental, sentando las bases para cambiar nuestra manera de concebir la realidad y también su proceso de constitución, que más tarde serían gratificantemente aprovechadas por otras disciplinas. Sus herramientas principales fueron el perspectivismo (o la concesión de importancia equivalente a la perspectiva del otro en la comprensión de una realidad tan pluridemensional como escurridiza), el método comparativo y como colofón, la relatividad de las propias convicciones y maneras sociales de proceder.

De hecho, dos elementos se convertirán desde finales del siglo XIX en piedras de toque de la Antropología:

*) La afirmación, heredada de los ilustrados escoceses, de la igualdad psicobiológica de la especie humana, así como su empeño en contrastarla por doquier a nivel empírico.

*) Su llamamiento a que toda expresión cultural es una manifestación lógica que responde a procesos condicionantes tanto sociohistóricos como ecofísicos específicos, lo que está en la base de su diferencia y distintividad (y no la superioridad intrínseca de unas u otras culturas fruto de una supuesta mayor "evolución").

 

De estos puntos se infiere de por sí la necesidad de un respeto mutuo entre culturas y seres humanos. La posterior insistencia de la Antropología y su recabamiento de datos etnográficos sobre la diversidad humana y sus razones, terminaron por fundamentar un relativismo cultural en la ciencia y cierta parte de la conciencia occidental. Relativismo cultural que pronto se afianzaría y profundizaría en cada vez más sectores de la academia, llegando a hacerse incluso un lugar común el reconocimiento de que los seres humanos viven en un mundo que ellos mismos crean, por lo que toda realidad es entendida como cultural o simbólica. Cada cultura, entonces, es un todo en sí misma que debe ser explicada por factores endógenos y no por procedimientos de racionalismo abstracto.

Pero el proceso no se detendría ahí, sino que iba a radicalizar el propio relativismo, de manera que los postulados de relatividad pasaron a ser relativistas: cualquier creencia o dispositivo de valores o concepciones del mundo sólo pueden tener significación y validez dentro de su contexto de uso, de su "forma de vida" (Wittgenstein), esto es, de la cultura en que se producen.

Ningún elemento tomado de una cultura puede ser evaluado o aplicado fuera de ella, llegará a sostener Peter Winch (1994), en una asunción del relativismo a ultranza. O lo que es lo mismo, que cualquier empleo o valoración estracontextual de un elemento cultural es un ejercicio de etnocentrismo.

De este hiperbólico relativismo cultural al ético no había más que un paso. Y ese paso se dió fácilmente al ganar sitio la propuesta de no juzgar, no valorar, no intervenir en los procesos de otras culturas, dado que además se contempla como imposible su comprensión desde los parámetros de referencia propios.

Sin embargo, el celo relativista a que se había entregado buena parte de la intelectualidad occidental al final de la fase de crecimiento de la segunda postguerra mundial, sería pronto contrapesado desde dos vertientes ideológicas contrapuestas: una reaccionaria o recuperadora de la razón universal europea, y otra progresista, que pretendía abrir nuevos horizontes de intercambio argumental (esta última a su vez con una subdivisión).

La primera vertiente es fruto de la restauración (neo)liberal en los países "occidentales", y pretende hacer valer de nuevo su prerrogativa de guiar al mundo y erigirse en árbitros de Derechos Humanos, normas, valores e incluso formas de organizar la sociedad y de concebir la política. En caso de no aprobar las maneras socioeconómicas o polítcas de los demás, y haciendo gala de un poco sofisticado cinismo, esos países se han arrogado definitivamente el derecho de intervención militar mundial[2].

La segunda postura, en su versión dominante amparada en la cuidada elaboración del neokantianismo habermasiano, trata en realidad también de hegemonizar universalmente criterios de racionalidad y cosmovisión occidental, pero bajo el manto de una aparente posibilidad de diálogo, de una supuesta "ética discursiva", o el proclamado esfuerzo de los interlocultores por encontrar o establecer una "comunidad de comunicación".

Veamos un poco sus raíces, para luego al final ofrecer una posible salida alternativa a este segundo planteamiento.

Con el reconocimiento de la multiculturalidad de nuestro mundo y cada vez más de nuestras propias sociedades, los dos últimos siglos, y de forma más aguda las últimas décadas del siglo XX, han parecido obligarnos a hacer un esfuerzo común de entendimiento.

Fue ahí de nuevo cuando la Antropología, que ya había creido perder su sitio tras la descolonización formal del planeta y su oscura vuelta a casa (centrada a la sazón en las poblaciones más tradicionales, marginales o "exóticas" de su propia sociedad), reaparece brillante para proponer claves de interculturalidad: aceptación e intercambio mutuo entre las diversas culturas que conviven en cada comunidad, cada institución, cada ciudad, cada Estado, cada formación social. La disciplina antropológica ofrecía a la sociedad mayoritaria el conocimiento y la comprensión de los otros[3]. Amén de una propuesta concisa: si la multiculturalidad es un hecho, la interculturalidad ha de ser un fin.

Ahora bien, las dudas sobre su posibilidad de aplicación no han dejado de hacerse oir y están seriamente fundadas, no sólo porque de facto la sociedad mayoritaria a escala interna impone a las otras la asimilación para aceptarlas: si hacéis y pensáis como nosotros os podemos tolerar (viejo dilema que nuestra población gitana conoce muy bien). Sino también porque la dinámica se reproduce a escala planetaria, con unas propuestas de derechos humanos y "libertades" que tienen, como se ha dicho, un claro marchamo eurocéntrico liberal (siendo deudoras de la individuación del derecho, la responsabilidad y las relaciones sociales propias de nuestras sociedades), por más que hayan sido ya también profundamente asumidas por su versión socialdemócrata.

No obstante, en la práctica tales reguladores han resultado mostrarse inseguros cuando buena parte del resto de sociedades del planeta establecen una cotrapropuesta de derechos y responsabilidades colectivas: los derechos de los pueblos (Declaración de Argel, 1976).

Citaré sólo algunos artículos de su Sección III, la alusiva a los derechos económicos:

Artículo 8. Todo pueblo tiene un derecho exclusivo sobre sus riquezas y sus recursos naturales. Tiene derecho a recuperarlos si ha sido expoliado, y a cobrar las indemnizaciones injustamente pagadas.

Artículo 9. Puesto que el congreso científico y técnico forma parte del patrimonio común de la humanidad, todo pueblo tiene derecho a participar de él.

Artículo 10. todo pueblo tiene derecho a que su trabajo sea justamente evaluado, y a que los intercambios internacionales se hagan en condiciones de igualdad y equidad.

Artículo 11. Todo pueblo tiene el derecho de darse el sistema económico y social que elija, de buscar su propia vía de desarrollo económico, con toda libertad y sin injerencia exterior.

Obviamente el "mundo democrático" no ha querido ni oir hablar de semejantes propuestas. Prefiere, por contra, seguir expandiendo de manera monocorde sus "paisajes" ideológicos supraestructurales por todo el planeta, sin diálogo en la práctica.

               

Por otra parte, sin embargo, reconocidas la enorme disonancia cognitiva, la variedad de concepciones del mundo, las diferentes escalas de valores y construcciones de la realidad, la reflexión antropológica ha abierto caminos para dar un nuevo salto cualitativo. Salto que vendrá posibilitado por dos renovaciones internas de la disciplina que le han servido de revulsivo en las últimas décadas: a) su (re)descubrimiento de la Economía Política; b) su asunción sin miedos de la mundialización no sólo como objeto de estudio, sino como plano transversal a cualquier análisis que desde la ciencia social quiera llevarse a cabo.

Las implicaciones del primer aldabonazo patentizan que no solamente esas diferencias de cognición, valoración e interés son válidas a escala intercultural, sino también intracultural. Ninguna cultura es una entidad homogénea ni estática.

 

Esto rompe también con la acepción de la cultura como algo esencial, por encima de las cambiantes condiciones de vida en las que están inmersos los seres humanos. La cultura es más bien, como se ha dicho, un proceso, una elaboración constante que responde a, y a la vez constituye, unas determinadas condiciones sociohistóricas y ecofísicas, y que conforma y es conformada y renovada perpétuamente por los individuos que la dan vida. Es fruto, por eso mismo, de relaciones de poder y fuerza al interior de cada sociedad y también entre sociedades, así como resultado de dinámicas de clase, género, etnia, edad, estrato, centralidad-perifereria del territorio, etc., con distinta incidenia o posible presencia de unos u otros factores según las diferentes expresiones sociales[4].

En consecuencia, esos factores y relaciones entre los mismos, son cambiantes, y sus resultados respecto a la expresión cultural devienen en cualquier caso revisables, criticables y a la postre, superables: toda "cultura" encierra procesos y relaciones de desigualdad e injusticia, sujetos a pugna y tensión por su modificación. De igual modo lo están las relaciones inter-"culturales".

El segundo toque de atención permite enlazar directamente estas consideraciones con el hecho de que si la interacción entre sociedades ha sido un fenómeno tan universal como perenne (ver Wolf, 1987), hoy se ha agudizado hasta tal punto que difícilmente se puede seguir manteniendo no ya su intangibilidad, sino la propia separabilidad territorial de las culturas, que pierden su relación exclusiva con el territorio, para hacerse transfronterizas, deslocalizadas, como nos ha recordado entre otros, García Canclini (1990). Por eso mismo, tampoco se puede seguir apelando a su pretendida inconmensurabilidad: todas, en realidad, han sido y son sincréticas, miméticas, híbridas, entrelazadas en buena medida.

Eso no quiere decir que los diferentes universos referenciales y concepciones del mundo no hayan sido y presumiblemente continuarán siendo ciertos. Pero lo que jamás devendrán es, per se, impenetrables unos para otros.

Incluso en esta fase de mundialización la Antropología ha insistido en las multivariadas formas de reasumir y reinterpretar los fenómenos de aparente homogeneización planetaria, en lo que se ha llamado, por similitud con su descripción socioeconómica, "glocalización": las diferentes sociedades digieren a su manera y reelaboran nuevas formas culturales a partir de su singular inserción en el sistema socioeconómico capitalista mundial[5].

Tenemos entonces que también la conciencia de la Humanidad entera se presenta cada vez más mundializada, más entrelazada en un mismo plano de la realidad (procesos económicos, dinámicas de interacción social, relaciones políticas, organismos y regulaciones supranacionales, interdependencia internacional, etc., parecen trabajar en tal sentido).

Las diferentes dotaciones o herencias culturales fruto de los variados procesos de evolución precedentes, mantienen aún diferencias que han sido folklorizadas (exotizadas) a través de las políticas de la identidad imperantes a escala planetaria, al tiempo que nos vemos inmersos en unas relaciones sociales de producción (y por ende, de condiciones de conciencia) cada vez más universalizadas, aunque con muy diferente inserción en las mismas por parte de unas u otras poblaciones del mundo[6].  

La obligada necesidad que todo ello acarrea de establecer puntos de acuerdo intersocial y de llegar a mínimos de entendimiento supracultural, amén de dinámicas de funcionamiento económico universal, ha impelido a "Occidente", como se ha dicho, a atribuirse una vez más el protagonismo en lo que se ha de imponer: no sólo nuestros modelos sociales y civilizatorios, sino sobre todo, en realidad, económico-políticos ("libre mercado", democracia indirecta, sujeción universal al proceso de asalarización y a las relaciones sociales de producción capitalistas, su división internacional del trabajo, etc.). Estos procesos "empotrados" subyacen a aquellos referentes supraestructurales que el Norte predica, y en realidad casan mal con ellos.

Y entonces se nos abre un nuevo dilema. Si por una parte, los horizontes culturales nunca fueron incomunicables, hoy definitivamente no lo son. Pero, por otro lado, la racionalidad discursiva, el diálogo universal, sólo pueden hacerse efectivos a partir de ciertos mínimos de equidad. Sólo hay diálogo en verdad, entre iguales. Las relaciones estructuralmente asimétricas tan sólo pueden mantener la ficción o apariencia de tal diálogo (y en el mejor de los casos, cuando se produce cierta correlación de fuerzas, llegar a la negociación). Nunca puede haber entendimiento en la desigualdad o en la dominación de unos sobre otros.

La interculturalidad también será ficticia mientras no haya igualdad de oportunidades de vida y de realización de las propias potencialidades para unos grupos humanos y otros.

Tanto la explotación (consustancial a las relaciones capitalistas de producción, impuestas hoy a todo el planeta por la "civilización occidental") como las relaciones de privilegio estructural, ya sean adquiridas (destrezas, cualificaciones, mayor accesibilidad a recursos, acaparación de información, etc.) o adscritas (estirpe, género, edad, etnia, "clase", etc.), se traducen en usurpación de posibilidades de vida a los demás. Se tenga más o menos conciencia de ello, se "justifique" en mayor o menor grado por las diferentes "culturas" y modelos sociales, ese tipo de relaciones serán siempre fuente potencial de conflictos, se produzcan en estado latente o manifiesto.

Por contra a todo esto, el actual evidente pluralismo de "culturas" (ninguna de ellas intocable ni inmutable), pudiera germinar mejor que en un paralizante relativismo, en un pluralismo ético y valorativo. Una diversidad en igualdad, en la que las "culturas" pueden y deben criticarse entre sí para superarse colectivamente[7].

 

Pero, complejidad y paradoja de todo lo real, esa diversidad que aquí se propone contiene, querámoslo o no, sus propios límites a la discrepancia: la que justifique acrecentar las propias posibilidades de vida a costa de las de los demás.

 

Bibliogragía citada

Augé, M. (1995). Hacia una antropología de los mundos contemporáneos. Gedisa. Barcelona.

García Canclini, N. (1990). Culturas Híbridas. Grijalbo. México D.F.

Piqueras, A. (1997). Conciencia, sujetos colectivos y praxis transformadoras en el mundo actual. Sodepaz. Madrid.

Piqueras, A. (2000). Del movimiento obrero a las ONG's. ¿El fin de una utopía colectiva?, en Papeles de la FIM.

Winch, P. (1994). Comprender una sociedad primitiva. Paidós. Barcelona.

Wolf, E. (1987). Europa y la gente sin historia. F.C.E. México D.F.

 

Notas

    [1] En otros lugares (Piqueras, 1997 y en prensa) he llamado a estos referentes (junto a otros actualizados en expresiones como "derechos humanos", "tolerancia", "democracia", etc.) ideologías supraestructurales. Ellas interpelan a individuos que en todo el mundo viven sumergidos en dinámicas estructurales que fomentan el clasismo, sexismo, racismo, etnocentrismo, individualismo, la competencia a ultranza, etc., y conforman su conciencia empírica (Lukács), o lo que es lo mismo, modelan unas ideologías empotradas (en los procesos productivos y dinámicas de vida en general). Estas últimas interaccionan con aquella supraestructura ideológica en clara ventaja respecto a ella en lo concerniente a la conformación de la conciencia, interesas y motivaciones de los actores sociales.

    [2] En realidad los "Derechos Humanos" y otra serie de referentes supraestructurales "occidentales", son utilizados a antojo contra el resto del mundo (sobre todo cuando se pretende derribar o atacar a algún gobierno no excesivamente sumiso). La cuestión es tanto más hipócrita cuanto se sabe que las condiciones estructurales a que se somete y se ha sometido históricamente al resto de la Humanidad no permiten esos DD.HH. Es más, en realidad los países centrales hacen todo lo posible para que los demás no puedan cumplirlos: su poder transnacional impone al resto patrones económicos, políticos, militares, sociales e ideológicos de obligada observancia.

    [3] Poco le preocupó que ese conocimiento sirviese también para mejor controlarlos. La Ciencia Social en general ha mostrado muy poco interés (político) en ofrecer a los subalternos conocimiento acerca de los dominantes.

    [4] Ahora bien, podemos hablar de la existencia de un factor de hegemonización que permite mantener una relativa coordinación entre las divisiones sociales y las distintas versiones culturales existentes en cada sociedad. Desde la hegemonía política se llevan a cabo de manera planificada lo que podríamos llamar "normalizaciones culturales", que pretenden hacer generales unas determinadas propuestas culturales (e identitarias) para todo un territorio, intentando así dar una imagen común de lo internamente diverso (lo que también refuerza el control político).

    [5]  La especificidad de cualquier cultura se debe hoy a la combinación de su herencia cultural y su concreta interacción con los procesos de mundialización imperantes. "Revitalizaciones", "búsqueda de raíces" y "autenticidades identitarias" no son sino intentos ideológicos de marcar la posición dentro de ese Sistema Mundial y son producto, por tanto, de la propia mundialización (de la profundización de la conciencia de sí mismas de las distintas sociedades y, se quiera o no, de la extensión de una determinada conciencia compartida sobre el mundo).

    [6] De ahí que en realidad, más que de una crisis de identidad hoy haya que hablar, como ha sugerido algún autor (Augé, 1995), de crisis de alteridad. Los otros, antes lejanos y exóticos, se han convertido en inmigrantes (vecinos sujetos a semejantes condiciones de vida que nosotros), o en "tercermundistas" que nos causan problemas de conciencia. Con todo ello van cayendo a nuestro alrededor las imágenes de lo extraño: ya no somos capaces de conformar muy bien la otredad, a pesar de los renovados esfuerzos racistas en Europa por recuperarla en su denigración para mantenernos "a salvo" y no tenernos que enfrentar a nosotros mismos. Porque como bien es sabido, sin los otros, sin la definición de otredad, no existe el nosotros: dejamos de saber cómo definirnos.

    [7] Entonces sí, Europa tendría mucho que aportar: sus tradiciones libertarias, de justicia e igualdad social, siguen fluyendo hoy bajo los pilares en que se asienta su actual entramado de mundialización, y están ya en el imaginario colectivo de la Humanidad, en sus sueños de darse a sí misma horizontes de dignidad.  

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