CRÍTICA DE LA RAZÓN DE ESTADO

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Román Reyes

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Es una temeridad que alguien se proponga hacer una Crítica de la Razón de Estado. Entre otras razones porque, en este caso, los términos Razón y Estado son intercambiables y porque la crítica sólo podría ser asumida desde una cierta posición terrorista que el terrorismo de Estado, desde las Universidades hasta las comisarías no iban a permitir.

Mi posición al respecto se ha configurado, por ello, a la inversa de lo usual en cualquier teórico. Hago la crítica desde una posición de compromiso ciudadano, desde el análisis de la realidad social más inmediata en la que -- directa o indirectamente --  me vea implicado. Registren o no los medios esos acontecimientos ciudadanos, tengan o no éstos una dimensión político-social que, estimaciones aparte, siempre la tienen.

La Razón de Estado no es otra cosa que el estado instituído de la racionalidad, el referente obligado de cualquier discurso, se formule éste en términos de teoría, se diseñe bajo la cobertura de la acción. Pensar es pensar correctamente, hacer es comportarse correctamente. Quien defina la corrección es, lamentablemente como siempre, "el dueño de la casa, la hacienda y la pistola" (León Felipe), esto es, los intereses de ciertas minorías -- rizzoma, no por ello con menos poder --  que controlan, usan y ab-usan en su beneficio de los intereses y patrimonio de la gran mayoría.

La legitimación democrática se puede convertir así en un cheque en blanco que se entrega -- nunca mejor utilizado el término en su sentido de sumisión --  a esas minorías, único y excluyente mejor postor. Aunque lo hagamos con resistencia. Una resistencia que, en la mayoría de los casos, termina en simple mostración de rabia e impotencia ante la arrogancia y prepotencia de los llamados hombres de Estado.

El compromiso ciudadano es una proyección de la voluntad del político tanto como de los deseos del ciudadano, política y socialmente concienciado. En un Estado Democrático de corte moderno/occidental el gobernante y el político legitiman su función en la voluntad libremente expresada de sus ciudadanos. Y se legitima a sí mismo en tanto que diseñador de un proyecto/programa político que ha recibido un consensuado nivel/porcentaje de aprobación ciudadana.

El movimiento pendular de los votos responde a criterios de acción/re-acción; demanda/satisfacción. Un programa político es bueno cuando, sintonizando con los sentimientos de los posibles votantes, cuestiona otro vigente que se ha demostrado ineficaz, en desacuerdo con las espectativas/aspiraciones del momento. El carisma de un gobernante/político puede, sin embargo, hacer buena cualquier herramienta de convicción. Un programa electoral, por ejemplo. El carisma, pero también la imagen del candidato y de su programa.

Hablar de responsabilidad es una cuestión inútil. Se es responsable con respecto a un modelo/patrón de organización standard. Es decir, considerado/consensuado como el mejor de los posibles. Quien diseñe la correspondiente escala valorativa y quién o qué sea el que/lo que delimite el campo de las posibilidades, es irrelevante: El ciudadano con problemas quiere soluciones. El nombre de los problemas y el nombre de las soluciones lo imponen los diseñadores de discuros, los configuradores de opinión. Por eso el poder del hablante cualificado es incontrolable. Un hablante cualificado --medio o individuo --  se impone a capricho, justificando su discrecionalidad en una presunta lectura ortodoxa y excluyente del estado de las cosas. Este tipo de arrogancia se paga a menudo a un muy alto precio. Y ejemplos los tenemos recientes.

Cuando un gobernante pierde credibilidad surge el hombre/el político que está detrás y se resiste a abandonar su función. Hubo un tiempo no muy lejano en el que se apelaba a un deus ex machina para legitimar la permanencia en el poder. Activa entonces sofisticados mecanismos de re-credibilidad, controlando y manipulando, si está a su alcance, todo tipo de medios de configuración de opinión. Y, en todo caso, ese político/gobernante en descrédito clausura el círculo discursivo (auto)afirmándose en ese equívoco principio de que la lógica de la catástrofe en nada se diferencia de la lógica de lo normalizable, en tanto que delimitación recíproca.

La re-incidencia, el caer de nuevo en la trampa de la legitimación democrática, activa una actitud ciudadana bastante peligrosa: el desencanto, la indiferencia, la indefinición política. ¿Existe realmente toma de partido?. El (auto)engaño del representante junto al (pseudo)engaño del legitimador/votante sustituye a la ideología y a la militancia. De ahí el engaño/la falacia de toda estructura de poder, más grave aún cuando esa estructura de poder pretende asumir/hacerse reconocer legitimación científico-académica. Por eso es equívoco el lenguaje de la seducción.

Se impone, en consecuencia, la crítica a/de la simulación de gobierno en la medida que éste persiga legitimar un oficio pretendidamente democrático/representativo. Cuando un lector noble habla de justicia o democracia habrá, por tanto, que preguntarle  --para entenderle--  desde qué plano o planos de interés lo hace.

Un análisis de la confusa situación político-cultural del momento puede llevar a algún que otro crítico a diagnosticar el ocaso de la participación y, por tanto, de la representación. Es cierto que se tienda a confundir compormiso ciudadano con responsabilidad política. No se sabe dónde empieza la responsabilidad y cuándo termina el compromiso. En este estado de cosdas se impone una vez más una atenta revisión del lenguaje o, mejor, de los lenguajes, a la hora de utilizar términos tales como verdad, libertad o bienestar, de por sí ya suficientemente ambiguos. Graves es  --¿o tal vez no?--  que estén corriendo la misma suerte términos supuestamente tan definidos como entendíamos que lo estaban justicia y democracia.


[Madrid, Febrero de 1995]
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID | EUROPA, FIN-DE-SIGLO; PENSAMIENTO Y CULTURA

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