IGUALDAD Y DIFERENCIA EN LA POLÍTICA FEMINISTA

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Cecilia Inés Luque y Liliana Beatriz Fedullo

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Introducción
En Argentina, la sanción en 1991 de la ley 24.012, que garantizó un cupo mínimo de mujeres en las listas de candidatos para elecciones nacionales, reinstaló la polémica acerca de la relación entre las mujeres y la política y entre las mujeres y el poder. Las preguntas que suscitaron la polémica fueron: "mujeres en política, ¿para qué? ¿Aportarán algo específico, 'diferente', por esencia o por cultura, al campo de la política ( . . . )? Las mujeres, ¿representan a mujeres? ¿Las elegidas por la ley de cupos deberían asumir un compromiso especial con las políticas de género?" (Nari 36). Como bien señala Marcela Nari, las diversas aristas del debate fueron planteadas en términos del paradigma de la “diferencia sexual”.
En las últimas décadas la política feminista se ha visto movilizada alrededor de lo que podemos llamar "el dilema de la diferencia”. La polémica acerca de igualdad o diferencia se centra en la necesidad de crear una teoría que pueda analizar el funcionamiento del patriarcado en todas sus expresiones subjetivas, organizativas, institucionales e ideológicas a lo largo de la historia. La teoría tendría que romper con las estructuras hegemónicas de unidad, universalidad e identidad del pensamiento patriarcal y con sus prerrogativas en todos los órdenes para poder elaborar un sistema conceptual útil para la práctica política feminista.
Uno de los aspectos de la polémica es saber si hay una esencia femenina universal o diversas variantes socio-históricas de lo femenino, y en este caso, dilucidar las formas de opresión que intervienen en los procesos de constitución de la subjetividad femenina en las diferentes sociedades patriarcales. En el campo de la política, esto plantea el problema concreto de cómo construir la representación política de las mujeres y cómo elaborar proyectos que reivindiquen y pongan en práctica los derechos de las mujeres en tanto grupo social. La insistente búsqueda de un sujeto adecuado que exprese el sentir de todas promovió una cantidad y variedad importantes de teorías feministas, por lo que hoy no podemos decir que hay un feminismo sino feminismos; pero esta diversidad por momentos nos deja sin políticas específicas a la hora de acordar estrategias de acción en conjunto. En Argentina, durante la década de los '90, el "crecimiento del feminismo y del movimiento de mujeres, la conversión de muchos grupos en organizaciones no gubernamentales, las alianzas, los subsidios y la penetración en instituciones, insospechadas décadas atrás, han generado una mayor difusión social de ideas y prácticas que cuestionan la subordinación de las mujeres," (Nari 37), pero paradójicamente tal difusión ha diluído su fuerza política: las entidades que representan el colectivo se han multiplicado, y sus intervenciones en el campo de la política se han vuelto demasiado puntuales y esporádicas como para canalizar una praxis realmente significativa en el marco de la fragmentación social.
El objetivo de este trabajo es explorar las estrategias posibles que permitan formular políticas de acción conjunta de los feminismos. Para ello reformularemos los pares igualdad/diferencia, identidad/diversidad en las relaciones sociales concretas. La reformulación se haría en el contexto del diálogo, desde una posición de sujeto constituida por la inestabilidad, la alteración, la discontinuidad y la contingencia de tales pares; y que tendría como fin ulterior hacer reconocer la diferencia sin anular la necesaria igualdad de derechos de las diferentes.

El postestructuralismo y el dilema de la diferencia
En un interesante artículo de 1988 Joan Scott examina ciertas herramientas teóricas del postestructuralismo que pueden resultar útiles y relevantes para la practica política del feminismo, tales como la noción de la naturaleza discursiva de la realidad, el concepto de diferencia y los procedimientos deconstructivos.
La noción del carácter discursivo de la realidad surge de una reconceptualización filosófica de la índole del lenguaje y del "giro hacia lo lingüístico" de las ciencias sociales. Según esta reconceptualización, el lenguaje es algo más que un conjunto de reglas gramaticales usadas para construir mensajes: cualquier lenguaje (verbal o gestual, oral o escrito) constituye significados que organizan las prácticas culturales mediante las cuales las personas comprenden, interpretan y dan sentido a su mundo. El postestructuralismo señaló que las palabras y los textos no tienen un significado único e inmutable, pues no hay una correspondencia evidente, transparente ni esencial entre lenguaje y mundo: los discursos median entre las ideas y las cosas. Los discursos son –según Foucault- estructuras históricas, sociales e institucionales específicas en el seno de las cuales se desarrollan enunciados, términos, categorías y creencias. La elaboración de significados implica el establecimiento de relaciones de poder, pues lo que en cada sociedad y período histórico se considera como saber legitima lo que en ese contexto se entiende por verdad, y estas dos entidades (saber, verdad) autorizan a su vez a establecer normativas que regulen las instituciones y disciplinen las relaciones sociales y los placeres. El develar la arqueología del saber permitió desnaturalizar las verdades dominantes o hegemónicas, y volver evidente la función reguladora de estos constructos discursivos en las relaciones humanas y en la construcción de subjetividades. Para muchas feministas, el pensamiento de Foucault ofreció una forma de analizar los significados asignados socialmente a igualdad y diferencia en función de elaborar principios organizadores de acción política.
Para Scott otra contribución importante del postestructuralismo es la deconstrucción propuesta por Derrida, la cual ha permitido a las feministas ser críticas de las formas, las ideas, los discursos que usamos para expresar nuestros objetivos políticos. Para este pensador, cualquier concepto unitario contiene material reprimido o negado construido en oposición jerárquica a otro concepto: uno de los términos es considerado principal y dominante, mientras que el otro aparece como secundario y subordinado al primero. De este modo se construyen pares de oposiciones binarias -unidad/diversidad, identidad/diferencia, presencia/ausencia, universalidad/particularidad-; cualquier análisis de tales conceptos implica desmenuzar las negaciones, oposiciones y jerarquizaciones que operaron en su construcción. Los procedimientos deconstructivos invierten y desplazan los elementos significantes que constituyen estas oposiciones binarias, revelando la interdependencia de términos que aparentemente se excluyen mutuamente, y mostrando la diferente carga semántica que cada uno de ellos asume en contextos históricos específicos y en relación con objetivos particulares. De esta manera la deconstrucción desnaturaliza las operaciones de diferencia con las cuales los discursos patriarcales modernos hacen trabajar los significados.
Una de las oposiciones binarias que las feministas han deconstruido para trazar estrategias políticas es la de igualdad/ diferencia; este proceso semiótico da lugar al “dilema de la diferencia”. Para Scott la resolución de tal dilema no sería ignorar o asumir la diferencia sino examinar deconstructivamente cómo ésta ha sido constituida, contextualizar socio-históricamente la oposición igualdad/diferencia para luego desmenuzar sus negaciones y jerarquizaciones. Si deconstruyéramos los términos y sus significados, la diferencia ya no excluiría a la igualdad y la igualdad ya no se opondría a la diferencia ni la negaría. Entonces, lo que Scott propone es una crítica de dos tiempos: uno, examinar sistemáticamente las operaciones de diferenciación categórica que producen inclusiones y exclusiones; el otro, construir una noción de igualdad que se apoye en la diferencia para alejarse de su sentido actual monológico y excluyente.
En suma, estas herramientas teóricas postestructuralistas han servido a las feministas para examinar la manera en que los significados contribuyen a la construcción de la subjetividad, y específicamente, los procesos de autorrepresentación que predican características femeninas al sujeto. Sin embargo, pensadoras feministas como Teresa de Lauretis son conscientes de los peligros que implica para el imperativo político de los feminismos llevar los principios postestructuralistas al extremo. Uno de esos peligros estriba en considerar que el sujeto "está atrapado para siempre en la telaraña del sentido ficticio, en las cadenas de significado, en las que el sujeto es simplemente otra posición en el lenguaje," (Jane Flax, cit. en Benhabib 22). Esta noción de subjetividad implica renunciar a los conceptos de intencionalidad, responsabilidad, reflexividad y autonomía del sujeto, conceptos todos fundamentales para plantear una praxis de cambio filosófico, social y político.
Para las feministas que adoptan el postestructuralismo con estos reparos -tales como Teresa de Lauretis, Linda Alcoff , Françoise Collin y otras- la predicación de las características del sujeto es un proceso semiótico simultáneamente pasivo y activo: Es pasivo porque los múltiples y heterogéneos discursos sociales que preexisten al sujeto y en los cuales éste se inserta median la conceptualización que el yo hace de la vivencia de su propia subjetividad; en este sentido, el proceso queda fuera del control del individuo. Pero por otra parte, la predicación también es un proceso activo de resignificación subjetiva, en el cual el compromiso personal del sujeto en las actividades, discursos e instituciones de su mundo dotan a los acontecimientos de valor, significado y relevancia afectiva; esta capacidad de reinterpretación crítica de lo dado otorga al sujeto un margen de maniobra hermenéutico y pragmático que hace posible una praxis de cambios. Mediante este doble movimiento el sujeto - producto y productor de sentidos a la vez- se ubica en una cierta posición dentro de la red de relaciones de su sociedad, la cual le permite un cierto grado de participación en las acciones sociales y ejercer un cierto grado de poder.
Por ende, una línea de acción ineludible de la política feminista es producir modificaciones sobre las posiciones asignadas a los sujetos femeninos en un contexto socio-histórico dado para eliminar las relaciones de sujeción inherentes a las mismas. Tales cambios se operarían mediante dos movimientos complementarios: El primero sería, como señala Butler, interpelar los discursos normativos reguladores de las definiciones falogocéntricas de lo femenino, para producir un efecto de subversión y desplazamiento de las nociones naturalizadas de género sexual y subjetividad en las que se apoyan la hegemonía masculina y el poder heterosexista. Esta interpelación volvería problemática la misma noción de género sexual, produciendo una subversiva proliferación de las categorías constitutivas de la subjetividad. El segundo movimiento de cambio sería, como señala de Lauretis, reflexionar sobre la especificidad de las prácticas sociales y la experiencia de las mujeres, produciendo modificaciones sobre los significados que las interpretan, organizan y constituyen.

Igualdad que no se confunde con identidad
En el marco de los sistemas cognoscitivos y políticos falogocéntricos que han dominado las culturas occidentales desde el inicio de la Modernidad, "la igualdad se confunde con la identidad. Ser iguales significa ser idénticos. Ser diferente significa necesariamente ser desiguales. . . . no se puede ser Hombre más que de una sola manera," (Collin 9). La igualdad implica un movimiento obligatorio y unidireccional de identificación con un único modelo de subjetividad -el Hombre, con mayúsculas, representación de la esencia humana, en quien encarnan el Logos y el Falo-. El feminismo de la diferencia, a través de la deconstrucción de la categoría moderna de Sujeto, demostró que el humanismo falogocentrista constituía la subjetividad privilegiando la ontologización de atributos genéricos masculinos y haciendo caso omiso de la inscripción de la diferencia de los sexos ( en lo corporal, lo social, lo histórico, lo cultural, lo político). De este modo, se pusieron en evidencia tanto las características sexistas masculinistas de este modelo como las limitaciones que éste imponía a la subjetivación de las mujeres.
Es así que el feminismo de la diferencia replantea el problema de la construcción de subjetividades a partir de la consideración de los hombres y de las mujeres como grupos social e históricamente constituidos, y privilegia el aspecto político de la subjetividad. Según Françoise Collin, el sujeto es quien tiene derecho de participar en el mundo (tanto público como privado) mediante sus acciones y sus palabras; según Rosi Braidotti, la subjetividad es un conjunto de formas materiales y discursivas de autoridad para ejercer ciertas prácticas en una situación social determinada.
Para Teresa de Lauretis la subjetividad se construye en la interacción semiótica entre la realidad exterior al sujeto y su realidad interior, en los procesos significantes y valorativos por los cuales el sujeto asigna importancia a los acontecimientos de su mundo. Ella llama experiencia a tal interacción semiótica, y señala que "si es esa experiencia, ese complejo de hábitos, disposiciones, asociaciones y percepciones, lo que engendra a una como femenina, entonces eso es lo que debe analizar, comprender, articular la teoría feminista” (289), para dar luego lugar a una praxis política transformadora.
En este contexto, las diversas prácticas de dominación se entienden como manifestaciones empíricas de la operación del binomio igualdad y diferencia sobre las relaciones sociales.
Al aplicar estas nociones de subjetividad y diferencia a la praxis política, surge para los feminismos un nuevo dilema: ¿Cómo construir a las mujeres como sujetos políticos, sujetos de derechos, sin homogeneizar otra vez sus diferencias en la constitución de la identidad colectiva necesaria para fundar la agencia política? ¿Cómo fundar la representatividad política del sujeto mujer sin caer en las trampas de la igualdad? Para escapar a estos nuevos reduccionismos, Françoise Collin propone recurrir a la interpelación del otro en el diálogo: si la dominación falogocéntrica se basaba en hablar al otro, en asignarle una definición y un lugar, en convertirlo en un sujeto alienado, privado de autodeterminación; la política feminista deberá basarse en la interlocución, en dialogar con el otro, en negociar constantemente las respectivas definiciones y lugares de los interlocutores, en construir sujetos interlocuados, cuyo derecho de autodeterminación no se basa en la alienación del otro sino en el respeto de su alteridad. De este modo la política no será la tiranía de la igualdad sino el ejercicio de la diferencia en igualdad de derechos.

Diferencia y representatividad política en contextos socio-históricos
Si bien una de las facetas del problema de la representatividad del sujeto político mujer es construir una identidad colectiva que incluya las diferencias, otra igualmente espinosa faceta es la de abrazar las diferencias sin caer en atomizaciones contraproducentes y potencialmente neutralizadoras de la acción política. No obstante estas acciones se formulan en contextos socio-históricos específicos de discriminación social.
Las nuevas y complejas formas de discriminación bajo el Neoliberalismo han complicado las caracterizaciones de subalternidad de las minorías. Para Alberto Binder, la fragmentación de la sociedad en numerosos grupos minoritarios aislados que se enfrenten entre sí es una estrategia del poder dominante para afectar su capacidad de disputarle la hegemonía política; de esta manera logran un control social horizontal. El proceso se desarrolla en tres etapas: Primero, la atomización de la sociedad en grupos con escasa capacidad de poder; luego, la orientación de los grupos hacia fines exclusivos y parciales, que no suscitan adhesión del resto de la población; y finalmente la anulación de la capacidad negociadora de cada grupo para celebrar pactos. Los mecanismos de atomización de los que se valen los grupos dominantes son, según el autor, varios: Por un lado está la predicación de la muerte de las ideologías, que busca deslegitimar todo proyecto cuyo objetivo final se parezca incluso levemente a una utopía social. Por otro lado tenemos el milenarismo, la creencia en que "todo tiempo pasado fue mejor" y que, en consecuencia, no tiene sentido propender al cambio. En tercer lugar están los discursos que asemejan el cuerpo social a un cuerpo biológico, e identifican la ideología, los proyectos y las demandas de grupos opositores con una peste que enferma el cuerpo social. Estos discursos tienden a infundir miedo a la sociedad, al tiempo que naturalizan los intereses opositores (son fruto de mentes enfermas) y generan divisiones internas entre la población (los contaminados, los contaminables y los incontaminables). Finalmente, tenemos la cultura del naufragio: ya que las utopías sociales y los proyectos colectivos han naufragado, sólo le queda a la persona volver al individualismo, ocuparse de sí misma y cuidar sólo sus propios intereses. Para esta cultura la solución a los problemas sociales es por definición un esfuerzo individual basado en el propio interés, y cualquier proyecto de solución colectiva no es política sino filantropía.
Los feminismos no son inmunes a estas estrategias de fragmentación: hay oposiciones e incluso confrontaciones entre grupos que sustentan ideologías y marcos teóricos no coincidentes, los cuales tienden a veces a conformarse en posiciones únicas y excluyentes -académicas versus militantes populares; orígenes universales de la opresión femenina versus causas históricas; afiliaciones genéricas complicadas por afiliaciones clasistas, raciales, étnicas, etáreas, religiosas, de orientación sexual, etc..., etc.... Aparece entonces el estigma de la peste -si no estas en el ámbito de mi conocimiento y reconocimiento no formas parte del nosotras-. Recordamos la disputa que se sostuvo en el encuentro feminista de Río Ceballos: el transgénero enriqueció en ocasiones el debate, pero en otras produjo un quiebre que separó a compañeras de las filas del feminismo por un proceso de paulatino desgaste. La cultura del naufragio está también en las famosas “quintitas” ONG, grupos, agrupaciones, que se disputan el derecho de actuar en pequeñas áreas del campo social o se separan por no acordar estrategias comunes de acción, y pierden de vista los objetivos políticos ulteriores del feminismo. La representación resulta una cuestión de sujeto político, ¿cuál sujeto? Si hay muchos no hay ninguno, por lo tanto resulta difícil el encuentro, los pactos y las alianzas. No es un alegre pluralismo lo que necesitamos, porque nos puede dejar sin políticas de acción.

Posible salida
Chantal Mouffe teoriza sobre cómo hacer política feminista en el contexto de la multiplicidad de relaciones de subordinación. Para ello comienza descartando la estabilidad apriorística de la identidad de los individuos: ella niega que haya un centro esencial de subjetividad que preceda las identificaciones del sujeto y que funcione como eje alrededor del cual tales identificaciones se fijan total y definitivamente. Mouffe prefiere manejarse con la categoría de agente social, el cual es una entidad constituida por un conjunto de posiciones subjetivas o fijaciones parciales, construidas por una diversidad de discursos entre los cuales hay un movimiento constante de desplazamiento y sobredeterminación. La subjetividad de tal agente ya no es homogénea sino múltiple y contradictoria, y su identidad resulta entonces una construcción “siempre contingente y precaria, fijada temporalmente en la intersección de las posiciones de sujeto y dependiente de formas especificas de identificación,” (Mouffe 111).
Una de esas posiciones de sujeto es la del género sexual y sus atributos, que según Linda Alcoff, son términos relacionales identificables sólo dentro de un contexto en constante movimiento –el discurso social, lo dado-. Por ende, las categorías “mujer” y “femenino”, junto con sus respectivas atribuciones, también son términos relacionales que no tienen contenidos fijos y estables. Quien asume dichos términos se ubica en una posición dentro de un sistema o campo determinado (social, político, simbólico), en un contexto y una situación dialógica determinada, desde los cuales interpreta y (re)construye los significados que permiten pensar la experiencia de lo real y de su propia subjetividad. "Visto así, ser una ‘mujer’ es tomar una posición dentro de un contexto histórico en movimiento” (Alcoff, cit. en Fletcher. 25); y por lo tanto, “el falso dilema de la igualdad versus la diferencia se derrumba desde el momento que no tenemos una entidad homogénea 'mujer' enfrentada con otra entidad homogénea 'varón', sino una multiplicidad de relaciones sociales en las cuales la diferencia sexual está construida siempre de muy diversos modos," (Mouffe 112).
Entonces, si la diferencia sexual es una construcción contingente e inestable, la lucha en contra de la subordinación que aquella legitima tiene que plantearse en formas específicas y contextuales. Es desde esta perspectiva que Mouffe examina las propuestas de políticas feministas de otras pensadoras y señala sus puntos débiles. Con respecto a los modelos sexualmente diferenciados de ciudadanía, en los que las tareas específicas de hombres y mujeres son valoradas con equidad, y en los cuales se afirma predominantemente el valor político de la maternidad, Mouffe señala como defecto los efectos neo-esencialistas que éstos producen, ya que parten de la base de que las mujeres como grupo tienen identidades, capacidades e intereses pre-constituidos a los que la política debe reconocer, y así refuerzan la oposición básica entre los sexos. Con respecto a los proyectos políticos basados en procedimientos destotalizantes y descentralizadores, la autora señala que tales procedimientos producen efectos exagerados de dispersión de las posiciones de sujeto que resultan en separaciones efectivas. En suma, Chantal Mouffe critica que estas formas de encarar la política se limiten meramente a "encontrar caminos para satisfacer las demandas de las diferentes partes de una manera aceptable para todas" (123) en vez de intentar construir agencias sociales nuevas en las cuales la categoría mujer no implique subordinación.
En este sentido, Mouffe advierte que la descontrucción de las identidades esenciales y el concomitante reconocimiento de la contingencia y ambigüedad de toda identidad convierte la acción política en un imposible para algunas feministas, pero para ella este doble movimiento es condición necesaria para el establecimiento de una democracia radical, puesto que provee una adecuada compresión de la variedad de relaciones sociales. Ella sostiene que la inexistencia de un vínculo necesario a priori entre posiciones de sujeto no impide establecer entre ellas articulaciones históricas, contingentes y variables, que fijen parcialmente las identidades y construyan agentes sociales políticamente eficaces, pero igualmente contingentes y variables.
La ciudadanía sería una de esas articulaciones, que en una democracia radical vincularía las diferentes posiciones de sujeto del agente social al tiempo que le permitiría mantener una pluralidad simultánea de lealtades específicas a diferentes grupos (las mujeres, los trabajadores, los negros, etc...) y respetaría su libertad individual de decidir los compromisos a asumir. El nosotros construido por esta noción radical de ciudadanía sería una identidad política colectiva pero inestable y contingente: esto significa, como dice Toril Moi, que "a veces una mujer es una mujer y, a veces, lo es mucho menos," (14); y que es perfectamente legítimo y políticamente aceptable que algunas mujeres se identifiquen más con varones que con otras mujeres y que incluso se alíen con ellos respecto de cuestiones políticas específicas, como en el caso de activistas lesbianas y varones gays en las luchas por los derechos queer. Además, la identidad colectiva construida por la ciudadanía radical estaría articulada no ya en base a la igualdad -lo uno que excluye lo otro- sino mediante el principio democrático de equivalencia, el cual implica lo uno y lo otro, es decir, la aceptación de las diferencias en igualdad de derechos, o en otras palabras, el igual valor de las diferencias. De esta manera Chantal Mouffe plantea una noción de ciudadanía que reformula la distinción público/privado en que se basa el liberalismo, la cual relegó toda particularidad y diferencia al ámbito de lo privado y apolítico.
Esto no quiere decir que la noción de ciudadanía radical proponga construir una comunidad política completamente inclusiva: Por un lado, la propia Mouffe señala la imposibilidad de semejante entidad, pues siempre hay un afuera constitutivo que es condición necesaria de su existencia; por otro lado, Rita Felski señala que “solamente en el contexto de premisas, creencias y vocabulario compartidos el disenso es posible” (43) pues el horizonte común de significados establece valores y normas que funcionan como principios de articulación entre los agentes sociales y pone coto al "alegre pluralismo" políticamente inviable del que hablábamos antes. Al respecto, Felski sostiene que la diferencia sin calificaciones no puede ser un valor en sí mismo: Por un lado, hay diferencias y antagonismos que representan un peligro real para la supervivencia de otras formas de vida y otras prácticas culturales, como las encarnadas por movimientos racistas o sexistas. Por otro lado, en la benevolente apariencia del pluralismo acecha la posibilidad de reproducir la lógica jerarquizante de la igualdad, la cual aborda la diferencia absorbiéndola en una comunidad ya existente (aquella a la cual pertenece el yo) y sometiendo sin cuestionamientos a los 'otros' a sus formas de sentir, pensar y actuar, las cuales son tomadas naturalmente como normales, correctas o deseables. Es por esto que Felski recalca que no todas las diferencias son benévolas, y distingue entre una diferencia significativa o valorativa -la que articula posiciones políticas de acuerdo con un horizonte compartido de valores y normas- y una diferencia negativa o destructiva -la que reduce al otro a una alteridad absoluta, y perpetúa las desigualdades sistemáticas en el acceso a los recursos materiales, al conocimiento y al poder-.
Creemos, como señala Nari, que las feministas argentinas compartimos un horizonte de significados (la injusticia de la subordinación social y subjetiva de las mujeres), pero que éste resulta aún demasiado exiguo en la presente coyuntura para producir articulaciones entre agentes sociales cuyos compromisos con otros grupos específicos parecieran ser más fuertes. Por ejemplo, el establecimiento de derechos reproductivos y la despenalización del aborto son una de las luchas de mayor consenso en los últimos años, pero "este consenso no indica ningún tipo de homogeneidad teórica, política o filosófica al respecto," (Nari 37). En cuanto a otras cuestiones "macro" que definen nuestros límites de acción y alianza, tales como la función y el financiamiento de los organismos no gubernamentales, el rol social de las universidades, la participación en el Estado y en el poder, la familia, el varón, la sexualidad, y un largo etcétera, respecto de estas cuestiones no hay vislumbres de coincidencias. Por otra parte, los intentos de alianzas con varones, lesbianas, travestis y transgéneros feministas nos han obligado a replantear el previo acuerdo que habíamos alcanzado respecto de quiénes integran la comunidad desde la cual nos posicionamos como agentes sociales; esta situación quedó muy clara en el encuentro feminista de Río Ceballos.
Ante esta situación, hemos tratado de imaginar posibles modos de establecer articulaciones de equivalencia y de elaborar agendas sociopolíticas comunes, para concretizar en la Argentina del siglo XXI una ciudadanía radical como la que propone Mouffe. Reconocemos que esto no es fácil, porque exige una reconstrucción de hábitos mentales profundamente arraigados, reconstrucción que consiste en abandonar la ilusión de las subjetividades homogéneas, apriorísticas y estables para abrazar la precariedad, la heterogeneidad contradictoria y la inestabilidad. De todos modos, pensamos que un primer paso ineludible hacia el establecimiento de articulaciones de equivalencia es cambiar el objetivo del diálogo político con los otros: olvidarnos - como dice Mouffe- de tratar de satisfacer aceptablemente las demandas de las diferentes partes y concentrarnos en negociar las respectivas definiciones y lugares de los sujetos interlocuados. Sólo de este modo podremos construir agencias sociales nuevas y contingentes en las cuales la categoría mujer no implique subordinación, y podremos replantear la lucha contra la subordinación de los femeninos (o l@s femenin@s) en formas políticas específicas, contextuales y coyunturales.

Bibliografía selecta
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Benhabib, Seyla. "Feminismo y posmodernidad: una difícil alianza". Feminaria año VIII, nº 14. 22-28.
Binder, Alberto M. “La Sociedad Fragmentada”. Nueva Sociedad n°111, enero-febrero 1991.
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Collin, Françoise. "Praxis de la diferencia: Notas sobre lo trágico del sujeto". Mora: Revista del Área Interdisciplinaria de Estudios de la Mujer 1 (1996) : 2-17.
Díaz-Diocaretz, Myriam. “’La palabra no olvida de dónde vino’. Para una poética dialógica de la diferencia”.Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana. Vol. I: Teoría feminista: discursos y diferencias. Myriam Díaz-Diocaretz e Iris M. Zavala (coords.) Madrid: Antrhopos, 1993. 77-124.
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