SOBRE EL NEOLIBERALISMO: LA HISTORIA, LOS MITOS, LOS PRINCIPIOS

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CARLOS A. SABINO

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    Desde las pantallas de televisión, en los noticieros, todos vimos cómo se desenvolvía una revolución ante nuestros ojos. El viejo fantasma del comunismo, del que hablara Marx en su conocido Manifiesto, se desvaneció como se desvanecen los fantasmas: dejándonos el alivio que sigue a las pesadillas, abriéndonos la posibilidad de nuevos cursos de acción, creando la esperanza de que el futuro sea más racional y menos conflictivo.

    El debate ideológico, a partir de ese año crucial, ha cobrado nuevas formas y diferentes dimensiones: su eje ya no es la vieja oposición entre capitalismo y comunismo, entre la economía de libre mercado y el sistema de planificación central. En esta década que comenzamos todos parecen aceptar que los pueblos deben escoger libre y democráticamente su futuro, que el bienestar no puede ser logrado por medio de inmensos aparatos burocráticos que tutelan los deseos de los ciudadanos.

    En Latinoamérica, entretanto, el impacto de esta revolución no se ha hecho sentir hasta ahora por completo. Es cierto que un nuevo lenguaje político se extiende en la mayoría de nuestros países, dejando atrás las promesas populistas de otras épocas y cuestionando el estatismo económico que pareció indiscutible hasta hace muy poco tiempo. Pero aún se recurre a la crítica descalificadora cuando se tratan de realizar los cambios que nuestra realidad exige, aún se insiste en plantear el debate como una oposición entre un neoliberalismo de derecha y una política "popular" que se apoya en los viejos principios -en parte marxistas- del control estatal sobre la vida económica y social. Mucha es la confusión y mucha -también- la necesidad de clarificar los términos: es imposible integrarse al dinámico mundo actual si nos aferramos a conceptos y premisas superados, si planteamos los problemas políticos básicos sobre la base de un pensar prejuicioso, que se resiste a reconocer el auténtico perfil de las proposiciones ideológicas existentes.

    Es por esta razón que nos hemos propuesto, en este trabajo, la tarea de esclarecer algunos malentendidos que rodean tanto al pensamiento liberal clásico como a su expresión moderna, que suele denominarse neoliberalismo. Nuestra exposición, demás está decirlo, no pretende ser exhaustiva ni incorporar toda la rica y esclarecedora bibliografía existente. Su objetivo, simplemente, es contribuir a despejar algunas de las confusiones y de los mitos que se han tejido alrededor de un tema que, de suyo, es realmente polémico y complejo.

 

UN RETRATO DISTORSIONADO

    La imagen que el neoliberalismo tiene todavía en muchos países de Latinoamérica es una imagen construida en gran parte sobre la base de omisiones y de ocultamientos, plagada de simplificaciones arbitrarias y de confusiones deliberadas. Y ello no es casual: quienes así la han proyectado han partido por asumir una oposición de principio a esta corriente y han buscado, por cierto, encontrarle de inmediato sus debilidades y sus errores. Al constatar que se está produciendo -hace ya algunos años- un auge mundial de las ideas neoliberales, muchas personas formadas en la tradición del socialismo han considerado que su deber era lanzar una especie de cruzada en defensa del papel del Estado, los valores colectivos, la solidaridad y el sector público de la economía.

    Pero las cruzadas intelectuales, como no escapará al lector, en poco se caracterizan por la ecuanimidad y el estudio desapasionado de las ideas de los adversarios; son ásperas, cargadas de emotividad y poco propicias para el análisis equilibrado de los problemas. Por eso, para superar este clima adverso al auténtico debate, trataremos de mostrar cuáles son las simplificaciones, las distorsiones y las falacias que, sobre el tema, hoy se repiten hasta la saciedad. Para poder rebatirlas, naturalmente, será preciso primero exponerlas al lector.

    Las objeciones al neoliberalismo, en Latinoamérica especialmente, se han centrado en dos o tres puntos principales:

a) Se ha dicho reiteradamente que el neoliberalismo es una ideología asociada a modelos políticos autoritarios y conservadores, que terminan por concentrar la riqueza en pocas manos y por empobrecer a la mayoría de la población. En este tipo de crítica se presenta al neoliberalismo como una teoría asociada al egoísmo de las clases dominantes quienes, alejadas de todo interés nacional, promueven la destrucción de la industria local y entregan al país a los apetitos del capital extranjero.

b) Otra línea de argumentación se esfuerza por defender, ante todo, el papel del Estado en la vida social. Desde este punto de vista se destacan las insuficiencias de los mecanismos del mercado para dar satisfacción a todas las necesidades del hombre y se hace énfasis en la inmensa variedad de beneficios que la institución estatal presta, o puede prestar, a los ciudadanos de un país. Dentro de esta misma perspectiva están aquéllos que, aun reconociendo que la economía de mercado es más eficiente y que tiene un gran potencial para elevar el bienestar colectivo, postulan que la libertad económica lleva inevitablemente a ensanchar la brecha entre pobres y ricos. En consecuencia, reprochan al neoliberalismo su supuesta falta de sensibilidad social, su excesivo énfasis en el lucro y su descuido ante los problemas sociales que genera el mercado.

    La primera de las críticas señaladas se empeña en identificar al neoliberalismo como una ideología de derecha y, en tal sentido, lo coloca a la par de otras proposiciones autoritarias, conservadoras o militaristas. Se trata de una burda simplificación que enmascara por completo -como se verá enseguida- toda la tradición libertaria y profundamente humanista de la que se nutren las ideas liberales de hoy. A través de la misma se separan también, artificialmente, el liberalismo económico del liberalismo político, como si la posición que busca el crecimiento económico a través del mercado, pero niega las libertades civiles y políticas, pudiese considerarse como auténticamente liberal.

    El segundo grupo de objeciones también se asienta sobre una confusión fundamental: se critica acerbamente a una propuesta antiestatal que nunca ha tenido fuerza, ni en la teoría ni el la práctica, dentro del pensamiento neoliberal. La lucha total contra el Estado, la negación de su misma existencia, corresponde en propiedad al anarquismo y no al liberalismo y es por lo tanto poco justo considerarla como parte de su credo político. Pero lo que hay detrás de esta crítica, en el fondo, es algo más que una simple confusión semántica: al desdibujar al liberalismo lo que se busca es sostener un estatismo vigoroso, presentándolo como única alternativa frente a un liberalismo que se caricaturiza como anarquía capitalista. No hay duda de que, en otras ocasiones, la defensa del papel del Estado se hace sobre bases más coherentes y equilibradas: al recordar las urgencias de la pobreza y los peligros que para todos pueden ocasionar las extremas desigualdades sociales, se ponen de relieve las dificultades que cualquier política económica ha de encarar, de un modo u otro, en nuestro contexto regional. De allí a abogar por una mayor intervención social del Estado, sin embargo, existe un trecho bastante amplio, una distancia que no creemos sea obligado transitar.

    Sabemos que estas apreciaciones, aún bastante generales, no son suficientes para clarificar un tema que tan apasionados debates ha suscitado: cuando se hacen juicios amplios, poco específicos, siempre queda un buen margen para interpretaciones divergentes, e incluso hasta opuestas. Por ello será preciso que analicemos, con algo más de detenimiento, tanto las proposiciones básicas que nutren al liberalismo como la trayectoria histórica que ha seguido esta corriente dentro del mundo occidental.

 

EN BUSCA DE UNA DEFINICION

    Para quien se interese por la historia de las ideas políticas resultará claro que el liberalismo, en su concepción filosófica, es una corriente de pensamiento que tiene muy remotas raíces. Es cierto que durante el siglo pasado y una buena parte del actual han existido una multitud de partidos políticos que, en diversas regiones del mundo, han utilizado el calificativo de liberal, ya sea aisladamente o en combinación con algún otro término. Pero resulta claro, también, que el liberalismo -así como otras grandes corrientes del pensamiento político- no puede restringirse a un contexto temporal o espacial específico. Así como siempre han existido posiciones autoritarias, por ejemplo, también puede afirmarse que en variadas épocas y lugares han aparecido pensadores y movimientos políticos que hacían de la libertad el eje de su prédica.

    En una primera aproximación, y yendo a la raíz misma del término, puede considerarse que el pensamiento liberal es aquel que considera a la libertad como uno de los valores supremos del hombre, afirmando que es posible organizar la vida política y económica de las sociedades alrededor de este principio fundamental. Resulta por ello conveniente y necesario que, en bien de los individuos -pero también del conjunto social que éstos forman- se permita el desarrollo libre de sus potencialidades y de su pensamiento, de modo tal que puedan alcanzar las metas que ellos mismos se tracen. Al hacerlo así estarán contribuyendo a su bienestar e, indirectamente, al bienestar de la sociedad en su conjunto.

    Estas ideas no pueden sostenerse, sin embargo, si no asumimos ciertos principios éticos y políticos que crean la posibilidad de llevarlas a la práctica. Entre los mismos podemos mencionar:

  • Que la libertad, como capacidad para escoger entre diversas posibles opciones, es un atributo que se refiere a la persona humana individualmente considerada y no a los agregados o colectividades que éstas forman. En otras palabras, que no tiene sentido hablar de una "sociedad libre", una "comunidad libre" o un "Estado libre" si tal adjetivo no es aplicable también a los individuos que componen estos grupos humanos: una sociedad puede ser independiente frente a otras, pero no debe ser juzgada como libre si sus miembros no gozan también de la libertad. 
  • Si el individuo puede ser libre es porque él, gracias a su propio entendimiento, es capaz de determinar la conducta que más conviene a su desarrollo y su realización. Es cierto que sus decisiones podrán ser erróneas o equivocadas, ya sea porque las personas no conocen a fondo la situación que las rodea o porque son incapaces de determinar con claridad cuáles son sus verdaderos intereses. Pero también es cierto que ninguna instancia externa al individuo -y menos una abstracción lejana como "la sociedad en su conjunto"- tendrá mejor información acerca de sus motivaciones o de las circunstancias específicas que lo rodean. El pensamiento liberal recusa, por lo tanto, la posibilidad de otorgar el poder último de decisión a cualquier institución o cualquier líder sobre la base de que éste conoce los "auténticos" intereses de los demás. 
  • Pero la libertad individual, si no se le trazan ciertos límites, lleva a una situación de caótica anarquía en la que prevalecen los más fuertes. Hay un punto donde la libertad de cada uno debe contenerse para poder así respetar la libertad de los demás, para que no se traspase la esfera de libre determinación que poseen también los otros miembros de la colectividad. 
  • Para que una asociación basada en tales principios pueda efectivamente funcionar es preciso que exista entonces un conjunto de normas que los individuos respeten de buen grado. No es concebible una sociedad organizada si no se establecen y acatan algunas reglas de conducta universales y si no se encuentra algún modo de hacerlas cumplir, imponiendo sanciones adecuadas cuando las mismas no se respetan. Del mismo modo es indispensable que exista algún tipo de mecanismo para que esas normas puedan modificarse, cuando la voluntad de los miembros del grupo así lo crea conveniente. 
  • Lo anterior significa, cuando pensamos el conjuntos humanos que están integrados por miles o por millones de individuos, que debe existir algún tipo de autoridad capaz de hacer cumplir las normas que requiere la convivencia social. Esta autoridad, con los elementos necesarios para llevar a cabo la tarea de vigilancia, control y mantenimiento del orden, es la que llamamos el Estado. 

    Hemos planteado la definición de liberalismo en estos términos tan generales y abstractos no por una vana intención de hacer filosofía política sino porque deseamos destacar el hecho de que el liberalismo, en sí, no puede ser concebido como la ideología de alguna clase en particular ni como un producto histórico específico: ha existido una corriente liberal durante la Ilustración europea, y un liberalismo -que algunos llaman "clásico"- durante el período de expansión capitalista del siglo pasado; existe hoy una fuerte corriente que, para distinguirse de esas expresiones políticas concretas, asume por lo general el nombre de neoliberalismo. Pero es fácil encontrar, en la Grecia presocrática, en el Renacimiento europeo y en muchas otras épocas y lugares, propuestas ideológicas y políticas que se erigen sobre los mismos cimientos que hemos comentado más arriba.

    El liberalismo actual no puede ser reducido, por lo tanto, a un especie de simple defensor del capitalismo contemporáneo ni puede ser confundido, sin más, con lo que conocemos como economía de mercado. Hacerlo así significa mutilar arbitrariamente su contenido, restringién-dolo sólo al plano económico, y llevar la discusión a la arena de las coyunturas políticas de nuestra época, omitiendo por completo la importante discusión de principios que subyace a esa coyuntura. Precisamente por esto es que, de inmediato, abordaremos el problema de situar al liberalismo en relación a otras ideologías políticas coexistentes. El complejo tema de la necesidad y de los límites del Estado será tratado, para mayor claridad, al final de este ensayo.

 

DERECHAS E IZQUIERDAS

    El último párrafo de la sección anterior nos sitúa ya en mejores condiciones para definir la ubicación relativa del liberalismo en el espectro político. Pero, para hacerlo con más fundamento, es preciso que nos remontemos a algunos hechos históricos que explican la emergencia del liberalismo moderno y que ponen en su correcta perspectiva al debate actual. No se puede hacer una apreciación seria de lo que hoy es "derecha" o "izquierda", por ejemplo, si no se rastrean los orígenes de tales denominaciones; no se puede comprender el sentido de las propuestas neoliberales si no se toman en cuenta las realidades a las que éstas intentan responder.

    Hay una vieja terminología, originada en los días de la Revolución Francesa, que clasifica las variadas formas del pensamiento político a través de una escala bastante simple: se supone que hay una especie de continuo, con muchas gradaciones, que se extiende desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. Los derechistas, en esta clasificación, son los que se apegan a la tradición, defienden los valores establecidos, se oponen a los cambios y están a favor, en general, del mantenimiento del status quo. Los izquierdistas propugnan cambios, se alzan contra los privilegios tradicionales, favorecen la emergencia de nuevos grupos sociales y tienden -casi siempre- hacia el igualitarismo. Los primeros son conservadores, los segundos reformadores o revolucionarios. Esta clasificación es, ante todo, relativa: se es izquierdista o derechista con respecto a alguna otra posición política, no absolutamente; lo que hoy puede adjetivarse como de derecha mañana puede resultar de izquierda -o viceversa- según como cambien las realidades políticas concretas. Esta es la razón de que, por ejemplo, los comunistas de mentalidad stalinista ortodoxa -que siempre se sintieron a la izquierda de todo el mundo- sean considerados ahora en la URSS como derechistas.

    La distinción mencionada se originó en una situación que resultaba clara hace doscientos años: frente a los privilegios de la monarquía y la nobleza, dentro de un sistema político que no tenía nada de democrático y que hoy no vacilaríamos en calificar como dictatorial y absolutista, el punto crucial lo constituía la desaparición del viejo orden, la apertura de la sociedad hacia los estratos sociales que hasta allí no tenían participación alguna en la vida política. Este era el programa básico de la izquierda.

    Durante casi todo el siglo pasado, en Europa y en una buena parte de América, se desarrolló una lucha política activa entre dos líneas principales de pensamiento: por un lado los conservadores que generalmente representaban los intereses de la nobleza o la monarquía, propendían a un sistema político oligárquico, de escasa participación popular, apegado a las normas y tradiciones del pasado; por otro lado estaban los liberales, quienes favorecían formas de gobierno democráticas y una sociedad más abierta en lo político y en lo económico. Dentro de esta polaridad básica los liberales estaban obviamente a la izquierda y los conservadores a la derecha. Estos últimos favorecían la continuidad de estados fuertes y autoritarios, de corte monárquico, militarista o clerical, mientras que los liberales luchaban por la extensión del voto, la monarquía constitucional o diversas formas de control político sobre los gobernantes. El liberalismo consideraba que las diferentes fuerzas de la sociedad tenían primacía sobre el Estado y que éste, en definitiva, debía representar los intereses y deseos de los ciudadanos sin interferir con la búsqueda de su felicidad y su mejoramiento económico. De allí su lucha a favor de la libertad de comercio y de producción y su prédica constante contra el intervencionismo estatal.

    Hasta hace cosa de cien años ambas posiciones resultaban bastante diferenciadas y nítidas en casi todo el mundo occidental. Con el advenimiento del socialismo, sin embargo, el panorama anterior se complejizó: los socialistas se opusieron casi siempre con vehemencia a ambas líneas de pensamiento, sosteniendo que ellas expresaban los intereses de diferentes clases dominantes: los conservadores a los terratenientes y vestigios del mundo feudal, los liberales a los propietarios de capital ligados a la economía moderna. Con el paso del tiempo ambas posiciones pasaron a considerarse de derecha, en tanto los socialistas se atribuyeron el monopolio de las ideas favorables al cambio y el rótulo de izquierdistas.

    Tal modificación fue estimulada porque, entretanto, en una buena cantidad de países occidentales, se adoptaron varias propuestas básicas del modelo liberal: la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el principio de soberanía popular, la libre elección de los gobernantes, el respeto a la propiedad privada y la libertad económica en general. Ello hizo que los liberales, de alguna manera, comenzasen a sentirse mucho más identificados con los regímenes establecidos, y que las antiguas distinciones entre liberales y conservadores fuesen perdiendo en parte su sentido: ya no había ningún régimen monárquico o feudal que defender y quedaban muy pocos de los privilegios del antiguo régimen.

    El liberalismo clásico del que estamos hablando, situado "a la izquierda" de los conservadores y "a la derecha" de los socialistas en este esquema convencional, se extinguió políticamente hace más de medio siglo. Y esto no sólo ocurrió por la ya mencionada feliz realización de su programa original: hubo además otras causas, que aunque sea sumariamente nos sentimos obligados a mencionar aquí.

    El clima intelectual de entreguerras -desde la Revolución Rusa hasta el estallido del segundo conflicto mundial- se vio sacudido por una desconfianza profunda en los valores del pensamiento liberal: el marxismo revolucionario emergió como una poderosa alternativa a un capitalismo que se desangraba en devastadoras guerras y que era incapaz de impedir la miseria de los trabajadores. La gran crisis económica que tan duramente golpeó al mundo en la década de los treinta profundizó este viraje de la opinión política: el sistema de libre mercado -uno de los pilares del pensamiento liberal- pareció incapaz de escapar por sí mismo de su profunda crisis, hundiendo en la depresión económica a las naciones más poderosas y generando millones de míseros desempleados.

    Las diversas variantes del socialismo y ciertas ideologías totalitarias, como el nazismo y el fascismo, cubrieron casi por entero la escena del mundo occidental durante algunas décadas. En los países occidentales -donde se mantuvieron la propiedad privada y las formas democráticas de gobierno- se siguió respetando, hasta cierto punto, el núcleo del pensamiento liberal, especialmente en cuanto a los derechos humanos y las libertades básicas de la persona. Pero en todas partes, casi sin excepción, fue desarrollándose un profundo cambio socioeconómico. El mismo tuvo que ver, básicamente, con el papel y las funciones que se le atribuyeron al Estado.

    Tanto los conservadores como los liberales de principios de siglo habían aceptado que la economía era un campo que debía reservarse, en lo fundamental, a la iniciativa de los particulares. Los socialistas, en cambio, proponían fuertes controles a la libre empresa cuando no, como en el caso de los marxistas, la expropiación completa de todos los medios de producción privados. Detrás de esta propuesta existía la convicción de que el capitalismo era un sistema explotador: mientras la burguesía -en términos de Marx- se enriquecía cada vez más, los obreros recibían apenas lo suficiente para subsistir. Por ello era preciso, para construir un nuevo régimen más justo, expropiar a los poseedores de capital o, al menos, establecer fuertes controles a su poder económico, para así "repartir" mejor el excedente de la sociedad.

    A partir de los años treinta, y como resultado de la gran crisis económica que se inició en 1929, la mayoría de los países capitalistas avanzados adoptó una diferente visión en cuanto a la gestión de sus economías: ya no bastaba el libre juego de las fuerzas del mercado, se afirmó, para evitar las crisis económicas que traían desempleo y gravísimas tensiones sociales y políticas; era preciso que el Estado, siguiendo las teorías económicas de John M. Keynes, interviniera activamente en la economía de cada nación.

    Mientras las naciones más avanzadas se decidían por esta línea de acción y comenzaban a erigir lo que luego se llamó el Estado de bienestar (Welfare State) otro país, la Unión Soviética, ya había emprendido la total estatización de su economía, aplicando rígidamente las proposiciones marxistas. Luego de la Segunda Guerra Mundial la URSS llevó este sistema económico a toda su zona de hegemonía en la Europa Oriental, en tanto que la China comunista y otras naciones asiáticas y africanas -recientemente independizadas- se encaminaban decididamente hacia la creación de economías estatistas, desconfiando del mercado y de los equilibrios económicos que éste es capaz de producir. En Latinoamérica, algunas figuras políticas que abrazaron un nacionalismo de izquierda que se definía como antioligárquico y antimperialista -Lázaro Cárdenas en México, por ejemplo- o más decididamente populistas -como Perón en Argentina o Vargas en Brasil- inclinaron también la región hacia modelos de gestión claramente estatizantes, antiliberales en lo político y en lo económico.

    Durante varias décadas, en conclusión, la prédica a favor de la economía de mercado quedó prácticamente relegada a muy pocos pensadores que, al margen de la corriente predominante, continuaron insistiendo en la ineficiencia de las economías estatizadas y en los peligros que ellas representaban para la libertad humana . Pero ya hace más de diez años esta tendencia comenzó a revertirse: el Estado benefactor y los amplios controles estatales sobre la economía fueron puestos en tela de juicio porque limitaban el bienestar y el crecimiento económico -llevando a la inflación y al estancamiento- en tanto que asfixiaban a la sociedad con sus regulaciones y la carga enorme de sus presupuestos. El reciente colapso del comunismo, como ya lo dijimos, ha acabado por sepultar cualquier ilusión de que con más centralismo y con más planificación sea posible lograr el desarrollo de los países menos industrializados.

    El nuevo liberalismo, por lo tanto, no centra ya su prédica en la lucha contra un conservatismo aristocrático que ha dejado de existir hace mucho tiempo, sino que encamina su crítica hacia el nuevo gigantismo estatal que la influencia directa o indirecta del socialismo ha extendido por todo el mundo. El neoliberalismo se opone, por consiguiente, tanto a la decadente economía centralizada como a la posición que favorece un intervencionismo estatal que impide el funcionamiento transparente de los mercados. Pero sigue luchando también -como en la época del absolutismo- contra toda tiranía que sojuzgue a los ciudadanos de cualquier nación: ya sean los estados policiales que construyó el comunismo como las dictaduras militares que -en nombre de la lucha contra ese mismo comunismo- violaron todas las libertades en muchos países de nuestra región. Y aún más: tanto en el plano político como en el económico las proposiciones liberales actuales tienden a desmantelar la excesiva ingerencia del Estado sobre la vida de los individuos, a fortalecer a la sociedad civil contra la esfera dominante de lo político, a luchar contra los privilegios económicos que adquieren ciertos grupos cuando se impone una política económica estatizante erizada de controles, de funcionarios con amplio poder y de obtusas regulaciones burocráticas.

    Este énfasis en la necesaria disminución del rol del Estado moderno -el cual, de modos tan diversos, atenta contra la libertad de los individuos- ha llevado a muchos a pensar que el neoliberalismo, al igual que el anarquismo, se opone por principio a la existencia de la misma institución estatal. Ello no es cierto. Por eso, para disipar las posibles confusiones, será preciso que analicemos ahora la concepción que los liberales tienen en la actualidad acerca del Estado.

 

EL ESTADO Y LA LIBERTAD

    El análisis acerca del Estado -de su emergencia histórica, sus funciones y su papel dentro de la sociedad- ha sido oscurecido por una manera de pensar que impone serias trabas al pensamiento social: la tendencia a considerarlo como un fenómeno natural, exteriormente dado, que no proviene de la evolución social de las colectividades humanas. Siempre ha parecido "necesario" que existiesen Estados, que la sociedad se dividiese entre gobernantes y gobernados, que ciertos hombres tuvieran el poder para tomar decisiones capaces de afectar el comportamiento de todos los demás.

    Esta percepción espontánea de las cosas penetró también gran parte de la filosofía política tradicional: muchos pensadores han recorrido un camino que prefería buscar justificaciones y legitimaciones al poder en vigencia, antes que abordar la crítica profunda de las instituciones políticas existentes. Por eso la posición prevaleciente, al menos durante la antigüedad y la edad media, fue la de considerar al Estado como una realización concreta de algún poder divino, sacralizándolo así en buena medida. Ya Aristóteles hacía una distinción entre el Estado y otras creaciones sociales del hombre, sosteniendo que éste "es algo superior o más noble que una mera asociación con fines racionales", y le asignaba por lo tanto una misión moral: "Cuidar de la virtud es la principal función de un Estado que merezca el nombre de tal", afirmó, aceptando implícitamente que éste tenía el derecho de imponer a los súbditos la conducta que ellos debían seguir .

    Esta concepción de la institución estatal -básicamente autoritaria-se correspondía con bastante exactitud a la realidad sociopolítica del mundo antiguo, caracterizada por despotismos, tiranías y monarquías absolutas de similar conformación. Pero tal posición, puesta a prueba prácticamente durante guerras, revoluciones y luchas entre casas gobernantes, fue matizada muchas veces con una proposición que de algún modo la relativizaba: se suponía, en tal caso, que el gobernante poseía tal inmenso poder como un instrumento dirigido a procurar el bien para los gobernados y que, si no actuaba de esta manera, estos tenían hasta el derecho de derribar a los tiranos. Esta fue la idea que guió a la cristiandad durante varios siglos, bajo la conocida fórmula tomista del bien común.

    Pero ya en la Grecia clásica Protágoras había enfocado la cuestión en debate de un modo radicalmente diferente: desmixtificando el carácter del Estado había reconocido en éste una creación humana y no un hecho natural o divino, destacando que se basaba en normas y convenciones creadas por el hombre . Desde esta perspectiva emerge, con el tiempo, la concepción liberal acerca del Estado: la de una institución que no posee un carácter trascendente y que sólo puede justificarse moralmente en tanto sirve para proteger la libertad de los individuos; la de una creación humana que permite la convivencia de seres libres dentro de la sociedad, no la de un poder que los hombres deben acatar y que se les impone desde afuera.

    La diferencia entre el liberalismo y el pensamiento político autoritario consiste, por lo tanto, en que éste no reconoce el derecho estatal a determinar la conducta que deben seguir los ciudadanos, sino que postula que su función es la de generar las condiciones mínimas dentro de las cuales estos podrán escoger la mejor forma de actuar. Que existen libertades esenciales a la persona humana que ningún poder social puede legítimamente arrebatar, por más que justifique su imposición con el pretexto de buscar el bien de los demás. Y que estas libertades, que son la base de toda auténtica democracia, no pueden siquiera ser conculcadas por una mayoría de los mismos ciudadanos, porque en tal caso se violarían los principios sobre los cuales la misma democracia puede, en todo caso, alcanzar a legitimarse.

    Por eso el liberalismo se opone a concebir al Estado como una simple expresión de la "voluntad general", tal como lo sostuvieran Rousseau y otros pensadores. Es cierto que este concepto jugó un importante papel en el pensamiento iluminista del siglo XVIII, en tanto se oponía a una visión de la cosa pública que estuviese subordinada a alguna voluntad "particular", la del déspota, quien -ilustrado o no- gobernaba amparándose en el derecho divino. Pero es importante destacar también que esta percepción de lo político entrañaba un riesgo: el de imponer la tiranía formidable de la sociedad sobre el individuo, negándole a éste la libertad de actuar sin coerción en la esfera de su conducta particular. Tal posibilidad de establecer una tutela sobre los ciudadanos, aún cuando la misma sea ejercida en nombre de su propia soberanía y de su propio provecho, desemboca finalmente en esa concepción aristotélica del Estado a la que ya nos hemos referido. Puede deslizarse, incluso, hasta las formas más deplorables del totalitarismo, en la medida en que el avasallamiento de los derechos individuales no parece conocer un último límite una vez que se niega la intangibilidad de los mismos frente al poder constituido.

    La creencia de que el Estado labora por el bien común, según la fórmula tomista ya mencionada, se demuestra entonces ingenua e irrealista, cuando no encubridora del más franco autoritarismo. Y es falaz porque olvida que la voluntad general nunca puede llegar a ser algo más que una abstracción: quizás coincida, temporalmente, con una opinión mayoritaria, pero nunca podrá interpretar toda la gama de intereses legítimos y a la vez cambiantes que tienen los ciudadanos de un Estado. El principio de representatividad, además, nos lleva a recordar que ningún mandato es absoluto, dado que ni es unánime ni especifica más que las líneas generales de una política a seguir. La idea de que existe una voluntad general, puede decirse entonces, es necesaria para construir un marco legal que permita desarrollar las potencialidades de todos los individuos; pero no debe interpretarse como un mandato encaminado a modelar su conducta o a indicarles qué es precisamente lo que más les conviene hacer o dejar de hacer.

    Pero esta defensa de las libertades individuales, que implica la necesidad de limitar -en cualquier circunstancia- el rol a desempeñar por el Estado, no puede ser sostenida si no se le trazan algunas restricciones. Ya decíamos más arriba que la libertad de una persona debe detenerse en la frontera donde comienza a vulnerar la libertad de las otras, y que la existencia de normas -y de instituciones que velen por esas normas- es la única garantía de supervivencia de un orden basado en la libertad. De allí surgen entonces las discrepancias con el anarquismo, que ve en el Estado un mal absoluto, un aparato opresor al que no se le reconoce ninguna función positiva.

    No hay duda de que el poder político ha estado generalmente asociado a la opresión y al privilegio, y que las limitaciones que hoy posee en buena parte del mundo son el resultado de luchas de larga data, de rebeliones y de incontables sacrificios: la historia muestra que las garantías y derechos individuales son conquistas de los ciudadanos, no dádivas graciosas de los gobernantes, y que estos tienden -apenas se relajan los controles a los que están sometidos- a alguna forma franca o velada de absolutismo. Pero esta constatación, que de ningún modo negamos, no basta para abrazar la idea de la lucha total contra el Estado. Porque la propuesta anarquista, en última instancia, deja de lado otro hecho, casi tan importante como el anterior: en ausencia de normas compartidas y aceptadas, y del poder de hacerlas cumplir, se pasa rápidamente a una situación en que la ley la hacen los más fuertes, en que ciertos individuos, familias o grupos imponen sin restricción su voluntad a los demás. De la tiranía del Estado se pasa a otro tipo de tiranía que -como ya lo expresara Hobbes en su conocido Leviathan- puede ser más opresiva aún que la del poder político.

    Por ello el verdadero fondo del problema no está en eliminar el Estado por completo sino en encontrar, dentro del imperfecto mundo en que vivimos, el marco legal e institucional que favorezca más el desarrollo de la libertad individual. En definir con precisión las funciones y las atribuciones del poder público, entendiendo que éste es un instrumento que la sociedad requiere para su funcionamiento, nada más; un instrumento que, como muchos otros, es peligroso aunque también necesario. 

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