ÉTICA COMUNICATIVA Y EDUCACIÓN PARA LA DEMOCRACIA

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Guillermo Hoyos Vásquez
Profesor de Filosofía en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, Santafé de Bogotá.
Doctor en Filosofía por la Universidad de Colonia (Alemania) en 1973.
Decano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, de 1988 a 1990.
Miembro del consejo del Programa Nacional de Ciencias Humanas y Sociales de COLCIENCIAS.
Autor de diversas publicaciones y director de proyectos de investigación sobre Ética, Política y Filosofía. Ha participado en proyectos y congresos en Europa.

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«Basta reflexionar un poco y siempre encontraremos una culpa que hemos contraído de algún modo frente al género humano (aunque sólo sea a causa de los privilegios de que gozamos, a base de la desigualdad de los hombres en la constitución civil, a causa de la cual otros tienen que sufrir tanto mayores privaciones) para que no reprimamos la noción de deber entregándonos a caprichosas fantasías sobre lo meritorio» (I. Kant, «Crítica de la razón práctica»).

 

En términos generales, se trata de plantear las relaciones entre ética y política, mediadas por el proceso educativo. Estas pueden establecerse desde diversas concepciones de lo político y también de lo ético. Aquí se opta por una metodología quizá extraña: en lugar de acentuar las diferencias entre las diversas versiones contemporáneas de la ética, quiero ensayar una forma de argumentación que las relacione, si no necesariamente a todas, por lo menos sí a algunas de las más relevantes en la discusión actual.

 

El punto de partida es fijar la función específica de la formación en valores en el proceso educativo (I), para mostrar precisamente lo que ella significa para preparar a los miembros de la sociedad civil. Esto permite caracterizar diversas formas de concebir la dimensión ética en relación con la política deliberativa y la democracia participativa (II), para mostrar luego un modelo de argumentación que, como se ha dicho, en lugar de excluir convoque diversas concepciones de la moral en torno a la tarea de formación de ciudadanos (III), que haga posible democratizar la democracia.

 

I. El sentido de la ética en el proceso educativo

En un planteamiento que ha sido considerado como peligrosamente cercano al escepticismo (Apel 1989), que él mismo pretende superar, Jürgen Habermas ha expuesto el sentido de la ética comunicativa con relación a los procesos educativos. Ante todo, para él la función de una fundamentación última de la ética no es precisamente para cambiar el sentido moral de las personas en el mundo de la vida. «Las intuiciones morales cotidianas no precisan la ilustración del filósofo.» En cambio, «la ética filosófica tiene una función ilustradora, al menos frente a las confusiones que ella misma ha suscitado en la conciencia de las personas cultas» (Habermas 1985, p. 122).

Se trata de aquellas confusiones que se gestan en el seno de las nuevas ideologías, que se han infiltrado en el sistema educativo: el positivismo jurídico y el escepticismo valorativo. Ambas tienen el mismo origen: la desesperanza de poder obtener algún tipo de criterio a partir de formas de argumentación racionales. Ante la imposibilidad aparente de encontrar los «verdaderos fundamentos» de la moral, se impone cierto positivismo normativo, muy cercano a formas de dogmatismo desacreditadas por la modernización; y como respuesta a este mismo dogmatismo, en cierta forma nueva versión del racionalismo protagónico de la modernidad, las alternativas postmodernas sugieren volver a lo radicalmente diferente, a la individualidad de cada quien, a la ironía de su autotolerencia, al valor del acontecimiento. Se conforman así los dos extremos en el proceso educativo: quienes pretenden seguir «enseñando e inculcando» normas y quienes optan por no «interferir» en la formación del «otro».

Se piensa que con el descrédito de los metarrelatos en la «condición postmoderna» ha perdido vigencia toda forma de argumentación filosófica en torno a los valores, la ética y la moral. Entonces se radicaliza esta sospecha, estetizando y privatizando el espacio de lo ético y se deja a la normatividad positiva regular el espacio público mediante convenciones de corte eminentemente pragmatista.

La situación la ha descrito Richard Rorty como un dilema: «negarse a la discusión acerca de lo que un ser humano debería ser, o a lo que debería parecerse, denota cierto desprecio por el espíritu de compromiso y de tolerancia que es esencial a la democracia. Pero la identificación de argumentos en pro de la pretensión de que los seres humanos deben ser liberales y no fanáticos nos llevaría de nuevo a una teoría de la naturaleza humana, esto es, a la filosofía» (Rorty 1992, p. 45).

Naturalmente que para resolver el dilema no basta con volver a destacar, en términos generales, la «función de la filosofía en la educación». Más bien sería necesario mostrar por qué hoy podemos hablar de un «giro ético» en la filosofía y, a partir de allí, mostrar la incidencia de este significado específico de la argumentación moral en el proceso de formación de la persona para la sociedad civil. Quizá esto nos ayudaría a enfatizar el sentido eminentemente positivo de la reflexión filosófica, el ethos cultural, negado por los positivistas y descalificado como innecesario por los pragmatistas, en su relación intrínseca tanto con el proceso educativo como con la democratización de la democracia.

Recientemente Victoria Camps, en su presentación del segundo tomo de la «Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía», dedicado a las Concepciones de la ética, y después de reconocer una crisis de la teoría moral en los primeros 150 años después de Kant, afirma: «La segunda mitad del siglo XX ha asistido a la evidente recuperación de la teoría ética, hasta el punto de que no es insensato ni erróneo afirmar que, hoy por hoy, la 'filosofía primera` ya no es metafísica o teoría del conocimiento, como ocurrió en la modernidad, sino filosofía moral»(1992, 19).

Esto nos haría pensar en una especie de «giro ético» de la filosofía en el momento actual, no diferente del giro lingüístico anterior o del giro antropológico, que haría pensar en la expresión de Th. Adorno cuando indicaba que había momentos en los cuales la filosofía sólo podría hacerse como sociología. La situación contemporánea exigiría algo así con respecto a la ética. De hecho podemos hablar casi de una bonanza en el discurso ético (Theunissen 1991, 29 ss.; Wieland, 1989, 5-6).

Esta «rehabilitación de la filosofía práctica» tiene su explicación también en el mismo desarrollo de la ciencia y la tecnología. En el momento que la razón teórica llega a su límite, a lo que ha sido caracterizado como «tragedia de la moderna cultura científica», al convertirse la ciencia, «bajo la forma de ciencias especiales, en una especie de técnica teórica» (Husserl 1962, p. 7), es ella misma la que reclama un esfuerzo para superar la ingenuidad que pudiera darse en cierto optimismo reduccionista en la ciencia y la tecnología (Hoyos 1994). Es entonces cuando se busca en la razón práctica la orientación, el sentido de la vida, de la sociedad y de la historia, que la ciencia sola, en las fronteras del conocimiento riguroso, no parece poder dar: es decir, en las fronteras siempre en movimiento de la investigación ecológica, genética, psicológica, pedagógica, pero también en la frontera de los movimientos sociales, de la ciencia, de la educación y del desarrollo, de los asuntos económicos, de los problemas de la guerra y de la paz.

La reciente Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo (1994) plantea en su primer Informe conjunto, titulado «Colombia: al filo de la oportunidad» y en diversos lugares, el «imperativo fundamental (de) hacer una gran transformación de carácter educativo» (p. i), la cual «supone un nuevo ethos cultural, que supere la pobreza, violencia, injusticia, intolerancia y discriminación que mantienen a Colombia atrasada socio-económica, política y culturalmente» (p. 11) y debe generar al mismo tiempo «un nuevo ethos cultural, el cual permita la maximización de las capacidades intelectuales y organizativas de los colombianos» (p. 12).

Ya en la Proclama «Por un país al alcance de los niños», con la cual lanzaba la Misión Gabriel García Márquez, decía: «Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética -y tal vez una estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal» (p. 7).

Pensamos pues que ya en el proceso educativo se debe luchar por un nuevo ethos cultural, con el cual no sólo se puedan desarmar las concepciones ideológicas que fundamentan el positivismo normativo o el escepticismo de los valores, sino que se puedan comprender críticamente la ciencia y la tecnología, sin caer en los reduccionismos de la razón instrumental y del estructural-funcionalismo, pero tampoco en la demonización fundamentalista de sus logros.

Pero no se trata sólo del proceso educativo; precisamente a través de él se puede ir obteniendo que el ethos cultural penetre la sociedad civil. Es allí, en relación con un sentido deliberativo y no instrumental de política, donde una ética que recoja lo mejor de la discusión contemporánea, tal como pensamos poderla caracterizar a continuación, tiene que poder incidir en la convivencia ciudadana y en la democratización de la democracia. Este es el significado político de una ética, cuyo lugar prioritario sigue siendo el de los procesos educativos, si en ellos prima la orientación filosófica frente a las urgencias meramente pragmáticas.

Para concluir esta primera parte conviene entonces volver a la concepción kantiana acerca de la educación en valores. En un pasaje algo extenso, cuya nota a pie de página nos ha servido de epígrafe, nos propone Kant lo que bien pudiéramos llamar principios para una «fenomenología de lo moral», en los cuales también se vienen inspirando muchos aspectos de desarrollo de un currículum en educación moral (Puig y Martínez 1989, pp. 185 ss.):

«No sé por qué los educadores de la juventud no se han decidido hace ya mucho tiempo a poner en práctica esta tendencia de la razón a ocuparse con placer examinando del modo más sutil las cuestiones prácticas planteadas y (...) no han indagado las biografías de los tiempos antiguos y modernos con el propósito de tener a mano ejemplos para los deberes expuestos, mediante los cuales pusieran a funcionar el juicio de sus alumnos sobre todo a base de comparar acciones semejantes en circunstancias distintas con el objeto de hacer observar su mayor o menor contenido moral. Los adolescentes muy jóvenes, que todavía no están maduros para especulación alguna, pronto adquirirían gran sagacidad en estas materias, y además, percatándose del progreso de su facultad de juzgar, pronto encontrarían no poco interés en ellas, pero -y esto es lo más importante- podrían esperar con seguridad que el frecuente ejercicio de conocer el buen comportamiento en toda su pureza y aplaudirlo, y fijarse, por el contrario, con aflicción o desprecio en la menor discrepancia de ella, si bien hasta entonces sólo se practica como juego de la facultad de juzgar en el cual los niños pueden rivalizar entre sí, dejará empero una impresión duradera de gran estima por una parte y de execración por otra, lo cual, mediante el mero hábito de considerar a menudo tales acciones como dignas de aplauso o censura, constituirá una buena base para la probidad de la vida futura» (Kant 1961, p. 162).

 

II. Posible relación de diversas concepciones de la ética

Intentemos descubrir, con ayuda de la fenomenología, posibles relaciones entre diversas concepciones contemporáneas de la ética, de suerte que en lugar de urgir las diferencias entre ellas podamos señalar los puntos de contacto. Estos se encuentran en el mundo de la vida como punto de partida para analizar los fenómenos morales en contextos determinados; también se encuentran en el esfuerzo por avanzar argumentativa y no dogmáticamente en la formación moral de los ciudadanos: desde las diversas concepciones de ética y de moral percibimos la convicción de que en los asuntos relacionados con la corrección de la vida humana no sólo es posible sino que es necesario argumentar, lo que genera, según las diversas concepciones, variadas figuras de argumentación en moral; finalmente, se observa un marcado interés en que efectivamente la ética no se agote en los procesos de fundamentación y argumentación teórica, sino que llegue a ser lo que realmente es: guía para la acción.

Hay que destacar cómo -si bien la fenomenología iniciada por Edmund Husserl tiene pretensiones universales, no sólo en la lógica sino también en la ética- dicha universalidad no se concluye deductivamente, sino que se gana a partir del mundo de la vida. Por ello el modelo del sujeto moral de la fenomenología, el sujeto responsable, el filósofo como «funcionario de la humanidad», sólo se constituye en íntima relación con su experiencia cotidiana (Hoyos 1975), es decir, en un contexto determinado. En el mismo sentido contextualista se deben interpretar los análisis de P. F. Strawson (1974) sobre los fenómenos morales. El mundo de la vida se manifiesta como contexto universal de significaciones y fuente inagotable de validación de las pretensiones de rectitud, corrección, equidad o justicia. En este sentido el mundo de la vida puede ser caracterizado como la sociedad civil (Walzer 1994).

De igual manera, tanto el neocontractualismo de J. Rawls como la ética discursiva de J. Habermas, se han acercado últimamente -pese a su reconocida y marcada herencia kantiana-, a planteamientos comunitaristas en ética y moral. Cuando J. Rawls en su última obra anuncia la posibilidad de distinguir entre filosofía moral y filosofía política para poder proponer una concepción no metafísica sino política de la justicia, sustentable en un «Overlapping Consensus», en un consenso entrecruzado, a partir de un pluralismo razonable, está mostrando la necesidad de un desarrollo autónomo de la política; pero si el discurso político no puede seguir prisionero de visiones omnicomprensivas religiosas, morales o filosóficas, esto tampoco quiere decir que su sentido y validación se quede en los márgenes estrechos de la racionalidad funcional del utilitarismo. Es posible encontrar fundamentos razonables de la política y de la justicia en las competencias de cooperación social del ciudadano, es decir en sus virtudes éticas, fundamentalmente en su sentido de reciprocidad y solidaridad.

Otro camino de fundamentación de la moral, el de la comunicación, recorrido por J. Habermas, indica la necesidad de liberar el derecho y su fundamento, la política, de la moral universalista, para poder desarrollar más específicamente el sentido de un uso ético de la razón práctica en la sociedad civil. Esto conlleva, naturalmente, el costo de tener que argumentar más contextualísticamente en ética y política, de lo que pudiera esperarse de la racionalidad comunicativa, basada en condiciones ideales (universales) de habla.

Hoy se da, por tanto, un interés cada vez más acentuado por las formas comunitaristas, de herencia aristotélica, de argumentación moral. Ya no nos ocupamos del comunitarismo sólo para refutarlo desde posiciones universalistas, sino para profundizar en él y para ganar el sentido específico de lo ético, como contradistinto de lo moral y, a la vez, como fundamento de la política. De esta forma se pueden reconocer positivamente los límites de la modernidad, que han sido señalados por los pensadores que explicitan nuestra condición postmoderna, pero igualmente se puede reconocer la verdad del comunitarismo para llegar a relacionar más coherentemente los asuntos de lo bueno y lo justo, de la felicidad y la virtud, del Estado y la sociedad civil (Thiebaut, en Camps 1992, 29-49).

Pero también es necesario descubrir los límites de la comunidad (Thiebaut 1992): su debilidad es sin duda el rechazo absoluto a todo universalismo en moral, lo que puede acarrear el peligro de periclitar en el límite del particularismo e, inclusive, de nacionalismos no siempre exentos de xenofobia. Esto nos permite avanzar hacia una reconstrucción comunicativa de la verdad del liberalismo, para integrar en las diversas formas de participación social, de política deliberativa y de democracia representativa, la mayor fortaleza del contextualismo y del comunitarismo: su poder motivacional, comunitario, como lo dice el nombre, y político.

Pienso que con los elementos sugeridos, el punto de vista fenomenológico, el de las formas de argumentaciones contextualistas y comunitaristas, las propuestas dialogales y neocontractualistas, podría conformarse entonces la siguiente propuesta de argumentación, en la cual podrían confluir diversas maneras de razonar, cuya ventaja, tomada cada una en sí, es su sistematicidad, pero cuyo problema siempre puede ser el absolutizarse, volverse dogmáticas y reduccionistas.

 

III. Propuesta integral de argumentación moral

Una propuesta que tenga en cuenta las diversas concepciones actuales de la ética podría desarrollarse en los siguientes pasos:

1. Una fenomenología de lo moral, para explicitar cómo la moral es de sentimientos (vivencias y motivaciones) y tiene su origen en experiencias del mundo de la vida, así no se exprese en sentimientos sino en juicios y principios. Este es el fenómeno moral fundamental, que se debe explicitar en tres aspectos por lo menos:

1.1. El sujeto moral, aquel que se constituye en la sociedad civil en situaciones problemáticas, en las cuales puede estar o «desmoralizado» o «bien de moral», expresiones éstas muy queridas en una tradición orteguiana y retomadas por Aranguren y sus discípulos, entre otros A. Cortina y J. Muguerza. Es posible reconocer en este sujeto moral al «funcionario de la humanidad» de la fenomenología husserliana y también al sujeto capaz de disentir de J. Muguerza (1989). Este es el sujeto de los derechos humanos y el de los sentimientos morales que destacaremos más adelante.

Pero ante todo estamos hablando del sujeto capaz de formarse, del cual dijera Kant que ha de acceder a su mayoría de edad al atreverse a pensar por sí mismo. Este sentido fuerte de autonomía no tiene por qué no relacionarse con el mundo de la vida, ámbito de mi responsabilidad, con los otros copartícipes e interlocutores en la sociedad civil y en la historia. La responsabilidad del sujeto moral es de sí mismo y de las situaciones que lo rodean. En este sentido se habla con toda propiedad de una «ética de la autenticidad» (Taylor 1994).

Hay que acentuar la estructura fundamentalmente contextualista, en la cual se constituye este sujeto moral como responsable de... y con respecto a...: en el mundo de la vida, en la historicidad, en la cultura, en la sociedad civil. Esto protege en todo momento al sujeto moral de interpretar su autenticidad como solipsismo monológico, cayendo en actitudes narcisistas que niegan «el carácter fundamentalmente dialógico» (Taylor 1994, p. 68) de la vida humana, presente ya en el «sentimiento de existencia»

1.2. Los sentimientos morales, que se me dan en actitud participativa en la sociedad civil, los cuales pueden ser analizados a partir de las vivencias tematizadas por la fenomenología husserliana, antes de ser formalizados en la clásica fenomenología de los valores de M. Scheler. En esta dirección es necesario considerar la propuesta de P. F. Strawson (1974) acerca de los sentimientos morales: resentimiento, indignación y culpa. En este análisis se han apoyado recientemente E. Tugendhat y J. Habermas. Se trata, de todas formas, de dotar a la moral de una base fenoménica sólida, de un sentido de experiencia moral, de sensibilidad ética, que inclusive permita caracterizar algunas situaciones históricas en crisis por el «lack of moral sense» de las personas y otras como prometedoras por la esperanza normativa que se detecta en una sociedad animada por el «moral point of view» de sus miembros.

En el resentimiento se me abre a mí como participante en una situación intersubjetiva la dimensión de un derecho moral violado: ¡me has engañado, no hay derecho! Se trata de un vínculo intersubjetivo lesionado y por ello me resiento. Es posible que el «otro» me dé explicaciones; éstas pueden ser plausibles, aceptables o todo lo contrario, por lo cual quizá me resienta todavía más. El resentimiento sólo se da en relaciones interpersonales. (Yo no me resiento con la escalera en la cual me resbalo, pero sí con quien me empujó.)

La indignación es un sentimiento moral, al cambiar de actitud: no se da a quien participa en la acción, sino a quien observa una acción en la cual otra persona lesiona a un tercero. El sentimiento de indignación da pie para censurar una acción, de la cual de nuevo podemos decir «no hay derecho», y en la cual participan dos personas distintas a nosotros.

Finalmente, el sentimiento de culpa se da a quien participa en la acción y mediante un determinado comportamiento lesiona a otro. Se trata de un sentimiento que en apariencia es en primera instancia independiente de toda relación intersubjetiva, pero en su reconocimiento y aceptación de profunda significación interpersonal. Lo importante en relación con estos sentimientos morales y otros semejantes, también los positivos, como los de reconocimiento, gratitud, satisfacción por el deber cumplido, perdón, etc., es que dichos sentimientos no sean desvirtuados de antemano «psicológicamente» por el especialista, como si en ellos se tratara siempre de reacciones propias del «resentido social», del «amargado» o de quien no ha podido superar los «complejos de culpa». Quien se cree por encima de todas las situaciones y cree que la sensibilidad moral es asunto de personalidades débiles, está cercano de aquella pérdida del sentimiento moral (lack of moral sense), que pudiera ameritarle el calificativo de «sin-vergüenza» (Tugendhat 1990). Por el contrario, debería figurar entre las tareas prioritarias del proceso educativo fomentar en los educandos la sensibilidad moral.

En este punto habría que acentuar la estructura eminentemente comunicativa descubierta por la fenomenología de los sentimientos morales. Se trata de experiencias que pueden llegar a ser tematizadas en un ámbito suprapersonal, de suerte que con respecto a ellas se pueden analizar las situaciones, discutir puntos de vista, dar razones y motivos, explicaciones, etc. Este «triángulo» de los sentimientos morales podría ser complementado con el análisis de otras situaciones y de las vivencias y experiencias en que se nos dan: reconocimiento, gratitud, perdón, etc. Aquí sólo se destacan estos tres sentimientos «críticos» como modelos de análisis posibles, cuya utilidad pedagógica radica precisamente en develar esas tres perspectivas fundamentales de la relación social: la del participante como «paciente», como «observador» y como «agente». Estas perspectivas se constituyen originariamente por la reciprocidad y la solidaridad. En los tres sentimientos insinuados se devela su negación como «esencia» de la persona en sociedad.

Más allá de las situaciones morales «cotidianas» podríamos fijarnos en las situaciones límites, aquellas en las que bien sabemos que se juega el sentido mismo de lo humano, de la vida, de la dignidad de la persona, etc. Pero lo más importante es descubrir, tanto en las situaciones menos complicadas como en las más complejas, el peligro implícito de negación de la reciprocidad, del respeto y del pluralismo; y al mismo tiempo, detectar en tales situaciones las posibilidades reales de llegar en ellas al auténtico reconocimiento del otro, desde las raíces mismas de lo humano, que tienen que ver sin duda también con la diferencia de género, con la diferencia de raza, de comunidad y de nación, de cultura, de religión, en una palabra, con el reconocimiento de la heterogeneidad.

1.3. Es parte importante de la fenomenología de lo moral desarrollar la sensibilidad moral para detectar y vivenciar los conflictos morales como se presentan a diario en el mundo de la vida y en la sociedad civil y para contextualizar posibles soluciones. Aquí radica el papel de denuncia y concientización y la función pedagógica de los medios de comunicación. En efecto, en los contextos mundovitales de la sociedad civil en los que se confrontan consensos y disensos, es donde se aprende a respetar a quien disiente, a reconocer sus puntos de vista, a comprender sus posiciones, sin tener necesariamente que compartirlos.

2. El principio puente. Ahora que hemos accedido al campo de lo moral gracias a una tematización de los sentimientos morales, preguntamos cómo a partir de ellos podemos llegar a criterios, a principios que nos permitan juzgar los casos particulares desde «el punto de vista moral». La moral se ocupa de sentimientos, de vivencias y experiencias, pero se expresa en juicios. Por ello la moral no se queda en el nivel puramente subjetivo de los sentimientos, no es sólo asunto privado. Los sentimientos morales que hemos descrito más arriba son ciertamente personales, pero se caracterizan porque pueden ser generalizables. Aquello que me produce resentimiento es algo que yo considero podría resentir a otras personas si estuvieran en mis circunstancias. La indignación que nos causa un secuestro es algo que pensamos debería ser compartido por todos los ciudadanos. La culpa que experimentamos cuando hemos ofendido a alguien es un sentimiento que quisiéramos tuviera quien nos ofende u ofende a otros. Si los sentimientos morales son personales y se dan en relaciones interpersonales, también son «transpersonales».

Como lo ha indicado J. Habermas (1985), se busca a partir de aquí un principio puente que nos permita pasar de sentimientos morales, de todas formas comunes a muchos en situaciones semejantes, a principios morales; en términos kantianos, de máximas a leyes universales. Para pasar de los sentimientos y experiencias morales a principios, nos valemos, como en el conocimiento científico, de un principio metodológico. Allí se habla del principio de inducción, el cual permite pasar de casos particulares (dados en la experiencia) a leyes generales. En la moral también buscamos un principio que nos sirva de puente entre los sentimientos de la experiencia y los principios de la moral: se trata de una especie de «transformador» que nos permita pasar de experiencias a juicios.

En la tradición filosófica fue Kant quien mejor logró clarificar el sentido y el alcance de un tal principio metodológico, basado en la reflexión sobre nuestras experiencias morales cotidianas. La formulación del «imperativo categórico» nos ayuda a comprender el problema: si quieres ser moral, dice Kant, «obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta en ley universal». Lo que propone Kant es que orientemos nuestras acciones por aquellas máximas, puntos de vista, que para nosotros puedan llegar a ser de tal validez que estemos dispuestos a querer libremente que cualquier otro en su obrar se guíe por las mismas máximas, es decir, que éstas puedan llegar a transformarse en leyes universales. Por ejemplo: si la máxima de mis acciones es respetar la vida del otro, es posible que yo esté dispuesto a aceptar libremente que dicha máxima pueda ser la de cualquier otro. Lo mismo puede valer para «no lesionar a nadie», «no instrumentalizar a nadie», etc.

En el imperativo categórico transformamos nuestras máximas, es decir, nuestras experiencias morales, en leyes y principios, gracias a la reflexión sobre la voluntad y su capacidad de «poder querer»: esto es lo que llamamos libertad. El principio puente de la moral moderna es la libertad humana. Por eso podemos reconocer que, enfrentados a las obligaciones morales, sólo podemos ser responsables de nuestras acciones si de alguna manera somos libres de obrar de una u otra manera. De la misma forma, sólo si reconocemos que somos libres podemos descubrir que la moralidad tiene sentido para el hombre.

Sin embargo, el imperativo categórico es tan absoluto, tan general, que muchas veces pareciera que su aplicación no sólo es difícil, sino imposible. De esta forma la moral se ha ido debilitando, sobre todo porque no siempre parece ser viable el descubrir con base en la reflexión personal aquellos principios que podemos querer libre, autónomamente, que sean leyes universales. Es posible que confundamos nuestros intereses egoístas y personales con lo que decimos que queremos que sea ley universal; no siempre es posible conocernos a nosotros mismos para poder enunciar objetivamente aquellos principios que pensamos deberían obligar a todos. De esta forma, las críticas que se han hecho a la moral kantiana obligan hoy a buscar otros principios mediadores, otras estrategias metodológicas, que cumplan la función de puente o de transformador entre las experiencias personales y los principios morales universalizables.

En la propuesta de una ética comunicativa, el transformador es un principio dialogal que puede ser replanteado, a partir de la formulación de Kant, de la siguiente manera: «En lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que sea ley general, tengo que presentarles a todos los demás mi máxima con el objeto de que comprueben discursivamente su pretensión de universalidad. El peso se traslada de aquello que cada uno puede querer sin contradicción como ley general, a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma universal» (Sobrevilla 1987, 104-105).

Quiere decir que el puente es el de la comunicación, y en ella radica toda fundamentación posible de la moral y de la ética. El mismo Habermas propone como fundamento discursivo común tanto de la moral, por un lado, como de la ética, la política y el derecho, por otro, el siguiente principio: «Sólo son válidas aquellas normas de acción con las que pudieran estar de acuerdo como participantes en discursos racionales todos aquellos que de alguna forma pudieran ser afectados por dichas normas» (Habermas 1992, 138).

Pero entonces es importante analizar las estructuras de la comunicación humana, que son tan complejas que en su explicitación podemos reconocer fácilmente otros modelos de argumentación moral, otras formas de puentes o de transformadores que nos permiten llegar de la experiencia a principios morales.

2.1. Momento inicial de todo proceso comunicativo es el que podríamos llamar nivel hermenéutico de la comunicación, en el cual se da la comprensión de sentido de las expresiones lingüísticas, de las situaciones conflictivas, de las propuestas de cooperación social, etc. Este momento comprensivo es un desarrollo de la fenomenología del mundo, de la vida, y es conditio sine qua non del proceso subsiguiente. Se trata de un reconocimiento del otro, del derecho a la diferencia, de la perspectiva de las opiniones personales y de cada punto de vista. Es un momento de apertura de la comunicación a otras culturas, formas de vida y puntos de vista, para apropiarse del contexto propio en el cual cobra sentido cada perspectiva y cada opinión. No olvidemos que toda moral tiene que comenzar por la comprensión del otro. Naturalmente que reconocer al otro no nos obliga a estar de acuerdo con él. Quienes así lo temen prefieren, de entrada, ignorar al otro, ahorrarse el esfuerzo de comprender su punto de vista, porque se sienten tan inseguros del propio que más bien evitan la confrontación.

Charles Taylor ha insistido en hacer fuertes las funciones hermenéuticas del lenguaje: primero, su función expresiva para formular eventos y para referirnos a cosas, para destacar sentidos de manera compleja y densa, al hacernos conscientes de algo; segundo, el lenguaje sirve para exponer algo entre interlocutores en actitud comunicativa; tercero, mediante el lenguaje determinados asuntos, nuestras inquietudes más importantes, las más relevantes desde el punto de vista humano, pueden ser tematizadas y articuladas para que nos impacten a nosotros mismos y a quienes participan en nuestro diálogo (Thiebaut en Taylor 1994, 22).

Este momento hermenéutico del proceso comunicativo puede ser pasado a la ligera por quienes pretenden poner toda la fuerza de lo moral en el consenso o en el contrato, pero precisamente por ello es necesario fortalecerlo para que el momento consensual no desdibuje el poder de las diferencias y de la heterogeneidad propio de los fenómenos morales y origen de los disensos, tan importantes en moral como los acuerdos mismos.

En este lugar hermenéutico de la comunicación se basa el contextualismo, y en su misma línea las morales comunitaristas (M. Sandel, A. MacIntyre, M. Walzer, Ch. Taylor) proponen como principio mediador la comunidad a la que pertenecemos con sus tradiciones, valores, virtudes y cultura en general. El acierto del comunitarismo está en descubrir que la dimensión ética sólo se abre a las personas en el contexto de un grupo social (la familia, por ejemplo), de una comunidad, de un país, de un pueblo. Es sólo allí donde la virtud tiene sentido y algún contenido sustantivo. Por otro lado, el comunitarismo también acierta en señalar cómo lo más importante en la moral es la fuerza motivacional de los valores que nos mueven a la acción buena. Dichas motivaciones pasan necesariamente por el compromiso de las personas con sus allegados, con su propia comunidad, con su patria. Una moral ciudadana fomenta la solidaridad entre los miembros de una comunidad.

Naturalmente los límites del comunitarismo están en las fronteras del nacionalismo; allí donde termina mi interés directo por los «míos» y comienza el conflicto en el imperativo de reconocer también a los otros. Entonces es necesario pensar que la moral tendría que poder valer para todos, quizá precisamente en relación con aquellos que me son más extraños, pero que pueden estar más necesitados. Una moral que no pueda responder por los asuntos más generales de los derechos humanos, de los necesitados, de los marginados y excluídos, es necesariamente limitada por más que posea toda la fuerza motivacional con respecto a los más cercanos.

Pero si la unilateralidad y el reduccionismo de los comunitaristas consiste en hacer de este momento de la contextualización y de la motivación el principio mismo de toda moral, el riesgo de otros tipos de argumentación puede ser ignorar o bagatelizar los argumentos comunitaristas, como si no fuera necesario relativizar cierta concepción individualista, calculadora y presocial del sujeto moral, y establecer desde un principio los vínculos de la persona con su tradición y con su comunidad. Por ello es necesario reconocer que en la función hermenéutica necesaria del lenguaje radica la verdad del comunitarismo; sólo entonces podremos superar su unilateralidad.

2.2. Lo que no parece posible ni aconsejable es renunciar a que diversas concepciones del bien, de la sociedad, del hombre y de la historia, puedan acercarse en asuntos fundamentales hasta llegar a compartir ciertos mínimos orientadores de la acción y ser garantía de una sociedad bien ordenada. Los acuerdos sobre mínimos y los consensos están en la tradición del contrato social, en la cual se apoya la moral neocontractualista contemporánea. La propuesta de John Rawls parte de un posible contrato (hipotético) entre los miembros de la sociedad en torno a principios fundacionales de la convivencia, los cuales se basan en una concepción de la justicia como «fairness», como imparcialidad y equidad. No se trata, pues, de la justicia como mecanismo de coacción para hacer cumplir determinadas obligaciones. La justicia como equidad es más bien fundamento último de la sociedad, de manera semejante a como la verdad es fundamento último del conocimiento.

Para poder imaginar un tal contrato en torno a los principios de la justicia es necesario que quienes vayan a participar en él, es decir, los miembros de la sociedad, estén dispuestos a acordar unos principios básicos desde una posición original de imparcialidad, como puede ser aquella en la que cada uno trata de prescindir de sus cualidades, de su concepción del bien, de sus intereses de toda índole, etc., de suerte que con una especie de «velo de ignorancia» lleguen todos a un consenso sobre aquellos mínimos en los que todos pudieran estar de acuerdo como fundamentales para la convivencia social. Estos mínimos son los dos principios de la justicia, organizados lexicográficamente, es decir, en un orden de prioridad, de suerte que el primer principio no puede ser postpuesto por ninguna razón, así sea para optimizar el segundo. Los dos principios son:

«1. Toda persona tiene igual derecho a un régimen plenamente suficiente de libertades básicas iguales, que sea compatible con un régimen similar de libertades para todos.

2. Las desigualdades sociales y económicas han de satisfacer dos condiciones. Primera, deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos a todos en las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y segunda, deben procurar el máximo beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad». (Rawls 1991, p. 33).

Estos dos principios están orientados a que todos los ciudadanos tengan acceso a los bienes primarios, que Rawls enumera en estos cinco tipos de bienes:

«1. Las libertades básicas (libertad de pensamiento y libertad de conciencia, etc.) (...).

2. La libertad de movimiento y la libre elección de ocupación frente a un trasfondo de diversas oportunidades (...).

3. Potestades y prerrogativas de cargos y puestos de responsabilidad (...).

4. Ingresos y riqueza, concebidos en términos amplios como medios generales (con valor de cambio) (...).

5. Las bases sociales del respeto a uno mismo». (Ibid., p. 52).

En sus últimas obras en torno al liberalismo político Rawls hace una novedosa propuesta para mostrar la viabilidad del contrato social en el mundo contemporáneo. Para él es tal la diversidad de concepciones religiosas, morales y filosóficas -todas ellas con pretensiones de verdad absoluta, como lo han mostrado las críticas del comunitarismo a la moral de la modernidad y como se devela la misma concepción holista del contextualismo-, que ya se hace imposible proponer unas reglas de convivencia ciudadana con base en alguna de estas concepciones omnicomprensivas del bien, de la moral o de la vida. Por tanto, es necesario llegar a lo que él llama un «pluralismo razonable», es decir, a un punto de vista -no a «las malas» o «porque toca», sino «a las buenas», con la convicción de que es lo mejor para todos- acerca de la convivencia social a partir de aquellos mínimos propuestos en los principios de la justicia como equidad y en los bienes primarios. Este pluralismo razonable permite llegar a un acuerdo, a un consenso entrecruzado acerca de dichos mínimos. Estos no se pueden defender como si sólo fueran propios de alguna de las visiones omnicomprensivas del mundo, de la historia o del hombre, de índole religiosa, moral o filosófica, puesto que es posible que no todas estas cosmovisiones coincidan en puntos tan importantes. El pluralismo razonable hace posible intentar un consenso en torno a principios básicos de la justicia: la igualdad de libertades y de oportunidades y la distribución equitativa de los bienes primarios. Este sería el sentido de una concepción política de la justicia (Rawls 1993).

La ventaja de tal propuesta es que permite distinguir entre moral y ética (civil o ciudadana), ésta última como fundamento de la convivencia humana con base en la reciprocidad y la solidaridad de las personas, sin que se obligue a nadie a compartir las mismas creencias religiosas, morales o filosóficas de otros. No se habla sólo de tolerancia sino de pluralismo razonable, en el cual se ve un bien para la comunidad. «La tolerancia -escribió Goethe- debería propiamente ser sólo una actitud de transición: debe llevar al reconocimiento. Tolerar significa ofender». (Goethe, Máximas y reflexiones, N. 151).

Como propuesta liberal, en el sentido pleno de la palabra, la del neocontractualismo pretende hacer realidad las promesas de la modernidad y de la ilustración. El reto que se le presenta es conservar la continuidad y transitividad entre el primer y el segundo principio de la justicia o, como se formula hoy, conservar la vinculación entre los derechos primarios en torno a la libertad y los así llamados derechos humanos de «segunda generación»: los derechos sociales, económicos y culturales.

Es cierto que la estructura subyacente al contrato social puede ser la de la comunicación. Pero la figura misma del contrato y su tradición parecen poder inspirar mejor los desarrollos del sentido ético de la política y de una concepción política de justicia y de sociedad civil. Sólo que en el momento en que tanto la comunicación al servicio del consenso como el contrato social mismo tiendan a abolutizarse, se corre el peligro de que en aras del consenso o de las mayorías se niegue la posibilidad del disenso y los derechos de la minorías.

La consolidación del contrato social en torno a unos mínimos políticos puede constituirse en paradigma de orden y paz, cuando de hecho los motivos del desorden social y de la violencia pueden estar en la no realización concreta de los derechos fundamentales. Las necesidades materiales, las desigualdades sociales, la pobreza absoluta, la exclusión cultural y política de poblaciones enteras y de grupos sociales, debe ser agenda prioritaria para quienes aspiran a que el contrato social, la concepción política de justicia y sus principios fundamentales, sean bases de la convivencia ciudadana. Mientras no se logre efectivamente esto, hay lugar para las diversas formas de manifestación del disenso legítimo.

2.3. La verdad del comunitarismo consiste en la necesidad de fortalecer el así llamado nivel hermenéutico de la comunicación: la comprensión, el reconocimiento de otras culturas, los derechos del otro, el derecho a la diferencia. La verdad del liberalismo político consiste en la propuesta de una sociedad bien ordenada, a partir del pluralismo razonable, con base en los principios de la justicia como equidad. «La ética comunicativa» (J. Habermas, K.O. Apel, A. Cortina) permite superar el relativismo propio de la absolutización de la hermenéutica, al hacer del diálogo, nutrido en el mundo de la vida, el puente entre nuestras experiencias personales y los principios morales. De esta forma, al desarrollar la competencia argumentativa del lenguaje, sin negar su poder interpretativo y comprensivo, la racionalidad comunicativa reconstruye genéticamente el «Overlapping Consensus», el consenso entrecruzado del contractualismo, liberándolo a la vez de las ficciones de la posición originaria y del velo de ignorancia.

Esto nos obliga a desarrollar las estructuras de la acción comunicativa (Habermas 1988, T.I, pp. 143-45) para comprender cómo es posible, a partir de ella, reconstruir el principio de universalización para fundamentar racionalmente la moral, sin exponerse a los peligros del en-si-misma-miento o del autismo de una razón absoluta.

Primero que todo hay que destacar cómo el conocimiento se alimenta, por un lado, de las perspectivas, a partir del mundo de la vida de quienes participan en la comunicación, y, por otro, del poder argumentativo del lenguaje: en él radica un «telos», una inclinación hacia el entendimiento mutuo. Se presupone, pues, un nivel básico de comprensión de los significados de las proposiciones, que es necesario trascender hacia las posibilidades de poder validarlas en su verdad, corrección y veracidad. Por tanto, comprender el sentido de una proposición no es ya aceptar su verdad, sino abrirse a la posibilidad de preguntar por razones y motivos referidos al mundo de la vida, para obviar el idealismo «hermenéutico» que amenaza en todo momento con disolver la realidad en una rapsodia de «historias» sobre ella. El discutir las razones y motivos es ya reconocimiento mutuo y una consecuencia de la «reciprocidad» que genera la acción comunicativa: no sólo se pretende comprender otras culturas, sino que se las toma precisamente como dignas de ser contrastadas con la propia.

El primer momento de la comunicación, el de la comprensión, es de apertura a otras formas de vida; en él se basa la tolerancia y el pluralismo razonable; él constituye el reconocimiento del derecho a la diferencia. Hay que perder el miedo a comprender a otros, como si ello significara tener que estar de acuerdo con ellos. Los que así piensan son los que prefieren ignorar la opinión de los demás, excluirlos de la participación, negarles la posibilidad de tener razón. Sólo después de haber comprendido a otros se puede analizar si estamos en acuerdo o en desacuerdo con ellos. En este punto hay que advertir que este es el lugar donde se desarrolla la argumentación de los comunitaristas (2.1.).

Pero, como ya lo indicamos, es necesario superar este primer momento de la comunicación, sin minimizar su importancia. El lenguaje nos sirve para contextualizar nuestras opiniones, pero también nos sirve para defenderlas o cambiarlas con base en los mejores argumentos. Así pues, los participantes en la acción comunicativa pretenden que las proposiciones enunciadas sean verdaderas en un mundo objetivo, en el cual la acción del hombre es pragmática. Si la racionalidad se restringe a la eficacia de este tipo de acciones, se corre el peligro de comprender la acción humana en su totalidad como un gran plan estratégico, en el que se integran sistémicamente y se cosifican las personas. Por ello es necesario explicitar cómo la acción comunicativa abre también un mundo personal. Las pretensiones subjetivas expresadas en las proposiciones con sentido se orientan a la credibilidad, tanto del que las expresa como de quien reacciona a ellas. Así se va constituyendo la identidad de las personas, su autenticidad (Taylor 1994), base de toda eticidad. Se trata de un nuevo tipo de racionalidad, que compromete la acción personal a ser coherente con lo expresado, para que la persona sea reconocida como veraz, sincera y auténtica.

Por ello es necesario comprender que quienes participan en la acción comunicativa también tienen pretensiones relacionadas con contextos normativos, distintos de los objetivos, y que se validan mediante razones que se nutren en el mundo social. En efecto, las proposiciones con sentido pretenden que la acción que se describe en ellas es correcta, o que el contexto normativo en el cual se realiza dicha acción es legítimo. Esta pretensión de rectitud, referida a un mundo social, es la que posibilita que los valores y las normas se vayan generalizando. De este modo se van consolidando las instituciones y se desarrollan las diversas formas de sociedad. Los argumentos, las razones y las teorías en esta «región ontológica» del mundo social, de la solidaridad y de la reciprocidad, van constituyendo el sentido de una moral razonable. Hay que advertir que los acuerdos que se logren mediante la argumentación tienen mucho de común con los mínimos de las éticas contractualistas (2.2.).

Si el principio puente es la comunicación, ésta debe partir del uso contextualizador del lenguaje, articulado en el primer numeral, para intentar dar razones y motivos, un uso del lenguaje diferente, el cual constituye la fuerza de la argumentación. Esta debe orientarse a solucionar conflictos y a consolidar propuestas con base en acuerdos sobre mínimos que nos lleven por convicción a lo correcto, lo justo, lo equitativo. La competencia argumentadora no desdibuja el primer aspecto, el de la complejidad de las situaciones, que desde un punto de vista hermenéutico y moral son comprendidas y reconocidas como diferentes. La argumentación busca, a partir de la comprensión, llevar a acuerdos con base en las mejores razones, vinieren de donde vinieren. La actividad argumentativa en moral es en sí misma normativa, lo que indica que en moral el principio comunicativo y dialogal es fundacional (Hoyos 1993).

Este es el lugar de retomar los principios de la argumentación jurídica, propuestos por R. Alexy (1989), como lo hace J. Habermas (1985) para el proceso discursivo de desarrollo de las normas morales.

Dichos principios explicitan cómo toda persona que participa en los presupuestos comunicativos generales y necesarios del discurso argumentativo, y que sabe el significado que tiene justificar una norma de acción, tiene que aceptar implícitamente la validez del postulado de universalidad. En efecto, desde el punto de vista de lo lógico-semántico de los discursos, debe procurar que sus argumentos no sean contradictorios, que estén bien formados; desde el punto de vista del procedimiento dialogal en búsqueda de entendimiento mutuo, cada participante sólo debería afirmar aquello en lo que verdaderamente cree y de lo que por lo menos él mismo está convencido: debe ser auténtico en los procedimientos discursivos.

Y finalmente, desde el punto de vista del proceso retórico, el más importante, valen estas reglas:

a) Todo sujeto capaz de hablar y de actuar puede participar en la discusión.

b) Todos pueden cuestionar cualquier afirmación, introducir nuevos puntos de vista y manifestar sus deseos y necesidades.

c) A ningún participante puede impedírsele el uso de sus derechos reconocidos en a) y en b).

A partir de estas condiciones de toda argumentación, se ve cómo el principio de universalización es válido. Este nos puede llevar al principio moral más general: únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que pudieran conseguir la aprobación de todos los participantes comprometidos en un discurso práctico (Habermas 1985).

Pensamos que este es el momento de mostrar la conveniencia, la oportunidad e inclusive la necesidad de aprender a argumentar, a dar razones y motivos en moral y ética, para superar los dogmatismos, los autoritarismos y los escepticismos que se han ido camuflando en el proceso político y en la sociedad civil, reflejo apenas de un proceso educativo poco crítico y reflexivo montado más bien en modelos de aprendizaje para la memoria.

La teoría de la acción comunicativa nos permite así diferenciar dos tipos de acción social, opuestos entre sí por naturaleza: la acción a partir del entendimiento mutuo al que conduce la comunicación, con base en el reconocimiento de la solidaridad, y la acción determinada estratégicamente, en la cual el «otro» es un medio más para obtener fines; aquí se origina la cosificación y la manipulación. Esta caracterización de ambos tipos de acción social a partir de la comunicación nos permite destacar la normatividad de la acción comunicativa con respecto a todos los demás tipos de acción humana.

Así, la acción comunicativa se constituye en «punto arquimédico» para fundamentar la moral. En efecto, la comunicación abre las posibilidades a consensos no coactivos con respecto a un mundo de objetos, a un mundo de relaciones sociales y a un mundo de intenciones personales. Quien apuesta a la comunicación cotidiana se compromete, sin excluir a nadie del diálogo, no sólo a clarificar cooperativamente el significado de lo expresado verbalmente, sino también a dar razones con respecto a lo que pretende con tales expresiones significativas.

Pero el diálogo y la comunicación pueden llegar a constituirse en principio puente único, absoluto y autosuficiente por sí mismo, y convertirse así en principio meramente formal, no muy distinto de la pura forma del imperativo categórico. La condición para que la comunicación no se formalice es su vinculación con los aspectos hermenéuticos del lenguaje y con las posibilidades de llegar a acuerdos sobre mínimos, con base en formas más ricas que las de la mera lógica formal, como son, entre otras, la retórica, la negociación, los movimientos sociales, la misma desobediencia civil, etc.

3. En consecuencia, la relación entre consenso y disenso debe ser pensada y desarrollada social y políticamente con especial cuidado. Absolutizar el consenso es privar a la moralidad de su dinámica, caer en nuevas formas de dogmatismo y autoritarismo. Absolutizar el sentido del disenso es darle la razón al escepticismo radical y al anarquismo ciego. La relación y la complementariedad de las dos posiciones pone en movimiento la argumentación moral. Todo consenso debe dejar necesariamente lugares de disenso y todo disenso debe significar posibilidad de buscar diferencias y nuevos caminos para aquellos acuerdos que se consideren necesarios.

Esta dialéctica entre consensos y disensos nos devuelve al principio, al mundo de la vida y a la sociedad civil, en la cual los consensos tienen su significado para comprender los conflictos y para buscar soluciones compartidas, y los disensos, a la vez, nos indican aquellas situaciones que requieren de nuevo tratamiento, porque señalan posiciones minoritarias, actitudes respetables de quienes estiman que deben decir «no» en circunstancias en las que cierto unanimismo puede ser inclusive perjudicial para la sociedad, en las que los mismos medios de comunicación manipulan la opinión pública porque se han convertido en cortesanos o en aduladores del César.

4. La integración que hemos pretendido hacer de estas cuatro formas de argumentación moral nos permite descubrir sus relaciones íntimas y evitar así las unilateralidades y limitaciones de cada una de ellas. De hecho, el valor fundamental de la comunicación, como ya lo advertimos, se gana a partir de la contextualización del sentido expresado en los actos de habla: esto sólo es posible en el horizonte del mundo de la vida y de la sociedad civil, constituido por la cultura de un pueblo, por sus tradiciones, por sus valores. La acción moral tiene sentido y se motiva en un contexto determinado, en búsqueda de fines específicos, en bien de una comunidad concreta y de las personas que la conforman. Por ello afirmamos que un primer momento de la argumentación moral consiste en «reconocer la verdad del comunitarismo».

Pero al reconocer dicha verdad es también necesario descubrir sus límites, los cuales se superan al asumir la función no sólo contextualizadora, sino también argumentativa del lenguaje. La posibilidad de dar razones y motivos de mis acciones me puede ayudar a superar el contexto, el grupo, la comunidad, la nación, en un horizonte más universal de la moral, el de los derechos humanos, el de los principios universales y los deberes para todos los hombres, independientemente de su credo, color, posición social, condiciones económicas, ideología, etc. Este es el espacio de la argumentación a partir de las estructuras de la acción comunicativa expuestas en 2.3. Dichos procesos argumentativos buscan consensos, acuerdos sobre mínimos, con base en una constitución, en una razón pública y en unas instituciones, ellas mismas resultados y órganos de la justicia como equidad, según las propuestas de los neocontractualistas (2.2.). Pero dado que dichos consensos también pueden ser absolutizados, negando quizá los derechos de las minorías, reduciendo la autenticidad de la persona a lo pactado en acuerdos mayoritarios, es necesario rescatar el sentido moral del disenso: la posibilidad y necesidad en algunas ocasiones de poder decir «no», de suerte que la crítica no pierda su función social primordial (Muguerza 1989, 1990). El disenso lleva a la reconstrucción de procesos comunicativos en el mundo de la vida y en la sociedad civil, procesos de política deliberativa y de democracia representativa en los que pretende justificarse el consenso.

Conclusión: para democratizar la democracia

El punto de partida de estas reflexiones fue mostrar la necesidad de desarmar en el proceso educativo al escepticismo valorativo y al dogmatismo normativo. Después de mostrar la posibilidad de la formación crítica y dialogal en valores, podemos ahora recoger algunas de las incidencias de dicha práctica pedagógica y de la argumentación ética en la sociedad civil, en especial con respecto a la política deliberativa y a la democracia representativa (Habermas 1992, Hoyos, en Motta 1995, pp. 49 ss.).

En la modernidad el derecho, las instituciones, incluído como totalidad el Estado democrático de derecho, no pueden encontrar su legitimación ni en la teología, ni en la metafísica, ni en ninguno de los metarrelatos de turno. Se busca entonces su fundamentación en un sentido deliberativo de la política y en una concepción política de la justicia que valide la legitimidad que se deposita en las diversas formas de institucionalización del poder. Dicha forma de política tiene que basarse en las estructuras de la opinión pública, la cual capta problemas globales de la sociedad y los hace conscientes en amplios sectores de la población: allí radica, en última instancia, toda esperanza normativa, la cual depende de los procesos de educación de los ciudadanos y de la formación de la opinión a partir de las estructuras comunicativas de la escuela y de la sociedad civil en general, como tejido cultural y político del mundo de la vida.

Entendemos por lo público (Habermas 1992, p. 437 ss.) algo así como un espacio social, una estructura fundamental del mundo de la vida y de la sociedad civil, tejida por relaciones comunicativas que se concentran en torno a determinados problemas y tomas de posición, lo que hace que en el espacio público se relacionen los ciudadanos del común con intelectuales y dirigentes que tienen acogida por su visión crítica de las situaciones y por su capacidad de explicarlas en un lenguaje público. Esta circunstancia hace que la opinión pública, que se va conformando en torno a determinados problemas, pueda ser manipulada por los medios, pero también pueda ser orientada y fortalecida por ellos, si a la vez el público mismo, gracias a una educación para la mayoría de edad, se comporta políticamente de acuerdo con dicha formación.

De esta forma el influjo (Habermas 1992, p. 439) que se ejerce en el público es ambivalente: por convicción o por manipulación. El público es un potencial político en relación no sólo con procesos electorales, sino más ampliamente con respecto al ejercicio de la democracia en los diversos niveles de participación ciudadana, en la toma de decisiones en las corporaciones públicas, en los organismos de gobierno y en los aparatos judiciales. Este potencial reforzado por los medios se convierte en poder político cuando es liderado por personas o colectivos con autoridad reconocida públicamente. Pero el influjo sólo se gana si hay comunicación efectiva, no sólo publicitaria sino rica en contenidos y análisis, entre la gente cada vez mejor formada, y quienes pretenden orientar a la opinión pública. El público debe ser convencido de la importancia de los temas que suscitan interés mediante una comunicación comprensible capaz de motivar el compromiso de las mayorías: un público crítico, bien formado, es sensible y sabrá detectar pronto la veracidad de sus dirigentes, su compromiso con la comunidad y sus capacidades políticas.

Esto nos lleva a insistir en el sentido que se da hoy al término «sociedad civil» (Habermas 1992, p. 443 ss.; Walzer 1994), heredado de una tradición ilustrada, para la cual lo público en la modernidad significaba un espacio creado por los particulares al congregarse en organizaciones de toda índole o en torno a asuntos colectivos. Su núcleo institucional está formado hoy por todo tipo de asociaciones, que surgen de manera voluntaria e intensifican las estructuras comunicativas de lo público en los tejidos sociales del mundo de la vida: allí se detectan los problemas que tienen resonancia en ámbitos parciales de la sociedad, que les dan relevancia política y los expresan en la opinión pública. Es una reserva de opiniones y participantes que proceden de la esfera privada pero se potencian frente a intereses generales y, a través de ellos, influyen en los mismos medios de comunicación y en la esfera política.

Una característica fundamental de la sociedad civil es su conformación prioritariamente pluralista: familias, grupos informales, diversos estilos y tradiciones de vida, organizaciones de diversa índole, instituciones culturales, juntas de acción comunal, todos comprometidos con una forma de vida social más solidaria, más respetuosa de la autonomía y más propicia para el desarrollo auténtico de los diversos grupos sociales, respetando la heterogeneidad y la diferencia. La sociedad civil así entendida es el mejor medio para proponerse el pluralismo razonable. Son estos derechos fundamentales los que fortalecen las estructuras comunicativas de la sociedad civil, las cuales garantizan una verdadera democracia participativa. Ya Hanna Arendt, en 1955, daba una interpretación del totalitarismo como negación de la comunicación: «(El Estado totalitario) destruye por un lado todas aquellas relaciones interpersonales que quedan después de la abolición de la esfera pública-política, y por otro lado coacciona para que quienes quedan totalmente abandonados y aislados unos de otros sean de nuevo asignados para acciones políticas (aunque naturalmente no para un auténtico actuar político)». (Citado por Habermas 1992, p. 446).

Esta relación entre sociedad civil y política debe ser desarrollada con mucho tino. La soberanía del pueblo, ejercida comunicativamente, no puede confiar sólo en la vanguardia de los movimientos de protesta; es necesario que dicho poder comunicativo de la sociedad civil se articule en las formas de la democracia participativa para influir en los partidos, en los órganos de decisión y en el gobierno mismo. Pero esto tampoco significa que la sociedad civil deba silenciarse siempre. El caso extremo es el de la desobediencia civil (Habermas 1992, p. 458 ss.), que ciertamente exige un fuerte grado de legitimidad «moral» y de explicación pública. Estos actos de violación simbólica de la ley establecida son la expresión de protesta contra decisiones que según los desobedientes, así sean legales, no responden a los principios en los que se basa el orden social. Tales protestas, asumidas en actitud ética, se dirigen a los que gobiernan para que revisen la legislación y, al mismo tiempo, apelan al sentido de justicia de la gente. En esta interpretación de la desobediencia civil se manifiesta claramente la conciencia de la sociedad civil de su poder para presionar al sistema político, de suerte que tenga en cuenta las situaciones conflictivas y las solucione de acuerdo con los principios fundamentales de la constitución política y de la moral.

En esta reconstrucción de las relaciones dinámicas entre sociedad civil y opinión pública se manifiesta el sentido genético de los derechos fundamentales y de los principios del Estado de derecho: en ellos se expresa y articula el sentido performativo (participativo) de autoconstitución de una sociedad de personas libres e iguales en procesos de cooperación social. Ciertamente dichos procesos son de naturaleza política y están regulados por un derecho positivo y por leyes determinadas. El sistema político se mueve entre principios de efectividad y de legitimidad, ya que por un lado debe garantizar el buen funcionamiento de la sociedad y, por otro, corresponder a las expectativas de los ciudadanos, que de todas formas van más allá de las condiciones necesarias para el desarrollo material del mundo de la vida y reclaman condiciones y acciones para su fortalecimiento simbólico, cultural y moral.

Esto significa que la legitimidad remite en última instancia a la pregunta por los principios éticos de una sociedad, tal como se manifiestan en situaciones de normalidad y en casos extremos de desobediencia civil, en los cuales se lucha por la substancia ética de la sociedad civil. Esta se articula hoy como solidaridad social, y las fuerzas de dicha solidaridad sólo se pueden regenerar y recrear hoy en las diversas formas comunicativas de reconocimiento mutuo, de interrelación y de prácticas de autodeterminación social.

¿Pero qué es lo que da sentido en último término a estos procesos de cooperación social: los principios morales o los sentimientos de conveniencia, ocultos en términos prestados de la moral, la solidaridad y la reciprocidad? Quizá una fenomenología de los sentimientos morales menos pretenciosa que la del funcionario de la humanidad, más modesta, podría mostrar que un interés de no ser instrumentalizado corresponde a un sentimiento más noble, quizá más fuerte de no instrumentalizar (objetivar, alienar) a otros, lo que haría más estable la democracia participativa, ojalá para bien de la mayoría. ¿Una mera esperanza normativa? ¿Pero nos es permitido aspirar a más que a lo que nosotros mismos podamos inculcar a nuestros descendientes en los procesos de formación? De todas formas una educación comprensiva, reflexiva y dialogal en valores, prepara mejor no sólo por sus contenidos sino sobre todo por sus procedimientos comunicativos para una sociedad civil que aspira a ir superando el autoritarismo, la intolerancia y la frivolidad, gracias a un mayor compromiso y a más pluralismo en la participación política y en las realizaciones de una democracia, cuya eticidad signifique más justicia, más equidad y mayor solidaridad.

 

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