DEMOCRACIA, CIUDADANÍA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN. UN MARCO GENERAL

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Manuel Antonio Garretón

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    En esta ponencia intentaré una reflexión sobre los problemas actuales de la ciudadanía y el modo como ésta es afectada por la realidad de los medios de comunicación. No siendo un especialista en esto último, abordaré el tema desde la perspectiva de las transformaciones de la política y la cultura en América Latina, tema del cual me he ocupado en los últimos años.

 

El contexto político y socio-económico
    En el plano socio-político, el fenómeno principal que caracteriza nuestro continente, con las variaciones propias para cada país, es el proceso de institucionalización de regímenes políticos de corte democrático, que pareciera, no sin dificultades o retrocesos, reemplazar ya sea a los regímenes híbridos semiautoritarios y semidemocráticos. Es difícil asegurar si ya se quedaron atrás los ciclos autoritarismo-democracia que caracterizaron a la mayor parte de la región o si estamos en otra de sus fases. Mi impresión es más bien lo primero, y que el problema de fondo en esta materia es menos la regresión autoritaria o la consolidación de regímenes democráticos formales, aunque estas cuestiones siguen vigentes en muchos casos, que la relevancia, calidad y profundización de las democracias que han sucedido a los regímenes autoritarios, especialmente, militares. Entendemos por estos tres conceptos, en síntesis, la capacidad del régimen de resolver a través de los mecanismos democráticos y por encima de los poderes de facto, las cuestiones propias de todo régimen político.

    Ello implica rescatar para el análisis un concepto de democracia política restringido al régimen; es decir, un conjunto de instituciones y mecanismos que definen el gobierno, la ciudadanía y el marco normativo de conflictos y canalización de demandas sociales. Pero, agreguemos que tal régimen se base siempre en un principio ético-utópico, que exige su perfeccionamiento y profundización más allá de la pura dimensión técnica. En el caso de América Latina, este principio ético, siempre afirmado y siempre en conflicto con una realidad estructural y de dominación que lo niega, ha sido históricamente la igualdad, cohesión o integración social; lo que hemos llamado la democratización social.

    En el plano económico-social, asistimos a un cambio en el modo de inserción de las economías nacionales en el sistema mundial, lo que se ha llamado el paso a una economía de mercado más autonomizada del Estado y más sometida a las fuerzas de los mercados transnacionalizados. Este paso, desde economías más estatizadas y protegidas, se ha producido en general a través de procesos bruscos de ajustes estructurales, todo lo cual ha sido acompañado del aumento de la pobreza y de la desarticulación de los sistemas de estratificación, la precarización e informalización de los empleos.  A su vez, ello ha producido la erosión de las formas colectivas de organización y protección, es decir, el debilitamiento del papel redistributivo e integrativo del Estado y de los actores sociales, excepto de la tecnocracia y del sector empresarial.

    En otros trabajos hemos intentado mostrar cómo estas transformaciones pueden ser resumidas en la desarticulación de la matriz socio-política clásica, caracterizada por la fusión de sus componentes, Estado-sistema de representación-base socioeconómica de los actores sociales. En ella predominaba la acción política movilizadora orientada hacia el Estado, el desarrollo y la modernización y la independencia nacionales, lo que le daba un carácter de proyecto nacional global. Este pudo llamarse populismo, socialismo, revolución, liberación nacional, desarrollismo, según las diversas versiones históricas y nacionales. La desarticulación de esta forma de integración y estructuración de los actores sociales da origen, según los casos, a una permanente descomposición, a la ilusión neoliberal de eliminación de la política y el Estado por homogeneización e individualización a través del mercado, a nostalgias neopopulistas o involuciones comunitaristas, o a procesos más complejos de recomposición social a través del triple reforzamiento de Estado, sistema de partidos y actores sociales autónomos. Estamos, aún, en plena mutación para predecir cuál será en los distintos países la fórmula de organización social que sucederá a lo que se denominará la matriz nacional-popular.3

 

El contexto cultural
    Las transformaciones en el plano socio-económico y político analizadas, no pueden ser desprendidas de un cambio radical, quizá una mutación cultural, que afecta profundamente la imagen de sociedad y proyecto nacional y las formas de representación y acción colectiva.

    Asistimos a una redefinición de la modernidad y al surgimiento de diversos modelos de modernidad. Durante mucho tiempo, los países que hicieron su modernización temprana, la identificaron con “la modernidad”, generando la ilusión en las fuerzas transnacionales y transnacionalizadas de cada país de la periferia, que si hacían lo que ellos hicieron accederían a la modernidad. La experiencia ha mostrado la crisis de ese modelo reducido a la dimensión racional-instrumental. Asimismo, ya no es posible esperar que ese modelo pueda hacerse extensivo, en condiciones de equidad, a todas las regiones del mundo y a todos los sectores internos que la componen. Cada sociedad empieza a vivir su propio modelo de modernidad, como forma particular de construir sus propios sujetos históricos y de combinar la dimensión racionalista, la expresividad y su propia memoria colectiva.

    Así, las formas muy diversificadas de ser sujeto, a través del trabajo del voto, del género, del espacio local, de la adscripción étnica o religiosa, siempre que ellas no nieguen la individualidad y libertad, abren posibilidades también muy diversas de ser “modernos”. No se es moderno sólo porque se tenga acceso a la tecnología, al mercado, a la democracia o a cualquier mecanismo que responde a un modelo particular de modernización. La única universalidad de la modernidad es la afirmación de la capacidad de los sujetos de hacer historia. Puede decirse que el espacio de la modernidad es hoy ilimitado y no cerrado como sostienen los que la identifican con una sola de sus vertientes o una sola experiencia histórica.

    La diversidad de modelos de modernidad hacen estallar la unidimensionalidad del concepto de sociedad; esta se nos presenta como irreductiblemente multidimensional, es decir, como un campo o espacio en que no se corresponden economía, organización social, política y cultura, cada una sometida a su propia dinámica, sin que puedan caber los reduccionismos o determinismos esecialistas de otra época.

    Se transforma el sentido de la política como la acción central que organizaba las cuatro dimensiones mencionadas. Ella pasa, por un lado, a ser una sola de estas dimensiones, a ser más instrumental y especializada. Por otro lado, esta reducción del espacio voluntarista en que se generan proyectos sociales globales, deja a la sociedad sin proyectos nacionales que den sentido y sometida, por tanto, a las fuerzas del mercado, o a la suma de estrategias individuales o a los refugios obsesivos en las identidades. De donde surge una nueva demanda a la política, desvalorizada tanto por su papel totalizante como en el meramente instrumental, cual es la de ser el espacio de reconstrucción del sentido nacional, más allá de la fuerza ciega del mercado, la confrontación corporativa o el refugio individualista o comunitarista.

    La gran contradicción contemporánea es que la multiplicidad de posibilidades de construcción de sujetos se enfrenta, sin embargo, a la apropiación -por parte de algunas naciones, Estados, empresas, instituciones, actores- de los instrumentos que permiten dicha constitución, como la riqueza, los conocimientos, el poder, la expresividad de lo subjetivo, la afectividad y la comunicabilidad. El control de los instrumentos diversificados que permiten a las categorías individuales y sociales transformarse en sujetos, redefine, entonces, el fenómeno del poder, también diversificándolo. No se trata de caer en la trampa de que el “poder está en todas partes” y, por lo tanto, no está en ninguna, con lo que se niega el sentido mismo de la política; pero de reconocer su multidimensionalidad, su cristalización diferenciada en diversas esferas o ámbitos.

    La redefinición de la ciudadanía
Ello significa que las relaciones de la gente con ese poder o con los poderes, es decir, la ciudadanía, también se redefinen.

    La ciudadanía es la reivindicación y reconocimiento de derechos y deberes de un sujeto frente a un poder. Si los ámbitos o esferas de la sociedad no se corresponden, si se separan y se autonomizan, si a su vez la política se restringe en su ámbito de acciones sin perder su función integrativa, si aparecen múltiples dimensiones para poder ser sujeto y si, a su vez, los instrumentos que permiten que esos sujetos se realicen son controlados desde diversos focos de poder; lo que estamos diciendo es que estamos en presencia de una redefinición de la ciudadanía en términos de múltiples campos de su ejercicio.

    En tal sentido, la trilogía ciudadana clásica -derechos civiles, sociales y políticos- se expande. Hoy en día hay una ciudadanía, un conjunto de deberes y derechos, en relación al mundo territorial local y transnacional, educacional, comunicacional, de las relaciones de género, etcétera. El concepto de “polis” territorial, locus clásico de la ciudadanía, estalla y la polis se diversifica más allá de un espacio territorial. En todo ámbito donde se establecen relaciones sociales entre un poder y la gente, estamos en presencia de ámbitos de ciudadanía real o potencial. Ello obliga a pensar en el equivalente, en cada uno de estos ámbitos, de lo que constituye el mecanismo básico de ciudadanía; por ejemplo, en la política (el voto) o en la economía (el trabajo o, para otros, la presencia en el mercado).

    Cuando hablamos de deberes y derechos, hablamos de la capacidad de ser sujeto de un determinado ámbito. Es decir, de llegar a controlar o decir algo sobre los instrumentos que definen los procesos de ese campo. Por lo tanto, las formas de organización para conquistar esa ciudadanía cambian, y esto a su vez nos plantea que el tipo de demanda por una multidimensionalidad ciudadana también se ha transformado en un desdoblamiento en dos dimensiones: el acceso y la calidad.

    Así, hay un primer elemento clásico, también presente hoy en los viejos y nuevos ámbitos de ciudadanía, cual es el acceso a ellos: a bienes económicos, a servicios, instrumentos de modernidad, a los medios de comunicación, al lenguaje, a la decisión política. Durante los siglos XIX Y XX, estos accesos y las acciones en torno a ellos por parte de los movimientos sociales se definieron, fundamentalmente, con relación a la dimensión libertad y a la dimensión igualdad. En países como los nuestros, tal acceso, tales libertades e igualdades, distan mucho de ser una realidad para la mayoría de la población. Pero, además, hoy estas luchas por la igualdad, la libertad y la independencia nacional, que constituyen el contenido de la demanda ciudadana y que dieron origen a sindicatos, partidos políticos, federaciones estudiantiles, organizaciones campesinas, se tecnifican, complejizan y autonomizan unas a otras. Por otro lado, no solo importan las libertades e igualdades o la autonomía nacional. También importa la identidad, la diversidad, la autorrealización. Las demandas ciudadanas no se limitan al acceso, sino que exigen la calidad en cada ámbito al que se accede. Esta diversificación cuestiona tanto la idea de un actor o sujeto único, como las formas tradicionales de organización y acción colectiva.

    Entonces aparece como derecho irrenunciable -por lo tanto, en la categoría de derechos humanos-, un principio que va a contrapelo de la clásica filosofía de los derechos humanos. Esta afirma que es titular de un derecho inalienable por el hecho de ser persona. De ahí su universalidad. Pero hoy se demanda un derecho a la educación, por ejemplo, de acuerdo a una particular condición no reductible a la de los otros. O derechos específicos debido al carácter de género, edad, etnia, que hace a cada cual diferente y no igual. Y estos derechos que provienen de la diversidad son también inalienables, pero no son iguales para todos. En el concepto de ciudadano de hoy, estamos frente a una extensión de derechos irrenunciables que provienen precisamente de la diferencia y no de la igualdad básica de los seres humanos.

    Evidentemente la lucha por estos derechos, la lucha por estos tipos de ciudadanía que se dan entremezclados con los derechos y formas clásicas de ciudadanía, los tipos de operaciones que hay que hacer, las cooperaciones, los conflictos, los aliados y adversarios, son también diferentes en cada caso. Los procesos que llevan a acceder a las viejas y nuevas dimensiones de la ciudadanía, están lejos de identificarse con los procesos revolucionarios del pasado, y sólo pueden darse en un marco normativo que da a cada sujeto la posibilidad de luchar y definir el contenido de tales derechos. La democracia política aparece como el único campo en que esto puede realizarse.

    Pero la realidad, como hemos indicado al inicio, no puede reducirse a esta virtualidad normativa que hemos descrito. Que se expanda el horizonte de posibilidades, no significa que ello sea la experiencia de vida de la mayor parte de ciudadanos potenciales. Por el contrario, la exclusión y marginación de vastísimos sectores que aún no superan un estado de sobrevivencia, la descomposición y fragmentación de las sociedades en las que reina, la fuerza brutal del mercado, o la irracionalidad de los particularismos, la precariedad de los marcos institucionales y normativos y la ausencia de proyectos globales que den sentido a la vida individual y colectiva, son todas realidades que se oponen a esta potencialidad de la expansión ciudadana. Ella, sin embargo, existe en la aspiración de la gente.

    Es en este doble marco de la expansión de la ciudadanía y de su negación en las sociedades concretas en que vivimos que cabe plantearse la cuestión de los medios de comunicación.

 

El impacto de los medios en la ciudadanía
    Aceptamos tres realidades. En primer lugar, que vivimos en un mundo mediático, es decir, que la mayor parte de lo que sabemos y experimentamos en cuanto a deseos, aspiraciones, valoraciones, emociones, está relacionado con y “mediatizado” por los medios de comunicación. Ellos constituyen nuestro entorno natural y esto parece difícilmente reversible. Por otro lado, que el desarrollo tecnológico en este campo tiende a superar todos los campos que podríamos llamar “sociales”. Finalmente, que en torno a los medios se constituyen grandes empresas transnacionalizadas que controlan diversos tipos de medios y que convierten la experiencia en un mercado tan global como es el mercado económico. El fenómeno de globalización y transnacionalización es, así, comunicacional y cultural a la vez que económico. Dicho de otra manera, pasamos de un mundo geopolítico a un mundo geoeconómico y, sobre todo, geocultural, donde el poder se tenderá a definir menos por el control del espacio territorial que por el del espacio comunicacional.

    Todo esto es muy obvio, pero hay que traerlo a colación cuando se trata de examinar la relación entre medios de comunicación y ciudadanía, así como hay que recordar lo que he señalado de la relativa ausencia de proyectos centrales o globales de sociedad.

    Hay en tal relación dos dimensiones, las dos ambivalentes:
        En una primera dimensión, los medios de comunicación son instrumentos que expresan el campo de la ciudadanía. A través de ellos se aprenden formas se aprenden formas de realización de libertades, igualdades y calidad de vida que no se conocían. Asimismo, los medios pueden ser controladores de diversas formas de poder (recordemos lo que significa el ver una guerra por televisión como posibilidad de control del poder militar: todos saben que era muy distinto que a uno le contaran una guerra que verla a través de la televisión). Hay, así, un primer aspecto en que los medios de comunicación son controladores de los poderes, son instrumentos para que se ejerza la ciudadanía en diversos campos. El aspecto ambivalente de esta dimensión es también que los medios pueden sustituir en forma ilusoria los campos de ciudadanía a los que no se tiene acceso: parte de una modernidad identificada con la de los medios emisores, se constituyen en sustitutos de proyectos centrales de sentido de la vida individual y colectiva.

    Una segunda dimensión, también ambivalente, es que los medios de comunicación son un ámbito nuevo de ejercicio de la ciudadanía. Ser ciudadano en el siglo XIX era tener propiedad y votar; en el siglo XX, alfabetizarse es requisito de la ciudadanía real, pero también lo es acceder a una vivienda o, más adelante, a la instrucción primaria. Ello vale para el ámbito de la comunicación masiva, por cuanto los medios de comunicación no sólo inauguran un instrumento de control de otros campos de la ciudadanía, son, a su vez, un campo de ciudadanía que cabe definir. ¿Hay un equivalente del voto o del alfabeto en este campo? ¿Cómo se es ciudadano frente a un medio de comunicación? Porque, una cosa es que, gracias a la información que aumenta el poder ciudadano, obtenida a través de la televisión o de la prensa, se puede controlar o limitar el poder militar, o el poder económico, o cualquier poder fáctico que distorsiona la ciudadanía, y otra cosa es cómo se controla al que maneja la información, cómo frente a ese poder se es ciudadano.

    Con los medios se genera un espacio de ciudadanía de enorme riqueza, pues toca uno de los aspectos centrales de la sociedad de hoy, o de quienes poseen las capacidades técnicas para su manejo.

    Así, los medios de comunicación expanden el campo de la ciudadanía en los campos que no le son propios -y ése es un gran aporte-, pero limitan y controlan la ciudadanía en su propio espacio.

    La imposición del principio de mercado como único regulador de los medios, impide cualquier control ciudadano de ese poder que es a la vez económico, cultural y político. De ahí también la falacia del principio de autorregulación de los medios, que entrega, a quienes detentan el poder en ellos, la facultad de decidir todo en este campo con la aparente corrección del mercado que sólo selecciona entre tendencias preestablecidas. No sólo se requiere la regulación democrática de los medios si se quiere preservar el principio de ciudadanía en este campo, como en cualquier otro. También aparece como estrictamente necesario, como lo fue en otra época, el debate sobre la función de la educación pública, la discusión sobre la función de la comunicación o los medios públicos de comunicación, que no pueden regirse por los mismos principios que rigen los medios privados.

    Hay que reconocer que cualquier política nacional de regulación de los medios de comunicación y que la misma función de comunicación pública, no están exentas de grandes problemas y dificultades. Por lo que ellas, por sí solas, no bastan: deben ir acompañadas de la generación de formas de sociabilidad (recordemos que la expansión de la radio fue acompañada de ello) y de modernidad expresiva-comunicativa, que permiten competir con los modelos de sociabilidad que establece un medio de comunicación. En este sentido, la calidad, relevancia y profundización de la democracia, pasa por el debate y el consenso nacional sobre los medios de comunicación y el control ciudadano de ellos.

Revista Mar y Arena
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