LA NOCIÓN DE RENACIMIENTO EN LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA {1}

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Emile Brehier

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Traducción del francés por Humberto Piñera Llera

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Quisiera estudiar en esta conferencia, bajo cierto aspecto, el indudable renacimiento filosófico que caracteriza al primer tercio del siglo XX, y al cabo del cual nos encontramos. Vemos como, durante este período, la filosofía se esfuerza por volver a ser una visión directa de la realidad, liberándose de la historia de su propio pasado, que a lo largo de todo el siglo XIX ha constituido un enorme lastre para el pensamiento filosófico. Quisiera, además, preguntarme cómo, en esas condiciones, piensan las filosofías actuales mantener la continuidad del pensar, pues es esta una cuestión muy delicada que no puede resolverse apelando a efectistas expresiones tales como «la decadencia de Occidente» y las «llamadas al Oriente».

En este trabajo habré de apoyarme en el conocimiento que tengo de aquellos filósofos con quienes estoy más familiarizado, es decir, con los franceses, lo cual no obstante, espero que encontraréis que las reflexiones que voy a exponer ante vosotros tienen un alcance bastante general.

No consiste la continuidad filosófica en la permanencia de una misma doctrina, sino en la repetición o en el renacimiento constante de un pensamiento cuya existencia es sólo posible en el estado actual de pensamiento efectivo; es, pues, una tarea esencial del historiador de la filosofía investigar cómo tiene lugar la interrupción y el restablecimiento de dicha continuidad, por lo que mis consideraciones sobre la filosofía del presente tendrán sólo por objeto mostrar cómo podría ser entendida una tarea semejante. Pero, a fin de ser claro, antes de hablar de nuestro siglo, debo ante todo referirme con algún detalle al que le precede.

Por paradójico que pueda parecer, es el abuso o el uso desacertado de la historia de la filosofía lo que, en el curso del siglo XIX, [31] ha como interceptado las influencias espirituales del pasado. Como se sabe, a partir de Montaigne la historia de la filosofía se convierte en un verdadero arsenal del escepticismo, que remonta a los tiempos del viejo Sexto Empírico, cuyo argumento acerca de la discrepancia entre los filósofos ha venido utilizándose incesantemente, por lo cual la historia nos ofrece el espectáculo de un campo de batalla dentro del cual ni hubo ni jamás habrá vencedores, pues cada filósofo parece haber tenido sobre todo el cuidado de mantenerse, tanto en la defensa como en el ataque, en una posición cuya insostenibilidad debería conocer de antemano, ya que el pensamiento filosófico es por naturaleza antinómico y que una doctrina afirma lo que otra niega, con argumentos tan válidos de una parte como de la otra: finitismo e infinitismo, libertad y determinismo, espiritualismo y materialismo son algunos de entre tantos eternos reñidores de una justa sin posibilidad alguna de decisión.

Tal imagen del pasado ha influido grandemente en los filósofos del siglo XIX: creo que, sin exagerar, sería posible decir que ellos han consagrado buena parte de sus esfuerzos a escapar al escepticismo cuyo triunfo parecía asegurar la imagen ya aludida; esta es la paradoja totalmente insólita en que se resuelven las doctrinas tales como la de Augusto Comte, Hegel o Renouvier; en todas late una suerte de heroísmo al introducir en sistemas que pretenden ser positivos y afirmativos, una historia del pensamiento filosófico que mina toda afirmación absoluta. Las ingeniosas combinaciones de que se han valido para volver inofensivo al enemigo que llevaban consigo, o todavía más, para convertirlo en aliado, muestran en cada caso la fuerza con que, en aquel momento, se imponía tal concepción de la historia.

Las combinaciones que he de caracterizar brevemente responden a varios tipos. En primer lugar, y tal es el proceder de Hegel, se puede mostrar en la sucesión alternante de doctrinas opuestas una necesidad derivada de la naturaleza del espíritu, al pensar, además, que, por otra parte, conduce a una síntesis en la cual se concilian.

Totalmente distinta es la concepción de Augusto Comte. Según él una doctrina dada es relativa a cierta fase de la historia del espíritu humano considerado en su progreso; habría contradicción entre las doctrinas y por consecuencia lugar al escepticismo, si el pensamiento de la humanidad, en una misma época, se expresara en doctrinas opuestas. Pero no hay nada de esto: la humanidad es en cada época unánime en sus creencias filosóficas; el naturalismo del siglo XVIII ha sustituido al espiritualismo de épocas teológicas anteriores y será a su vez reemplazada por la creencia en el determinismo de las leyes. He aquí una sucesión regular de dogmas que tienen cada uno su fecha. A la objeción de que esas doctrinas opuestas son con frecuencia coexistentes, Augusto Comte tiene gran cuidado en demostrar que esta simultaneidad es sólo aparente. Las doctrinas prescritas y pertenecientes al pasado pueden, por diversas razones, persistir en el presente; las doctrinas de aquéllos a quienes Comte llamaba, en política, retrógrados –la doctrina del derecho divino de los reyes en la época de la restauración, por ejemplo– no pertenecen realmente a esta época, y así las variedades de hecho en las opiniones no destruyen la unanimidad de derecho. [32] Las doctrinas retrógradas ni siquiera se discuten. «La filosofía positiva, escribe Comte,{2} evita negar nada respecto de la teología y la metafísica, lo que sería contradictorio con ese desuso sistemático por el cual sólo deben extinguirse todas las opiniones verdaderamente indiscutibles.»

Muy diferente es, en fin, acerca de esta cuestión la posición de Renouvier, quien admite la tesis del principio cuya eliminación intentaron Hegel y Comte, a saber, la existencia de doctrinas contradictorias y contemporáneas, y pone de relieve los servicios positivos que ha prestado el escepticismo a la filosofía al subrayar un estado de hecho esencial al espíritu humano; en el ensayo de Hegel para reemplazar la oposición contradictoria por la oposición dialéctica no puede ver Renouvier más que un sofisma; como no le es posible admitir tampoco que, en nombre de una pretensa necesidad de progreso, llegue Augusto Comte, calificando de retrógradas a las doctrinas opuestas a la suya, a eliminar el hecho, sin embargo bien cierto, de la simultaneidad de las doctrinas contradictorias.

Empero no es posible justificar o destruir la una o la otra mediante simples argumentos lógicos: como el espíritu no puede tampoco aceptar a la vez tesis contradictorias, tales como la libertad y la necesidad, está forzado a una opción entre las dos, la cual es libre. Así las convicciones filosóficas reposarían más sobre las creencias que sobre las demostraciones, puesto que «las afirmaciones dogmáticas, escribe Renouvier,{3} bien podrían no ser justificables en su fondo por un método esencialmente diferente del que sigue el espíritu para adherirse a los artículos fundamentales de una fe religiosa».

He aquí, pues, a lo que parece, manifestados en la vasta experiencia que es la historia, los medios esenciales para escapar al escepticismo: o bien, como Hegel o Augusto Comte, suprimiendo las contradicciones gracias a la idea de evolución y progreso, o bien, como Renouvier, aceptando las contradicciones para someter las doctrinas a la libre selección de la voluntad reflexiva.

Ambos medios suponen un cierto sentimiento de la manera según la cual el pensamiento dura y se desarrolla en el tiempo. El desarrollo tal como lo concibe Hegel o el progreso según Augusto Comte son en todo comparables a un crecimiento cuyas etapas, desde el nacimiento hasta la edad adulta y perfecta, habrían de suceder según un orden necesario e irreversible. La humanidad, según pluguía a Comte repetir, ha tenido una muy dilatada infancia, de modo que la doctrina de su edad adulta, el positivismo, hubiera sido «prematura» durante el período infantil, mientras que las doctrinas de su infancia resultan «retrógradas» en nuestra época, puesto que mantienen las ficciones con las cuales ha tenido que satisfacerse durante largo tiempo la humanidad. Por el contrario, según Renouvier, la filosofía es por modo absoluto un hecho intemporal; es la misma alternativa la que aparece en cada época y para cada conciencia entre las doctrinas que afirman la libertad y las que la niegan; el objeto primordial del historiador, aquel que el propio Renouvier ha intentado alcanzar, [33] es el de la clasificación de las doctrinas; sabiendo reconocer esas doctrinas en su pureza y aislarlas de sus contrarios en las frecuentes ocasiones en que con ellas aparecen mezcladas, es menester repartirlas en doctrinas que respondan afirmativa y negativamente a la misma cuestión. Así pues, en cada época son siempre las mismas y lo que cambia son sólo las fórmulas, pero el cambio real, la verdadera historia, no se halla en las doctrinas sino en la voluntad humana, que se decide por la afirmación o por la negación.

Es evidente que, en esas condiciones, no se podría fundar una convicción filosófica sino de uno de los dos modos ya aludidos: o bien haciendo como Renouvier reposar esta convicción sobre una opción determinada por una fe enteramente análoga a la fe religiosa, o bien ordenando en el tiempo, como sucesivos momentos de un mismo pensamiento, las doctrinas que se excluyen mutuamente.

La relación necesaria de una doctrina con su época histórica podía pasar, en el siglo XIX, por una verdad indudable y casi axiomática: cada época posee su propia cultura, de la cual su filosofía, su ciencia, su arte son aspectos, exactamente como su régimen político, su economía y su industria. Pero esta concepción debía tener un grave resultado para la verdadera filosofía, quiero decir, para aquél que pretende llegar a convicciones reflexivas y personales sobre los objetos de la filosofía, pues, en efecto, si la filosofía proviene de un desarrollo necesario y superior al individuo, éste no puede derivar sus convicciones más que de la historia, ya que él es un producto y nunca un productor. Para conocerse a sí mismo, para conocer las cosas y para justificar este conocimiento, debe pasar por el circuito de la historia. Como dijo en 1874 Federico Nietzsche, en su virulenta protesta contra tal actitud, «él no verá jamás los objetos por la primera vez y jamás será él mismo un tal objeto visto por la primera vez.»{4} En ese estado de «miserable erudito», como dice Nietzsche, puede el hombre a lo sumo sentirse el instrumento pasivo de una fuerza a la cual sólo le es dable adorar como en otras ocasiones se adoraron los dioses.

Ahora bien, esta suerte de pasividad respecto de nuestras propias opiniones ¿es como tal el resultado de semejante manera de concebir la historia? ¿No sería dicha pasividad más bien la causa? Al reemplazar la adhesión libre y personal por la fuerza irresistible e impersonal de la historia se arriba a una seguridad en la afirmación que no podrá ser conmovida por ningún escepticismo. Esta seguridad es propia de un pensamiento que busca el reposo y la estaticidad. Pero ¿es esto lo que debe buscar? ¿No debe más bien sostener constante lucha contra su tendencia a la inercia? Al hacerse estático el pensamiento muere; su persistencia consiste en una repetición y renovación perpetuas e incluso en el propio individuo no puede ser sino un continuo renacimiento. Es cierto que los filósofos han soñado frecuentemente con un pensamiento insumiso a esta condición, un Pensamiento divino que se piensa perpetuamente, como el Dios de Aristóteles, el Mundo Inteligible, el Espíritu del pueblo o la Humanidad, en los cuales [34] se encuentran en estado de realidad indefectible y total las ideas que no nacen en el espíritu individual más que por bruscas intermitencias. Y sólo un mito de este género permite a los filósofos de que se habla el que sus doctrinas se den completamente aparte del quehacer humano, otorgándolo todo al objeto.

Esto equivale a la abolición de toda filosofía verdadera. Ya Renouvier lo había sentido muy intensamente al insistir sobre el carácter personal y libre de la reflexión filosófica; pero el contraste es, más que sorprendente, sumamente impresionante entre los sistemas inmutables, necesarios, ineluctables, entre los cuales, según él, la elección se ejerce, y la soberanía de nuestra decisión. Hay también mucho de inercia en las doctrinas análogas a la de Renouvier; la actividad, al menos, permanece casi exterior al pensamiento.

En esta inercia y en la concepción de la historia que con ella se relaciona, se halla la verdadera razón de la ruptura de la continuidad filosófica, la cual se hace evidente sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. «Hay en la humanidad, dice Augusto Comte, más muertos que vivos», pero no son los muertos los que pueden integrar una sociedad, y en tanto que el verdadero filósofo contempla cómo de las doctrinas del pasado surge un resplandor cuya influencia le alcanza, el historiador no quiere ver más que lo que las mismas tienen de pasado y, por así decirlo, de fecha. No las considera como algo fluyente, sino como lo que ya se ha estancado. Según el decir ingenioso de M. Jean Guitton, no debe confundirse en una doctrina el espíritu con la mentalidad, pues ésta, escribe él,{5} es «ese pensamiento anterior al pensamiento, ese humus en que la idea más personal ha por fuerza de arraigar... ese conjunto de las asunciones implícitas que nos son impuestas por nuestro medio y que rigen nuestro juicio» –mientras que el espíritu es el pensamiento original, personal, inexpresado, que irrumpe a través de todos los materiales y de éstos se sirve. No aprehender en los sistemas sino la mentalidad equivale, pues, a desmembrarlos entre sí y negar en el fondo toda continuidad espiritual.

II

Todo el renacimiento filosófico de nuestro siglo reconoce como principio un movimiento contrario a aquél que reduce el pensamiento a la mentalidad. Se trata de un esfuerzo por volver al espíritu, por hacer las convicciones filosóficas, no una suerte de consigna que nos vendría impuesta por nuestra época y nuestro lugar en el tiempo, sino una reflexión libre que se esfuerza por alcanzar la propia realidad.

No pretendo resumir aquí la filosofía francesa de los últimos treinta años, sino sólo hacer resaltar algunos rasgos esenciales, de los cuales el dominante es el intento de definir el espíritu en su actividad concreta, efectiva, inmediatamente conocida, y no en sus productos.

Con el pretexto de escapar a un contenido que fijaría el espíritu, limitándolo en su libertad, el espiritualismo podría caer y con frecuencia lo ha hecho en un formalismo excesivo, [35] pues se concluía considerando la actividad espiritual, la vuelta sobre sí, como el todo de la filosofía y se esperaba hallar en ese simple acto de recogimiento la realidad en su totalidad. Fichte pensaba poder deducir el universo de la simple reflexión del yo sobre el acto por el cual se pone. Hemos abandonado ese idealismo, del cual se hallaría aún la huella e incluso una fuerte impronta en el famoso artículo de Jules Lachelier titulado Psicología y Metafísica.

Cuán extraño era en efecto el trabajo de esos filósofos solitarios que tratando de aprehender lo que fuera el espíritu, ignoraban sistemáticamente las actividades espirituales concretas de la ciencia, la religión, el arte, los movimientos políticos o sociales. Cuán extraña nos luce esa Filosofía del arte en que Schelling diserta sobre música, ignorando toda la de Bach o la de Mozart, o el de Orbitus Planetarum, en que Hegel hace retroceder los conocimientos científicos a la época de Newton.

Pero, por otra parte, cuán imprudente sería la adhesión del espíritu, negando así la libertad, a esta o a aquella forma particular de arte, de ciencia o de religión, a tal movimiento social. He aquí un escollo formidable frente al cual han naufragado muchos pensamientos filosóficos.

La filosofía actual trata de evitar tanto un defecto como el otro. Así, si es filosofía de la ciencia, no pretende lograr una conjunción de los resultados de ésta con el fin de obtener una imagen del universo análoga a las cosmologías de los tiempos antiguos. Lo que busca en la ciencia es su orientación, su dirección, sus procedimientos de trabajo, en una palabra, lo que en ella hay de espiritual.

Pues es cierto que en las actividades que acabo de mencionar, ciencia, religión, arte es preciso que todo no sea espiritual. Así como hay religiones que se reducen a ritos y a gestos, es posible concebir un arte que sucumbe a simples maniobras y una ciencia que se funda en fórmulas o en artículos de fe. En todas las actividades espirituales hay momentos de tensión y momentos de caída, momentos en que la inercia se empareja con el espíritu. Y son, en cada suerte de actividad, los momentos de tensión, de trabajo efectivo, de innovación los que interesan a la filosofía; son los que ésta trata de captar para llegar a una definición concreta del espíritu, pero sobre todo y quizás más todavía, para participar a su modo de la vida espiritual, para darle en qué afirmarse al separarlo de su pureza; ambición a la vez teórica y práctica en el más alto sentido de la palabra.

Vemos como en los últimos cuarenta años esta definición concreta del espíritu surge de una serie de investigaciones cuya convergencia es sorprendente, pese a la diversidad de intenciones y temperamentos. Es sabido cómo Henri Bergson, cuya obra señorea todo el período contemporáneo, muestra justamente que la soberanía del espíritu no podría obtenerse mediante la imagen de un universo sumiso al determinismo absoluto, tal como nos lo ofrece la ciencia. Puesto que la inteligencia es por naturaleza determinista se encuentra a sus anchas allí donde impera el determinismo: en las ciencias de la materia; pero ella se esfuerza por transformar, según su modo de ver, la vida y la conciencia, [36] de tal suerte, que al igual que la materia aparecen sometidas al mecanicismo universal; de aquí la explicación mecanicista de la vida o la ilusión que conduce a medir los fenómenos de conciencia. La inteligencia pone así una como infinita distancia entre nosotros, que somos esencialmente espíritu, y los objetos de nuestro conocimiento: tal vacío resulta insalvable, y si es la realidad como la describe la inteligencia, el espíritu, pese a su libertad e iniciativas, no es más que una ilusión o un epifenómeno incomprensible. Según M. Bergson, el espíritu, por el esfuerzo de la intuición, a la vez que se reencuentra a sí mismo se ve aparecer en lo real como conciencia, libertad y élan vital; de esta suerte, el espíritu se muestra como el fondo mismo de la realidad, de la cual la materia es sólo una especie de degradación, y que es imitado por la inteligencia que, para actuar más cómodamente, quisiera que todo fuese materia. El espíritu, pues, se ignora en tanto no se conozca como actuando en las cosas; según M. Bergson, el recogimiento interior no es nada en lo absoluto si no es al mismo tiempo conocimiento de una acción efectiva y eficaz en la propia realidad. Bergson nos ha enseñado que el conocimiento que tenemos del espíritu no es simple constatación, simple autorreflexión, sino la obra espiritual positiva como tal en sus diversas formas experimentadas de libertad, de obra de arte, de religión. «El método que propongo, escribía hace muy poco,{6} excluye toda construcción y detiene la investigación en el punto preciso en que se interrumpe la experiencia.»

Si la vida espiritual está hecha de un trabajo, de un esfuerzo para remontar la corriente que nos arrastra hacia la materialidad, y si este esfuerzo debe tomarse completamente en serio, supone siempre un riesgo; la vida espiritual, según la experiencia que de ella nos proporciona nuestra civilización, jamás puede considerarse como cosa adquirida y definitiva, como si el esfuerzo espiritual pudiera jamás alcanzar una estabilidad que sólo pertenece a la materia.

Uno de los rasgos distintivos del espiritualismo de Bergson es la incertidumbre acerca del porvenir del espíritu en las sociedades humanas; no podemos afirmarnos ni sobre un progreso fatal ni sobre una potencia infinita que estaría a nuestro servicio, pues el hombre es libre en el sentido más positivo del vocablo, en el sentido de que es un creador en el orden espiritual, y, como es libre, la humanidad no tiene a su disposición sino un poder limitado que disipa tal vez sin remedio. Es conocida la solemne advertencia con que finaliza su último libro: «La humanidad gime casi aplastada por el peso de los progresos que ha hecho. No sabe bastante que de ella depende su porvenir. De ella el ver si desea seguir viviendo. De ella el preguntarse luego si quiere sólo vivir, o poner además el esfuerzo necesario para que incluso en nuestro planeta refractario se realice la esencial función del universo, una máquina paró la fabricación de dioses.»{7}

Los dos rasgos fundamentales del bergsonismo, el carácter militante de un espíritu que no existe sino en cuanto produce una obra limitada y siempre en peligro, los reencontramos en general en el espiritualismo de ahora, [37] aunque diferentes en lo que toca a la afectada seguridad del espiritualismo tradicional. Otros filósofos han podido concebir el espíritu de modo totalmente diferente de Bergson, pero, para ellos, es siempre el espíritu actuando con sus riesgos y peligros en una obra positiva y controlable. Seguramente que sobre este tema común hay grandes divergencias, de las cuales la más considerable concierne al modo de concebir las relaciones del espíritu con la inteligencia. Oponiéndose a Bergson, la filosofía francesa identifica en general el espíritu con la inteligencia; es intelectualista; ve sólo en el espíritu la facultad de aprehender ideas y relaciones; la vida espiritual no es más que el descubrimiento de «largas cadenas de razones» y no tiene nada en común con los impulsos desordenados en la vida orgánica.

Parece bien que una divergencia tan profunda proceda ante todo del diferente aspecto bajo el cual Bergson y los intelectualistas consideran la inteligencia, de la cual retiene Bergson la imagen que ella proporciona del universo, en particular gracias al esfuerzo que ella realiza para aprehender en sus categorías el ser viviente y la conciencia; y muestra hasta qué punto esta imagen deforma lo real. Lo que interesa a los intelectualistas no es tanto esta imagen como el trabajo mediante el cual se le obtiene, trabajo efectivo, humano, cuyos resultados se registran en las ciencias positivas, como también en las artes y en la moral. Si es cierto que la inteligencia no es una simple suma de principios fijos, sino una reflexión que trabaja sobre problemas concretos y que inventa sin cesar nuevas herramientas intelectuales para resolverlos, en tal caso ¿no tiene ella, al menos en sus más elevadas manifestaciones, el carácter de libre iniciativa que se le otorga al espíritu?

Sobre el tema del intelectualismo así entendido hay todavía en Francia variaciones muy diversas, sobre las cuales no puedo insistir, pues deseo solamente proyectar alguna luz sobre los rasgos generales del espiritualismo. Debo, sin embargo, decir que el espiritualismo intelectualista plantea un problema fácilmente resuelto por la doctrina bergsoniana: el problema de las relaciones del espíritu con la realidad. Según Bergson, el espíritu, en su esfuerzo de intuición, coincide con lo real. Para él como para Plotino la realidad metafísica es al mismo tiempo la realidad espiritual, o sea, que no hay fuerza que no sea una conciencia. Pero la inteligencia no es intuitiva sino esencialmente reflexión y trabaja de acuerdo con su propia estructura, con sus propios principios.

Si esto es correcto, la cuestión es saber si la razón simplemente proporciona al pensamiento y a la conducta sus normas o reglas, o si ella alcanza a la constitución de lo real; si el hombre como ser racional es un accidente incomprensible en una realidad ajena por completo a la razón, o si, por el contrario, es la conciencia que el universo tiene de sí mismo. Cuestión esta muy ambiciosa a la cual se está tentado de responder con la frase del Cándido de Voltaire: «¡Cultivemos nuestro jardín!» ¿No sería esa casi la actitud de una doctrina epistemológica como la de Emile Meyerson? Este autor observa la razón actuante en las ciencias fisicoquímicas según se han constituido desde los orígenes griegos hasta nuestros días y hace notar una dirección constante en el trabajo científico, que consiste en que la ciencia trata siempre de explicar los fenómenos por su identificación con los ya conocidos. [38] La obra de la razón en las ciencias es, pues, la explicación o el descubrimiento de identidades; las leyes conocidas de la conservación, por ejemplo, eliminan lo diverso y heterogéneo en provecho de lo uno y lo homogéneo, la cualidad en provecho de la cantidad. Parece muy probable, si se quiere, que la realidad no se revuelve contra esta exigencia de la razón y que incluso responda a la misma, pues nos conduce a leyes verificables; pero esto es, después de todo, una constatación de hecho. En una sesión reciente de nuestra Sociedad de Filosofía, M. Lalande, en una alocución que pronunciara con motivo de la muerte de Meyerson, recordaba que éste consideraba su doctrina sobre la razón como un puro resultado de la observación del trabajo científico y la cual estaba presto a abandonar si, como no era imposible, la ciencia seguía otras vías.

Volvemos siempre al mismo punto: la razón no lleva en sí sus propios títulos, como si fuera en el hombre, tal como se le ha creído durante largo tiempo, una suerte de propiedad hereditaria e inalienable, de origen divino, una «imagen de Dios» según la expresión bíblica utilizada por Filón. Ha de trabajar y sufrir como el único medio de existir; el problema de sus relaciones con la realidad no es susceptible de una solución metafísica y absoluta; precisa, ante todo, que se lleve a cabo mediante un contacto con los problemas reales. Esta exigencia va dirigida particularmente a la razón en su aspecto práctico y moral. No debemos esperar encontrarnos con verdades eternas, totalmente hechas y yacentes en la conciencia, cuya consulta bastará para regir nuestra conducta. ¿Cómo olvidar esa exigencia en una época en la que vemos en torno nuestro transformaciones tan profundas, tan desconcertantes plantear, desde el punto de vista familiar, ciudadano, internacional, nuevos e imprevistos problemas? Hay que desconfiar a este respecto, como ha dicho Federico Rauh, sobre todo de «las almas tortuosas y viciadas por las doctrinas de las escuelas». Acabo de referirme al que, en los comienzos del siglo, había definido en su Experiencia moral vigorosamente las condiciones limitadas dentro de las cuales puede actuar la razón moral; no hay que creer, pensaba él, en el valor de las ideas por sí mismas; hay una ilusión en el hecho de situarse en el punto de vista de la eternidad; «la relación del tiempo con la eternidad, escribe, ha sido de algún modo invertida. Es el tiempo ahora el que pone a su servicio a la eternidad». Las verdades eternas y objetivas sólo son útiles cuando sirven a un ideal viviente; «no hay más moral seria que la que aspira a ser contemporánea», lo que no significa, para Rauh, abandonar nuestra conducta al sentimiento, al prejuicio y al azar. Nada más racional que la conducta moral, siempre que la razón consista, no en aprehender algunos principios eternos, sino en llegar a nuestras ideas a través de la experiencia, al modo como Sócrates, según se desprende del Gorgias, hacía del contacto con las prácticas de la democracia ateniense la piedra de toque de su teoría de la justicia.

A la cuestión que resolvía Hegel identificando lo real con lo racional se responde, pues, con frecuencia, o no admitiéndolo, o proponiendo que se le someta a alguna especie de ensayo mediante la experiencia. Pero la relación de la razón con la experiencia sigue siendo problemática, lo cual no obstante, [39] vemos como se yergue el imponente edificio de las creaciones espirituales e inmateriales del hombre, la lengua y la literatura, la moral, el arte y la religión. ¿Cómo no insistir, cómo no preguntarnos si no nos las habemos en este caso con un frágil edificio, algo así como un conjunto de ilusiones? Quizá la cuestión es, por más que no se crea, susceptible de ser resuelta por la experiencia: esto es lo que ha intentado M. Lalande en un trabajo cuya discusión tuvo lugar muy recientemente en la Sociedad de Filosofía:{8} de toda la actividad espiritual en sus diversas manifestaciones ya indicadas, retenemos solamente la orientación: ya se trate de la ciencia, de la moral o del arte, se constata que opera siempre en el sentido de una asimilación y que es una verdadera marcha hacia la identidad: sea por ejemplo que se sueñe con la unidad de las ciencias positivas por oposición al desarrollo de los mitos y cosmogonías con que ha debutado el hombre; que se sueñe, en la moral, con el gradual desarrollo de ideas universales de humanidad a través del estoicismo y el cristianismo que reemplazan las reglas de conducta tan diversas como estrechamente localizadas, que desde un comienzo han dirigido a los pueblos; sea que se consideren las aspiraciones internacionales del arte, en todo se ve al individuo desdibujarse y entrar al servicio de una causa universal. Pero, esta ley ¿es exclusiva de las realidades espirituales? En lo absoluto, pues también en el mundo físico hay una ley de orientación, aquella manifiesta en los estoicos cuando anulaban todas las diferencias en la conflagración del mundo, y a la cual las investigaciones de Carnot y Clausius han conferido un sentido; orientación que es la misma del mundo del espíritu, pues tiende igualmente a eliminar las diferencias y demuestra que todo cambio de estado no se produce sino como decrecimiento de diferenciación y acrecimiento de asimilación. Por consiguiente ¿no será la ley de la razón la ley universal? En principio, parece que no, sí se tiene presente que hay en las cosas una como fuerza opuesta a la que quiere la asimilación: la que se manifiesta en la génesis del ser vivo y de sus especies, esfuerzo en pos de una diferenciación, de una complejidad cada vez mayor; hay, pues, como un oponente a la razón, pero es finalmente vencido; pues parece, en efecto, como si la evolución de las especies se detuviera y estas se volvieran fijas, que la muerte reintegra al individuo al proceso universal y se puede hablar del fracaso necesario del esfuerzo vital. Es que «el ser vivo cumple la pena impuesta a Sísifo. Es la contradicción hecha carne de las leyes de la física general» (p. 359).

Se observa que la dificultad estriba en que la orientación de la razón hacia la identidad subsiste como una de las orientaciones posibles de lo real. Pero hay otra, la de la vida. Y ¿por qué habrá de ser la una y no la otra la norma de nuestra acción? ¿Por qué no provendrá la regla de conducta, como la raza, de realidades vitales? Nada hay más claro a este respecto sino que estamos inmersos en una realidad que escapa a la razón, que le es hostil y que es en ocasiones la que triunfa.

Cabría, quizá, en vez de resolver el problema de las relaciones de la razón con lo real, [40] anularlo al mostrar que no hay aquí más que un falso problema. La única realidad de las cosas espirituales reside en su verdad, y esta verdad no es una «denominación extrínseca», una relación con algo extraño, sino una «denominación intrínseca». Verum index sui et falsi. El conocimiento es el resultado de sustituir por un conocimiento verdadero otro fragmentario y confuso; lo que abusivamente se llama lo real, aquello con lo cual se exige al conocimiento racional que concuerde, es el objeto de este conocimiento confuso. Sería tanto como reprobar a Copérnico el no admitir en lo absoluto la ilusión que nos hace ver el sol elevarse y ponerse. Pero «con Copérnico, escribe M. Brunschvicg, llegamos a ser capaces de percibir, aunque sólo con los ojos del espíritu, la tierra girando alrededor del sol, es decir, que consideramos como centro de coordinación de los movimientos celestes no ya nuestro mirar limitado a la tierra, sino nuestra inteligencia que tiene la capacidad sublime de desplazarse para instalarse mentalmente en el sol».{9} El cambio de perspectiva así obtenido nos hace aprehender lo real; lejos de ser el resultado de alguna medida, el espíritu es así medida de todo. A la sucesión accidental de las impresiones sensibles sustituyen las «leyes de razón» que relacionan entre sí todos los aspectos del mundo; a las relaciones humanas basadas en la violencia y en los sentimientos cambiantes, la conducta racional sustituye relaciones fijas y reglas universales, aunque los universales de la razón no son, por supuesto, en lo absoluto generalidades emanadas de las cosas sensibles ni conocidas por una experiencia interna, sino múltiples formas instrumentales forjadas por el espíritu y adaptadas respectivamente al problema que debe ser resuelto. Esto es tan cierto en el caso del cálculo de las fluxiones, que permitió a Newton formular la ley de la gravitación, como en el de la idea de justicia, en la que hace residir Platón los fundamentos racionales de toda sociedad.

Adviértase cómo esta concepción racionalista de las cosas es una tarea y no un punto de partida; sería, pues, un tosco error el de figurarse alguna región del ser en que esta tarea ya ha sido realizada, tanto como que sólo tenemos que participar en su difusión. La inteligencia no conoce este sublime estado, ni siquiera como un ideal a alcanzar, pues es siempre actividad en el trabajo. Trabajo que, recordémoslo, tiene una finalidad práctica y en esto quizá reside una dificultad del intelectualismo, señalada hace poco por M. Brunschvicg: «Porque el saber positivo, decía él, se revela cada día no solamente más extenso sino más alejado de la representación imaginativa, más sustancialmente espiritual, es que aumenta la distancia entre la humanidad considerada en su momento especulativo culminante y la masa de los hombres considerada en su vida cotidiana a su nivel medio. Y, por consiguiente, ¿cuál sería aquí la probabilidad de que la unidad, restablecida en el alma del filósofo, influya igualmente en quienes le rodean?»{10} Cuestión, añade él, que no depende, desde luego, del filósofo.

Sea como fuere, se ve todo lo que esta filosofía, espiritualismo bergsoniano o racionalismo, tiene de positivo y qué estrechos lazos la unen a [41] las actividades espirituales concretas –ciencia, arte, religión– de las cuales aspira a separar el espíritu.

En la ruptura de este lazo con respecto a un pasado muerto reside justamente lo que ha permitido a nuestra época proseguir la marcha de las filosofías pretéritas, restableciendo de este modo la continuidad del pensamiento filosófico. Es incontestable que la meditación de Plotino, de Descartes, de Spinoza, de Pascal, está muy íntimamente ligada a este renacimiento, pues el pasado se continúa, no reseñándolo al modo del historiador sino haciendo revivir su espíritu.

III

Esta continuidad no es por cierto un bien asegurado, y de hecho, al lado del movimiento cuyo ensayo de definición acabo de realizar, el primer tercio de siglo exhibe un pensamiento totalmente opuesto y que recuerda, aunque con un registro meramente distinto, esa especie de preferencia por la pasividad que reencontramos en el siglo XIX, esa suerte de auto-remisión al objeto, el deseo de pedir la orientación de nuestro espíritu a una realidad que lo impone. Apenas si puede hablarse de este movimiento del pensamiento, tan diverso y tan confuso, sin hacer referencia a sus raíces extrafilosóficas, precisamente porque no pertenecen quizá a la filosofía como tal. Resumiendo, podría decirse que lo esperamos todo del objeto, nada de nosotros mismos; ciframos toda dicha, todo valor, toda verdad en la acción de los objetos sobre el espíritu; ya sea demoníaco, indiferente o divino, se trata de un extraño poder, llamado por el poeta alemán Stefan George el Otro (das Andere) que decide respecto de nosotros, y aceptamos como normal, esencial e incluso buena esta servidumbre que Spinoza describe así:{11} «La fuerza con que el hombre persevera en la existencia, es limitada y sobrepujada infinitamente por la potencia de las causas exteriores». La necesidad de ese otro se traducirá por un deseo desenfrenado de viajes, por una curiosidad mucho más extensa que profunda en lo que toca a las costumbres extrañas, por la información incesantemente acrecida de magazines y diarios que ahoga el espíritu en una inverosímil abundancia de novelas literarias, científicas o políticas, mientras esperamos que por una especie de gracia inesperada e inmerecida, todo esto produzca en nosotros el conocimiento de hombres y cosas. Como los productos industriales también los medios de información superan cuantitativamente la capacidad de los consumidores. En el período más brillante del reino de Luis XIV se imprimían en París un millón de volúmenes por año, mientras que esta cifra corresponde a lo que se imprime hoy en día en una semana.{12}

Son estas sin duda muy someras manifestaciones del estado de espíritu que ensayo describir, pero en su fondo son las mismas que han hecho renacer la preferencia por la tesis de que el objeto del conocimiento filosófico es trascendente en el más estricto sentido del vocablo y que no puede ser aprehendido más que como algo exterior. [42] La afirmación de lo trascendente es, al menos en ocasiones, el reverso del profundo deseo de alejamiento de nosotros mismos, de ese afán de sentirse invadido y ocupado por las cosas. Esta es la opinión de uno de los pensadores más oídos hasta hace poco en Alemania: «El hombre, escribe el conde Keyserling,{13} necesita de algo extraño que él pueda sobrestimar, para no cansarse de su propia naturaleza, para mantenerla viva e impedir que se congele»; la trascendencia es, pues, un remedio al fastidio y al disgusto de sí mismo.

El problema del alcance y valor de la reflexión es el que se plantea en tal caso. Parece aceptarse bastante generalmente, aunque no universalmente, que la filosofía comienza con la reflexión, pero que esta sea la sustancia, el fin y el todo del pensamiento filosófico, es una tesis que ha sido muy controvertida y que hoy más que nunca se encuentra en peligro, pues se considera la reflexión como un estado provisional, transitorio, que apunta a algo superior a ella misma, y se acusa la enorme desproporción que hay entre la profunda y extraña realidad que nos rodea y envuelve, realidad que tal vez somos nosotros, y la fragilidad y angostura de esta conciencia reflexiva que sólo aprehende fragmentos aislados. Un pensador alemán como Klages quiere que el espíritu como tal sea un demonio dañino, venido para turbar la quietud de una vida instintiva, primaria, inmediata, al introducir la lógica y las categorías que permiten pensar. «¿Por qué entonces, pregunta M. O. Becker,{14} lo consciente en lugar de lo inconsciente, por qué los problemas y la incertidumbre de la existencia intrínseca más bien que la certidumbre desprovista de interrogaciones de la vida conforme a la naturaleza y enteramente extrínseca?» Ahora bien, si se permite hacer del espíritu, del Geist un ser de naturaleza superior, el conde Keyserling nos exige que convengamos en que el valor espiritual no es del orden del conocimiento; es sólo de resultas de un azar histórico que confundimos espíritu y conocimiento, el azar que ha querido que los primeros sabios espirituales de occidente, los pensadores de la Grecia, fuesen al mismo tiempo eruditos. De este modo se convierte la necesidad de exactitud del espíritu occidental en una forma de fanatismo, invitándosenos a considerar como inmediatas revelaciones del ser el sentimiento de terror religioso; se quiere con Scheler ver en la simpatía una fuente distinta y especial de conocimiento; a la exactitud de occidente opone el conde Keyserling el «sentido» del oriente, el simbolismo que, por la imagen, nos hace penetrar directamente lo real.

Hay en esto una recrudescencia del romanticismo que es seguida con mucha atención en Francia. Así por ejemplo, las numerosas obras y artículos de M. Ernest Seilliére, recogidos en tres volúmenes, sobre el Neorromanticismo en Alemania nos lo hacen conocer casi al día y en toda su amplitud.

Este movimiento es universal; vemos igualmente en diversos pensadores franceses esbozarse una definición del espíritu que excluye toda reflexión, todo movimiento intelectual: [43] «La sensación, escribe por ejemplo M. Gabriel Marcel,{15} la sensación, conciencia inmediata, es infalible y no hay en ella lugar al error...; el problema metafísico consiste en reencontrar por el pensamiento y allende este una nueva infalibilidad, un nuevo inmediato... pues se trata de saber si la intelección no participa de la infalibilidad inmediata de la sensación. En el fondo, toda reflexión, toda dialéctica está invenciblemente atraída por lo que la suprime, por lo que la niega». M. G. Marcel experimenta una suerte de temor a que el espíritu desaparezca, se esfume en un trabajo como el científico; «al hacer depender la realización del espíritu del progreso de este trabajo, ¿no tendemos hacia la idea de que la realidad soberana del espíritu se consumiría en su misma disolución, es decir, en el cumplimiento de la obra de la ciencia, diluyéndose toda subjetividad en la totalidad del saber?»{16}

Síguese de esto que, en su más alta realidad, el espíritu es pasivo. «Hay una suerte de pasividad, nos dice M. Luis Lavelle en la Conciencia de sí, o de silencio del alma que es también el punto supremo de la actividad... La pasividad posee un carácter divino, es el interior pasadizo por el cual un ser atento a sí mismo avanza hacia la inspiración que lo solicita. Sea en el conocimiento sensible, sea en el espiritual siempre nos hallamos, en última instancia, en presencia de una revelación cuya admisión nos es obligada... En el máximo desafío de sí mismo es cuando el espíritu busca enorgullecerse, como de una obra que le pertenece, de una ciencia en la que no cree. Pues los hombres creen en la verdad sólo en la medida en que ellos se engañan; de otro modo, la descubren.»{17} En realidad el espíritu debería abolir el tiempo, pues «El tiempo es la medida de nuestra debilidad y en un instante la actividad infinita lo consume todo»{18 #125; –es como decir que las actividades humanas concretas no definen el espíritu sino muy imperfectamente.

Hay de nuevo como el temor a una muy estrecha solidaridad entre el espíritu y las formas concretas en las cuales tendería a fijarse y a negarse. «El espíritu es movimiento, escribe M. Jean Wahl al final del prefacio de su libro Hacia lo concreto, destinado al estudio de estas tendencias. Ninguna seguridad puede bastarle y la satisfacción menos que nada. Sabe negarlo todo y a veces negarse a sí mismo, humillarse, ponerse como una cosa entre las cosas. Sabe que tiene el poder de superarlo todo.»

Si damos ahora una ojeada de conjunto al período de cien años que nos precede, parecería que el devenir del pensamiento filosófico es comparable a una vasta oscilación, en el ápice de la cual tendríamos la filosofía del espíritu cuya versión francesa he caracterizado, pero que, en mi opinión, se manifiesta de análoga manera y contemporáneamente en los demás países. Filosofía que se caracteriza por el empeño de estudiar el espíritu en su actividad efectiva y humana. A ambos lados del ápice se hallan sendas filosofías que no poseen materialmente nada en común; una, vuelta hacia la historia, [44] y la otra a realidades trascendentes que se imponen a la manera de una generación o de un sentimiento; pero, en una como en otra, hay sin embargo la misma orientación; ambas se desprenden de actividades en que el espíritu se manifiesta de manera viviente, para pedir una dirección a realidades fijas y totalmente hechas. Una y otra, aun cuando mantengan respecto del objeto una actitud totalmente receptiva y pasiva, son empero partidarias de las construcciones metafísicas y dialécticas. Quizá sea posible preguntarse si no hay en ese movimiento oscilatorio el efecto de una especie de ley del pensamiento; de esta suerte la historia de la filosofía presentaría menos un progreso continuo o aun discontinuo que una serie de reavivamientos o de recurrencias. Y no es que falten, en esos períodos que denomino de recurrencia, pensadores menos profundos y menos ingeniosos, sino que se siente allí como la interrupción de una corriente, como un retraimiento, como un deseo de aislarse del trabajo real de la humanidad, de desentenderse de él, ya porque se le crea realizado, como sucede con Hegel o con Augusto Comte, ya por que se apele, como ocurre con tantos pensadores actuales, a esas suertes de revelaciones inmediatas de la verdad que serían el sentimiento o la acción. Muy por el contrario, los períodos de reavivamiento o de renacimiento nos muestran un restablecimiento de la continuidad en los espíritus. No quisiera ver en esto una ley necesaria y fatal, sino mejor una suerte de regla de conducta y el señalamiento de un deber para el filósofo. Si es cierto que el espíritu no es una cosa estática que se apoya en lo estático, sino que es esencialmente libertad, espontaneidad, capacidad de invención, corre por lo mismo el riesgo de la caducidad y la decadencia, y no es una tosca necesidad, sino mejor una obligación para el hombre, no sólo mantener los bienes intelectuales que posee, sino renovarlos y recrearlos incesantemente.

 

 

{1} El presente trabajo es la versión española de una conferencia ofrecida en francés por Emile Bréhier en la Universidad de Oxford, bajo los auspicios de The Zaharoff Lecture, en el año de 1933. Como se advertirá enseguida, el texto conserva la impronta de toda conferencia, por lo que hemos tenido especial cuidado en respetar esa característica, aun chocando, en muchas ocasiones, con las inevitables exigencias estilísticas planteadas por la traducción. Pero es mejor así, pues lo que importa, lo que debe sobre todo importar en este caso es conservar inalterables y nítidos en todo lo posible el tono y los alcances que el autor trató de lograr

Por lo demás, baste señalar que en este breve ensayo plantea Bréhier mejor suscita, a veces casi fugazmente, cuestiones que resultan vitales para nuestra época. Pues al igual que sucede con ensayos o artículos de otros pensadores –ingleses, alemanes italianos– algunos de los cuales están apareciendo en esta revista en el que ahora ofrecemos del gran pensador francés es posible encontrar una serie de profundas reflexiones, más sugestivas si cabe que el desarrollo de toda una dirección del pensamiento en otras que por ser sistemáticas, muestran un lato y denso contenido inconciliable a veces con la pretensión de orientar hasta su final y sin desmayos en el tema que desarrollan. (N. del T) .

{2} Discurso sobre el espíritu positivo, edición de la Sociedad Positivista Internacional, 1914, páginas 66-67.

{3} Critique religieuse, V, p. 183.

{4} Consideraciones inactuales, Segunda serie, trad. francesa, 1922, p. 104.

{5} Le Temps et l'éternité dans Plotin et Saint Augustin, p. XII, París, 1933.

{6} Bulletin de l'Union pour la Vérité, abril-mayo, 1933, p. 332.

{7} Las dos fuentes de la moral y la religión, trad. francesa 1932 p. 343.

{8} Las ilusionnes evolutionnistes, 1930.

{9} Bulletin des Groupez d'études philosophiques, dic. 16. 1933.

{10} Bulletin de l'Union pour la Vérité, dic. 1932, p. 92.

{11} Ética, París IV, prop. 3.

{12} Comunicación de M. Esmonin a la Sociedad de Historia Moderna: Temps de dic. 30 1933.

{13} Diario de viaje de un filósofo, trad. franc., tomo II, p. 279.

{14} Recherches philosophiques, tomo II, 1932-3, p. 127.

{15} Journal Metaphysique, p. 131

{16} Ibid., p. 122.

{17} 1933, p. 135.

{18} p. 233. 

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