EL PAPEL DE LAS ANALOGÍAS CONCEPTUALES EN LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

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Francisco León Florido
Doctor en Filosofía
Actualmente profesor asociado en el departamento de Hermenéutica y Filosofía de la Historia de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Catedrático en el I.E.S. Calderón de la Barca de Madrid.

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Una de las cuestiones más complejas que afectan a los estudios sobre la historia de la filosofía es determinar el valor relativo de cada uno de los dos términos de esta disciplina: por un lado, el valor de lo histórico, por otro, el de lo filosófico. El pasado del pensamiento occidental no ha legado un patrimonio filosófico inmenso, que necesariamente ha de ser gestionado por nuestra generación, pues, a diferencia de otros saberes acumulativos, la filosofía es un reto permanente para cada filósofo y época, que deben hacerse cargo de la tradición que les ha sido transmitida, para, desde ella, construir sus aportaciones originales. El contenido de esa tradición es aquello que se nombra habitualmente como historia de la filosofía, que no puede limitarse a ser un mero inventario de doctrinas dejadas atrás por el transcurrir temporal, sino que ha de asumir una función crítica, por medio de la cual se haga posible un análisis que establezca las conexiones y rupturas temáticas, conceptuales o meramente circunstanciales entre ellas. La realidad sobre la que ha de efectuarse el análisis filosófico son los textos, que ofrecen múltiples posibilidades interpretativas, profundas unas, superficiales otras. Esto último es lo que sucede, por ejemplo, cuando se presta una excesiva atención a las declaraciones expresas de los autores sobre el alcance y significación de su propia obra, o respecto a las relaciones con otros autores y doctrinas, tanto si se asimilan a ellos como si tienen pretensiones de ruptura doctrinal, pues el filósofo que actualiza la historia del pensamiento ha de moverse en aguas más profundas.

Cuando el análisis se decanta excesivamente del lado histórico se corre el riesgo de entender las diversas formas de pensamiento como las consecuencias, más o menos mediadas, de circunstancias de orden social, político, económico o biográfico. Superar este riesgo, sin embargo, no debería llevar a caer en el extremo contrario, haciendo del devenir de las ideas una mera manifestación de la philosophia perennis, que reduciría la inmensa variedad de figuras que ha adoptado el pensamiento a ligeras modificaciones sobre una línea predominante, que, nacida en Grecia, alcanzó su expresión dogmática en ciertos autores medievales. Un análisis realmente filosófico sobre los textos debe huir de ambos extremos, concediendo la importancia que merecen a los dos aspectos, histórico y filosófico. Por utilizar una afortunada expresión, podríamos decir que en filosofía la historia sola sería ciega, mientras que el análisis puramente filosófico sería vacío.

Se podrían aportar numerosos ejemplos de lo que cabría calificar de "ilusiones hermenéuticas" debidas a una excesiva inclinación hacia alguno de los dos términos de la oposición dialéctica entre lo histórico y lo filosófico. Uno de ellos es la tópica suposición de que los filósofos de la naturaleza renacentistas son los protagonistas de una auténtica revolución científica, en incesante polémica con los defensores del modelo tradicional, que, como es sabido utilizaban armas que a menudo trascendían al mero enfrentamiento teórico. Esta extendida interpretación oculta, sin embargo, una perspectiva ilustrada, que tiende a reconocer como supuesto implícito un progreso incesante de la Razón sobre las tinieblas de la ignorancia, cuyo ejemplo más notorio serían los oscuros siglos medievales que precedieron a la luz moderna. Si analizamos las causas de la exaltación de la noción de progreso, se comprueba que está ligada a la valorización de la novedad. Este es, no obstante, un fenómeno exclusivamente moderno, vinculado a la extensión de los libros impresos que posibilita la realización de obras personales, originales, sin relación con una tradición comunitaria, pues la lectura se convierte en un fenómeno íntimo que establece un vínculo personal entre autor y lector. Se comete, sin embargo, un anacronismo si se considera al Renacimiento como una cultura plenamente letrada, ya que el desarrollo de la cultura escrita no se produce hasta mucho tiempo después de la invención de la imprenta, por lo que la época renacentista puede ser situada aún en pleno dominio de la cultura oral, del manuscrito o la recepción de libros impresos en pequeños círculos, por lo que han de ser leídos en voz alta para hacer partícipes a todos de su contenido. En este tipo de cultura sigue valiendo lo ya dicho por la tradición, la autoridad, ya que la oralidad se basa en la repetición, en la conservación en la memoria, sin variaciones, de lo que constituye el acervo de una comunidad.

 

Así se explica que la hipótesis heliocéntrica copernicana hubiera debido encontrar un sólido fundamento, más que en observaciones de mayor precisión, en la vieja tradición del neoplatonismo. Por ser el centro el lugar con más valor, Copérnico debía hallar el modo de combatir la atribución de este punto privilegiado a la tierra, lo que consigue rechazando la cosmología aristotélica y enlazando con la filosofía plotiniana que hacía del Uno, comparado con el sol, el núcleo de la vida y el conocimiento de todas las cosas. El centro, entonces, ya no es el hombre y la tierra en que habita, sino el mismo Dios, el Uno-Sol. La nueva ciencia no puede fundarse sobre bases más tradicionales, que se remontan a fuentes neoplatónicas.

Podrían aducirse otros ejemplos que confirman la tesis del mantenimiento de las estructuras tradicionales en el periodo de la "revolución" científica, como son la influencia del hermetismo en algunos de los más célebres autores de este periodo, o incluso la pervivencia de conceptos metafísicos antiguos, como el de gravitas naturalis de los cuerpos, o la superioridad del movimiento circular en Galileo, lo que precisamente le impidió formular explícitamente la ley de inercia. Y es que la historia de la filosofía no se escribe sobre una línea de progreso. Las doctrinas filosóficas evolucionan, ciertamente, pero sus movimientos son complejos, y tienen relación más con las conexiones que los diversos autores y sistemas establecen entre los conceptos que constituyen el campo filosófico sobre el que teorizan, que con el propio devenir temporal. Por ello, no es extraño encontrar avances estructurales que no serán generalizados hasta mucho tiempo después de su creación, junto a retrocesos hacia formas más antiguas de las que pudieran estar a disposición de las escuelas filosóficas en un momento determinado.

Para evitar caer en ésta y otras ilusiones hermenéuticas es preciso utlizar un método de interpretación de los sistemas filosóficos capaz de sacar a la luz las organizaciones conceptuales que conectan entre sí las doctrinas, generando una red estructurada de formas vivas de pensamiento. Esto requiere un instrumento lógico analógico, que evite el riesgo del reduccionismo unívoco, que pretendería objetivar cualquier forma de pensamiento desde un punto de vista lógico-analítico determinado. Como es sabido, la primera forma de lógica analógica es la aristotélica, que tiene como referencia necesaria el ser, el principio a partir del cual es posible un decir. Para Aristóteles, los diversos usos lingüísticos remiten siempre a diferentes modalidades del ser, las más amplias de las cuales son las categorías. Junto a su papel como diferenciadores lingüísticos, las categorías tienen una función metafísica, pues permiten el acceso más inmediato posible al ser, fundamentalmente por medio de la noción de substancia. Cuando la metafísica se hace humana, el lenguaje muestra sus diferentes facetas sobre el fondo de la comunicación ciudadana en la polis, siendo posible distinguir entonces sus diversos usos: científico, retórico, poético, etc., cada uno de los cuales sirven a una necesidad humana peculiar, tematizando y efectuando divisiones entre términos que, no obstante, siguen poseyendo un fondo común, puesto que Aristóteles siempre parte en su investigación de los términos del lenguaje natural tal como es efectivamente usado por el hombre. La lógica es un instrumento común a todo uso lingüístico, pero su utilización concreta por el hombre es diversa y depende del fin peculiar de cada caso, por lo que se divide en formas técnicas en función de la diversa referencia al ser común bajo diferentes modalidades: mostrar la forma de la necesidad de lo que es en la demostración científica, construir con lo necesario una palabra persuasiva en la dialéctica, o a partir de lo persuasivo elaborar un argumento necesario en la retórica. Por estar el ser siempre presente como referencia común de todos los usos lingüísticos, la verdad se halla tanto en la unidad del concepto o del término como en la composición predicativa, en la proposición.

 

La misma organización conceptual del lenguaje en referencia común a un tertium quid natural que proporciona unidad, persiste aun cuando la naturaleza en el medievo deviene una noción secundaria respecto a Dios que la ha creado. La aparición del Dios creador en filosofía no significa, por tanto, una inflexión de primer orden en su transcurso, pues el máximo representante de la escolástica, Santo Tomás, se encuentra dentro de la misma estructura aristotélica que hemos definido por su búsqueda de la referencia al ser común en cada manifestación lingüística. El ser común es la naturaleza, pero también Dios actuando según las reglas "naturales" del bien, del amor y la verdad, al producirse la sustitución del ser natural por los trascendentales.

Esta continuidad doctrinal entre Aristóteles y la escolástica clásica, sustentada sobre una lógica basada en la analogía, se rompe, en cambio, en el tránsito entre el tomismo y Duns Scoto, en lo que constituye una auténtica revolución doctrinal que dividirá en lo sucesivo a los sistemas en líneas estructurales divergentes. La concepción escotista de la lógica pasa a ser unívoca porque prescinde de la referencia a un tercero, el ser o la naturaleza, que actúa como referente común analógico. Entonces, la relación judicativa tiene lugar únicamente entre dos términos, sin que cada uno de ellos tenga al ser como referente singular, por lo que el ser aparece únicamente como el resultado de la comunicación entre los términos en la composición predicativa, en la proposición. Esta pérdida de referencia inmediata al ser por parte de la proposición puede manifestarse en diferentes formas doctrinales y diversas épocas, desde la distinción formal escotista, a la navaja ockhamista, o la noción de lo que es el caso de la filosofía analítica contemporánea. Todas ellas tienen en común la precisión de reencontrar el ser en la composición proposicional bajo la forma de una igualdad arbitraria establecida por imputación entre dos términos: el sujeto y el predicado.

En un análisis que utilice como instrumento metodológico la lógica analógica, cada sistema puede ser concebido como una posible respuesta al problema del ser, sin que necesariamente las filosofías se opongan contradictoriamente, como sucedería en un análisis unívoco. Se pueden hacer entonces compatibles conceptos doctrinalmente diversos siempre que se estructuren sobre un fondo conceptual común. La función que cumple la analogía en el análisis conceptual es determinar los núcleos doctrinales comunes que permiten agrupar en su entorno una gran variedad de problemas planteados y resueltos por diferentes sistemas y distintas épocas, abriendo un campo de posibles relaciones entre conceptos. Por ello, esta lógica no propone un reduccionismo que fuerce los contenidos doctrinales en marcos formalmente establecidos a priori, sin tener en cuenta las diferencias de facto entre ellos. Muy al contrario, un análisis analógico propone seguir las cuestiones en su evolución concreta a través de los textos de las grandes escuelas, teniendo en cuenta las influencias culturales e históricas que las configuran, sin forzar su inclusión en un determinado espacio conceptual apriorístico, pues la variedad doctrinal no puede ser deducida a partir de un sistema formal determinado.

 

Analogías estructurales en el tránsito a la filosofía moderna 

Si aplicamos, ahora, el análisis analógico al tránsito de la filosofía medieval a la moderna podemos descubrir las estructuras conceptuales que definen gran parte de los problemas filosóficos planteados durante siglos, hasta determinar en buena medida la filosofía contemporánea.

Como se sabe, Descartes pasa por ser el fundador del pensamiento moderno, caracterizado, ante todo, por su ruptura con el saber tradicional, representado eminentemente por la oscuridad de los siglos medievales. En realidad, lo que Descartes conoce como "filosofía antigua" es un conjunto de recetas retóricas de uso común en las escuelas, que representaba apenas el espectro anquilosado de lo que había sido un pensamiento de una extraordinaria vitalidad. Descartes niega todo valor a la enseñanza de las escuelas, y propone un programa que ha de iniciarse en un comienzo desde los orígenes más absolutos: la duda respecto al saber tradicional y al conocimiento individual. Aquí se encuentra el origen, en la opinión común, de la filosofía moderna, entendida como el pleno ejercicio de la libertad de pensamiento. Sin embargo, hemos de preguntarnos por los supuestos no expresados que corren bajo doctrinas cartesianas tan características como la del "buen sentido" (bon sens), la idea como objeto de la mente, o el genio maligno. Hemos de indagar en las estructuras conceptuales que encuentran su continuidad en el pensamiento cartesiano, y que, provenientes del criticismo escolástico, hallan en Descartes su expresión más aguda y brillante, y luego se transmiten a la filosofía posterior.

Para ello será necesario poner de manifiesto las tres estructuras de pensamiento que marcan el desarrollo desde la escolástica clásica hasta el giro analítico contemporáneo, pasando por el racionalismo cartesiano:

(1) la distinción formal ex natura rei,

(2) la doctrina del ser objetivo (esse objectivum),

(3) la hipótesis del poder absoluto de Dios (de potentia absoluta Dei).

 

(1) La distinción formal ex natura rei

Puede decirse que el eje que vertebra las muy distintas formas de pensamiento que pueblan la historia de la filosofía, dando unidad al conjunto, es la constante renovación de la pregunta por el ser, que Aristóteles había señalado como la cuestión clave de la filosofía. Siguiendo en ello también la inspiración aristotélica, la escolástica crítica busca la respuesta en el discurso que dice el ser. La novedad consiste en la formalización radical del lenguaje a partir de Duns Scoto, que tiende a separar lógica y física, ciencia de la naturaleza y ciencia del ser, que se unifican únicamente en Dios. Nace, de este modo, una nueva metafísica, que tiene su punto focal en la noción de distinctio formalis ex natura rei , según la cual lo que puede pensarse como separado también puede existir realmente separado, al menos de potentia absoluta Dei, esto es, cuando Dios usa el poder absoluto que posee como uno de sus atributos.

Así pues, para comprender la importancia del cambio conceptual que se inicia en Scoto y se agudiza con la obra de Ockham, pasando después al pensamiento moderno y contemporáneo a través del cartesianismo, es preciso detenerse en la evolución desde la doctrina aristotélico-escolástica de las distinciones, real, virtual, de razón razonante (ratiocinantis) y de razón razonada (ratiocinata) hasta la univocidad scotista representada por la distinción formal ex natura rei. No deberíamos, por tanto, limitar nuestra investigación a la pura perspectiva del historiador de la filosofía que estudia una etapa del pasado filosófico, sino que tendremos que seguir el desarrollo posterior de la estructura conceptual organizada en torno al problema de la distinción formal, que servirá explicar en una gran medida el origen del pensamiento lógico-matemático que caracteriza a la reflexión contemporánea occidental.

La doctrina de las distinciones es particularmente importante, pues a través de ella se explicita la diversidad de maneras con que el intelecto humano puede afrontar la tarea de analizar y comprender la realidad que se le presenta objetivamente. En efecto, extraer las diferencias que separan a las cosas es lo que permite el conocimiento del ser, ya que, si tal operación no fuera posible, el pensamiento hubiera continuado indefinidamente atrapado por las paradojas parmenídeas, que abrían un abismo infranqueable entre la unidad del ser y la multiplicidad del no-ser. No es extraño, por ello, que la doctrina de las distinciones se convierta en el nudo de la polémica que enfrenta a la filosofía tradicional con las nuevas corrientes de las que nacerá el pensamiento moderno, cuando Duns Scoto introduce la distinción formal ex natura rei.

La línea doctrinal aristotélico-tomista había definido dos clases de distinción, paralelas a la división del ser en real y de razón. La distinción real constata la no identidad real entre dos cosas o componentes substanciales de una cosa; la distinción de razón se limita a la operación de distinguir en el intelecto, sin relación con algo correspondiente en la realidad. La distinción real se divide en absoluta y modal, correspondiendo en la distinción de razón la división entre distinción de razón razonada y de razón razonante. Scoto abre una nueva división, al añadir a las distinciones real y de razón una intermedia distinción formal, que asegura al intelecto humano un conocimiento más perfecto de las cosas, que el aristotelismo había limitado ante la complejidad absoluta de la substancia. Nace así la distinción formal según la propia naturaleza (distinctio actualiter formaliter ex natura rei), que engloba cualquier distinción en acto en la cosa misma (distinctio actu a parte rei). Esta distinción permite establecer una perfecta correspondencia entre las formas que el intelecto aprehende conceptualmente y las formas reales en las cosas. De ahí el fundamental dictum escotista: omni entitati formali correspondet adaequate aliquod ens (a cada noción formalmente considerada le corresponde adecuadamente un cierto ser). Es éste el mismo principio que enuncia Descartes al comienzo de la sexta Meditación, en combinación con la hipótesis de potentia absoluta Dei. "Pues no cabe duda -afirma Descartes- que Dios tenga el poder de producir todas las cosas que yo soy capaz de concebir con distinción".

 

Hay que entender el valor de esta aportación de Scoto en contraste con la doctrina tradicional. Para el aristotelismo, las nociones aprehendidas intelectualmente en la operación abstractiva eran distinguibles también en la cosa, pero en ella sólo eran distintas virtualmente y no actualmente. Por ello la substancia aristotélica es un complejo indefinido, en el cual el intelecto no puede abrirse paso sino considerándolo como un todo del que puede separar las partes, que, completamente enumeradas lo agotarían. En cambio, para Scoto, esas nociones que el intelecto aprehende formalmente también están formalmente actualizadas en la cosa (a parte rei) anteriormente, incluso, a la operación del intelecto. Las consecuencias de esta aparentemente anodina doctrina son decisivas. Pues, por una parte, la unidad trascendental de la materia y la forma en el ente, que caracteriza la unidad del ser aristotélico, se deshace, al ser materia y forma ahora nociones intelectualmente distintas que, por el principio de la correspondencia, también están actual y no solamente virtualmente separadas en la cosa real.

La filosofía natural no podrá eludir en el futuro las consecuencias de este hecho teórico que deja libre el camino a la matematización de lo real. Pero, no menor es su efecto sobre la teoría del conocimiento. Pues, la operación abstractiva, mediante la cual el intelecto podía penetrar en la complejidad de la cosa, distinguiendo las formas como partes en el todo que virtualmente es la cosa, es sustituida por la aprehensión intuitiva, que puede conocer directamente la forma en la cosa, toda vez que esta forma está ya actualmente separada en ella. La intuición ha de captar inmediatamente la unidad, pero ya no se trata de la unidad indiferenciada de la cosa concreta tal como existe en la naturaleza, sino de la unidad de cada forma distinta en grado que la cosa contiene actualmente. Así pues, el principio de correspondencia entre las formas intelectivas y alguna entidad exterior se refiere a que a toda entidad que pueda distinguirse objetivamente corresponde necesariamente una formalidad realmente existente, aunque en la cosa misma no sea necesariamente separable, pues la existencia de las formas no es la misma que la existencia del uno que es el compuesto de aquellas. Hay, pues, una cuasi-existencia de las formas distintas a parte rei y una existencia de lo uno proporcionada también formalmente por la forma última que individualiza. Esta forma individualizante viene a ocupar el lugar conceptual que la tradición aristotélica reservaba a la unidad trascendental de materia y forma, anterior comprensivamente a cualquier acto de existencia, en cada ente concreto. A partir de Scoto, ya no hay contradicción en que la cosa individual sea en sí misma un complejo no necesariamente discernible, y que, al mismo tiempo, pueda ser discernida hasta sus más íntimos componentes formales, teniendo en cierto modo la voluntad que intervenir para efectuar la operación intelectual distintiva. La distinción formal escotista inaugura, por tanto, un campo intermedio entre la distinción real y la distinción de razón. De la segunda toma su carácter meramente objetivo, resultado de una operación meramente intelectual, de la primera el hecho de que esta distinción precede al intelecto de alguna manera, si bien no absolutamente (absolute), sino sólo en un cierto respecto (secundum quid), cuando precisamente la voluntad interviene para imponer la formalización. Este camino abierto por Scoto se radicalizará con Ockham, quien se empeñará en aplicar su navaja metodológica a las dos existencias escotistas (formal y singular) reduciendo la existencia a la unidad del acto, aunque no ya de la naturaleza, como en Aristóteles, sino de la voluntad. En este punto nace el pensamiento moderno.

 

En efecto, como consecuencia de los cambios estructurales de la última escolástica la realidad física será considerada como algo, una cosa-en-sí que permanece desconocida, sobre la que no es preciso "fingir hipótesis", sin que ello sea contradictorio con la fe en que la formalización matemática se corresponde exactamente con la constitución íntima de la realidad. Desde Scoto, las fórmulas matemáticas que expresan las leyes de la ciencia física puede "representar" perfectamente el mundo, simplemente porque la voluntad formalizadora así lo ha querido. Pero, no se trata de una imposición arbitraria, sino que bajo la formalización matemática subyace una metafísica de la correspondencia de formas intelectuales y reales, definida a partir de la distinción ex natura rei, que encuentran su unidad última en la propia unidad de la esencia divina. Pues es teológica la razón última de la posibilidad de compaginar sin contradicción la unidad material de la cosa concreta, tal como exige la distinción virtual aristotélica, con la pluralidad formal actual de la distinción de razón. La unidad se recompone en la absoluta trascendencia divina, ya que en Dios las razones son unas en la esencia divina antes de cualquier acto de inteligencia, pero son tambien formalmente distintas, pues si no Dios se identificaría con el Uno plotiniano, encerrado en la autocontemplación de su unidad, sin posibilidad de participación creadora.

La obra escotista tiene, pues, un efecto devastador sobre la tradición aristotélico-tomista, pese a que nominalmente el Doctor Sutil haga uso de los mismos conceptos que se manejaban en aquélla. En realidad, la distinción formal no sólo supone la aparición de un método filosófico nuevo, sino que se podría decir que crea un universo mental enteramente diferente al naturalismo imperante, tanto en su versión aristotélica, como en su versión escolástica. La novedad que representa la distinción formal no depende de las declaraciones expresas de iniciador, la mayor parte de las veces reconociendo el valor de las afirmaciones de las autoridades comunes, justamente lo contrario que sucede con Descartes, tan amante de estar abriendo un abismo con el pasado, para acabar retornando a doctrinas preescotistas. El influjo de esta doctrina no se debe tampoco a lecturas expresas por parte de los autores modernos, que casi no tuvieron lugar, aunque la síntesis suareciana tanto hiciera por su extensión. Pues, recordemos que, contra lo que hoy puede considerarse habitual, las disputas entre escuelas de pensamiento basadas en referencias expresas, apenas roza el núcleo de las verdaderas cuestiones que separa a una doctrina de otra.

El problema de las distinciones es, por tanto, un caso paradigmático en que debe intervenir el estudioso de la historia de la filosofía a fin de poner de manifiesto las estructuras profundas que dominan en una época, extendiendo su influencia a sistemas muy alejados históricamente.

 

(2) La doctrina del esse objectivum

Derivada de la distinción formal, la noción del ser objetivo parte del presupuesto de que el intelecto no se dirige naturalmente, intencionalmente, hacia la cosa que ha de ser conocida, pues crea su propio objeto de conocimiento que ya no representa la realidad en sí de la cosa tal como es en el mundo, sino la modificación que sufre el intelecto mismo en su actividad. El contenido del intelecto tiene, entonces, un ser objetivo que representa más la actividad subjetiva que el ser de la cosa. Cada elemento del todo que el análisis lógico puede seleccionar en la cosa adquiere su propio ser, que ya no puede ser substancial en el sentido de la unidad de la existencia material-formal, sino únicamente objetivo, formal, puesto que su ser lo recibe de la actividad formalizadora del intelecto analítico. Paralelamente, la cosa deseada se concibe como ya contenida en la voluntad que aspira a ella, de modo que, finalmente, la voluntad acaba por poder quererse sólo a sí misma. En definitiva, una vez que se efectúa la distinción formal, el intelecto ya no tiende naturalmente hacia la verdad como a su materia propia que lo llena de ser, sino que transforma en verdadero su objeto por el solo hecho de inteligirlo, y la voluntad no desea el bien donde su ser pueda encontrar el reposo, sino que convierte en bueno aquello que desea. Concepto e idea, bien y ley son las nociones básicas que se estructuran diversamente bajo la superficie de la terminología característica de cada escuela.

La aparición del esse objectivum en filosofía no tiene sólo consecuencias gnoseológicas, sino que es síntoma de un importante cambio metafísico en la noción misma de ser, que de su consideración como acto pasa a ser tomado como esencia.

Que el ser es actividad significa que es la lógica la que debe adaptarse a la naturaleza, y no la naturaleza a las formas lógico-matemáticas. Esto implica que hay tantas formas de saber como campos naturales de objetos susceptibles de ser conocidos, y que la lógica de la ciencia de lo común, de la metafísica, no puede ser meramente formal, sino analógica, atendiendo a la diversidad categorial. Si los intentos por sintetizar las dos especies de lógica, como los llevados a cabo por el idealismo hegeliano o la fenomenología husserliana, han acabado en fracaso, se debe precisamente a que su distinción no es superficial, sino el resultado de la aplicación de dos estructuras conceptuales opuestas, cuya posible combinación ha de privilegiar necesariamente una de ellas, tomándola como principio.

 

A la doctrina del ser como acto se opone la negación del movimiento natural por parte de la lógica estática característica del pensamiento moderno, que hallará en la matematización el recurso para identificar arte y método, física y lógica. El ser es entonces concebido como esencia cuando se define como atributo, como poseedor de una cualidad que lo diferencia del no-ser, como la luz se distingue de las tinieblas. El ser es una suma de formas cualitativas, pudiendo transmitir sus atributos a todo lo que ha de obtener el ser, de modo que los entes reciben, en el mismo instante, todo lo que caracteriza su substancialidad, antes proporcionada por la naturaleza misma: la existencia, la unidad, la verdad y el bien, las cualidades de todo lo que es por el hecho de ser. Al lenguaje le es posible definir unívocamente a este ente que posee el ser efectuando un análisis de sus cualidades, por cuanto éstas son participaciones de los atributos del ser, y existen independientemente como puras ideas. De ahí que la consideración esencial del ser permita la utilización de un lenguaje unívoco científicamente perfecto, a partir del que puede derivarse una metodología deductiva.

La misma organización conceptual, originariamente platónica, se encuentra en la filosofía escolástica: Dios pasa ocupar el lugar del ser, las ideas contenidas en su Intelecto serían los atributos trascendentales convertibles con el ser mismo, y su poder creador abriría la posibilidad de una participación de los entes en las cualidades divinas, especialmente por parte de un hombre creado "a imagen" de Dios. Así como las ideas del Intelecto divino tienden a substancializarse, en el intelecto humano, el ser objetivo de las ideas se independiza de su ser formal, tal y como recogen distintas doctrinas modernas y contemporáneas: los atributos y los modos se autonomizan respecto de Dios en Spinoza, Dios mismo se convierte en una idea más para Kant, las ideas se substancializan por la pertenencia al sistema lingüístico en Wittgenstein. Estas doctrinas, aparentemente tan diversas, comparten una trama conceptual común consistente en la consideración del ser como esencia, esto es, el establecimiento de un principio que define a priori lo que es como lo que debe ser: el paralelismo de los atributos del pensamiento y la extensión en Spinoza, la trascendentalidad del sujeto kantiano, el sistema del lenguaje como lógica en Wittgenstein.

La distinción entre un ser objetivo y un ser formal es tomada tal cual por Descartes de Scoto. Descartes emplea estas dos nociones como fundamento para la demostración de la existencia de Dios: la luz natural me enseña que debe haber tanta realidad formal en la causa de una idea como realidad objetiva hay en esa idea. La realidad objetiva es la que corresponde a la cosa conocida en la inteligencia; la realidad formal a la cosa en su existencia fuera de la mente. El principio de su correspondencia permanece inexplicado en las pruebas cartesianas, sencillamente porque está presupuesto por la adscripción a la metafísica escotista de la distinción formal, que enuncia tal correspondencia. El ser objetivo, la realidad objetiva o la esencia objetiva, denominaciones que puede presentar el mismo concepto en la terminología medieval, cartesiana o espinozista, adquiere el rango que anteriormente le estaba reservado a la realidad natural. Pues, desde Aristóteles, el decir sigue al ser, y no viceversa. Si para el griego, el ser se dice de muchas maneras, para los modernos a partir de Scoto, el ser es de las mismas maneras que dice el decir.

 

(3) La hipótesis de potentia absoluta Dei

En la formulación de la hipótesis del poder absoluto de Dios interviene Ockham de un modo decisivo. La distinción entre la potencia absoluta de Dios y la potencia ordenada es un lugar común en la filosofía medieval, desarrollada al hilo de los comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo, una especie de libro de texto universal para la escolástica. La polémica que adopta el tono de una disputatio se centra en torno a la relación de preminencia entre la Voluntad de Dios y el Intelecto divino. Según la potencia ordenada, Dios podría producir todo aquello que es compatible con las leyes de la justicia y de la sabiduría divinas. Según la potencia absoluta, Dios puede producir todo aquello que no incluye en sí mismo contradicción. La primera línea de pensamiento tiende a subrayar la necesidad del acto creador, siguiendo el necesitarismo plotiniano que se traslada al pensamiento árabe a través de Avicena. La segunda, en cambio, pone en primer plano el poder ilimitado de Dios sobre toda otra consideración.

Santo Tomás interviene en la polémica de un modo sintético, distinguiendo entre la noción (notio) y el ejercicio (in actu exercito) de la potencia divina. Desde el punto de vista de la noción, Dios sólo puede hacer todo aquello que es posible, pero por ser omnipotente Dios puede hacerlo todo, incluso lo imposible, al menos como objeto de su acto ejercido, lo cual no es contradictorio con que lo imposible en sí mismo, en su ser, no pueda ser hecho. Hay que recordar que el ser, para Santo Tomás, es Dios, y la imposibilidad de un ser sería una contradicción con Dios mismo (secundum seipsum). Lo que Dios puede producir no es nada distinto de lo que puede ser, pues las causas segundas o próximas no tienen para Tomás -al no efectuarse la distinción formal- una realidad por sí mismas, sino que son analógicamente derivadas del ser de la causa primera. La inteligencia humana, por tanto, consideraría contradictorias nociones que no pudieran participar del ser, esto es de Dios, ya que el propio intelecto participa también de El. Desde el punto de vista del ejercicio, Dios hace aquello que está ordenado por el bien que dirige su providencia, pues el ser y el bien se identifican en Dios. Es la teología del amor, en que Dios tiene el poder de hacer todo aquello que ama de sí mismo como participación posible de su ser. Así pues, en Dios puede hablarse de un poder absoluto e ilimitado, pero también de un Amor perfecto hacia sí mismo en cuanto Bondad y, por tanto, de un deseo hacia lo bueno. El acto de creación es un "desbordamiento" amoroso hacia lo bueno, por lo que la naturaleza creada no puede sino ser buena en sí misma, pues Dios no podría haberlo querido de otro modo, ya que, en realidad, al querer la creación se quiere a sí mismo. No hay tampoco contradicción entre la omnipotencia divina y el acto de la criatura, pues ésta no posee entidad autónoma, distinta a parte rei, necesaria desde el punto de vista metafísico, sino que la necesidad del ente creado ha de concebirse desde el punto de vista de la sapientia divina, que, para el hombre se manifiesta como el misterio del amor. La inefabilidad del ente aristotélico por su complejidad natural es sustituida, con mínimos cambios estructuales, por lo innaccesible del misterio del amor.

 

La tesis tomista soluciona aparentemente todas las posibles contradicciones entre los planteamientos teológicos, metafísicos y gnoseológicos, sin romper con las estructura conceptual tradicional. Sin embargo, persisten múltiples dificultades en relación a la teología de la omnipotencia divina y el espacio posible de libertad que acuerda al alma humana en su libre arbitrio, como pondrán de manifiesto los escolásticos críticos. Si Dios tiene todo el poder es una causa primera absoluta, que puede sustituir eficazmente a las causas segundas naturales, en su acción física y en cuanto objeto del conocimiento. Las cosas ya no poseen una potencia natural para producir efectos (problema de la relación causa-efecto), y la cosa conocida no es ya producto intencional, sino mero objeto en la mente, conocido por pura intuición, sin preguntarse por la causa que lo ha producido (problema de la realidad objetiva y de la existencia del mundo físico). Se abre, así, paso al escepticismo moderno, que en gnoseología se basa en el reconocimiento de la realidad objetiva de las ideas independientemente de la realidad exterior de la que pudieran provenir, pues siempre pueden ser puestas directamente por Dios (o el genio maligno) en la mente de potentia absoluta. Pero, la moral nota también sus efectos, pues a partir de este momento es bueno lo dispuesto por la ilimitada Voluntad divina, de modo que el bien ordenado naturalmente es sustituido por el poder infinito de la ley, cuya fuerza reside en el mero hecho del mandato.

Por tanto, al margen del debate medieval, son dos las doctrinas que nacen para el pensamiento moderno a partir de esta teorización teológica que debemos fundamentalmente a Guillermo de Ockham: (1) la posibilidad de la existencia de un concepto objetivo al que no corresponde objeto real alguno, y (2) la hipótesis del poder absoluto de Dios como fuente de la arbitrariedad en el origen del ser y en el proceso del conocer. Las implicaciones de estos dos principios sobre la filosofía no teológica moderna son considerables, siendo quizá el vasto campo de la filosofía del sentido, que tiene su punto de arranque en la filosofía crítica kantiana, su influencia más decisiva. En todo el desarrollo de esta forma de pensamiento puede rastrearse el influjo de los dos principios ockhamistas.

(1) El primero de ellos, deriva de la noción de ser objetivo, y enuncia la posibilidad de que el concepto objetivo de algo pueda existir sin un objeto real correspondiente. Este supuesto es común en la filosofía moderna a partir de Descartes, que admite la independencia más completa del objeto respecto tanto del sujeto como de la cosa extramental correspondiente. Es un supuesto implícito ya en la distinción formal de Scoto, y que la hipótesis ockhamista de un concepto objetivo sin objeto no hace sino confirmar más radicalmente. En efecto, para Descartes, la idea innata es ese objeto que puede aparecer ante la mente sin haber sido producido ni por el sujeto mismo, como sucede con la idea de un ser infinito de la que no está en mi poder ser su causa, ni en correspondencia con una cosa extramental, como es el caso de las ideas matemáticas. También en el pensamiento postcartesiano se definen las ideas por su objetividad inmanente, lo que explica que, para Kant, lo conocido de una supuesta cosa-en-sí trascendente es un fenómeno inmanente, es decir, un conocimiento objetivo sin objeto.

(2) El segundo principio ockhamista es la hipótesis de potentia absoluta Dei, esto es, el postulado del poder arbitrario de Dios que no ha de someterse a un orden causal natural, siendo El creador por un acto impositivo de dicho orden. Esta doctrina ockhamista es fuente de nuevas subestructuras conceptuales, que se presentan en el tránsito desde el racionalismo hasta la filosofía crítica, como son la aparición del objeto en el intelecto sin conexión con un sujeto productor o una cosa causadora, la referencia a un poder absoluto que garantiza el orden de las apariciones conectando sujeto y mundo, o la refundación de la ciencia sobre estas bases una vez que el poder arbitrario deja de ser entidad real para transformarse en hipótesis metodológica.

Descartes enlaza este poder absoluto con la producción de las ideas innatas, de modo que éstas pueden ser el resultado de un acto absoluto de Dios, que, siendo arbitrario, pudiera provocar el engaño (hipótesis del genio maligno). El único medio de liberarnos de este último motivo de escepticismo y fundar, al mismo tiempo, un sistema de relaciones entre las ideas y los objetos correspondientes es partir de la imagen de la divinidad más clásica: un Dios cuyos atributos son la bondad, el amor y la perfección, y que, por tanto, nunca trataría de engañarnos. De aquí puede concluir Descartes, en el ámbito gnoseológico, que las cosas son tal y como las ideas obtenidas de acuerdo al método nos las muestran.

 

A fin de deshacerse de los restos teológicos de la hipótesis, Hume supone que la aparición de las representaciones en la mente es enteramente arbitraria, al ser únicamente motivadas por la existencia de un mundo exterior del que nada podemos saber. De este modo, la constitución de objetos conocidos se debe a una especie de reacción del sujeto ante las apariciones hasta formar un hábito imaginativo. Hume ha conseguido que Dios haya desaparecido del sistema, pero con ello también la confianza en la verdad, por lo que el escepticismo se adueña de la teoría gnoseológica empirista. La filosofía crítica kantiana resulta entonces decisiva para intentar renovar la fe en la ciencia negando, por un lado, la presencia de un Dios (al menos teológico) intermediario entre el sujeto y la cosa, y manteniéndose, por otro, en el campo de la distinción formal que había roto cualquier vínculo relacional natural entre el objeto y sus principios.

Es entonces cuando la revolución kantiana muestra su verdadero alcance, pues Kant consigue ciertamente, refundar la verdad sobre el sujeto, haciendo que el objeto gire a su alrededor, pero, sobre todo, hace que el objeto sea constituido en su ser por el yo trascendental, que se convierte así en el nuevo ser creador, usurpando el poder absoluto del que había gozado Dios desde la filosofía nominalista hasta el racionalismo. La trascendentalidad del sujeto consiste en su poder productor de objetos de conocimiento, tan arbitrario como el del Dios de potentia absoluta, puesto que en nada depende de la presencia de un cosa-en-sí exterior. Aunque el mundo externo sigue siendo supuesto como elemento para la síntesis, la necesidad científica se preserva por medio de las formas a priori del intelecto que actúan trascendentalmente, esto es, universal y necesariamente en todo ser racional.

Pero tampoco el pensamiento contemporáneo es ajeno a esta organización conceptual que se estructura en torno a la hipótesis del poder absoluto, como lo demuestra el caso de Wittgenstein. Para él, tanto el mundo como el sujeto han acabado por desvanecerse, a causa de la orientación del progreso científico cada vez más centrado en cuestiones metateóricas, pese a los intentos de los neoempiristas por volver a establecer la referencia primitiva del lenguaje con el mundo físico, por medio de proposiciones dotadas de un valor especial que representarían el mundo en un primer acceso lingüístico. Fracasados esos intentos, queda sólo el lenguaje mismo, que habla sobre un mundo que es lingüístico, compuesto por todas las proposiciones con sentido, las proposiciones científicas, y que dice desde el lenguaje mismo en secuencias sucesivas metalingüísticas de igual valor, bien porque todas ellas aparezcan bajo la forma de una lógica científica unívoca (Tractatus), bien por extenderse en una multiplicidad de juegos equipolentes (Investigaciones). En segundo lugar, este objeto que es el lenguaje ha perdido ya cualquier referencia a un poder que garantice su correspondencia judicativa con la realidad, puesto que no hay ni un ser ni un Dios tras el lenguaje. Sólo quedaría una estructura trascendental de imputación en el orden de las reglas de la lógica unívoca, sea en el juego científico o en el resto de los juegos, reglas que siguen siendo impuestas arbitrariamente por una estructura objetiva social, aunque en conexión con diversas formas de vida.

Es sobre este tejido complejo de doctrinas que enlazan los conceptos filosóficos, que han ido adquiriendo su significado en el tiempo, que hay que entender la concepción de la lógica, el lenguaje o la moral de Wittgenstein, y con él en gran medida del pensamiento actual. Ya ha desaparecido la relación natural con el bien que había sustentado los valores tradicionales, obligando al ser humano, que siempre reclama un criterio de verdad, de bien y de belleza a encontrarlo en el uso arbitrario de su libertad. Se concluye entonces en la promulgación de una ley mucho más absoluta que esos valores tradicionales a los que sustituye, la ley de la univocidad lógica, que exige una obediencia tan ciega como invariable es la obligada referencia de los significantes de la lógica científica a sus significados. 

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