UNAS LECCIONES DE METAFISICA

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ORTEGA  Y GASSET 

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REVISTA DE OCCIDENTE EN ALIANZA EDITORIAL

 

NOTA PRELIMINAR

Entre la obra más importante de Ortega y forzosamente menos conocida por el gran público figuran sus cursos universitarios, cuya edición póstuna se inició con éste que no figura en la colección de sus Obras completas en once volúmenes.

Para las recientes generaciones que nunca pudieron acudir a sus clases, se presenta así la ocasión de asistir en este libro a la creación y formulación de un pensamiento original que, durante veinticinco años (1910 a 1935/36), elevó la enseñanza de la Filosofía en la Universidad española a las más altas cimas.

Se imprimió inicialmente en El Libro de Bolsillo de «Alíanza Editorial» en 1966, y luego en la colección El Arquero con reiteradas reediciones que testimonian el interés suscitado por estas páginas.

El curso se transcribe según los textos manuscritos preparatorios del autor, y corresponde al profesado como titular de la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid, en 1932/33. Las explicaciones de Ortega en clase le llevaban, en ocasiones, a desarrollos complementarios por motivos circunstanciales, pero el texto que se imprime sólo contiene los aludidos manuscritos tal y como se han encontrado entre sus papeles.

La denominación oficial del curso era «Principios de Metafísica según la razón vital», y por ello le he dado el abreviado título editorial bajo el que aparece. Pero el lector advertirá fácilmente que los alcances tradicionales del término metafísica resultan desbordados en el pensamiento de Ortega. Lo que en este libro se contiene es la exposición de un sistema original, que, con fidelidad al «tema de nuestro tiempo», se sitúa entre las más valiosas aportaciones contemporáneas a la historia de la filosofía.

Para la comprensión del pensamiento filosófico de Ortega, sus cursos universitarios en Madrid, lecciones expuestas ante estudiantes adelantados, constituyen un elemento decisivo. Y en este curso -uno de los últimos que pudo desarrollar- la exposición de su filosofía se realiza desde un nivel de madurez en su sistema filosófico.

Esta nueva edición se ha revisado y enmendado en algún detalle conforme a los manuscritos. Además, le agrego dos Anejos: las «Tesis para un sistema de filosofía» que publiqué en la Revista de Occidente (octubre 1965) y ahora se incluyen por primera vez en un libro de Ortega; y un «Apéndice» a la lección VI.

Los epígrafes antepuestos a las lecciones, como todo lo situado entre corchetes, se ha redactado por el editor.

PAULINO GARAGORRI

 

LECCION I

[La falsedad del estudiar. -La Metafísica y su necesidad.-Antagonismo entre el estudiante y el creador de ciencia.-Curiosidad y preocupación.-La tragedia de la pedagogía.-Cultura sin raíces: rebarbarización. -Pregunta y respuesta.- EI «hacer» y la justificación de la Metafísica.]

 

Espero que durante este curso entiendan ustedes perfectamente la primera frase que después de esta inicial voy a pronunciar l.

La frase es ésta: vamos a estudiar Metafísica, y eso que vamos a hacer es, por lo pronto, una falsedad. La cosa es, a primera vista, estupefaciente, pero el estupor que produzca no quita a la frase la dosis que tenga de verdad. En esa frase -nótenlo ustedes- no se dice que la Metafísica sea una falsedad: ésta se atribuye no a la Metafísica, sino a que nos pongamos a estudiarla. No se trata, pues, de 1a falsedad de uno o muchos pensamientos nuestros, sino de la falsedad de un nuestro hacer, de lo que ahora vamos a hacer: estudiar una disciplina. Porque lo afirmado por mí vale no sólo para la Metafísica, si bien vale eminentemente para ella. Según esto, en general, estudiar sería una falsedad.

 

1 [Las primeras páginas de esta lección fueron publicadas por Ortega bajo el título «Sobre el estudiar y el estudiante», en O. C. volumen IV, 1947.]

 

No parece que frase tal y tesis semejante sean las más oportunas para dichas por un profesor a sus discípulos, sobre todo al comienzo de un curso. Se dirá que equivalen a recomendar la ausencia, la fuga, que se vayan, que no vuelvan. Eso ya lo veremos: veremos si ustedes se van, si no vuelven, porque yo he comenzado enunciando tamaña enormidad pedagógica.

Tal vez acontezca lo contrario: que esa inaudita afirmación les interese. Entre que pasa lo uno o lo otro, que ustedes resuelven irse o resuelven quedarse, yo voy a aclarar su significado.

No he dicho que estudiar sea sólo una falsedad: es posible que contenga facetas, lados, ingredientes que no sean falsos, pero me basta con que alguna de las facetas, lados o ingredientes constitutivos del estudiar sea falso para que mi enunciado posea su verdad.

Ahora bien, esto último me parece indiscutible. Por una sencilla razón. Las disciplinas, sea la Metafísica o la Geometría, existen, están ahí porque unos hombres las crearon merced a un rudo esfuerzo y si emplearon éste fue porque necesitaban aquellas disciplinas, porque las habían menester. Las verdades que ellas contengan fueron encontradas originariamente por un hombre y luego repensadas o reencontradas por otros que acumularon su esfuerzo al del primero. Pero si las encontraron es que las buscaron y si las buscaron es que las habían menester, que no podían, por unos u otros motivos, prescindir de ellas. Y si no las hubieran encontrado habrían considerado fracasadas sus vidas. Si, viceversa, encontraron lo que buscaban, es evidente que eso que encontraron se adecuaba a la necesidad que sentían. Esto, que es perogrullesco, es, sin embargo, muy importante. Decimos que hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual previamente sentida por nosotros. Si no nos sentimos menesterosos de ese pensamiento éste no será para nosotros una verdad. Verdad es, por lo pronto, aquello que aquieta una inquietud de nuestra inteligencia. Sin esta inquietud no cabe aquel aquietamiento. Parejamente decimos que hemos encontrado la llave cuando hemos hallado un preciso objeto que nos sirve para abrir un armario cuya apertura nos es menester. La precisa busca se calma en el preciso hallazgo: éste es función de aquélla.

Generalizando la expresión tendremos que una verdad no existe propiamente sino para quien la ha menester, que una ciencia no es tal ciencia sino para quien la busca afanoso, en fin, que la Metafísica no es Metafísica sino para quien la necesita.

Para quien no la necesita, para quien no la busca, la Metafísica es una serie de palabras o, si se quiere, de ideas que, aunque se crea haberlas entendido una a una carecen, en definitiva, de sentido; esto es, que para entender verdaderamente algo, y sobre todo la Metafísica, no hace falta tener eso que se llama talento ni poseer grandes sabidurías previas; lo que, en cambio, hace falta es una condición elemental, pero fundamental: lo que hace falta es necesitarla.

 

Mas hay formas diversas de necesidad, de menesterosidad. Si alguien me obliga inexorablemente a hacer algo, yo lo haré necesariamente y, sin embargo, la necesidad de este hacer mío no es mía, no ha surgido en mí, sino que me es impuesta desde fuera. Yo siento, por ejemplo, la necesidad de pasear y esta necesidad es mía, brota en mí, lo cual no quiere decir que sea un capricho, ni un gusto, no; a fuer de necesidad tiene un carácter de imposición y no se origina en mi albedrío, pero me es impuesta desde dentro de mi ser, la siento, en efecto, como necesidad mía. Mas cuando al salir yo de paseo el guardia de la circulación me obliga a seguir una cierta ruta, me encuentro con otra necesidad, pero que ya no es mía, sino que me viene impuesta del exterior, y ante ella lo más que puedo hacer es convencerme por reflexión de sus ventajas y, en vista de ello, aceptarla. Pero aceptar una necesidad, reconocerla no es sentirla, sentirla inmediatamente como tal necesidad mía, es más bien una necesidad de las cosas, que de ellas me llega, forastera, extraña a mí. La llamaremos necesidad mediata frente a la inmediata, a la que siento, en efecto, como tal necesidad, nacida en mí, con sus raíces en mí, indígena, autóctona, auténtica.

Hay una expresión de San Francisco de Asís donde ambas formas de necesidad aparecen sutilmente contrapuestas. San Francisco solía decir: «Yo necesito poco y ese poco lo necesito muy poco.» En la primera parte de la frase San Francisco alude a las necesidades exteriores o mediatas, en el segundo a las íntimas, auténticas e inmediatas. San Francisco necesitaba, como todo viviente comer para vivir, pero en él esta necesidad exterior era muy escasa, esto es, materialmente necesitaba comer poco para vivir. Pero, además, su actitud íntima era que no sentía gran necesidad de vivir, que sentía muy poco apego efectivo a la vida y, en consecuencia, sentía muy poca necesidad íntima de la externa necesidad de comer.

Ahora bien, cuando el hombre se ve obligado a aceptar una necesidad externa, mediata, se encuentra en una situación equívoca, bivalente, porque equivale a que se le invitase a hacer suya -esto significa aceptar- una necesidad que no es suya. Tiene, quiera o no, que comportarse .como si fuese suya; se le invita, pues, a una ficción, a una falsedad. Y aunque el hombre ponga toda su buena voluntad para lograr sentirla como suya, no está dicho que lo logre, no es ni siquiera probable.

Hecha esta aclaración, fijémonos en cuál es la situación normal del hombre [a la] que se llama estudiar, si usamos, sobre todo, este vocablo en el sentido que tiene como estudio del estudiante; o lo que es lo mismo, preguntémonos qué es el estudiante como tal. Y es el caso que nos encontramos con algo tan estupefaciente como la escandalosa frase con que yo he iniciado este curso. Nos encontramos con que el estudiante es un ser humano, masculino o femenino, a quien la vida le impone la necesidad de estudiar las ciencias de las cuales él no ha sentido inmediata, auténtica necesidad. Si dejamos aun lado casos excepcionales, reconoceremos que en el mejor caso siente el estudiante una necesidad sincera, pero vaga, de estudiar «algo», así in genere, de «saber», de instruirse. Pero la vaguedad de este afán declara su escasa autenticidad. Es evidente que un estado tal de espíritu no ha llevado nunca a crear ningún saber, porque éste es siempre concreto, es saber precisamente esto o precisamente aquello; y, según la ley que ha poco insinuaba yo -de la funcionalidad entre buscar y encontrar, entre necesidad y satisfacción-, los que crearon un saber es que sintieron no el vago afán de saber, sino el concretísimo de averiguar tal determinada cosa.

 

Esto revela que aun en el mejor caso -y salvas, repito, las excepciones-, el deseo de saber que pueda sentir el buen estudiante es por completo heterogéneo, tal vez antagónico del estado de espíritu que llevó a crear el saber mismo. Y es que la situación del estudiante ante la ciencia es opuesta a la que ante ésta tuvo su creador. En efecto: la ciencia no existe antes de su creador. Este no se encontró primero con ella y luego sintió la necesidad de poseerla, sino que primero sintió una necesidad vital y no científica y ella le llevó a buscar su satisfacción y al encontrarla en unas ciertas ideas resultó que éstas eran la ciencia.

En cambio, el estudiante se encuentra, desde luego, con la ciencia ya hecha, como con una serranía que se levanta ante él y le cierra su camino vital. En el mejor caso, repito, la serranía de la ciencia le gusta, le atrae, le parece bonita, le promete triunfos en la vida. Pero nada de esto tiene que ver con la necesidad auténtica que lleva a crear la ciencia. La prueba de ello está en que ese deseo general de saber es incapaz de concretarse por sí mismo en el deseo estricto de un saber determinado. Aparte, repito, de que no es un deseo lo que lleva propiamente al saber, sino una necesidad. El deseo no existe si previamente no existe la cosa deseada, ya sea en la realidad, ya sea, por lo menos, en la imaginación. Lo que por completo no existe aún, no puede provocar el deseo. Nuestros deseos se disparan al contacto de lo que ya está ahí. En cambio, la necesidad auténtica existe sin que tenga que preexistir, ni siquiera en la imaginación, aquello que podría satisfacerla. Se necesita precisamente lo que no se tiene, lo que falta, lo que no hay, y la necesidad, el menester, son tanto más estrictamente tales cuanto menos se tenga, cuanto menos haya lo que se necesita, lo que se ha menester.

Para ver esto con plena claridad no es preciso que salgamos de nuestro tema: basta con comparar el modo de acercarse a la ciencia ya hecha, el que sólo va a estudiarla y el que siente auténtica, sincera necesidad de ella. Aquél tenderá a no hacerse cuestión del contenido de la ciencia, a no criticarla: al contrario, tenderá a reconfortarse pensando que ese contenido de la ciencia ya hecha tiene un valor definitivo, es la pura verdad. Lo que busca es simplemente asimilársela tal y como está ya ahí. En cambio, el menesteroso de una ciencia, el que siente la profunda necesidad de la verdad, se acercará cauteloso al saber ya hecho, lleno de suspicacia, sometiéndolo a crítica, más bien con el prejuicio de que no es verdad lo que el libro sostiene; en suma, precisamente porque necesita un saber con radical angustia pensará que no lo hay y procurará deshacer el que se presenta como ya hecho. Hombres así son los que constantemente corrigen, renuevan, recrean la ciencia.

 

Pero eso no es lo que en su sentido normal significa el estudiar del estudiante. Si la ciencia no estuviese ya ahí, el buen estudiante no sentiría la necesidad de ella, es decir, que no sería estudiante. Por tanto, se trata de una necesidad externa que le es impuesta. Al colocar al hombre en la situación de estudiante, se le obliga a hacer algo falso, a fingir que siente una necesidad que no siente.

Pero a esto se opondrán algunas objeciones. Se dirá, por ejemplo, que hay estudiantes que sienten profundamente la necesidad de resolver ciertos problemas que son los constitutivos de tal o cual ciencia. Es cierto que los hay, pero es insincero llamarlos estudiantes. Es insincero y es injusto. Porque se trata de casos excepcionales, de criaturas que, aunque no hubiese estudios ni ciencia, por sí mismos y solos inventarían, mejor o peor, ésta y dedicarían por inexorable vocación su esfuerzo a investigar. Pero ¿y los otros? ¿La inmensa y normal mayoría? Estos y no aquellos pocos venturosos, éstos son los que realizan el verdadero sentido -y no el utópico- de las palabras «estudiar» y «estudiante». Con éstos es con quienes se es injusto al no reconocerlos como los verdaderos estudiantes y no plantearse con respecto a ellos el problema de qué es estudiar como forma y tipo de humano hacer.

Es un imperativo de nuestro tiempo, cuyas graves razones expondré un día en este curso, obligarnos a pensar las cosas en su desnudo, efectivo y dramático ser. Es la única manera de encontrarse verdaderamente con ellas. Sería encantador que ser estudiante significase sentir una vivacísima urgencia por este y el otro y el otro saber. Pero la verdad es estrictamente lo contrario: ser estudiante es verse el hombre obligado a interesarse directamente por lo que no le interesa o a lo sumo le interesa sólo vaga, genérica o indirectamente.

La otra objeción que habría de hacérseme es recordarme el hecho indiscutible de que los muchachos o las muchachas sienten sincera curiosidad y peculiares aficiones. El estudiante no lo es «en general», sino que estudia ciencias o letras, y esto supone una predeterminación de su espíritu, una apetencia menos vaga y no impuesta de fuera.

En el siglo XIX se ha dado demasiada importancia a la curiosidad y a las aficiones, se ha querido fundar en ellas cosas demasiado graves, es decir, demasiado ponderosas para que. puedan sostenerlas entidades tan poco serias como aquéllas.

 

Este vocablo, «curiosidad», como tantos otros, tiene doble sentido -uno de ellos primario y sustancial, otro peyorativo y de abuso, lo mismo que la palabra «aficionado», que significa el que ama verdaderamente algo, pero también el que es sólo amateur. El sentido propio del vocablo «curiosidad» brota de su raíz que da una palabra latina (y sobre la cual nos ha llamado la atención recientemente Heidegger), cura, los cuidados, las cuitas, lo que yo llamo, la preocupación. De cur-a viene cur-iosidad. De aquí que en nuestro lenguaje vulgar un hombre curioso es un hombre cuidadoso, es decir, un hombre que hace con atención y extremo rigor y pulcritud lo que tiene que hacer, que no se despreocupa de lo que le ocupa, sino, al revés, se preocupa de su ocupación. Todavía en el antiguo español cuidar era preocuparse, curare. Este sentido originario de cura o cuidados pervive en nuestras voces vigentes curador, procurador, procurar, curar; y en la misma palabra «cura», que vino al sacerdote porque éste tiene cura de almas. Curiosidad es, pues, cuidadosidad, preocupación. Como viceversa, incuria es descuido, despreocupación; y seguridad, securitas, es ausencia de cuidados y preocupaciones.

Si busco, por ejemplo, las llaves es porque me preocupo de ellas y si me preocupo de ellas es porque las he menester para hacer algo, para ocuparme.

Cuando este preocuparse se ejercita mecánicamente, insinceramente, sin motivo suficiente y degenera en prurito, tenemos un vicio humano que consiste en fingir cuidado por lo que no nos da en rigor cuidado, en un falso preocuparse por cosas que no nos van de verdad a ocupar, por tanto, en ser incapaz de auténtica preocupación. Y esto es lo que significan peyorativamente empleados los vocablos «curiosidad», «curiosear» y «ser un curioso».

Cuando se dice, pues, que la curiosidad nos lleva a la ciencia, una de dos, o nos referimos a aquella sincera preocupación por ella que no es sino lo que yo antes he llamado «necesidad inmediata y autóctona» -la cual reconocemos que no suele ser sentida por el estudiante-, o nos referimos al frívolo curiosear, al prurito de meter las narices en todas las cosas, y esto no creo que pueda servir para hacer de un hombre un científico.

Estas objeciones son, por tanto, vanas. No andemos con idealizaciones de la áspera realidad, con beaterías que nos inducen a debilitar, esfumar, endulzar los problemas, a ponerles bolas en los cuernos. El hecho es que el estudiante tipo es un hombre que no siente directa necesidad de la ciencia, preocupación por ella y, sin embargo, se ve forzado a ocuparse de ella. Esto ya significa la falsedad general del estudiar. Pero luego viene la concreción, casi perversa por lo minuciosa, de esa falsedad, porque no se obliga al estudiante a estudiar en general, sino que éste se encuentra, quiera o no, con el estudio disociado en carreras especiales, y cada carrera constituida por disciplinas singulares, por la ciencia tal o la ciencia cual. ¿Quién va a pretender que el joven sienta efectiva necesidad, en un cierto año de su vida, por tal ciencia que a los hombres antecesores les vino en gana inventar?

 

Así, de lo que fue una necesidad tan auténtica y vivaz que a ella dedicaron su vida íntegra unos hombres -los creadores de la ciencia- se hace una necesidad muerta y un falso hacer. No nos hagamos ilusiones: en ese estado de espíritu no se puede llegar a saber el saber humano. Estudiar es, pues, algo constitutivamente contradictorio y falso. El estudiante es una falsificación del hombre. Porque el hombre es propiamente sólo lo que es auténticamente, por íntima e inexorable necesidad. Ser hombre no es ser, o lo que es igual, no es hacer cualquier cosa, sino ser lo que irremediablemente se es. Y hay los modos más distintos entre sí de ser hombre y todos ellos igualmente auténticos. El hombre puede ser hombre de ciencia, u hombre de negocios, u hombre político, u hombre religioso porque todas estas cosas son, como veremos, necesidades constitutivas e inmediatas de la condición humana. Pero el hombre por sí mismo no sería nunca estudiante, como el hombre por sí mismo no sería nunca contribuyente. Tiene que pagar contribuciones, tiene que estudiar, pero no es ni contribuyente ni estudiante. Ser estudiante, como ser contribuyente, es algo «artificial» que el hombre se ve obligado a ser.

Esto que al principio pudo parecer tan estupefaciente, resulta que es la tragedia constitutiva de la pedagogía y de esa paradoja tan cruda debe, a mi juicio, partir la reforma de la educación.

Porque la actividad misma, el hacer que la pedagogía regula y que llamamos estudiar, es en sí mismo algo humanamente falso, acontece lo que no suele subrayarse tanto como debiera, a saber: que en ningún orden de la vida sea tan constante y habitual y tolerado lo falso como en -la enseñanza. Yo sé bien que hay también una falsa justicia, esto es, que se cometen abusos en los juzgados y audiencias. Pero sopese con su experiencia cada uno de los que me escuchan si no nos daríamos por muy contentos con que no existiesen en la efectividad de la enseñanza más insuficiencias, falsedades y abusos que los padecidos en el orden jurídico. Lo que allí se considera como abuso intolerable -que no se haga justicia- es correspondientemente casi lo normal en la enseñanza: que el estudiante no estudie, y que si estudia, poniendo su mejor voluntad, no aprende, y claro es que si el estudiante, sea por lo que sea, no aprende, el profesor no podrá decir que enseña, sino, a lo sumo, que intenta, pero no logra enseñar.

Y entretanto, se amontona gigantescamente, generación tras generación, la mole pavorosa de los saberes humanos que el estudiante tiene que asimilarse, tiene que estudiar. Y conforme aumenta y se enriquece y especializa el saber, más lejos estará el estudiante de sentir inmediata y auténticamente la necesidad de él. Es decir, que cada vez habrá menos congruencia entre el triste hacer humano que es el estudiar y el admirable hacer humano que es el verdadero saber. Y esto acrecerá la terrible disociación que, hace un siglo por lo menos, se inició entre la cultura vivaz, entre el auténtico saber y el hombre medio. Porque como la cultura o saber no tiene más realidad que responder y satisfacer en una u otra medida a necesidades efectivamente sentidas, y el modo de transmitir la cultura es el estudiar, el cual no es sentir esas necesidades, tendremos que la cultura o saber se va quedando en el aire, sin raíces de sinceridad en el hombre medio a quien se obliga a ingurgitarlo, a tragárselo. Es decir, que se introduce en la mente humana un cuerpo extraño, un repertorio de ideas inasimilables, o lo que es lo mismo, muertas.

 

Esta cultura sin raigambre en el hombre, que no brota en él espontáneamente, carece de autoctonía, de indigenato -es algo impuesto, extrínseco, extraño, extranjero, ininteligible-, en suma, irreal. Por debajo de la cultura recibida, pero no auténticamente asimilada, quedará intacto el hombre, es decir, quedará inculto; es decir, quedará bárbaro. Cuando el saber era más breve, más elemental y más orgánico estaba más cerca de poder ser verdaderamente sentido por el hombre medio que entonces lo asimilaba, lo recreaba y revitalizaba dentro de sí. Así se explica la colosal paradoja de estos decenios: que un gigantesco progreso de la cultura haya producido un tipo de hombre como el actual, indiscutiblemente más bárbaro que el de hace cien años. Y que la aculturación o acumulo de cultura produzca paradójica, pero automáticamente, una rebarbarización de la humanidad.

Comprenderán ustedes que no se resuelve el problema diciendo: «Bueno, pues si estudiar es una falsificación del hombre y, además, lleva o puede llevar a tales consecuencias, que no se estudie.» Decir esto no sería resolver el problema: sería sencillamente ignorarlo. Estudiar y ser estudiante es siempre, y sobre todo hoy, una necesidad inexorable del hombre. Tiene éste, quiera o no, que asimilarse el saber acumulado, so pena de sucumbir individual o colectivamente. Si una generación dejase de estudiar, la humanidad actual en sus nueve décimas partes moriría fulminantemente. El número de hombres que hoy viven sólo puede subsistir merced a la técnica superior de aprovechamiento del planeta que las ciencias hacen posible. Las técnicas se pueden enseñar mecánicamente. Pero las técnicas viven del saber, y si éste no se puede enseñar llegará una hora en que también las técnicas sucumbirán.

Hay, pues, que estudiar; es ello, repito, una necesidad del hombre, pero una necesidad externa, mediata, como lo era seguir la derecha que me marca el guardia de circulación cuando necesito pasear. Mas hay entre ambas necesidades externas -el estudiar y el llevar la derecha- una diferencia esencial que es la que convierte el estudio en un sustantivo problema. Para que la circulación funcione perfectamente no es menester que yo sienta íntimamente la necesidad de ir por la derecha: basta con que de hecho camine yo en esa dirección, basta con que la acepte, con que finja sentirla. Pero con el estudio no acontece lo mismo: para que yo entienda de verdad una ciencia no basta que yo finja en mí la necesidad de ella, o lo que es igual, no basta que tenga la voluntad de aceptarla, en fin, no basta con que estudie. Es preciso, además, que sienta auténticamente su necesidad, que me preocupen espontánea y verdaderamente sus cuestiones: sólo así entenderé las soluciones que ella da o pretende dar a esas cuestiones. Mal puede nadie entender una respuesta cuando no ha sentido la pregunta a que ella responde.

El caso del estudiar es, pues, diferente del de caminar por la derecha. En éste es suficiente que yo lo ejercite bien para que rinda el efecto apetecido. En aquél, no: no basta con que yo sea un buen estudiante para que logre asimilar la ciencia. Tenemos en él, por tanto, un hacer del hombre que se niega a sí mismo: es aun tiempo necesario e inútil. Hay que hacerlo para lograr un cierto fin, pero resulta que no lo logra. Por esto, porque las dos cosas son verdad a la par -su necesidad y su inutilidad- es el estudiar un problema. Y un problema es siempre una contradicción que la inteligencia encuentra ante sí, que tira de ella en dos direcciones opuestas y amenaza con desgarrarla.

 

La solución a tan crudo y bicorne problema se desprende de todo lo que he dicho: no consiste en decretar que no se estudie sino en reformar profundamente ese hacer humano que es el estudiar y, consecuentemente, el ser del estudiante. Para esto es preciso volver del revés la enseñanza y decir: enseñar no es, primaria y fundamentalmente, sino enseñar la necesidad de una ciencia, y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante.

Pero acaso alguno de ustedes se pregunten desde hace un rato: ¿Qué tiene que ver todo esto con un curso sobre Metafísica? Yo espero -y con ello empecé- que durante este curso entiendan ustedes no sólo que lo dicho tiene que ver con la Metafísica sino que estamos ya en ella. Mas, por ahora, demos una justificación más clara de haber comenzado así, anticipando una primera definición de la Metafísica, la más modesta en apariencia, la que nadie se atreverá a invalidar: digamos que Metafísica es algo que el hombre hace, por lo menos, algunos hombres; ya veremos si todos aunque no se den cuenta. Pero esta definición no nos basta, porque el hombre hace muchas cosas y no sólo Metafísica; más aún, el hombre es un incesante, ineludible y puro hacer. Hace su hacienda, hace política, hace industria, hace versos, hace ciencia, hace paciencia; y cuando parece que no hace nada es que espera, y esperar, vuestra experiencia os lo confirma, es a veces un terrible y angustioso hacer: es hacer tiempo, y el que ni siquiera espera, el que verdaderamente no hace nada, el faitnéant, ese hace la nada, es decir, sostiene y soporta la nada de sí mismo, el terrible vacío vital que llamamos aburrimiento, spleen, desesperación. El que no espera desespera; hacer tan horrible, menesteroso de tan fiero esfuerzo que es uno de los que menos puede el hombre aguantar: y suele llevarle a hacer la efectiva y absoluta nada, a aniquilarse, suicidarse.

Entre tan vario, omnímodo hacer ¿cómo reconoceremos el peculiarmente metafísico? Para ello tendré que anticipar una segunda definición más determinada: el hombre hace Metafísica cuando busca una orientación radical en su situación. .

Pero ¿cuál es la situación del hombre? Este se encuentra no en una sino en muchas situaciones distintas, por ejemplo, ustedes se encuentran ahora en una, casualmente en la de ponerse a estudiar Metafísica, como hace dos horas se encontraban en otra y mañana en otra. Ahora bien, todas esas situaciones por diferentes que sean coinciden todas en ser porciones de la vida de ustedes. Por lo visto la vida del hombre se compone de situaciones, como la materia se compone de átomos. Siempre que se vive se vive en una determinada situación. Pero es evidente que al ser, todas situaciones vitales, por muy distintas que sean habrá en ellas una estructura elemental, fundamental que las hace, a todas, situaciones del hombre. Esa estructura genérica será lo que tengan esencialmente de vida humana. O dicho en otra forma, cualesquiera sean los ingredientes variables que forman la situación en que yo me encuentre es evidente que esa situación será un vivir yo. Por tanto: la situación del hombre es la vida, es vivir.

Y decimos que la Metafísica consiste en que el hombre busca una orientación radical en su situación. Pero esto supone que la situación del hombre -esto es, su vida- consiste en una radical desorientación. No, pues, que el hombre, dentro de su vida, se encuentre desorientado parcialmente en este o el otro orden, en sus negocios o en su caminar por un paisaje, o en la política. El que se desorienta en el campo busca un plano o la brújula, o pregunta aun transeúnte y esto le basta para orientarse. Pero nuestra definición presupone una desorientación total, radical; es decir, no que al hombre le acontezca desorientarse, perderse en su vida, sino que, por lo visto, la situación del hombre, la vida, es desorientación, es estar perdido y por eso- existe la Metafísica.

 

LECCION II

[Metafísica y orientación radical. -orientación auténtica y orientación ficticia.- El sí mismo y la personalidad convencional. -La vida es lo que hacemos y lo que nos pasa.-Los atributos de la vida: -La vida es evidencial. -Mundo es lo que nos afecta. -La vida es siempre imprevista. -Vivir es sentirnos forzados a decidir lo que vamos a ser.-Vivir es ante todo toparnos con el futuro.]

 

La Metafísica es algo que el hombre hace y ese hacer metafísico consiste en que el hombre busca una orientación radical en su situación. Esto parece implicar que la situación del hombre es una radical desorientación, o lo que es lo mismo, que a la esencia del hombre, a su verdadero ser no pertenece como uno de los atributos constituyentes el estar orientado sino que, al revés, es propio de la esencia humana estar el hombre radicalmente desorientado.

Tal vez -noten que digo nada más «tal vez»- eso que llamo estar el hombre orientado es lo que tradicionalmente se llama «saber lo que las cosas son» o «conocerlas». ¿Por qué no usar esta expresión más habitual, más conocida? En efecto, el que sabe lo que las cosas son -entendiendo el término cosa, en su sentido más amplio y vago- está orientado. Según esto, orientación no sería sino saber o conocer. Pero aparte de que ello no es cierto, como en su momento veremos, noten ustedes la transformación que en nuestra definición produciría. Sustituyendo saber por orientación tendríamos que Metafísica sería el saber radical. Ahora bien, esta definición supone que sabemos lo que es el saber, el conocer. De otro modo no se emplearía. Y, en efecto, suponer como cosa sabida lo que es el saber y lo que es el ser de las cosas, en apoderarse del cual se hace consistir el conocimiento, ha sido el uso constante de la Filosofía. Mas yo intento precisamente tomar los problemas filosóficos en un estado más hondo de como han solido ser atacados. Yo no doy por supuesto y entendido lo que es saber y lo que es ser, y no hago consistir la Metafísica en partir sin más a averiguar lo que las cosas son, creyendo que si averiguo esto ya -puesto que la idea tradicional del saber o conocimiento consiste en que el sujeto posea intelectualmente el ser de las cosas. Mal puedo de verdad averiguar lo que las cosas son si antes no sé lo que el ser es. Si no sé lo que él mismo es ¿cómo voy a poder saber cuál es el de las cosas? Tenemos, pues, que las dos ideas recíprocas -el ser y el saber o conocer- quedaron siempre a la espalda de la Metafísica o Filosofía. Durante siglo y medio, sin embargo, se consideró como parte inicial y fundamental de la Filosofía la crítica o teoría del conocimiento, como durante más de mil años se consideró que la parte inicial o fundamental de la filosofía era la ontología o teoría del ser. ¿Cómo puedo yo afirmar que es una innovación plantearse como problema lo que es el conocer y lo que es el ser, si son las dos cuestiones clásicas, canónicas de toda filosofía? Pues ahí está lo peregrino del caso: cuando hasta ahora la filosofía estudiaba el ser, lo que estudiaba es el ser-de-las-cosas, y se preguntaba: ¿qué son las cosas?; pero no se preguntaba: ¿qué es el ser? Esto lo daba por supuesto, no se hacía cuestión de ello, lo dejaba a su espalda. Y parejamente, cuando la teoría del conocimiento se preguntaba: ¿qué es el saber o conocimiento? lo que buscaba era si era posible, cómo era posible, cuáles eran sus límites y normas. Pero jamás se le ocurrió entender la pregunta en su sentido más obvio, radical y primario, a saber ¿qué es eso cuya posibilidad, funcionamiento, límites y normas investigamos? , o dicho de otro modo, ¿cómo es que existe en el universo ese algo que llamamos saber, cuál es su sentido originario, en qué consiste él mismo? , antes de averiguar si es posible o no, cómo funciona, etc.

 

Si «saber» y «ser» son los dos problemas fundamentales, definir la Metafísica como saber radical es darla ya por supuesta, peor aún, es dejarse lo principal de ella a la puerta y comenzar cuando ya todo se ha dado por resuelto. Aspiro, pues, a tomar la filosofía en un estrato previo, más hondo que el cultivado por el pretérito. La filosofía no progresa como las ciencias en la dimensión horizontal mediante ensanches sucesivos, progresa hacia abajo, en la dimensión de profundidad y su avance consiste en hacerse cuestión de lo que hasta la fecha no había sido cuestionable.

Como veremos, la idea de orientación es más radical, más honda y previa que la idea de saber y no viceversa. El estar orientado no se aclara verdaderamente por el concepto de saber, la orientación no es un saber, sino al revés, el saber es una orientación.

Hecha esta advertencia tornemos a la definición de la Metafísica como aquello que el hombre hace cuando busca una orientación radical a su situación. Esto supone -decíamos- que la situación del hombre es desorientación. Ahora bien, es casi seguro que todos ustedes se sienten más o menos orientados. Por consiguiente, ustedes ni necesitan ni pueden hacer Metafísica. Pero la definición implica algo más grave. No dice que el hombre hace metafísica cuando su situación es de desorientación y sólo entonces-admitiendo, por tanto, que puede hallarse en otras situaciones de hombre orientado- sino que taxativamente afirma que la situación del hombre es siempre desorientación. Tanto da, para el caso, decir «desorientación» como decir «sentirse perdido». La definición supone, pues, que el hombre se siente perdido, no a ratos, no algunas veces sino siempre, o lo que es igual, que el hombre consiste sustantivamente en sentirse perdido. Ahora bien, sospecho que ninguno de ustedes se siente perdido. Por tanto, mi definición por este lado, que es para ella decisivo, expresa, a lo que parece, un craso error. No vaya a resultar que de todos los que estamos aquí el único que se siente perdido soy yo, es decir, no vaya a resultar que el único hombre que se siente perdido es el metafísico y por eso necesita la Metafísica.

¡Sentirse perdido! ¿Han reparado ustedes bien en lo que esas palabras por sí mismas significan, sin transcender de ellas para nada? Sentirse perdido implica, por lo pronto, sentir-se: esto es, hallarse, encontrarse a sí mismo, pero a la par, ese sí mismo que encuentra el hombre al sentirse, consiste precisamente en un puro estar perdido.

Pues bien, si cada uno de ustedes retrae la atención sobre sí mismo no encuentra a éste en situación de perdimiento y desorientación sino al contrario. Cada uno de ustedes se encuentra instalado ahora en un aula de la Universidad Central, edificio e institución que pertenece a la tierra y nación españolas, las cuales tierra y nación forman parte de un planeta cuyas dimensiones y colocación en el cosmos astronómico es notoria para ustedes; o, que si no lo es, están ustedes seguros que en el momento que necesitasen hacérselo notorio lo aprenderían fácilmente. Todo eso y mucho más, por ejemplo, la constitución de la materia de que ese cosmos astronómico está formado, las leyes de su conducta, etc., consta a ustedes en sus líneas generales o en su detalle. Por otro lado, consta a cada uno de ustedes que su propia persona está integrada por una cosa que se llama cuerpo y otra que se llama alma, cuyas condiciones, por lo menos en sus atributos principales, aproximadamente, son posesión intelectual de ustedes o, lo que es igual, las saben. Podíamos seguir indefinidamente haciendo el inventario de todos los componentes de su situación que constan a ustedes. Es posible que a algunos les conste irrefragablemente algo aún más decisivo para los efectos de su orientación: a saber, que además de su cuerpo y su alma y del Cosmos físico existe un ente personal, creador de todo eso, omnipotente, infinitamente sabio y bueno, que mediante revelación se comunica al hombre y le dirige facilitándole una absoluta orientación. ¿Se puede pedir más?

 

Y es un hecho que día por día, conducen ustedes su existencia movilizándola entre esas cosas que les constan, comportándose en cada uno de sus actos conforme a la orientación que todas esas constancias les proporcionan. Ninguno de ustedes intentará salir de esta aula al través de la pared porque les consta que la pared es una cosa de gran dureza, difícilmente perforable. En vista de esa constancia procurarán ustedes buscar la puerta porque les consta que la puerta es un objeto al través del cual se puede salir. Es tan humilde, tan elemental esta constancia que resulta ridículo hacerla especialmente constar, mas, por lo mismo, pone crudamente de manifiesto hasta qué punto es radical la necesidad de orientación, ya que nuestros actos más humildes y elementales la presuponen.

Decir que «nos consta algo» y decir que poseemos con respecto a algo una «convicción» son términos idénticos. Yo acabo de aludir brevemente al repertorio de las convicciones que ustedes poseen, las cuales les hacen sentirse orientados y no perdidos. Ahora bien, tomemos de entre esas convicciones aludidas una de las que parecen más firmes: que dos y dos son cuatro. Esto les consta a ustedes. Pero si analizamos esta constancia nos encontramos con algo sorprendente. Es probable que ninguno de ustedes se haya hecho nunca cuestión de si dos y dos son o no cuatro. ¿Qué quiere decir entonces que les consta, que tienen esa convicción? Quiere decir que la han recibido de su contorno social, que han oído decir eso: a ustedes les consta sólo que a otros les consta eso, por ejemplo, a los matemáticos. O expresado con el otro término, tienen ustedes la convicción de que otros tienen esa convicción; pero eso quiere decir que de esta convicción no están ustedes convencidos. Usan de ella, pero no es suya -hacen ustedes como si les constase-. Es una constancia sin efectividad, ficticia, que está en ustedes porque está en otros, porque está en el contorno social. Viceversa, si un día se hacen ustedes cuestión de si en efecto dos y dos son cuatro y después de hacerse cuestión de ello, en vista de evidentes razones se convencen efectivamente de que es así, entonces ocurrirá que es cada uno de ustedes el que tiene esa convicción, que la convicción es suya y no de los otros, en suma, que de verdad le consta a cada uno de ustedes. Pero noten que esa constancia efectiva les ha sobrevenido porque, y sólo porque, se hicieron ustedes cuestión del asunto y mientras se hacían cuestión era para ustedes cuestionable el caso; o la que es igual, se sintieron ustedes perplejos ante si dos y dos son cuatro o no, es decir, desorientados, perdidos. Y como lo propio acontece con todas las demás convicciones y constancias que integran su presunta, actual orientación resultará que, por lo visto, hay dos modos de estar orientado o de constarnos algo: uno, en que la orientación es efectiva, en que efectivamente nos consta algo a cada uno de nosotros, al sí mismo de cada cual, pero este modo supone siempre, inexorablemente, una previa desorientación, un previo no constarnos; y otro, en que la orientación es ficticia, en que no es el sí mismo de cada cual el convencido sino un pseudo-yo que nos viene del contorno social, el cual ha desalojado y suplantado nuestra efectiva personalidad y actúa en nosotros. Esta ficticia orientación es la que no presupone desorientación previa.

 

Nos basta con lo dicho para entrever que el hombre se puede encontrar en una de dos situaciones: una auténtica, que implica la desorientación y por lo mismo nos obliga a intentar orientarnos; otra ficticia, falsa en que nos damos por orientados. ¿Cómo es esta última posible? Porque fíjense ustedes en la cosa tremenda que ello significa. Como el hombre conduce sus actos, esto es, va viviendo en vista de su orientación, del repertorio de sus convicciones, en el caso de la orientación ficticia todos sus actos, por tanto, su vida toda será ficticia. Y, en efecto, si analizan ustedes su situación notarán que esa orientación en que se encuentran instalados tiene en la última resonancia de su conciencia un carácter provisional. Se dan ustedes cuenta de que la han adoptado precisamente para no hacerse cuestión de las cosas, diríase que precisamente porque por debajo de ella, en su última autenticidad se presienten ustedes radicalmente desorientados, perdidos. Este presentimiento, esta posibilidad les produce a ustedes horror y procuran embotarse para ella apartando de ella la atención, embarcándose ciegamente en las convicciones mostrencas de los otros, instalándose en el lugar común, en lo que se oye decir. Lo cual equivale, si fuese cierto este análisis que ahora sólo insinúo, lo cual equivale a que huyen ustedes de su auténtico sí mismo y lo sustituyen por una personalidad convencional.

Pero es el caso que yo he de tomar a ustedes donde están, y están en esa que, por lo pronto, presumen orientación. Esa orientación es la que les hace ahora sentirse cada uno de ustedes perfectamente «encontrado». En efecto, cada uno de ustedes se encuentra ahora aquí escuchando una lección de Metafísica. Ahora bien, este hecho actual e indubitable pertenece a una cosa o realidad que se llama la vida de ustedes. ¿Qué es eso -su vida, nuestra vida, la de cada cual? Por lo visto cosa sin importancia puesto que la ciencia no se ha ocupado nunca de ella. Y, sin embargo, esa realidad tan desatendida científicamente, tiene con toda evidencia la pavorosa, tremenda condición de que ella encierra para cada uno todo, todas las demás realidades, incluso la realidad ciencia y la realidad religión, ya que ciencia y religión no son más que dos cosas entre las innumerables que un hombre hace en su vida.

¿No merece la pena de que antes de que la Metafísica comience a decirnos lo que es el Universo paremos mientes en este hecho previo, humildísimo, pero irrecusable de que la Metafísica misma no es sino algo que el hombre -usted, yo- hacemos en nuestra vida, y que ésta, en consecuencia, es algo anterior, antepuesto a cuanto la Metafísica o cualquiera otra ciencia o la Religión misma nos vaya a descubrir?

Yo no sé si eso que llamo mi vida es importante, pero sí parece que, importante o no, está ahí antes que todo lo demás, incluso antes que Dios porque todo lo demás, incluso Dios tiene que darse y ser para mí dentro de mi vida.

¿Qué es, pues, vida? No busquen ustedes lejos, no traten de recordar sabidurías aprendidas. Las verdades fundamentales tienen que estar siempre a la mano, porque sólo así son fundamentales. Las que es preciso ir a buscar es que están sólo en un sitio, que son verdades particulares, localizadas, provinciales, de rincón, no básicas. Vida es lo que somos y lo que hacemos: es, pues, de todas las cosas la más próxima a cada cual. Pongamos la mano sobre ella, se dejará apresar como un ave mansa.

 

Si hace un momento, al dirigirse ustedes aquí, alguien les preguntó dónde iban, ustedes habrán dicho: «Vamos a escuchar una lección de Metafísica.» Y, en efecto, aquí están ustedes oyéndome. La cosa no tiene importancia alguna. Sin embargo, es lo que ahora constituye su vida. Yo lo siento por ustedes, pero la verdad me obliga a decir que la vida de ustedes consiste ahora en una cosa de minúscula importancia. Mas si somos sinceros, reconoceremos que la mayor porción de nuestra existencia está hecha de parejas insignificancias: vamos, venimos, hacemos esto o lo otro, pensamos, queremos o no queremos, etc. De cuando en cuando, nuestra vida parece cobrar súbita tensión, como encabritarse, concentrarse y densificarse: es un gran dolor, un gran afán que nos llama; nos pasan, decimos, cosas de importancia. Pero noten ustedes que para nuestra vida esta variedad de acentos, este tener o no tener importancia es indiferente, puesto que la hora culminante y frenética no es más vida que la plebe de nuestros minutos habituales.

Resulta, pues, que la primera vista que tomamos sobre la vida en esta pesquisa de su esencia pura que emprendemos, nos la presenta como el conjunto de lo que hacemos, de nuestros haceres que la van, por decirlo así, amueblando. La vida es lo que hacemos y lo que nos pasa.

Nuestro método va a consistir en ir notando uno tras otro los atributos de nuestra vida, en orden tal que de los más externos avancemos hacia los más internos, que de la periferia del vivir nos contraigamos a su centro palpitan- te. Hallaremos, pues, sucesivamente una serie de definiciones de la vida cada una de las cuales conserva y ahonda las antecedentes.

Y así, lo primero que hallamos es esto: vivir es lo que hacemos y nos pasa, desde pensar o soñar o conmovernos hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero yo necesito que se hagan ustedes cargo de que esto no es una broma sino una verdad tan perogrullesca como incuestionable y radical. Yo intento hablarles no de cosas abstrusas y distantes, sino de su vida misma, y comienzo diciendo que la vida de ustedes consiste en estarme escuchando. Comprendo muy bien que ustedes se resistan a esta verdad, pero ello no tiene remedio. Porque eso, escucharme, es lo que están haciendo ahora y es lo que ahora constituye su vida. Pero la vida es siempre un «ahora» y consiste en lo que ahora se es. El pasado de su vida y el futuro de la misma sólo tiene realidad en el ahora, merced a que ustedes recuerden ahora su pasado o anticipen ahora su porvenir. En este sentido la vida es pura actualidad, es puntual, es un punto -el presente-, que contiene todo nuestro pasado y todo nuestro porvenir. Por eso he podido afirmar que nuestra vida es lo que estamos haciendo ahora. No me inculpen, pues, ustedes.

¿Qué culpa tengo yo de que hayan resuelto venir aquí esta tarde y por tanto, hacer consistir su vida ahora en escucharme? ¿Por qué han venido? No voy a responder inmediatamente a esta pregunta, pero luego u otro día sí quisiera contestarla, aunque sea muy sobriamente, por- que si la vida es siempre lo que estamos haciendo, es muy importante analizar por qué estamos haciendo precisamente una cosa y no otra. Es lo característico del hacer -que todo lo que se hace se hace por algo, que la vida, en consecuencia, vive siempre de un porqué, y, fiel a mi promesa de hablarles de su vida, yo estoy obligado no sólo a hacerles notar la perogrullada de que ésta consiste en estarme escuchando, sino en intentar averiguar por qué me están escuchando. Tal vez ello haga que a algunos les salgan los colores a la cara porque yo sé que no todos han venido por buenos motivos. Mejor, así tendrán ustedes otra vez más cuidado con lo que hacen; es decir, con lo que viven. El propósito de estas lecciones no es otro que incitarles a tener cuidado de su vida, porque no tienen más que una y esa una se compone de un número dado, muy limitado de instantes, de ahoras, y emplearlo mal es como destruirlo, como matar un poco de su vida. Pero va hablaremos de esto.

 

Nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir en esa realidad extraña, única que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo; donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta, el dolor de muelas no nos dolería.

La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma como para todo absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una revelación, un no contentarse con ser sino comprender o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor.

Ahora vamos con la explicación y el título jurídico de ese extraño posesivo que usamos al decir «nuestra vida»: es «nuestra» porque además de ser ella nos damos cuenta de que es, y de que es tal y como es. Al percibirnos y sentirnos, tomamos posesión de nosotros y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos, diferencia el vivir de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia en que la vida consiste.

Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da posesión de ella, que la hace «mía» es la que falta al demente. La vida del loco no es suya, en rigor no es ya vida. De aquí que sea el hecho más desazonador que existe, ver a un loco. Porque en él aparece perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo como una máscara tras la cual falta una auténtica vida. Ante el demente, en efecto, nos sentimos como ante una máscara; es la máscara esencial definitiva. El loco al no saberse así mismo no se pertenece, se ha expropiado; y expropiación, pasar a posesión ajena es lo que significan los viejos nombres de la locura: enajenación, alienado; decimos, «está fuera de sí», está «ido», se entiende, de sí mismo; es un poseído, se entiende, poseído por otro. (La vida es saberse, es evidencial.)

El vivir, en su raíz y entraña misma, consiste en un saberse y comprender, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando iniciamos la pregunta ¿qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo, galanamente, responder: vida es lo que hacemos; claro, porque vivir es saber que lo hacemos, es, en suma, encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado en las cosas y seres del mundo.

No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un gran cuerpo o espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría el vivir; los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces y benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean o no cuerpos sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos amenazan o nos atormentan. Originariamente eso que llamamos cuerpo no es sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva; por tanto, no es sino algo adverso o favorable. Mundo es sensu stricto lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo en un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin saber cómo, la vida se encuentra a sí misma a la vez que descubre el mundo. No hay vivir si no es en un orbe lleno de otras cosas, sean objetos o criaturas; es ver cosas y escenas, amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir, hallarse en medio de una circunstancia.

 

Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona sino que de ella forma parte nuestro mundo: ella -nuestra vida- consiste en que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo. Ni nos es más próximo el uno que el otro término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno, sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al mundo, con el mundo, dentro del mundo, sumergido en su tráfago, en sus problemas, en su trama azarosa. Pero también, viceversa: ese mundo al componerse sólo de lo que nos afecta a cada cual es inseparable de nosotros. Nacemos juntos con él y son, vitalmente, persona y mundo como esas parejas de divinidades de la antigua Grecia y Roma que nacían y vivían juntas: los Dióscuros, por ejemplo, parejas de dioses que solían denominarse dii consentes, los dioses unánimes.

Vivimos aquí, ahora; es decir, que nos encontramos en un lugar del mundo y nos parece que hemos venido a este lugar libérrimamente. La vida, en efecto, deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos libres para estar o no en este mundo que es el de ahora. Sólo cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que se vive. Esto da a nuestra existencia un gesto terriblemente dramático. Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar, sino que es encontrarse de pronto y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado en un mundo incanjeable: en este de ahora. Nuestra vida empieza por ser la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos en un orbe impremeditado. No nos hemos dado a nosotros la vida sino que nos la encontramos, justamente, al encontrarnos con nosotros. Un símil esclarecedor fuera el de alguien que dormido es llevado a los bastidores de un teatro y allí, de un empujón que lo despierta, es lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse allí ¿qué es lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en una situación difícil sin saber cómo ni porqué, en una peripecia; la situación difícil consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto. En sus líneas radicales la vida es siempre imprevista. No nos la han anunciado antes de entrar en ella -en su escenario, que es siempre uno concreto y determinado-, no nos han preparado.

Yo creo que esta imagen dibuja con bastante pulcritud la esencia del vivir. La vida nos es dada -mejor dicho nos es arrojada o somos arrojados a ella-, pero eso que nos es dado, la vida, es un problema que necesitamos resolver nosotros. Y lo es no sólo en esos casos de especial dificultad que calificamos peculiarmente de conflictos y apuros sino que lo es siempre. Cuando han venido ustedes aquí han tenido que decidirse a ello, que resolverse a vivir este rato en esta forma, que traerse así mismos aquí. Dicho de otro modo: vivimos sosteniéndonos en vilo a nosotros mismos, llevando en peso nuestra vida por entre las esquinas del mundo. Y con esto no prejuzgamos si es triste o jovial nuestra existencia: sea lo uno o lo otro está constituida por una incesante forzosidad de resolver el problema de sí misma.

 

Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu sentiría que su trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora y la puntería, y si a esta trayectoria llamásemos su vida la bala sería un simple espectador de ella, sin intervención en ella: la bala ni se ha disparado así misma ni ha elegido su blanco. Pero, por esto mismo, a ese modo de existir no cabe llamarle vida. Esta no se siente nunca prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que nos va a pasar mañana lo vemos siempre como una posibilidad. Este es otro esencial y dramático atributo de nuestra vida, que va unido al anterior. Por lo mismo que nuestra existencia es en todo instante un problema, grande o pequeño, que hemos de resolver sin que quepa transferir la solución a otro ser, quiere decirse que no es nunca un problema resuelto, sino que en todo instante nos sentimos como forzados a elegir entre varias posibilidades. ¿No es esto sorprendente? Hemos sido arrojados en nuestra vida, y a la vez, eso en que hemos sido arrojados tenemos que hacerlo por nuestra cuenta, por decirlo así, fabricarlo. O dicho de otro modo: nuestra vida es nuestro ser. Somos lo que ella sea y nada más; pero ese ser no está predeterminado, resuelto de antemano sino que necesitamos decidirlo nosotros, tenemos que decidir lo que vamos a ser, por ejemplo, lo que vamos a hacer al salir de aquí. A esto llamo «1levarse así mismo en vilo, sostener el propio ser». No hay descanso ni pausa porque el sueño, que es una forma del vivir biológico, no existe para la vida en el sentido radical con que usamos esta palabra. En el sueño no vivimos sino que al despertar y reanudar la vida la hallamos aumentada con el recuerdo volátil de lo soñado.

Las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como las leyes de Newton. En esas metáforas venerables que se han convertido ya en palabras del idioma, sobre las cuales marchamos a toda hora como sobre una isla formada por lo que fue coral, en esas metáforas –digo- van guardadas intuiciones perfectas de los fenómenos más fundamentales. Así hablamos con frecuencia de que sufrimos una «pesadumbre», de que nos hallamos en una situación «grave». Pesadumbre, gravedad son metafóricamente traspuestas del peso físico, del ponderar un cuerpo sobre el nuestro y pesarnos, al orden más íntimo. Y es que, en efecto, la vida pesa siempre, porque consiste en un llevarse y soportarse y conducirse a sí misma. Sólo que nada embota como el hábito y de ordinario nos olvidamos de ese peso constante que arrastramos y somos; pero cuando una ocasión menos sólita se presenta, volvemos a sentir el gravamen-: Mientras el astro gravita hacia otro cuerpo y no se pesa a sí mismo, el que vive es aun tiempo peso que pondera y mano que sostiene. Parejamente la palabra «alegría» viene acaso de «aligerar», que es hacer perder peso. El hombre apesadumbrado va a la taberna buscando alegría; suelta el lastre y el pobre aeróstato de su vida se eleva jovialmente.

Con todo esto hemos avanzado notablemente en esta excursión vertical, en este descenso al profundo ser de nuestra vida. En la hondura donde ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir lo que vamos a ser. Ya no nos contentaremos con decir como al principio: vida es lo que hacemos -es el conjunto de nuestras ocupaciones con las cosas del mundo-, porque hemos advertido que todo ese hacer y esas ocupaciones no nos vienen automáticamente, mecánicamente impuestas, como el repertorio de discos al gramófono, sino que son decididas por nosotros y que este ser decididas es lo que tienen de vida: la ejecución es, en gran parte, mecánica.

 

El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en contacto está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja que esto encierra? Un ser que consiste más que en lo que es, en lo que va a ser, por tanto en lo que aún no es. Pues esta esencial abismática paradoja es nuestra vida. Yo no tengo la culpa de ello. Así es en rigurosa verdad.

Pero acaso piensan ahora algunos de ustedes esto:¡De cuándo acá vivir va a ser eso: decidir lo que vamos a ser! Desde hace un rato estamos aquí escuchándole, sin decidir nada y, sin embargo, ¡qué duda cabe!, viviendo. A lo que yo respondería: Señores míos, durante este rato no han hecho ustedes más que decidir una y otra vez lo que iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes de su vida, más condenada a relativa pasividad puesto que son ustedes oyentes. Y, sin embargo, coincide exactamente con mi definición. He aquí la prueba: mientras me escuchaban, algunos quizá han vacilado más de una vez entre dejar de atenderme y vagar a propias meditaciones o seguir generosamente escuchando alerta cuanto yo decía. Se han .decidido o por lo uno o por lo otro -por ser atentos o por ser distraídos, por .pensar en este tema o en otro- y eso, pensar ahora sobre la vida o sobre otra cosa es lo que ahora es su vida. Y no menos, los demás que no hayan vacilado, que hayan permanecido decididos a escucharme hasta el fin; momento tras momento habrán tenido que nutrir nuevamente esa resolución para mantenerla viva, para seguir siendo atentos. Nuestras decisiones, aun las más firmes tienen que recibir constante corroboración, que ser siempre de nuevo cargadas como una escopeta donde la pólvora se inutiliza, tienen que ser, en suma, re-decididas. Al entrar por esa puerta habían ustedes decidido lo que iban a ser: oyentes; y luego han reiterado muchas veces su propósito, de otro modo se me hubieran ustedes a poco escapado.

Y ahora nos basta con sacar la inmediata consecuencia de todo esto: si nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse, que en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo que vamos a ser, por tanto, el futuro. Y, sin parar, recibimos ahora una tras otra, toda una fértil cosecha de averiguaciones. Primera: que nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no: la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro l.

 

1 [Los últimos párrafos de esta lección reiteran o parafrasean los finales de la lección X del curso ¿Qué es filosofía?, de 1929, publicado en esta Colección editorial.]

 

LECCION III

[Una distinción: «reparar» y «contar con». -Revisión y corrección de lo expuesto. -Nadie puede saltar fuera de su vida. -«Hacer ciencia» es algo que acontece en «nuestra vida». -Vida como biografía.- ¿Qué es el cielo? -Evidencia y verdad. -La vida da mucho quehacer. -La reflexión: los dos «ahora».]

 

En la lección anterior tomaba yo a ustedes allí donde estaban y donde vuelven a estar hoy: escuchando una lección de Metafísica. Esto es lo que están haciendo ahora y es lo que ahora constituye su vida. La vida es siempre un «ahora» y consiste en lo que ahora se es. El pasado de su vida y el futuro de la misma sólo tienen realidad en el ahora, merced a que ustedes recuerden ahora su pasado o anticipen ahora su porvenir. En este sentido la vida es puntual, es un punto: el presente, que contiene todo nuestro pasado y todo nuestro porvenir. Por eso he podido afirmar que nuestra vida es lo que estamos haciendo ahora.

Si reflexionamos sobre lo que hemos hecho para averiguarlo, tenemos lo siguiente: estar haciendo algo es estar atento a eso que estamos haciendo, en este caso, estar ustedes y yo atentos a mis palabras que inician una Metafísica. Al beneficiar de nuestra atención estas palabras quedan destacadas, en primer plano, como protagonistas de la situación; o dicho en otra forma sólo de ellas tenemos conciencia clara, subrayada y definida. Todo lo demás queda desatendido por nosotros. Pero al oír las palabras: ¿Qué es nuestra vida, qué es mi vida? se ha producido en nosotros un cambio. Por un instante hemos dejado de atender a las palabras y hemos buscado el hacernos cargo de la cosa misma que ellas nombran. Y como en ellas se habla de «nuestra» y de «mí», nuestra atención ha ido, por lo pronto, a buscar la propia persona de cada cual. Y, en efecto, la ha encontrado y ha hecho de ella el nuevo protagonista, o lo que es igual, ahora, en este nuevo ahora comenzamos a tener conciencia clara, subrayada, definida, cada cual de sí mismo. Yo me he «visto» a mí mismo; como antes yo oía determinadas palabras. Donde diga yo ponga cada uno de ustedes el suyo. Yo me he visto a mí mismo; ver quiere decir aquí, que me he percatado, de per-captare, que me he agarrado con la atención, que he tomado conciencia inmediata y aparte, de mí como tal yo; ni más ni menos que como antes había tomado conciencia inmediata y aparte, de las palabras que oía. Ahora bien, si me he encontrado, si me he agarrado o pescado a mí mismo con la atención ¿dónde me he encontrado, dónde me he pescado? Fíjense bien que esto va a ser en su hora muy importante. Me he encontrado allí donde estaba ya; a saber, en el ahora inmediatamente anterior, que consistía en estar yo atendiendo unas palabras determinadas. Y, en efecto, al hacerme cargo de mí mismo en este nuevo ahora me he encontrado, me he sorprendido atendiendo a esas palabras. Yo no he hecho ahora, pues, más que asomarme a mi situación anterior. Pero, nótese que entonces yo no atendía a mi persona sino sólo a unas palabras, sólo de éstas tenía conciencia clara y aparte. En aquella situación dijérase que no existían en el Universo más que las palabras a que atendía. ¿Cómo es que al asomarme ahora a aquella situación encuentro que además de las palabras ya estaba yo en ella? Porque si se fijan bien advertirían que al encontrarse a sí mismos no han tenido nunca la impresión de encontrar algo nuevo, sino que es un peregrino encontrar algo que no se había perdido, algo de que ya sabíamos que estaba allí; pero no es la forma de conciencia clara y aparte.

Esta distinción va a proporcionarnos en su día formidables averiguaciones. Una vez advertida, reconocerán que se trata de la cosa más natural del mundo. Tener conciencia clara y aparte, de algo, exige que dirijamos a ello la atención, como para ver bien algo necesitamos dirigir a ello nuestros ojos. La atención toma un objeto de entre una pluralidad confusa de ellos y lo acota, lo subraya todo alrededor, lo destaca. ¿Y cómo vamos a poder hacer esto, cómo vamos a dirigir nuestra atención a algo si previamente no nos dábamos cuenta ya de ese algo, bien que sin atenderlo, sin conciencia especial y aparte, de él?

 

Por tanto -y esto es decisivo para cuanto digamos en este curso, hay dos formas de darse cuenta de algo, o lo que es igual, de existir algo para mí: una en que me doy cuenta de ese algo por separado, en que, digámoslo así, lo tomo ante mí de hombre a hombre, lo hago término preciso y acotado de mi darme cuenta; y otra forma en que el algo existe para mí sin que yo «repare» en él.

Antes, cuando atendía a determinadas palabras yo no «reparaba» en mí como no «reparaba» en el banco o sillón donde me siento y, sin embargo, mi yo y el banco existían para mí, estaban en algún modo ante mí. La prueba de ello es que si alguien hubiese movido el banco yo habría notado que algo en mi situación había cambiado, que algo no era lo mismo que en el instante anterior. Lo cual supone que de algún modo me constaba ya el banco y su posición, que yo en algún modo contaba con el banco. Cuando bajamos la escalera no tenemos conciencia propiamente tal de cada escalón, pero contamos con todos ellos; y en general, de la mayor parte de las cosas que existen para nosotros no tenemos conciencia, pero contamos con ellas.

El caso más extremo de esto es nuestra propia persona: en nada suele el hombre reparar menos que en sí mismo y, sin embargo, con nada cuenta más constantemente que consigo. Yo existo siempre para mí, pero sólo de cuando en cuando tengo conciencia propiamente tal de mí. y como la conciencia es un término demasiado cargado de tradición especial en la historia de la filosofía, y partiendo de lo que acabamos de decir me propongo en su hora rectificarlo radicalmente -rectificación que nos permitirá nada menos que ensayar una superación de todo el idealismo moderno-, recojamos esta averiguación que acabamos de hacer en dos nuevos términos técnicos: «reparar», que equivale a lo que tradicionalmente se llamaba «tener conciencia de algo», y el simple «Contar con», que expresa esa presencia efectiva, ese existir para mí que tienen siempre todos los ingredientes de mi situación.

Ahora podemos decir en fórmula clara: antes, yo no tenía conciencia de mí, no reparaba en mí, pero contaba conmigo. Por eso ha sido posible que al ahora buscarme yo, en el ahora de antes, he hallado que ya estaba allí, que ya antes existía para mí, y gracias a ello, he podido percatarme, subrayarme, reparar en mí; en suma, tener conciencia clara y aparte, de mí. Ya veremos cómo esto acontece con todos los componentes de eso que llamo vida; al encontrarlos y definirlos se nos presentarán con un aire de perogrullada, de «cosas que ya sabíamos», es decir, de cosas que ya estaban ante nosotros, que existían para nosotros, y nuestra definición no va a ha ser sino descubrirnos íntimos y habituales amigos que teníamos desde siempre sin saberlo de verdad hasta ahora. Es posible que ya en lección anterior se habrán ustedes dicho al oír algunas de mis fórmulas sobre la vida: ¡Hombre, es verdad, no había yo caído en ello!, que es lo que solemos decir cuando alguien nos trae a conciencia clara, nos hace reparar en algo con que desde siempre contábamos. «Caer en ello» y reparar es lo mismo. Todas las verdades evidentes tienen este carácter: que cuando por vez primera las descubrimos nos parece que ya de antemano y desde siempre las sabíamos, pero no habíamos caído en ellas. Estaban, pues, ya ante nosotros, pero estaban veladas, cubiertas. Por eso, la verdad se descubre; tal vez, tal vez, verdad no sea sino descubrimiento, quitar un velo o cubridor a lo que en rigor ya estaba ahí y con lo cual ya contábamos.

 

Dicho esto reproduzcamos los párrafos en que yo describía el primer atributo o carácter que encontrábamos como distintivo de «nuestra vida»: «Vivir es lo que hacemos y nos pasa, desde pensar o soñar o conmover- nos basta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero, bien entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse, saberse existiendo, donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta, el dolor de muelas no nos dolería.

»La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma como para todo absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una revelación, un no contentarse con ser sino comprender o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor. Al percibimos y sentimos, tomamos posesión de nosotros y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia en que la vida consiste.

»Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da posesión de ella, que la hace "mía " es la que falta al demente. El vivir, en su raíz y entraña misma, consiste en un saberse y comprender, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando iniciamos la pregunta ¿qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo, galanamente, responder: vida es lo que hacemos; claro, porque vivir es saber que lo hacemos, es, en suma, encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado en las cosas y seres del mundo.»

En suma -terminaba yo-, mi vida es evidente, con lo cual quería decir que todo en ella, cuanto forme parte de ella existe para mí, me es transparente. Lo que pase en las células de mi cuerpo no me es transparente, no existe para mí en mi vida, como no existe tampoco lo que acontezca en el mecanismo psíquico de eso que llamo mi alma. Es más, cuerpo y alma no existen para mí, vitalmente no forman parte de mi vida. Son uno y otra -cuerpo y alma- dos construcciones intelectuales mías, dos hipótesis, dos teorías que yo he hecho o recibido de otros para aclararme ciertos problemas que mi vida me plantea. Lo que existe vitalmente para mí es, pues, mi teoría de las células y mi teoría sobre el alma, esto es, dos convicciones mías, pero las células mismas y el alma misma no forman parte de mi vida. El salvaje no tiene o puede no tener la idea de cuerpo ni la idea del alma y, sin embargo, vive.

Pero volvamos al párrafo reproducido. En esta descripción que voy haciendo de ese fenómeno o hecho que llamo «mi vida» -la de cada cual- tengo, por razones que en su día verán ustedes, tengo que comenzar por fórmulas que sólo son ciertas en primera aproximación, valerme de palabras, muchas de las cuales tienen ya un sentido más o menos técnico, que precisamente es el que en este curso vamos a rectificar, a veces en forma radical. Así aquí: necesitaba yo expresar a ustedes que un carácter o atributo esencial, constituyente de mi vida y de todo en ella, es que exista para mí, que me sea patente. La expresión más obvia y clara es decir que vivir es saberse vivir, saberse existiendo enterarse de qué soy, de qué son otras cosas que me rodean. Pero saber, tener conciencia, es un modo especial, y ya más o menos intelectual, del darse cuenta. Por eso yo añadía inmediatamente a esos términos esta corrección: «donde "saber" no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que se trata de esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta, ni el dolor de muelas nos dolería».

 

Estas fórmulas en primera aproximación, que facilitan a ustedes la comprensión progresiva del asunto, me obligan a volver sobre ellas para corregirlas, pulirlas y sustituirlas por otras en segunda aproximación, y así sucesivamente. Esto haremos con todas las demás. Así hoy hemos precisado la expresión de ese primer carácter de la vida que era saberse, ser evidente para sí misma. Ahora notamos lo que había de impropio en estos vocablos. Cuando me duelen las muelas, el que me duelan no es un saber: saber no es dolor, pero sin duda el hecho dolor implica un ingrediente que es existir para mí el dolor, darme cuenta de él en el sentido de tener que contar con él. Además de ese simple y primario darme cuenta sin el cual el dolor de muelas no me dolería, yo puedo reparar especialmente en él, atenderlo, tener de él conciencia plena, clara y aparte, en suma, saberlo sensu stricto. Pero este saber no es ya el simple dolerme, como el contar con el banco en que estoy sentado no es darse cuenta especial de él. Lo que sí es verdad es esto: como mi vida y cuanto forma parte de ella me es presente -existe para mí en la peculiar forma primaria del «contar yo con ello»-, siempre es posible en principio que yo repare en ello, esto es, que lo eleve a conciencia clara, a efectivo saber. En este sentido, pero sólo en éste vale mi fórmula: la vida es evidente; se entiende, en potencia. Con más rigor diríamos: mi vida y todo en ella me es preevidente, me consta o cuento con ello en forma tal que me es siempre posible convertir este «contar con» en efectivo «reparar», en efectiva evidencia. Lo mismo podríamos decir que la vida es pre-consciente o que es pre-sabida. Por eso luego, el efectivo saberla es un «caer en ello», un encontrar lo que ya teníamos, pero lo teníamos cubierto.

Con esto cerramos este paréntesis correctivo. A fin de que pongan ustedes orden en sus apuntes, les propongo que titulen esto que acaban de oír así: «Esclarecimiento en segunda proximación de la frase: la vida es evidente, es un saberse a sí misma, un enterarse.»

Por supuesto, esta corrección o esclarecimiento no es ni mucho menos lo único que tengo que decir sobre el asunto. Al contrario, se trata de un tema fundamental que nos va a ocupar a fondo y con toda minuciosidad en el momento oportuno. Pero necesitaba hacer esa aclaración desde luego, para que no malentiendan lo que voy diciendo.

Por lo demás, recuerden ustedes bien cuál es nuestra faena de ahora. Yo comenzaba un curso de Metafísica y lo primero que se me ocurría decir era que Metafísica es algo que el hombre hace: hacer que consiste en buscar una orientación radical a su situación. Esto supone que la situación del hombre es de radical desorientación. Pero es el caso que ustedes no están aquí estudiando Metafísica porque estén desorientados, sino, al revés, porque están archiorientados. Ustedes saben muchas cosas, saben lo que es el mundo físico y social y porque lo saben han resuelto estudiar una carrera, y no una cualquiera, sino ésta, que han elegido por muchas, muy varias y muy determinadas razones. El hecho de que ustedes estén ahí es un resultado de que están ustedes orientados.

 

Pues bien, yo en vez de pedir a ustedes que vengan a mi situación -que es la implicada en esa definición de Metafísica- hago, como he hecho en todos los órdenes de mi existencia, lo contrario. Voy yo a ustedes, los tomo en su situación, parto del hecho indubitable de que están ustedes aquí haciendo lo que están haciendo, a saber, asistiendo aun curso de Metafísica.

Ahora bien, ese hecho pertenece a una realidad que es la más próxima a cada uno, esa realidad que cada cual llama «su vida» y de que nunca se ha ocupado la ciencia, no dándole, por lo visto, importancia, dándola por supuesta, dejándola desatendida a su espalda y saltándosela a la torera. Y, sin embargo, esa realidad tan poco importante y trivial, la vida, nuestra vida, en el sentido más vulgar que suele tener esta expresión, posee sin duda la formidable condición de que todas las demás realidades, sean las que sean, van incluidas en ella, pues todas ellas existen para nosotros en la medida en que las vivimos, esto es, en que aparecen dentro de nuestra vida. Como, según el refrán árabe, nadie puede saltar fuera de su sombra, nadie puede saltar fuera de su vida y, por tanto, todo aquello con que tengamos contacto, todo lo que para nosotros pretenda existir, tendrá en algún modo que presentarse dentro de nuestra vida.

Sin darle, no obstante, importancia -al menos por el pronto-, parece natural que nos aclaremos qué es esa vulgarísima realidad que vulgarmente llamamos «nuestra vida», «mi vida», ya que a ella pertenece el hecho de que ustedes estén aquí y ahora ante mí y yo aquí y ahora ante ustedes. Y nuestra faena actual no tiene otra pretensión que describir con gran pulcritud eso que denominamos nuestra vida, tal y como ello se presenta. Aún no hemos hecho afirmación doctrinal, formal, científica sobre la importancia que tenga en el sistema del Universo esa realidad. Dijérase, pues, que estamos en la antesala de la ciencia, de la Metafísica, ya que si nos ocupamos de «nuestra vida» es porque hemos tropezado con ella al ir a entrar en el interior de la Metafísica; es decir, que la hemos encontrado en la antecámara, antepuesta a la ciencia, ya que al ir a hacer ciencia, que es nuestra indiscutible situación actual, nos hemos encontrado que eso, «ir a hacer ciencia», es algo que nos acontece en «nuestra vida».

El supuesto para que ustedes me entiendan, es -como no busquen ustedes la respuesta en esta o la otra ciencia, en lo que, mejor o peor, saben ustedes de ellas, sino que retengan su atención sobre el sentido vulgar que tiene la palabra vida cuando cada cual, el sabio como el labriego o el salvaje, habla de su vida y dice que le va bien o mal en ella. En suma, vida en el sentido biográfico del vocablo.

Si yo pregunto ¿qué es el cielo?, es casi seguro que ustedes comenzarán a contestarme desde luego con respuestas tomadas de la astronomía, no advirtiendo que, por lo pronto, esa pregunta debe ser contestada según su sentido más inmediato y vulgar, a saber, qué es lo que veo cuando en la nocturnidad veo lo que el idioma llama cielo; por tanto, eso que veo en lo alto tal y como lo veo y nada más. La primera respuesta adecuada a la pregunta qué es el cielo consiste en describir lo que de él veo cuando lo veo y nada más. El astrónomo podrá añadirme luego otras muchas cosas; pero, por lo pronto, cielo significa para él exactamente lo mismo que para el labrantín que a prima noche, bajo el temblor de las estrellas, vuelve canturreando con su yunta a la aldea.

 

No estoy, pues, haciendo una teoría sobre nuestra vida, sino describiéndola como podía describir esa pared. Hablo, por tanto, de algo con respecto a lo cual tienen ustedes tantos datos como pueda yo tener, ¡cómo que hablo sobre la vida de cada cual! Mi misión, por ahora, no es otra que hacerles reparar o caer, en los componentes esenciales de esa su vida, en los ingredientes principales que forman su estructura. y lo mismo que si describiese esa pared ustedes mantendrían la vista fija en ella para ir comprobando si en la pared había y pasaba lo que las palabras de mi descripción iban diciendo, así deben ustedes hacer ahora con el hecho de su vida. Ver si en la cosa misma de que se habla y que se tiene delante, se da, se cumple lo que nuestras palabras dicen de ella, es lo que se llama evidencia. Y cuando se ha dicho algo en tal sentido evidente, se ha dicho una absoluta verdad.

Son, pues, ustedes quienes, con su propia visión, han de juzgar si lo que yo voy diciendo de nuestra vida es evidente o, lo que es lo mismo, si es verdad.

Durante la lección de hoy no hemos avanzado nada sobre la anterior en sentido longitudinal. Más bien hemos dado un paso atrás, con el fin de ir asegurando esos primeros caracteres que nuestra vida nos presenta al dirigir a ella nuestra atención. Hemos precisado su primer atributo: la vida como enterarse de sí misma. Según esto, cuanto forma parte de mi vida forma parte porque me entero de ello, y sólo en tanto en cuanto me entero. Este enterarse no es conciencia, reparar, saber, sino el elemental darme cuenta, que vamos a llamar «contar con».

De paso he indicado a ustedes qué método deben seguir para comprender y comprobar lo que yo diga. Este método es la evidencia y consiste en buscar si está en la cosa misma de que se habla lo que de ella se habla, lo que de ella se dice.

En la próxima lección vamos a hacer con el segundo atributo de nuestra vida lo mismo que hoy hemos hecho con el primero. Este segundo atributo fue expresado por mí diciendo: la vida es circunstancial, vivir es hallarme yo -quiera o no- entregado a una circunstancia. Es éste ya un atributo dramático. Pero lo es mucho más el tercero, que suena así: la vida es decisiva.

Si la vida consistiese sólo en su primer atributo y fuese no más que un enterarse y un darse cuenta -como ha creído toda la época moderna- equivaldría el vivir a asistir aun espectáculo, cómico, trágico o gris; uno sería sólo espectador. Pero como además es circunstancial, es estar el hombre, quiera o no, entregado a un contorno determinado, tendremos que la vida es darme cuenta, enterarme de que estoy sumergido, náufrago en un elemento extraño a mí, donde no tengo más remedio que hacer siempre algo para sostenerme en él, para mantenerme a flote. Yo no me he dado la vida, sino, al revés, me encuentro en ella sin quererlo, sin que se me haya consultado previamente ni se me haya pedido la venia.

 

Pero eso que, sin contar conmigo, me es dado -a saber, mi vida-, no me es dada hecha. Lo que me es dado al serme dada la vida es la inexorable necesidad de tener que hacer algo, so pena de dejar de vivir. Pero ni siquiera esto: porque dejar de vivir es también un hacer -es matarme-, no importa con qué arma, la Browing o la inanición. Vida es, pues, un tener siempre, quiera o no, que hacer algo. La vida que me ha sido dada, resulta que tengo que hacérmela yo. Me es dada, pero no me es dada hecha, como al astro o a la piedra le es dada su existencia ya fijada y sin problemas. Lo que me es dado, pues, con la vida es quehacer. La vida da mucho quehacer. Y el fundamental de los quehaceres es decidir en cada instante lo que vamos a hacer en el próximo. Por eso digo que la vida es decisiva, es decisión. Tenemos, pues, estos tres caracteres: 1º, la vida se entera de sí misma; 2º, la vida se hace a sí misma; 3º, la vida se decide a sí misma.

Pero si yo tengo, quiera o no, que decidir lo que voy a hacer -ya que nadie puede darme hecha la decisión-, quiere decirse que la vida me coloca siempre, siempre, en todo instante, frente a varias posibilidades de hacer. Al salir de aquí yo puedo hacer muchas cosas diversas, por lo menos varias. Entre ellas tengo que decidir. El tener que decidirme implica que no estoy nunca decidido de antemano como lo está el astro a quien le es dada decidida su órbita. Antes de decidir estoy, pues, indeciso, perplejo. He aquí un cuarto atributo de la vida: la vida es... perplejidad, constante y esencial perplejidad; etc., etcétera. Porque con todo esto no hemos hecho sino comenzar la descripción de nuestra vida. En la próxima lección continuaremos un poco más minuciosamente el análisis de estos caracteres, como lo hemos procurado hoy con el primero.

Pero a fin de que no perdamos el tiempo, adviertan que comenzaremos volviendo al instante inicial de esta lección, cuando diciendo yo que nuestra vida es lo que estamos haciendo ahora añadía: ¿y cómo hemos averiguado esto? Muy sencillamente -proseguí-, porque en un nuevo ahora al oír la pregunta: ¿qué es nuestra vida, mi vida?, nos hemos ocupado en asomarnos al anterior ahora, y en él nos hemos visto, encontrado, pescado. En el primer ahora, nuestro hacer consistía en atender unas palabras; en este segundo ahora, lo que hacemos es percatamos, reparar en que antes estábamos haciendo eso. Este nuevo hacer se llama reflexionar o reparar en sí. Al buscar «mi vida» me he encontrado en esta habitación, atendiendo unas palabras; he caído en la cuenta de eso. Pero eso en cuya cuenta he caído -«encontrarme en esta habitación atendiendo»- incluye muchas cosas, cuando menos tres: 1º, que me he encontrado a mí, o a mi yo; 2º, que he encontrado que ese yo estaba en una habitación; 3º, que he encontrado que en la habitación estaba haciendo algo, por lo menos, atendiendo unas palabras.

 

LECCION IV

[Los tres elementos del «encuentro». -Encuentro del yo. -Encuentro de la circunstancia: carácter temporal y social de la circunstancia. -EI modo del «estar» en la circunstancia. -EI estar homogéneo y el heterogéneo. -Vivir es existir yo fuera de mí. -Paréntesis sobre la semántica del existir: el ser ejecutivo. - Nuevo análisis del «estar». -La inmaterialidad de la circunstancia.]

 

Comenzaremos volviendo al instante final de la pasada lección, cuando diciendo yo que nuestra vida es lo que estamos haciendo ahora añadía: «¿y cómo hemos averiguado esto? Muy sencillamente -proseguí-, porque en un nuevo ahora al oír la pregunta: ¿qué es nuestra vida, mi vida?, nos hemos ocupado en asomarnos al anterior ahora, y en él nos hemos visto, encontrado, pescado. En el primer ahora nuestro hacer consistía en atender unas palabras; en este segundo ahora lo que hacemos es percatamos, reparar en que antes estábamos haciendo eso. Este nuevo hacer se llama reflexionar o reparar en sí. Al buscar “mi vida” me he encontrado en esta habitación, atendiendo unas palabras; he caído en la cuenta de eso. Pero eso en cuya cuenta he caído -"encontrarme en esta habitación atendiendo"- incluye muchas cosas, cuando menos tres: 1º, que me he encontrado a mí, o a mi yo; 2º, que he encontrado que ese yo estaba en una habitación; 3º, que he encontrado que en la habitación estaba haciendo algo, por lo menos, atendiendo unas palabras».

Tomemos ahora una por una esas cosas que he encontrado y digamos sobre cada una lo que, por el momento, sea estrictamente necesario.

Encuentro primero eso que llamo «yo». Qué o quién sea este «yo» no puede ofrecernos en este instante problema alguno de urgencia. Ese «yo» que he encontrado aquí es el mismo de que constantemente hablo -puesto que es el yo de mi vida-, en el sentido más vulgar de la palabra. Si ese yo encierra graves problemas, no son en este momento cuestión. Nos basta con que el sentido de esa palabra tenga el mismo grado de precisión o imprecisión que tiene cuando lo usamos en la tertulia, en nuestra casa, hablando con un amigo o escribiendo nuestro diario íntimo.

Pasemos al segundo hallazgo: consiste éste en que al encontrarme a mí, o a ese yo, lo encuentro en una habitación. Esto ya es, desde luego, más grave, a pesar de su superlativa trivialidad o precisamente por ésta. Resulta que al encontrarme no encuentro únicamente a mí, a yo, sino que encuentro una habitación, es decir, otra cosa que no soy yo. Y además no se trata de que me encuentre yo aparte y también, aunque aparte, la habitación. Sino que me encuentro en la habitación, dentro de ella, por tanto, no aparte de ella, sino todo lo contrario. Se dirá que esto es accidental. Hace un momento recuerdo que estaba en la calle. Perfectamente, que me encuentre en la habitación o en la calle será accidental, pero no lo es que siempre que me encuentre me encontraré dentro de otra cosa, de la cual, por lo menos, puedo sin duda asegurar que será otra cosa que yo.

Esto es lo grave a que antes aludía. El hombre al encontrase no se encuentra en sí y por sí, aparte y solo, sino, al revés, se encuentra siempre en otra cosa, dentro de otra cosa (la cual, a su vez, se compone de muchas otras cosas). Se encuentra rodeado de lo que no es él, se encuentra en un contorno, en una circunstancia, en un paisaje. En el idioma vital de nuestra vida más vulgar solemos llamar a la circunstancia, en general, mundo, Digamos, pues, que siempre que me encuentro, me encuentro en el mundo; pero, tengan cuidado una vez más, de no dar a este vocablo «mundo» significaciones sabias, sino esa, la más vulgar: mundo, es decir, todo lo alrededor de mí, lo que me envuelve por todos lados. Esto quiere decir que al encontrarme me encuentro prisionero.

 

Pero esto nos hace reparar en un pequeño error que hemos cometido al decir que reflexionando sobre lo que era mi vida me he encontrado primero a mí. Si me he encontrado en la habitación o, hablando en general, en el mundo, mi percatación ha tenido primero que topar con la habitación, con el mundo y sólo después me he topado conmigo. Primero se encuentra la prisión y luego, dentro de ella, el prisionero. No formalicemos mucho este «primero» y este «luego», pero quede aquí hecha esta advertencia. Al vivir, yo estoy siempre ocupándome con las cosas -materias o personas- que me rodean, estoy atento a la circunstancia, y para encontrarme tengo que suspender esa normal atención al contorno y buscarme en él, pescarme entre las cosas desatendiendo éstas y reparando en mí. Es muy importante esta advertencia de que la conciencia de mí mismo es esencialmente y no accidentalmente, posterior a mi conciencia del mundo, o lo que es igual, que sólo reparo en mí cuando me desentiendo del mundo, cuando mediante la atención me retraigo o retiro del mundo. Claro que este retirarse del mundo no es nunca efectivo; a veces quisiéramos retirarnos de él y luchamos por conseguirlo en alguna parcial y aproximada manera, pero no sólo no lo logramos nunca, sino que aun en el ficticio y parcial sentido en que cabe lograrlo nos cuesta un enorme esfuerzo de abstracción mantenemos aparte. Lo cual subraya el que nuestra vida, por sí, consiste en estar nosotros consignados al mundo y que la vida es inseparablemente y al mismo .tiempo, sin que lo uno sea antes y lo otro después, contar conmigo y contar con el mundo. Sólo cuando se trata de la conciencia, del reparar, es cuando lo uno es antes y lo otro después.

Dentro de la enorme circunstancia que es el mundo, podemos movemos con cierta libertad, podemos ir y venir, viajar, emigrar; pero no podemos escapar a su círculo total inexorable. Por eso decía a ustedes en la segunda lección: «La vida deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos libres para estar o no en este mundo que es el de ahora. Sólo cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que se vive. Esto da a nuestra existencia un gesto terriblemente dramático. Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar, sino que es encontrarse de pronto y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado en un mundo incanjeable, en éste de ahora. Nuestra vida empieza por ser la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos en un orbe impremeditado.»

El mundo de nuestra vida no es sólo circunstancia en el sentido espacial -luego veremos si, en rigor, esta expresión es adecuada-, sino que vale para él algo perfectamente análogo a lo que la teoría de la relatividad afirma del mundo de la física. La circunstancia espacial está condicionada por la temporal. Este mismo sitio de la tierra es distinto según la época en que se venga a él. Hace veinte siglos estos metros de terreno no eran un aula universitaria, sino probablemente un encinar. Pero además la circunstancia no se compone sólo de cosas en sentido estricto, sino también de personas: la circunstancia es también sociedad humana, el mundo es también «mundo» en el sentido social. Se vive en el mundo universitario o en el mundo obrero o en el mundo elegante.

 

Baste, por ahora, como ampliación sobre el segundo punto, que sonaba así: he encontrado que yo estaba en una habitación.

Cuando salgan ustedes de aquí pueden decir por ahí que vienen de una lección de Metafísica en la cual por todo decir se les ha dicho que estaban en una habitación. ¿Puede haber una disciplina seria que se afane en subrayar tan formidable perogrullada, tan terrible vulgaridad? Sin embargo, noten ustedes que con sólo haber cargado un poco la atención sobre lo que decimos cuando decimos que nos hemos encontrado estando en una habitación, hemos comenzado a descubrir en ello cosas graves. Y eso que no hacemos estrictamente más que caer en la cuenta de lo que decimos: no es que añadamos algo a lo que decimos, sino que simplemente tomamos posesión un poco más plena de lo que pensamos al decirlo. Cuando usamos corrientemente esas palabras no pensamos con plenitud lo que ellas dicen, esto es, no pensamos con plenitud nuestro propio pensamiento, sino que usamos éste mecánicamente, sin actualizar todo su contenido. Cómo un pensamiento nuestro y, en general, nuestros actos pueden ejercitarse de dos modos, un modo pleno y un modo deficiente, es cosa que ha de interesamos mucho durante este curso.

Pero no sólo nos hemos limitado a pensar en el modo pleno algo que de ordinario pensamos en el modo deficiente, sino que, en rigor, lo que he dicho sobre el «estar yo en una habitación» no es más que una fracción pequeñísima de lo que debería y podría decir. Sin embargo, repito, ha bastado oprimir la frase con nuestra atención para que empiece a rezumar un zumo grave.

Y eso que de la frase sólo hemos reparado, por una parte, en el vocablo «yo» y, por otra, en la palabra «en», de la expresión «en una habitación». Pero hay otra palabra que quedó trasconejada y que ahora debemos atender un poco. Verdad es que parece una palabra inofensiva y casi insignificante -la palabra: «estar». «Yo estoy en una habitación.» Algo nos ha revelado de ella cuanto hemos dicho sobre la relación del yo que soy con la habitación, relación que consiste, nada menos, que en la inexorable condición del hombre según la cual no puede escapar a la circunstancia, está confinado en el mundo.

¿Qué significa eso de que yo esté en una habitación? ¿Qué es eso de estar?

 

La mesa está en la habitación, es decir, el pedazo de materia extensa que es la mesa forma parte del pedazo mayor de materia extensa que es esta habitación. «Estar» significa en este caso formar parte de un todo. La parte de que se habla constituye, en la porción que le corresponde, el todo habitación, es decir, que en parte la habitación es mesa. Si la retiramos, ésta su oquedad tendrá que llenarse con otro elemento homogéneo a la mesa, con otro volumen de materia extensa, aunque fuera sólo aire o éter. Entre la habitación y la mesa hay homogeneidad.

Pero cuando digo que estoy yo en la habitación, ¿significa esto que yo formo parte de ella? Podrá valer esto para mi cuerpo, pero yo no soy mi cuerpo o, por lo menos, no soy sólo mi cuerpo. ¡Qué diablo, yo, el yo de que suelo hablar en mi vida, el yo que vive en mi vida, es algo único, inconfundible y heterogéneo a todo! Yo no soy un pedazo de materia, pero no porque en virtud de estas o las otras disquisiciones opine que estoy constituido por algo inmaterial, llámese alma, espíritu o como se quiera. No es por eso. Tal vez opino que ustedes están también constituidos por algo inmaterial, que tienen también alma, espíritu, y, sin embargo, yo soy inconfundible con ustedes y radicalmente heterogéneo de ustedes. ¡Qué diablo, yo no soy más que yo, yo soy único, no hay otro que sea yo, ni siquiera otro yo! ¿Es que alguno de ustedes, por muy «otro yo» que sea, sufrió ayer tarde el dolor de muelas que tuve yo que aguantar? ¿Es que el esfuerzo que estoy poniendo en entender a este profesor de Metafísica que habla tras de la mesa lo pone por mí otro de los presentes? Podrá poner otro esfuerzo completamente igual, pero el mismo, el que yo pongo, ni lo pone ni lo puede poner él. El pone el suyo y yo el mío. Yo soy, pues, heterogéneo a todo otro yo, por muy yo que sea.

Ahora bien -y quede por hoy sugerido sólo de pasada-, noten el gigantesco pecado filosófico que estamos cometiendo. Homogéneo quiere decir del mismo género, que se piensa con el mismo concepto. Heterogéneo quiere decir de otro género, que se piensa con otro concepto. «Yo» es el mismo concepto, aplicado a mí o aplicado a cualquiera de ustedes. Y, sin embargo, topamos aquí con la desopilante evidencia de que la homogeneidad de concepto implica en este caso la heterogeneidad de ser. Pero esta tremebunda paradoja no debe ahora detenemos. Ya la enfrontaremos cara a cara cuando llegue su oportunidad. Ahora lo que interesa es que caigan ustedes en la cuenta de que el yo de cada cual es único. Es, sencillamente, el yo que vive su vida y esa vida que él vive no la vive otro, aunque fuesen iguales todos los contenidos de ambas vidas.

Ahora comprenden ustedes por qué he dicho: «Yo no soy un pedazo de materia, mas no porque en virtud de estas o las otras disquisiciones opine que estoy constituido por algo inmaterial, llámese alma o espíritu.» Lo que hace que yo no sea un pedazo de materia no es especialmente que el pedazo de materia sea un pedazo de materia y yo, en cambio, inmaterial, sino algo mucho más fundamental y decisivo, a saber: que yo no soy más que yo, que soy único y todo lo demás, sea materia o sea otro espíritu; es otra cosa que yo, es lo otro que yo.

Lo decisivo, pues, en la significación de las palabras «yo estoy en una habitación», es que en este caso el que está en la habitación es radicalmente otra cosa que la habitación, heterogéneo a ella, y que su «estar en ella» no es formar parte de ella.

 

¿Pues qué es, entonces, ese que parecía inofensivo y casi insignificante estar? Basta con traducir a expresión positiva lo que acabamos de expresar en forma negativa: estar yo en la habitación es existir yo en lo otro que yo, por tanto, es existir fuera de mí, en tierra extraña, es ser constitutivamente forastero, puesto que no formo parte de aquello donde estoy, no tengo nada que ver con ello.

Y como hemos dicho que eso -el estar en una circunstancia o en el mundo- es constitutivo de mi vida, quiere decirse que el hombre existe fuera de sí, en lo otro, en país extraño -¿quién sabe si enemigo?-, no a ratos y de cuando en cuando, sino siempre y esencialmente. Vivir es existir fuera de sí, estar fuera, arrojado de sí, consignado a lo otro. El hombre es, por esencia, forastero, emigrado, desterrado.

Pero esta fórmula: vivir es existir yo fuera de mí, nos obliga a una operación exactamente opuesta a la que nos vimos obligados a realizar sobre la expresión: la vida es evidente. Entonces tuvimos que corregir ésta porque sólo era verdadera en primera aproximación. Ahora nos pasa lo contrario. La fórmula: vivir es existir fuera de mí es... demasiado verdadera. Es decir, que al usarla demasiado pronto, junto a algunas ventajas didácticas que justifican el que me haya apresurado a emplearla, tiene la desventaja de que aún no la pueden entender en su preciso y plenario sentido.

En efecto, se usa en ella el vocablo «existir», cuya significación no es para ustedes patente. Aclaremos, ante todo, esa significación, pero poniendo esta aclaración entre paréntesis, fuera del análisis de la vida que vamos haciendo, para que no se confundan ustedes.

Decimos que esta mesa, esta luz, existen y por el pronto no sugerimos al decir de algo que existe, sino simplemente que lo hay. El comerciante nos dirá que de un cierto artículo tiene muchas existencias, esto es, que hay ese artículo en gran número de ejemplares dentro de su almacén.

En cambio, del centauro y el unicornio decimos que no existen, esto es, que no los hay. Podríamos decir, como el comerciante, que del centauro y el unicornio no tenemos existencias.

Repito, pues, que por lo pronto, entendemos el existir algo o no existir algo como el haberlo o no haberlo. Ahora bien, haber algo, que haya algo, no dice de ese algo sino que yo lo puedo o lo tengo que encontrar en un cierto ámbito. No entremos en detalle sobre el asunto. Vayamos rectos a lo que nos urge. El ámbito donde puedo o tengo que encontrar lo que llamo existente en el uso más corriente del vocablo, no es cualquiera. Por ejemplo, en el ámbito de la poesía galopa el centauro llevando al anca una ninfa raptada; en ese ámbito, por tanto, existen, hay centauros. En cambio decimos que no los hay en el mundo porque, por lo visto, entendemos por mundo precisamente el ámbito de las cosas existentes en un sentido peculiar. El geómetra se pregunta si determinada figura existe, el aritmético si un cierto número existe; por ejemplo, si existe el número infinito, el número mayor que todos los números. Uno y otro se refieren a cierto género de existencia: la puramente matemática, el ámbito ideal de los puros objetos matemáticos. En la matemática contemporánea se usa un teorema de existencia que determina justamente eso: si el número tal o cual lo hay o no lo hay.

 

Por tanto, existencia y existir en el sentido de «haber algo» no hacen sino transferirnos a un ámbito cuyo carácter es decisivo para lo que aquellas palabras resulten significar.

Y, sin embargo, no puede negarse que aun en el idioma vulgar tiene «existir» una significación principal que excluye, en cierto modo, las otras. Existir algo no es, en este primordial sentido, simplemente que lo haya, sino que lo haya en el ámbito de las «cosas reales», efectivas... Pero -el hecho es curioso- notamos que nos faltan palabras adecuadas para expresar en nuestro pensamiento, esa diferencia radical en el modo de haber centauros y haber caballos. En principio podíamos imaginar todos los ingredientes del centauro con la misma precisión que los del caballo, es decir, todo lo que el centauro es. Y, sin embargo, el centauro que hay en la poesía no lo hay como en el caballo, a saber: efectivamente. Pero no ya el centauro: respecto a la especie misma «caballo» acontece que hay caballos -en el sentido lato de haber- de los cuales es preciso decir que no los hay, en el sentido más rigoroso de existencia. Por ejemplo, el rocín Rocinante lo hay en el Quijote, pero no lo hay en realidad. Aquí ello que hay y que no hay es el mismo, varia sólo el sentido de haber o existir.

Esto nos hace caer en la cuenta de que al hablar de la existencia de algo tenemos que distinguir dos cosas: el algo que existe y el existir de ese algo. O en la otra expresión: lo que hay, y el ser habido ello. Este «lo», aquel «algo», significan la mera esencia, el conjunto de ingredientes que integran una cosa, en suma, lo que una cosa es. El centauro y el caballo tienen cada uno su esencia, ni más ni menos el uno que el otro. Pero el centauro no hace efectiva su esencia, no es efectivamente lo que es; el centauro es inefectivamente, no existe. La esencia se queda sin ejecución. Pues bien, en su sentido primario y rigoroso existir algo significa la ejecución o efectuación de ese algo. En vez de usar nuestra palabra existencia, Aristóteles decía: «puesto por obra, efectuado» -enérgeia on-, y los escolásticos tradujeron este término diciendo: «poner en acto», ser en acto o actualidad. Si decimos el blanco de esta pared existe, queremos decir que la esencia de esta blancura se ejecuta, es ejecutivamente; diríamos, el blanco blanquea, hace su blancor. En cambio, el blanco del cisne de Leda no efectúa su esencia, no logra ejecución. Al pensar el mito, yo pienso no sólo ese blanco, sino que ese blanco se ejecuta, pero pensar la ejecución de algo no es efectivo ejecutarse algo.

Existencia sensu stricto significa, pues, ser ejecutivamente algo, ser efectivamente lo que es; en suma, ejecución de una esencia.

Si ahora comparamos el sentido de existencia como ejecución con el sentido de existencia como «haber algo», notaremos que en este segundo caso, al decir de algo que existe, esto es, que lo hay, no decimos en rigor nada de algo, sino de nosotros. Por eso al decir: «hay una cosa», entendemos que podemos o tenemos que encontrarla en un cierto ámbito. De la cosa no decimos nada: decimos sólo lo que nos pasa a nosotros con ella, a saber, que la podemos o tenemos que encontrar. Pero es evidente que esto le trae sin cuidado a la cosa: porque a nosotros nos pase encontrarla, a ella no le pasa nada.

Pero en el sentido estricto de existir como ejecutarse una cosa, un algo, una esencia, sí que le pasa algo a la cosa; le pasa, nada menos, que estar efectivamente siendo lo que es, estar «haciendo su esencia». Este concepto de existencia está tomado desde el punto de vista de la cosa (y expresa la sensación que ésta tendría si fuese capaz de sentir, la sensación del esfuerzo que hacía para efectuar su esencia, para serse); mientras que el otro, existir como simple «hay cosa», es un concepto pensado desde el punto de vista de un espectador que ve, que halla la cosa desde fuera de ella.

 

Ahí tienen ustedes las abstrusas consideraciones a que nos ha obligado no más que el intento de aclarar el sentido del vocablo «existir». Razón tenía para juzgar que la fórmula «vivir es existir fuera de sí», era demasiado exacta, aunque yo la he empleado, desde luego, muy deliberadamente y a sabiendas de sus peligros. Mas ya que hemos logrado una cierta claridad sobre el significado de «existir», aprovechemos nuestro trabajo sacando las consecuencias de aquella clarificación para nuestra frase: «vivir es existir yo fuera de mí». En vez de existir pongamos: ejecutar mi esencia. Tendremos entonces: vivir es ejecutar mi esencia o lo que yo soy, fuera de mí; fuera de mí, se entiende, fuera de mi esencia, en lo que no es mi esencia, en un elemento extraño a mi ser. El elemento en que esta mesa ejecuta, efectúa su esencia, no es extraño a ésta. El lugar en que la mesa actúa su ser, lo ejecuta, no es heterogéneo a ella. Su esencia es una combinación de átomos: su contorno, la circunstancia donde ella existe -esta habitación, el planeta, etc.-, se compone también de átomos. Pero, además, la esencia de esta combinación de átomos que es la mesa incluye todo el resto de los átomos cósmicos, y viceversa; los demás no serían lo que son sin esto, ni éstos sin aquéllos. En rigor, pues, la esencia de la mesa es la misma que la de su alrededor o circunstancia. Para la mesa existir no será, pues, ejecutarse fuera de sí, ya que lo que hay fuera de ella es lo mismo que hay en ella.

Pero el caso de nuestra vida es lo contrario de esto. Yo soy único, mi esencia es sólo mía, y tiene que ejecutarse en lo otro. Aquí, pues, el existir no coincide con la esencia, con el ser.

Estaríamos en un caso algo parecido al del actor que «hace» Hamlet. La esencia de Hamlet tiene que ser ejecutada en un teatro, tiene que existir en el teatro. Hamlet tiene que salir de sí para ser actuado, efectuado por un actor en un determinado escenario; esto es, Hamlet tiene que ser hecho con lo que no es Hamlet. Así nuestra vida: yo tengo que efectuarme en el mundo, entre las cosas, entre los otros hombres, con un cuerpo que me ha caído en suerte y que padece enfermedades, con un alma acaso no muy dotada de voluntad o de memoria o de inteligencia.

Aquí pueden ustedes cerrar el paréntesis que podemos titular «Semántica del término "existir"».

Aunque para el futuro nos ha de servir mucho cuanto acabamos de decir, reconozcamos que entre ello y aquel humilde «estar en una habitación» se interpone distancia tal que no vemos camino abierto de lo uno a lo otro. No vemos cómo estar ustedes ahora en esta habitación es ejecutar su esencia. Este término queda, por ahora irremediablemente lejano, sin evidencia, abstruso.

Por eso tenemos que retroceder al más trivial, tenemos que volver al análisis de la palabra «estar», que abandonamos por la otra más sabia y abstracta de «existir».

Quedábamos en que estar yo en una habitación no era formar yo parte de ella, porque la habitación, y en general la circunstancia o mundo, es completamente heterogénea a mí. La circunstancia es lo otro que yo, y estar yo en ella equivale a estar fuera de mí, en elemento extraño. Pero esto es precisamente lo que ahora nos convendría entender con claridad y en su contenido concreto.

 

Si digo que estar yo en la habitación es estar fuera de mí, he expresado mi relación con esta habitación mediante un término espacial: «fuera». Pero es evidente que este término espacial sólo puede tener aquí un sentido metafórico. En rigor, sólo un punto del espacio y la materia a él adscrita puede estar fuera de otra cosa. Esta mesa está fuera del resto de la habitación. El espacio consiste precisamente en la posibilidad de que unas cosas estén fuera unas de otras. El espacio es la coexistencia de puntos, los unos junto y fuera de los otros.

Ahora bien: 1º Yo no soy punto del espacio, por tanto, no puedo estar fuera de los otros puntos de espacio; 2º, la expresión formulada no era que yo estuviese fuera de las otras cosas, sino que el estar yo en la habitación equivalía a estar yo fuera de mí. El punto del espacio no está ni puede estar fuera de sí; precisamente porque cada uno está en sí logra estar fuera de los otros.

Por tanto, la frase estar «fuera de sí», interpretada espacialmente, tiene un sentido absurdo y sólo puede aspirar a ser inteligible entendida como metáfora. «Estar fuera» significa aquí, en efecto, no más que «estar en 1o otro». Es decir, que recaemos en la expresión abstracta cuando buscamos un sentido concreto al «estar yo en la habitación».

La dificultad con que topamos para salir avante procede de un error que hasta muy avanzado el curso cometeremos una vez y otra, por muy taxativas que sean mi recomendaciones para que lo evitemos. Este error traba y trabará durante mucho tiempo todavía, nuestra descripción de la vida. Consiste en que lo que estamos describiendo -nuestra vida- es lo más elemental, lo previo a todo lo demás; muy especialmente previo a la ciencia, ya que la ciencia no es más que una cosa entre las innumerables que hacemos en nuestra vida. Y ocurre que en vez de atenernos a lo que esa realidad elemental y primitiva es, y al cariz que en ella presentan sus ingredientes, metemos en la descripción de la vida lo que no es ya vida sino sabiduría nuestra sobre lo que en ella hay. La física, por ejemplo, nos hace saber que el contorno nuestro es un espacio lleno de materia, la cual está constituida por átomos que vibran. Supongamos por un momento que esa opinión de la física fuese absolutamente verdad, por tanto, que fuese una opinión definitiva. (Esta suposición es sobremanera generosa, porque no ignoran ustedes que en la física no hay, ni puede haber, nada definitivo; pero partamos de ella para extremar la consideración.) Pues bien, aun en tal caso siempre resultaría que esa opinión de la física no sería sino una opinión nuestra sobre el contorno en que estamos cuando vivimos. Pero una opinión, una teoría sobre nuestro contorno, por muy cierta que sea, no es nuestro contorno. Al contrario, supone lo que nuestro contorno es y era antes de nuestra teoría, y lo que seguirá siendo con ella y después de ella. Mi contorno vital no está constituido por átomos; si así fuese, yo no necesitaría en mi vida hacer o aprender física, sino que simplemente viviendo me encontraría ya ahí con los átomos, sin necesidad de pensar sobre mi contorno para descubrirlos.

En el análisis de la frase «estar yo en una habitación», no conseguimos aclarar el sentido del estar por la sencilla razón de que haciéndonos problema del «yo», del en y del estar hemos dejado como cosa de suyo clara el significado «habitación». Y este descuido ha dado lugar a que entendiésemos sabiamente, y no vitalmente, lo que es este ingrediente de lo que ahora es mi vida. Como cosa pasada de clavo hemos entendido por habitación un cuerpo físico, un espacio material. Y de aquí han venido todas las dificultades, todos los tártagos que estamos pasando. Era inevitable que si la habitación es un espacio material, el estar yo en ella tuviese también un sentido de relación espacial y material con ella.

Ahora bien, no hay nada de esto. Yo sostengo que si nuestra vida ahora consiste en estar en esta habitación, esta habitación no es en su realidad primaria y propia un espacio, ni es nada material. Lo cual producirá en ustedes estupefacción tan grande que bien merece dejar el desarrollo de esta idea extravagante para la lección próxima.

 

LECCION V

[La circunstancia y lo que sabemos «sobre» ella. -La vida desnuda y el despensar los pensamientos.- Yo y la circunstancia formamos parte de mi vida. -Los diversos «haceres» con la circunstancia. El pensar es un «hacer» no primario. -Previa presencialidad del «contar con». -Los dos modos del ser de las cosas: pensarlas y vivirlas. -El primado de la interrogación y su alcance preintelectual. -Las cosas son primariamente comodidades e incomodidades.-El hueco del ser.]

 

Sostenía yo que si nuestra vida consiste ahora en estar dentro de esta habitación, esta habitación no es, en su realidad primaria y propiamente, un espacio, ni es nada material.

Veamos si yo consigo que esta idea tan heteróclita llegue a ser para ustedes una verdad evidente.

Recordarán por qué camino hemos llegado a esta cuestión. Habiendo caído en la cuenta de que nuestra vida consiste ahora en estar yo -el yo que es cada cual- en esta habitación, quisimos aclararnos y describir la realidad que hay tras de la palabra «estar», la realidad a que esta palabra alude, nombra. Evidentemente, se trata en ella de la relación entre mí y la habitación. Hicimos varios ensayos para expresar esa relación de alguna manera, si no adecuada, por lo menos clara y satisfactoria. Intentamos primero entenderla en sentido espacial: yo formo parte de esta habitación. Pero pronto vimos que eso no tenía sentido. Yo no formo parte de esta habitación porque yo, el yo que vive la vida de cada cual, es único. Esta habitación es por completo heterogénea a mí, no en virtud de disquisiciones que me instruyen de que esta habitación es un espacio material y yo soy inmaterial -alma, espíritu-, sino más radicalmente porque siendo yo único, cualquiera otra cosa, sea materia o sea otro espíritu, es distinto de mí, heterogéneo a mí. En vista de esto recogimos este resultado negativo, según el cual «estar yo en esta habitación» no es formar parte de ella, en una expresión positiva, y dijimos que equivaldría a «existir yo en lo otro que yo, o bien, existir yo fuera de mí». Pero lo uno era demasiado abstracto, aunque verdadero. Existir es un concepto de alta abstracción que nos fue menester someter a un análisis semántico. Resultó de él que «existir» significa sensu stricto: ejecutar la esencia, ser efectivamente lo que se es, serse. Pero este resultado semántico nos queda demasiado abstruso, remoto, inconcreto en relación con lo que vemos con toda evidencia y concreción constituir ahora nuestra vida, a saber, que estoy en una habitación. Y lo otro, decir que existo fuera de mí, nos hacía recaer, merced al «fuera», en una interpretación espacial que en este caso resultaba no ya falsa, sino absurda.

Perdidos en nuestra busca de claridad sobre lo que sea el estar, nos percatamos de que habíamos analizado más o menos todos los términos de la frase, salvo la que nos parecía ofrecer menos problemas: la expresión «esta habitación», la habíamos dejado desatendida e intacta por creer perfectamente claro su sentido sin necesidad de análisis especial.

Pero en ello estribó nuestro error. Dábamos por sabido lo que representa la habitación como ingrediente de nuestra vida cuando ésta, como ahora, consiste en que estamos en ella. Y lo dábamos por sabido precisamente porque «sabemos» muchas cosas sobre la habitación: que es un espacio, que es materia constituida por átomos, etc.; y todo eso que sabemos sobre la habitación lo metemos en ella, y la hacemos consistir en ser eso ahora. Este es -decía yo- el error general y tenaz que nos estorba y estorbará constantemente para describir la grande y terrible sencillez de nuestra vida, no advirtiendo la salvadora perogrullada de que todo lo que pensemos sobre nuestra vida y sus ingredientes es algo que hacemos estando ya en nuestra vida; que ésta, pues, con todos sus ingredientes, es ya antes de que nosotros nos pongamos a pensar sobre ella y sobre éstos.

 

Claro está que al describir ahora la vida nos hemos puesto a pensar sobre ella, pero en este único caso lo que nuestro pensar busca, lo que se propone, es precisamente descubrir la realidad vital en su desnudez, lo que ella es cuando no es sino ella, cuando se quita de sobre ella todo lo demás que hemos pensado sobre ella o con motivo de ella y que no es ella. En suma, en este caso único nuestro pensar se esfuerza en despensar todos los demás pensamientos que en nuestra vida pensamos. (Dentro de muy poco van a entender perfectamente esta frase que acaso les parezca ahora un trabalenguas.)

De todos nuestros pensamientos sobre el contorno, circunstancia o mundo de nuestra vida el más elemental, el que se nos impone con mayor evidencia, es que el ámbito en que al vivir nos hallamos es un espacio. Por eso al interpretar la expresión «nuestra vida consiste ahora en estar en una habitación», dimos por supuesto y como cosa indiscutible que ésta es un espacio. Esta inadvertencia, este desliz, este supuesto es lo que ha reobrado sobre el resto de la frase y nos ha impedido cobrar bien su sentido.

Ha llegado la ocasión de subrayar algo que dije en la segunda lección, cuando por vez primera hice una descripción condensada de lo que es nuestra vida, descripción de cuyos párrafos todo lo que posteriormente hemos dicho no es sino el comentario y el pulimento.

Yo espero que a estas alturas ninguno de ustedes confunda ya esa realidad que cada cual llama «su vida» con su yo. Yo no soy más que un ingrediente de mi vida: el otro es la circunstancia o mundo. Mi vida, pues, contiene ambos dentro de sí, pero ella es una realidad distinta de [ambos]. Yo vivo, y al vivir estoy en la circunstancia, la cual no soy yo. La realidad de mi yo es, pues, secundaria a la realidad integral que es mi vida; encuentro aquélla -la de mi yo- en ésta, en la realidad vital. Yo y la circunstancia formamos parte de mi vida. Ahora sí que podemos sin error asegurar que yo formo parte de algo, a saber, de mi vida. La circunstancia -en el caso presente y preciso: esta habitación-, es la otra parte de mi vida. Era un error decir que yo -parte de mi vida- formo parte de la otra parte de mi vida que es la habitación. No; formo parte del todo que es mi vida, la cual es un todo precisamente porque yo soy [una] parte distinta de la otra parte que es la habitación. Así decía yo en la segunda lección: «Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona, sino que de ella forma parte nuestro mundo: ella -nuestra vida- consiste en que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y, evidentemente, lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo. Ni nos es más próximo el uno que el otro término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno, sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al mundo con el mundo, dentro del mundo y sumergido en su tráfago, en sus problemas, en su trama azarosa. Pero también viceversa: ese mundo, al componerse sólo de lo que nos afecta a cada cual, es inseparable de nosotros. Nacemos juntos con él y son vitalmente persona y mundo como esas parejas de divinidades de la antigua Grecia y Roma que nacían y vivían juntas -los Dióscuros, por ejemplo-, parejas de dioses que solían denominarse dii consentes, los dioses unánimes.»

 

Ahora, lo que nos preguntamos es: ¿qué es esta habitación? , pero no en abstracto y sin más, sino que nos preguntamos qué es esta habitación en cuanto ingrediente de mi vida. Al encontrarse viviendo el hombre se encuentra en una circunstancia o mundo. En este caso la circunstancia consiste en esta habitación. Mi vida ahora es estar en una habitación. Nos preguntamos qué sea ésta en cuanto [es] aquello donde estoy.

Precisada así, con todo rigor, la cuestión, nos encontramos con que la respuesta es sencillísima y formidablemente perogrullesca. A la par, es fundamental y de un golpe va a iluminarnos cosas muy decisivas.

Estar yo en esta habitación -fíjense ustedes- no es estar yo pensando en o sobre esta habitación.

Pensar en algo o sobre algo no es sino un hacer mío, es una de las muchas cosas que yo puedo hacer con algo. Yo puedo, por ejemplo, entrar y salir de esta habitación: he ahí dos cosas que yo hago con ella. Puedo también, una vez que he entrado, quedarme en ella un minuto o una hora; esto, quedarme, es otra cosa que hago con ella. Hay que desconfiar del aspecto relativo y aun absolutamente pasivo que, a veces, presentan las palabras. Quedarse diríase que no es un hacer, ya que todo hacer implica una actividad. Sin embargo, como en todo instante me es posible abandonar la habitación, el quedarme en ella implica que sigo en ella por alguna razón o motivo de carácter positivo y actuante, esto es, que el simple permanecer en ella es tan hacer como el entrar o el salir de la habitación, más aún, tan activo o enérgico hacer algo con ella como pueda ser el edificarla o destruirla. Cada nuevo instante que ustedes- se quedan en este aula están haciendo eso: quedarse, permanecer en el sentido más plenario de actividad. Y cuando hace un rato -fíjense ya en lo sorprendente de esta expresión espontanéenla del lenguaje: hace un rato- estaban ustedes a la puerta de este aula, estaban ustedes esperando para entrar en ella, estaban ustedes también haciendo algo, a saber, «haciendo tiempo para entrar en el aula», frase ésta que, ahora lo ven ustedes, no es metafórica, sino estricta y directa. Hacer tiempo es un efectivo, enérgico hacer, ni más ni menos hacer que hacer un negocio, que hacer la comida, que hacer una mesa, que hacer versos, que hacerse ilusiones. Y es evidente que su esperar a la puerta era un hacer, puesto que podían no esperar, sino irse o irrumpir antes de tiempo en el aula o haber llegado muy deliberadamente a la puerta en el momento de comenzar esta lección, para no perder tiempo. El que vino temprano vino porque tenía tiempo y porque lo tenía podía ponerse a «hacerlo», esto es, a esperar, ni más ni menos que el que tiene dinero puede hacer un negocio con él o hacerse una casa, y como el que tiene poesía, esto es, talento poético, puede hacer versos.

Son, pues, innumerables las cosas que nosotros podemos hacer -en esta habitación- con esta habitación, o mejor expresado, son innumerables nuestros posibles haceres con ella, respecto a ella, en ella o sobre ella. Uno de estos haceres, ni más ni menos que uno de tantos, consiste en ponemos a pensar en ella o sobre ella.

 

Ahora bien, lo peregrino de este hacer que llamamos «pensar en algo» estriba en que no puede ser, nunca, nuestro hacer primario o primitivo con ese algo. Quiero decir que nunca puede ser lo primero que hacemos con algo pensar en ello, sino que para poder yo ejercitar este peculiar hacer es preciso, evidentemente, que ese algo haya estado en una relación previa conmigo que no sea meramente pensarlo, pensar en ello. Así, para que yo pueda pensar en esta habitación es preciso que ya antes haya yo entrado en ella, o por lo menos haya oído hablar de ella, pues una de las cosas que podemos hacer con algo es «oír hablar de ello»; la prueba es que cuando algo nos es antipático o enojoso solemos decir que «no queremos ni oír hablar de ello», lo cual implica que, en los demás casos, nuestro oír es un querer oír, esto es, un prestar atención, un hacernos atentos.

Pero se dirá que esas cosas previas al pensar en esta habitación, que yo hago con ella, implican, a su vez, también un pensar. Entrar en el aula, quedarme en ella, permanecer en ella de pie o sentado o paseando, etc., suponen y llevan, como dentro de sí, un darme cuenta de la habitación, o como se dice desde hace tres siglos: «tener conciencia de ella». ¿Este darme cuenta, este tener conciencia, no es un pensar? La cuestión va a ocuparnos a fondo en las venideras lecciones de enero: es ella la gran batalla ideológica que vamos a dar en mil novecientos treinta y tres. Pero ahora nos es suficiente, para la descripción preambular a la Metafísica que de nuestra vida hacemos, con el recuerdo de aquella distinción entre el «contar con» y el «reparar». Se reconocerá que, sea lo que sea, el pensar en algo lo menos que puede ser es «reparar» en ello. O lo que es igual: el pensamiento es, como mínimo, reparar. Yo no reparo en el sillón en que estoy sentado -decíamos-, pero cuento con él. Si alguien lo mueve reparo que algo en él ha cambiado, esto es, que antes estaba de otro modo y, sin embargo, antes yo no reparaba en él. Existía, pues, para mí, pero no conscientemente. Estaba ante mí, constituía un elemento presente de mi vida en ese ahora, me había «enterado» de él; en suma, contaba con él, pero no pensaba en él.

Es, pues, falso que todo hacer mío con algo implique un auténtico pensar en ese algo o tener conciencia de él. Si los hombres, que tenemos varias veces al día que abrochamos numerosos botones, tuviésemos al hacer esto que pensar o tener conciencia de cada uno de los botones y cada uno de los ojales, necesitaríamos toda la jornada o poco menos para la operación, y al cabo de ella quedaríamos más extenuados que si hubiésemos asistido a varias lecciones seguidas de Metafísica.

Resumiendo: pensar en algo es un hacer nuestro que supone siempre otros haceres nuestros con ese algo, los cuales no son pensamiento y sólo implican el simple «contar con», esa extraña presencia que ante mí tiene todo lo que forma parte de mi vida Pero esta presencia ante mí de todo aquello Con que al vivir cuento, no es un estar ante mí en la forma especialísima en que un objeto de conciencia está ante el sujeto consciente, en que lo pensado está ante el que piensa.

 

Ahora bien, la raíz y simiente de toda la .Edad Moderna ha sido la creencia opuesta a lo que acabo de decir. La Edad Moderna se formó en torno a la afirmación funda- mental de que nuestra relación primigenia Con las cosas es el pensarlas y que, por tanto, las cosas Son primordial- mente lo que Son cuando las pensamos. Eso es lo que se ha llamado «idealismo» y toda la Epoca Moderna -en su filosofía y en todo lo demás- ha sido esencialmente idealismo.

Esto insinúa a ustedes la importancia que puede tener esta sencilla averiguación que acabamos de hacer, según la cual, lo que las cosas Son primariamente es lo que son cuando no pensamos en ellas, antes de que pensemos en ellas: lo que son cuando contamos con ellas, esto es, simplemente las vivimos.

Colocado así el asunto se advierte desde luego que no podemos entender esos dos modos de ser las cosas -el primario o lo que Son cuando no pensamos en ellas, y el secundario o lo que Son cuando sí pensamos en ellas- si no es confrontando el uno con el otro, comparando el uno con el otro.

Ahora bien, ¿qué es lo primero que es una cosa cuando pensamos en ella, en el momento inicial de todo pensar en algo? Por ejemplo, se trata de esta luz. Imagínense que nos ponemos a pensar sobre esta luz y que llevamos ese pensar nuestro a la plenitud mayor que hoy puede el hombre alcanzar en ese orden de pensamientos, esto es, que hemos pensado sobre la luz todo lo que hoy puede el hombre pensar sobre ella. Ese pensamiento máximo sobre la luz se llama óptica. Habremos, pues, hecho la óptica. y si observamos cuál es el resultado de tan vasta y compleja operación de pensar, de tan agudo y preciso hacer, notaremos que lo que al cabo de la óptica conseguimos y hallamos es saber bastante lo que es la luz. Al final de la óptica, pues, no tenemos esta luz, sino una cosa muy distinta de ella que es el «ser de la luz». Cuando tenemos esta cosa decimos que sabemos. Saber es posesión del ser de una cosa, no posesión de la cosa, sino de su ser. Como esta posesión se verifica en un pensamiento que piensa ese ser, decimos que ese pensamiento nuestro es verdad.

Sobre todo esto tenemos que hablar mucho, pero ahora nos basta con lo dicho. Porque ello nos permite responder a lo que hace un momento inquiríamos: ¿qué es lo primero que es una cosa cuando nos ponemos a pensar en ella?, por tanto, no lo que es antes de pensarla sino en el comienzo de pensarla. Si el término y cumplimiento de mi pensar sobre ella es saber lo que es, evidentemente, el comienzo de mi pensar sobre ella será no saber lo que es. El pensar, que culmina en saber, comienza por ser ignorar. El pensamiento, es pues -tanto más y antes que saber-, pura ignorancia. El que no piensa no es ignorante. La piedra no ignora lo que es la dinamita que la hace reventar. Porque ignorar es pensar positivamente en algo, es pensar que no se posee el ser de una cosa, es pensar que no se sabe lo que es; en suma, es saber que no se sabe. La ignorancia sabe que la cosa tiene un ser, pero no sabe cuál es ese ser, no sabe lo que es. Pero «que es» tiene originaria y propiamente un sentido interrogativo: ¿qué es esta luz? He aquí nuestro primer pensamiento sobre la luz, nuestra inicial ignorancia: es una pregunta. Y para ese primer pensamiento esta cosa es... una cosa cuestionable, preguntable: un problema. Lo primero que una cosa es cuando pensamos en ella es... cuestión.

 

A la altura de esta quinta lección hemos hecho ya con el estilo de este curso ciertas experiencias que debemos aprovechar, fertilizar tanto ustedes como yo. Al principio, cuando oían algunas expresiones mías pensaron más de una vez: Bueno, esto está dicho metafóricamente o por lo menos no está dicho en un sentido formal y estricto. Luego les ha acontecido a ustedes rectificar: aquellas mismas frases que parecían metafóricas e informales resultaban luego tener un sentido directo y estricto. Así nos pasa en este caso.

Digo que lo primero que las cosas son cuando pensamos en ellas es... cuestiones. Antes de que yo sepa lo más mínimo sobre esta luz, antes de que yo pueda decir que esta luz es esto o lo otro o lo de más allá, he tenido que hacerme cuestión de ella, que preguntarme: ¿qué es? Todo lo otro que [esta luz] vaya a ser viene con posterioridad a su ser pregunta, a su ser cuestión. Porque algo me es cuestión mi pensamiento comienza su actividad a fin de resolver la cuestión. Si no, mi pensamiento no funcionaría, no tendría para qué ponerse en marcha y aunque yo lo posea como mecanismo a mi disposición, como «facultad», no usaría de él.

Las cosas son, pues, para mi pensar, primero, cuestiones, algo respecto a lo cual se pregunta. Bien, pero esa pregunta: ¿Qué es esta luz?, ¿a quién se hace? Preguntar es un hacer, mío. Yo pregunto. Bien: pero toda pregunta sobre algo se hace a alguien. ¿A quién hago yo la pregunta? ¿A mí mismo o a otro,. por ejemplo, aun fisico?

Aclaremos el primer caso. Resulta que, en él, yo me hago la pregunta a mí mismo, que yo me pregunto. Pero, ¿no es esto extraño? Por lo visto, se trata de que una parte de mí mismo pregunta a otra parte de mí mismo; como si dijéramos -y esto sí es metáfora- que un lóbulo de mi cerebro pregunta a otro lóbulo de mi mismo cerebro: Oye, amigo, ¿qué opinas tú de esto?

Algo hay de tal, en efecto: yo dirijo mi pregunta a lo único en mí que puede responder, que tiene voz, que habla: a mi intelecto. Toda cuestión como tal es cuestión intelectual. Pero esto supone que el yo interrogante, el yo que pregunta a su intelecto no es el intelectual. Y si ese yo no intelectual propone la cuestión al intelecto quiere decirse que ya para él son las cosas cuestiones, pero en un sentido pre-intelectual.

No nos perdamos en este intrincamiento que es, acaso, el primero que encontramos en este curso, lo primero en él que es difícil de entender. Refresquemos, pues, los términos del asunto.

Ser cuestión algo significa que buscamos -questio viene de querere, buscar-, significa que buscamos con respecto a una cosa lo que es, que buscamos su ser. Pero si buscarnos el ser de una cosa es que antes estábamos ya en relación con la cosa, que teníamos ésta. Yo ahora tengo esta luz ahí y por eso se me ocurre preguntarme cuál es su ser o qué es. De una cosa que yo no tuviese ahí no se me ocurriría preguntarme por su ser. Perfectamente. Pero ahora notemos el lado inverso del asunto. Cuando yo tenga la cosa «esta luz», no tengo su ser, puesto que necesito buscarlo. Luego las cosas que yo tengo, las cosas que están ahí y que integran mi circunstancia son distintas de su ser.

 

Pero -y aquí viene la tremebunda paradoja-, pero si esta luz que está ahí es algo distinto de su ser quiere decirse que las cosas no tienen «ser», mientras no me pregunto yo por él y hago funcionar mi pensamiento. Pero como pensar en ellas -según sabemos- es sólo una de las innumerables cosas que puedo hacer con ellas, resultará que en todo el resto de mi hacer, en todo el resto de mi relación vital con las cosas éstas no tienen ser. Y ahora sí que nos ocurre preguntarnos con toda vehemencia: ¡Demonio!, y entonces, es decir, cuando yo no pienso en las cosas sino que vivo con ellas sin pensarlas ¿qué son las cosas? ¿Qué son las cosas cuando no tienen ser, esto es, cuando... no son?

Estoy seguro que ustedes se han dado, con toda evidencia, la respuesta, pero que, al punto, la han rechazado por considerarla absurda, ininteligible. A mi pregunta: ¿Qué son las cosas cuando no pensamos en ellas, cuando, por lo mismo, no tienen ser, en suma, cuando no son?, se han respondido ustedes: ¡Ah!, entonces, las cosas son... nada.

Pero, ¡claro!, esto les parece a ustedes ininteligible y prosiguen: ¿De modo que esta luz que me está alumbrando cuando no pienso en ella, es... nada? Pero, ¿no decimos en la misma frase que está ahí, que nos alumbra, etc.? ¿Cómo podemos añadir que es nada? Ya era, en efecto, estupefaciente, aquel anuncio inicial de esta lección, según el cual, si nuestra vida consiste ahora en estar en esta habitación, esta habitación no es primordialmente un espacio material. Pero lo de ahora es ya espeluznante: que esta luz que me alumbra, es, cuando yo no pienso en ella, nada.

Me hago muy bien cargo de que el asunto resulta difícil de entender. Por lo mismo necesito que ustedes me ayuden. Y para ello que se decidan, de verdad, a cumplir su tácita promesa, quitando de sobre la luz todo lo que ustedes piensan sobre ella, quedándose, pues, exclusiva- mente con lo que esta luz es sin todo eso. Y, ¿qué es entonces? Pues es, lo que ahora me alumbra, lo que yo puedo encender y apagar, lo que cuesta un cierto dinero a la Facultad, etc. Bien; pero nada de eso es el ser de esta luz. Cuando pienso en ella mucho y llego al final de mis investigaciones ópticas, hallo que el ser de esta luz consiste en ser vibración etérea. ¿Qué tiene que ver esto -ser vibración etérea- con alumbrarme ahora a mí, con que yo la pueda encender y apagar, con que cueste dinero a la Facultad? Todo esto habla casi más de mí que de la luz; en rigor, no dice sino lo que a mí me pasa o acontece ahora con la luz -ser alumbrado por ella- y lo que a ella le pasa conmigo: alumbrarme a mí. Pero no dice nada más de la luz, no dice lo más mínimo sobre lo que es la luz. Su vibración etérea no está ahí, no me pasa a mí con ella ni le pasa a ella conmigo. Por tanto, mientras mi hacer con ella o lo que con ella me pasa es recibir su luz para que yo pueda leer, encenderla con este propósito, apagarla para que no cueste mucho a la Facultad, etc., esta luz ni es vibración etérea, ni es esto o lo otro.

 

Si ahora resumimos, contestando perentoriamente, rigurosamente a nuestra pregunta: ¿Qué es esta luz cuando yo no pienso en ella? Pues es lo que me alumbra y me permite leer, lo que enciendo y apago, lo que cuesta tanto y cuanto a la Facultad. Pero, y ¿qué más es? Pues... nada más; es decir, pues nada... además. Por tanto; es todo aquello y, además, nada. O dicho en otra forma: ser todo aquello es ser nada.

Yo no pretendo que, por el pronto, entiendan ustedes bien esto que acabo de decir. Ya nos ha acaecido en este curso más de una vez que al dar yo un nuevo paso en la descripción de la vida, por lo pronto, no lo han entendido bien. Sin embargo, la nueva idea, aun en su primera aparición, produjo en ustedes como una vislumbre de que por allí había una cierta verdad insospechada para ver la cual a plena luz convenía prepararse. Esta preparación, este ¡alerta! es el que me basta por el pronto. La luz se prepara con la vislumbre.

Lo que sí nos importa desde luego tener en plena claridad es que si nuestra vida consiste en lo que hacemos, podemos dividir aquélla en dos porciones: de un lado, todo lo que hacemos con las cosas que no sea pensar en ellas y de otro, aislado, ese peculiarísimo hacer que es el pensar. La división, como advierten, secciona nuestra vida en dos regiones muy desiguales de tamaño, ya que de un lado está sólo el hacer que es el pensar, y del otro, todos los demás innumerables haceres que componen nuestra existencia. El pensar no es ni más ni menos hacer que cualesquiera de los otros; si, no obstante, creemos conveniente ponerlo aparte es, porque, según vemos, sólo cuando lo ejercemos cobran las cosas un ser que no tienen en sus demás relaciones con nosotros.

Ahora necesitan ustedes habituarse y ejercitarse en el intento de pensar cómo son las cosas cuando y mientras no pensamos en ellas.

Imaginen que hace un rato, en vez de elegir como ejemplo esta luz hubiésemos preferido escoger, para el caso, la tierra y nos hubiésemos preguntado: ¿Qué es esta tierra que veo con mis ojos, que piso con mis pies, sobre la cual camino despacio unas veces, de prisa otras? Mientras pensábamos todo esto nos ocupábamos de la Tierra y no de esta luz. Pero mientras no nos ocupábamos de esta luz ella nos estaba alumbrando y nosotros gracias a ella podíamos leer. Yo no reparaba en ella, pero contaba con ella, con su alumbrarme, como no reparo en este sillón, pero cuento con él, con el amable servicio que me presta al estar yo en él sentado. Si queremos expresar la realidad, lo que es la luz y lo que es el sillón en ese rato, tendremos que decir: la realidad de esta luz en ese rato consiste exclusivamente en alumbrarme y la del sillón en ser lo en que me siento. Fuera de este alumbrarme, de esta acción presente y actual sobre mí, esta luz no es nada en mi vida que es la de ahora. Y como hablamos sólo de lo que es nuestra vida y de lo que en ella sean sus ingredientes, tengo derecho a decir que primordialmente las cosas no son sino su pura y presente actuación sobre mí. La luz luce, me ilumina y esto es todo.

 

Pero, de pronto, la luz se apaga y yo que me estaba ocupando de la Tierra y no de la luz suspendo entonces aquella ocupación y me pongo a ocuparme de esta luz; entonces, es decir, cuando el lucir y alumbrarme de la luz cesa. Yo necesito seguir leyendo y la luz me niega su servicio habitual. Mi vida, que era ahora leer, queda perturbada, anulada por la falta de luz, y se convierte en otro ahora, en otra situación, en otra vida constituida por no poder leer -a causa de no haber luz-, por una negación. Esta negación de mi vida, que encuentro en mi vida, este no poder ser el que necesito ser -esto es, un lector- me hace caer en la cuenta de que no coincido con la circunstancia, que ésta es distinta de mí, que no puedo «contar con» ella, que me es ajena, que me es extraña; en suma, que me extraña. Al fallar en algo nuestro contorno, es cuando lo sentimos como extraño, por tanto, como otra cosa que nosotros y entonces, precisamente entonces, cuando nos falla, cuando nos extraña es cuando reparamos en él. Al apagarse esta luz es cuando volvemos a ella nuestra atención y nos preguntamos: ¿Qué le pasa a esta luz? , pregunta que lleva en sí la otra: ¿Qué es esta luz? La luz cuando no luce y necesito que luzca, cuando no hace conmigo lo que venía haciendo y con lo cual me sentía cómodo, hace algo nuevo conmigo: me incomoda y al incomodarme se me hace... cuestión.

Si todo lo que me rodea, empezando por mi cuerpo, me fuese cómodo yo no repararía en nada, no sentiría la circunstancia como tal circunstancia, como algo extraño a mí sino que creería que el inundo era yo mismo. Si al acercar la mano a la mesa ésta cediese y no opusiese resistencia, negación al movimiento de mi mano, tendría derecho a sentir y a pensar que mi mano y la mesa pertenecían a mi yo, que eran yo. Pero si se comportase así la mesa, como, por otra parte, yo necesito ahora apoyar en ella mis brazos, al ceder ella me incomodaría y la sentiría como extraña. Cada cosa en mi vida es, pues, originariamente un sistema o ecuación de comodidades e incomodidades. Cuando una cosa me es incómoda se me hace cuestión: porque la necesito y no «cuento con» ella, porque me falta. Las cosas, cuando faltan, empiezan a tener un ser. Por lo visto, el ser es lo que falta en nuestra vida, el enorme hueco o vacío de nuestra vida que el pensamiento, en su esfuerzo incesante, se afana en llenar.

 

LECCION VI

[Revisión del itinerario. -EI repertorio de posibilidades circunstanciales. -Fatalidad y libertad. -Vivir es existir aquí y ahora.]

 

Procuremos, ante todo, recoger brevemente las averiguaciones logradas a fin de que podamos reanudar nuestro itinerario.

Si nos ocupásemos de Astronomía nuestro propósito sería definir el ser de los astros, lo que los astros son. Parejamente, el propósito de estas lecciones es intentar definir el ser del hombre. El ser del hombre es lo que éste suele llamar su vida. Somos nuestra vida. Ahora bien, la vida de cada cual consiste, por lo pronto, en que se encuentra teniendo que existir en una circunstancia, contorno, mundo o como quieran ustedes llamarlo. Esa circunstancia o mundo en que, queramos o no, tenemos que vivir no podemos elegirlo nosotros, sino que, sin nuestra anuencia previa y sin saber cómo nos encontramos disparados sobre él, arrojados a él, náufragos en él y para sostenernos en él y vivir no tenemos más remedio que hacer siempre algo, que salir nadando. Yo no me doy la vida a mí mismo, sino que me es dada, me encuentro con ella al encontrarme conmigo mismo. Pero lo que me es dado al serme dada la vida, es la inexorable necesidad de tener que hacer algo so pena de dejar de vivir. Y ni siquiera esto: porque dejar de vivir es también un hacer -es matarme- no importa con qué arma, la Browing o la inanición. La vida que me ha sido dada no me es dada hecha sino que tengo que hacérmela yo. No me es dada hecha, como al astro o a la piedra le es dada su existencia ya fijada y sin problemas. Lo que me es dado, pues, con la vida no es sino quehacer. La vida da mucho quehacer.

Y lo más grave de esos quehaceres en que la vida consiste no estriba en que haya que hacerlos, sino en que antes de hacer algo tengo que decidir yo mismo lo que voy a hacer; por tanto, lo que voy a ser. Al llegar a este punto les hacía notar a ustedes la superlativa paradoja que esto encierra. Porque según ello, resulta que el ser del hombre, a diferencia de todas las demás cosas del universo, consiste no en lo que ya es sino en lo que va a ser, por tanto, en lo que aún no es. El hombre comienza por ser su futuro, su porvenir. La vida es una operación que se hace hacia adelante.

¿Cómo se compagina esto con lo enunciado por mí cuando decía que la vida es siempre un presente, un ahora?

Consiste, repito una vez más, en lo que hacemos, en nuestras ocupaciones. Tenemos que estar siempre ocupados con algo y ya vimos que inclusive el no hacer nada, el esperar, es hacer tiempo, lo cual es una ocupación, a veces angustiosa. Pero estas ocupaciones a que dedicamos nuestra vida no nos vienen impuestas. Tenemos que resolver nosotros ahora en qué nos vamos a ocupar luego, dentro de un instante. Es decir, que ahora nos ocupamos en decidir nuestra futura ocupación. Cuando se trata de nuestra existencia cotidiana formada por hábitos consolidados esta decisión es fácil. El que va todos los días acierta hora a la tertulia no suele vacilar mucho en decirse a esa ocupación. Porque también eso es una ocupación, no discutamos ahora si buena o mala, también es un hacer, es pasar el tiempo, lo contrario de hacer tiempo. El que espera, decíamos, hace tiempo par(l algo, pero el que simplemente deja pasar el tiempo ése pierde el tiempo, es decir, lo deshace.

 

Insisto, pues, en que ahora -en todo ahora- nos ocupamos en decidir nuestra futura ocupación, lo que aún no somos, lo que vamos a ser. Ahora bien, esto es ocuparse por anticipado, es ocuparse antes de ocuparse, es... pre-ocuparse. La vida es preocupación. Y lo es siempre, a toda hora, no sólo en las situaciones especialmente graves, si bien en ellas se muestra más a las claras, dolorosamente el carácter de preocupación anejo a nuestra vida; inevitable en un ser como el del hombre que tiene que decidir su propio ser, lo que va a ser.

Ahora bien, esto que llamamos preocupación, este ocuparse por adelantado con lo que nos va a ocupar luego no es sino ocuparse con el porvenir. Y el hombre es ese extraño ser que tiene el privilegio, a la vez doloroso e ilustre de existir en el futuro. Ahora mismo, en este instante, ¿qué somos ustedes y yo? Ustedes en este instante presente no están, hablando con rigor, en el presente sino que están esperando la palabra próxima que yo voy a pronunciar, están en el futuro inmediato, proyectados hacia él, atentos a él. La que yo he pronunciado, la presente que ya han oído no les ocupa ya. Y yo estoy ahora preocupado de la frase que voy a decir; la que estoy diciendo ya no me ocupa propiamente, mi aparato laríngeo y mis labios la pronuncian de modo casi mecánico. No puedo ahora dejarme derivar a las sustanciosas cuestiones filosóficas que esta esencial averiguación suscita. Quedémonos con sólo esto: que nuestra vida es por lo pronto y sobre todo, proa de sí misma, que anticipa y taja el espumante porvenir, esto es, que lo decide.

Pero si yo tengo, quiera o no, que decidir lo que voy a hacer -ya que nadie puede darme hecha la decisión-, quiere decirse que la vida me coloca siempre, siempre, en todo instante, frente a varias posibilidades de hacer. Al salir de aquí yo puedo hacer muchas cosas diversas, por lo menos varias. Entre ellas tengo que decidir. El tener que decidirme implica que no está nunca mi ser decidido de antemano como lo está el del astro al que le es dada decidida su órbita. Antes de decidir estoy, pues, indeciso, perplejo. He aquí que la vida es... perplejidad, constante y esencial perplejidad.

Hasta aquí llegábamos y aquí es, por tanto, donde tenemos que hincar bien los talones para reanudar nuestra andadura.

Y comencemos por preguntarnos ¿qué tiene que acontecer, cómo tienen que estar las cosas para que alguien se sienta perplejo, o de otro modo, cuáles son los ingredientes de la perplejidad, verdadera sustancia de nuestra vida? y es evidente que para que alguien se sienta perplejo será menester que ese sujeto tenga, por fuerza, que hacer algo, pero que encontrando ante sí diversas posibilidades de hacer, de ser, no sabe por cuál decidirse. De aquí que el símbolo de la perplejidad es la encrucijada: varios caminos se abren ante nosotros, ¿cuál tomaremos? El uno nos lleva a ser una cosa, el otro nos lleva a ser otra; vamos a elegir nada menos que nuestro ser mismo. Y repito que esto, con mayor o menor dramatismo, acontece en cada instante de nuestra vida. La existencia del hombre es constante encrucijada.

 

La circunstancia o mundo en que hemos caído al vivir y en que vamos prisioneros, en que estamos perplejos, se compone en cada caso de un cierto repertorio de posibilidades, de poder hacer esto o poder hacer lo otro. Ante este teclado de posibles quehaceres somos libres para preferir el uno al otro, pero el teclado, tomado en su totalidad, es fatal. Las circunstancias son el círculo de fatalidad que forma parte de esa realidad que llamamos vida. Pero, pótenlo bien, porque éste es el carácter fundamental de nuestra existencia, esa fatalidad de nuestra circunstancia, del mundo en que vivimos no nos obliga a hacer, a ser una sola cosa. ¡Ojalá que fuese así! Entonces la vida del hombre sería como la de la piedra -muy cómoda-, porque para la piedra existir es estar dirigida por las fuerzas cósmicas. La piedra que en el aire soltamos no siente perplejidad alguna: lo que va a hacer, lo que va a ser está ya decidido desde siempre, caerá hacia el centro de la tierra. Pero no está decidido hacia qué dirección van ustedes a caminar cuando salgan de aquí, ni está tampoco decidido si mañana van a meditar un poco sobre lo que yo les he dicho o se van a desentender de ello: pueden ustedes hacer lo uno o lo otro. Dentro de la fatalidad de vuestra circunstancia sois libres; más aún, sois fatalmente libres porque no tenéis más remedio, queráis o no, que escoger vuestro destino en la holgura y el margen que os ofrece vuestra fatal circunstancia.

Cada hombre -y claro está, cada mujer- tiene su mundo o circunstancia que se parece más o menos a la del prójimo, pero que siempre tiene algunos elementos distintos. Casi todos los que estamos aquí somos españoles y eso, ser español, significa propiamente tener ante sí una circunstancia, una fatalidad y un repertorio de posibilidades diferentes de ser inglés o ser alemán. Pero aun siendo españoles nuestra circunstancia sería bastante diversa si viviésemos en la España del siglo XVII. La circunstancia o mundo en que por fuerza existimos no es sólo un aquí determinado sino que es una determinada fecha. Vivir es existir aquí y ahora; como antes he dicho, salir nadando en el aquí y en el ahora, no en una circunstancia imaginaria. Por eso debe parecernos idiota todo lo que no sea comenzar por aceptar alegremente la circunstancia en su efectiva realidad. Ante lo fatal lo único con sentido que se puede hacer, es aceptarlo. Eso es lo primero, luego ya veríamos si podemos en alguna medida mejorar esa circunstancia, sacarle el mayor provecho posible. La vida es siempre un lugar una fecha -es lo contrario del utopismo y el ucronismo-; o lo que es igual, la vida es, por sí misma, histórica.

Yo creo que al llegar aquí pueden ustedes ver ya con cierta claridad y mayor precisión aquella fórmula con que definíamos el problema de la vida, de la vida de cada cual al decir que consiste en que el yo que somos cada uno tiene que existir en una circunstancia, en un contorno dado que, tiene que realizarse en él; ¡fíjense ustedes!, consiste en que yo tengo que ser yo, no dentro de mí, sino en el mundo donde sin quererlo me encuentro, en éste de ahora. Y ese mi mundo podrá ofrecerme más o menos facilidades para realizarme en él, pero siempre es distinto de mí *.

 

* [En una nota autógrafa de Ortega que se refiere al término del manuscrito de esta lección se advierte: «Siguió págs. 1, 2 y 3 de "Ensimismarse y Alterarse", I, y luego lectura de párrafos sobre el Yo en "Goethe"» Reproduzco los textos aludidos en el Anejo 2º, que, así complementa a esta lección VI.]

 

LECCION VII

[La estructura general de nuestra vida y sus componentes. -¿Qué género de «hacer» es el pensar sobre algo? -Pensar; decir; lugar común. -La necesidad del ser.]

 

Con todo esto no hemos hecho sino definir la estructura general de nuestra vida, pero si lo que he dicho es verdad, en cada instante concreto de nuestra vida tendremos un caso particular de esa estructura general, esto es, que si analizamos nuestra realidad en cualquier instante hallaremos que está constituida por los componentes enunciados, que consistirá en que estamos en una circunstancia determinada, que en ella estamos haciendo algo, ocupándonos con algo, que este hacer y ocupación nuestros fue decidido por nosotros en una pre-ocupación, y que si decidimos hacer lo que estamos haciendo fue porque nos parecía realizar con ello el yo que cada uno de nosotros presiente que tiene que ser. El hombre no puede materialmente dar un paso sin anticipar todo su porvenir y en vista de él decidirse a darlo o no darlo, a caminar en una dirección o en otra.

Todo esto acontece, en efecto, ahora; la vida de ustedes consiste concretamente en estar ahora en esta habitación y se trataba de analizar esta situación concretísima, de hacer su anatomía, diríamos, microscópica, a fin de encontrar en ella con plena evidencia todos esos ingredientes sustantivos de la vida, que nos han hecho entrever aquellas fórmulas macroscópicas.

Nuestro propósito es, pues, expresar en conceptos, pensar la realidad que es nuestra vida tal y como ella es ahora. Pero encontrábamos una dificultad fundamental y es que al pensar su vida el hombre tiende, por razones que a su hora descubriremos, a no pensarla según es, sino a interpretarla como si el ser de esa vida fuese de la misma estructura que el ser de las cosas corporales que hallamos en nuestra vida 1.

 

l [En este lugar del manuscrito hay una nota al margen que dice «Relectura de las primeras páginas de la lección V.»]

 

Al llegar aquí yo quisiera resumir lo demás que en la lección V dije, y pasar lo antes posible más adelante.

Ya este fin, desearía que se preguntasen: ¿qué género de hacer es el pensar sobre una cosa?, esto es, ¿qué hacemos con ella cuando pensamos en ella? No vacilarán ustedes en responderse: cuando pensamos sobre una cosa lo que hacemos es ocuparnos en averiguar lo que es, en descubrir su ser. Perfectamente: pero esto implica que la cosa, tal y como ella está en mi vida, antes de pensar sobre ella no manifiesta su ser, o lo que es igual, está en mi vida, actúa en ella, pero no tiene ser. Esta luz me alumbra, tengo su iluminación, la tengo, pues, a ella como tal luz, pero no tengo su ser, no está ahí su ser, no sé lo que [ella] es. Y esto me acontece con todo lo demás que integra mi vida. Lo que pasa -y ya veremos por qué- es que hemos pensado ya sobre muchas cosas, y hemos recibido todavía más pensamientos sobre ellas, los que la tradición educativa y la cultura ambiente contienen acumulados. De aquí que creamos saber no poco sobre ellas, sobre lo que son, y este saber esté tan convertido en hábito que ese su ser -que ya sabemos- nos parece estar ahí. Así cuando decimos que esta habitación es un espacio material nos parece que esto -un espacio material- está ahí por sí y sin que nosotros pensemos en ello. Y, sin embargo, es cosa bien clara que hablando con rigor ni nosotros ni nadie sabe de verdad y en absoluto lo que es un espacio material. Sólo sabemos algo sobre ello muy parcial y aproximado y problemático. Y si, ni aun después de haber pensado la humanidad miles y miles de años en ello ha logrado saber radicalmente lo que [el espacio material] es, ¿cómo va a estar ahí, formando parte de mi vida? Recuerden ustedes que todo lo que forma parte de mi vida es manifiesto, patente: si no, yo no lo vivo.

Si el contorno o circunstancia en que estamos sumergidos -y esta inmersión en la circunstancia es lo que llamamos vida- tuviera un ser, y vivir fuese desde luego encontrar patente ante nosotros ese ser, la existencia del hombre sería estrictamente lo contrario de lo que es. En primer lugar, no necesitaríamos pensar sobre las cosas sino que éstas nos revelarían por sí mismas, y desde su aparición ante nosotros, su ser; esto es, que vivir sería desde luego saber lo que es el mundo, y al saber esto sabríamos su pasado y su porvenir, y sabiendo el porvenir del mundo sabríamos el nuestro en él y no nos hallaríamos en perplejidad, teniendo que decidir nuestro futuro entre varias posibilidades. Un mundo cuyo ser es sabido se compone sólo de necesidades.

 

Pero el caso es que la realidad radical llamada por nosotros vida tiene caracteres totalmente opuestos a éstos. Siempre que de algo digamos «es tal» o «es cual» «es así» o «es de este otro modo» hemos abandonado el algo, la cosa según se da en su actuación primaria sobre nosotros y la hemos sustituido por un pensamiento nuestro, por una interpretación. Ella, la cosa, por sí misma, según su actuación primaria en nuestra vida no es tal ni es cual, no es así ni del otro modo: está, en suma, desnuda de todo ser. La tierra está ahí bajo mis pies o bajo los cimientos del edificio en que me encuentro. En mi vida tiene un papel primario que es sostenerme. Pero he aquí que de pronto se estremece, oscila, deja de ser firme, de sostenerme. Entonces es cuando me hago cuestión de ella. Antes era -fíjense- lo que me sostiene. Ahora es... una cuestión, un problema. Me pregunto: ¿qué es la tierra? El pensamiento comienza a funcionar, disparado por la urgencia vital, pre-intelectual, de tener que ser sostenido por ella y... fallarme, no servirme para ese menester de mi vida. Si el mundo en tomo respondiese a todas mis necesidades o menesteres yo no me habría hecho nunca cuestión de nada en él, no se me hubiera ocurrido pensar sobre nada; y ni siquiera tendría la idea de necesitar, de haber menester. Un mundo en tal sentido favorable al hombre es precisamente otro mundo, el mundo con que el hombre sueña y sueña en él porque éste es, más bien, lo contrario: un mundo desfavorable al hombre.

En el secreto fondo de sí mismo, el hombre cuenta siempre con esa resistencia del mundo a él, pero tarda mucho en revelarse a sí mismo su propio secreto. Parecerá extraño que pueda tener uno consigo mismo un secreto y, sin embargo, nada más sencillo y corriente. Secreto es todo aquello con que contamos, que interviene en nuestra vida pero que no nos hemos dicho nunca, o lo que es igual, que no lo hemos pensado. Pensar y decir son, como veremos, una misma cosa y no es un azar que en Grecia lógos significase ambas cosas. El pensamiento no existe sin la palabra: le es esencial ser formulado, expreso. Lo inexpreso e informulado, esto es, lo mudo no ha sido pensado y como no ha sido pensado no es sabido y queda secreto. Por eso hablar -esto es, pensar- es manifestar, declarar o aclarar, descubrir lo cubierto u oculto, revelar lo arcano. «Decir», decir algo es poner de manifiesto lo que antes existía en forma latente y larvada. Y el sentido primario del decir no es el conversar, no es el revelar yo a otro mi pensamiento, que mientras no se lo revele mediante el lenguaje es para el otro un secreto, un algo oculto; para que yo pueda decir algo a alguien es preciso que antes me lo haya dicho yo a mí mismo, esto es, que lo haya pensado, y no hay pensar si no hablo conmigo mismo. De donde resulta que antes de revelar algo al prójimo he tenido que revelármelo a mí mismo. Mas para esto es preciso que, además de contar con ello, haya reparado en ello, me haya hecho cuestión de ello y me lo haya definido. El lenguaje es ya por sí ciencia, la ciencia primigenia que encuentro ya hecha en mi contorno social, es el saber elemental que recibo de la comunidad en que vivo y que me impone desde luego una interpretación de las cosas, un repertorio de opiniones sobre su ser. El lenguaje, es por excelencia, el lugar común, el saber mostrenco en que inexorablemente tiene que alojarse todo mi pensamiento propio, original y auténtico.

 

Pero volvamos al asunto presente. Decía yo que en el secreto fondo de sí mismo el hombre cuenta siempre con el carácter de antagonista que frente a él tiene el mundo, más que tarda mucho en revelarse a sí mismo ese secreto; en suma, en pensarlo y decírselo, en saberlo con conocimiento directo y expreso. Pero el hombre suele tener dos modos de expresar y pensar lo que constituye su vida, esto es, todo aquello con lo que cuenta. Un modo directo y otro indirecto. Por ejemplo, cuando el hombre inventa el mito de la varita de virtudes y con ella un mundo mágico donde se realizan sin esfuerzo ni resistencia todos sus deseos, no hace una definición directa del mundo real en que vive, como de un mundo donde los deseos no se realizan o que impone cuando menos penosos esfuerzos para la satisfacción de nuestros deseos, pero en el hecho de imaginar ese mito expresa indirectamente así mismo que cuenta, en secreto y sin saberlo, con un mundo desfavorable y antimágico, esto es, con un mundo compuesto de ingredientes que fallan, que no nos sirven. El mundo mágico es una circunstancia imaginaria en que todo nos serviría, en que la tierra no temblaría nunca. En ese mundo el hombre sentiría una imperturbable seguridad. Pero si lo imagina es que en este mundo, en el real, en el que no tiene que ser imaginado por el hombre sino que lo envuelve y aprisiona inexorablemente, se encuentra inseguro, extranjero y perdido. El cuento de la varita mágica expresa, pues, en forma positiva y como en relieve, la presencia inexpresa, secreta y, por decirlo así, en hueco que tiene en mi vida la resistencia del mundo.

Antes de fallarnos la tierra con su temblor no habíamos pensado en ella: simplemente la usábamos, como usamos esta habitación al estar en ella l.

 

1 Lo que niega su servicio, nos niega, se opone. El mundo nace ante nosotros como «no». Se retira al Aventino -la huelga-, descubrimiento del mundo del trabajo. El mundo mágico no sería mundo sino yo mismo: Dios. No es que su pensar sea crear; Dios no piensa. (Nota al margen, del autor.)

 

Antes, descansábamos, nos sosteníamos sobre la tierra; pero cuando es lo que ahora no nos sostiene, no sabemos qué hacer con la tierra, a qué atenemos con respecto a ella. Y no sabemos aquello porque no sabemos esto. Por eso nos es cuestión. La cuestión es fundamentalmente nuestro hacer con ella, nuestra conducta, con la tierra. Pero para ello necesitamos asegurar nuestro atenimiento a ella: para ello es menester que ella tenga una conducta: un ser. Estamos desorientados ante la tierra porque eso es precisamente lo que no tiene y, por tanto, lo que hay que buscar. Ella, la tierra, no necesita tener ser; somos nosotros los que necesitamos que lo tenga. ¿El ser de las cosas resultará que consiste en una necesidad del hombre?

Por eso se dispara la pregunta: ¿qué es la tierra? 2.

 

2 [Conforme observará el lector, las dos precedentes lecciones y otras posteriores son más breves que las restantes, y la redacción del manuscrito se hace más sintética e implícita. Téngase presente que estas páginas reproducen un texto preparatorio de unas lecciones universitarias, y que la exposición oral, en todo caso, solía exceder al previo manuscrito. Y, además, que el contenido de la lección de un día concreto podía no coincidir con las numeradas separadamente en este manuscrito.]

 

LECCION VIII

[La pregunta por el ser. -EI mito de la expulsión del paraíso. -La vida contemplativa y el método. -EI «hacer » teorías .frente al hueco del ser . -El recurso al yo social de la gente. -Los supuestos del recurso. -De la nada a nadíe. -EI sistema de acciones esenciales. -Antagonismo entre tradición y razón. - De nuevo, ¿qué es la Tierra? -De nuevo, la inmaterialidad de la circunstancia: su servicialidad.]

 

Si la tierra tiembla dejando de sostenernos y, por tanto, negándonos su habitual servicio nos preguntamos: ¿Qué es la tierra? Cuando el sol súbitamente y en pleno día niega su iluminación habitual favorable al hombre, éste se pregunta: ¿Qué es el sol?

Esta pregunta por el ser nace, pues, inspirada por haber perdido la confianza en nuestra circunstancia; es lo que hacemos cuando ante una cosa no sabemos qué hacer, cómo comportarnos, qué conducta seguir. La confianza anterior en que con respecto a ella estábamos consistía en que no habíamos reparado en ella como tal ella, por tanto, que no. la veíamos como otra cosa, independiente, ajena y extraña a nosotros. Al fallarnos, notamos esta falla como resistencia a nosotros, como negación de nosotros y este no ser «yo» la separa de mí, la contrapone a mí; y este carácter de ser «lo contra mí» me hace verla como independiente de mí, la pone en sí misma, la pone en sí.

Lo propio acontece con mi cuerpo: cuando enfermo se opone a mí y no me sirve, ipso facto queda ajeno a mí, heterogéneo. De este modo el hombre al vivir descubre la dualidad radical de su vida: siente que está en lo otro que sí mismo, en país extraño, depaysé.

El mito de la expulsión del paraíso representa, acaso, [una visión] de la vida que hace de ella un estar fuera, en un contorno que no se nos resistiese, y que por no resistírsenos se confundiese con nosotros mismos; es decir, que no sería contorno. El mundo en que es arrojado el hombre cuando sale del paraíso es el verdadero mundo porque se compone de resistencias al hombre, de algos que le rodean y con los cuales no sabe qué hacer, porque no sabe a qué atenerse con respecto a ellos. El paraíso es el mundo mágico de que hablamos el otro día. El mundo, en cambio, es el antiparaíso. A la confianza con lo habitual, con las cosas en que no se reparaba, sucede la desconfianza, la desorientación, el incesante alerta.

Una circunstancia tal, compuesta de algos ante los cuales no sabemos qué hacer, está constituida por problemas, por cuestiones. Lo que primariamente nos es cuestión es qué haremos con o ante una tierra que tiembla, esto es, que no está quieta, ante un sol que no luce, ante un cuerpo que está enfermo, esto es, que no está sano. Por tanto, lo que primariamente es cuestión para nosotros es nuestro hacer, nuestros actos. Y noten ustedes el casi gracioso resultado: al sernos cuestión qué haremos con esos algos lo que decidimos es... hacernos una pregunta, esto es, hacernos cuestión de ellos, preguntándonos: ¿Qué es la tierra, qué es el sol, qué es mi cuerpo?

Pero apretemos un poco más el sentido de ese hacernos cuestión de las cosas. ¿No es también un hacernos cuestión de nuestro hacer? Cuando la tierra tiembla yo no sé si echar a correr o tenderme o subirme a un árbol o salir al mar en fuga del suelo rebelde. Y para resolver esta cuestión de mis haceres materiales con ella, me hago la pregunta por el ser de la tierra, esto es, me hago cuestión de qué debo pensar sobre ella; por tanto, de otro hacer mío, pero ahora del peregrino hacer intelectual. Suspendo, pues, mi trato corporal, digamos, práctico con la tierra y me preocupo de mi trato intelectual con ella. Me recluyo en una dimensión de mi vida -el pensamiento- al serme cuestión las demás. Esta dimensión se ha llamado: «vida contemplativa».

 

El nombre induce a error. El pensamiento, como hacer del hombre, no consiste en mirar desinteresadamente los objetos en torno y reflejarlos como un espejo, que es lo que parece significar la palabra «contemplación».

Hemos visto que el acto inicial del pensamiento era preguntarse por el ser de algo, de la tierra, por ejemplo, que ha temblado. Pero la tierra está ahí y no tengo, por tanto, que preguntarme por ella. La pregunta significa, por el contrario, que necesito alejarme de la tierra que está ahí y ponerme en marcha hacia su ser que no está ahí. De aquí una de las metáforas más insistentes que designan el pensamiento como un caminar y al hombre que piensa como un caminante, viator. Esta idea de camino culmina en la idea de método. No es, pues, el pensamiento contemplar la tierra que ya está ahí, sino, al contrario, intento de dejar de ver la tierra según está ahí, y sustituirla por otra cosa que es su ser. La otra metáfora más moderna para designar el hacer intelectual o pensamiento es ésta: con la tierra que está ahí y que, por temblar, no nos sirve y nos impide estar seguros sobre ella, tenemos que hacer otra tierra segura. Si yo sé a qué atenerme, respecto a esos temblores, si sé cuándo, porqué y en qué medida se producen adquiero con respecto a ellos seguridad. Pero eso supone que uso la tierra que está ahí como dato o conjunto de datos con los cuales, como con un material construyo una imagen firme de la tierra, el ser de la tierra, la verdad sobre la tierra. El pensamiento, visto al través de esta metáfora, tampoco es contemplación, es construcción y aparece como un caso particular del hacer técnico; que no es desinteresado, que no es reflejar las cosas, sino transformarlas fabricando con ellas otra que me sirva, que se adapte a mí. Como el carpintero con el tronco que el árbol le ofrece y que está ahí, hace una silla que no estaba ahí sino que es «creación», construcción suya, así el pensamiento con las cosas inmediatas de nuestra vida fabrica el ser de esas cosas, que nos tranquiliza, que nos permite servirnos de ellas, diríamos, contra la voluntad de ellas.

Sin que yo insista ahora sobre el tema conviene subrayar que esta advertencia incidental nos hace entrever todo pensamiento, incluso el pretensamente más puro contemplativo, como un caso particular de la actividad técnica del hombre. Si esto fuera cierto habría, en algún modo, que invertir el orden tradicional diciendo que el hombre no fabrica instrumentos, útiles, porque piensa y sabe sino al revés que es horno sapiens porque es, quiera o .no, horno faber y la verdad, la teoría, el saber no es sino un producto técnico. Y, en efecto, de las muchas cosas que se pueden hacer con la madera del árbol -sillas, mesas, estatuas, cruces, canoas- una es la teoría que se puede hacer, fabricar sobre la madera del árbol. Es más, no se puede hacer ni el más sencillo taburete con ella, si antes no se ha hecho un mínimum de teoría sobre ella. El taburete supone, en efecto, ciertas elementales ideas de estática.

 

Ello es que mi pregunta ¿qué es la tierra? expresa mi inseguridad respecto a ese importantísimo ingrediente de mi circunstancia. Yo antes, confiado, contaba con la tierra sin reparar en ella: ahora, cuando tiembla, reparo en ella, pero no puedo, sin más contar con ella por la sencilla razón de que ya no tengo la tierra. Yo llamaba tierra a lo que me sostenía, pero ahora no me sostiene, por tanto no es tierra. (Terra, tersa, es «lo seco», se entiende, lo no líquido, lo sólido, lo firme.) ¿En qué quedamos? No puedo quedarme ni con lo uno ni con lo otro, la tierra no es ni lo uno ni lo otro. Al encontrar por vez primera la tierra como lo otro que yo, como indócil a mi servicio lo primero que encuentro es que no tiene un ser; o lo que es igual, que no es nada, que es un no ser ante mí. Por eso digo que no tengo ya la tierra, sino en su lugar un vacío de ser. ¿Y cómo voy a saber lo que puedo hacer con la tierra si ésta consiste en no ser esto ni lo otro, por tanto, [si] es un puro enigma? Sin duda, la tierra sigue estando ahí: la hay pero eso que hay es un no ser.

Tal vez resulte a algunos un poco difícil entender esto, pero es lo más sencillo del mundo. Imaginen ustedes, que a alguien ignorante del lenguaje chino, le presentamos un papel escrito y redactado en ese idioma y agregamos: morirá usted mañana si no hace usted lo que en ese papel se dice. El escrito está ante él, lo hay, hay un decir. Pero, ¿qué le dice ese decir? Le dice... nada. Lo que hay, pues, ante él es una negación, un vacío de algo, el hueco de un decir. Hay una realidad, sin duda, pero esa realidad positiva consiste precisamente en una negación de sí misma; es lo que la filosofía había de llamar la «privació», un activo no ser.

Nuestra pregunta ¿qué es la tierra? aspira a llenar ese vacío, a encontrar tras ese «no ser» de la tierra su ser positivo, a sustituir la impresión de inseguridad que experimentamos por un estado de seguridad.

Veamos ahora cuál es nuestro segundo acto después de ese inicial que consiste en preguntarnos.

La angustia que el hombre siente ante el terremoto es inalienable: quiero decir que cada hombre la siente efectivamente, por su propia, individualísima cuenta. La aspiración a salir de esa inquietud y la pregunta que se hace sobre el ser de la tierra son actos vitales no menos auténticos, no menos suyos. Todo ello acontece en la soledad de cada hombre. Ningún otro interviene en mi angustia ni en mi preocupación interrogativa por el ser de lo que me inquieta. Pero he aquí que, después de hacernos a nosotros esa pregunta en la radical soledad que es la vida efectiva de cada cual, la primera respuesta que el hombre busca no la busca en sí mismo, no se ocupa en hacérsela él sino que tiene la tendencia a encontrarla ya hecha en su contorno social. Después de preguntarse a sí mismo pregunta a los otros hombres, es decir, pregunta desde su propia memoria donde retiene ideas recibidas del contorno, que le han sido insufladas en la escuela, en conversaciones, en lecturas. No busca, pues, averiguar por sí lo que es la cosa sino que primero se contenta con averiguar lo que sobre ella «se dice». El sujeto de este decir es lo que hemos llamado «la gente»: el contorno social, el personaje colectivo, sin individualidad, que no es nadie determinado y por lo mismo irresponsable. Noten la transmutación que esto significa. La angustia y la pregunta inicial que es disparada por aquella, son exclusivamente mías: las vivo y las soy por mi cuenta, sólo yo conmigo; pero ahora admito en mí como respuesta una idea que no es mía, que no me he hecho yo sino que tomo ya hecha del ambiente. En suma, que suplanto mi yo individual por el yo social, dejo de vivir yo mi vida auténtica y hago que ésta se conforme según un molde mostrenco, común, anónimo. De ser individual paso a ser comunal, practico vital comunismo, en el orden del pensamiento.

 

Precisemos algunos de los elementos que van implicados en esta transmutación, en ese -como instintivo- recurso de mi yo auténtico al inauténtico yo social; inauténtico porque, gústeme o no, yo no soy los demás, la gente. La gente no es ningún efectivo y responsable yo. La «gente», el «yo» social no vive, no nace y muere, no sufre, no tiene que decidir su ser, no piensa por sí sino que sólo repite pensamientos; esto es, «dice», habla en el único sentido en que «decir» y «hablar»- no es una misma cosa con pensar y con darse cuenta de lo que se dice y habla. Por todas estas razones califico el yo social de inauténtico. El yo común no es ningún yo determinado, por tanto, es nadie.

Los elementos más interesantes, reitero, que van implicados en ese recurrir de mi yo al yo social, en ése caer de desde mí mismo sobre la colectividad son:

1º La desconfianza ante mi contorno social tiende a tranquilizarse en una confianza, por lo visto, existente dentro de mí, en la «gente». Desconfió de la naturaleza y confió en la sociedad, en la humanidad.

2º Esta confianza implica por mi parte la creencia de que hay siempre un repertorio de respuestas en mi contorno social; por ejemplo, que yo no sé lo que es la tierra, pero que la «gente» lo sabe.

3º Esto, a su vez, significa que el hombre al vivir se da cuenta de que está siempre en una circunstancia o mundo no sólo natural, de cuerpos minerales, vegetales, animales, sino que flota al mismo tiempo siempre en una «cultura» preexistente. Cultura es ese repertorio ambiente de respuestas a las inquietudes de la vida auténtica o individual.

4º Que sea por los motivos que sea, bien o mal fundados, yo tiendo a abandonar mi propia vida, tiendo a hacerme irresponsable de ella, a suplantar mi yo por un yo común e inauténtico.

5º Que esa respuesta de la gente, del vulgo, del común y que admito, una de dos: o la admito repensándola íntegramente y entonces propiamente no la recibo sino que la recreo con mi esfuerzo personal y haciéndola renacer de mi propia evidencia; o la admito sin revisarla, sin pensarla, por tanto, la admito precisamente porque yo no la pienso sino porque la piensa la gente, porque se dice. El fenómeno de abandono en el yo social, de no llevarse y sostenerse a sí mismo, sino de caer, como en un colchón, en la comodidad del «se dice», de la «gente», de la «opinión pública», de la masa, que ahora analizamos es el que acaece en este último caso. Pero entonces nótese:

6º Hay una gran incongruencia entre la pregunta y la respuesta. La pregunta ¿qué es la tierra? la he pensado y sentido yo con su afectiva e intransferible angustia, mas la respuesta: la tierra es un astro -u otra pareja- no la he pensado ni repensado yo sino que me repito con ella lo que «se dice», y con este repetir entro a formar parte de la gente, la cual es nadie. Yo, pues, me vuelvo nadie, que es lo que, practicando un calembour con su nombre, hacía Ulises cuando quería ocultarse o desaparecer.

7º Con lo cual se cierra el ciclo de este proceso primario: me hago la pregunta en vista de que la tierra habitual se me volvió un no ser, se me hizo un nada, pero al recurrir a lo que se dice recurro a nadie.

 

Estas son las implicaciones principales que lleva en sí ese movimiento que hacemos o, lo que es igual, tendemos a hacer siempre que reparamos en el antagonismo del contorno frente a nosotros. No se trata aquí de hacer historia, de lo que la vida humana es en una época a diferencia de lo que es en otra. Se trata, por el contrario, de dibujar la estructura permanente de la vida, lo que ésta es siempre. En todas las épocas funciona el sistema de acciones esenciales en que la vida consiste: la diferencia entre unas y otras procede del más y el menos en la preponderancia de unas acciones sobre otras. Así en determinados tiempos este recurso a la cultura ambiente, tópica y ya hecha, no se estabiliza o se estabiliza menos que en otras. En algunas épocas el hombre domina esa tendencia a abandonarse en lo colectivo y vuelve así mismo, desecha la idea ambiente y busca hacerse una propia, individualísima opinión. En otros tiempos acontece lo contrario. Este es un tema de suma importancia para una filosofía de la historia. Como no intentamos ahora ocuparnos de esta disciplina evitaremos desarrollarlo.

Sólo al paso, y como de soslayo, conviene dejar hecha la advertencia de que conforme retrocedemos en la cronología histórica y nos acercamos a la vida primitiva el abandono de la propia vida al yo social y colectivo es más acusado. Lo que «se dice», la opinión establecida de antiguo, en suma, la tradición domina por completo al pensamiento individual. No es éste quien discrimina, juzga y sentencia según su personal criterio de íntima evidencia sobre la verdad o error de la idea tradicional, sino, al revés, el individuo somete su espontánea convicción al tribunal de la tradición. Cuando un pensamiento ante mí funda su verdad en que me parece evidente, el principio que me mueve a adoptarlo se llama razón. Cuando, por el contrario, funda su «verdad» en que «se dice» por la gente desde tiempo inmemorial, por tanto, en el hecho bruto de su repetición, el principio que me mueve a adoptarlo se llama tradición. La razón nos aparece ya aquí como un imperativo de recurrir cada cual a sí mismo. La tradición, viceversa, como un imperativo de escamotear nuestro «yo mismo» disolviéndolo en lo colectivo.

Si la vida primitiva se caracteriza por el casi radical predominio del imperativo tradicional, es ilusorio pensar que en época alguna deja de actuar. El más resuelto a seguir sólo la razón, es decir, su íntima evidencia no puede seguir de hecho esta norma sino en pequeños sectores de su vida: el resto de ella lo entrega a la tradición y vive de ella. Sin esta porción de ideas convencionales no podría vivir, su inseguridad ante la mayor parte de su circunstancia sería intolerable. La sociedad, es decir, la tradición le lleva en brazos y al mismo tiempo le aprisiona.

Expresado lo mismo en otra forma tendremos: nuestro yo propio tiene que existir, quiera o no encajado en un yo social, en una tradición, en un mundo de ideas que no son suyas, con las cuales se encuentra y entre las cuales tiene que alojar las suyas propias, exactamente lo mismo que le acontece con el mundo físico.

Cada época nos parece, según esto, como una ecuación específica entre razón y tradición, entre la vida auténtica de los individuos y la vida convencional, tradicional, comunista l.

 

1 [Sobre el pensamiento sociológico de Ortega, al que se refieren las antecedentes consideraciones, véase El hombre y la gente, publicado en esta colección editorial.]

 

Pertrechados con semejantes consideraciones, tornemos a nuestro asunto principal. Al preguntamos angustiados, ¿qué es la tierra?, la tradición nos envía, automática, un enjambre de respuestas ya hechas a alguna de las cuales, por de pronto, nos agarramos. Esas respuestas son de distinta densidad: una es lo que la ciencia más avanzada de este instante histórico opina. Esta respuesta, recién nacida, fresca aún de su aparición en la mente individual de un creador no ha logrado todavía invadir la amplitud anónima del yo social. Es aún difícil de entender, no es aún un hábito mental, aún se la discute. Para recibirla hay que hacer no poco esfuerzo y casi nos obliga a repensarla por nuestra cuenta. Por lo mismo no nos tranquiliza del todo, no nos parece ser la realidad misma que buscamos sino una teoría como tal, una idea de otro hombre. Es el germen de una posible tradición, de un tópico que aún no se ha endurecido, no se ha consolidado.

Pero tras esa idea hay otras más añejas, de la ciencia de ayer o de anteayer. Estas nos parecen ser ya casi la realidad misma, nos aquietan más. Pero tras ellas hay todavía otras que son las teorías primigenias de la humanidad decantadas en el idioma. Y éstas nos suelen tranquilizar completamente. No nos parecen teorías, no las vemos como ideas sino como la realidad misma y efectiva. Por eso no se nos ocurre dudar de ella. Es relativamente fácil hacerse cargo de que el cielo de Copérnico es, no la realidad, sino una idea, una interpretación humana de la realidad. Es fácil porque es relativamente reciente y se opone a lo que los ojos parecen notificarnos. Pero si se dice que el sol es un cuerpo nos parece coincidir de tal modo con la realidad indubitable, con la realidad misma, que no recelamos en ese decir una teoría, una interpretación. Y, sin embargo, la idea de cuerpo supone toda una concepción del mundo físico, bien que elementalísima y tan antigua en la mente humana que se ha convertido en un hábito profundo en el cual descansamos. La idea misma de «cosa» resume una completa metafísica. Hasta aquí la hemos usado siempre que al definir la vida decíamos que el hombre se encuentra entre las cosas. Ahora debemos hacer la advertencia que «cosa» es ya una interpretación de lo que hay ante el hombre y con lo que éste tiene que habérselas. Cosa es un algo al cual atribuimos permanencia de ciertos caracteres al través de sus variaciones, por ejemplo, de sus variaciones de lugar. Que el sol en Oriente y el sol en Poniente es el mismo sol, que es un mismo ente o cosa rígida, invariable en su estructura principal y distinta del lugar en que se encuentra ahora o luego, es una sabiduría a que el hombre llegó a fuerza de pensar sobre el contorno.

Va todo esto a hacer caer en la cuenta de una sencillísima verdad: que si desnudamos la circunstancia mundanal en que estamos de cuanto sobre ella hemos pensado y recibido, la hemos vaciado por completo de ser y en su lugar hemos dejado un enjambre de punzantes problemas.

Ahora resultará claro de sobra, que si nuestra vida consiste al presente en «estar en una habitación», no quiere decirse que consista en estar el yo que es cada cual es un espacio. El espacio es una teoría, una idea.

«Estar en», empleado como concepto expresivo de la realidad primaria que es nuestra vida, significa simplemente «habérselas con» esto o lo otro, usar de, manejar, «servirse de». La habitación en que al vivir ahora nos encontramos no es ni siquiera una «cosa»: es aquello de que se están ustedes sirviendo para hacer lo que han decidido hacer, que es «escuchar una lección». La habitación está ahí; no espera para estar ella ahí y nosotros en ella que pensemos sobre ella y la interpretemos. Se adapta suficientemente al proyecto de ser oyentes de una lección, en vista del cual han venido ustedes a ella. Por lo mismo no se hacen cuestión de ella, sino que la usan sin más, diríamos, la viven como tal habitación. Pero si hubiera en ella excesivas resonancias o por rendijas del techo cayese sobre nosotros agua-nieve, dejaríamos de hablar y oír filosofía, de ocuparnos de filosofía, y pasaríamos a ocuparnos de la habitación, y entonces pensaríamos qué es una habitación cuando ya no es una habitación, un aula, un algo que sirve para oír.

 

LECCION IX

[Las dos mesas: la cosa substancial y el espacio poblado por campos de fuerzas. -La mesa primaria no es una ni otra. -EI peloteo del ser.]

 

1 [El texto reproduce párrafos del libro La naturaleza del mundo físico (1929), por Sir A. S. Eddington, que fueron leídos y comentados por Ortega en el comienzo de esta lección. Utilizo la traducción publicada por las ediciones de la revista Sur, de Buenos Aires, en 1938.]

 

«Me he puesto la tarea de redactar estas conferencias y, al hacerlo así, he acercado mis sillas a mis dos mesas 1. ¡Dos mesas! Sí; todos los objetos que se encuentran a mí alrededor tienen su duplicado...; dos mesas, dos sillas, dos plumas.

Por cierto que éste no parece el comienzo apropiado para un curso que, en el dominio de la filosofía científica, pretende llegar a un nivel trascendente. Más no podemos alcanzar la roca dura de buenas a primeras; preciso es al principio raspar un poco la superficie de las cosas. Y al empezar a raspar, con lo primero que entro en contacto es... con mis dos mesas.

Estoy familiarizado con una de ellas desde mi más tierna infancia. Es un objeto común dentro de ese ambiente que llamo mundo; ¿cómo voy a describirla?; tiene extensión; es, hasta cierto punto, permanente; noto que su superficie está pintada, pero que, ante todo, es substancial. Cuando digo "substancial" no sólo quiero significar que no se viene abajo cuando me apoyo en ella, sino que está constituida por "substancia", y en virtud de esa palabra intento transmitir cierto concepto de su naturaleza intrínseca. Es una cosa; no como el espacio, que es una mera negación; no como el tiempo, que es... iDios sabe qué! La característica distintiva de una "cosa " consiste precisamente en estar constituida por "substan- cia", y no veo mejor manera de describir la substancia, en este caso, que tomar como ejemplo ese trozo de naturaleza representado por una mesa ordinaria. No insisto más sobre el particular porque sería caer dentro de un círculo vicioso. Después de todo, si el lector es un hombre de buen sentido, un hombre no muy atormentado por escrúpulos científicos, puedo dar por sentado que comprende la naturaleza de una mesa ordinaria. Es más: me han hablado de hombres dotados de buen sentido que creían poder conocer mejor el misterio de su propia naturaleza siempre que los hombres de ciencia llegaran a explicársela en términos sencillos, como los que se emplean para explicar la naturaleza relativamente simple de una mesa.

La mesa número dos es mi mesa científica. Mi conocimiento de ella es más reciente que el de la otra, y por eso no me es tan familiar. No pertenece al mundo antes mencionado, a ese mundo que aparece espontáneamente a mí alrededor cuando abro los ojos, aun antes de entrar a considerar lo que en él es objetivo o subjetivo. Forma parte de un mundo que, de una manera indirecta, se ha impuesto a mi atención. Mi mesa científica es casi toda un vacío. Desparramadas en ese vacío hay numerosas cargas eléctricas moviéndose a gran velocidad, pero su volumen conjunto no alcanza siquiera a una trillonésima parte del volumen de la mesa. Dicha mesa contiene mi papel de escribir en forma tan satisfactoria como la mesa número uno, pues cuando dejo el papel sobre ella las minúsculas partículas golpean su parte inferior de tal suerte que el papel queda mantenido en suspenso a un nivel aproximadamente constante. Si me apoyo sobre esa mesa, no pasaré a través de ella; o, para ser rigurosamente exacto, la probabilidad de que mi codo científico pase a través de mi mesa científica es tan remota que puede ser descartada en la práctica. Pasando revista a sus propiedades, una por una, parece que hubiera poca diferencia entre las dos mesas, en cuanto a su utilidad para usos corrientes, pero cuando sobrevienen circunstancias anormales mi mesa científica ofrece ventajas sobre la otra. Si la casa se incendia, mi mesa científica se disolverá en humo científico mientras que mi mesa familiar sufrirá tal metamorfosis que no me será posible explicar el cambio y tendré que considerar lo ocurrido como un milagro.

 

Mi segunda mesa está exenta de "substancia". Casi toda ella es espacio; un espacio poblado por campos de fuerza, pero éstos deben ser designados bajo la categoría de "influencias" y no de "cosas". Ni siquiera podemos conferir la conocida noción de "substancia" a aquella minúscula parte que no está vacía. Al reducir la materia a cargas eléctricas nos alejamos considerablemente de la imagen que dio lugar al concepto de "substancia", y el significado de este concepto -si es que alguna vez tuvo alguno- se ha perdido en el camino. Todas las ideas científicas modernas tienden a eliminar las categorías estancas de "cosas", "influencias", "formas", etc., sustituyéndolas un fondo o fundamento común basado en toda la experiencia. Cuando entramos a considerar un objeto material, un campo magnético, una figura geométrica o una duración de tiempo, nuestra información científica se resuelve en medidas; ni el aparato de medir, ni el modo de usarlo, sugieren que hay algo esencialmente diferente en estos problemas. Las mediciones mismas no permiten establecer una clasificación por categorías.

Nos damos cuenta que es necesario concederles un fondo de perspectiva común; algo así como un mundo exterior. Pero los atributos de ese mundo, excepto aquellos que se reflejan en las medidas, quedan fuera de toda investigación científica. La ciencia, por fin, se rebela contra la tendencia a unir el conocimiento exacto, contenido en esas mediciones, al conjunto de representaciones tradicionales de conceptos; éstas no aportan información alguna auténtica, sobre el fondo de perspectiva común, en el plano del conocimiento.

No seguiré, por ahora, insistiendo en la insustancialidad de los electrones. Ello no es mayormente necesario para seguir nuestra línea de pensamiento. Pueden ustedes representarse los electrones tan substanciales como lo deseen, pero siempre comprobarán que existe gran diferencia entre mi mesa científica, con su "substancia" (si es que la tiene) tenuemente disgregada en una región casi toda vacía, y mi mesa cotidiana que consideramos como tipo de realidad sólida, lo cual, entre paréntesis, implica una protesta contra el subjetivismo berkeleyano. Hay una diferencia fundamental entre el hecho de que el papel ante mí está mantenido en el aire por una serie de pequeños golpes dirigidos desde abajo, por algo en cierto modo comparable a un enjambre de moscas, o que esté en ese mismo lugar porque hay "substancia " bajo él, pues, está en la naturaleza intrínseca de la substancia ocupar espacio con exclusión de otras "substancias". La diferencia aquí es cuestión de concepto, pero no existe diferencia en cuanto a mi tarea práctica de escribir sobre el papel.

 

Huelga decir que la física moderna, gracias a delicados experimentos y a una rigurosa lógica, asegura que mi mesa científica es la única que en realidad está ahí..., sea la que fuere aquello que ahí pueda haber. Por otra parte, cabe insistir en que la física moderna jamás conseguirá exorcizar la primera mesa -compuesto extraño de naturaleza externa, imágenes mentales y prejuicios heredados- que veo con mis ojos y puedo asir con la ,mano.

Debemos despedirnos de ella ahora porque vamos a dejar atrás el mundo familiar para adelantarnos en el mundo científico revelado por la física. Este es, o se supone que sea, un mundo puramente externo.»

Y ahora pregunto: cuando -leyendo a Eddington- digo que me acerco a la mesa para escribir, ese hacer y esa situación de mi vida que tales palabras enuncian ¿puede consistir en que me acerco a unos electrones? Un salvaje puede también acercarse a la mesa, ya que no para escribir, para sentarse sobre ella, y ese salvaje ¿se acerca también a unos electrones?

Pero lo mismo vale para le mesa como substancia. En rigor, la mesa primaria no es ni lo uno ni lo otro, ni nada. No tiene ser por sí: está ahí facilitando o dificultando mi vida como elemento de ella, me sirve o me desirve, me favorece o me perturba. Cabía decir que eso, favorecerme, es el ser de esta mesa. Sin embargo, y ¿si huyo porque hay fuego? La mesa me estorba. Y aun ese mismo ser -ser facilidad, ser dificultad- no lo es ella, sino que depende de lo que yo tenga que hacer: escribir o huir.

Por tanto, la circunstancia, por lo pronto y como tal, no tiene ser; ese mínimo que parecería tener no es de ella, sino de mí. Depende lo que la circunstancia sea de quien sea yo: el que tiene que escribir o el que tiene que correr.

Esto transfiere a mí el problema del ser de las cosas. Para responder a ¿qué son las cosas? tengo que preguntarme ¿qué soy yo?

Pero yo soy el que tiene que habérselas con la circunstancia, el que tiene que ser en ella. Lo que yo puedo y debo ser depende, pues, a su vez, de ella.

El hombre y su circunstancia pelotean el problema del ser -se lo devuelven uno al otro-, lo que indica que el problema del ser es el de lo uno y lo otro, el del hombre y su circunstancia; el de Todo.

El hecho radical e irremediable es que el hombre viviendo se encuentra con que ni las cosas ni él tienen ser; con que no tiene más remedio que hacer algo para vivir, que decidir su hacer en cada instante, o lo que es igual, que decidir su ser, y esto incluye, como hemos visto, el ser de las cosas.

Pero mundo significa un orden unitario de las cosas: es el ser de ésta, y ésta y todas las cosas articulado en un ser universal. Mundo es orden, estructura, ley y comportamiento definido de las cosas; una absoluta variación no sería mundo 1.

 

1 [La parte final de la lección consta, en el manuscrito, sólo de las abreviaturas que transcribo. El comienzo de la misma, al parecer, se ha extraviado.]

 

Lo posible y lo imposible. Mundo es orientación.

El hombre está desorientado.

Pseudo-orientación en el tópico.

Pero aun ese tópico fue, antes de ser tópico, obra de un hombre. No hay obra colectiva. La «gente» no hace nada.

Ese hombre tuvo que crear en la autenticidad de sí mismo la orientación que es aquel concepto.

Las orientaciones parciales o la pregunta por el ser de estas o las otras cosas: las ciencias.

Pero las ciencias viven en desorientación. El número, el mineral, el animal.

La orientación radical o universal. La pregunta por el ser del ser. Metafísica.

La vida de ustedes: estar ahora aquí… ¿Por qué?

La vida es interpretación de sí misma, justificación de sí misma.

 

LECCION X

[Nuestro camino hacia la Metafísica. -Saber cómo «saber a qué atenerse». -Construcción del Mundo ante la problemática circunstancia. -La Metafísica es una tarea inevitable. -La Metafísica es soledad.]

 

En las lecciones anteriores no hemos nombrado siquiera la Metafísica. Dijérase que para los efectos de ésta no hemos hecho sino perder el tiempo. Hoy, sin embargo, vamos a volver a mentar la Metafísica, pero esta vez ya formalmente, porque vamos a comenzar a hacerla en modo y expresión deliberados. Tal vez al comenzar la faena nos demos cuenta de que las lecciones anteriores nos han dado hechos y, sin premeditarlo, no pocos trozos de ella.

Mas, siguiendo nuestro uso, resumamos en última expresión cuanto hemos dicho.

Nuestra vida es ahora estar cada uno de nosotros en esta habitación ocupándonos de Metafísica. Esto es lo que hacemos. La vida es siempre tener que hacer algo en vista de las circunstancias en que estamos, tener que ocuparse con algo. Pero ese quehacer u ocupación que es en todo momento nuestra vida no nos es dado decidido, sino que tenemos que decidirlo nosotros. Para decidirlo necesitamos hacernos cuestión de él, esto es, necesitamos preocuparnos de ese hacer, de esa ocupación, de lo que vamos a hacer en la vida, de lo que vamos a ser. Por tanto, todas nuestras ocupaciones suponen y nacen de una ocupación esencial: ocuparse del propio ser. Mas nuestro ser consiste, por lo pronto, en tener que estar en la circunstancia. De aquí que la ocupación con nuestro ser, el hacernos cuestión de él, lleva consigo hacernos cuestión de lo que nos rodea y envuelve. Nos preguntamos: ¿qué es esta mesa en que me apoyo, qué es esta habitación en que estoy, qué es esta luz que me alumbra? y también: ¿qué soy yo: el que usa de la mesa, el que está en la habitación, a quien alumbra esta luz?

¿Por qué nos hacemos estas preguntas? Porque al encontrarme viviendo eso con que me encuentro consiste en que tengo que ser yo no en mí, sino fuera de mí, ahí, en la circunstancia, y ésta surge ante mí como un otro que yo, como un elemento que me resiste, que me niega. Ese «ser yo ahí» no va por sí solo, sino que vivir es precisamente tener que hacerlo, tener que lograrlo. El «ser yo ahí» que es la vida, me la encuentro, pues, como una tarea, como un problema que necesito resolver. Tengo, pues, que habérmelas con el «ahí» y «conmigo». Para ello necesito organizar mi hacer, y para organizarlo necesito orientarme en el ahí, en la circunstancia. Si no, no puedo dar ni un paso. ¿Por qué lo voy a dar en una dirección mejor que en otra? Más aún: ¿por qué, en absoluto, voy a dar un paso? ¿Por qué no renunciar a todo hacer y dejarme morir? Pero hasta para resolver dejarme morir tengo que motivar mi resolución, tengo que estar orientado sobre mi vida: sólo así «tendrá sentido» tal decisión; supone haberme convencido que es mejor morir que vivir. Pero esto, a su vez, implica que estoy ya perfectamente orientado sobre la vida, esto es, que sé la que es la vida y todo en ella.

 

No se puede vivir sin una interpretación de la vida. Es ésta una extraña realidad que lleva en sí su propia interpretación. Esta interpretación es, a la par, justificación. Yo tengo, quiera o no, que justificar ante mí cada uno de mis actos. La vida humana es, pues, a un tiempo delito, reo y juez.

Es, pues, para el hombre, imposible estar sin una orientación ante el problema que es su vida. Precisamente porque la vida es siempre en su raíz desorientación, perplejidad, no saber qué hacer, es también siempre esfuerzo por orientarse, por saber lo que son las cosas y el hombre entre ellas. Porque tiene que habérselas con ellas necesita saber a qué atenerse con respecto a ellas. La palabra «saber» significa eso: saber a qué atenerse con respecto a algo, saber lo que hay que hacer con ello o en vista de ello.

Yo estoy orientado con respecto a algo cuando poseo un plan de mi trato con ello, de mi hacer, y ese plan de mi conducta supone que me he formado un plano de esa cosa, una figura o esquema de lo que esa cosa representa en mi vida. Esa figura o esquema es el ser de esa cosa. Y como el ser de esa cosa se me enlaza irremisiblemente con el ser de las otras, no logro obtener aquél, no consigo orientarme de un modo radical con respecto a ella si no me he orientado respecto a todas, si no he formado un plano de todo. Este plano de todas las cosas es el mundo o universo y la orientación radical que él proporciona es la Metafísica.

(El matemático está orientado con respecto al número y las figuras; pero sólo parcialmente, porque no lo está respecto a la relación de ambos con lo demás.)

Esta averiguación nos pone delante algo inesperado: que la Metafísica u orientación radical del hombre no es algo adventicio, algo que hacen algunas veces algunos hombres llamados filósofos, pero que podían muy bien no hacer, algo, por tanto, que los demás no tienen por fuerza que hacer. Ahora resulta todo lo contrario: que el hacer metafísico es un ingrediente ineludible de la vida humana; más aún: que es lo que el hombre está haciendo siempre y que todos sus demás quehaceres son decantaciones y precipitados de aquél. En suma: que cuando ustedes creían que al acudir a una clase de Metafísica iban a hacer algo nuevo y, aunque acaso interesante, superfluo, se encuentran con que toda su vida no han hecho otra cosa. En efecto, ustedes han hecho cuanto han hecho en su vida en vista de una cierta interpretación de la circunstancia que en cada caso tenían. Esa interpretación en su inmensa porción les ha venido del contorno social en que se hallaban, pero ustedes han tenido que recibirla, que asimilársela, que adherir a ella y, con más frecuencia de lo que ustedes mismos creen, han elegido entre ideas diferentes sobre el mundo y las cosas del mundo, que el contorno les ofrecía. Han hecho, pues, Metafísica.

 

La Metafísica no es una ciencia; es construcción del Mundo, y eso, construir mundo con la circunstancia, es la vida humana. El Mundo, el Universo, no es dado al hombre: le es dada la circunstancia con su innumerable contenido. Pero la circunstancia y todo en ella es, por sí, puro problema. Ahora bien, no se puede estar en un puro problema. El puro problema es como un temblor de tierra o como el mar, algo en que no se puede estar. En el temblor de tierra no estamos, nos caemos. En el mar, nos hundimos. El puro problema es la absoluta inseguridad que nos obliga a fabricarnos una seguridad. La interpretación que damos a la circunstancia, en la medida que nos convence, que la creemos, nos hace estar seguros, nos salva. Y como el mundo o universo no es sino esa interpretación, tendremos que el mundo es la seguridad en que el hombre logra estar. Mundo es aquello de que estamos seguros.

Llegamos, pues, a esta fórmula: vida humana no es ser ya lo que es, sino tener que ser, tener que hacer para ser, por tanto, aún no ser. La expresión más inmediata de ello se encuentra advirtiendo que lo que más nos importa es si seremos en el próximo momento. El presente no nos importa ya. De aquí que la substancia radical de la vida sea inseguridad. Más, por lo mismo, es, a la vez, impulso, afán de seguridad y construcción del mundo que la hace posible. El hombre hace mundo para salvarse en él, para instalarse en él -el hombre es Metafísica. La Metafísica es una cosa inevitable.

Ahora se trata, para ustedes y para mí, de que el hombre sea buena Metafísica.

Llegados aquí no tenemos más que proceder con un poco de orden. Hemos dicho que es la Metafísica una orientación radical: pensemos un poco sobre las condiciones de una orientación radical.

Al ser radical no podemos limitar el área de la vida sobre que vamos a orientarnos. El físico se orienta sobre las cosas corporales: lo demás queda fuera de su ocupación, de lo demás no se hace cuestión. Con tal que él consiga saber a qué atenerse acerca de los cuerpos, todo el resto queda para él intacto. Si al lado de los cuerpos hay otro género de realidades, ¿qué le importa? Ni siquiera le importa cuál sea el valor y puesto de la realidad corporal en el universo. De aquí que acepta, sin hacérselo cuestión, el mundo; se entiende, el resto del mundo, según la tradición y su contorno social piensan que es. O dicho en otra forma: el físico, al hacerse problema del ser de los cuerpos, no puede aceptar sin examen previo y sin probarla ninguna opinión sobre los cuerpos, pero toma sin más, como firmes, otra porción de opiniones que no se refieren a los cuerpos. Por ejemplo, acepta la matemática, la da por verdadera y confiado en ella la usa en su laboratorio, acepta las leyes de la lógica, acepta, sin discutirlo, que el hombre es capaz de ciencia, etc. Todo esto puede hacerlo porque no pretende una orientación radical.

Ahora vemos, por contraposición, lo que es característico de ésta: no acepta ninguna opinión de cuya firmeza no podamos responder. Por tanto, no dar por segura ninguna opinión que no aseguremos nosotros mismos.

 

Fíjense lo que esto trae consigo. El físico puede aprovechar las opiniones ajenas, valiéndose de ellas, siempre que le resulten útiles. El físico hace su física apoyándola en convicciones de los que no son físicos. Hace, pues, su ciencia con otros. Pero el metafísico, al tener que renunciar a toda opinión que él mismo no se fabrique, al no poder recibir de los demás nada como bueno y firme, tiene que hacérselo él todo, o lo que es igual, tiene que quedarse solo. La Metafísica es soledad. Los demás podrán ponernos en camino de ella, pero cuando, de verdad, hacemos metafísica, esto es, cuando nos fabricamos nuestras convicciones radicales tenemos que hacerlo cada cual por sí y para sí, en radical soledad. Nadie, por excelente que sea su voluntad, puede damos hechas nuestras convicciones. Tenemos que convencernos a nosotros mismos.

El enunciado en que expresamos una convicción nuestra sobre el ser de algo se llama tesis, o posición, o proposición. El nombre es suficientemente significativo. Si, en efecto, llegamos a estar convencidos de algo, ese algo queda como firme ante nosotros, queda puesto.

Ahora bien, nuestras tesis son de dos clases: de un lado, todas aquellas que nos convencen porque se apoyan en otras ya firmes; de otro, las tesis primarias cuya firmeza no les viene de ninguna tesis previa.

Aquí tiene ustedes la dificultad constitutiva de una orientación radical: que necesita partir de ciertas tesis primeras, las cuales no funden su firmeza o verdad en otras y que, sin embargo, se afirmen a sí mismas. Todas las demás se apoyan en éstas, dependen de éstas, extraen de éstas su seguridad.

 

LECCION XI

[Una primera certidumbre sobre la totalidad. -¿Qué es lo que verdaderamente hay? -Primera tesis: las cosas y su conjunto o Mundo. -Sus atributos. - Segunda tesis: el idealismo.-Ingenuidad y cautelosidad.]

 

Perdidos en nuestra vida -vida es sensación de perdimiento- buscamos una orientación radical para ella. Orientarse supone una multiplicidad pura, un haber ante nosotros muchas cosas que no sabemos lo que son; ni cada una ni en la relación de unas con otras ni en su conjunto; en suma, supone un caos.

El primer acto de una orientación radical tendrá que consistir en obtener sobre ese caos la primera seguridad, lo que suele llamarse una primera certidumbre. El contenido de la primera certidumbre es la primera verdad. Queremos saber a qué atenernos respecto a las cosas y ahora estamos decidiendo nuestro primer atenimiento. Al ser primero, quiere decirse que vamos a apoyar o fundar en él todos los demás. Si no, no sería primero más que en el orden cronológico. Sería una certidumbre que logro ahora, a la cual seguirá otra que no tiene que ver con aquélla, y así sucesivamente. Si procedo así me encontraré con una multiplicidad de certidumbres inconexas; por tanto, que al querer orientarme en el caos de la circunstancia me encuentro perdido de nuevo en el caos de mis certidumbres. Necesito, pues, no certidumbres sin más ni más, sino un sistema de certidumbres; esto es, un conjunto limitado de éstas en que estén unas y otras conexas. Esto supone que al obtener la primera certidumbre sea ésta de condición tal que me permita apoyarme en ella para obtener las demás; si no me pasaré la vida empezando y sin llegar nunca a un conjunto finito, limitado de convicciones, de verdades o tesis.

Tengo, pues, que comenzar con una tesis que me de una primera seguridad, esto es, en que me declare o muestre algo seguro sobre la totalidad de mi situación. La tesis primera tiene, pues, que ser universal. Pero además como es primera tiene que asegurarse a sí misma y, por tanto, no suponer otra previa en cuya seguridad se apoye. Para esto es preciso que no resulte implicada en otra ni complicada con otra de su misma extensión.

Mi vida es cuanto hay, cuanto encuentro en ella, y mi pregunta respecto a ese «cuanto hay» es ésta: ¿cómo debo atenerme intelectualmente ante cuanto hay?; esto es: ¿qué debo pensar, por lo pronto, de cuanto hay? Lo que debo pensar de algo, el pensamiento acertado, o el acertado comportamiento intelectual mío ante algo es el ser de ese algo. Por eso mi primera pregunta, la que me lleva a una orientación radical es ésta: ¿Qué es lo que hay? No ¿qué hay? Esto lo tengo ya, porque vivir es estar en las cosas, habérselas con ellas; y, por tanto, haber éstas ante mí: las tengo desde luego, las hay desde luego y, por eso, estoy perdido entre ellas. Lo que se pregunta no es, pues, lo que hay, sino qué es lo que hay, cuál es el ser de lo que hay. No importa que expresemos inversamente lo mismo diciendo: ¿qué ser hay? Aquí el «haber» no se refiere ya a las cosas, sino al «ser». En el caos en que estoy y que -por tanto- soy. Hay innumerables elementos. fisonomías, formas: precisamente porque hay tantos ingredientes es un caos. Me hace falta decidir cuál entre esas fisonomías, elementos, formas, modos es el fundamental, aquel a que pueden reducirse todos los demás y del que lo demás no es sino derivación, resultado o combinación. Es decir, que entre todo lo que hay, hay algo que es la verdad del resto, por tanto, que es lo que verdaderamente hay.

 

Para que me entiendan desde luego, pondré un ejemplo parcial. El físico me dice que cuando ante mí hay colores y luminosidad, lo que verdaderamente hay es vibración etérea o campo electromagnético. Claro es que él no niega que hay también la luz que veo tal y como la veo, pero me invita a reconocer que esa luz yesos colores los hay gracias a que hay campo electromagnético, o éter. Hay, pues, luz y hay campo, pero estos dos «haber» se jerarquizan, no significan lo mismo para mí: hay el campo con un haber primario, del cual es consecuencia o derivación secundaria el haber colores.

Con frecuencia soñamos, y es incuestionable que lo soñado lo hay, pero no es menos incuestionable que no lo hay en el mismo sentido en que hay lo que vemos despiertos. Esto último lo hay en .realidad; se entiende, lo hay con más realidad que lo soñado. El objeto con que sueño es una realidad, pero el objeto que veo despierto y de que el soñado procede tiene con respecto a éste una realidad primaria, originaria o radical.

Nuestra tesis primera de orientación sobre lo que hay busca, pues, la realidad radical de cuanto hay, lo que verdaderamente hay o el ser de lo que hay. En vista de esto, debemos hacer precisa nuestra terminología y entender por realidad sólo la radical; lo demás lo hay, pero no en realidad, sino en apariencia, o derivativamente.

Si no comenzamos por aseguramos de la realidad, que es como piso fundamental en que todo lo demás se asienta y de que todo lo demás es mera transformación, aspecto o consecuencia, seguiremos perdidos.

De esta manera hacemos una primera tesis que ha sido, a la par, la que en la historia de la filosofía ocupa cronológicamente el primer lugar; es ésta: la realidad o el ser consiste en las cosas y su conjunto que llamamos mundo.

No entiendan ustedes aquí por mundo lo que en lecciones anteriores de este y otros cursos yo he denominado así practicando una anticipación. Probablemente ustedes recuerdan que les costó un poco de trabajo entender este nuevo sentido que yo daba a la palabra mundo, como interpretación de la circunstancia, como sistema de nuestras convicciones. Esta dificultad venía de que ustedes estaban ya, y desde luego, en la tesis fundamental que ahora ensayamos, la cual, por razones que veremos, es la tesis natural, esto es, inicial, la más obvia para el hombre.

 

Cosas son lo que está ahí ya, sin que yo lo busque y antes de que yo lo busque. El conjunto de las cosas es el mundo. Este mundo está ahí y yo estoy en él, soy un trozo de él, una cosa del mundo.

El mundo o realidad, o lo que verdaderamente es, se nos presenta, pues, como la gran cosa. Su modo de ser, su tipo de realidad, es el que se nos ofrece ante cualquiera de esos algos que llamamos cosas.

Esta tesis -que, repito, es la más obvia, la inicial en la historia humana y la inicial en la reacción de la mente individual-, encuentra, pues, las características o atributos del ser, en la cosa. Y por «cosa» entendemos ante todo lo que vemos y tocamos, lo que hallamos como nuestro contorno sensible.

Esta tesis -repito- suena así: lo que verdaderamente hay, la realidad, lo que es: es el Mundo.

Procuremos entender lo que con esas palabras hemos pensado, por tanto, cuáles son los atributos que constituyen ese modo de ser .

Una cosa es: 1º, algo que encuentro, que, por tanto, está ya ahí por sí, con independencia de mí. El ser de esa pared es, por lo pronto, un estar ahí ya y por cuenta propia: 2º, el ser de lo Que está ahí, en cuanto está va ahí, es un ser concluso, fijado, un ser ya lo que se es. Esta pared consiste en un color determinado, en una forma fijada. En suma, el ser de la cosa es un ser ya, un ser quieto, estático, un estar siendo lo que se es.

Este segundo punto lo vamos a dejar, por ahora, intacto. Tenemos demasiado que hacer con el primero: la realidad como Mundo, como lo que está ahí por sí y de que yo no soy sino un trozo. Yo soy, en última instancia o realidad, con estas o las otras variantes, como es la piedra; algo que está ahí: «ahí» significa en el conjunto de las cosas: estar ahí es estar formando parte del mundo.

Esta tesis define muy bien un cierto modo de ser que es el de las llamadas «cosas», y como éstas son, sin duda, algo que hay, define el ser de algo que indubitablemente hay. Pero no está dicho que las «cosas» sean lo más radical que hay, que todo lo que hay pueda reducirse a ese modo de ser. Esta tesis significa elevar a prototipo de todo ser el modo peculiar de ser la «cosa», la res, y por ello se llama realismo. El realismo, pues, consiste en la afirmación o tesis de que todo lo que es, en definitiva, es como es la cosa.

 

Tiene tal afirmación un carácter que la hace, en efecto, digna de ser una primera tesis: su universalidad. Es una toma de posesión intelectual con respecto a cuanto hay. Pero ahora necesitamos preguntarnos si cumple la otra condición inexcusable en una primera tesis, a saber, si se asegura a sí misma, si es indubitable.

Para que sea segura es menester que no implique ni complique ninguna otra tesis de su misma extensión.

Ahora bien, ¿qué quiere decir Mundo? Lo que está ahí por sí; por ejemplo, esta pared, esta habitación en que estoy. Muy bien. Pero si yo me voy de esta habitación, ¿siguen ella y su pared estando ahí? Evidentemente: porque llamo «estar ahí algo» a estar por sí, con independencia de mí. Precisamente eso es lo que entiendo por cosa y por mundo: lo independiente de mí. (Lo soñado es soñado por mí, depende en algún sentido de mí; si no hay soñador no hay lo soñado.) Ser es igual a ser por sí y no por mí.

¡Perfectamente! Pero insisto: si yo abandono esta habitación de la cual he afirmado que está ahí por sí, que es una realidad, la lógica -que es la constancia en mis conceptos- me obliga, so pena de contradicción, a afirmar que esta habitación seguirá estando ahí. Pero esta consecuencia a que la lógica me obliga me abre, a la vez, los ojos sobre el error que subyace bajo mi tesis inicial. Porque es evidente que si me hallo lejos de esta habitación yo no puedo ya estar seguro de que está ahí. Con cerrar los ojos esa pared desaparece, deja de estar ahí. Por tanto, no era tan firme mi afirmación de que están ahí por sí. En el «estar ahí» de las cosas intervengo yo. Están ahí en tanto que las veo, las toco, las pienso. Sólo entonces resulta indubitable, seguro, su «estar ahí».

Claro que es muy probable que esta habitación siga estando ahí cuando yo me voy, pero una tesis de orientación radical, y sobre todo la primera que va a ser decisiva para el resto, no tolera probabilidades. Tiene que ser plenamente firme. Las tesis probables, inseguras, eran las que tenía en mi vida antes de resolverme a la radical orientación, y porque eran tales yo me sentía perdido en un caos. Ahora se trata de obtener completa seguridad y de asentar el pie en tierra definitivamente firme: necesitamos lo que cuando tenía veintitantos años y escribí las Meditaciones del Quijote llamaba yo con términos platónicos la «seguridad de la posición», to asjales tus upoqesews [Fedón, 100d, 101 d.]

 

En suma, la tesis que afirma: la Realidad es el Mundo, es las cosas, resulta que complica otra: la realidad es un sujeto que piensa el Mundo, las cosas.

La realidad de esta pared es problemática: la realidad de mi visión de esa pared es indubitable. Esta es, pues, la realidad firme, la de mis pensamientos, mis ideas. La tesis realista se anula dejando en su lugar la tesis idealista. Esto acontece históricamente en tiempos de Descartes. Es la tesis moderna. En ella, como en una tierra firme, ha vivido, con una u otra modulación, la humanidad occidental desde 1600 hasta nuestros días. La interpretación de la vida -por tanto, del hombre y el mundo- en que hemos sido educados, que va disuelta en nosotros, que hemos encontrado al nacer y, en consecuencia, que integraba nuestra circunstancia era la interpretación idealista. (Franceses, ingleses, alemanes; siglo XVII, siglo XVIII, siglo XIX; ¡idealismo! Comienza el siglo XX: 1900, las Investigaciones lógicas, de Husserl; en 1913 sus Ideas para una fenomenología pura, la forma más extrema, más rigurosa de idealismo.) Es, pues, la tesis en que estamos. Vivimos en un mundo forjado por el idealismo. La cuestión es si podemos seguir en aquella tesis, porque todo hace sospechar que ese mundo idealista se resquebraja y se hunde.

Pero ustedes comprenden que la tesis idealista es muy difícil de quebrar. Siempre es muy difícil superar una tesis radical, precisamente porque es radical. Pero lo es mucho más cuando se trata de una tesis que es ya ella superación de otra inicial. Aquella inicial, la realista, se impuso por ser la más natural, la más obvia; esa era su fuerza, que no es poca. Ella expresa y formula lo que -diríamos- se ve a simple vista, lo que se nos ocurre cuando dejamos a nuestro pensamiento seguir su primaria inclinación. No se les oculta a ustedes lo difícil que es corregir la primera vista y la inclinación natural con una segunda vista. Porque esta segunda vista no borra, no rae, no aniquila la primera, sino que la conserva y la explica. La tesis copernicana supera nuestra idea primeriza de que el sol se mueve, que es la idea más obvia y natural, pero no porque la supere la quita. El copernicano sigue viendo al sol caer por occidente. Lo mismo el idealista: tiene que reconocer, como verdad parcial, el realismo. Tanto que su problema y dificultad peculiar es explicar cómo siendo la verdadera realidad el pensamiento parecen las cosas tener una realidad independiente de aquél.

La tesis primeriza, frente a esa su fuerza de ser la más natural, obvia e indestructible, tiene la debilidad de que es ingenua; quiero decir, que los hombres realistas de Grecia y la Edad Media lo fueron sin tomar cautelas para serlo. Eran realistas paradisíacamente, porque no se les ocurrió nunca que cupiese otra tesis opuesta. Tanto que en rigor no hubo ninguna filosofía -hasta Descartes- que formulase especialmente la tesis de que vivían los realistas. De puro indiscutible no se les ocurrió ni siquiera enunciarla; no hablemos de probarla. De aquí que sea una tesis que no tiene preparada su defensa.

Bastó al idealismo enunciar formalmente la tesis realista para que el más somero análisis demostrase su imposibilidad. Esta prueba de la imposibilidad del realismo es ya el idealismo. Este nace, pues, de una prueba, como resultado de haber perdido la ingenuidad y de pensar con gran cautela. Es una tesis nativamente cautelosa y a la defensiva. De aquí la enorme dificultad para intentar su superación. Está artillada y es puntiaguda por todas partes. Tocarla para retirarla es exponerse a recibir pinchazos dialécticos, a fracasar en la empresa.

 

LECCION XII

[El punto de partida es la inseguridad. -¿Cuál es la realidad radical? -La tesis realista complica al pensamiento. -Conformismo y anticonformismo. -El pensamiento y sus formas. -La tesis idealista anula el mundo exterior.]

 

Partimos a la conquista de una seguridad radical que necesitamos porque, precisamente, lo que por lo pronto somos, aquello que nos es dado al sernos dada la vida, es radical inseguridad.

Necesitamos hacer pie, hallar algo firme entre lo que hay y nos preguntamos qué es lo que verdaderamente hay, cuál es la realidad.

Y hacemos una primera tesis: la realidad son las cosas y su conjunto o mundo real. Lo peculiar de las cosas, lo que nos invita a formular esta tesis que afirma ser ellas la realidad radical, consiste en que están ahí en sí y por sí. El mundo de las cosas es todo lo que hay. Yo soy una de esas cosas. Yo estoy ahí, entre ellas, soy un pedazo del mundo. Tal es la tesis realista, la más obvia y primera en el tiempo de la historia humana y en cada hombre, sea cual sea la época en que vive.

Sería interesante dibujar la estructura que da a la vida hallarse en esta convicción que hace de ella, de mí y de mi vida una cosa que está en el mundo, o lo que es igual, que ser hombre y vivir es ser mundo. Nuestras lecciones anteriores, sin yo desearlo, nos han enseñado demasiado, nos han hecho ver que cualquiera que sea la tesis verídica, definitiva sobre la realidad radical que buscamos, nuestra vida no es mundo. Porque hemos visto que vivir es estar yo en la circunstancia o mundo como en un elemento ajeno a mí. El mundo es, pues, sólo un término de mi vida, pero yo no soy mundo, ni mi vida es cosa de este mundo. Precisamente porque no lo es, mi vida no está ahí -como está la piedra, el árbol y el astro-, sino que tengo que hacérmela y me es pura tarea y puro problema.

Pero ahora tenemos que olvidar esto. Por una razón: hasta aquí no hemos hecho -¡fíjense bien!- más que describir el fenómeno que designa la palabra vida, pero no hemos dicho una sola palabra formal sobre el grado de realidad que corresponda a ese fenómeno. Fenómeno es todo la que hay y hallo. Hallo la piedra, hallo esta habitación, hallo los centauros que imagino, hallo triángulos geométricos y hallo, ni más ni menos que todo esto, eso que llamo mi vida. Como lo característico de este fenómeno, una vez que caigo en la cuenta de él, es que mi vida me parece ser como el ámbito donde todo lo demás se da -donde lo hallo o lo hay-, les he dicho alguna vez: noten ustedes que esta realidad que llamamos nuestra vida parece incluir todas las demás. Pero no hemos dicho más; no hemos formalizado este mero parecernos, y ello porque no nos habíamos planteado hasta ahora la pregunta taxativa y perentoria: ¿cuál es la realidad radical? Hasta aquí hablábamos sólo de la vida. Pero ahora, al hacernos esta pregunta, hablamos ya de todo cuanto hay y frente a ello nos preguntamos formalmente, con ánimo de llegar a una decisión, ¿qué de todo lo que hay es la realidad, se entiende, la radical?

 

Hasta aquí todo ha sido preparación y nada más; preparación para iniciar el sistema de nuestras convicciones o la verdad. Ahora, en cambio, buscamos una primera verdad, la más importante, la básica, de la cual van a depender todas las demás.

Y nos hemos propuesto a nosotros como primera verdad la tesis realista. Es tan obvia esta tesis, tan natural, que ella ha acuñado para siempre nuestro vocabulario. Cuando queremos decir de algo que verdaderamente lo hay, que es el prototipo del ser, lo llamamos realidad. Ahora bien, esta palabra no significa propiamente sino el modo peculiar de ser las cosas, la res, lo exterior, corporal. Sin embargo, hoy mismo la usamos para designar inclusive lo que no es res, exterior ni corporal. El que sostiene que la realidad radical es el espíritu usa el vocablo sin acordarse de que el modo de ser el espíritu es muy distinto del modo de ser una res, una piedra, por ejemplo. Conste, pues, que en esta palabra van fundidos y confundidos dos significados diferentes: uno, el carácter de lo que última y definitivamente existe; otro, el modo de ser peculiar de las cosas externas.

Hecha esta advertencia podemos volver a nuestra tesis inicial: la realidad son las cosas y su conjunto o mundo. Son realidad las cosas porque están ahí en sí y por sí, puestas por sí mismas, sosteniéndose a sí mismas en la existencia. Como esta es la única forma auténtica de ser que esa tesis afirma, todo en la medida en que es realidad tendrá que ser así. Por ejemplo: el hombre, yo. Mi realidad consiste también en ser una cosa entre las cosas, como la piedra, como la planta. El hombre, pues, vive en esta tesis interpretándose a sí mismo como cosa del mundo exterior, o lo que es igual, se pone desde luego entre las cosas, diríamos en el paisaje. Ya entenderán lo que esto significa. Baste ahora con traer a la mente cómo vemos nosotros, aun hoy, al animal. El mono, colgando del árbol en la selva, pertenece a ésta, tiene un modo de ser últimamente idéntico al del árbol donde habita.

Veamos ahora si esta tesis es firme. Siendo primera necesita -varias veces lo hemos dicho- afirmarse a sí misma, no fundar su verdad en la verdad de otra, o lo que es igual, ser indubitable; y además, necesita no complicar ninguna otra tan primitiva, tan primera como ella. Dos tesis primeras es una contradicción.

Ahora bien, ¿es indubitable que el mundo de las cosas está ahí en sí y por sí -por tanto- como única realidad, independiente de toda otra? Si yo no viese las cosas, no las tocase, no pensase que están ahí ¿estarían ahí en efecto las cosas? Si haciendo un experimento mental yo me resto del mundo ¿queda el mundo, queda la realidad «mundo»? Por lo menos es dudoso: la realidad del mundo sólo resulta indubitable cuando además de él estoy yo viéndolo, tocándolo, y pensando que está ahí. Depende, pues, la seguridad de su realidad, de mi realidad. Esta, la existencia, la realidad de un sujeto que piensa la realidad del mundo, es lo que asegura con carácter indubitable esa realidad de éste. Pero entonces el mundo no es real por sí y en sí, sino en mí y por mí. Es real en tanto que mi pensamiento lo pone, lo piensa como real. Más ello revela que la realidad radical no es la suya sino la mía. La realidad de una cosa, no puede, en consecuencia, ser radical, esto es, única, puesto que para que sea segura la realidad de algo es precisa, con forzosidad antecedente, la realidad de alguien que lo piense. En suma: la tesis que afirma la realidad del mundo supone la tesis que afirma la realidad del pensamiento. Pero ésta anula aquélla. Del mundo no ha quedado como últimamente real más que una cosa: el pensamiento; y hemos pasado a la segunda posición del hombre en la historia, la posición idealista.

 

Dije antes que sería de gran interés delinear la estructura que da a la vida la convicción realista, esto es, creer que no hay más realidad que el mundo, y que la vida, en consecuencia, es una cosa entre las cosas. En rigor, y aunque parezca mentira, ese dibujo de la vida realista no se ha hecho nunca a fondo. En Husserl se describe sólo en su punto de partida, lo que él llama la «tesis natural», pero no intenta siquiera describir las consecuencias de esa tesis para la estructura de la vida, esto es, cómo vive el hombre cuando vive inspirado por esa tesis, en la convicción de esa tesis.

Parejamente habría que hacer con el idealismo. ¿Qué figura da a nuestra vida la convicción fundamental de que la realidad última es el pensamiento del hombre? El interés del asunto salta a la vista con sólo contraponer esto a lo anterior, la vida idealista a la vida realista. Pero no podemos intentar el cuadro ni de aquélla ni de ésta. Nos llevaría varias lecciones.

Piensen ustedes sólo en la inversión radical que el tránsito de la una a la otra interpretación de la vida representa. En el realismo vivir es encontrarse desde luego en lo seguro, en la tierra firme del mundo, porque el mundo del realismo es el de las cosas que están ya ahí en sí y por sí. El realista -noten bien esto- tiene desde luego mundo, puesto que parte de creer que éste se halla sin más. Necesitará ir averiguando en su detalle cómo es ese mundo, las leyes de su conducta o ser. Pero sabe de antemano que hay en él esas leyes, que tiene un ser.

En cambio, el idealista se encuentra con que le han quitado lo seguro, el mundo de debajo de los pies: se ha quedado sólo el sujeto como única realidad. No hay, verdaderamente, más que sus pensamientos. No puede, en consecuencia, apoyarse en nada porque no hay nada fuera de él. Tiene que sostenerse a sí mismo y como el Barón de la Castaña, tiene que salir del pozo tirándose a sí mismo de las orejas. Este hombre tiene, en absoluto, que hacerse el mundo en que va a vivir; más aún, vivir se convierte para él en construir un mundo puesto que no lo hay; diríamos, tiene que sacarse el mundo de la cabeza, en vez de aprender lo que el mundo es adaptándose al que está ya ahí, como hace el realista. Para éste, vivir será conformarse al mundo, por tanto, conformarse con el Mundo. Realismo es conformismo. Mas para el idealista la cuestión estará en crear un mundo según las ideas, según nuestros pensamientos. No cabe conformarse con .lo que hay porque lo que hay no es realidad: es preciso hacer que lo que hay -las presuntas cosas- se adapten a nuestras ideas que son la auténtica realidad. Ahora bien, éste es el espíritu anticonformista, el espíritu revolucionario. El idealismo es por esencia revolucionario.

 

Baste esto, repito; como elemental sugestión sobre la contrapuesta estructura que proporcionan a la vida una y otra tesis radical.

Pero ahora necesitamos habémoslas con la tesis idealista.

Afirmar que la realidad radical son las cosas era un error porque la realidad de las cosas sólo es segura mientras un sujeto pensante asiste a ella. Por tanto, no es posible que existan sólo cosas; si sólo cosas existiesen no podríamos estar seguros de nada, esto es, no sería segura la existencia, la realidad de nada. Sólo en tanto en cuanto son pensadas por mí las cosas, me es seguro que las hay, pero, entonces, lo seguro no es tanto ellas como mi pensamiento de ellas. La realidad de .las cosas, pues, complica la realidad del pensamiento.

Veamos ahora si esta nueva tesis idealista es suficiente o si, por ventura, complica también otra aún más radical y firme que ella.

No parece que sea así. Que exista esa pared que veo cuando no la veo, es dudoso. Pero es indudable que existe, que es real mi verla. Puestas en sí y por sí las cosas son problemáticas. En cambio son firmes puestas como pensamientos míos, por tanto, puestas por el pensamiento. No están ahí, sino que están en mí, en un yo que piensa. El pensamiento sería pues, la materia de que todo está hecho, sería la realidad radical, la única. Y como cualquier otro algo que pudiera haber, para ser habido tiene que ser pensado, queda de antemano incluido en la tesis que se nos presenta como invulnerable, ya que no parece complicar ninguna otra tesis que no vaya desde luego incluida en ella.

Las objeciones contra la tesis realista se resumen en una: que al hacer ella una afirmación universal sobre la realidad, al trazar el círculo o ámbito máximo de lo que verdaderamente hay, se deja fuera a sí misma. Lo real son las cosas, afirma, pero eso es por lo pronto un pensamiento mío y mientras pienso la exclusiva realidad de las cosas estoy de hecho añadiendo una realidad distinta: la del pensamiento en que lo pienso.

La tesis idealista no tiene este inconveniente, no se deja fuera a sí misma. La afirmación de que la realidad es el pensamiento se incluye a sí misma, porque ella es un pensamiento.

Así, la tesis idealista ha practicado instantáneamente un escamoteo y una transmutación tan formidables como sorprendentes. Las cosas, todas las cosas -esta mesa, esa pared, la montaña allá lejos, el astro- han quedado mágicamente convertidos en pensamientos.

 

Conviene, pues, que nos hagamos bien cargo de qué es eso que llamamos pensamiento.

Pensamiento es ver, oír, imaginar, tener conceptos. Todas estas son formas del pensamiento. Y lo que todas ellas tienen de común es que en ellas un sujeto se da cuenta de un objeto, tiene conciencia de algo o hay algo para él. Ahora bien, los atributos de una cosa no son los mismos que los del darse cuenta de esa cosa, o de la conciencia de esa cosa. Así: esa pared es blanca y extensa, tiene cinco o seis metros. Pero mi conciencia o pensamiento de esa pared ni es blanca ni es extensa. ¿Se advierte la dificultad radical que esto plantea al idealismo?

Cuando éste me dice que la realidad de una cosa, la firme, la segura es que yo la pienso y que, por tanto, las cosas son pensamientos míos, nos encontramos por lo pronto con que no sabemos lo que quiere decir. Porque la pared es blanca y de seis metros, pero el pensamiento de pared, mi ver la pared o tener conciencia de ella no es blanco ni de un milímetro. Para que la realidad pared se convierta en realidad pensamiento tiene, pues, que dejar de ser pared. Y, si en vez de la pared, tomamos un ejemplo más amplio, el «fuera» en que la pared está, el espacio, tendremos: que al ser el espacio pensamiento deja él de ser espacial y un fuera, para convertirse en inespacial y un dentro de mí.

El idealismo, claro está, no ignora esta dificultad; es más, se hace cargo de que así como la dificultad específica del realismo era poder estar seguros de que las cosas son en sí tal y como nos aparecen, es decir, como son en nuestro pensamiento; a su vez, la dificultad específica del idealismo consiste en aclararnos cómo no siendo la realidad sino pensamiento inespacial, no obstante, hay cosas espaciales, cuerpo, mundo externo.

A nosotros nos importa reparar en que nuestra mente según la propia tesis idealista se encuentra en dos situaciones distintas. Cuando yo veo la pared y en tanto que la veo sólo existe ante mí la pared como tal pared, blanca y de seis metros. En ese instante la fórmula que expresaría con rigor lo que hay sería la realista: hay una cosa independiente de mí que es esa pared. Sería la expresión rigurosa porque en cuanto estoy viendo la pared no hay pensamiento para mí, no hay [mi] ver la pared. Mi ver la pared o pensamiento sólo aparece y lo hay cuando yo abandono a la pared, dejo de verla y en un nuevo acto mental me doy cuenta de que he ejecutado, en el instante inmediatamente anterior, una visión o pensamiento de pared. Sólo ahora tengo derecho a decir que hay pensamiento. Pero, en cambio, ahora, cuando advierto que lo que hay es conciencia o pensamiento de pared, ya no hay pared.

 

LECCION XIII

[Buscamos una verdad radical: universal e independiente. -La tesis idealista complica a una realidad distinta al pensamiento. -EI ser ejecutivo del pensamiento, y el ser objetivo del pensamiento. -La previa posición de realidad. -La realidad es la coexistencia mía con la cosa.]

 

Estamos en el momento más grave. Vamos a decidir el principio fundamental en el sistema de nuestras convicciones, la verdad primera en el corpus de nuestras verdades. Es la verdad raíz y, por tanto, tendrá que ser radical. Radical en cuanto a la universalidad de su contenido: y radical en cuanto a la suficiencia independiente de su verdad.

La tesis realista que afirma la existencia del mundo de las cosas pareció, en ambas dimensiones, insuficientemente radical. Porque al afirmar la existencia del mundo dejó fuera de él este pensamiento en que hago tal afirmación. Es preciso que la tesis primera se incluya a sí misma. Pero además, la afirmación de la existencia del mundo no es por sí, indubitable. Sólo existe indubitablemente aquello del mundo que está ante mí presente. La realidad indubitable no es, pues, la de lo que está ahí, sino la de lo que está ante mí porque está ante mí. Supone, pues, la realidad del mundo la realidad mía. Cuando lo afirmo a él me he afirmado ya a mí. Yo tengo que estar presente a la cosa para que la existencia de ésta sea indubitable, o lo que es igual, lo indubitable es no la cosa sino su presencia ante mí. Esta presencia ante mí de la cosa ha sido llamada pensamiento. Por consiguiente, la realidad indubitable y primaria es el pensamiento.

Nosotros nos preguntábamos si esta nueva tesis, la idealista, es firme, esto es, si en ambas dimensiones antes indicadas es suficientemente radical.

Parece, por lo pronto, ser plenamente universal. Todo aquello a que yo pueda referirme tendrá que ser un pensamiento mío; si no, si no pienso en ello mal podría referirme a ello. Pero además la afirmación de que la realidad es el pensamiento no se deja fuera, como la tesis realista, a este pensamiento en que hago tal afirmación. Esto, por lo que hace la dimensión de universalidad.

Veamos ahora cómo anda la tesis idealista en punto a indubitabilidad, es decir, a no complicar otra tesis distinta de ella pero de la cual necesita para ser verdad.

Esto nos obliga a plantear la cuestión de un modo muy preciso a fin de que no haya escape posible.

Para los efectos de la tesis fundamental hemos entendido por realidad «lo que verdadera e indubitablemente hay». Según la tesis realista lo que verdaderamente hay es cosas, mundo; esto es, lo que existe en sí y por sí, lo independiente de mí. Esto era un error y hemos hecho la corrección idealista: la existencia de algo por completo independiente de mí es esencialmente problemática, cuestionable: no puede, en consecuencia, ser una primera verdad. Sólo es indubitable que lo que hay lo hay en relación conmigo, dependiendo de mí, que lo hay para mí. Hasta aquí la tesis idealista parece invulnerable. El ser independiente de mí que el realismo ingenuamente afirma no tiene salvación posible. Sólo hay, con verdad indubitable, lo que hay para mí.

 

Pero ahora pregunto sin admitir evasión ni subterfugio: ¿qué hay cuando sólo hay lo que hay para mí? En este momento hay para mí esa pared. El idealismo dice entonces: por tanto no hay una pared sin más, sino que sólo hay el «ser para mí de una pared» ya este «ser para mí algo» llama pensamiento. Hay, concluye, sólo pensamiento, un sujeto que piensa la pared, un sujeto para el cual hay pared. No hay cosas, hay sólo la conciencia o pensamiento de las cosas.

Al llegar aquí tenemos que seguir impertérritos obligando al idealista para que precise más su tesis. Por eso le preguntamos: ¿qué hay en el universo cuando sólo hay conciencia, pensamiento? y él nos responde: hay un sujeto que piensa o se da cuenta y que no consiste sino en eso: hay este darse cuenta de algo o tener conciencia de algo o pensar, y propiamente no hay nada más. Porque el algo de que se da cuenta, de que tiene conciencia o piensa -por ejemplo, la pared- no la hay verdaderamente, sino que es algo interior al pensamiento y que sólo en éste y por éste es algo. Tanto vale, pues, decir, que sólo hay pensamiento o conciencia como decir que no hay cosas, puesto que haberlas significa ahora haber el pensamiento de ellas. Esto es el auténtico idealismo.

El idealismo se ha nutrido siempre con el ejemplo de la alucinación que le es el más favorable. Analicemos, pues, la alucinación. Supongamos que cuantos estamos aquí padecemos súbitamente una: de pronto vemos que entra aquí un toro furioso. Yo pregunto qué es lo que hay en el Universo mientras estamos en la alucinación. Hay un toro furioso: lo hay indubitablemente y hay nosotros aterrados ante él. Tan hay lo uno -el sujeto- como la cosa -el toro- y no hay más lo uno que lo otro.

Pero he aquí que luego, por los motivos que fuere, pensamos que se trataba de una alucinación. Hemos salido del instante anterior en que veíamos un toro. Estamos en un segundo instante en que vemos lo acontecido anteriormente como un pensamiento alucinado. ¿Qué hay en el Universo mientras estamos en este segundo instante? Hay nosotros -el sujeto--- y hay la alucinación anterior bien que como un pasado, pero como un pasado real, efectivo, como una realidad que hubo, pero que la hubo absolutamente. Lo que no hay ya ni hubo es toro. Desde este segundo instante anulamos, borramos a este [toro] por irreal, a éste que antes era una absoluta realidad. Ahora la realidad absoluta, además de nosotros, es un pensamiento alucinado pretérito; esto es lo que hay.

 

Pero yo pregunto: ¿Qué sentido tiene este efecto retroactivo, sobre el instante primero, de lo resuelto en el instante segundo? Porque yo, desde mi convicción actual, califique lo anterior como una mera alucinación no anulo la situación de Universo, de realidad que antes hubo. El toro estaba ante mí, había absolutamente un toro, ni más ni menos que ahora hay ante mí absolutamente sólo una alucinación, un pensamiento. He pasado por dos convicciones sucesivas, pero que en cuanto convicciones son idénticas: a ambas les acontece lo que es inexorable en toda convicción, a saber, que su término, aquello de que estamos convencidos es absolutamente, lo hay indubitablemente. ¿Quién me asegura que no es ahora, al estar convencido de que padecí una alucinación cuando efectivamente la padezco? Mientras la alucinación -o pensamiento- se ejecuta no existe para mí. Y como la tesis idealista consiste precisamente en afirmar que sólo hay lo que hay para mí: el pensamiento que pienso, no lo hay, puesto que mientras lo pienso no existe para mí. Es preciso que deje de ejecutarlo, esto es, de estarlo pensando y desde otro nuevo lo convierta en objeto para mí.

Pero se dirá que al recordar ahora ese pensamiento anterior y ser este objeto para mí, existe para mí, al fin y al cabo. En modo alguno, y la prueba de ello es que el Universo ha cambiado de antes a ahora. Antes, cuando ejecutaba mi primer pensamiento, había en el Universo absolutamente un toro furioso aquí. Ahora ya no lo hay, sino sólo un pensamiento de toro furioso; el pensamiento de toro no es cornúpeto. Ahora hay sólo ante mí «alguien» -mi yo antes- que cree ver un toro. No es posible que este «pensamiento-objeto» y aquel «pensamiento-en-ejecución» sean lo mismo, puesto que sus resultados de [es decir, en cuanto] realidad son tan distintos. Sólo serían el mismo si yo ahora al describir la situación anterior la tomase según entonces se daba y dijese: antes he visto realmente un realísimo toro. Pero entonces no habría idealismo, no sería verdad que hay sólo pensamiento.

Es preciso, pues, distinguir entre el ser ejecutivo del pensamiento o conciencia, y su ser objetivo. El pensamiento como ejecutividad, como algo ejecutándose y mientras se ejecuta no es objeto para sí, no existe para sí, no lo hay. Por eso, es incongruente llamarlo pensamiento. Para que haya un pensamiento es menester que se haya ejecutado ya y que yo desde fuera de él lo contemple, me lo haga objeto. Entonces yo puedo no adherir a la convicción que el fue para mí, no reconocer su vigencia y decir «era una alucinación» o, más en general, lo pensado en él era interior a él y no realidad efectiva. Esto es lo que se llama pensamiento, según oímos antes. Recuerden que decíamos: Cuando sólo hay pensamiento no hay efectivamente lo en él pensado. Cuando sólo hay mi ver esa pared, no hay pared. Pensamiento es, pues, una convicción no vigente: porque no se ejecuta ya sino que desde fuera de ella se la mira. Pensamiento es, pues, un aspecto objetivo que toma la convicción cuando ya no convence. Pero es el caso que ese aspecto lo adopta ahora, es decir, que es mi nueva convicción, la que ahora ejecuto, la que es vigente. Vigente es sólo la convicción actual, actuante, la que aún no existe para mí y, por tanto, no es pensamiento sino absoluta posición.

 

Por tanto, la tesis idealista que afirma la realidad exclusiva del pensamiento complica otra realidad distinta del pensamiento, que es la convicción desde la cual hago aquella afirmación y dentro de la cual aquella afirmación tiene vigencia. Dicho de otra forma: para que la tesis idealista, como cualquiera otra, sea verdad, es menester que se reconozca vigencia a la convicción en que ejecutamos esa tesis; esto es, que lo que esa convicción cree que hay absolutamente, lo pongamos como absoluta realidad. Pero esto equivale a decir que sólo hay realidad cuando no existe para nosotros el acto en que la pensamos, cuando no es nuestro objeto sino que lo ejecutamos o lo somos. De modo que la condición bajo la cual es firme una tesis excluye precisamente la firmeza o verdad de la tesis idealista.

Esto nos hace caer en la cuenta de que el idealismo al pretender fijar qué es lo que verdaderamente hay comete, bien que en otra dirección, el mismo error que el realismo.

El error del realismo consistía en que al determinar qué es lo que hay no tomaba lo que hay tal y como lo hay, en su estricta pureza, sino que subrepticiamente hacía una hipótesis, a saber: al afirmar que lo que hay son las cosas en sí y por sí, venía a decir esto: esa pared que veo y que, por tanto, existe ahora ante mí y me es presente, la habrá también cuando no exista ante mí y no me sea presente; en suma, seguirá existiendo. ¿No es esto último un añadido hipotético y nada evidente? Es indubitable, evidente que esa pared existe mientras me es presente, pero no lo es que siga existiendo. Lo que evidentemente hay es, pues, la pared ante mí; por tanto yo y la pared igualmente reales uno y otra. Yo soy ahora el que ve la pared, y la pared lo visto por mí. En consecuencia, para ser yo el que ahora soy necesito de la pared no menos que ella, para ser lo que es, necesita de mí. La realidad no es la existencia de la pared sola y por sí -como quería el realismo-, pero tampoco es la de la pared en mí como pensamiento mío, mi existencia sola y por mí. La realidad es la coexistencia mía con la cosa.

Esto, fíjense bien, no se permite negar que la pared puede existir además sola y por sí. Se limita a declarar que tal ultra-existencia más allá de su coexistir conmigo es dudosa, problemática. Pero el idealismo afirma que la pared no es sino un pensamiento mío, que sólo la hay en mí, que sólo yo existo. Esto es ya añadido hipotético, problemático, arbitrario. La idea misma de pensamiento o de conciencia es una hipótesis, no un concepto formado ateniéndose pulcramente a lo que hay tal y como lo hay. La verdad es la pura coexistencia de un yo con las cosas, de unas cosas ante el yo *.

 

* [Falta el resto del manuscrito de esta lección.]

 

LECCION XIV

[Revisión de las tesis analizadas. -La fórmula de Descartes. -Carácter inmediato de la duda. -La pesadilla del idealismo. -Los dos trayectos de Descartes. -EI escamoteo del idealismo. -La hipótesis de la alucinación. -EI realismo persistente en el idealismo: que la realidad es lo independiente. -La realidad es interdependencia y coexistencia. -EI nombre de la realidad radical y absoluta de lo inmediato: el vivir. -Trascendencia e inmanencia de la vida.]

 

Buscamos una orientación radical sobre toda nuestra circunstancia, por tanto sobre todo lo que hay. Para ello necesitamos venir a acuerdo con nosotros mismos sobre qué es, a nuestro juicio, lo que verdaderamente hay o cuál es la realidad radical. En expresión más vulgar, pero más clara: necesitamos hacer pie en algo completamente firme.

Ensayamos la tesis o convicción realista, según la cual, la realidad son la cosas y su conjunto, el mundo. Pero esta tesis no es firme: porque la existencia de las cosas en cuanto aparte e independientes de quien las ve y las piensa es problemática, es hipotética. Que esta habitación tiene ella por sí una existencia cuando no me es presente es sólo una hipótesis y no una tesis; sólo hipótesis y no inevitable o evidente certidumbre. y tampoco cabe considerarla como probable: la idea de probabilidad sólo tiene sentido referida a una meta fija en comparación con la cual se mide el más y el menos de aproximación que es la probabilidad o verosimilitud.

En vista de ello, ensayamos la tesis que, por lo pronto, corrige la realista y decimos: la realidad es el pensamiento, la conciencia. La existencia de esa pared en sí y por sí es problemática, pero la existencia actual de mi estar viendo esa pared es incontrovertible. La pared en cuanto vista por mí, por tanto, no simplemente como pared sino como conciencia mía de esa: pared, como estarme dando cuenta de esa pared, es indubitable.

Estudiamos esta tesis idealista desde varios lados y en algunas de sus dimensiones, pero ahora vamos, sin más, a analizarla en su primera expresión clásica, la que adoptó Descartes; a analizarla en los puntos que estricta y urgentemente necesitamos.

Como es sabido, la fórmula de Descartes no puede ser más sencilla. Dándole, sin embargo, una expresión mucho más rigurosa completa y favorable que la que en sus textos aparece tenemos lo siguiente: Yo puedo dudar de la existencia de todo menos de la existencia de mi duda. Mi duda soy yo dudando, por tanto, no puedo dudar de mi existencia. Dudo, luego existo.

¿Por qué no se puede dudar de la existencia de la duda? Fíjense bien y no caigan en el error de hacerse más complicada la cuestión de lo que rigurosamente es. Existencia de algo, quiere aquí decir, haberlo verdaderamente o en absoluto y no sólo errónea, aparentemente o en nuestra opinión. Que esa pared existe o la hay en absoluto, y no sólo en nuestra opinión, es cuestionable, dubitable. Existir en absoluto la pared y creer yo que existe son dos cosas diferentes. En cambio, creer yo que existe la pared y existir ese creer mío son una misma cosa. Se trata, pues, de la contraposición de dos sentidos del existir: 1º Existir como existir para mí algo o creer que existe. 2º Existir como existir en absoluto y no sólo para mí. Pues bien, dudar no es sino parecerme a mí que dudo, por tanto si me parece que dudo existe ya mi duda.

Conste, pues; lo que hace que no pueda yo dudar de la existencia de mi duda no es nada peculiar que la duda posea sino lo que la duda tiene de común con cuanto tenga ese carácter de que Su existencia absoluta y su existencia para mí, o parecerme a mí, sean idénticos.

 

El genial descubrimiento de Descartes -palpado ya por San Agustín y San Anselmo, pero sólo palpado- consiste en haber advertido que «hay algo cuya existencia relativa a mí y su existencia absoluta son idénticas, o dicho de otro modo, que hay algo cuya existencia absoluta consiste en existir para mí o en mi creencia de que existe» .

Este algo es la duda, pero no sólo ella, sino tanto como ella el ver, oír, imaginar, idear, sentir dolor y placer, querer y no querer. ¿Qué tiene todo eso de común? Simplemente, que son algos de que nos damos cuenta inmediatamente, sin intermediario. De la existencia absoluta de esa pared yo no puedo darme cuenta inmediata. Entre esa existencia y yo tiene que intercalarse mi visión, mi recuerdo, mi pensamiento de ella. Pero entre mí y mi ver la pared nada ajeno a mí se intercala. Si creo ver, veo, como si creo dudar, dudo.

Pues bien, dice Descartes, no en las Meditaciones, sino con forma más rigorosa en los Principios de filosofía (parágrafo 9), cogitationis nomine intelligo illa omnia, quae nobis consciis in nobis fiunt, quatenus eorun in nobis conscientia est. Y en la traducción francesa que él revisó: Par le mot de penser, j'entends tout ce qui se fait en nóus de telle sorte, que nous l'apercevons inmediatement par nous-memes .

Por tanto -cogito, ergo sun-, «existo, en absoluto», porque yo soy el que cree que existe. Consisto en pensamiento.

He aquí cómo Descartes llega a establecer la tesis idealista que en nuestra terminología suena así: la realidad radical, lo que verdaderamente o en absoluto hay, es pensamiento.

¿Podemos nosotros instalarnos en esta tesis, aceptarla como más o menos la ha aceptado la Edad Moderna y atenernos a sus consecuencias? Noten ustedes que estas consecuencias se resumen en ésta gravísima, que más que consecuencia es el reverso de la tesis misma: si la realidad radical es el pensamiento, quiere decirse que, propiamente hablando, no hay más que pensamiento. ¡Adiós cosas, mundo, amigos! Todo eso no es, en verdad, más que un en- jambre de ideas mías. ¡Soy el ciego que soñaba que veía!...

 

Importa, pues, mucho que intentemos apurar bien los términos para ver si, por fin, el hombre logra salir de esta espléndida pesadilla que ha sido el idealismo.

A este fin, es preciso dividir el razonamiento cartesiano en dos trayectos de muy distinto valor: uno que termina en la afirmación de que la realidad radical es lo inmediato como tal, o lo que es igual, que lo que verdaderamente y en absoluto existe es lo que existe para mí. El otro trayecto está compuesto por una afirmación distinta de esa, que agrega algo nuevo a ella y dice: esa realidad inmediata, ese existir para mí algo es pensamiento.

El primer trayecto, la tesis de lo inmediato como radical realidad, parece invulnerable. Con él se rechaza el realismo, esto es, la opinión que hace consistir la realidad precisamente en lo que no me es inmediato, en lo que no consiste en existir para mí, sino, al revés, en existir en sí y por sí, en lo que solemos llamar «cosas, mundo». La tesis idealista es firme en la medida que exige, para que algo sea realidad radical, auténtica, que yo exista con ello, que yo esté también en ello. Cuando alguien nos cuenta una historia y mostramos ante su narración alguna duda, suele defenderla diciendo: «Yo estaba allí.» En efecto, el hombre tiene que estar en la realidad para que ésta lo sea. Una realidad de que yo estoy ausente es, por esencia, problemática e hipotética. La realidad incuestionable tiene que ser presente, patente. A este ser presente y patente hemos llamado inmediatez.

Ahora bien, si a lo inmediato tal y como es en su inmediatez y presencia queremos llamarlo pensamiento, como podríamos llamarlo X, nada tendríamos que oponer al segundo trayecto, a la segunda afirmación del razonamiento cartesiano y, en general, idealista:

Pero el caso es que Descartes y el idealismo hacen lo contrario: al llamar pensamiento a lo inmediato introducen en éste algo que no hay en él, algo que no es ya inmediato.

Noten ustedes la definición que de la cogitatio da Descartes: illa omnia, quae nobis consciis in nobis fiunt. El pensamiento es, pues, una realidad consistente no sólo y puramente en ser patente -nobis consciis-, no sólo en que yo me dé cuenta de ella, sino que in nobis fiunt, se hace en nosotros, tiene lugar íntegra en nosotros, es nosotros; se entiende, es yo. El pensamiento es, por tanto, una realidad que está confinada en mí, en el sujeto, es pura subjetividad.

Ahora bien, ¿es esto cierto? Lo inmediato, tal y como se presenta, ¿consiste en que yo me soy presente y patente a mí y nada más?

He aquí que yo veo esa pared: existe absolutamente mi ver la pared; en cambio, la existencia de la pared, fuera y aparte e independientemente de mí ver, es problemática. Esto es lo inmediato tomado en su pura manifestación y patencia o evidencia. Pero aquí viene el escamoteo que, a mi juicio, practica el idealismo.

 

Preguntémonos perentoriamente, sin dejar margen a la evasión: ¿qué hay cuando hay mi ver la pared? Pues hay la absoluta realidad que me soy yo y hay la realidad que me es la pared. Cuando la estoy viendo y mientras la estoy viendo hay pared ante mí y para mí exactamente lo mismo, en idéntico sentido, ni más ni menos, que hay yo. «Ver la pared», como nombre de una cierta situación inmediata, no significa la función fisiológica de ver ni siquiera la función psicológica. Al ver la pared yo no veo mi ver corporal ni mi ver psíquico o espiritual; el cuerpo es una hipótesis y nada más; pero no es menos hipótesis que el alma ve. Cuerpo y alma son hipótesis. «Ver la pared» no significa aquí, estrictamente, sino el hecho absoluto de que yo existo con una pared delante tan existente como yo; significa, pues, la coexistencia de mi yo y la pared; mas no significa, en modo alguno, que yo exista absolutamente, pero la pared sólo relativamente a mí, en el sentido de ser sólo apariencia y no efectiva existencia. ¿Por qué existo yo absolutamente? Sólo por esto: porque existo para mí. Pero lo propio acontece a la pared: existe para mí como tal pared, luego existe absolutamente.

Se me dirá: pero acaso padece usted una alucinación. En primer lugar, esta historia de la alucinación es ya un poco impertinente. Alucinación es el nombre de una hipótesis nuestra con que intentamos explicar ciertas incongruencias de nuestra realidad. En el plano de lo inmediato no hay alucinaciones. Cuando yo estoy en una situación que luego voy a calificar de alucinatoria -por ejemplo, ahora, si, como suponemos, la padezco-, la pared existe tan absolutamente como cuando estoy en lo que se considere como la más normal percepción. Y es que todo eso -alucinación y percepción- son ya conceptos que no describen lo inmediato, sino hipótesis psico-fisiológicas. Ahora estamos en un plano incomparablemente más radical y previo: estamos determinando la realidad primaria, sin tener la cual bien definida huelga hablar de todo lo demás: cuerpo, alma, pensamiento, alucinación, percepción.

Si, pues, por pensamiento se entiende, como es sólito en todo el idealismo, una realidad en que sólo existe el sujeto, yo, pero no lo otro que el sujeto, niego que lo auténticamente inmediato sea pensamiento. Pensamiento, repito una vez más, es un concepto que significa rigorosamente esto: que yo puedo hacerme presente lo que, en verdad, no me es presente porque no existe. La cosa, en cuanto pensada, no necesita existir.

Ahora bien, y esto es a mi juicio decisivo, al interpretar el idealismo lo inmediato como pensamiento, contradice y vulnera su propio e invulnerable punto de partida. Consistía éste en exigir, como carácter fundamental e inexcusable de realidad, su inmediatez, su presencia y patencia ante mí. Pero es el caso que cuando yo veo esa pared es ésta lo presente y patente, pero no mi verla. Yo no veo mi ver cuando estoy viendo. Para darme cuenta de que hay mi ver, tengo que dejar de ver y recordar que hace un instante veía. Yo veo mi ver cuando estoy fuera de él, cuando no me es inmediato, cuando la realidad que él nombraba -estar viendo la pared- ya no es realidad, sino que estoy en otra realidad nueva, a la que llamo «recordar un pasado»: recordar que he visto la pared.

 

Pero si este recuerdo es pulcro, lo que recordaré como lo efectivamente acontecido y pasado es que yo existía absolutamente ante una pared que absolutamente existía. Y si ahora, por estas o las otras razones, yo averiguo que no hay pared, esto, el no haber ahora pared, será la absoluta realidad, pero no la absoluta realidad de antes.

¿Cómo ha podido cometer el idealismo esta inconsecuencia con su punto de partida que le imperaba no reconocer como radical realidad sino lo inmediato? Muy sencillo: porque conserva en sí mismo, sin advertirlo, la tendencia realista. Esta consistía en creer que lo real es lo independiente del sujeto y no lo que es y existe en dependencia de él. Entiéndase bien esto, porque el error del idealismo estriba, precisamente, en no haberlo entendido. Repito: el realismo consiste en creer que lo real, lo verdaderamente existente, es lo que existe independientemente de mí y no lo que existe en dependencia de mí. Por tanto lo que existe, y no lo que no existe. Cuando el idealismo se ve obligado a reconocer que esa pared existe absolutamente [en tanto] y precisamente porque depende de mí, porque está presente ante mí, no se atreve a tomar las cosas así según se ofrecen, sino que añade un razonamiento y una hipótesis de inspiración realista y dice: si esa pared existe sólo en cuanto me es presente y en tanto me lo es, entonces no la hay, sino que hay sólo sujeto, y lo demás está en él Como contenido, o lo que es igual, no hay sino pensamiento, sujeto.

Y, sin embargo, es de sobra evidente que yo no encuentro la pared en mí sino fuera de mí, ante mí, todavía con más claridad que me encuentro a mí mismo o, por lo menos, con la misma claridad. Y, viceversa, jamás me encuentro sólo conmigo, sino que siempre que me hallo resulta que estoy con algo, que no soy yo, frente a mí. No se trata, pues, de que unas veces hallo lo inmediato constituido sólo por mi subjetividad y, por tanto, existiendo exclusivamente yo, sino que siempre que encuentro mi yo lo encuentro coexistiendo Con algo frente, ante y contra él: el mundo o circunstancia. Cierto que ésta no existe por sí, aparte de mí. Creer lo contrario fue el error realista que para siempre hemos superado. Pero tampoco existo yo nunca aparte y en mí, sino que mi existir es coexistir con lo que no soy yo. La realidad es, pues, esta interdependencia y coexistencia.

Cuando Descartes encuentra que es indubitable la existencia de la duda, por tanto, que la duda era .realidad radical o absoluta debió pararse a analizar qué era, en qué consistía tal realidad llamada duda, en vez de apresurarse a denominarla «pensamiento», y Con ello falsificarla. Pues ¿qué hay cuando absolutamente hay duda? Hay yo que dudo y hay aquello que me es dudoso. Ambos términos son igualmente imprescindibles para que haya duda. Y lo dudoso no es ello duda, no es yo, no es subjetividad, sino que es algo frente a mí que dudo, y que tiene que existir para que yo ante ello sienta duda. «Lo dudoso» es el carácter con que se me presenta el mundo cuando dudo, Como «pared» es el carácter Con que ahora se me presenta el mundo cuando miro.

 

Para terminar esta crítica, recuérdese que el trayecto primero y firme del idealismo consistía en hacerse cargo de que sólo existe con existencia indubitable y absoluta lo que existe para mí o en dependencia de mí. Para que A exista, según esto, es menester que exista para mí. Muy bien; pero es también necesario que sea A, que exista como A. Si digo que A es un pensamiento mío, que «se hace en mí» -in nobis fiunt-, deja de ser A, de existir como A, y entonces no puede decirse que existe para mí, que depende de mí, sino que es yo ni más ni menos, [por tanto,] que no lo hay propiamente. Ahora bien: la verdad de lo inmediato es, como hemos visto, lo contrario: que siempre que hay yo hay otra cosa que yo, frente a mí, en mi derredor.

He aquí por qué digo que el idealista recae en un extraño realismo. En vez de dejar la pared existiendo con este peculiar carácter de existir que es estar ahí frente a mí, la disuelve en mí, y hace consistir la realidad en algo independiente como el realista, sólo que ahora lo independiente es mi pensamiento, soy yo.

A esto no da derecho la pura descripción de lo inmediato; hacer de ello pensamiento, sostener que las cosas son pensamiento, subjetividad, yo, es sólo una hipótesis, tan hipótesis como la realista. No es la pura tesis de lo inmediato, que nos hace falta.

Pero esto nos obliga a buscar un concepto más adecuado y un nombre para esa realidad radical y absoluta que es lo inmediato. Hemos dicho que éste consiste siempre en la coexistencia de un yo con lo que no es él, con las cosas; inseparables éstas de mí y yo de ellas. Existo yo, pero no aparte y en mí, sino que mi existir consiste ahora en existir conmigo esta habitación. Este ser yo junto con ella y con cuanto en ella hay patente es lo que verdadera- mente hay. Yo no pienso esta habitación: mi verla ahora ante mí no es para mí un pensarla, sino es un absoluto encontrarme con ella y en ella, un inexorable tener que contar con ella. Pues bien, esa realidad absoluta en que un yo tiene que contar con lo que [él] no es y, por tanto, su existir es desde luego y absolutamente un existir en lo otro, fuera de sí: ¿qué es sino vivir? (Fuera es el mundo.)

Si sólo hubiese pensamiento, si fuese firme la tesis idealista, para mí el existir sería estar sólo conmigo. Ahora bien, el carácter de lo inmediato es precisamente lo contrario: estoy siempre fuera de mí, en la circunstancia. El pensamiento sería una realidad sin fuera, pura inmanencia. La realidad del realismo es, inversamente, un puro fuera, sin inmanencia, sin relación a mí ni dependencia originaria de mí. La realidad absoluta como vida es a un tiempo inmanente y trascendente. De mi vida sólo forma parte lo que para mí existe, y, en tal sentido, es lo inmanente; pero ese ser inmanente no quiere decir que se convierta en subjetividad, en yo. Yo no soy mi vida. Esta, que es la realidad, se compone de mí y de las cosas. Las cosas no son yo ni yo soy las cosas: nos somos mutuamente trascendentes, pero ambos somos inmanentes a esa coexistencia absoluta que es la vida.

 

No consisto en un pensar, en un tener conciencia. Yo no pienso originariamente las cosas en las que me encuentro. Sino que la realidad es que me encuentro, primero y sin más entre ellas, con ellas; encuentro que ellas existen y yo también. Si hay conciencia, si hay pensamiento, es cuestión que no se presenta al tomar estrictamente lo inmediato según ello se presenta. Al revés, porque se da ese hecho bruto absoluto de que existo yo ahora y esa pared ante mí, vendré luego a plantearme la cuestión de cómo es posible que coexistamos. Esto me obligará a investigar quién soy yo, y si resulta que yo soy un ente hermético, cerrado hacia sí, vendrá el nuevo problema de cómo, no obstante, yo cuento con la pared y las demás cosas. Entonces -si esto fuese cierto- surgiría la hipótesis del pensamiento para explicar cómo no pudiendo nada de fuera entrar en mi hermetismo, no obstante, esa pared está en mí. Pero ese es otro error del idealismo. Yo no soy hermético, sino todo lo contrario. Yo soy el que penetran e inundan las cosas, tanto que me arrollan, que me niegan, me aniquilan, y para afirmarme frente a ellas tengo que luchar, que esforzarme, que estar haciendo siempre algo con ellas, a fin de escapar a su hostilidad.

La insoportable paradoja del idealismo queda así superada sin recaer en el realismo ingenuo:- Viceversa, la nueva tesis conserva la verdad del idealismo que es la inmanencia y la verdad del realismo que es la trascendencia. Trascendente se llama lo que no es sujeto, lo que no es yo. Esa pared vuelve a ser absolutamente la pared que con toda evidencia es; pero lo es no por sí y sola, sino como ingrediente de una realidad dual cuyo otro término soy yo: la pared trascendente de mí es inmanente a mi vida. Mi vida no es más mía que de esa pared. En esto se diferencia de la supuesta realidad llamada pensamiento. El pensamiento es mío, es yo. Mi vida no es mía, sino que yo soy de ella. Ella es la amplia, inmensa realidad de la coexistencia mía con las cosas.

 

ANEJOS

TESIS PARA UN SISTEMA DE FILOSOFIA *

 

* [De estas seis tesis, las I, II y III nos fueron distribuidas por Ortega a los alumnos asistentes a su último curso profesado en la Universidad de Madrid, en 1935/1936, pero su continuación, las tesis IV, V y VI (inacabada) las he hallado entre sus manuscritos. Con ocasión del décimo aniversario de la muerte del filósofo, publiqué estas tesis en la Revista de Occidente. Octubre 1965.]

 

I

De la filosofía como metafísica, ciencia fundamental o prima philosophia hay que decir, por lo pronto y por lo menos, que es algo que el hombre hace. El fenómeno que llamamos «hacer se diferencia del simple ejercicio de una actividad con el cual se suele confundir. La actividad, cualquiera que ella sea, incluso la más inteligente, se ejercita «mecánicamente», automáticamente. Ahora bien, sólo puede decirse que el hombre «hace» algo, cuando sus actividades son disparadas y ejercitadas por algo y para algo.

Los haceres del hombre son innumerables y el que llamamos filosofía se encuentra dentro del grupo especial que se titula con el nombre general de «conocer». Conocer es lo que el hombre hace por que ha caído en la duda sobre algo y para llegar a estar en lo cierto sobre ello, o saber.

El saber es aquella situación del hombre frente a algo, en la cual le ha dejado de ser cuestión, está perfectamente seguro de qué es lo que tiene que hacer con ese algo. Por tanto, saber algo es saber a qué atenerse respecto a eso que le fue cuestión.

Entendida esta definición rigorosamente se advierte que es el saber una situación utópica. No sólo porque el hombre no sabe nunca, no está nunca en lo cierto sobre todo lo que le urgiría saber, sino porque aun sus certidumbres parciales, sobre esto o lo otro, le plantean nuevas cuestiones y le impiden que esté perfectamente seguro de ellas.

Si el hombre supiese no se ocuparía en conocer. El hecho y el nombre mismo de la filosofía impiden definir al ente humano como sapiens a no ser que se entienda este atributo no como una posesión, sino al revés, como una privación y necesidad y se diga que es el hombre el ente que necesita, que ha menester saber y porque lo necesita se esfuerza en lograrlo, se ocupa en conocer, hace lo que puede para saber.

 

II

La situación del hombre no es de puro o pleno saber, pero tampoco es de puro no saber. Es de ignorancia. El ente que no supiese nada permanecería feliz en esa situación negativa, y no sería en él privación.

La situación efectiva del hombre puede calificarse como de «la verdad insuficiente». El hombre tiene siempre certidumbre o verdades, pero las tiene sin poseer su último fundamento y además en colisión unas con otras, reclamando una última instancia que dirima su antagonismo. En suma, una certidumbre de carácter radical. El saber a qué atenerse respecto a esta instancia radical de todas las verdades, por tanto, el descubrimiento de la verdad de las verdades, es la aspiración que dispara y mueve el hacer filosófico.

De aquí que la certidumbre o verdad filosófica se presenta desde luego bajo dos condiciones. Primero, que sea última instancia o verdad primera, por tanto, no suponga otras instancias ni verdades. Segundo, que lo sea para todas las demás verdades en cuestión. Dicho en otros términos, la certidumbre filosófica aparece constituida por los caracteres de autonomía y universalidad.

 

III

La filosofía aparece, pues, como un hacer particular dentro de otro hacer más general que es conocer. Como conocimiento autonómico y universal, es decir, como certidumbre radical o última instancia de las verdades, se distingue de las ciencias. Una ciencia no es nunca autónoma ni universal, antes bien, se sabe a sí misma parte de un todo de verdades más amplio que ella supone, en que se apoya ya que nos transfiere. Las ciencias son una constante apelación a la filosofía.

Por otra parte, la filosofía es homogénea a las ciencias en cuanto es como ellas conocimiento, por tanto, esfuerzo desde la duda o incertidumbre en que se ha caído hacia una certidumbre que venza a aquélla. Pero nótese todo lo que la ocupación que es conocer implica. Implica: 1º, que el hombre ha caído antes en incertidumbre; 2º, lo cual, a su vez, supone y lleva en sí un estado trasanterior de certidumbre. 3º, un tercer estado a que se aspira constituido por una certidumbre de distinto carácter que la inicial porque aquélla era previa a la duda y estaba intacta de ella, al paso que esta nueva certidumbre postulada ha de consistir en el vencimiento de la duda y, en consecuencia, ha de llevar siempre ésta dentro de sí.

Conocer es, pues, formalmente superación de la duda, por tanto, seguir dudando y, a la vez, dominar esa duda.

Por eso la certidumbre que busca el conocimiento es una constante creación de sí misma. En la certidumbre inicial se estaba sin más: en la certidumbre cognoscitiva o verdad sólo se está en tanto que se la hace o crea frente a la duda y en lucha con ella.

Esto es lo que significa que la verdad 0 certidumbre de conocimiento tiene que ser probada, en contraste con la certidumbre en que el hombre se encontraba sin saber cómo, que él no se había hecho, antes bien, que recibe por tradición y autoridad.

La aspiración a ser prueba de sí misma, el tener que ser certidumbre que se hace a sí misma diferencia a la filosofía de la religión con la cual tiene de común el carácter de universalidad.

Por otra parte, también separa a la filosofía de otras certidumbres que no son dadas, reveladas, sino que se forman en el hombre pero que no consisten en prueba. Tales son la poesía y la «experiencia de la .vida».

 

IV

Una vez hecha esta distinción entre la .filosofía y las formas afines del hacer humano -religión, ciencia, poesía, experiencia de la vida- es preciso rectificar la opinión vigente según la cual esa multiplicidad representaría un sistema permanente y constitutivo de «direcciones. del espíritu o conciencia». Ello implicaría que siempre ha hecho el hombre religión, filosofía, ciencia; poesía y «arte de prudencia» o experiencia de la vida, bien que en variada dosis. Lo que ha variado, sería, pues, el contenido o producto que en cada época resultaba de esas direcciones del hacer. El hacer mismo -religión, filosofía, poesía- queda así distinguido y abstracto frente a sus particulares y mudables contenidos, por tanto, como una «facultad» o potencia del espíritu siempre presente y esencial al hombre.

Mas si analizamos, por ejemplo, la ocupación o hacer que es conocer, pronto advertimos que no tiene sentido como abstracta facultad, sino que surge desde luego adscrita esencialmente a un contenido particular. La variación en las teorías que el conocimiento forja es amplísima, pero no ilimitada. El hombre no se ocupa en conocer -y, por tanto, en filosofar y en hacer ciencia- si no cree previamente que lo que hay, la «realidad», consiste en cosas que tienen ser y que este ser, en una u otra medida, es asequible a las operaciones intelectuales. Es, pues, el conocer como tal una «teoría» determinada, una creencia precisa.

Como ésta no puede ser innata -como lo sería una mera, abstracta «facultad»- quiere decirse que el hombre llegó a ella un cierto día y por un determinado camino, es decir, en virtud de ciertas experiencias vitales hechas en la etapa anterior. Supone, pues, el conocer un estado anterior en que el hombre no vivía en la creencia de que las cosas tienen un ser inteligible, sino en otra creencia para la cual lo que hay no son cosas propiamente, «naturaleza», ser -sino voluntades incoercibles y libres frente a las cuales no tiene sentido comportarse investigando sino en otras formas, como son plegaria, culto, etc. Esta creencia, que en sentido lato podemos llamar «religión», desarrolló sus posibles experiencias hasta agotarse, esto es, hasta dejar al hombre convencido de que no hay «dioses», sino sólo nudas cosas que tienen un ser invariable.

En esta creencia, generadora del hacer que es conocimiento, seguimos, y aun puede afirmarse que muy avanzados en el desarrollo de sus experiencias peculiares. Pero claro es que el hombre agotará también el ámbito de posibilidades que esa creencia inspira y pasará a otra. Por tanto, que el conocimiento y su forma radical, que es la filosofía, no son una actitud definitiva del hombre, sino sólo histórica -el presente humano.

Podemos someter a análisis parejo el hacer religioso y entonces veríamos que también él fue en su puro y rigoroso sentido una coyuntura histórica. Mas al precisar este análisis descubriríamos que así como es un error llamar conocimiento a cualquier hacer que tenga alguna abstracta similitud con lo que concreta y plenamente es el conocer, también es un error llamar religión a comportamientos muy dispares. Notoria es ya la diferencia entre religión y mitología. Siguiendo en este camino de estricto análisis habrá que formar numerosos conceptos nuevos para definir los distintos sistemas de creencias básicas por que ha pasado el hombre. Lo mismo acontece con la poesía.

Aquella multiplicidad fija de supuestas direcciones permanentes y constitutivas del espíritu humano queda, además de enriquecida, repartida por el tiempo en una serie dialéctica de sistemas de creencias que se han sucedido uno a otro porque el subsecuente suponía sin remedio el antecedente.

 

V

La filosofía surge, pues, como un hacer forzoso para el hombre que se encuentra conociendo, esto es, creyendo que lo que hay es tal que con sus propios medios intelectuales, con lo que suele llamarse sensu lato «razón» puede orientarse en su vida.

La pluralidad de verdades inconexas o antagónicas en que el hombre conociendo se encuentra, constituye una constante apelación a una certidumbre o verdad radical. La busca de ella es la filosofía.

Toda verdad nos descubre algo que hay. Mas al entrar en colisión con otra de igual vigor nos encontramos no sólo con que hay dos algos antagónicos, sino que al haberlos ambos, esto es, al ser realidades, se nos convierte en problema el sentido del hay, de la realidad, y nos preguntamos: ¿hay el un algo en el mismo sentido que hay el otro? ¿Es tan real el palo que toco dentro del agua y que es recto como el mismo palo que veo y que es quebrado? No cabe duda de que hay ambos: pero se hace cuestión si los hay en el mismo sentido, si su realidad es pareja o si la de uno es secundaria a la del otro.

Esto nos impone la necesidad de ponemos de acuerdo con nosotros mismos respecto a cuál sea la realidad radical o lo que es lo mismo, respecto a qué es lo que verdaderamente y sin cuestión hay. Una vez en lo cierto sobre este punto nos sería fácil o cuando menos posible dirimir toda otra cuestión entre realidades mediante su organización en un sistema.

He aquí por qué se nos presenta la filosofía como pregunta por la realidad radical o primaría.

 

VI

En el pasado de la filosofía emergen dos ejemplares respuestas a esta pregunta. Una afirma que lo que verdadera y últimamente hay consiste en cosas y su conjunto o mundo. Es el llamado realismo. La otra sostiene que no puede haber sólo ni primero cosas porque esta afirmación implica un testigo de que las hay, por tanto, una mente para quien las hay. Pero este testigo o mente, a su vez, no puede atestiguar sino que las hay para él, que las hay sólo y en tanto que él asiste a las cosas, esto es, que las piensa. Esta respuesta es lo que se ha llamado idealismo *.

 

* [Aquí se interrumpe el manuscrito.]

 

2.0

ENSIMISMARSE Y ALTERARSE

I *

 

* El ensayo «Ensimismarse y Alterarse», que está incluido en la edición de «Obras completas», se imprimió en el diario «La Nación», de Buenos Aires, en los días 19 y 26 de marzo y 2 de abril de 1933. A pesar de la semejanza en el título, su texto es ajeno al primer capítulo del libro El hombre y la gente, denominado «Ensimismamiento y alteración.» Lo he reproducido en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, septiembre, 1975, y en la 7a edición, en la Colección El Arquero, Madrid, 1977, de Meditación de la técnica.

El fragmento que aquí transcribo es el indicado en la nota de Ortega citada en la página 88 de este volumen.

 

En la Plaza Mayor de Madrid, que conserva tan intacto su siglo XVII y sabe tan sabrosamente a Felipe III y Felipe IV, había, cuando yo era muchacho, un charlatán que procuraba atraer la atención de los papanatas con un juego de manos, siempre el mismo. «¡Aquí está el huevo» -gritaba señalando aun lado- «y aquí está el pañuelo!» -gritaba señalando al otro-. «¡Se trata, señores, de hacer pasar el huevo dentro del pañuelo y luego el pañuelo dentro del huevo!».

Más tarde, pensando apasionadamente en el misterio de la historia humana, en el sentido de sus grandes cambios atmosféricos, me he acordado muchas veces del juego de manos que hacía el charlatán. En todas sus dimensiones es nuestra existencia un enfronte perenne de dos elementos heterogéneos: el hombre y su antagonista, ese «otro» que no es el hombre y lo rodea, lo envuelve y aprisiona, llámese circunstancia o mundo o Dios o como se quiera. Esa dualidad y contraposición es siempre una lucha, magnífico combate, cualesquiera sean las formas y carices que adopte, angustia o alborozo, tragedia o comedia. Esta polémica, que constituye la materia misma de que está hecha nuestra vida, radica en la necesidad de que el hombre y el mundo, que se son mutuamente extranjeros, heterogéneos, se hagan homogéneos, se identifiquen. Cuando esto acontezca, si esto acontece, la vida humana se dejará atrás a sí misma convirtiéndose en divina existencia. Porque la diferencia última entre Dios y el hombre consiste en que para el pobre hombre vivir significa estar en una circunstancia, por tanto, en algo que no es él, que le es ajeno y extraño. Por eso se pasa la vida «extrañándose». Dios, en cambio, existe flotando en su propio elemento: nada le es extraño, se baña en sí mismo y habita en su propio país, en su propia casa. Dios es su propia circunstancia. Cuando el cristiano dice que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza dice, tal vez, algo verdadero, pero exagera un poco, exagera bastante. Y esta exageración resulta sobremanera cruel. Es casi una burla. Porque lo que el cristiano quiere decir con eso es que el hombre tiene de Dios precisamente lo que le falta. El hombre -a diferencia del mineral y acaso del animal- tiene, en efecto, la necesidad, quiera o no, de llegar a unificarse con su contorno para sentirse en él «dentro de casa», por tanto, tiene, en este sentido, la necesidad de ser como Dios. Pero esto supone que le falta esa unificación y posee de ella sólo lo más opuesto que puede haber de una cosa, a saber, el afán de ella. Del mismo modo puede definirse el manco diciendo que es un hombre con dos brazos, sólo que le falta uno. Este tener lo que no se tiene, este sentir la falta de algo que nos es menester, este ser sustancial y activamente menesteroso es la condición del hombre.

Pero semejante manera de definir la vida humana por su lado triste y deficiente, aun siendo verídica, es parcial. Parece evidente que si fuese sólo eso -defecto y esencial desventura- al llegar a ella el hombre la abandonaría. Mas si sigue en ella, si vive, es que acepta el defecto, la desventura, la dificultad y el absoluto riesgo que ella es. Pero entonces la convierte de desdicha y desventura en tarea entusiasta que se acepta, esto es, en aventura y empresa. De tal suerte, en mi interpretación de la vida transparece la unión indisoluble, la mutua necesidad de venir a síntesis, de las dos grandes verdades históricas sobre ella: la cristiana, para quien vivir es tener que estar en un valle de lágrimas, y la pagana, que convierte el valle de lágrimas en un stadium para el ejercicio deportivo. La vida como angustia y la vida como empresa. Repito mi razonamiento: para sentir la angustia es preciso seguir en la vida. Si yo me voy de la vida se acaba la angustia. Pero seguir en la vida es aceptar libérrimamente la tarea penosa que ella es. Y esto es la definición del esfuerzo deportivo.

 

II *

 

 * [¿Cuáles podían ser las páginas sobre el Yo en «Goethe» a que Ortega se refería en su mencionada nota? El dato nos lo procura otra nota del autor en su ensayo «Pidiendo un Goethe desde dentro», en la que dice: «Véase mi ensayo «Goethe, el libertador», publicado en el 22 de marzo (de 1933) en la Neue Zuricher Zeitung y leído con ampliaciones en la Universidad de Madrid el 30 de marzo». Reproduzco aquí las páginas del mencionado ensayo «Goethe, el libertador» que, probablemente, fueron las utilizadas por Ortega para rematar la lección sexta de su curso en la Universidad.]

 

La libertad es un movimiento con su terminus a qua y su terminus adquem. ¿De qué nos liberta Goethe y hacia qué? «Puedo llamarme su libertador -dice a los jóvenes- porque en mí han averiguado que como el hombre vive de dentro afuera, también el artista tiene que crear de dentro afuera, ya que, haga los gestos que haga, no podrá nunca dar a luz otra cosa que su propio individuo». La liberación de que se trata es, pues, la liberación hacia sí mismo. El terminus a quo es... lo demás, lo que no es el «sí mismo». Este viejo mandarín me invita a evadirme de lo demás como de una prisión y a instalarme en mí mismo. No sabemos bien en qué consiste el «mí mismo». No importa: «ser sí mismo» nos representa la caricia más secreta y profunda, es como si acariciaran nuestra raíz. Es la promesa de la máxima voluptuosidad. Recordad 1os versos más citados de Goethe: «Suma delicia de las criaturas sólo es la Personalidad» (el ser sí mismo)... Vamos a palpar, temblando de placer, las morbideces del yo. Pero... ¿dónde está? Lo buscamos en torno y no lo hallamos. Penetramos en nuestro interior seguros de encontrarlo Nos imaginamos nuestro interior como un recinto, una cámara hermética y limitada, donde no puede perderse nuestro yo, escabullirse, fugarse. Allí no habrá escape: podremos echarle a nuestro Yo la mano al cuello, como hace el policía con el ladrón acorralado. Y, en efecto, nuestra intimidad tiene sus cuatro paredes bastante definidas. Lo problemático es el fondo, nuestro fondo. Nos preguntamos: ¿creo yo en el fondo eso que parezco creyendo -en política, en arte, en ciencia, en amor? Porque el «mí mismo» consistirá en lo que yo sea en el fondo. Y empiezo a levantar los suelos de mi intimidad, como un arqueólogo que busca bajo la gracia del paisaje visible la Troya auténtica, la Troya de Priamo y Eneas. ¡Vano empeño! Las capas geológicas de mi fondo se suceden unas bajo otras, con su fauna variada, suave o atroz. Yo no soy últimamente éste, ni éste de más abajo. Son falsos yos que me han colonizado, que han venido de fuera: ideas recibidas, preferencias que el contorno me ha impuesto, sentimientos de contagio, personalidades mías que en todo momento puedo revocar, sustituir, modificar. Y yo, incitado por Goethe a esta excursión vertical, busco mi yo mismo, no un yo cualquiera: mi yo necesario, irrevocable. ¿No es este exasperado afán por hacer pie en la tierra firme, en la autoctonía de sí mismo, lo que moviliza todas las grandes figuras de Goethe? ...Werther dispara la pistola sobre el enamorado de Carlota como sobre un transeúnte. Era uno de sus yos, que pasaba por delante de su auténtico yo y le interceptaba la comunicación con éste. La prueba de ello es que, si la herida no hubiese sido mortal, podíamos imaginar toda una biografía de Werther más allá de su suicidio -la de Goethe. Wolfgang deja entre las garras de la pasión ciega el frac azul, como una camisa de serpiente, y él se escurre, se liberta más allá, nadando hacia la costa de sí mismo. Nuestro fondo es más abismático de lo que suponíamos. Por eso no hay medio de capturar nuestro «yo mismo» en la intimidad. Goethe nos propone otro método, que es el verdadero. En vez de ponernos a contemplar nuestro interior, salgamos fuera. La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo. Si yo pudiese vivir dentro de mí, faltaría a lo que llamamos vida su atributo esencial: tener que sostenerse en un elemento antagónico, en el contorno, en las circunstancias. Esta es la diferencia entre Dios y nosotros. El está dentro de sí, flota en sí mismo; lo que le rodea no es diferente de lo que él es... Pero la vida humana es precisamente la lucha, el esfuerzo, siempre más o menos fallido, de ser sí mismo. En rigor, para Dios no hay un dentro ni un fuera -porque no vive. La contraposición surge en el caso del hombre: es él un dentro que tiene que convertirse en un fuera. En este sentido, la vida es constitutivamente acción y quehacer. El dentro, el «sí mismo» no es una cosa espiritual frente a las cosas corporales del contorno. La psique no es sino un cuasi-cuerpo, un cuerpo fluido o espectral. Cuando miro, de espaldas al contorno físico, esa supuesta intimidad mía, lo que hallo es mi paisaje psíquico, pero no mi yo. Este no es una cosa, sino un programa de quehaceres, una norma y perfil de conducta. Por eso, en el mismo trozo casi de ultratumba que ahora comentamos explica Goethe su acto libertador del sí mismo diciendo: «Ahora ya no tenéis una norma -se entiende, recibida-; ahora tenéis que dárosla a vosotros mismos». Ahora se comprende por qué el yo resulta, inaccesible cuando la buscamos. Buscar es una operación contemplativa, intelectual. Sólo se contemplan, se ven, se buscan cosas. Pero la norma surge en la acción. En el choque enérgico con el fuera brota clara la voz del dentro como programa de conducta. Un programa que se realiza es un dentro que se hace un fuera.

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