FILOSOFÍA Y CATALEPSIA

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En este trabajo Silvio Maresca considera que la filosofía latinoamericana y –mucho más- la filosofía de la liberación, se encuentran hoy en estado cataléptico. Con “filosofía latinoamericana” se refiere a una filosofía original, que lleva la impronta de su gestación en un horizonte histórico-cultural relativamente ajeno al europeo-occidental; una filosofía, en fin, “original”, no porque agregue su grano de arena a la evolución consabida de la filosofía europea (hoy también norteamericana) sino porque marca una disidencia en cuanto a los supuestos básicos del pensar filosófico. El autor analiza los distintos momentos que hacen al devenir de esta filosofía en La Argentina y que van de su resplandor inicial a comienzos del siglo XX, su silenciamiento por bandos militares a fines de los 60 y su reaparición en los 80. El trabajo indica de un modo muy interesante cómo estos virajes hacen esa filosofía sea la misma.

 

La filosofía latinoamericana se encuentra hoy en estado cataléptico. Para ni hablar de la filosofía de la liberación. No necesito aclarar una vez más que cuando digo “filosofía latinoamericana”  me refiero  a una filosofía original, que lleve la impronta de su gestación en un horizonte histórico-cultural relativamente ajeno al europeo-occidental; una filosofía, en fin, “original”, no porque agregue su grano de arena a la evolución consabida de la filosofía europea (hoy también norteamericana) sino porque marque una disidencia en cuanto a los supuestos básicos del pensar filosófico. Con “filosofía latinoamericana” no aludimos pues -lo hemos repetido hasta el cansancio- a una filosofía de suyo universal, que se desarrollaría por accidente en América Latina pero cuyos puntos de partida, temas, preocupaciones y demás no diferirían en nada respecto a los instituidos por el mundo nordatlántico. Tampoco en esta línea, vale decirlo, nos lucimos demasiado hoy por hoy. Nuestros actuales aportes latinoamericanos a la filosofía así llamada “universal” son menos que modestos.

 

El resplandor inicial

En lo sucesivo me referiré a la experiencia argentina, única que conozco medianamente. A comienzos de los años 70, el hasta ese momento apacible mundo académico argentino, apacible sin perjuicio de sus naturales desavenencias, se vio conmovido por una impensada eclosión: al calor de una constelación de acontecimientos locales y externos un grupo de jóvenes pensadores de razonable formación universitaria se atrevía a cuestionar las certezas consagradas de la filosofía occidental o, cuanto menos, su adopción dogmática por parte de los profesores de filosofía nativos.

Desde su establecimiento  a principios del siglo XX y su posterior consolidación bajo la consigna de la “normalidad filosófica”, el mundo filosófico académico argentino jamás había experimentado algo semejante. La realidad de los pueblos latinoamericanos, sus padecimientos y sus luchas, sus anhelos más hondos, se filtraban -interpretación mediante- por las puertas y las ventanas de las aulas, invadían los congresos, relegaban a un segundo plano las tradicionales disputas entre escolásticos, existencialistas, positivistas, fenomenólogos. Fueron vertiginosos tiempos de zozobra, en los cuales la clase profesoral llegó por momentos a sentirse acorralada.

Hijos dilectos de la universidad, los jóvenes rebeldes no se conformaban con el pautado y pausado ascenso hacia  la titularidad de las cátedras; querían algo más y en el fondo distinto: forzar el ingreso a la universidad del mundo que los rodeaba y con el cual se sentían profundamente comprometidos. Pero en abierto contraste con los clásicos marxistas latinoamericanos, incapaces de entablar una discusión filosófica seria (eran tiempos de Politzer, aunque con Gramsci y Althusser se empezaba a elevar un poco la puntería), pretendían hacerlo con las mejores armas: traduciendo a categorías filosóficas la problemática histórica, social y política que los acuciaba. La mejor tradición alberdiana, casi olvidada después de Alejandro Korn, volvía por sus fueros.

Otro aspecto digno de nota es que el movimiento de la filosofía de la liberación, tal su denominación en esa etapa, se extendía por las universidades de todo el país. Entiéndase bien lo dicho más arriba: no es que estos “nuevos filósofos” no ambicionasen las cátedras o incluso la conducción de las carreras de filosofía en las universidades estatales o privadas, cosa que en algunos casos obtuvieron por un breve período, pero el objetivo era implementar un cambio radical, ajustar la trasmisión de la filosofía a la novedosa concepción.

Hacia fines de la década del 60, principio de los 70, el mundo parecía a punto de trastrocarse. Finalmente lo hizo, aunque en un sentido inverso; algo muy difícil de prever por ese entonces. Luego de los procesos de descolonización, producto casi siempre de la lucha de los movimientos de liberación nacional, los pueblos del Tercer Mundo, conducidos por lúcidos y prestigiosos líderes, parecían orientarse protagónicamente hacia un nuevo ordenamiento del planeta, basado en el respeto hacia las diferencias culturales, la justicia, la eliminación definitiva de la miseria y de la explotación del hombre por el hombre. Jean Paul Sartre escribía por esos días un encendido y bienintencionado prólogo a Los condenados de la tierra de Franz Fanon, suerte de Biblia revolucionaria para los pueblos coloniales y semicoloniales en trance de liberación. América Latina, Asia, África, buscaban afanosamente plasmar nuevas formas de socialismo acordes a sus tradiciones históricas más entrañables, como vía propia de ingreso a una modernidad digna. Las juventudes se hallaban movilizadas por doquier, anhelando nuevos horizontes. La “sociedad de consumo” era unánimemente repudiada. Entre nosotros, el retorno de Perón  -de un Perón a la altura de las ideas de la época, de un Perón que predicaba “La  hora de los pueblos”- se tornaba día a día una realidad más tangible.

 

El guevarismo y la guerrilla también aportaban a América Latina su cuota de redentorismo, con su paulino “hombre nuevo”. La Iglesia, con su opción preferencial por los pobres y su Teología de la Liberación acusaba, a su vez, profundas mutaciones. En el campo de las ciencias sociales, la Teoría de la Dependencia desplazaba al funcionalismo y al marxismo ortodoxo, entre otras corrientes. Nadie ignora el significativo influjo que la Teología de la Liberación y la Teoría de la Dependencia ejercieron sobre nuestros jóvenes filósofos, aunque no en todos ellos, es cierto, con la misma magnitud. Hegel, Heidegger y Levinas, desde una lectura situada, al decir de Mario Casalla, pero sobre todo Levinas, de la mano de Dussel, eran quizá los filósofos europeos más frecuentados por nuestros filósofos de la liberación. La modernidad europea aparecía generalmente como la raíz de todos los males y, en ocasiones (Dussel), el pensamiento judío era privilegiado sobre el griego.

Pero nada era sin conflicto, que a menudo se tornaba abierta confrontación. Desde la misma emergencia de la corriente de la filosofía de la liberación llovieron las críticas, muchas de las cuales se reiteran actualmente ante el menor conato de un pensar situado, para hablar otra vez con Casalla. Sus adversarios no sólo se refugiaron en la, según ellos, obvia universalidad a priori de la filosofía sino que señalaron enseguida la aparente incongruencia de apelar a filósofos de la más rancia estirpe europea para apuntalar un proyecto filosófico alternativo. En verdad, una crítica irrazonable. Pues jamás originalidad alguna se construyó desde cero o echando mano exclusivamente a contenidos culturales de tipo local, de supuesta pureza incontaminada. Menos todavía en los tiempos modernos. Plantear la necesidad y pertinencia de una filosofía latinoamericana no obliga -ni ayer, ni hoy- a rechazar ideas procedentes de otras latitudes o a remontarse únicamente a los mayas o los incas, por ejemplo. Con menor razón cuando se trata de filósofos fuertemente críticos de su propia tradición, como es el caso de Heidegger o Levinas. La cuestión era (y es) un problema de perspectiva; concierne al “desde dónde” de un pensar. En el límite, los contenidos pueden ser cualesquiera, lo esencial reside en la ubicación del centro de gravedad.

Otra crítica muy común, que creció con el tiempo, fue la acusación de quedarse en lo programático, sin avanzar (o no lo suficiente) en desarrollos concretos. Crítica más atendible, a mi juicio, esta última, siempre y cuando se profundice en los motivos de tal estancamiento, que están muy lejos de responder a una simple impericia o pereza profesional.

Por fin, a quienes acentuaban el rasgo nacional del nuevo punto de vista filosófico, se les objetó (y todavía se lo hace) que ningún país que haya producido una filosofía digna de tal nombre, planteó jamás la misma como “nacional”. Crítica feudataria, fácil verlo, de la presunta universalidad a priori del discurso filosófico, cuya afirmación ni siquiera en el contexto europeo se verifica en todos los casos. Pero lo fundamental no está ahí. Esta objeción pasa por alto tanto el origen colonial de los países latinoamericanos que, a partir de su independencia, les exige afirmar su autonomía y su peculiaridad con más énfasis, como las propias tradiciones patrias: en el caso de la Argentina el pensamiento filosófico de la nueva nación nace en el Juan Bautista Alberdi de 1837 con el mandato expreso de construir una filosofía nacional, en esos términos.

 

El desacople

Todos sabemos cómo terminó en Argentina y en la mayor parte de Latinoamérica la experiencia de fines de los 60, comienzos de los 70. La voz de la filosofía de la liberación fue acallada por los bandos militares. Sus portadores fueron barridos de las universidades y perseguidos, en mayor o menor medida. Algunos optaron por el exilio, otros permanecieron en el país, viviendo su exilio interior, por así llamarlo. Se generó de este modo una fractura que todavía hoy persiste, en cierta medida.

Después de un silencio de pocos años, los 80 vieron reaparecer en la Argentina lo nuclear de la orientación de los 70. Pero el panorama había cambiado drásticamente. Por un lado, el reagrupamiento de los filósofos de vocación latinoamericana se pobló de nuevas caras y extrañó muchas otras, amén de las del exilio propiamente dicho. Por el otro, la situación, el entorno, eran radicalmente diferentes. Al poco tiempo de iniciada la década, la democracia representativa, de raíz liberal, se instaló en América Latina con insospechado vigor, como único discurso político posible. La monstruosa criminalidad de las dictaduras militares, eminentemente la argentina, sumado a la siempre tutelar presencia de los EEUU, posibilitaron el reverdecimiento de una opción política que parecía definitivamente arrojada al desván del pasado y que en los 70 caía fuera del foco de la discusión. La consigna “Liberación o dependencia” fue reemplazada por “Democracia o autoritarismo”.Dentro de ello, la socialdemocracia, fórmula inocultablemente internacionalista, se insinuaba como un camino de progreso y mejoramiento de la vida de los pueblos o, mejor dicho, de la “ciudadanía”, como se decía, en términos del “nuevo” lenguaje. En la filosofía europea, cobraba fuerza el posmodernismo merced al hartazgo de la intelectualidad de izquierda frente al marxismo, que como “socialismo real” daba testimonio de una ya irreversible esclerosis. Después de la muerte de Mao, el socialismo chino -esperanza de muchos- había virado a su vez hacia un sospechoso “pragmatismo”. El Tercer Mundo había perdido su dinámica y al tambalear su proyecto mostraba un crudo rostro de pobreza y atraso.

Durante la década de los 80 la filosofía de la liberación, sin abandonar su gesto inaugural, se sometió en la Argentina a un riguroso proceso de autocrítica y revisión. En significativos círculos comenzó a hablarse preferentemente de “filosofía latinoamericana”, desplazando el rótulo “filosofía de la liberación”, después de arduas y polifacéticas discusiones. Pero, naturalmente, eso no fue todo. La autocrítica no sólo señaló con precisión las confusiones y equívocos de los 70 sino que aportó simultáneamente nuevas categorías destinadas a sustituir los puntos de vista y conceptos desechados. Se percibió claramente que el pensamiento de los 70 apostaba a una absoluta exterioridad de los pueblos no europeos respecto a la ontología centroeuropea que no era tal, menos aún en la medida en que con la “revolución post-industrial” la civilización de Occidente daba una nueva vuelta de tuerca a su inveterada vocación imperialista, acrecentando la facticidad de su dominación planetaria. La discusión ya no se centraba tanto en lo Universal  en cuanto categoría filosófica dogmáticamente presupuesta sino en una universalización de hecho que rebasaba ampliamente los estrechos marcos de la reyerta académica. Esto llevó progresivamente, mientras avanzaba la década y se aproximaba lo que en los 90 se  conoció con el nombre cuasi-periodístico de “globalización”, a la búsqueda de nuevos modelos lógicos y topológicos que permitieran formular una exterioridad interior o una interioridad exterior, por así llamarlas.

 

A su vez fue manifiesto que la reflexión setentista, sin perjuicio de su prédica de una exterioridad deudora de una geometría euclidiana de tres dimensiones, procedía según una lógica fundada en la negatividad, instrumento privilegiado de la “totalidad cerrada”, al menos con seguridad a partir de Hegel. En suma: afirmarse a sí mismo a partir de la negación del otro, concebido como positividad.

Es allí donde el pensamiento latinoamericano de los 80 introdujo la categoría de autoafimación: según una lógica de la afirmación pura, liberarse significa desplegar a partir de sí la propia potencia, hacer valer una diferencia y una singularidad irreductibles. Y, como bien explicó Deleuze, la diferencia difiere, no se opone. En la oposición  se trasluce la lógica del esclavo; manda el resentimiento. El odio al amo reproduce puntualmente el sometimiento; en esos términos, la liberación es impensable, adolece de una imposibilidad lógica. La influencia de Nietzsche se hacía sentir dentro del campo de la filosofía latinoamericana, ayudando a corregir los errores conceptuales y, en definitiva, históricos, de los 70.

La filosofía de la liberación de los 70 no ignoraba a Nietzsche, pero lo aprehendía dentro de la captura de la interpretación heideggeriana. Así las cosas, Nietzsche aparecía como culminación de la aborrecida metafísica moderna, como exacerbación de la metafísica de la subjetividad, apóstol de una desasida voluntad dominadora.

Lo dicho es apenas una muestra, enunciada en forma escueta, como corresponde a una síntesis. Los aportes fueron innumerables. La filosofía latinoamericana ganó durante los 80 en riqueza categorial, transformando, ampliando y refinando sus conceptos. Muchos puntos de vista infantiles fueron abandonados y se saldaron algunas deudas iniciales importantes, como las mantenidas con la Teoría de la Dependencia y la Teología de la Liberación. Se integraron nuevos autores y perspectivas, se verificó una notable apertura hacia otras disciplinas (por ejemplo, el psicoanálisis), se profundizó el estudio del pensamiento argentino y latinoamericano.

Sin embargo, sucedió una vez más lo que tan agudamente había advertido Hegel: la más alta expresión conceptual se alcanza siempre cuando el mundo teorizado ya ha desaparecido o se encuentra en su ocaso; el ave de Minerva levanta su vuelo al atardecer. En efecto, si bien la filosofía latinoamericana de los 80, desarrollada en la Argentina, exhibía una evidente superioridad conceptual frente a la filosofía de la liberación de los 70, se hallaba en una relación mucho menos armónica con el contexto vigente. Así como esta última se avenía cabalmente al mundo en el cual se encontraba inserta, la filosofía latinoamericana de los 80 se construía en fuerte tensión con el medio. El curso del mundo se encaminaba en otra dirección. Mientras se pensaba mejor la lógica del despliegue de los pueblos éstos perdían protagonismo histórico, disolviéndose en una anomia generalizada.

Decididamente, la filosofía latinoamericana de los 80 no simpatizaba con la democracia formal ni con la prédica “modernizadora” que la acompañaba como la sombra al cuerpo. Al unísono, y al calor de la nueva realidad, iban ganando espacio otros discursos: los derechos humanos, las reivindicaciones de las minorías. Conceptos tan caros a la filosofía latinoamericana como pueblo, nación y Estado, perdían vigencia o eran furiosamente impugnados por sus pretendidas resonancias totalitarias, desdibujándose la crucial diferencia entre el nacionalismo de los pueblos y países sojuzgados y el de las grandes potencias, diferencia establecida con meridiana claridad en los años 60-70.

 

A su vez, la filosofía latinoamericana de los 80 permaneció por lo general al margen de las universidades, no pudiendo recuperar los lugares perdidos ni lograr otros nuevos. Sin recursos económicos, con pocas publicaciones mal distribuidas y privada de la cátedra universitaria, su difusión se vio considerablemente restringida.

La filosofía latinoamericana de los 80 tampoco supo aprovechar inteligentemente la irrupción del pensamiento posmoderno. Las más de las veces reaccionó irreflexivamente contra él sin tomar nota de que el cuestionamiento de los grandes paradigmas de la modernidad europea despejaba el terreno, contribuía a su manera a la tarea ya desarrollada a partir de la filosofía de la liberación, precursora en tales cuestionamientos y, sobre todo, aunque sin proponérselo, desde luego, legitimaba la posibilidad de elaborar perspectivas descentradas. Nadie duda que el pensamiento posmoderno, que ya cumplió su breve ciclo, es decadente, síntoma de la disolución de la cultura europea. Pero, justamente, ¿no se trata de eso? ¿Por qué defender los impugnados “grandes relatos” si la filosofía latinoamericana nunca pretendió construirlos sino apenas narraciones válidas para pueblos singulares?  ¿Por qué defender los impugnados “grandes relatos” si la filosofía latinoamericana surge (o resurge) en los 70 como esa misma impugnación aunque, claro está, con diferentes propósitos y perspectivas? ¿Por qué oponerse a los proclamados “fin de las ideologías”, “fin de la historia”, si las ideologías fueron en nuestros pueblos productos de importación sustento de la “colonización pedagógica”, instrumentos de dominación y alienación colectivas y la “historia” que el pensamiento nordatlántico dice que acaba no fue nunca la nuestra ni nos hizo jamás un lugar; historia universal y teleológica cuya clausura abre la posibilidad de múltiples decursos vitales y diversos protagonistas?

La filosofía latinoamericana no sólo desaprovechó el posmodernismo, muchas de cuyas afirmaciones, como queda dicho, jugaban a favor de ella, a condición de ser debidamente redefinidas y recontextuadas,  sino que un número significativo de sus cultores se inclinó por la escuela filosófica rival en auge por esos años: la racionalidad comunicativa, astucia de la razón imperial, ya denunciada en ese carácter con gran lucidez por Carlos Cullen en los 70.

Frente al debilitamiento posmoderno del universalismo su refuerzo insidioso por parte de la racionalidad comunicativa, difícil resulta entender qué ventajas puede reportar a la filosofía latinoamericana la adhesión a este último punto de vista.

Pero más allá de todo esto, el verdadero problema, a mi juicio, es que la filosofía latinoamericana de los 80 no supo ver -tampoco lo ve la actual- la hondura del nihilismo; nihilismo europeo que sigue avanzando, extendiéndose y profundizándose sin que quepa vislumbrar su final, que parece internarse cada vez en lo incierto del futuro. El desierto crece. Y el desierto es el peor enemigo de la filosofía latinoamericana y, a la postre, de la filosofía en general. No es delirante conjeturar que pronto el mundo occidental -y todo lo que Occidente toca- prescindirá por completo de ella, o sólo la tolerará en formas aberrantes (mejor Platón que Prozak).

 

Derrumbe, persistencia y esperanza

El golpe del cual aún no se ha podido recuperar y que explica su actual catalepsia, lo recibió la filosofía latinoamericana en los 90, década que se inaugura con la caída del Muro de Berlín, la vergonzosa descomposición de la URSS y el consiguiente triunfalismo liberal. Siempre más o menos próxima a la política, la filosofía latinoamericana asistió pasmada en la Argentina a lo que veinte años antes hubiera sonado a delirio psicótico: la adopción del credo neoliberal por el partido popular.

Con el avance arrollador de la dichosa globalización y su grosera apología a cargo de los poderosos medios de difusión masiva, pareció desaparecer para siempre de la escena histórica, barrido por un vendaval, todo aquello que constituía los puntos de apoyo de la filosofía de la liberación y el trasfondo histórico aun palpitante en los anhelos de la filosofía latinoamericana de los 80; no más pueblos y ahora ni siquiera ciudadanos, consumidores; el Estado, la Nación, rémoras; los movimientos nacionales de liberación, cáscaras vacías; en el mejor de los casos, partidos políticos de la democracia formal.

A partir de los primeros años de la década del 90 la producción de la filosofía latinoamericana, al menos tal como se la conocía hasta entonces, se detuvo. La mayor parte de sus cultores viró hacia otras problemáticas, más convencionales, las famosas especializaciones, agudizándose una tendencia ya existente en los 80. Varios grupos se disolvieron, los pensadores se dispersaron. Hoy por hoy, pocos son quienes escriben textos, imparten sus clases o pronuncian conferencias en clave “latinoamericana”, salvo algunos de aquellos que dejaron el país en 1976 y que, según opino, han generado una verdadera escolástica de la filosofía de la liberación de los 70, que reitera alambicadamente las certezas de esos años, con leves modificaciones.

Sin embargo, la cosa no es tan simple como podría parecer. Porque, simultáneamente, el punto de vista generado a partir de los 70 y los 80 siguió obrando en los 90. Después de todo, y esto ha sido muchas veces dicho, quizá la filosofía latinoamericana no deba ser tanto la elaboración explícita de una filosofía “propia” sino una manera irreductiblemente propia de leer todo discurso filosófico y, en definitiva, toda realidad. Como desarrollo explícito, la filosofía latinoamericana padece catalepsia, es decir, no está muerta aunque sí paralizada, pero como perspectiva del pensar, como irreductibilidad de una diferencia y ejercicio de la singularidad, vive soterrada aunque activamente en algunos textos y discursos.

Por lo demás, el nuevo siglo se inicia con una notoria pérdida de prestigio del discurso neoliberal. Por ahora, en América Latina, el neoliberalismo tiende a ser reemplazado por un inocuo progresismo, una suerte de izquierdismo cultural, de ribetes setentistas, que no pone en cuestión seriamente nada. No obstante, el clima ha cambiado. Quizá ello represente para la filosofía latinoamericana una nueva oportunidad. Todo dependerá, una vez más, de la lucidez y la voluntad. Lucidez para adecuar  sus convicciones más raigales a los nuevos requerimientos, replanteando todo lo que sea necesario replantear, y voluntad para sostener sin desfallecimientos una vocación de autonomía, un rasgo diferencial en un mundo que parece dominado por una pasión entrópica.

 

Un capítulo aparte

No podemos finalizar este escrito sin una mención a la “Historia de las Ideas” (argentinas y latinoamericanas); un capítulo aparte. La “Historia de la Ideas” convivió más o menos conflictivamente con la filosofía de la liberación y la filosofía latinoamericana durante todos estos años. Pero su destino siguió otros derroteros. A partir de la década del 80 creció considerablemente, renovando sus métodos y generando una respetable producción, tanto en cantidad como en calidad. Luego de la recuperación de la democracia, la cátedra universitaria no le fue negada, tampoco algún financiamiento de la investigación; el mundo académico filosófico argentino siempre toleró, como cosa de segundo orden, que se cultivase un poco el pensamiento local, antes como curiosidad folclórica o hasta etnológica, que como algo de real proyección o trascendencia filosóficas.

El problema de la “Historia de las Ideas” es otro y, si siguen así las cosas, tarde o temprano se presentará. Es muy simple: para hacer historia de las ideas argentinas y latinoamericanas deben existir tales ideas y eso es lo que hoy por hoy escasea, por lo menos en la Argentina.

Silvio Maresca

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