EXISTENCIALISMO Y PENSAMIENTO LATINOAMERICANO: SITUACIÓN Y AUTENTICIDAD

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Marcelo Velarde Cañazares  

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Como filosofía reticente a esencialismos y a fijaciones especulativas, y por esa misma razón, el existencialismo fue, sin duda, una filosofía de ambigüedades; o si se quiere, incluso una filosofía ella misma ambigua. Sin embargo, esto no autoriza en absoluto a hablar de un filosofar confuso u obscuro, como no pocas veces se ha pretendido. Aunque nos ocupemos del existencialismo en un sentido amplio, la cuestión reside, por el contrario, en apreciar los aspectos positivos de tales ambigüedades en cuanto formas abiertas de afirmar la libertad.

Pero a su vez, esto supone tener a la vista las tesis básicas de donde aquellas provienen. Esto es entonces lo primero que revisaremos, y tras pasar por un breve panorama histórico de sus variantes europeas, estaremos en condiciones de comprender mejor las ambigüedades del existencialismo, y de esbozar sus expresiones latinoamericanas más originales. A la luz del concepto de alteridad, ponderaremos finalmente tanto sus aportes como sus limitaciones en relación al pensamiento alternativo en especial.

En su acepción técnica, es existencialista toda filosofía en la cual sólo para el ser humano vale con cierta propiedad la etimología de ex-sistere (estar fuera), entendiendo que por el carácter ontológico tanto de su finitud como de su libertad, se trata del único ente que no tiene una esencia prefijada: su ser consiste en pura posibilidad, en un abierto tener que ser. En esta concepción, el ser humano nunca coincide consigo mismo: no es lo que es y es lo que no es, pues se proyecta y se sobrepasa en todo momento, para sí y para los otros. Este trascender sólo sería posible en cuanto supone un vínculo privilegiado con el ser como tal, o con la nada. En todo caso, la finitud se evidencia en el hecho de que el ser humano está siempre en una situación determinada, que sin embargo no por eso lo determina a él mismo.

Por el contrario, la situación es justamente aquello a partir de lo cual y frente a lo cual un ser humano se decide por sus actos. De ahí la célebre angustia existencialista: en cuanto se sabe libre, el ser humano sabe que sólo desde la singularidad de sí mismo – desde su propia indeterminación – tiene que decidirse ante sus situaciones; y aunque podamos quedarnos mirando “a ver qué pasa”, no podemos ignorar que incluso este dejarse estar o llevar es ya una decisión. Pero frente a la existencia impersonal, inauténtica o enajenada, es decir, frente a la inercia de la facticidad, al riesgo permanente de recaer en el modo de ser de los objetos, el desafío consistiría justamente en ser auténtico, en existir según un proyecto propio, en emanciparse, en constituirse realmente como sujeto. Y si no hay entonces un solo modo de existir, si el desafío es además permanente, el existir mismo resulta ser constitutivamente tenso, ambiguo. Pues en definitiva, el acento existencialista en la libertad del existente significa que la respuesta concreta a lo que el ser humano sea, ya no quedaría a cargo de una ontología – la cual deviene así a su vez una ontología ambigua –, sino de las condiciones específicas, los proyectos, y sobre todo de las decisiones y los actos cabalmente libres de cada cual.

 

Estas serían las tesis capitales del existencialismo, que tuvo su auge a mediados del siglo XX. Sin embargo, lo que más lo “define” desde sus efectos históricos, no es una doctrina sino el énfasis que puso en repensar la condición humana, y no ya según conceptos eternos sino en su singularidad histórica, en su carnalidad, aun en su miseria y en su soledad; es decir, con una fuerte actitud crítica frente a las metafísicas especulativas. Haciéndose eco de anticipos antihegelianos y antiplatónicos del siglo XIX (Schelling, Kierkegaard, Dostoievski, Nietzsche, etc.), y emparentado con corrientes como el historicismo, el vitalismo, el espiritualismo y la fenomenología, el existencialismo tomó especialmente de Martin Heidegger (a pesar suyo) buena parte de su terminología. Pasando por las filosofías de Karl Jaspers y de Gabriel Marcel, ambos católicos, el existencialismo asumió sin embargo su fisonomía, su nombre propio y su mayor resonancia en la modalidad atea de Jean-Paul Sartre. Hubo otros importantes filósofos (Berdiaeff, Merleau-Ponty, de Beauvoir, Camus, Abbagnano, etc.) que también pueden ser considerados “existencialistas”, sin olvidar que algunos rechazaron tal denominación. Por otro lado, el clima de época en el que se gestaron estas filosofías, las crisis y las incertidumbres que trajo el siglo XX con sus revoluciones, sus innovaciones tecnológicas y sus guerras mundiales, fomentaron profusas expresiones literarias y artísticas que, con parejo tenor, contribuyeron a hacer del existencialismo un insospechado fenómeno cultural, usufructuado incluso como “moda”. Por contrapartida, esta difusión tan vertiginosa y polémica dio lugar a incontables intentos de precisar cuál sería la verdadera filosofía existencialista – o de distinguir entre “existencialismo” y “filosofía existencial” –, cuando no afanes por mostrar que existencialismo y filosofía serían términos excluyentes. Sin embargo, y justamente a partir de las ambigüedades inherentes al existencialismo mismo, hoy es posible ensayar otra lectura de esta historia.

Así como Sartre escribió que el hombre es “un Dios fracasado”, del propio existencialismo podría decirse que fue a su vez una sabiduría fracasada. En especial frente a la pretensión hegeliana de una filosofía ya devenida plena sofía de un Espíritu Absoluto, esto significa que si con la conciencia existencialista el hombre sacó hasta las últimas consecuencias de saberse situado, la filosofía se reconoció a sí misma también, con mayor claridad que nunca, como un pensamiento situado. Porque así como existir significaría aspirar sin tregua a la plenitud del ser, pero sin alcanzarla nunca, sin contar con justificaciones externas al propio comprometerse, y sin estar tampoco al servicio de otro modo de ser, lo mismo podría decirse del pensamiento en su indeclinable aspiración a la plenitud del saber: al igual que el hombre, también la filosofía sería, en este sentido, “una pasión inútil”. Al menos no parece casual que cuando más se hablaba en el siglo XX de una crisis del hombre, más se hablara también del existencialismo como filosofía de la crisis, y aun como crisis de la filosofía. Un buen testimonio de esto son los debates que tuvieron lugar en el mayor congreso de filosofía de Latinoamérica en aquel entonces (Argentina, 1949), con la participación de decenas de filósofos europeos; algunos de los cuales – Gadamer y Löwith entre ellos – se reencontraban por primera vez tras la segunda guerra mundial.

Sin embargo, la ambigüedad estaba tan lejos de ser negada por los existencialistas, que Simone de Beauvoir ya había publicado su Ética de la ambigüedad. Al fin y al cabo, así como la respuesta acerca de lo que sea el ser humano se convertía en una cuestión abierta y apremiante, pero en manos de cada cual, así también del propio existencialismo podríamos decir que fue un pensamiento inicialmente no decidido en sus consecuencias, pero situado y apremiado por decidirse, y que por eso incluso sus mayores referentes lo decidieron o lo prolongaron en direcciones muy dispares: hubo existencialismo ateo y existencialismo católico, pesimista y optimista, de derecha y de izquierda, conservador y revolucionario, etc.

 

Mientras unos postularon, por ejemplo, que el hombre es un ser para la nada, otros sostuvieron que el hombre es un ser para la esperanza; y si unos estimaron que la finitud humana es un dato último, otros defendieron que esa misma finitud implica la necesidad de un Otro infinito. Con todo, la línea más identificada como propiamente existencialista fue aquella que destacó constantemente la figura del intelectual comprometido con las causas emancipatorias, y que por eso mismo acusó ciertos desplazamientos políticos, según las diferentes situaciones que atravesó: el existencialismo de Sartre.

En Latinoamérica prevaleció la influencia de Heidegger, a veces junto a la de filósofos españoles de orientaciones similares (Unamuno, Ortega, Zubiri, etc.), y al magisterio de latinoamericanos adoptivos como José Gaos, cuya versión castellana de la obra magna del filósofo alemán, Ser y tiempo, fue la primera traducción completa de esta obra en el mundo. Pero especialmente en México y en Argentina, entre esas recepciones hubo también reformulaciones originales del existencialismo, con frecuencia alentadas justamente por ideas como las de situación y autenticidad, e incluso con acentos críticos frente a los referentes europeos.

El venezolano Ernesto Mayz Vallenilla desarrolló así el concepto de expectativa en cuanto ansia inherente a todos los hombres, aunque más notoria en los latinoamericanos, y que consistiría en un ansia de originalidad que sólo puede realizarse mediante la acción. Siguiendo la senda de Samuel Ramos, Emilio Uranga hizo una descripción del “ser mexicano”, sosteniendo que justamente en la medida en que la filosofía latinoamericana mantenga lo universal como aspiración válida o meta, el punto de partida no podía ser sino su situación concreta. Leopoldo Zea observó que el mismo existencialismo con el cual el europeo descubría sus limitaciones, le servía al latinoamericano para tomar conciencia de sus propias posibilidades. En sintonía con los propósitos del grupo Hiperión que integró junto a Uranga y a otros pensadores de su país, el maestro mexicano agregaba que el existencialismo favorecía un filosofar tendiente a mostrar lo universalmente válido de las aspiraciones contenidas en la condición específica del hombre latinoamericano, colonizado y en definitiva enajenado, pero no enajenado por los productos de sus propios proyectos, sino por proyectos ajenos. En Argentina, Carlos Astrada, que en su juventud fue discípulo directo de Heidegger, ensayó una filosofía del ser nacional a partir de una exégesis existencial del Martín Fierro como mito fundador y prospectivo, y desde donde evolucionó luego hacia el marxismo; mientras que Miguel Angel Virasoro elaboró un existencialismo dialéctico de corte espiritualista, criticando la unilateralidad del concepto de angustia desde su concepto bipolar de ansiedad. Otro argentino, Rodolfo Kusch, hizo por su parte una hermenéutica del “estar siendo” del hombre latinoamericano, con especial referencia al indígena andino, y procuró poner en evidencia la occidentalización de las clases medias urbanas como una forma de alienación cultural. A estos nombres, y sin mencionar aquellos más cercanos a la fenomenología, al circunstancialismo, o a un existencialismo más bien ensayístico o literario (como en el caso del grupo Contorno de Buenos Aires), habría que sumar varios otros que de una forma u otra, desde el catolicismo hasta el ateísmo, acusaron una fuerte impronta existencialista en sus filosofías: el peruano Alberto Wagner de Reyna, el mexicano Jorge Portilla, el brasileño Vicente Ferreira da Silva, el argentino Ismael Quiles, etc.

 

En algunos casos – Kusch, por ejemplo – estas filosofías latinoamericanas son muy poco sartreanas, presentando sesgos más bien ontologistas tendientes a soslayar la facticidad histórica de la existencia, y postulando a veces diferencias culturales poco menos que insalvables frente a Europa. Sin embargo, en la medida en que asumieron el desafío de pensar lo propio y desde la propia situación, todas aportaron a esta etapa de desarrollo de filosofías más autónomas en Latinoamérica. De hecho, el existencialismo es una de las vertientes de las que se nutrieron algunas líneas de la teología de la liberación y de la filosofía de la liberación latinoamericanas. Desde otro ángulo, es oportuno recordar también que en 1960, Sartre y de Beauvoir visitaron Cuba, y que el filósofo francés no dudó en calificar al Che Guevara como “el hombre más completo de su tiempo”. Solidario con Fanon y con todas las luchas anticolonialistas en el llamado Tercer Mundo, Sartre fue también el intelectual más convocante del mayo francés del 68, donde se plantearon demandas libertarias e igualitarias análogas a las de otras grandes movilizaciones estudiantiles y obreras de esos mismos años en América Latina. Mientras tanto, de Beauvoir era ya la filósofa mundialmente más reconocida de una de las mayores causas emancipatorias del siglo XX: el feminismo. En suma, no en vano observaba Zea que el existencialismo era una filosofía que, insatisfecha con la teoría, buscaba pasar a la acción.

Podemos ver entonces que por los desafíos que planteó y los horizontes que abrió, incluyendo sus exigencias de autenticidad tanto como sus constantes énfasis en el carácter libre y situado del ser humano y de su pensamiento, el existencialismo contribuyó a la evolución y a la renovación del pensamiento alternativo latinoamericano. Su principal dificultad al respecto fue, a nuestro juicio, la misma que tuvo en Europa: cómo articular el acento en la singularidad, en la absoluta libertad de cada cual, con la clarificación de las formas de trazar y de realizar proyectos comunes, con la constitución de sujetos colectivos.

Este problema suponía, por un lado, evitar tanto el individualismo burgués paralizado por una angustia escapista, como el compromiso intelectual reducido a una adhesión política que, aunque fundada en una suerte de vocación por la libertad de todos, sin embargo dejara intacta la ambigüedad de otras elecciones posibles y al parecer no menos auténticas. Pero por otro lado, el problema estaba también en cómo evitar devaluaciones de la libertad en nombre de legalidades históricas o de identidades colectivas que predeterminarían lo auténtico: evitar tanto los historicismos deterministas o escatológicos (según advirtiera Astrada) como ciertas nociones de “pueblo” extremadamente telúricas, entitativas y acaso regresivas. Las críticas marxistas al existencialismo (de Lukacs en primer lugar), la ruptura entre Sartre y Camus en torno del historicismo y de la moral del compromiso, las conversiones al marxismo de Henri Lefebvre y luego del propio Sartre, las cambiantes relaciones de este último con el partido comunista, lo insostenible que le pareció a Raymond Aaron lo que vio como el intento sartreano de conciliar a Kierkegaard con Marx; así como, previamente, el ambiguo nazismo de Heidegger (quien en algún momento parece haber confundido la necesidad de su propio decidirse con una presunta fatalidad histórica que signaría el destino de Alemania), y la frecuencia con que otros existencialistas recurrieron sin embargo a Heidegger para pensar lo colectivo de manera no marxista ni dialéctica, arriesgándose a veces a esencializar identidades colectivas o a adoptar visiones muy conservadoras, son algunos claros indicios de este problema del existencialismo en general, a pesar de sus afanes de pasar a la acción, o de fundamentar y de orientar en especial la comprensión de las acciones autoafirmadoras de un nosotros.

 

Las ambigüedades teóricas del existencialismo pueden ser vistas ante todo como signos positivos en relación al pensamiento alternativo, en la medida en que el espacio que dejan indecidido es justamente el espacio de la libertad en cuanto dignidad humana innegociable; en la medida en que esto implica declinar toda pretensión de imponer algo a los demás (o de decidir por los demás); y en la medida en que contribuyen a subrayar la necesidad de la acción, sin aceptar ilusiones pasivas de redención o de alguna “reconciliación” puramente especulativa. Sin embargo, y tal como permite apreciar el problema esbozado, esas mismas ambigüedades pusieron en primer plano una cuestión que se repitió muchas veces y expresamente en tiempos del existencialismo: ¿qué hacer? En efecto, hay que decidirse, pero ¿cómo, en función de qué, y para qué?

Todas las ambigüedades del existencialismo podrían hacerse converger así en torno de un concepto que pareciera quedar en un relativo segundo plano, pero que fue uno de sus conceptos a la vez más importantes y ambivalentes, oscilando entre la vocación liberadora, humanista, comprometida, y el temor a la alienación, a la inautenticidad, a la objetivación que nos niega libertad: el concepto de alteridad. Allí se concentran, en cierto modo, tanto los aportes como las limitaciones del existencialismo con respecto al pensamiento alternativo. Porque, en efecto, “los otros” pueden ser aquellos que atentan contra mi libertad, los opresores, o simplemente “el infierno” de miradas que describió Sartre en su drama A puerta cerrada. Pero “los otros” pueden ser también los prójimos con quienes soy un nosotros, o los oprimidos de todas partes, los que luchan por su libertad, y que acaso esperan mi solidaridad.

La mirada del otro sería siempre una exteriorización de su libertad – y por eso los amos nunca toleraron que los esclavos los miren a los ojos –, pero todavía puede pasar que esa afirmación de su libertad sea a su vez negadora de la mía, o bien por el contrario, y como habría preferido observar Levinas, el infinito que se manifiesta en un rostro, un llamado que le da sentido moral a mi propia libertad.

Con todo, no hay dudas de que el existencialismo puso al descubierto el derrumbe de no pocas ingenuidades eurocéntricas, y que justamente así, como sabiduría fracasada, como filosofía ambigua, propició la apertura humanista a la diversidad cultural y a la alteridad concreta. Por la misma razón, brindó a la vez no pocas herramientas para que intelectuales no europeos, desde sus alteridades existenciales, llegaran a mostrarles a los propios europeos otras expresiones del ser humano, otras luchas y otras proyecciones acaso aun más genuinamente ecuménicas. De hecho, aunque se debatió ante aquel mismo problema acerca de cómo conciliar la libertad singular con la construcción histórica de un nosotros, la filosofía de la liberación latinoamericana contribuyó a su vez a la superación del existencialismo, replanteando a fondo la cuestión de la alteridad, internándose críticamente tanto en las dimensiones históricas como imaginarias – utópicas y míticas – del nosotros, y clarificando así los desafíos que debe asumir un pensamiento comprometido con la emancipación.

 

Bibliografía

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