BIPOLARIDAD EN LA HISTORIA

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NOÉ JITRIK
de "Ensayos y estudios de literatura argentina", publicado por Galerna, 1960. © Galerna 1960  

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  Uno de los aspectos más importantes de la historia de la literatura argentina (y latinoamericana) es el enfrentamiento que se da en la narrativa (y aun en la poesía) entre obras de ambiente rural y obras de ambiente urbano o ciudadano. No pocos críticos se han ocupado de esta cuestión; han observado que las obras más considerables o más trascendentes o estéticamente más logradas son de ambiente campesino (gauchescas o no); en cambio las de ambiente urbano son frágiles, estéticamente frustradas, emiten débiles mensajes. Este hecho ha recibido diversas interpretaciones (Alberto Zum Felde, David Viñas.1) que explican el fenómeno o bien indagan en los mecanismos de los que resultaría consecuencia. Personalmente se me ocurre que omiten considerar la relación autor-público para entender históricamente este asunto, menos arduo de lo que se lo presenta. Es decir: la mayor producción de obras importantes de tema rural corresponde a un alto grado de interiorización de la estructura rural de nuestro país, cuya potenciación económica ha regido toda nuestra vida social, crea modelos, proyecta ideologías y valores, se introduce en las conciencias como única realidad valiosa, pasa a la categoría de símbolo, cubre, por fin, todas las mediaciones. Y el público, aun el urbano, escucha este lenguaje como el único comprensible y crea una zona de obligatoriedad espiritual para el que escribe.
   Pero el predominio de obras de ambiente rural no perdura; a partir de cierto momento empiezan a interesar más las obras ciudadanas y lo que era debilidad y confusión en las iniciales se torna fuerza y expresividad.2 En los últimos años, la relación tan clara y aparentemente firme se ha invertido totalmente; ahora las obras urbanas son las más logradas y las de ambiente campesino se adscriben fatalmente a la retórica, están en la práctica descartadas de toda consideración literaria.3 Este hecho corrobora la interpretación del momento anterior: apenas la estructura económica agropecuaria, que no desaparece, es puesta en cuestión y sobrevienen nuevas salidas para el país, lo rural como interpretación del mundo cede paso y lo urbano se torna interrogante apasionado, es la cifra de la comprensión de la vida. La industria y el comercio entrevistos como dimensión concreta alteran modos que parecían definitivos y, peor todavía, que eran presentados como esenciales y los desplazan hacia los que brotan de la ciudad. Lo notable, para la literatura argentina, es que la obra que cierra el ciclo rural y la que abre de manera indiscutible el urbano aparecen en el mismo año como cediendo una a la otra un conjunto de tributos apreciables o reconocibles por el público. Es en 1926 y las obras son Don Segundo Sombra y El juguete rabioso. Y para confirmar que el ciclo rural ya no da para más, en el mismo año aparece también Zogoibi, de Enrique Larreta.
   Es claro que el esplendor de la narrativa rural no excluye una interpenetración de conceptos urbanos; en cambio, la narración urbana considera elementos rurales a lo sumo en cuanto tiene en cuenta factores políticos que pueden ser resultantes mediatos del agrarismo de fondo.4 En la narración rural lo urbano es conflictuado, obra como telón de fondo problemático, es un sordo contradictor que generalmente gana la partida: eso lo vemos en Martín Fierro, en las novelas de Lynch y aun en Don Segundo Sombra; en ninguna de ellas falta la dialéctica civilización (ciudad) – primitivismo (campo): los personajes, las situaciones, los motores históricos, cargan con el conflicto y fatalmente proponen como solución el triunfo, en general deprimente y solapado, de la ciudad, todo lo contrario, como sabemos, del esperanzado mensaje de Sarmiento en Facundo. Llama la atención que no obstante la claridad de soluciones como estas, que sin duda proceden de un sentimiento específico y reconocible el público en general, preferentemente de clase media urbana, haya podido sentirse tan representado por estas obras, que las haya sentido tan paradogmáticas y referenciales.5

 

   Lo que queda de todo esto es que la división, la oposición mejor dicho, entre urbanismo y ruralismo en la literatura argentina es plenamente aceptada, parece casi obvia y se ha convertido, inclusive, en una categoría que da que pensar a los críticos literarios más preocupados. Es en función de ella que Ricardo Rojas reconoce a los gauchescos y los aísla dentro de su Historia, lo cual sirve a sus discípulos para seguir profundizando esos dos cauces principales.6 Nadie deja de tener en cuenta esta relación y alguno trata de explicarla por medio de razones no convencionales. Los esfuerzos concurren y el todo provee una imagen en apariencia muy dinámica y dialéctica de la historia de la literatura argentina, como si se procurara mostrar movilidad y compartimientos, pero también que en el fondo tales movimientos son internos dentro de una unidad, de una homogeneidad. El contraste de que hablamos, que desde luego no agota el sistema crítico de nadie, generalmente por encima de este tema tan restringido, sirve en todo caso para rescatar una idea de organismo que está en proceso de consolidación. Lo dinámico es ese proceso, pero dentro de un cuerpo al parecer inmóvil. Tanto es así que, dentro de esa oposición, se suelen definir pautas rectoras que resultan esencialmente confluyentes y no divergentes, planos sintéticos que desatan conflictos que de no resolverse amenazarían esa unidad fundamental que es la Literatura Argentina. Los conflictos, cuando se asumen, son presentados como matizaciones de un mismo objeto, gracias a lo cual desaparecen como tales cerrando de paso las fisuras por las que pudiera deslizarse la realidad. Se destaca, por ejemplo, que el romanticismo se impone a un ineficiente neoclasicismo, que los escritores del modernismo desalojan un caduco postromanticismo y universalizan la palabra americana, que el primer vanguardismo cuestiona a Lugones fundando sobre esta actitud crítica una literatura moderna, pero los agrupamientos o niveles terminan por ser de reconciliación acrítica, en la que similitudes humillantes se hacen desaparecer para mayor brillo de la homogeneidad.
   En un nivel muy exterior, entonces, no hay negativa por parte de los historiadores a considerar mas o menos dialécticamente la historia de la literatura argentina, pero lo que falta es una sistematización en tal estudio con un sentido dialéctico que la arranque de lo indistinto y ayude a percibir las profundas escisiones que la conmueven, ayudando también a mostrar que la pretendida unidad es solo de denominación, pues los objetos concretos que la forman participan de las escisiones que emanan de la realidad misma. En el fondo, el desdibujamiento de las tendencias, el achatamiento de las aristas y de las divergencias, responde a la búsqueda, o a la afirmación, de una esencia argentina que, por encima o por debajo de relaciones históricas concretas, como universo que sobrevuela limitaciones humanas, diluye contrarios, subsume diferencias.
   En la medida en que esta forma de considerar la literatura tiende a homogeneizar, se inviste de una buena fe, de una buena voluntad por la que de una manera u otra, por un camino u otro, todos estamos cubiertos. Bajo esta inocente protección se oculta en realidad una violencia que exige permanentes tributos; el principal consiste en no tolerar que lleguen a nivel de la conciencia las divisiones, lo cual engendra una especie de policía cuya tarea consiste inicialmente en recoger los rasgos que caracterizan la obra de los miembros que la integran convencida y espontáneamente; el segundo paso es el trazado de un cuadro que incluye tales rasgos y que representa la totalidad y las posibilidades de la esencia perseguida: nada más natural, entonces, que dicho cuadro se torne paradigmático. Por el otro lado, aquellos que no contribuyeron de entrada en la formación de la imagen, son sometidos a un proceso consistente en aislamiento, congelamiento y, finalmente, anexión, cuando se ha tenido el tiempo necesario como para que la peligrosidad del marginal disminuya y se puedan descubrir en él esos rasgos comunes que permiten la aparentemente generosa incorporación.

 

   Pero, por otro lado, no es posible entenderse si no se piensa que ninguna tendencia podría reivindicar el título de literatura argentina para sí dejando fuera otros modos o intensiones. Todas las líneas componen lo que denominamos "Literatura Argentina" y todas responden a ciertos aspectos, positivos o negativos, deleznables o ricos, del hecho argentino. Lo que pasa es que los historiadores, más o menos oficiales, presionados seguramente por esta circunstancia tan general, avanzan sobre la denominación y tratan de ubicar las esencias, las "constantes", o cualquier andarivel para reducir lo conflictivo y apartar la literatura de su relación con la realidad y su posible acción sobre ella. Y, mientras no se hagan las delimitaciones necesarias, esta actitud confusa dará resultados confusos o clasificaciones que parecen muy sólidas cuando en verdad no son, en el mejor de los casos, más que retóricas. Es cierto que existen reacciones muy enérgicas contra este simplismo; ensayistas recientes trabajan la literatura argentina buscando en ella las pistas que permiten ampliar la comprensión de la vida toda de este país.7 Y se ven por lo tanto obligados a luchar contra métodos momificados, contra esquemas que reducen toda complejidad a un formalismo por el cual la historia de la literatura es un sucederse de episodios personales, de presuntos importantísimos contenidos que no terminan nunca de ser iluminados en relación con la existencia de esos otros–los lectores–que esperan de la historia de la literatura una ampliación de los sentidos que por sí mismos, pero restringidamente, pudieron percibir. En todo caso, vistos esos primeros esbozos no tradicionales, parece necesario plantear una revisión de las concepciones recibidas en materia de historia de la literatura. Nada me parece más adecuado, para empezar el análisis, que retomar la idea antes anunciada de las escisiones, de las oposiciones que torturan el acervo literario nacional y que, solo consideradas en ese ritmo de negación, afirmación, pueden proporcionar alguna luz no ya sobre el origen de nuestra literatura sino fundamentalmente sobre su desarrollo y continuidad. El futuro queda excluido del análisis; lo que voy a tratar de sugerir es una manera de penetrar, un rumbo para que las verdaderas diferencias recuperen su sentido y las falsas dejen de ocupar la atención y de crear problemas ficticios.
   Partimos de la oposición primera entre literatura urbana y literatura de ámbito rural. Si examinamos cada sector por separado advertiremos que tampoco en el sector reina la unidad; aparecen nuevas oposiciones, algunos de cuyos términos se conectan con los que surgen de un examen del otro sector; hay una interconexión que va trazando, a medida que se pone en evidencia, una compleja trama: ciertos elementos que pertenecen al urbanismo reaparecen en la literatura rural, y a la inversa; esto se verifica en cuanto se va penetrando críticamente en las obras respectivas, es decir, a medida que dichas obras son revisadas en niveles sucesivos y cada vez más integratorios de comprensión, a medida que se abandona el campo convencional de la expresión y se atiende a la sustancia residente en ella. Es decir, que se descubren actitudes comunes a escritores de ambos sectores aun conservando la oposición principal. Estas actitudes configuran verdaderas tendencias que se contraponen en un nivel más profundo y, correlativamente, la oposición inicial se va trivializando, va perdiendo peso, demuestra que apareció simplemente a partir de un literalismo, de una superficial consideración o, peor todavía, de una caracterización lingüística no muy difícilmente reconocible. Ahora bien, el establecimiento de estas actitudes comunes no implica un paso atrás en la crítica inicial al intento tradicional de limar diferencias; ofrece una nueva perspectiva para que las diferencias aparezcan en su dimensión verdadera, de modo que las obras puedan ser ubicadas no en relación con valoraciones puramente objetivas sino en cuanto a su grado de incidencia sobre la realidad, es decir sobre el público.
   Creo que podemos hacer un esquema bastante completo de actitudes opuestas que demostrarían por una parte una constante bipolaridad en todo el transcurso de nuestra literatura; por otra, que las oposiciones puestas en descubierto nos enfrentan muy inmediatamente con la realidad que las ha engendrado.
   La oposición de índole más general y evidente, que explica, y por lo tanto engloba, a la ahora desacreditada entre urbanismo y ruralismo, se da desde la fundación de la literatura nacional entre legitimidad y representatividad, como dos actitudes permanentes, militadas por escritores urbanistas y ruralistas, pero visiblemente surgidas del particular enfrentamiento entre una literatura de civilización y una semisilvestre, conocida como la gauchesca. La idea de ese enfrentamiento ha sido sugerida por los trabajos de Martínez Estrada para quien los gauchescos desafiaron además de las tesis, las obras de los integrantes del Salón Literario; de algún modo Hernández, para Martínez Estrada, agredió mediante la gauchesca a la cultura de la que procedía, poniendo en evidencia la situación total de ambos sectores. De este encontronazo, que culmina en la obra de Hernández, se desprenden los términos que hemos contrapuesto: idea de legitimidad aplicada a la literatura y sentimiento de representatividad.8

 

   La explicación de ambos términos otorgará sentido a la oposición y hará surgir lo que desencadena. Legitimidad es, para empezar, un concepto que define la intención de algunos de imponer una literatura que suponen adecuada a la realidad según normas de reflexión ajenas o externas respecto de un desarrollo propio de la literatura misma. Es la literatura que esas personas, luego de un análisis completo de la situación social, política y económica de las provincias recién liberadas de España, consideraron que debía ponerse en práctica. Fue el análisis el que determinó las formas a adoptarse, los tonos convenientes, las modalidades e incluso los temas, y no una continuidad literaria, un conjunto de modalidades preexistentes. Y lo que se preconizó puede ser denominado literatura legítima en el sentido de lo que se supone que corresponde, y además porque surge de un dictado, de una ley y, en último término, porque siendo lo que corresponde hacer ilegaliza toda desviación. Es evidente que esta actitud incluye un voluntarismo, variablemente presente en las obras que podrían reconocerse como incluyéndose en esa legitimidad.9 Es claro también que el voluntarismo tiene paliativos según la sinceridad o la profundidad con que se lo practica: los hombres del Salón Literario, que fueron quienes codificaron lo que había que hacer, también procuraron recoger modos tradicionales, formas populares que quisieron integrar aunque siempre con deliberación: lo que subsiste es la teoría de la integración: las obras han quedado encerradas en el concepto, y si de cuando en cuando trasmiten una realidad rompiéndola es sin advertirlo, acaso porque la realidad es más fuerte que la voluntad.10 Pero la legitimidad no es capricho ni postura sino una respuesta histórica: ser independientes en política implicaba la necesidad de ser independientes en literatura y eso obligaba a crear formas nuevas que, como no podía ser de otro modo, debían extraerse del modelo que representaba mejor, de acuerdo con el análisis, la salida para esos designios, es decir, el modelo francés. 11,12
   La última connotación de la idea de legitimidad considerada como actitud consiste en la satisfacción que encuentra al realizar un característico y obligado movimiento de adulteración de la realidad, cuyas pautas brutas rechaza hasta el desdén o la ignorancia total.

La representatividad se plantea como término opuesto y alude a la presencia de lo real inmediato, no mediatizado más que por el lenguaje y no por un sistema más o menos hábil; las formas de expresión que surgen como condicionadas por relaciones ambientales no solo no se quieren omitir sino que se busca asumirlas; en virtud de ello, el sentimiento de representatividad implica una expresión no deliberada de lo existente, caracterizada teóricamente por un espontaneismo que muchos encuentran en o atribuyen a la literatura gauchesca, 13 que, en esta interpretación, serviría también como ejemplo de la representatividad para la época de la fundación de nuestra literatura. Es claro que la literatura gauchesca no es una consecuencia natural ni necesaria de la tradición payadoresca sino que nace de una deliberación bien ubicable históricamente; 14 sin embargo, esta deliberación no cuestiona lo representativo, por cuanto se limitó a una ocurrencia que, sin pretender de entrada dotar de un lenguaje a una realidad total, pone en evidencia una zona no asumida por la totalidad formal pero que se siente ella misma totalidad. Y si dentro de esa ocurrencia hay un tributo a la forma aceptada, pues no se formula ninguna rebelión, ese tributo es el mínimo que se concede (lo cual significa que no se concede nada) a una comunidad cultural que rechaza lo que dicha poesía implica. La deliberación que está en la base de la poesía gauchesca es puramente astucia y no un proyecto de sistema: busca persuadir a los hombres cultos de que deben prestar atención al mundo bárbaro que se les muestra.

 

   Lo gauchesco no agota esta actitud; en términos generales, reaparece en la literatura sencillista, en el teatro popular (sainete), en el boedismo (aquí lo representativo se adultera a causa de un misionalismo que exige. para ser llevado a cabo, una fuerte dosis de designios políticos, ideológicos o humanitarios, pero en general mentales), en la poesía del tango. Es interesante consignar que, salvo tal vez en el sainete, la actitud representativa no aparece en estado puro sino interferida por elementos que proceden de la zona legítima y que dan un tono de hibridez pintoresca a las manifestaciones donde se produce el cruce. Se podría anotar, de paso, que la incapacidad de la literatura legítima de aceptar lo representativo tiene dos consecuencias: acentúa el pintoresquismo de expresiones espontáneas mechadas de culturalismo e impide la aparición de una literatura integrada, a nivel de cultura en todos los planos, habiendo asumido culturalmente la materia que provee la zona de representatividad.
   Sea como fuere, puede observarse que durante años no hubo conciliación entre estos dos enfoques del destino literario nacional: la literatura legítima, concebida como conjunto de formas y temas que rellenaban una especie de reino perfectamente ordenado y dirigido, era lo que había que hacer, en tanto que la representativa era la que se hacía a pesar de la otra, buscando negarla, agrediéndola con su inmediatez. Por momentos, sin embargo, la conciliación se produjo o, por lo menos, existieron tentativas de no ignorar los dos polos centrales del proyecto literario argentino, en un afán de superar las limitaciones de ambos y con vistas a lograr una expresión más universal y real que, cuando se dio, no estuvo alejada ni de la realidad ni de las perspectiva que sobre ella provee la cultura. 15
   La literatura legítima tuvo de entrada un enérgico carácter mental y, como requería ayuda de experiencias literarias ya realizadas en otras partes y frente a las cuales se rendía, pudo ser sentida justificadamente como exterior. La literatura representativa, en cambio, al excluir la deliberación, recargó lo afectivo y, al apelar a un espontaneísmo que debía ser fuente de inspiración y materia, confió en que de sus peculiaridades y limitaciones saldrían las formas que serían, en virtud de tal proceso, transmisoras de una intimidad, no ya la intimidad del autor sino de la colectividad cuya representación natural se atribuía.
   Pero el esquema no se detiene ahí: tiene implicaciones que lo diversifican y lo afilan en una ampliación de las posibilidades de comprensión de obras y actitudes literarias. Así, por ejemplo, legitimidad fue sinónimo de cultura, y representatividad, de populismo; ambos términos, aplicados a la creación, deben ser interpretados como antagónicos, sobre todo en el sentido con que cada sector cargó lo más característico del otro. Para un arte "populista" nada hay más equivocado y perverso que una literatura "culta" y a la inversa. Pero como para un país como el nuestro, la "cultura", entendida como normas superiores que no se pueden sino acatar, no proviene de nuestra forma de ser sino que nos es (nos ha sido) impuesta, literatura culta fue sinónimo de extranjerismo en la oposición con el populismo; a su vez, el populismo, al negarse al orden al que por añadidura atacaba, pretendía apropiarse de lo nacional, resumir en su proyecto todas las posibilidades de expresión de lo nacional. Así, pues, vamos viendo las correlaciones: literatura representativa, espontaneísmo, inmediatez, intimidad social, populismo, nacionalismo; literatura legítima, mentalismo, apriorismo, exterioridad, cultura, extranjerismo.

 

   En un primer momento, podríamos decir que siempre hubo una literatura de innegable apetencia legitimista, teñida de voluntarismo: querer ser literatura nacional, querer afirmarla, querer construirla suponiendo que antes o al margen de tal voluntad no había nada. Esta actitud aparece quizás en su máxima complejidad en el proyecto de Juan María Gutiérrez: la América Poética era una antología grandiosa que demostraría la existencia de una tradición literaria que contenía el hecho revolucionario de Mayo; en la práctica solo fue un objeto en el que Gutiérrez desplegó una intención que debía tener su continuidad en el futuro; Sarmiento, por su parte, al concebir la figura de Facundo, declaró que implicaba la fundación de los tipos dramáticos nacionales y que su libro, en lo que tiene de novela, constituía la prehistoria de la literatura nacional: en los años del 80, la incipiente novela, calcada sobre el naturalismo francés, daba pie a declaraciones posteriores, interpretativas, de Ricardo Rojas, que en esos intentos veía la cifra de una literatura futura. Línea constructivista, esforzada, cuyos sacrificios no tenían importancia en relación con ese momento en el que, una vez formada, nuestra literatura iba a expresar la realidad nacional sin necesidad de recurrir al ejercicio de ninguna voluntad.
   Pero, al mismo tiempo, hubo manifestaciones directas y espontáneas, que no obedecían a ninguna propuesta preliminar: sus autores, al manifestarse, simplemente se dejaban existir y no suponían consolidar ninguna pauta, pero, en cambio, no sentían ninguna diferencia entre ellos y lo que expresaban. Ya lo he dicho: tradición payadoresca anónima, poesía gauchesca política, novela gauchesca policial y, cronológicamente, todo lo que pudo considerarse literatura popular, el sainete, el cocoliche, el verso del tango, etcétera.
   Es claro que, presentadas así las cosas, puede parecer que la opción es fácil y que nada cuesta clasificar los hechos componentes de la literatura argentina ubicándolos en uno u otro casillero. En términos generales, creo que el esquema es válido y funciona, pero no se puede ignorar que a veces se han tendido puentes entre ambas categorías, obras que, como El Matadero de Echeverría, no habiendo podido desprenderse de sus caracteres cultos originarios, se tornan en la marcha representativas en la medida en que captan ciertos conflictos y los expresan sin adulteración, un poco a pesar del pensamiento del autor, como dejando que se filtre la realidad al margen de todo esquema conceptual, tal como lo hemos ya indicado al hablar del legitimismo del Salón Literario. Para completar el ejemplo, el Martín Fierro, que reúne toda la representatividad posible y pensable de nuestra literatura según casi todos los críticos, incluye elementos de deliberación, cierta dosis de voluntad que emerge de la obra y tiende a confundirse con lo que caracteriza la realidad contra la cual esgrimía su rusticismo. Pasado el período heroico y formativo de nuestra literatura, estos puentes se hacen cada vez más frecuentes, y en escritores como Benito Lynch, Macedonio Fernández, Horacio Quiroga, Roberto Arlt, las dos líneas se entremezclan tanto que casi podríamos hablar de una síntesis, de una naturalidad que combina sin violencia cultura y populismo, nacionalismo y extranjerismo, en suma legitimidad con representatividad. Este máximo acercamiento entre las dos líneas se produce a partir del momento en que se agota la literatura expresamente polémica que caracterizó la mayor parte del siglo pasado y comienza la que podríamos llamar profesional, que aparece en forma tan definida como el acceso a la vida pública nacional de la incipiente clase media. El profesionalismo rompe explícitamente ciertos límites que antes se salvaban solo en lo más hondo de la intimidad, en el seno de la intencionalidad profunda, y no teme asumir los riesgos de esta descalificación; urgidos por una expresión que imaginaban desprejuiciada, los escritores profesionales recurren a todos los elementos que les puede prestar la realidad y con ellos suponen realizarse, desechando el servicio a toda otra causa que no sea la literatura. 16

 

   Pero las oposiciones no cesan con esta posibilidad de síntesis; las oposiciones se interiorizan y vuelven a separar las obras y los autores sobre la base de una estimulación de algunos de los términos engendrados por las oposiciones iniciales. Así, por ejemplo, no cesa la tendencia extranjerizante, más concretamente, la tendencia al europeísmo vivida ahora no simplemente como fuente de cultura sino en cuanto es un universal al cual se debe acceder y que sólo se da en Europa; las cosas se enrevesan porque esa apetencia de universalidad que debería proyectarse en una tentativa de comprensión, de liberación del hombre, se reduce a una oposición al localismo; ese cambio de plano trivializa el presunto contacto con la universalidad, con la cultura y con Europa y, dialécticamente, perjudica al localismo que se empecina en sus peores rasgos, extrema sus restringidas aspiraciones. En esa pugna aparecen también dos líneas que rigen hasta cierto punto la historia de nuestra literatura. Jorge Abelardo Ramos, tomando visiblemente partido por una de ellas en su libro Crisis y resurrección de la literatura argentina, establece una filiación que compromete prácticamente todo lo que se ha producido hasta aquí. Lo universalista y lo populista implican en la idea de ese autor definiciones casi absolutas, solo atemperadas por declaraciones a nivel político que desinscribirían una obra de su afiliación. En mi concepto, la aplicación de estas dos pautas no puede hacerse sobre toda nuestra historia: solo daría para un momento en que se extreman los requerimientos que mueven ambas actitudes y cuyas limitaciones crean escuela, caso de Mallea por un lado, caso Armando Tejada Gómez por el otro.
   Además de ocultar la perspectiva a quienes se han instalado en estas dos líneas o a quienes pueden ser susceptibles de ser considerados a la luz de esta clasificación, estas actitudes han producido consecuencias que no podríamos dejar de tener en cuenta. El universalismo, que en el fondo es mero europeísmo, propone la cuestión de la literatura epigónica, lo cual nos hace volver sobre todo nuestro acervo: hasta qué punto nuestra literatura ha sido y es independiente, hasta donde depende (sigue dependiendo) de patrones exteriores, qué han significado esos patrones, qué vigencia tienen todavía, cómo hacer para desligarse de ellos. Juan Bautista Alberdi, en su Fragmento Preliminar para el estudio del derecho, rechazaba toda posibilidad de sujeción, condenaba el doble plagio de los que imitaban a los españoles, pues éstos imitaban a los franceses, y aconsejaba tomar directamente de las fuentes en una actitud desprejuiciada, en la creencia de que nuestra situación no difería de la de otros pueblos que se apropian con provecho de las creaciones humanas en general. Ese epigonismo era sutil y se convirtió en argumento para tentativas como las de Poesía Buenos Aires, que, más de cien años después, se propone un reencuentro con las formas propias de nuestra poesía a través de una recuperación adecuada, prudente, de lo europeo. No podría decir que ese plan tan ponderado de Alberdi haya sido totalmente desvirtuado: pienso, tan solo, que ha creado infinidad de situaciones confusas que conviene tener en cuenta para poder deslindar entre apropiación de cultura y sumisión.
   Pero una consecuencia más grave deriva de la oposición universalismo-localismo: la creación de la literatura oficial, que ha tenido siempre su correlativa literatura clandestina. En general, el primer término continúa la línea cuyo primer eslabón era la legitimidad, pero el segundo no se interesa necesariamente en la representatividad. Y, si la cultura es un ingrediente en la perpetración de la línea legítima, y la literatura oficial es una de sus consecuencias, no podríamos decir que Macedonio Fernández, cuya obra es un acto de fe en la inteligencia, sea escritor "oficial", aunque esto no implica que no podría de algún modo llegar a serlo. Porque la literatura oficial es ante todo un concepto político: es la literatura que de un modo u otro persigue una integración con los planos estables y permanentes de la vida del país. No es extraño, entonces, que la literatura que se propone a sí misma como legítima, en tanto se plantea la tarea después de un examen de lo que debe hacerse, le haya dado base y sustento principal; y, como es un concepto político, le interesa menos lo que la obra en sí implicó en su momento que lo que pueda significar en la actualidad para que la susodicha integración pueda realizarse satisfactoriamente; esto explica que muchas obras sentidas originariamente como representativas pertenezcan finalmente a la literatura oficial, donde por fuerza se momifican; esto aclara también el proceso de anexión que he tratado de explicar más arriba y por el cual escritores inicialmente marginados entran a formar parte de una estructura homogénea llamada Literatura Argentina que, concebida como unidad, elimina discrepancias.

 

   Que existe una literatura oficial parece indudable; su definición como búsqueda de integración con los planos estables de la vida del país echa luz sobre su naturaleza, pero el ejercicio concreto de este impulso de oficialidad no ha llegado a tener todavía frutos íntimamente satisfactorios, porque las estructuras tradicionales de poder no aprecian la literatura ni la cultura en general como iguales, no les interesan y bien pueden pasarse sin ellas; la burguesía nacional, en sus diversas etapas, solo consideró la literatura como un adorno, o bien como una complicación un poco inútil, o bien como una desviación individual de personas a las que sin embargo, puesto que con su obra pretendían sostenerla, había que alimentar y respaldar. Este último aspecto es el más importante: pese a ese desdén, hay una literatura que procura expresar esas estructuras, entenderlas, que las respeta y las defiende, que no se desalienta frente a la inaccesibilidad con que se le presentan tales planos estables de la vida nacional.

Literatura clandestina es la que padece el ostracismo a que la condenan los mecanismos que controlan la cultura del país. En un principio significó estar al margen. Este momento está cubierto íntegramente, acaso, por la literatura gauchesca; después, una vez que el Martín Fierro atravesó un largo proceso de hibernación, pero también en el momento en que el campo vuelve a ser sentido en toda su esencialidad, la gauchesca es recuperada, anexada, deja de estar al margen para servir de modelo retórico de virtudes perdurables. Otra acepción que se puede registrar para la literatura clandestina y que corresponde a una etapa de consolidación y diversificación de la literatura argentina en su totalidad es la del enfrentamiento franco y militante respecto de la literatura oficial; lucha o por lo menos prescindencia, decisión de no entrar en ese juego. Un buen ejemplo de esta situación lo dan los escritores del tipo mesiánico-anarquista de principios de siglo: puro rechazo, soledad intransigente, la muerte preferible al solapado academicismo de las bellas letras. Como en los otros casos, el planteo no es nítido para quienes optan por el ostracismo; como toda clandestinidad, exige una tenacidad y una consecuencia que por un lado son muy difíciles de mantener en un país en el que la literatura carece de público y lo oficial ejerce un control de aniquilamiento, mientras que por el otro adultera la producción concreta al someterla a tantas presiones exteriores. El hecho es que pocos escritores de los que podemos considerar clandestinos se salvan de vacilaciones y de vaivenes entre un orgulloso aislamiento y una inexplicable sumisión; lo más importante de estas nebulosas en las que muchos escritores rebeldes han sido anegados es la interiorización de valores conformados en el mundo oficial; y el escritor clandestino carece, a veces, de axiología propia y anda dando vueltas durante toda su vida en torno a la establecida, respecto de la cual siente disconformidad, sin duda, pero no disposición de reemplazo. Hay vidas patéticas en ese sentido: Florencio Sánchez o más todavía, Martínez Estrada, que no llegó a distinguir nunca las relaciones entre mundo oficial y literatura oficial, hasta el punto de no renunciar a ésta en tanto criticaba a aquél, y de verse, finalmente, segregado de su voluntaria participación por razones políticas más afectivas que ideológicamente fundadas; su demonismo y sus renuncias son a un mundo de oficialidad pero no a una literatura oficial, y sus adhesiones literarias, de un intuitivismo planteado como zona de reencuentro de lo humano universal, lo marginan en la superioridad de la inteligencia de que carecía la literatura oficial, pero no le alcanzan para dibujar una figura esencialmente diferente.

 

   El conflicto entre oficialismo y ostracismo es permanente y perdura; quizá se hayan producido modificaciones o esclarecimientos en la literatura clandestina a partir de una iluminación de izquierda, a medida que se ha ido despojando de anarquismo y ha ido integrando una perspectiva analítica. Es deseable, con todo, que la oposición desaparezca, cosa que no puede ocurrir hasta tanto el público no se amplíe, diversifique y libere, lo cual nos remite a un cambio de instancias de un orden social total. Si esto ocurriera, lo que sea simplemente literatura de alta calidad, vinculada sinceramente a la realidad y cualquiera que sea el mundo que ponga en movimiento, podrá comunicarse sin cortapisas con el público, tendrá un público que elegirá lo que le convenga o conmueva, sin el sistema de ocultamiento y desprecio que hasta ahora se ejercita. La calidad, lo específicamente estético de la literatura, por ahora no es una pauta o lo es muy relativamente: la literatura oficial inventa órdenes de calificación que a veces coinciden con elementos perdurables de la obra calificada, pero que en general implican el otorgamiento de personería o la negativa a otorgarla, de acuerdo con una especie de instinto de conservación que poco se interesa por lo auténticamente valioso.
   Hemos llegado a una oposición fácilmente ponderable, que permite una comprensión casi cotidiana y militante de la proyección de muchas obras de nuestra literatura. Es claro que el plano en el que tal oposición se plantea es un tanto externo, lo cual no obstante no lo trivializa; en la realidad lo externo es simplemente exteriorización de una frustración filosófica que perjudicó por muchos años las posibilidades de nuestra literatura en tanto vehículo de comprensión profunda de la realidad. Vale la pena reflexionar sobre este hecho.
   Ya hemos dicho que los fundadores de la literatura nacional la concibieron como legítima, como adecuada a una realidad analizada de antemano; no obstante el voluntarismo emergente de ese proyecto, hubo un punto de apoyo filosófico inicial que no tiene por qué ser puesto en la cuenta del legitimismo apriorístico; podemos hasta cierto punto considerarlo en sí, ya que lo que calificamos de legítimo es más una' actitud que los elementos a que dicha actitud recurrió para ponerse en movimiento. Pues bien, los fundadores de nuestra literatura y de nuestro pensamiento se propusieron el estudio y la adopción de las ideas que las aseguraban una unidad entre lo que se quería obtener de la realidad y la realidad dada. Apelaron a los filósofos más "modernos" y creyeron en casi todos al mismo tiempo, modelados, casi todos, por el general influjo hegeliano que se esparció por el eclecticismo francés, la ciencia jurídica alemana, etcétera. 17 Hegel quedó un poco atrás: lo que aprovecharon fueron elementos sueltos y no un sistema que había llegado ya desperdigado. Sarmiento muestra en su Facundo su adhesión a mecanismos como el de las contraposiciones, heredero, sin duda, de la negación hegeliana, pero ahí se para, en el establecimiento de la contraposición se agota y no ve el modo de ser enteramente dialéctico. La necesidad de apoyarse en una filosofía (declarada por Alberdi en 1837) se satisface con un dualismo maniqueo, encubierto en Sarmiento por una hábil pero formal trama de concatenaciones. Hegel proponía un monismo que, aunque idealista, podía haber sido útil para constituir un pensamiento. Es claro que el Hegel que recibieron estaba destrozado por los intérpretes y traductores, y ninguno de ellos conoció directamente sus textos; el hecho es que a través del dualismo se tornaron antidialécticos y el dualismo fue la rajadura por donde se filtró la posibilidad de comprender la realidad que tenía que abarcar y expresar.
   ¿Por qué se ahonda lo antidialéctico en el pensamiento argentino? ¿Por que se abandona el objetivo inicialmente planteado de lograr una unidad? La ignorancia de Hegel no es una razón: el desconocimiento cultural provoca desviaciones en una tendencia pero no es causa eficiente para un cambio total de rumbo. El motivo debe buscarse, en mi opinión, en la relación que se establece, de entrada nomás, entre exigencias de estructura económica y posibilidades ideales de realización del país. O sea: la autonomía total, idea contenida en el ideario de Mayo, no es vivida como algo obtenido sino como una realidad a lograrse; lo que va a hacer posible esa realidad es un grupo, una clase que, al consolidarse, violentará todo lo que se opone a ese objetivo: esa clase es la burguesía, claramente descripta por Echeverría en su plan económico. 18 Lo que ocurre, entonces, es que por sí sola la burguesía no puede dar satisfacción a tales esperanzas, pues concibe su fuerza en una relación de dependencia respecto del mundo civilizado, capitalista. Imposible lograr la autonomía mediante ejecutores que se saben dependientes: el pensamiento original padece el tironeo y la incongruencia, y se pliega a las exigencias de la clase que se ha apoderado de la ideología quebrándola en el fondo aunque pareciera respetarle su exterior retórico.

 

   La formulación más brillante del dualismo es, sin duda, "Civilización y Barbarie", presentada como antinomia como dilema frente al cual no cabe sino la inclinación por uno de sus términos. Es fácil suponer los pasos contenidos en esta expresión; en cierto sentido son todos los que hemos ido señalando y atribuyendo a la literatura argentina en general; pero lo que la expresión acuñada además oculta es el germen de una oposición más fundamental entre materia y espíritu. Esta pareja tan clásica tendrá una gran fortuna en la historia del pensamiento argentino y aparecerá en el 80, en la obra de Cambaceres por ejemplo, y en general en todos los escritores de la oligarquía y sus continuadores hasta hoy, como divergencia entre intimidad y exterioridad, entre apariencia y esencia. No creo que se pueda considerar a escritores como el nombrado y a otros epígonos, sin tener en cuenta esa dimensión umbilicada en todos por la concepción liberal de la política y la vida.
   Todo este conjunto de líneas no aparece, como hemos visto, ni en sucesión ni en convivencia, sino en una imbricación difícil de esquematizar por lo variado y variable, por la contaminación que tan frecuentemente se produce. Por otra parte, cada línea es como un acento puesto sobre una época: agotada su fuerza deja paso a un sucedáneo o engendra un derivado que copa lo más íntimo de una tendencia. Además, no se debe suponer que los escritores se resignaron todos a quedarse encajonados en su cuadro; algunos se rebelaron y trataron, a veces con más confusión que potencia, de romper barreras y escapar de condicionamientos más intuídos que reflexionados. Esos estallidos de furia y a veces de conciencia se establecen polémicamente en declaraciones militantes, pero también, y eso es lo que importa, en la expresión concreta. El lenguaje, en tanto expresa relaciones que proceden de la realidad, descubre u oculta con la misma astucia, con la misma ingenuidad. En consecuencia, determinar lo que el escritor pone en la expresión, el servicio que hace cumplir al lenguaje de que se vale, engendra otras líneas que nos acercan también, por otro lado a la historia de la literatura argentina cuyo trazado venimos persiguiendo en este planteo de bipolaridades.
   Por ejemplo, en lo que se refiere a la voluntad de estilo. Tomando restringidamente como eje el realismo se advierte a lo largo de toda nuestra literatura que en su torno se origina ya sea una tentativa que configura una voluntad de denuncia, ya sea una tendencia a la desvirtuación de la realidad por connivencias con sus formas convencionales. Es lo que va de El Matadero o Martín Fierro al acriticismo de algunos escritores positivistas: unos y otros son realistas, pero el realismo tiene en uno y otro caso finalidades diferentes; sometido en el segundo a una presión ambiental que lo deforma implacablemente, servirá para dar una imagen demoníaca del mundo cuando le toque a Martel dar su versión; nada más natural que en este proceso de distorsión aparezca un escritor como Cané, francamente esteticista, es decir directamente antirrealista como rechazo a toda posible consideración de la realidad salvo para negarla mediante el estilo. Este esteticismo constituye la base del modernismo posterior, que si bien en una primera instancia, bajo la gran protección de la literatura como profesión, se confundió con los objetivos del nuevo realismo finisecular, 19 muy pronto configuró un sistema expresivo que se apartó reservando sin embargo para sí, como último nexo, aspectos externos de la realidad.
   Ser partidario de una u otra tendencia, aun con todo el posible sistema de vacilaciones, implica una decisión, pues no puede concebirse que un código literario del cual se vale tanta gente sea obra del azar o de la inspiración individual; la racionalidad de una actitud expresiva no es fantasmal: puede determinarse después de un análisis del punto o momento en que se encuentran todas las presiones que gravitan sobre el hecho literario. Y la decisión frente a esa racionalidad se da en un contexto de juego entre libertad y aceptación del escritor frente a lo que su clase le impide o le deja hacer; en la elección de su sistema expresivo el escritor moviliza su capacidad de negación o bien se allana a lo que su clase ha logrado introducir en él determinando su relación con la realidad. En consecuencia, la tendencia al realismo se perfila en tanto no declina de un ingrediente de crítica sobre el que se fundamenta genéricamente la denuncia; se diluye, por el contrario, cuando segrega la posibilidad de examen. Es claro que en lo que respecta a lo puramente formal hay modos explícitamente no realistas de considerar la realidad: habrá que determinar en cada caso si eso implica oposición al realismo crítico o una propuesta más intensa e interior de denuncia. En todo caso, la opción, el camino que se adopta y sus vericuetos están perfectamente contenidos en la obra y ella los objetiva; residen en el plano intencional, que la escritura difunde, y en el cual la determinación clasista cumple un papel fundamental.20 En suma, que mediante esta forma de historiar nuestra literatura podríamos sortear el riesgo del formalismo y penetrar en el fenómeno literario considerándolo como expresión, es decir, desde el punto de vista de lo que los sectores sociales concretos, las clases, han logrado históricamente manifestar u ocultar gracias a la mediación imaginativa.

 

   La bipolaridad de actitudes respecto del realismo, como en los otros casos, no se agota en la consideración primera: otras oposiciones se desencadenan o, mejor dicho, aparecen como necesarias consecuencias. La tendencia a la desvirtuación de la realidad se resuelve canónicamente en lo estilístico mediante cierto impulso a la consolidación, a lo perfecto, al escribir bien como ideal. Esto supone la sumisión a modelos y crea una órbita donde todo se encierra, donde todo debe estar encerrado, sentimientos de autosatisfacción por cumplimentar esos requisitos, ostentación de claves fuera de las cuales nada realmente tiene consistencia. Esta actitud es uno de los rasgos, por otra parte. que preconiza la literatura oficial. La tendencia al realismo como denuncia, en cambio, al poner en cuestión lo consolidado, instrumentaliza la palabra y se margina voluntariamente de normas, echa mano a cualquier recurso para lograr su objetivo: es el famoso escribir mal de Roberto Arlt, el abandono del modernismo de Quiroga e, incluso, con todas sus contradicciones posteriores, el abandono de la poesía que hace Martínez Estrada. Al dramatismo de estos casos se opone una búsqueda de perfección que no necesariamente, y por lo general mucho menos, provoca descubrimientos lingüísticos; esa exigencia se connota con una suerte de voluntad estatuaria que cae casi de ordinario en el congelamiento verbal, en tanto que el "escribir mal", cuando no es meramente desaprensión, propone una dinámica, abre la discusión aun sin quererlo sobre los límites de una palabra dada y sobre su eficacia en el sentido de una expresión que no depare tan solo felicidad al que la logra sino que trasmita una conciencia múltiple. Como en los otros casos, los escritores pueden quedarse en una u otra actitud, vacilar o pegar un salto. Rayuela, de Julio Cortázar, contiene por lo menos esta preocupación con todas las implicaciones que a partir de este enfoque deben aparecer. En términos generales, cualquiera que sea la decisión que se tome, está llena de significaciones que, completas, dan luz sobre lo que una obra es o quiere decir, sobre lo que se ha puesto en marcha en la intencionalidad de su autor.
   Y este es, finalmente, el elemento indispensable para que una historia de la literatura pueda llegar a tener un sentido y no sea meramente descriptiva; es el elemento que la crítica puede proporcionar con mayores posibilidades de ser incorporado, no solo sin destruir el método que pueda resultar más propio sino consolidándolo, integrándolo. La intencionalidad fluye por el cuerpo literario y es lo que le da sentido porque conecta escritores, obras y público, porque revela cómo ese circuito procede de un tiempo y una sociedad y vuelve a ellas, porque dibuja las verdaderas diferencias y propone con ellas una inteligibilidad, una clasificación que tiende a incorporar la literatura a lo que la vida exige de ella y no a establecer una soledad que no sirve para nada. Sobre esta idea, sobre este residuo, se cierne la bipolaridad que hemos registrado, el sistema de oposiciones que la constituye; con todo eso, es decir el principio crítico y sus resultantes, podría erigirse una historia que formara realmente parte de la que en el orden de la cultura afina sus métodos y muestra y explica cómo ha sido y cómo es la sociedad que los hombres han creado, los destinos que se han empeñado en realizar.

 

Notas

1 Alberto Zum Felde, Indice crítico de la literatura hispanoamericana, México, Guarania, 1959. David Viñas, "Benito Lynch: la realización del Facundo", Contorno N¼ 5/6, 1955.

2 Desde Amalia hasta Roberto Arlt puede trazarse una línea evolutiva ininterrumpida.

3 Tal vez como excepción, véase Campo Guacho, del puntano Polo Godoy Rojo.

4 Las Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, de Roberto Payró, es un buen ejemplo de esta relación entre política y estructura agraria. Véase también Fin de fiesta, de Beatriz Guido, dentro de esta línea.

5 Hay dos perspectivas para considerar este problema: la fuerza estética desborda las contradicciones y abre planos de significación que dejan atrás lo ambiental y aun lo que el autor se ha propuesto, o bien el público es víctima de la trampa idealista por la cual lo conflictivo cultural cede el lugar a una presunta esencialidad que se lleva todo en el ánimo del lector, haciéndole sentir que de la derrota que suele acompañar las historias campesinas se incorporan valores eternamente apreciables. Para hacer crítica a los autores rurales, ambas perspectivas se funden y proporcionan una buena base.

6 Enrique Williams Alzaga, La pampa en la novela argentina, Buenos Aires, Kraft, 1958.

7 Adolfo Prieto, La literatura autobiográfica argentina, Rosario, Facultad de Filosofía y Letras, 1962; David Viñas, Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires, Jorge Alvarez, 1964, Oscar Massotta, Roberto Arlt, sexo y traición, Buenos Aires, Jorge Alvarez, 1965. Hacia 1970 podrían agregarse trabajos de Gladys Onega, el volumen preparado por Jorge Lafforgue, Novela Hispanoamericana 1, Paidós, 1969, el Grupo Buenos Aires, etcétera.

8 Ezequiel Martínez Estrada, Muerte y Transfiguración de Martín Fierro (Lo gauchesco), México, F.C.E., 1948.

9 Esteban Echeverría, Primera Lectura, en el Salón Literario: "Os he bosquejado, señores, el carácter de nuestra época y el estado de nuestras cultura intelectual. Ahora bien: en vista de esos antecedentes, ¿qué debemos hacer? ¿Cuál será nuestra marcha? ¿Se cree acaso poder con escombros y ripio echar los cimientos de un grande y sólido monumento? ¿Se piensa con vagas e incompletas ideas, con teorías exóticas, con fragmentos de doctrinas ajenas, echar la base de nuestra renovación social?"
"Al conocimiento exacto de la ciencia del 19¼ siglo deben ligarse nuestros trabajos sucesivos. Ellos deben ser la preparación, la base, el instrumento, en suma, de una cultura nacional verdaderamente grande, fecunda, original, digna del pueblo argentino, la cual iniciará con el tiempo la completa palingenesia y civilización de las naciones americanas."

10 Véase David Viñas, op. cit., Los dos ojos del romanticismo.

11 Juan Bautista Alberdi, fundamenta con vehemencia esta inclinación por lo francés en su Fragmento Preliminar al estudio del derecho (Conclusión), Buenos Aires, Hachette.

12 Pero el ejemplo más flagrante de voluntarismo, es decir la legitimidad, lo proporciona la literatura neoclásica de Mayo, que no lo codificó. Esta literatura, sensible sin duda al hecho político exterior, estaba incapacitada, en virtud de una cultura dada que sobrevolaba la magra realidad, para interpretar el hecho histórico que sus hombres estaban viviendo. La superposiclón de cultura sobre realidad está documentada: La lira argentina (1824), La abeja argentina (1825).

13 Carlos Alberto Leumann, La literatura gauchesca y la poesía gaucha Buenos Aires Raigal, 1953.

14 A Bartolomé Hidalgo se le ocurre alentar a los soldados gauchos de los ejércitos de la independencia hablándoles en un lenguaje que ellos podían entender y no en la jerga inflada de los neoclásicos.

15 El solitario Macedonio Fernández, el sencillista Fernández Moreno, son ejemplos de esta integración

16 El escritor no profesional ponía su literatura al servicio de una causa que sentía superior: la de su clase; el escritor profesional, que aunque expresa su clase y aun a veces la que cree combatir, se consagra a la literatura y rechaza toda sumisión, cree que realizándose él la conciencia de la colectividad se objetivará.

17 Véase Raúl Orgaz, Sociología argentina, t.II, Córdoba, Assandri, 1950.

18 Véase Esteban Echeverría, op. cit.

19 Véase Dardo Cúneo, El romanticismo político, Buenos Aires, Editorial Transición, 1955.

20 Véase Roland Barthes, Le dégré zéro de l'écriture, París de Seuil, 1953. "El horizonte de la lengua y la verticalidad dei estilo esbozan, pues, para el escritor, una naturaleza, ya que no elige ni a una ni al otro." Y más adelante: "Lengua y estilo son fuerzas ciegas; la escritura es un acto de solidaridad histórica". Es decir, aquello por lo que se opta.  

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