EL USO DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA TERAPIA (*)

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Juan Luis Linares (**)

LA NUEVA COMUNICACION

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La tradición sistémica no ha sido muy sensible a la importancia de las emociones. Si Bateson ( 1973 ) llegó a considerar a las emociones un concepto dormitivo, no puede extrañar que la teoría comunicacionalista las ignorara y que figuras como Virginia Satir fueran contempladas desde el mismo Palo Alto con reticencia cuando no con desprecio. Por otra parte, Minuchin ( 1993 ) también ha evitado cualquier explicitación de lo emocional en terapia, recurriendo al circunloquio de "la utilización del sí mismo del terapeuta" para referirse a la evidencia de que las reacciones afectivas de éste juegan un papel importante. Preguntar qué siente el paciente o algún miembro del sistema ha sido considerado herético y descalificado como banal por la ortodoxia sistémica, que ha enfatizado la conveniencia de sustituirlo por qué piensa o qué hace, según se trate de la versión estratégica o de la estructural de dicha ortodoxia.

Frente a esta realidad, se sitúa la evidencia de que la psicoterapia se realiza trabajando con las emociones y, ciertamente, no sólo con las del paciente o la familia, sino también con las del terapeuta. Los autores sistémicos europeos han sido más sensibles a ello, quizás porque, al situarse lo fundamental de su obra en fechas más recientes, no debieron pagar el tributo que pagaron sus colegas americanos a la diferenciación respecto del psicoanálisis. De hecho, y por citar sólo a algunos, autores como Cancrini ( 1984 ) y Andolfi ( 1977 ) han explicitado la importancia del trabajo emocional y Elkaïm ( 1995 ), acuñando el concepto de resonancia, ha aportado un útil instrumento como alternativa sistémica al juego transferencia / contratransferencia.

La recuperación por Selvini ( 1987) del apego de Bowlby, así como la teorización correspondiente a la última etapa de su pensamiento, la sitúa en la misma línea de reconocimiento del espacio emocional que caracteriza a gran parte de la terapia familiar europea.

Pero, no nos engañemos, la cuestión dista de estar resuelta, y en el panorama actual de la psicología se esbozan posiciones sobre lo que podría ser una nueva polémica en torno a las emociones. De una parte, quienes investigan la estructura cognitiva del fenómeno emocional (Ortony, Clore y Collins, 1988) tienden a universalizarlo y a definirlo intrapsíquicamente, diferenciándolo radicalmente del lenguaje.

Wierzbicka (1986) afirma al respecto que la ausencia en una lengua de un término que designe la emoción específica a la que pudiera referirse una palabra en otra lengua no significa que la gente de las culturas que usan la primera lengua no pueda experimentar y no experimente esa emoción.

Por otra parte, para muchos autores, las emociones son inseparables del lenguaje, puesto que son construidas socioculturalmente y sentidas en cuanto expresadas en base a sistemas de creencias, órdenes morales y normas sociales propios de determinadas comunidades ( Harré, 1986).

Los construccionistas sociales rechazan el carácter fisiológico de las emociones (una idea, por otra parte, difícilmente sostenible en la actualidad desde cualquier posición seria) y coinciden con los cognitivistas en reivindicar la importancia del proceso cognitivo, en forma de valores y creencias. Pero ahí acaba el acuerdo, puesto que lo que verdaderamente interesa al socioconstruccionismo son las situaciones y los modos en que se utilizan las palabras que expresan emociones. Éstas siguen condenadas a la condición batesoniana de concepto dormitivo o, en la despectiva expresión de Hoffman (1992), a la de "vaca sagrada de la psicología moderna".

Existen tres grandes espacios relevantes en el mundo relacional, y por ende en el psicológico-individual, que son el cognitivo, el pragmático y el emocional. Con respecto a ellos se han orientado los distintos modelos psicoterapéuticos, combinando en ecuaciones, más implícitas que explícitas, diferentes proporciones del qué pensar, qué hacer y qué sentir. Como vehículos privilegiados de expresión han dispuesto del lenguaje y de la conducta, cauces idóneos para la comunicación cognitiva y pragmática. Pero, ¿y la emocional? Más allá de la evidencia de que existe una comunicación emocional, el comunicacionalismo de Palo Alto consiguió soslayarla refiriendo su distinción entre lenguajes digital y analógico a mensajes de contenido y de proceso relacional.

Y, sin embargo, es perfectamente legítimo atribuir el lenguaje analógico a la comunicación emocional en una vinculación preferente, al igual que el lenguaje digital es el vehículo emblemático de la comunicación cognitiva y la conducta la expresión más nítida de la comunicación pragmática.

. . .

El terapeuta sistémico ha poseído dos instrumentos técnicos valiosísimos para moverse con comodidad en los espacios pragmático y cognitivo: la prescripción y la reformulación.

Mediante la prescripción de comportamiento, el terapeuta sugiere a individuos, a subsistemas o a la familia en su conjunto, determinadas conductas o ritos tendentes a modificar su comunicación pragmática. Pretende con ello introducir un germen de cambio independiente de cualquier insight (que sería, al fin y al cabo, una elaboración cognitiva) y, desde luego, sin focalizar la reverberación afectiva. Las prescripciones han caído en desuso en el universo de las terapias postmodernas, y, en particular, en la rama conversacionalista del constructivismo, en base a una interpretación sesgada y estrecha de ciertas ideas de Maturana (1980) que descalificarían la directividad estructural como tendente a la "interacción instructiva". En realidad, sugerir pautas de conducta a los demás puede ser, dependiendo de múltiples circunstancias, o una intromisión intolerable , condenada al rechazo o, en el mejor de los casos, a la irrelevancia de una imposible instrucción interactiva, o un recurso conversacional de primer orden, tan oportuno como bien recibido y aceptado. Por no hablar de los inevitables componentes cognitivo y emocional asociados a la prescripción, que pueden operar como elementos perturbadores del equilibrio disfuncional con independencia de la relativa banalidad que representa su cumplimiento.

Mara Selvini demostró con la prescripción invariable la infinita complejidad de esta modalidad de intervenciones, que en modo alguno deberían desaparecer del patrimonio sistémico por un simple capricho de la moda.

Las reformulaciones constituyen el otro gran recurso tradicional de los terapeutas sistémicos, firmemente anclado en el espacio cognitivo. Modificar la percepción, la representación de las cosas, de individuos y familias, mediante la propuesta de visiones alternativas en las que no tienen cabida los síntomas, es un importante ejercicio, y basta con recordar la espectacularidad de los efectos de la connotación positiva, capaz de presentar a las familias realidades radicalmente diferentes de las que han estado culpabilizándolas y atenazándolas hasta el momento. Las reformulaciones, dependientes en gran medida del lenguaje digital, han corrido mejor suerte que las prescripciones en el panorama actual de las terapias sistémicas, al encajar más su estructura conversacional en las expectativas postmodernas. Incluso el narrativismo socioconstruccionista maneja con comodidad complejas reformulaciones, dentro de sus propuestas de nuevas opciones narrativas con las que contrarrestar la sobredeterminación ejercida por el discurso del poder.

Pero resulta inimaginable un cambio cognitivo (o epistemológico, como ha preferido llamarle históricamente el modelo sistémico) sin la correspondiente vibración emocional, y ambos serían irrelevantes si no se acompañaran de modificaciones pragmáticas. Por suerte, los tres espacios psicológico-relacionales están intercomunicados, por lo que un cambio en cualquiera de ellos puede extenderse a los otros, generando una oleada transformadora de imprevisibles consecuencias. Imprevisibles … salvo para un terapeuta consciente de su poder y capaz de controlarlo y valorarlo, quien sí podrá anticipar razonablemente la evolución de los acontecimientos y amoldar a ella la continuidad de la terapia. Por ello, un cambio mínimo acaecido en cualquiera de los tres espacios, dotado de la suficiente capacidad perturbadora, es decir, capaz de generalizarse a los restantes de modo significativo, puede constituir un más que satisfactorio resultado de una terapia.

Una pareja que sigue la sugerencia del terapeuta de realizar ciertas salidas nocturnas, puede encontrarse, en medio de la aparente banalidad de su acción, percibiendo aspectos, el uno del otro, que antes les pasaban desapercibidos. Por primera vez en muchos años han salido de la rutina para pasar un rato agradable juntos, y ello les ha permitido descubrirse perspectivas inéditas: lo que antes era, para él, una insoportable y asfixiante afición de ella por el control, se convierte en expresión de fragilidad y necesidad de apoyo; y lo que, para ella, era irresponsabilidad y egoísmo de él, pasa a ser legítima necesidad de un espacio propio. Ambos se hacen tolerantes, a la vez que experimentan una ternura ya olvidada. El orden puede variar. La aparición de una visión novedosa en la que, a instancias del terapeuta, un adolescente empieza a considerar a sus padres torpones pero llenos de cariño, en vez de arbitrarios y represores, lo relaja y alivia, haciendo que disminuyan sus conductas provocadoras y aumente su colaboración en las tareas domésticas.

Y el clic del cambio puede producirse en el espacio emocional, en forma de un sobrecogimiento inefable al sentirse la vergüenza del padre que pide perdón, la angustia de la esposa que teme por su vida o la impotencia del hijo que se cree fracasado. También entonces podrán seguir nuevas representaciones cognitivas y nuevas maneras de comportarse. Todo ello, obviamente, si el ecosistema se muestra favorable y si el terapeuta, como elemento significativo de éste, asume sus responsabilidades de modo razonable.

Intervenir en el campo emocional significa un serio desafío para el terapeuta sistémico formado en el culto de la prescripción y, sobre todo, de la reformulación y la narrativa, cuando no, explícitamente, en el desprecio doctrinario de las emociones. Y sin embargo, éstas poseen en el lenguaje analógico un refinadísimo instrumento, capaz de singularizar su expresividad hasta extremos inimaginables en cualquier otro canal comunicacional.

La inteligencia emocional es un concepto acuñado recientemente para significar la capacidad de las personas de utilizar sus emociones relacionalmente en modo controlado (Goleman, 1995). Siempre se ha sabido que el éxito en el desempeño de tareas concretas, así como en las más ambiciosas empresas, depende de algo más que de la capacidad intelectual medida por el C.I., pero ahora se dispone de un instrumento oportuno para conceptualizar ese fenómeno. La persona que moviliza y pone en juego su inteligencia emocional tiene mayor poder de convicción, resulta más creíble y aumenta considerablemente su capacidad de influir a los demás. Cualidades todas ellas preciosas para un terapeuta. Veamos algunos ejemplos:

 

Pablo: "Curar a su madre"

Pablo es un niño que no habla salvo en la más estricta intimidad familiar y, aun así, lo mínimo posible. Sus padres se han ido preocupando progresivamente, a medida que los silencios de su hijo han empezado a dificultarle la escolaridad y a arrojar sombras sobre su futuro profesional y social. Lo sobreprotegen no permitiéndole asistir a colonias "para evitarle situaciones difíciles" y liberándolo de cualquier tarea que comporte contactos extrafamiliares. Pablo es un chico inteligente, capaz de realizar brillantes ejercicios escolares siempre que no impliquen relacionarse activamente con maestros o compañeros. Durante las sesiones de terapia permanece mudo, contemplando el mundo con ojos grandes y asustados y siguiendo con interés lo que ocurre a su alrededor. Los intentos del terapeuta por modificar la situación sugiriendo a la familia pautas menos rígidamente protectoras han tenido escaso eco.

Hasta que, un día, la madre cuenta un episodio de su vida que antes había ocultado. Ella también fue muy tímida de pequeña, y hablaba casi tan poco como Pablo. Ya de mayor, tuvo varias depresiones que la hicieron sufrir mucho. A raíz de la última, los médicos le aconsejaron que tuviera un hijo para curarse y ella, en efecto, quedó embarazada y tuvo a Pablo. Desde entonces no ha vuelto a saber lo que es una depresión y, de hecho, su carácter ha mejorado mucho, haciéndose más abierta y sociable. A medida que relata estos hechos se emociona visiblemente y lo mismo le ocurre a Pablo, mientras que el resto de la familia, el padre y una hija algo mayor, los contemplan con comprensiva serenidad. El terapeuta siente que también él se ha contagiado de la intensa atmósfera afectiva reinante: sus ojos se humedecen ligeramente y un leve nudo tensa su garganta. Despejándosela con un suave carraspeo, comienza a hablar con voz vibrante. También él se ha emocionado, dice, debido a la honda impresión que le ha causado la historia de esa relación tan privilegiada entre Pablo y su madre:

"Ahora puedo comprender mejor este silencio solidario de un hijo aferrado a lo que cree su misión en el mundo: curar a su madre".

Siguen algunas reflexiones sobre la conveniencia de dar de alta a la enferma, ya curada, y de tranquilizarse mutuamente a propósito de unos riesgos inexistentes. Tampoco el chico corre peligro, aunque se parezca tanto a su madre, puesto que ha cumplido con creces su misión y ello lo ha dotado de poderosos recursos.

El padre es, sobre todo, quien podrá tranquilizarlos, asumiendo las funciones de cuidador de la madre en su convalescencia y mostrando al hijo cuántas otras misiones fascinantes hay en la vida.

La familia marcha visiblemente reconfortada y el terapeuta explica al equipo que lo que ha sentido durante esa sesión le ha sido de gran utilidad, puesto que siempre que experimenta ese tipo de emociones sabe que está por producirse un cambio positivo en la evolución de la terapia. "Ello me permite seguir la pista con toda tranquilidad, porque se que voy en la buena dirección"

 

Algunas señales en su cuerpo, la humedad de los ojos y el nudo en la garganta, hacen saber al terapeuta emocionalmente inteligente que lo que está sucediendo es bueno y que no debe avergonzarse, sino, antes bien, permitir que el lenguaje analógico comunique a la familia un mensaje positivo. El canal emocional así creado permite que los elementos cognitivos y pragmáticos, que en otras ocasiones no habían sido registrados, tengan ahora una buena oportunidad para procesarse.

 

La pareja "aburrida"

Una pareja está enzarzada en una enésima disputa, en esta ocasión en plena sesión, en presencia del terapeuta. No se hablan apenas entre sí, pero ambos se dirigen a éste argumentándole acalorados sobre la excelencia de sus respectivos puntos de vista. La situación de fondo no es demasiado mala. Se quieren, desean tener hijos juntos y aún no han tenido tiempo de acumular mucho rencor, pero una feroz simetría los enfrenta continuamente por nimiedades. Cuando , como ahora, atraviesan un mal periodo, ella sufre crisis de ansiedad y él tiende a beber en exceso.

El terapeuta ha intentado destacar aspectos inéditos de cada uno, que podrían ofrecerles nuevas perspectivas, pero sus sugerencias se han perdido en el fragor del combate. El tiempo pasa sin que se produzca ningún progreso y el terapeuta empieza a impacientarse. Mira discretamente el reloj y , ayudándose con la mano, amaga educadamente un bostezo. La discusión se detiene y el marido dice con tono sombrío: "somos aburridísimos, ¿verdad?" Ella corrobora: "mortalmente". El terapeuta sentencia sonriente: "han alcanzado ustedes un notable acuerdo". A partir de ese momento, la sesión cambia de signo y se hace posible avanzar en una negociación.

Que el terapeuta no niegue, disimule u oculte sus emociones no quiere decir que las exhiba o imponga desconsideradamente. La inteligencia emocional exige que la persona administre exquisitamente la expresión de sus afectos de manera que informe sin violentar. Si, en el caso de la pareja discutidora, el terapeuta hubiera soltado un estruendoso bostezo, habría corrido un riesgo excesivo de descalificarse como maleducado, lo cual, probablemente, habría invalidado su trabajo.

 

La familia Martínez

La familia Martínez está compuesta por el padre y la madre, en torno a la cuarentena, y cuatro hijos de veinte a trece años. El motivo de la derivación a terapia familiar es la violencia física que el padre ejerce sobre los hijos, a los que ha venido maltratando sucesivamente por orden de edad. La víctima actual es Carlos, el tercero, único varón de quince años. Durante la primera sesión se pone de manifiesto una situación compleja: el padre y la madre, de aspecto cuidado y atractivo, compiten duramente entre sí, sin disimular demasiado, por otra parte, que existe entre ellos un juego de seducción y atracción intensamente sensual. Sin embargo, el discurso explícito de la madre es muy crítico para con su marido y defensivo y protector para con los hijos. Estimulado por esta farsa, Carlos inicia un ataque al padre, al que acusa de dictador intentando ridiculizarlo ante todos mientras la madre, risueña, observa a su marido de reojo.

El terapeuta experimenta primero un vago malestar, que va cediendo la plaza a una sorda indignación a medida que el juego relacional va definiéndose y cobrando significado. Finalmente, interviene interrumpiendo al chico: -"Carlos, ¿no te das cuenta de que así es como acabas siempre cobrando? Tu padre y tu madre discuten y tú te crees que eso te da derecho a intervenir atacando a tu padre. Claro, como tu madre te está defendiendo con sus palabras … Pero si pudieras controlarte un poco y mirarle a la cara, verías que, en esos momentos, ella sólo tiene ojos para tu padre. Por eso eres tú el que termina recibiendo la paliza, mientras que ellos se reconcilian al final …"

Las palabras del terapeuta brotan firmes y cálidas, mientras sus ojos miran intensamente al chico y su cuerpo se adelanta hacia él. Cuando alude a los padres, su rostro se endurece. Al acabar el comentario, éstos se muestran avergonzados, con la mirada clavada en el suelo, mientras que Carlos parece sorprendido y desconcertado. Transcurridos unos minutos de silencio, el terapeuta anuncia algunas sugerencias para ayudarles a cambiar ciertas cosas. Lo hace serenamente, mirando a todos sucesivamente a los ojos y mostrándose amable también con todos.

Si el terapeuta detecta alguna modalidad de abuso durante la sesión, entendiendo por tal el empleo del poder de forma destructiva al servicio de los intereses de quien lo ejerce, es normal que se enoje o irrite, y también lo es que lo exprese de algún modo controlado. Si en las relaciones interpersonales en el sentido más amplio se espera de la gente que reaccione de algún modo frente al abuso, no puede ser de otra forma con el terapeuta, dotado de sensibles instrumentos para detectarlo, en situaciones, como son las sesiones familiares, que lo facilitan extraordinariamente. En tales circunstancias, sería artificioso ignorar que, dentro de la complejidad, las relaciones humanas, y, en particular las familiares, incluyen la desigualdad y, por tanto, la posibilidad del abuso.

El terapeuta debe saber que el poder abusivo puede ejercerse mediante la fuerza física, pero también mediante la seducción, el chantaje emocional, la coacción y la capacidad verbal de crear realidades amenazadoras, debiendo estar dispuesto a reaccionar frente a cualquiera de estas formas. Si lo hace de modo controlado y ponderado, estará testimoniando de una parte su ineludible testimonio ético como profesional y como ciudadano y, a la vez, estará creando un canal emocional para desarrollar su intervención terapéutica.

Existen múltiples situaciones en que el terapeuta puede usar su inteligencia emocional. De hecho, tantas como momentos significativos en todo proceso terapéutico, puesto que la vivencia emocional es una realidad continua. Así, podrá mostrar entusiasmo por un cierto proyecto expresado por algún miembro de la familia, o admiración por una manera de hacer de alguien. Podrá mostrarse decepcionado por un fracaso o esperanzado por una perspectiva de progreso, abrumado por las dificultades o animoso por las posibilidades, enfadado por una provocación o divertido por otra. Siempre deberá cuidar de no mistificar su expresividad para protegerse de sus propios fantasmas, siendo honesto en el manejo que haga de la misma.

En la tradición sistémica existen ya potentes recursos relacionados con las emociones del terapeuta: declararse impotente, felicitar efusivamente, criticar y reñir, hablar de la propia intimidad …De lo que se trata es de despojarlos de una excesiva carga estratégica, devolviéndolos al espacio que les corresponde, que no es otro que el legítimo e inevitable ejercicio de la inteligencia emocional.

Si el terapeuta puede usar indistintamente los canales cognitivo, pragmático y emocional, recurriendo para ello, respectivamente, a su capacidad narrativa para crear historias, a su espíritu práctico para montar estrategias y a su inteligencia emocional para sintonizar afectos, es evidente que los individuos y las familias con los que trabaja pueden también procesar su intervención en esos mismos espacios.

Los individuos perciben y piensan a nivel cognitivo, actúan a nivel pragmático y sienten a nivel emocional. Por su parte, las familias tienen valores y creencias como equivalente cognitivo y realizan rituales como equivalente pragmático. En cuanto al espacio emocional, es obvio que las familias no "sienten", puesto que no son agrupaciones de individuos clonados, pero sí comparten emociones, de distinto signo y en mayor o menor grado.

Por eso, si, trabajando con individuos, el terapeuta tiene la oportunidad de incidir de modo directo sobre las representaciones cognitivas y sobre la conducta con ayuda de las reformulaciones y de las prescripciones, si de familias se trata, ambos instrumentos intervendrán sobre los valores y creencias y sobre los rituales. En cuanto a la inteligencia emocional, incidirá directamente sobre las emociones de las personas, induciendo algunas y diluyendo o reforzando otras, mientras que, a nivel familiar, modificará el espacio donde se comparten las emociones cambiando su composición y la ecuación en que se combinan.

En cualquier caso, si las circunstancias ecosistémicas son propicias y la intervención resulta exitosa, el cambio se generalizará a los tres espacios y afectará, en mayor o menor medida, a individuos y familia. Es entonces cuando se podrá afirmar que han cambiado las narrativas individuales y los mitos familiares (Linares, 1996), y que, si en ese cambio carecen de lugar los síntomas y las disfuncionalidades previos, la terapia ha alcanzado unos resultados razonables.

En definitiva, las intervenciones basadas en la inteligencia emocional no pueden pretender ser una alternativa a las restantes, sino un complemento. Brindar un marco conceptual a la utilización terapéutica de la inteligencia emocional, con ayuda del cauce privilegiado que es el lenguaje analógico, supone facilitar el empleo de unos recursos tan potentes como legítimos.

La psicoterapia, si desea tener credibilidad en el campo de la psicología y la psiquiatría, debe huir de la arbitrariedad que representa el refugio en argumentos justificadores como "yo lo vivo así " o "eso es lo que yo siento", usados, ahora sí, de forma tautológica y dormitiva.

Sin embargo, en tiempos de complejidad y de incertidumbre, cuando resulta tan difícil el consuelo de una objetividad imposible, se hace imprescindible reconocer la validez de la subjetiva emocionalidad del terapeuta , inteligentemente elaborada, como canal para su intervención.

Quizás resida en ello uno de los más claros marcadores de una psicoterapia postmoderna.

 

Notas

(*) Este artículo ha sido publicado en el nº 56 de Perspectivas Sistémicas ("Vínculos y Emociones"), Mayo- Junio 1999. Manténgase actualizado suscribiéndose a Perspectivas Sistémicas por nuestro seguro y fácil medio de suscripción on line en esta misma web o adquiéralo en cualquier quiosco.

(**) El Dr. Linares es Doctor en Psiquiatría, Presidente de la Asociación Europea de Terapia Familiar, Director de la Escuela de Terapia Familiar del Hospital Sant Pau de Barcelona, autor de numerosos libros y artículos.

 

BIBLIOGRAFÍA

ANDOLFI, Maurizio (1977) .- La terapia con la famiglia. Un approccio relazionale. Astrolabio Ubaldini De. Roma.

BATESON, Gregory (1973) .- Mind / Environment. Social Change, nº 1 pgs. 6-21. Reeditado en "A Sacred Unit" (1991).

CANCRINI, Luigi (1984) .- Quattro prove per un insegnamento della psicoterapia. La Nuova Italia Scientifica. Roma.

ELKAÏM, Mony (1995) .- Panorama des thérapies familiales. Seuil. Paris.

GOLEMAN, Daniel (1995) .- Emotinal Intelligence . Bantam Books. New York.

HARRÉ, Rom (1986) .- The Social Construction of Emotions. Basil Blackwell Ltd. Edition Ital. : La costruzione sociale delle emozioni. 1992. Giuffré. Milano.

HOFFMAN, Lynn (1992) .- Una postura reflexiva para la terapia familiar. En: La terapia como construcción social. Paidós. Barcelona. 1996. Edition Angl. : Therapy as Social Construction. Sage Pub. London.

LINARES, Juan Luis (1996) .- Identidad y Narrativa. La terapia familiar en la práctica clínica. Paidós. Barcelona.

MATURANA, Humberto and VARELA, Francisco. (1980) .- Autopoiesis and Cognition. Pays Bas. D. Reidel Publ. Comp.

MINUCHIN, Salvador and NICHOLS, Michael P. (1993) .- Family healing. Tales of hope and renewal from family therapy. The Free Press. New York.

ORTONY, Andrew, CLORE, Gerald L. and COLLINS, Allan ( 1988) .- The Cognitive Structure of Emotions. Cambridge University Press. Cambridge.

SELVINI PALAZZOLI, Mara et al. (1987) .- I giochi psicotici nella famiglia. Edition Fran. : Les jeux psychotiques dans la famille. 1990. ESF . Paris.

WIERZBICKA, A. (1986) .- Human emotions: Universal or culture-specific? American Anthropologist, n. 88 pp. 584-594. 

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