LA PALABRA DEL AGRESOR EN VIOLENCIA FAMILIAR

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La redefinición del concepto de lo ilícito en materia de violencia familiar, enfatizando la responsabilidad del agresor, la puesta en palabra de sus conductas y la reparación del daño causado a la víctima y a la sociedad, tendrán para el infractor la función de inscribirlo en un ordenamiento legal para que pueda otorgarle significación a sus actos.

 

1.     Introducción

El vocablo “palabra” es definido por el Diccionario de la Real Academia Española (23ª. ed.) como “facultad de hablar”. Como tal, la palabra del agresor –al igual que la de la víctima- en los trámites de denuncia por violencia familiar, tiene tres momentos. La primera, ante el juez. La segunda, ante los equipos técnicos especializados, a cuyo cargo queda el diagnóstico de situación. La tercera, en el ámbito de salud mental.

La práctica judicial en materia de violencia familiar lleva a circunscribir esta “facultad de hablar” a los dichos del agresor ante el juez, como representante de la institución judicial, y en tales condiciones, más que “la palabra del agresor”, se está en presencia de su versión de los hechos que originaron la denuncia en su contra. Hechos que en el lenguaje judicial se denominan “manifestaciones”. La mayoría de las veces las manifestaciones de los denunciados como autores de hechos de violencia masculina intrafamiliar son un intento de defensa de las acusaciones formuladas. Otras, una negativa de los hechos que se les atribuyen. Por lo general confluye una y otra vertiente, con la característica común de los agresores de querer justificar los hechos violentos, de por sí injustificables.

 

2. Características de los agresores

A poco que el juez y el equipo técnico del juzgado escuchen las manifestaciones de los denunciados como agresores, van a reparar en algunas de las siguientes características: marcadas diferencias entre su comportamiento público y privado, minimización de sus actos, recurrencia al castigo, culpabilización a la esposa e hijos por la violencia ejercida, conductas autoritarias sobre la mujer y los hijos, descalificación de sus parejas, celos infundados, no reconocimiento de sí mismos como violentos, etc.

         Dichas características suelen coincidir con las relatadas por las víctimas en ocasión de la denuncia inicial y son las que pudieron haber dado lugar al dictado de medidas de protección inaudita parte, posiblemente señalando además que sus parejas recurren al uso de armas, tienen antecedentes penales o denuncias previas, o bien que ellas debieron buscar refugio fuera del hogar por los castigos físicos inflingidos o salvar sus vidas y las de sus hijos, cuestiones éstas a las que los agresores tienden a evitar hacer referencia.

Las situaciones referidas suelen estar indicadas en los informes técnicos de los equipos interdisciplinarios que efectúan los diagnósticos de ley, cuyas copias son remitidas por los juzgados o tribunales a las instituciones encargadas de brindar tratamiento o programas especializados.  

 

3. Peligrosidad, riesgo y urgencia

Las manifestaciones del agresor, en todo sistema judicial oral y actuado  pasan de las palabras a la escritura. Esa palabra oral -y posteriormente escrita- es la que lleva al juez a evaluar, en una primera instancia, la peligrosidad y el riesgo que puede cernirse sobre la persona de la víctima y/o de los hijos y lo autoriza al dictado de medidas de protección que no admiten demoras ni pueden estar supeditadas a ulteriores diagnósticos por los propios alcances de las definiciones de “peligrosidad” y “riesgo”. La jurisprudencia especializada en la materia ha definido a la “peligrosidad” como la aptitud de un agresor para cometer nuevos hechos de violencia familiar para agredir a la víctima y lesionar bienes jurídicos protegidos por el sistema legal específico, como el derecho a la vida, a la salud, a la integridad, a la dignidad personal, etc.

Debe destacarse que la peligrosidad es un juicio distinto al de culpabilidad que, por otra parte, no se efectúa en violencia familiar. Al efecto, se deben evaluar la vida anterior al ilícito o acto de peligro del agresor, su conducta posterior, la calidad de los motivos, su modo de resolver los conflictos con la ley y, en último término, el acto de violencia masculina intrafamiliar que pone de manifiesto la peligrosidad del agresor.

A su vez, se ha señalado que el riesgo es la contingencia o probabilidad de sufrir daños físicos, psicológicos, sexuales o económicos, en forma no excluyente entre sí. Ambos conceptos tienen en común la característica de merecer una respuesta judicial “urgente”, esto es, apremiante. No debe olvidarse que el verbo latino urgeo, significa “empujar”, “impeler”, “atacar”. De allí que las medidas adoptadas en situaciones de “peligrosidad” o de “riesgo” tengan por finalidad atacar o contrarrestar para neutralizar el peligro o el riesgo, por lo que no necesitan de diagnóstico interaccional alguno. Simplemente se imponen porque hay riesgo de vida.

         Es destacable que el término “riesgo”, no tiene equivalente en el latín clásico, que lo define como sinónimo del vocablo periculum. El término “riesgo” recién comienza a perfilarse en el latín medieval como risicus, de donde deriva esta palabra.

  

4. Efectos de las medidas de protección en los agresores  

La aplicación de las medidas de protección de las leyes de violencia familiar no deja de producir un efecto clínico en el sujeto agresor, ya que dichas medidas  son vivenciadas por aquellos como verdaderos castigos, aunque esta no sea su finalidad. Dichas leyes no definen al ilícito en violencia familiar como lo hacen los tipos penales. Por el contrario, lo silencian y aluden a aquel de modo indirecto, al establecer que cualquier persona que sufriese lesiones o malos tratos podrá denunciarlos ante el juez o tribunal con competencia en Familia. Sin embargo, las medidas dictadas ante los hechos de violencia familiar tienen consecuencias en el accionar del agresor y en el campo de su subjetividad, permitiendo que el responsable se haga cargo de su acto ilícito y dé respuestas a la sociedad, máxime en aquellos sistemas legales de protección en violencia familiar que no prevén sanciones por la comisión de dichos ilícitos.

  

5. El castigo al agresor en violencia familiar

A pesar del carácter protectivo en materia de Derechos Humanos que revisten las medidas nominadas e innominadas de las leyes en violencia familiar, las mismas son vivenciadas por el agresor como verdaderos castigos, como ya se señaló. A este respecto, no debe olvidarse que los hechos actuados en violencia familiar están jurídicamente ubicados en una zona de intersección entre el derecho civil y el penal, y que muchas conductas constituyen tipos penales específicos, como la violación marital, el abuso de armas, amenazas, privación de la libertad, etc., por lo que el concepto de crimen o delito está presente en esta materia, aún cuando la respuesta del legislador permanezca en el ámbito civil, lo que no excluye la posibilidad de iniciar acciones penales comunes para que se investigue la posible comisión de un delito.

De allí, las referencias constantes a los términos “sanción” y “castigo”, y que justifican una lectura en la que el marco legal deba analizarse no sólo a través de lo normativo, en tanto se acepte la estrecha relación entre el  sujeto y la ley. Ley que enmarca al agresor en relación a su falta y delimita lo prohibido, y permite observar el alcance clínico del derecho, que consiste en que el juez aplica la sanción para inscribir el acto, en tanto transgresión, y separar al criminal de su crimen, remitiéndolo a la ley. La sanción y la inscripción del agresor en una legalidad favorecen las condiciones para una tarea terapéutica. Es decir, que el juez, como tercero representante e intérprete de los códigos de la sociedad, aplica la sanción para señalar lo prohibido –medidas protectivas-, lo permitido –régimen de visitas- y lo exigido –tratamientos- como posibilidad de reinserción en la vida social. Todo ello a partir de las manifestaciones no sólo del agresor, sino también de la víctima.

Es que la intervención del juez o tribunal se presenta como un intento de articulación entre el sistema de salud y justicia, y los anudamientos entre lo biológico, lo psicológico y lo social, en las palabras de cada una de las partes.

 

6. El lugar de las palabras del agresor

Sin embargo, la instancia judicial no es el lugar para la palabra del agresor, sino sólo el de sus manifestaciones. El agresor podrá exponer su palabra en una mayor medida en ocasión del diagnóstico ante los cuerpos auxiliares especializados de la justicia, previstos por los sistemas normativos. Las resultas de esta intervención facilitarán al juez una panorámica de la problemática familiar y efectuar las derivaciones a los tratamientos o a programas especializados que dichos cuerpos sugieran como adecuados para el caso.

La palabra del agresor debe ser escuchada en el ámbito de salud mental, esto es, cuando los mismos concurran a programas especializados o a tratamientos, y es labor de los profesionales del sistema de salud la organización en esta modalidad de asistencia. Una de las condiciones es la derivación de casos por orden judicial a  una institución que responde a programas, equipos de trabajo y normativas que siguen los lineamientos de las políticas públicas que emanan de la ley protectora en violencia familiar; todo programa especializado debe contar con un marco de legalidad institucional en el que inciden la obligatoriedad, los informes previos, la interdisciplina, la relación de asimetría de poderes en el proceso de victimización familiar, judicial o institucional.

En este ámbito, y como efecto del abordaje clínico,  la palabra del agresor suele presentarse en un relato descriptivo de quejas, reproches y acusaciones que tienden a rechazar o eludir  las cuestiones derivadas por la aplicación de las medidas protectivas.

Se destaca entonces que tanto las palabras como las acciones que éstos quisieran seguir, se encuentran atravesadas por la intervención de la ley que, en esta especialidad, obliga a considerar las cuestiones de la peligrosidad, urgencia y riesgo  y los cumplimientos de los perentorios plazos judiciales.

Ha quedado establecido en esta especialidad el uso de diagnósticos  enviados por los equipos interdisciplinarios como así también el uso de protocolos. En estos últimos podemos distinguir la necesidad de un entrenamiento en la escucha que priorice un relieve singular de las palabras referidas anteriormente  a  despejar la cuestión del riesgo. Es en función de ese relato -los informes del diagnóstico especializado y del protocolo- que se decide la respuesta  La respuesta esperada en la asistencia al agresor es aquella que pone en marcha la articulación de todos los recursos del profesional, del grupo familiar y de la institución. La respuesta lograda es aquella que se validará a posteriori y habiendo neutralizado los indicadores anteriormente citados. La respuesta supone una serie de maniobras, recursos y decisiones en los casos de peligrosidad, urgencia y riesgo que comprometen al profesional actuante, como así también de los criterios e indicaciones necesarias para el seguimiento post crisis y las medidas de prevención para evitar las reincidencias. Esta respuesta invita a replantear la cuestión tan discutida acerca de la disponibilidad del profesional para contestar la demanda del consultante de acuerdo con su formación teórica y el respaldo institucional y legal  que avale dicha decisión.

        Es en la derivación, sea esta por voluntad o coacción,  que se observan de manera notable los olvidos, desconocimientos o rechazos a brindar todos los datos necesarios para completar el protocolo de ingreso que tiene -entre otras condiciones- el cruce,  relación, actualidad y veracidad de los mismos.

         En las entrevistas de admisión presentan características comunes en el  tipo de relato como es la negación de la responsabilidad del autor de las conductas violentas que se presenta como víctima de las circunstancias, como sujeto pasivo, no involucrado o no comprometido por sus actos, aún reconociendo convivencia de muchos años. Suelen adjudicar a la víctima la responsabilidad o  la causa de los castigos o sacrificios, en confusa incomprensión de los derechos del prójimo, haciéndole sentir su desprecio por la desobediencia a sus conductas violentas y autoritarias  

 

         Merece un capítulo aparte toda la cuestión de la paternidad y el ejercicio del autoritarismo con relación a los hijos y las condiciones que imponen para el cumplimiento de sus deberes como progenitores.  

         Descalifican al sistema de salud  en función de la convocatoria de la justicia, por considerarse invadidos en su privacidad, limitados o cuestionados en sus funciones como padres y  traicionados en su buena fe. Transgreden  la ley que los sanciona o limita en su accionar, usando los  amparos o huecos jurídicos para eludir la responsabilidad que les cabe por el abuso de poder en las relaciones familiares.

         La permanencia en el programa especializado suele tener como límite la acreditación del mismo ante sede tribunalicia, a modo de cumplimentar con lo solicitado por el juez. El otro límite que motiva la mayor parte de las deserciones es por el reclamo insatisfecho motivado por la negativa al  levantamiento de las medidas protectivas, al desestimiento de la denuncia, al impedimento de contacto con sus hijos o el retorno al hogar. La característica destacable es la creencia que el servicio de salud tiene la facultad de modificar o anular lo dispuesto por el juez.

Lo precedentemente reseñado constituye algunos de los ítems que definen entonces una práctica asistencial basada en la respuesta que debe dar el  sistema de salud al de justicia, en los términos de cumplir con los plazos legales, pero con la indeclinable condición de brindar a las personas en conflicto con la ley protectora en violencia familiar el ámbito adecuado para que puedan concientizar, a través de la puesta en palabras, algo del orden de su responsabilidad subjetiva, ya que hay coincidencia con las ciencias sociales al abordar esta particularidad en las llamadas patologías de los lazos sociales como efecto del estado general de movilización de la subjetivad.

Un programa especializado tiene, a diferencia de los tratamientos, una especificidad por el cual debe crearse y desarrollarse en una institución pública y tiene como funciones la profundización, ampliación y promoción de los conocimientos, habilidades y aptitudes en la temática de la violencia masculina, a la vez de ser un servicio público gratuito, como modo de evitar el desequilibrio de poder que significa el dinero y la posibilidad o no de pagar el acceso al sistema de salud.

Estas actividades están comprendidas dentro de los objetivos generales de los programas especializados en violencia masculina, que indican –entre otras- la función del Estado garantizando los derechos de las personas a través de acciones colectivas e individuales de promoción, prevención y asistencia gratuitas, accesibles, equitativas, integrales y solidarias. Se trata, además, de la igualdad de derechos civiles, políticos, económicos, culturales y legales entre varones y mujeres, promoviendo la protección de las relaciones familiares, con expreso apoyo a políticas públicas con perspectiva de género, y cuya finalidad es la promoción de valores culturales que neutralicen, erradiquen y prevengan todas aquellas conductas relacionadas con el maltrato y el abuso de poder.

Lo relacionado con los objetivos específicos de dichos programas especializados debe surgir de la articulación de normativa de salud pública y  mental y de las correspondientes a igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres y de protección contra la violencia familiar, de donde deben destacarse los derechos a la rehabilitación y reinserción familiar, laboral y social, y la formación de equipos interdisciplinarios de acuerdo a incumbencias específicas.

 

Un programa especializado en violencia masculina responde, entonces, a una política pública, a un marco legal e institucional, a una metodología y un registro estadístico que lo diferencia de los tratamientos que, al no tener éstos el carácter de especialidad en esta temática, ponen de relieve la cuestión de la responsabilidad, la eficacia, el seguimiento  y la acreditación de la realización de los mismos.

En este orden de ideas, la medida protectiva es la respuesta que debe dar la jurisdicción a la víctima de la violencia familiar. El tratamiento psicoterapéutico o la inserción en un programa especializado es el derecho que tienen víctima y victimario a ser asistidos y recuperados, y corresponde brindarlo a las instituciones de salud. Una respuesta no inmediata desde el ámbito de la salud mental priva de eficacia a la solución judicial. Es que los ciclos de la violencia familiar se cortan no sólo mediante la intervención de la justicia, sino también -y fundamentalmente- a partir del trabajo psicoterapéutico. El apoyo inmediato de la decisión protectora mediante las instituciones de salud mental es lo que puede poner límite definitivamente a la violencia familiar. Sin embargo, queda como incertidumbre por los avatares propios de los sistemas público y privado de salud las posibles revictimizaciones de aquellas personas que no reciben atención inmediata en dicha área.

Esto adquiere fundamental importancia, porque una atención inmediata en el sistema de salud opera también como límite a las situaciones de violencia familiar. Es que el ámbito de salud mental es donde la “palabra del agresor” encuentra su lugar. Los profesionales del ámbito de salud mental –por vía de la intervención especializada- validan el actuar del juez y el efecto que ese actuar ha producido en el agresor. El profesional de la salud mental abre a aquel la posibilidad de dar nuevo sentido a la intervención judicial, esto es, que el agresor comprenda el imperativo ético-jurídico de no maltratar, que coincide con el interés de la ley, del juez y de la víctima. Y cabría aquí un paso ulterior: una sentencia judicial que declare al agresor autor de los hechos que se le atribuyen y lo castigue con la reparación del daño causado a la víctima como manera de autentificar la ley que represente lo que es útil para la sociedad, en este caso, la no tolerancia a la violencia en la familia.

Es que, los actos violentos en el ámbito de las organizaciones familiares no son actos simples, inocentes y sin sentido. Por el contrario, tienen intención, dirección y sentido, por lo que no deben ser considerados  actos sin consecuencia, razón por la cual el sujeto agresor puede -y debe- hacerse responsable de ellos. El agresor que tome la palabra se hará responsable o no por el acto cometido y llevará al juez a implementar –además de las medidas de protección-, a instar u obligar al agresor a concurrir a tratamientos de rehabilitación.

Instar a tratamiento significa urgir o insistir a las partes a que lo efectúen, mientras que imponer se dirige a gravar u obligar a que el mismo sea realizado. En el primer caso, no hay sanción ante el incumplimiento de la disposición judicial y el mismo será cumplido en función del compromiso que las partes puedan tener frente a la causa y/o sus operadores. En el segundo existe una obligación, un “estar ligado” a la orden judicial, ante cuyo incumplimiento puede resultar el cumplimiento compulsivo o la aplicación de una sanción.

De aquí puede inferirse que la imposición de tratamiento especializado subraya la importancia que el mismo tiene para la superación de la violencia en la familia. Acentúa esta concepción la potestad sancionatoria del juez al obligado remiso, con las mismas penalidades que se prevén en los casos de reiteración de los episodios violentos o incumplimiento de las medidas protectoras: apercibimiento, multa, trabajo comunitario o comunicación de los hechos de violencia al empleador o a la asociación profesional o sindical a la que pertenezca el denunciado.

De las dos opciones  -obligar o instar- la segunda es el camino alternativo, a la vez que posibilita al juzgado y a la parte transitar un proceso que no esté bajo amenaza. Los tratamientos, en cualquiera de sus formas (terapéuticos, rehabilitación, autoayuda, psico educativos), no están inspirados en la amenaza o en la coacción, sino en acuerdos. En este aspecto, dichos acuerdos deben celebrarse entre el agresor frente al juez y frente al responsable de incluirlo en el programa de recuperación. De este modo se podrá abordar a través de la palabra la problemática que afecta al agresor y a todo su grupo familiar. El proceso es de comprensión y/o reflexión de sus actos y no un castigo. Es hacerse responsable, lo que significa la obligación de reparar y satisfacer por uno mismo la pérdida causada, el mal inferido o el daño originado.

 

7. Conclusiones 

El carácter penal y civil de la violencia familiar lleva a concluir que resultan aplicables a su ámbito ambas responsabilidades. Los sistemas penales y los que aúnan remedios civiles y penales no presentan problema alguno en tal aplicación.

En los casos en los que intervenga solamente un juez civil, las situaciones de violencia familiar no merecen quedar exceptuadas de los principios generales de la apreciación de los delitos. Esto no significa que el juez de familia tenga a su cargo sancionar penalmente al agresor, ya que ello iría en desmedro de principios constitucionales, pero no puede apreciar la conducta actuada en violencia familiar como una mera cuestión de derecho de familia, sino abordarla en su especificidad que, en el caso, importa tratar civilmente hechos violatorios de Derechos Humanos.

En los trámites judiciales de violencia familiar las medidas restrictivas que puedan dictarse en contra de los agresores son vivenciadas por éstos como verdaderas sanciones, como si la culpa, la responsabilidad y el castigo, estuviesen siendo determinadas en la resolución judicial. En este punto, el propio ordenamiento jurídico en materia de violencia familiar determina con especificidad las medidas a tomar, de carácter coercitivo –sanción- , toda vez que conmina a los individuos a una conducta determinada –no maltratar- mediante la amenaza de que un órgano del Estado los privará de determinados bienes –exclusión del hogar, prohibición de reingreso y acercamiento, etc.-.

Si la sanción penal castiga con la privación de la libertad, podemos pensar que para este sujeto agresor, desde el ámbito civil, la exclusión del hogar, la prohibición de reingreso al mismo o el impedimento de contacto con sus seres queridos, es una limitación en su subjetividad y la respuesta es similar al del castigado en sede penal: se lo priva de lo que tiene y/o de lo que desea.  En el ámbito penal y en el civil hay marca de la ley y produce efectos.

         En breve, la redefinición del concepto de lo ilícito en materia de violencia familiar, enfatizando la responsabilidad del agresor, la puesta en palabra de sus conductas y la reparación del daño causado a la víctima y a la sociedad, tendrá para el infractor la función de inscribirlo en un ordenamiento legal para que pueda otorgarle significación a sus actos.

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