MORAL Y DERECHOS HUMANOS

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Hebert Gatto

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El territorio de los derechos humanos aparece, al decir de Gramsci, como fuertemente atrincherado. Un ámbito en el cual la intrusión de la política, aún la de inspiración democrática, se encuentra severamente limitada por un conjunto de vallas inviolables destinadas a la preservación de tales derechos. De forma tal que en su actual etapa de evolución, la moral se tranforma en una moral de derechos.

En un artículo anterior ("Moral y Política", relaciones 146), esbozamos un análisis de las relaciones entre estos dos ámbitos de la práctica humana. En ese empeño y al procurar encontrar fundamentos a la moralidad correspondiente a las actuales sociedades desarrolladas de Occidente, surgió, para ser posteriormente tratado, el tema de los derechos humanos. Un encuentro imposible de evitar, por lo menos desde una óptica liberal, si se pretende analizar la naturaleza última de la moral. Tales derechos aparecen, al decir de Gramsci, como un territorio fuertemente atrincherado, en el cual la intrusión de la política, aún de la política democrática, se encuentra limitada por un conjunto de vallas destinadas a tutelarlos. De forma que la moral se transforma, en su actual etapa de evolución, en una moral de derechos, vertebrada y fundamentada alrededor de ellos. Un modo de concebirla acotemos, absolutamente diferente a la forma en que tradicionalmente se la pensaba, ya fuere porque se la subsumía en dios o en el deber, ya fuere porque se la negaba o rebajaba, en la duda del escéptico o en el individualismo particularista de la intuición infundada.

¿ bien en qué se basan estos derechos, cuál es la naturaleza de estos principios tan fuertes que se imponen a cualquier lógica política que intente conculcarlos Incluso a la más razonable, potente y justificada de ellas, como es la emanada de la soberanía popular? Tan poderosos recalquemos, que si se asume una postura iusnaturalista llevaría a desconocer la calidad de derecho a las normas jurídicas que pretendieran invalidarlos (Alexy, 1994, Dworkin, 1989) o, versión más débil, a negarse legítimamente a obedecerlas, aún para aquellos que sustentan concepciones cercanas al positivismo jurídico (Laporta, 1993).

 

LA JUSTIFICACION DE LA MORAL

Ingresamos de este modo por la vía del análisis de los derechos humanos, en la fundamentación última de la moral, puesto que como veremos, ambos temas resultan conceptualmente inseparables. Se trata de un área de confluencia disciplinaria que luego de la crisis de la filosofía analítica que negaba la validez de este intento, ha constituido la preocupación central de la ética y la filosofía política contemporánea. Paralelamente enfrentamos aquí, complejizando la multidimensionalidad del análisis, los límites últimos, el "non plus ultra" de la política democrática. Como si el tema nos guiara a un cruce de caminos, a un nudo conceptual, donde se intersectan moral y política, teniendo como punto de arranque los derechos fundamentales del hombre.

 

DESBROZANDO EL CAMINO

Sin embargo antes de bordear esta relación, cabe plantearse una dificultad previa. ¿ derechos humanos, son verdaderamente derechos pertenecientes al campo de la moral y su justificación puede confundirse con la fundamentación de ésta? Y en caso afirmativo ¿ómo puede ser que el fundamento, constituya parte de lo fundamentado?

Los derechos humanos tal como su denominación lo expresa, otorgan potestades, es decir confieren fuertes facultades a sus titulares. Reconocen derechos a la vida, a la libertad, al desarrollo personal, etc. Por su parte, si bien la moral valora, y como consecuencia en los hechos prescribe sus enunciados desde el punto de vista lógico, o bien son juicios de deber o deónticos o bien, como pensamos, juicios de valor o axiológicos. Por más que se discute si ambos juicios son reductibles entre sí -Kuschera (1982) sostiene su convertibilidad recíproca- igualmente se plantea el interrogante de cómo normas que confieren derechos, como es el caso de las que instituyen los derechos humanos, pueden integrar el campo de la moral, constituido por reglas que como dijimos, o bien valoran o bien obligan, pero en ningún caso atribuyen o confieren facultades.

Tener "derecho", (potestad universal para el libre ejercicio de los derechos humanos y condiciones para ello), parece exceder los enunciados de valor o de deber (Muguerza, 1989). Un juicio sobre la corrección de algo (un hombre, un hecho o una conducta) o eventalmente un mandato o el total de ellos, no parecen tener aptitud formal para ser soporte de por ejemplo, el derecho a la vida o a la libertad de conciencia. Con lo que llegaríamos a que ninguna de ambas conceptuaciones posibles de los juicios morales y por consiguiente de la moral como un todo, puede, por razones de lógica y de sintaxis, es decir en virtud de la estructura misma del discurso moral, comprender a principios que otorgan derechos. Motivo por la que los mismos o se fundamentarían, como en algunas versiones del derecho natural, en determinadas características antropológicas del ser humano o quedan fuera del campo de la moral, confiriendo facultades meramente fácticas, sin sustento en la teoría ética. Una grave dificultad para todas las teorizaciones que, como las que veremos, procuran fundar la moral en diferentes variantes de la teoría del discurso.

Es cierto que podría ensayarse una respuesta apuntando que los derechos humanos se virtualizan en normas que obligan a su respeto, las que sí se atendrían a la estructura obligacional de las normas morales, por lo menos para una de sus dos concepciones posibles. Pero ello además de su parcialidad, no atendería a los derechos en cuanto tales, sino a la forma en que los mismos se exteriorizan. Con lo que se trataría en el mejor de los casos, de un reconocimiento oblicuo y por consiguiente poco satisfactorio. Sin embargo, como también indica Laporta (1989), existen estados o principios que la moral exige que se den. Tales estados o "bienes morales primarios" son fundamentales en el "sentido de que forman parte de las presuposiciones implícitas en todo lenguaje moral y en toda conducta que pueda ser calificada de moral" (Laporta 1989). Y ello en el sentido que, a cierta altura del desarrollo ético de la humanidad, no podemos atribuir responsabilidad o mérito a una conducta que desconozca la autonomía, la inviolabilidad o la dignidad del hombre. Ni por consiguiente podemos conferir rango de moral a cualquier conjunto de normas, aún cuando sean socialmente aceptadas, que omita respetarlas.

Tales "bienes morales primarios", en los que los derechos humanos encuentran su razón de existencia, en tanto existen para tutelarlos, los volveremos a encontrar como presupuestos de la ética comunicativa. Se trata de principios valiosos "per se", supuestos universales o trascendentales de la propia estructura del discurso moral. Una aclaración que al remitir los derechos humanos al ámbito ético, nos vuelve de plano al problema de fundamentación de éste, a su vez que nos muestra el camino para esta pesquisa. En una cadena investigativa y lógica que a partir de los principios en que los derechos humanos descansan, como condición presupuesta de toda argumentación racional discursiva, fundamenta la moral y desde ella el derecho.

 

CARACTERISTICAS DE LAS NORMAS MORALES

Habíamos dicho anteriormente que los juicios morales se diferenciaban de las normas jurídicas en la medida que a la evaluación-prescripción típica de la moral le subyace una razón justificatoria. Las máximas de la moralidad no extraen su autoimposición, su capacidad de autoexigir una conducta, de ningún argumento de autoridad; ni siquiera, como se ha pretendido en el caso del derecho, de la naturaleza de la propia norma, o del mantenimiento del orden social en que ella se inscribe, sino únicamente de los argumentos que las fundamentan. A la moral inevitablemente le subyace la demanda de razón, el motivo justificatorio de sus prescripciones y valoraciones. Una exigencia, que como recuerda el Libro de Job, aunque reprimida, estaba incluso presente en éticas heteroimpuestas como las religiosas, y que en definitiva conduce inevitablemente a la pregunta de las preguntas en materia ética: ¿é -en base a que razones- he de ser moral?

Cabría sostenerse que la respuesta concluye en pocas palabras: "porque así lo exige el ejercicio de la propia razón que distingue y es consustancial al ser humano". Un apotegma viejo, tan viejo que remite al derecho natural o a la ética aristotélica, pero que ha encontrado en la moderna filosofía moral distintos y más profundos modos de ampliación y fundamentación. Pero que en cualquier caso se apoya en un fenómeno indubitable: sin la capacidad de razonar no existe capacidad de evaluación, ni por consiguiente moral pensable.

Debe aclararse sin embargo, que esta exigencia de anclar la moral en la razón como cimiento último de ella, no remite a la razón teórica, la que apela a la referencia objetiva, a la conformidad entre el enunciado y la realidad, sino, a la razón práctica, la referida al obrar humano. Pero puesto que la filosofía de la práctica no cuenta con el recurso a la objetividad externa, a la conformidad entre la proposición y su referencia externa, aparece la necesidad de salvar la vieja objeción de Moore a la falacia naturalista, la que pretende fundar el deber ser en el ser, y que en este caso se concretaría en la pregunta de ¿porqué he de ser razonable? A esta dificultad lógica de cómo un hecho puede fundar un deber moral, se suma la que radica en el objeto o la cualidad elegida para esa fundamentación.

¿ qué la razón y no el amor, como en la ética cristiana? ¿ qué, aun admitiendo que mi naturaleza es la de un ser de razón, he de plegarme a sus dictados? ¿ qué, por otra parte, no he de basar mi moral en mis sentimientos más auténticos, en los "hábitos del corazón", en la compasión hacia los que sufren, o en la tradición de mi comunidad? Una objeción sobre dos aspectos de las éticas que encuentran en la razón su más lejano fundamento, objeción a la que de manera directa, como es el caso de Apel y Habermas, o indirecta como ejemplifica Rawls, han procurado responder los intentos contemporáneos de matriz liberal de justificación de la moral. Por más que se trate de un ámbito de fuertes controversias, como lo demuestra el auge de las éticas comunitaristas y la subsistencia de éticas de raíz hegeliana, la marxista entre otras.

 

EL PRINCIPIO DISCURSIVO

El discurso moral, especialmente en las éticas deontológicas o de deberes de base kantiana -por principio privadas de la remisión a cualquier esfera de validación ajena a sí mismo- opera sobre la base del asentimiento responsable, como elemento de justificación de sus conclusiones, de todos los que en él participan. Está fundado en la conformidad intersubjetiva, en la aceptación libre, por parte de los individuos, de determinadas máximas valorativas que les atañen a ellos y a todos quienes, aún sin participar expresamente en el debate para establecerlas, les presten conformidad. En ese sentido la moral crítica, tal como Kant la ha descripto, exige que cada uno sea el autor de sus máximas, de allí que en esa materia todos seamos autolegisladores. Como se sabe éste es el principio cardinal de autonomía de la moral, que refiere la ética a la interioridad de cada hombre. De allí que -y esta noción constituye la clave última de la modernidad- yo sólo puedo obligarme moralmente a aquello que libremente acepte, por más que de acuerdo a Kant, no pueda consentir un principio caprichoso, sino solamente aquellas máximas que puedan operar como ley universal. Un rasgo que distingue radicalmente a la moral de otras instituciones sociales, como pueden ser las reglas de la cortesía, las diversas reglas prudenciales o el derecho (Nino, 1989,).

La consecuencia de este principio, es que cuando la conducta y la moral que la prescribe y evalúa abandonan el ámbito privado, para situarse en la vida social, el único modo de concertar acciones colectivas o individuales con efectos sobre otros, radica en la conformidad de los implicados. La moral se justifica discursivamente porque el discurso es el instrumento más idóneo para hacer confluir conductas cuyas máximas o normas fueron individualmente consentidas. Este consenso no es más que la traslación operativa del principio de la autonomía moral y de la universalizabilidad de las máximas (en tanto se piensa en un discurso ideal del que a nadie se excluye), al ámbito de lo social.

Constituye la traducción del imperativo categórico kantiano de carácter monológico, fincado en la interioridad de cada uno, al campo del discurso intersubjetivo, para transformarlo en el imperativo del diálogo. Una operación de resonancias roussonianas que intersubjetiviza la moral y la transforma en dialogal, y que sugiere que la gente determine su conducta sólo por la adopción de los principios morales que, luego de suficiente reflexión y deliberación, juzgue válidos. Con lo cual, en un primer paso, radicamos la moral en el ámbito de los consensos fácticos o contractuales (Muguerza, 1989). Sin que por ello, como es obvio, se abandone el campo de la autonomía, en la medida que cada participante deberá de últimas, luego del examen intersubjetivo, optar por las máximas que su conciencia le dicte.

 

UN DISCURSO PROCESALMENTE CALIFICADO

Si el único contenido de la conversión de la ética kantiana en una ética discursiva fuera pasar del monólogo al diálogo, la consecuencia sería que moral sería todo aquello que surja como producto de un acuerdo libremente obtenido, fueren cuales fueren, los intereses en juego y los propios contenidos del acuerdo a que se arribe. Una visión que desafía nuestras intuiciones más arraigadas respecto a qué es moral. Se trata de una posición de raíz ultraliberal que goza de cierto predicamento en el actual pensamiento ético (Gauthier, 1994), pero que sin embargo no logra superar, o no lo hace sin dificultades, la objeción de que se trata de la aplicación a la moral de una mera racionalidad estratégica, donde los acuerdos ad hoc -como es el caso típico de la banda de ladrones que se conciertan para robar- pese a ser consensuales pueden resultar, en los hechos, profundamente inmorales.

A este reparo se ha respondido que tales acuerdos deben alcanzar a todos los directamente afectados por la acción concertada, con lo que en este caso requerirían la conformidad -difícilmente obtenible- de los despojados por los ladrones éticos. Con lo que la misma universalidad del consenso alejaría la posibilidad de que se sancionaran intereses particularizados. Pero en realidad la objeción apunta a la posibilidad que el acuerdo, en tanto constituya la única condición para fundamentar la moral, se obtenga mediante procedimientos manipulatorios, a través del diferente poder social, económico y cultural a disposición de los participantes en el discurso. Con lo que, de aceptarse esta justificación meramente fáctica de la moral, daríamos razón al politeísmo valorativo de que hablaba Weber, según el cual, las sociedades modernas pueden racionalizar sus medios (lo que harían mediante estos acuerdos), pero no justificar sus fines últimos.

Si en aras de fundar la moral en anclajes más firmes, se abandona el mero consenso como razón necesaria, pero también suficiente, se vuelve a la exigencia de una razón ética que trascienda la razón estratégica, es decir a aquella centrada en los medios más aptos para fines que, en cuanto tales, escapan de toda valoración. El problema radica entonces en cómo superar el consenso fáctico, qué plus agregarle, para que manteniendo lo válido de él, como son: el diálogo, la intersubjetividad y la inmanencia, poder trascender en el diálogo moral, su carácter de mediador de intereses puramente individuales. Es decir para que deje de ser un contrato, donde se convierten intereses privados en principios públicos, para transformarse en un procedimiento que apele a variables que trasciendan las conveniencias coyunturales de los dialogantes. O como dice Habermas, que permita universalizar intereses. Pero todo ello a su vez sin caer en ningún fundamentalismo. O en otras palabras ¿ómo es posible pasar del mero consenso al CONSENSO RACIONAL, sin que el calificativo encierre una oculta remisión a pricipios extradiscursivos? Principios que pueden ir de Dios a la Historia.

En ese sentido se ha observado que para satisfacer tales condiciones, las reglas que presiden el examen y los resultados obtenidos, es decir las normas que serán tenidas por morales, deben reunir determinadas características mínimas. Ser públicas, o sea por todos conocidas; generales, sin exclusión de casos particulares a no ser que los propios principios lo permitan; universalizables, en el sentido que cualquier potencial participante en el discurso deba poder, en base al mismo, justificar sus acciones; y finales, ninguna razón, de ningún otro orden normativo, puede prevalecer sobre ellas. Con estas restricciones el acuerdo supera las conveniencias fácticas de los participantes, porque los obliga a elegir normas fundadas en argumentos, que reuniendo los rasgos formales enunciados resulten aceptables para todos. Con lo que, las propias características estructurales del discurso moral alejarían la posibilidad de consensos basados en intereses cotingentes.

Asumiendo no obstante, que los resultados de este consenso no siempre son fácilmente imaginables ni inequívocos, se han diseñado mecanismos teóricos sustitutivos o complementarios, dirigidos a obtener o a ratificar, los resultados meramente consensuales. Se propone para ello a un observador ideal, que dotado de todos los conocimientos, investido de absoluta imparcialidad, y capaz de la mayor racionalidad realice la elección en nombre del colectivo.

Un procedimiento concebido originariamente por Hume y por Smith, que lleva a que un acto o institución deba calificarse de moralmente correcta o incorrecto, según si un árbitro imaginario de estas características lo aprueba o desaprueba. Otra versión es la del "punto de vista moral" de Frankena (Nino, 1989), un posicionamiento absolutamente imparcial desde el que se emiten por varios "testeadores" juicios que reúnen las características arriba enunciadas y que servirían de prueba, en una suerte de consenso de jueces especialmente calificados, para verificar la corrección de los enunciados morales. Parecidos supuestos, pese a su mayor refinamiento conceptual utiliza la simulación procedimental de Rawls, basada en la elección hipotética del modelo social entre sujetos que desconocen por definición, sus intereses individuales. Y los ignoran en la medida en que esos intereses se encuentran ocultos por el velo de ignorancia de la posición inicial (no saben si son hombres o mujeres, ni qué rango social ocupan, ni qué calificaciones portan, ni con qué medios cuentan, pero deben elegir los principios que regularán su convivencia), lo que cancela el eventual egoísmo de los participantes. Con lo que se termina mediante este artificio del velo, por asimilarlos a árbitros imparciales. Como bien dice Nino (1989), lo que hay de común a estos intentos es la idea de la perspectiva imparcial o desinteresada de los participantes en el discurso moral como característica fundante de la moral. Una construcción en muchos aspectos similar al sujeto nouménico kantiano. De allí que el mismo autor pueda caracterizar el juicio moral, como aquel que predica "de la acción x, que ella es requerida en ciertas circunstancias definidas por propiedades fácticas de índole genérica, por un principio público que sería aceptado como justificación última y universal de acciones por cualquier persona que fuera plenamente racional, absolutamente imparcial y que conociera todos los hechos relevantes".

A su vez este discurso moral implica, como vimos, que sus participantes, para quedar obligados deben asentir libremente a sus conclusiones. Con lo que esta aceptación de producirse presupone en ellos los principios de autonomía para adoptar sus propios planes de vida, y por consiguiente, para consentir en las normas sujetas a debate, inviolabilidad personal, con lo que nadie prestaría, en principio, conformidad a una norma que lo dañara aun cuando aumentara la autonomía de algunos, y dignidad para que su decisión final fuera aceptada como proveniente de un ser dotado de derechos irrebasables. Con la consecuencia que los principios que mencionábamos como origen de los derechos humanos encontrarían su lugar, como fundamentos del discurso moral (Nino, 1989).

 

LA DIMENSION PRAGMATICA

Cabría sin embargo objetar que los modelos precedentes, con la posible excepción del de Rawls, se mueven en un plano exclusivamente formal, sin abandonar el nivel sintáctico-semántico desde el cual determinan los aspectos relevantes de los enunciados morales. O cuando, superando lo formal apelan a determinadas características del emisor del enunciado moral, como es el caso de la apelación a los árbitros, y le imponen condiciones ad-hoc que no se encuentran racionalmente fundadas. La moral hallaría su justificación en determinadas características de los propios enunciados morales y/o de sus emisores, o de los derechos de que los mismos son portadores que surgen como irrebasables, pero que a su vez aparecen descontextualizadas. Cualquiera que pretendiera fundar una posición moral debería hacer uso de argumentos que reunieran las enunciadas características formales, en tanto procurara encontrar consenso racionalmente fundado entre sus congéneres. Si así no fuere debería aislarse de la sociedad y prohibirse el discurso, única forma de alejarse del campo de la moral.

A este modo de fundamentar la moral se le ha observado que ignora a los sujetos morales empíricos y a las situaciones del mundo de la vida en que la moral realmente opera. A su vez y con más fuerza, se le objeta que aun un enunciado que reúna las características formales arriba enunciadas, seguiría admitiendo la pregunta ¿ qué su contenido ha de ser moralmente aceptable? O ¿áles son las razones últimas e irrebasables para que esas normas consensuadas adquieran el carácter de reglas morales? Tal como si el camino, pese a su plausibilidad, aún no estuviera absolutamente concluido.

De allí que complementándolo haya ganado adeptos otro enfoque más abarcativo, explorado por Apel y Habermas (1985; 1981, 1985): el de la pragmática formal, que parece otorgar mayores rendimientos, en tanto escapa, sin desconocerlo, al límite estrictamente formal discursivo de las anteriores posiciones. De lo que se trata con la apelación a la dimensión pragmática es de buscar en los hechos y no sólo en el plano lógico-lingüístico las condiciones de posibilidad de todo discurso, presupuestos sin los cuales la acción lingüística argumentativa devendría imposible. De tal modo que quien pretendiera desconocerlos, tendría que argumentar en su contra, lo que le resultaría imposible sin caer en la contradicción performativa: aquella en que incurre quien argumenta contra la posibilidad de argumentar o que, puesto que renuncia a convencer, desconoce en los destinatarios de su discurso, la calidad de interlocutores para transformarlos en sujetos pasivos de sus órdenes.

Se trata de un enfoque que supera el formalismo al adentrarse en las relaciones entre los actos lingüísticos y sus realizadores. Planteándose qué atributos deben revestir y qué deben hacer y suponer en los hechos, quienes dialogan racionalmente.

De tal manera que el acento se desplaza desde el discurso como tal, a la pregunta sobre qué cosa se hace al participar en el discurso moral. Un camino que tiene la enorme virtud de reintroducir al sujeto y su problemática en el tema, sin por ello abandonar el plano lingüístico, ni caer en la filosofía de la conciencia.

Si traladamos estos desarrollos, válidos para el discurso teórico y práctico, para detenernos únicamente en este último.

 

EL DISCURSO PRACTICO

En este caso hallaremos ciertas reglas, que incorporan la dimensión pragmática que Habermas ha tomado de Alexy, a saber: 1) exigencias de consistencia del discurso en el nivel lógico-semántico; 2) presupuestos pragmáticos derivados de la naturaleza misma de la argumentación como búsqueda cooperativa de la verdad y de reconocimiento recíproco entre los participantes; 3) reglas que presuponen -como ideal regulativo y que operan como elemento último de contrastación contrafáctica- una situación ideal de comunicación, aquella que habilite en condiciones de total conocimiento y absoluta libertad e igualdad, un consenso racionalmente perfecto.

Como fundamentales dentro de estas últimas destaca Habermas las siguientes: a) Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción tiene derecho a participar en discursos. b) Cualquiera puede cuestionar cualquier afirmación; cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación; cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades. c) A nadie puede impedirse hacer valer los derechos reconocidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso. A su vez Apel sintetiza los niveles 2 y 3, en una regla que fundamenta la ética de la argumentación y que reza así: "Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser reconocidos como personas, puesto que en todas sus acciones y expresiones son interlocutores virtuales, y la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión".

De ese modo nuevamente reaparece con la ética discursiva la regla del consenso en que se fundamentaban las teorías anteriormente señaladas, sólo que ahora se trata de un consenso procesalmente calificado, mediado por la razón, sujeto a la simetría situacional de sus participantes y contrastado como principio regulativo y de contrastación contrafáctica, por la situación idel del habla. Todo lo que ha permitido afirmar a Habermas que "Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico." Discurso práctico -es importante recalcarlo- que siempre que sea posible debe realizarse en los hechos, para procurar, con procedimientos que se acerquen lo más posible a la situación ideal del habla, la fundamentación de los enunciados morales a través de un consenso, regulado por reglas procesales trascendentales (Apel), o universales, (Habermas) de la prágmatica. Un consenso que más que sobre la norma en sí, se finca en su aceptabilidad hipotética, en condiciones de imparcialidad, racionalidad y conocimiento, por todos los que puedan eventualmente estar afectados por ella.

Pero se trata además, de allí la importancia del "giro pragmático", de un discurso del que, a diferencia del mero análisis formal o del puramente semántico, resulta posible derivar coherentemente los derechos humanos como derechos morales (Honneth, 1991). Y ello en tanto la ética discursiva exige, porque ese es el presupuesto ya adelantado en todo proceso de argumentación racional, el reconocimiento como persona de todos los que poseen o podrían poseer competencia comunicativa. Es decir de todos los seres humanos. Con lo cual éstos, por su derecho, real o virtual a partipar en los procesos argumentativos, en cuyo telos como vimos, está inscripto el consenso, están necesariamente investidos de los presupuestos de autonomía, inviolabilidad y dignidad que hacen posible la deliberación ética. Lo que implica -insistimos- que todo virtual participante en un discurso práctico, tiene que ser reconocido como persona, y por lo tanto se le deben atribuir derechos implícitos en el proceso de producción de tales discursos. Estos "derechos pragmáticos", como los llama (1993), están más allá de todo cuestionamiento racional, en tanto quienquiera que argumente ya los ha reconocido. O lo que es lo mismo: cualquiera que los desconozca no lo puede hacer argumentando, porque en ese caso los estaría implícitamente reconociendo, con lo que se coloca de persistir en esa negación, fuera de la capacidad de dialogar y argumentar. O lo que es lo mismo cae en lo que se denomina la contradicción performativa.

Desde esta conceptuación se ha señalado que el diálogo argumentativo en condiciones de simetría, es decir aquel que elimine los resquicios de poder para atender unicamente a la fuerza de la razón, requiere como mínimo: el derecho a la vida para participar en la argumentación o ser tenido en cuenta en ella; la libertad de cada uno para que predomine el mejor argumento; la integridad física, psíquica y moral, el reconocimiento igualitario de todos los participantes; el derecho y la exigencia de que los principios o normas se planteen y defiendan argumentativamente; el derecho a la incidencia en las decisiones (aspecto consensual)

Todo lo cual supone libertad de conciencia, libertad religiosa y de opinión, libertad de asociación, así como, para respetar las bases fácticas de la simetría en el diálogo, el derecho a unas condiciones materiales y culturales que permitan intervenir y decidir en pie de igualdad (Cortina, 1990). Se descubre de este modo a los derechos humanos como notas o características posibilitadoras del consenso racional, implícito en la pragmática0 de la comunicación y en su objetivo último de la situación ideal del habla como principio regulativo contrafáctico. Con ello, y desde el punto de vista procedimental, tales derechos son condiciones de posibilidad de toda moral coherente, digna de ser llamada tal (Muguerza, 1989).

A su vez sin esa moral fundante y límite infranqueable de cualquier sistema político, éstos y los sistemas jurídicos que los estructuran no adquieren legitimidad. Política y moral reconocen a los derechos humanos, en tanto presupuestos de la argumentación racional plenamente ejercida, como su último fundamento lógico y pragmático. Unos derechos que si desde el ángulo de su contenido son plenamente morales, sus principios sustentantes son previos y externos a la moral, pues fundamentan sus propias condiciones de posibilidad. Por allí asoma la dimensión valorativa implícita en los supuestos fundamentadores de la ética comunicativa, que descansa en el valor de la razón y de los atributos humanos y sociales necesarios para ejercerla dialógicamente en el ámbio pragmático. Por más que se trate de valores que se hallan necesariamente presupuestos, o que son una dimensión inescindible de las situaciones o condiciones fácticas sin las cuales el diálogo argumentativo que fundamenta el discurso ético deviene imposible. Con lo que se supera la objeción de la falacia naturalista: el deber ser no se fundamenta en el ser, sino en las condiciones lógicas y fácticas que hacen posible su enunciación como discurso moral.

 

MORAL DISCURSIVA Y REALIDAD

No obstante, aún si se logra fundamentar la ética, no con ello se resuelve su traslado al campo de la interacción social y especialmente al ámbito de la política. ¿ómo se puede garantizar en los hechos el cumplimiento de la norma básica de la ética discursiva, es decir, la exigencia de que la validez de las normas concretas se fudamente mediante un consenso que contemple los intereses de todos los afectados? Según Apel, "aquí comienza el problema de la realización (política) de aquella comunidad ideal de comunicación que los hombres tienen que presuponer contrafácticamente en todo argumento" (Apel, 1986). Porque es cierto, como ha señalado Pereira (1987), que el método pragmático-trascendental no genera normas de ética política que cuentan con mayor fuerza vinculante que las establecidas mediante la razón instrumental, ni ofrece instrumentos específicos para producir consenso. De allí que haya podido decirse, que la afirmación de Apel de que la democracia "tiene su fundamento ético-normativo en la ética de la comunidad ideal de comunicación", exhibe la indeterminación del término fundamentación, "pues si este remite a las condiciones reales de posibilidad, la anticipación contrafáctica de esta comunidad juega menos que la cooperación estratégica de las fuerzas sociales con pretensiones conflictivas de validez" (Pereira, op. cit.).

Es defendible, no obstante, que esta crítica extensible a todos aquellos que acusan de idealismo impracticable a la ética de la comunicación, o de sostener posiciones eurocentristas, o faltas de radicalidad (Rebellatto, 1995), no asumen la potencialidad de la moral crítica para corroer la moral positiva y desde allí transformarse en disolvente de las gruesas asimetrías (moralmente indefendibles) de los sistemas políticos vigentes. Probablemente porque, desde éticas sustancialistas antiliberales, recaen en la vieja contraposición entre reforma y revolución, apostando a la segunda como única alternativa apta para modificar las estructuras sociales de dominación.

Un camino que sin embargo, evaluado a la luz de lo sucedido en la última mitad de este siglo, aparece cerrado en aquellas sociedades donde impera en los hechos, pese a todas sus imperfecciones, la democracia liberal. Pero que además, a partir de su perfeccionismo ético no se plantea, para tales condiciones de democracia, la moralidad de una revolución que es reclamada, sin contar con el consentimiento de sus eventuales beneficiarios. En una clara violación del principio de autonomía y de los derechos que en este principio se fundan.

Esto no impide, sino más bien exige en todos los regímenes políticos, pero también en las democracias, la creación y el mantenimiento permanente de una moral contestaria y abierta, capaz de presionar permanentemente desde el mundo de la vida, contra la osificación de las formas jurídico políticas y el consiguiente conformismo social. Una moral liberal que no olvide la solidaridad, porque como dice el propio Habermas "la justicia concebida deontológicamente exige, como su otra cara, la solidaridad" (Wren, 1990). Las normas morales no pueden proteger la igualdad de derechos y libertades de los individuos sin el bien del prójimo y la comunidad, lo que sólo es alcanzable mediante la solidaridad. Por su parte la aplicación de las normas morales dialógicamente fundadas -lo que es diferente a su fundamentación- requiere siempre de su adaptación a las condiciones, sentimientos y tradiciones de la comunidad donde se apliquen. De donde se infiere que, siguiendo la idea habermasiana, el lema revolucionario debe traducirse ahora por el de "libertad, justicia y solidaridad" (Rubio Carracedo, 1996).

Concluimos así, luego de este largo excurso, reafirmando que las relaciones entre moral y política se manifiestan en una compleja dialéctica de influencias, donde si por una parte no se confunden, ni es bueno que lo hagan, en tanto se pretenda mantener las conquistas institucionales de la modernidad, por otro se requieren como las dos caras de una moneda y admiten, en el caso de la democracia, una misma fundamentación última anclada en los derechos humanos. Algo que no es de extrañar en tanto se ha definido a este régimen político como un sucedáneo del diálogo moral (Nino, 1989). Una visión que resulta considerablemente más sencilla de defender si partimos de la necesaria diferenciación, en los hechos olvidada, entre: a) moral social o positiva, un concepto de naturaleza sociológica, y b) moral de seres autónomos o moral crítica, un concepto de naturaleza ética.

 

REFERENCIAS

Apel, K.; Tranformaciones de la Filosofía, Madrid 1985.
Estudios Eticos, Barcelona, 1986.
Alexy, R.; El Concepto y la validez del derecho, Barcelona, 1994.
Dworkin, R.; Los Derechos en serio, Barcelona 1993.
Habermas, J.; La reconstrucción del materialismo histórico, Madrid, 1981; Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, 1985.
Honneth, A.; La ética discursiva y su concepto implícito de justicia, en K.O. Apel y otros, Etica comunicativa y democracia, Barcelona 1991.
Laporta, F.; Entre el Derecho y la Moral, México, 1993 Sobre la Fundamentación de Enunciados de Derechos Humanos, en J. Muguerza y otros, Los Fundamentos de los Derechos Humanos, Madrid, 1989.
Kushera, F.; Fundamentos de ética, Madrid, 1989.
Muguerza y otros; Los Fundamentos de los Derechos Humanos; art..J..Muguerza La alternativa del disenso, Madrid, 1989.
Cortina, A.; Etica sin Moral, Madrid, 1990 Etica aplicada y Democracia radical, Madrid, 1993.
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Habermas, J.; La Reconstrucción del aterialismo Histórico, Madrid, 1981; Conciencia Moral y acción comunicativa, Barcelona, 1985.
Pereira, C.; Límites de la Razón Etica, en Dianoia, México, 1987.
Rebellato, J.; La Encrucijada de la ética, Montevideo, 1995.
Rubio Carracedo, J.; Educación moral, postmodernidad y democracia, Madrid, 1996.
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