LA HISTORIA TEMPRANA DEL DELITO Y EL CRIMEN

archivo del portal de recursos para estudiantes
robertexto.com

enlace de origen

IMPRIMIR

CAPÍTULO X de El derecho antiguo de Henry Maine

La historia temprana del delito y el crimen

 

Los Códigos teutónicos, incluidos los de nuestros antepasados anglosajones, son los únicos cuerpos de derecho secular arcaico que nos han llegado en un estado suficientemente completo como para poder formarnos una noción exacta de sus dimensiones originales. Aunque los fragmentos existentes de los Códigos romano y helénico bastan para mostrarnos su carácter general, no quedan suficientes para precisar su magnitud o la proporción que guardaban las partes entre sí. Pero, en conjunto, todas las compilaciones conocidas del derecho antiguo se caracterizan por un rasgo que, de una manera general, los distingue de los sistemas de jurisprudencia madura. La proporción del derecho criminal con respecto al civil es muy diferente. En los códigos germánicos, la parte civil del derecho ocupa dimensiones mínimas comparada con la criminal. La tradición que habla de los castigos sanguíneos impuestos por el Código de Dracón parece indicar que tenía las mismas características. Sólo en las Doce Tablas, ideadas por una sociedad con mayor genio legal, y en sus inicios, de costumbres más benignas, el Derecho Civil contiene algo semejante a las prioridades modernas; pero la cantidad relativa de espacio dado a los modos de desagraviar, aunque no es enorme, parece haber sido amplia. En mi opinión, puede afirmarse que cuanto más arcaico sea el código más completa y minuciosa su legislación penal. Este fenómeno ha sido observado a menudo y se ha explicado, en buena medida correctamente, en términos de la violencia habitual en las comunidades que pusieron por escrito por primera vez sus leyes. Se dice que el legislador armonizó las divisiones de su trabajo de acuerdo a la frecuencia de una cierta clase de incidentes en la vida bárbara. Mi impresión, sin embargo, es que esta explicación no es totalmente completa. Debería recordarse que la aridez comparativa del Derecho Civil en las compilaciones arcaicas es consistente con las otras características de la jurisprudencia antigua que se han analizado en el tratado presente. Nueve décimas partes del derecho civil practicado en las sociedades civilizadas la componen el derecho de gentes, el derecho de propiedad y herencia, y el derecho contractual. Pero es obvio que los límites de esta jurisprudencia se estrechan a medida que nos aproximamos a la infancia de la hermandad social. El derecho de gentes que no es otra cosa que el derecho de status estará restringido a los límites mínimos, mientras todas las formas de status estén fusionadas en la sumisión común al poder paterno, y mientras la esposa no tenga derechos respecto del marido, el hijo respecto del padre, y el tutor respecto de los agnados que son sus guardianes. Por razones similares, las reglas sobre propiedad y sucesión nunca pueden ser abundantes, en tanto la tierra y las existencias incumban a la familia, y, en caso de que se distribuyan, la distribución se haga dentro del círculo familiar. Pero la ausencia del contrato es siempre la causa del mayor vacío en el derecho civil antiguo, cosa que algunos códigos antiguos no mencionan siquiera, mientras que otros, significativamente, dan fe de la inmadurez de las nociones morales de las que depende el contrato, supliendo su lugar con una elaborada jurisprudencia basada en juramentos. No existen razones congruentes que expliquen la pobreza del derecho penal, y de conformidad, aun si es arriesgado declarar que la infancia de las naciones es siempre un periodo de violencia incontrolada, sin embargo, nos permitirá comprender por qué la relación actual del derecho criminal y el civil estaba invertida en los códigos antiguos.

He señalado que la jurisprudencia primitiva daba al derecho criminal una prioridad desconocida en épocas posteriores. La expresión ha sido utilizada por cuestiones de simplificación, pues, de hecho, el análisis de los códigos antiguos muestra que el derecho que exhiben en cantidades poco usuales no es un verdadero derecho criminal. Todos los sistemas civilizados concuerdan en trazar una distinción entre ofensas contra el Estado o comunidad y ofensas contra el individuo, y las dos clases de injurias, mantenidas aparte de este modo, puedo denominarlas aquí, sin pretender que los términos hayan sido empleados siempre de forma consistente en jurisprudencia, crímenes y delitos, crimina y delicta. Ahora bien, el derecho penal de las comunidades antiguas no es el derecho de crímenes; es el derecho de injurias, o, para usar la palabra técnica, de agravio. La persona injuriada demanda al injuriador mediante una acción civil ordinaria y, si gana el juicio, recibe una compensación monetaria por daños y perjuicios. Si abrimos los Comentarios de Gayo en el lugar en el que el escritor trata de la jurisprudencia penal fundada en las Doce Tablas, veremos que a la cabeza de las injurias civiles reconocidas por el Derecho Romano se hallaba el Furtum o hurto. Ofensas que nosotros solemos considerar exclusivamente como crímenes son tratados como agravios únicamente, y no sólo el robo sino el asalto y el robo violento, son asociados por el jurisconsulto con la transgresión de una ley, con el libelo y con la difamación. Todas daban lugar a una obligación o vinculum juris, y eran reparadas mediante un pago de dinero. Esta peculiaridad, sin embargo, se halla más claramente resaltada en las leyes consolidadas de las tribus germánicas. Sin excepción, describen un inmenso sistema de compensaciones monetarias en caso de homicidio, y con raras excepciones, un sistema de compensaciones igualmente amplio para daños menores. Bajo el Derecho Anglosajón, escribe Mr. Kemble (Anglosaxons, i, 177) se ponía una suma sobre la vida de todo hombre libre, de acuerdo a su rango, y una suma correspondiente sobre cada herida que pudiera infligirse a su persona, por casi cualquier daño que pudiera hacerse a sus derechos civiles, honor o paz; la suma se agravaba de acuerdo a circunstancias accidentales. Evidentemente, estos ajustes eran considerados una fuente valiosa de ingresos; reglas muy complejas ordenaban el derecho y la responsabilidad de ellos, y, como ya he tenido ocasión de señalar anteriormente, seguían a menudo una línea peculiar de devolución, si no se había dispensado al culpable a la muerte de la persona a quien pertenecían. Si, por tanto, el criterio de un delito, daño, o agravio era que la persona que lo sufría, y no el Estado, había sido injuriada, puede afirmarse que, en la infancia de la jurisprudencia, el ciudadano dependía para su protección en contra de la violencia o el fraude no del Derecho Criminal sino del derecho de agravio.

 

Los agravios se hallan copiosamente exagerados en la jurisprudencia primitiva. Hay que añadir que los pecados también eran de su incumbencia. Es casi innecesario hacer esta afirmación sobre los códigos teutónicos, porque estos códigos, en la forma en que han llegado a nosotros, fueron recopilados o vueltos a escribir por legisladores cristianos. Pero es igualmente verdad que cuerpos no cristianos del derecho arcaico implicaban consecuencias penales para cierto tipo de actos y cierta clase de omisiones que se consideraban violaciones de prescripciones y mandamientos divinos. El derecho administrado en Atenas por el Senado de Areópago era probablemente un código religioso especial, y en Roma -al parecer desde un periodo muy temprano- la jurisprudencia pontifical castigaba el adulterio, el sacrilegio y, tal vez, el asesinato. En los Estados ateniense y romano existían, por tanto, leyes que castigaban pecados. Había igualmente leyes que castigaban agravios. La idea de una ofensa contra Dios produjo la primera clase de ordenanzas; y la idea de ofensa contra el Estado o la comunidad agregada no dio lugar, al principio, a la aparición de una verdadera jurisprudencia criminal.

No hay que suponer, sin embargo, que no existiera en la sociedad primitiva una idea tan simple y elemental como la del agravio al Estado. Más bien parece que la misma claridad con que se comprendía esta idea es la verdadera causa que impidió inicialmente el desarrollo de un derecho criminal. En todo caso, cuando la comunidad romana se sentía injuriada, se tomaban medidas análogas a las utilizadas en casos de agravio personal, y el Estado se vengaba mediante una acción única en contra del injuriador en cuestión. Esto dio como resultado el que, en la infancia de la República, toda ofensa que tocase de un modo vital su seguridad o intereses fuese castigada mediante una promulgación diferente de la legislatura. Se trata de la concepción más antigua de un crimen, un acto que implicaba cuestiones tan importantes que el Estado, en lugar de dejar su jurisdicción en manos de un tribunal civil o religioso, dirigía una ley especial o privilegium contra el perpetrador. Todo proceso, por tanto, adoptó la forma de una declaración de penas y castigos, y el proceso de un criminal era un trámite totalmente extraordinario, totalmente irregular y totalmente independiente de reglas y condiciones establecidas. En consecuencia, dado que el tribunal que dispensaba justicia era el mismo Estado soberano y que no era posible una clasificación de las disposiciones prescritas o prohibidas, no apareció en esta época ninguna ley sobre crímenes, es decir, ninguna jurisprudencia criminal. El procedimiento era idéntico a las formas de aprobar un estatuto ordinario; era propuesto por las mismas personas y llevado a cabo mediante las mismas formalidades. Y es de notar que, aun después de haber surgido un derecho criminal regular, con sus tribunales y oficiales para su administración, el viejo procedimiento, como puede inferirse por su conformidad con la teoría, continuó siendo, en sentido estricto, practicable, y, a pesar de que estaba desacreditado el recurrir a un medio de esa naturaleza, el pueblo romano retuvo el poder de castigar las ofensas en su contra por medio de leyes especiales. No hay que recordarle al erudito clásico que la DeclaracIón ateniense de Penas y Castigos, o (palabra en griego que nos resulta imposible reproducirN.d.E), persistió tras el establecimiento de tribunales regulares. Es bien sabido que cuando los ciudadanos de las razas teutónicas se reunían con fines legislativos, defendían el derecho a castigar las ofensas de una gravedad pecular o las que hubieran sido perpetradas por criminales de una alta posición social. La jurisdicción criminal del Witenagemot (Nombre dado al Parlamento nacional anglosajón), pertenecía a esta clase de legislaciones.

Podría pensarse que la diferencia que he trazado entre el punto de vista antiguo y moderno sobre el derecho penal tiene solamente una existencia verbal. La comunidad, además de intervenir para castigar los crímenes legislativamente, ha interferido desde los tiempos más antiguos mediante sus tribunales para obligar al transgresor a componer su agravio, y, si lo hace, es porque, en cierto modo, se vio afectada por la ofensa de aquél. Pero, por muy rigurosa que parezca esta inferencia hoy en día, es muy dudoso que les pareciera así a los hombres de la antigüedad primitiva. Lo poco que tenía que ver la noción de agravio a la comunidad con las interferencias más tempranas del Estado por medio de sus tribunales, lo demuestra la curiosa circunstancia de que en la administración original de justicia, los expedientes eran una imitación casi exacta de la serie de estas acciones por las que, con toda probabilidad, tenían que pasar en la vida privada las personas que sostenían una reyerta, pero que, luego, consentían en que su disputa fuese arreglada. El magistrado simulaba, con sumo cuidado, el papel de un árbitro privado llamado casualmente.

 

Voy a señalar las pruebas en que baso esta afirmación para mostrar que no es una fantasía. El procedimiento judicial más antiguo conocido es el Legis Actio Sacramenti de los romanos, del que deriva todo el Derecho Procesal romano posterior. Gayo describió con sumo detalle su ceremonial. Por muy falto de sentido o grotesco que nos parezca a primera vista, un poco de atención nos permitirá descifrarlo e interpretarlo.

Se supone que el sujeto del pleito está en la corte de justicia. Si se trata de mobiliario, se halla de hecho allí. Si es un bien inmueble, se trae en su lugar un fragmento o muestra: la tierra, por ejemplo, se representa por medio de un terrón, una casa por medio de un ladrillo. En el ejemplo seleccionado por Gayo, el pleito es por la posesión de un esclavo. El proceso se inicia cuando el demandante avanza con una vara que, como indica Gayo expresamente, simbolizaba una lanza. Agarra al esclavo y afirma su derecho sobre él con las palabras: Hunc ego hominem ex Jure Quiritium meum esse dico secundum suam causam sicut dixi, y al añadir seguidamente, Ecce tibi Vindictam imposui le toca con la lanza. El reo pasa por la misma serie de actos y gestos. Tras esto interviene el pretor y ruega a los litigantes que suelten su presa, Mittite ambo hominem. Obedecen y el demandante pregunta al reo la razón de su interferencia: Postulo anne dicas quá ex causd vindicaveris pregunta a la que se responde mediante una reafirmación del derecho: Jus peregi sicut vindictam imposui. Después de esto, el primer reclamante ofrece apostar una cierta suma de dinero, llamada Sacramentum, a la justicia de su propio caso, Quando tu injurid provocasti, Daeris sacramento te provoco, y el reo, mediante la frase Similiter ego te acepta la apuesta. Los procedimientos subsiguientes ya no eran de tipo formal, pero es importante señalar que el pretor asumía la custodia del Sacramentum, que siempre iba a parar a las arcas del Estado.

El prefacio necesario de todo pleito romano antiguo se realizaba del modo descrito. En mi opinión, no se puede negar la afirmación de aquellos que ven en él una dramatización del Origen de la Justicia. Dos hombres armados se disputan la pertenencia de una propiedad. El pretor, vir pietate gravis, casualmente pasa por allí y se interpone para poner fin a la pugna. Los disputantes exponen su caso ante él y consienten en que sea árbitro entre ellos; se acuerda que el perdedor, además de renunciar al objeto en pugna, pagará una suma de dinero al árbitro en remuneración por su trabajo y pérdida de tiempo. Esta interpretación sería menos plausible si no fuera que, por una extraña coincidencia, la ceremonia descrita por Gayo como el curso imperativo del proceso en una Legis Actio es sustancialmente la misma que la descrita por Homero cuando describe al dios Hefesto moldeando la primera sección del escudo de Aquiles. En el juicio homérico, la disputa tal como si se tratara de resaltar las características de la sociedad primitiva, no es sobre una propiedad sino sobre el arreglo de un homicidio. Una persona afirma que lo ha pagado, la otra que no ha recibido el pago. La cuestión de detalle que hace de esta escena la contrapartida de la práctica romana arcaica es la recompensa dedicada a los jueces. Dos talentos de oro son colocados en medio y le serán entregados a aquel que, según el público, explique mejor las bases de la decisión final. La magnitud de esta suma, comparada con la bagatela del Sacramentum indica, en mi opinión, la imparcialidad de un uso fluctuante y un uso ya consolidado en el derecho. La escena descrita por el poeta como un rasgo llamativo y característico -aunque sólo ocasional- de la vida ciudadana en la época heroica se ha convertido al principio de la historia del proceso civil en la formalidad regular y ordinaria de un juicio. Por tanto, es natural que en la Legis Actio la remuneración del juez se redujera a una suma razonable, y que, en lugar de ser otorgada por aclamación popular a uno de entre un cierto número de posibles árbitros, se pagara como cosa natural al Estado, representado en el pretor. No albergo ninguna duda de que los incidentes descritos por Homero y por Gayo, en un lenguaje técnico más crudo que el usual, tienen el mismo significado. Esto parece confirmarlo el hecho de que muchos observadores de los primitivos usos judiciales de la Europa moderna han notado que las multas impuestas a los delincuentes por los tribunales de justicia eran originalmente sacramenta. El Estado no recibía del reo ninguna compensación por un supuesto agravio contra el mismo, sino que reclamaba una parte de la compensación otorgada al demandante en base a que era un precio justo por el tiempo invertido y los inconvenientes causados. Kemble le asigna expresamente este carácter al baunum o fredum anglosajón.

 

El derecho antiguo proporciona otros ejemplos de que los más tempranos administradores de justicia simulaban los actos probables de las personas que habían entablado una disputa privada. Al establecer los daños a reparar, tomaban como guía el grado de venganza que probablemente exigiría una persona agraviada en las circunstancias del caso. Esto explica las penas tan diferentes impuestas por el derecho antiguo a los delincuentes agarrados en el acto o poco después de él, y a los que eran detenidos con un retraso considerable. El viejo derecho romano sobre el hurto proporciona algunos ejemplos de esta peculiaridad. Las leyes de las Doce Tablas parecen haber dividido el hurto en: hurto manifiesto y en hurto no manifiesto. Daban penas extraordinariamente diferentes por la misma ofensa, según que cayese bajo uno u otro encabezado. El ladrón manifiesto era aquel que era agarrado dentro de la casa en que había estado hurtando, o que era cogido en el momento en que huía a un escondite con los objetos robados. Las Doce Tablas -si era un esclavo- lo condenaban a muerte, y si era un liberto lo hacían siervo del dueño de la propiedad robada. El ladrón no manifiesto era el que se detectaba bajo cualquier otra circunstancia a la descrita, y el viejo código simplemente dictaba que un delincuente de este tipo debería devolver el doble del valor de lo que había robado. En tiempos de Gayo, el excesivo rigor de las Doce Tablas para con el ladrón manifiesto se había mitigado en buena parte, pero el derecho todavía conservaba el viejo principio multándolo con cuatro veces el valor de los objetos robados, mientras que el ladrón no manifiesto continuaba pagando simplemente el doble. El legislador antiguo sin duda tenía en cuenta que el propietario damnificado, si se le permitía, infligiría un castigo muy diferente en el momento en que le dominaba la ira del que daría si el ladrón era detectado después de un cierto tiempo. La escala legal de los castigos se ajustaba a esa premisa. El principio es el mismo que siguen los códigos anglosajón y germánico, cuando toleran que un ladrón perseguido y atrapado con el botín sea ahorcado o decapitado inmediatamente; en cambio, imponen cargos de homicidio a cualquiera que lo mate una vez que el perseguimiento ha sido interrumpido. Estas distinciones arcaicas nos muestran muy claramente la distancia entre una jurisprudencia refinada y una jurisprudencia burda. El moderno administrador de justicia se encuentra ante una de las tareas más duras cuando tiene que hacer distinciones entre grados de criminalidad de ofensas que caen bajo la misma descripción técnica. Es muy fácil afirmar que un individuo es culpable de homicidio, hurto o bigamia, pero mucho más difícil pronunciarse sobre el grado de culpa moral en que ha incurrido y, por tanto, qué castigo merece. Apenas existen dudas en la casuística o en el análisis de motivos, los cuales probablemente no tengamos la obligación de arrostrar, si tratamos de clasificar el punto con precisión, y, en consecuencia, el derecho actual muestra una creciente tendencia a evitar en lo posible dar reglas positivas sobre el asunto. En Francia, se deja decidir al jurado si la ofensa cometida fue acompañada de circunstancias atenuantes; en Inglaterra, se deja al juez una libertad casi ilimitada en la selección de los castigos; al mismo tiempo, casi todos los Estados se reservan un remedio último para los casos de desviaciones del derecho: se trata de la prerrogativa del perdón, que resta en todas partes en el Magistrado Supremo. Es curioso observar lo poco que le preocupaban al hombre primitivo estos escrúpulos, lo persuadido que estaba de que los impulsos de la persona agraviada eran la medida adecuada de la venganza que tenía derecho a exigir, y lo literalmente que tomaban la probable subida y aplacamiento de su ira al fijar la escala del castigo. Me gustaría poder afirmar que su método legislativo se halla totalmente extinguido. Sin embargo, existen varios sistemas legales modernos en los que, en caso de agravio serio, se permite al agraviado imponer un castigo excesivo al delincuente que fue agarrado en el acto, una tolerancia que, aunque superficialmente considerada puede ser inteligible, en realidad refleja una moralidad bastante baja en la sociedad que la tolera.

 

Como ya he afirmado, nada puede ser más simple que las consideraciones que, finalmente, llevaron a las sociedades antiguas a la formación de una verdadera jurisprudencia criminal. El Estado se consideró agraviado y la Asamblea Popular golpeó directamente al ofensor con la misma maniobra que acompañaba su acción legislativa. Es verdad que en el mundo antiguo -aunque no precisamente en el moderno, como ya tendré ocasión de señalar- los tribunales criminales más antiguos eran simplemente divisiones o comités de la legislatura. Al menos esa es la conclusión a que lleva la historia legal de los dos grandes Estados de la antigüedad; en un caso, con mediana claridad; en el otro, con una precisión absoluta. El primitivo derecho penal ateniense confiaba el castigo de las ofensas, en parte, a los arcontes, que parecen haberlas castigado como si se tratase de agravios y, en parte, al senado del Areópago, que las castigaba como si fuesen pecados. Las dos jurisdicciones fueron sustancialmente transferidas al final de la Heliaea, el Tribunal Supremo de Justicia Popular, y las funciones de los arcontes y del areópago se volvieron simplemente parroquiales o insignificantes. Pero Heliaea es solamente una vieja palabra para asamblea; la Heliaea de la época clásica era sencillamente la Asamblea Popular convocada con fines juridicos, y las famosas Dikasteries de Atenas eran sólo subdivisiones o paneles. Los cambios correspondientes que tuvieron lugar en Roma son todavía más fácilmente interpretados, porque los romanos limitaron sus experimentos al derecho penal, y no construyeron, como hicieron los atenienses, cortes de justicia populares con jurisdicción civil y criminal. La historia de la jurisprudencia criminal romana se inicia con la vieja Judicia Populi, que, según se dice, era presidida por los reyes. Se trataba sencillamente de juicios solemnes de grandes delincuentes bajo formas legislativas. Parece, sin embargo, que, desde muy temprano, la Comitia delegó ocasionalmente su jurisdicción criminal a una Quaestio o Comisión, que tenía la misma relación con la asamblea que, digamos, un comité de la Cámara de los Comunes tiene con la Cámara en su conjunto, sólo que los comisionados romanos o Quaestores no informaban meramente a la Comitia sino que ejercían todos los poderes que ese organismo solía ejercer, incluso sentenciar a un acusado. Una Quaestio de esta clase era nombrada solamente para juzgar un caso particular, pero nada podía impedir que se abrieran dos o tres Quaestiones al mismo tiempo, y es probable que varias fueran nombradas simultáneamente, cuando varios casos serios de agravio a la comunidad habían ocurrido al mismo tiempo. Hay asimismo indicios de que, de vez en cuando, estas Quaestiones poseían un carácter semejante al de nuestras Comisiones Permanentes, y de que eran nombradas periódicamente y sin esperar la realización de algún crimen serio. Los viejos Quaestores Parricidi, que se mencionan en relación a transacciones de fecha muy antigua, como los delegados para juzgar todos los casos de parricidio y asesinato, parecen haber sido nombrados regularmente todos los años, y la mayoría de los escritores cree también que los Duumviri Parduellionis, o Comisión Dual para el enjuiciamiento por atentado violento contra la República, eran nombrados periódicamente. La delegación de poderes en estos funcionarios significa un paso adelante. En lugar de ser nombrados una vez que se habían cometido las ofensas contra el Estado, ejercían una jurisdicción general, aunque temporal, sobre todos los casos que pudieren presentarse. La cercanía a una jurisprudencia criminal regular se halla también indicada por el uso de los términos generales Parricidium y Perduellio que señalan un intento de clasificación de los crímenes.

 

El verdadero derecho criminal no apareció, sin embargo, hasta el año 146 a.C., en que Calpurnio Piso promulgó el estatuto conocido bajo el nombre de Lex Calpurnia de Repetundis. Esta ley se aplicaba a casos Repetumdarum Pecuniarum, es decir, las reclamaciones, hechas por los gobernadores provincianos, de dinero recibido impropiamente por un gobernador general. Con todo, la importancia enorme de este estatuto radica en su establecimiento de la primera Quaestio Perpetua. Una Quaestio Perpetua era una comisión permanente en oposición a las que eran ocasionales y temporales. Se trataba de un tribunal criminal regular cuya existencia databa del momento en que era aprobado el estatuto que lo creaba, y continuaba hasta que otro estatuto pasaba una ley por la que era abolido. Sus miembros no eran nombrados especialmente -a diferencia de los miembros de las Quaestiones anteriores- sino que, en la ley que lo creaba, se preveía que serían seleccionados de entre ciertas clases particulares de jueces y serían renovados de conformidad con reglas bien definidas. El estatuto nombraba expresamente y definía las ofensas sobre las que tendría jurisdicción. La nueva Quaestio tenía autoridad para juzgar y sentenciar en el futuro a toda persona cuyos actos cayesen bajo la definición de crimen que hacía la ley. Se trataba, por tanto, de una judicatura criminal regular, que admitía una verdadera jurisprudencia criminal.

La historia primitiva del derecho criminal se divide así en cuatro etapas. Entendido que la concepción de crimen, en contraposición a la de daño o agravio y a la de pecado, implica la idea de injuria al Estado o comunidad colectiva, hallamos, primero, que la República, de conformidad estricta con esa concepción, se interpuso directamente para vengarse, mediante actos aislados, del autor del daño que había sufrido. Este es el punto de partida; cada proceso es ahora una declaración de penas y castigos, una ley especial que nombra al criminal y prescribe su castigo. Se alcanza un segundo paso una vez que la multiplicidad de crímenes obliga a la legislatura a delegar poderes en Quaestiones o comisiones particulares, cada una de las cuales está encargada de investigar una acusación particular y -si se comprueba- de castigar al transgresor. Se llega a otra etapa cuando la legislatura, en lugar de esperar a que se realice un supuesto delito para nombrar una Quaestio, nombra periódicamente comisiones como los Quaestores Parricidi y los Duumviri Perduellionis, para el caso hipotético de que se cometan ciertos tipos de crímenes, y ante la probabilidad de que serán cometidos. Se llega a la última etapa cuando las Quaestiones de ser periódicas u ocasionales pasan a ser tribunales o cámaras permanentes; una vez que los jueces, en lugar de ser nombrados mediante una ley particular promulgada por una comisión, son elegidos de un modo particular y de entre una clase particular, con base permanente, y una vez que ciertos actos quedan descritos en lenguaje general y establecidos como crímenes que, en caso de su perpetración, serán castigados con penas especificadas para cada tipo diferente de transgresión.

Si las Quaestiones Perpetua hubiesen tenido una historia más larga, habrían llegado indudablemente a ser consideradas como una institución distinta, y su relación con la Comitia no habría parecido más estrecha que la relación de nuestros propios Tribunales de Justicia con el soberano, que es teóricamente la fuente de la justicia. Pero el despotismo imperial las destruyó antes de que se hubiera olvidado completamente su origen, y, mientras duraron, los romanos consideraron estas comisiones permanentes como meras depositarias de un poder delegado. Se estimaba un producto natural de la legislatura la jurisdicción sobre los crímenes, pero el pensamiento de cada ciudadano nunca dejó de pasar de las Quaestiones a la Comitia en las que esta última había delegado algunas de sus funciones inalienables. La idea de que las Quaestiones, aun cuando se habían vuelto permanentes, eran meros comités de la Asamblea Popular -cuerpos que solamente auxiliaban a una autoridad superior- tuvo importantes consecuencias legales que dejaron su huella en el derecho criminal hasta el mismísimo periodo final. Un resultado inmediato fue que la Comitia continuó ejerciendo jurisdicción criminal por medio de declaraciones de penas y castigos, aun mucho después de que las Quaestiones hubieran quedado establecidas. Aunque la legislatura, por razones de conveniencia, había consentido en delegar poderes a cuerpos externos a sí misma, no se seguía que había renunciado a ellos. La Comitia y las Quaestiones paralelamente continuaron juzgando y castigando a los transgresores, y cualquier estallido inusitado de la indignación popular, hasta la extinción de la República, implicaba con toda seguridad un proceso ante la Asamblea de las Tribus.

 

Una de las peculiaridades más notables de las instituciones de la República es atribuirle la dependencia de las Quaestiones respecto de la Comitia. La desaparición de la pena de muerte del sistema penal de la Roma republicana solía ser un tema favorito entre los escritores del siglo pasado, quienes la usaban constantemente para probar alguna teoría sobre el carácter romano o sobre la economía social moderna. La razón que puede alegarse confiadamente es puramente fortuita. De las tres formas que la legislatura romana asumió sucesivamente, una, la Comitia Centuriata, representaba de manera exclusiva al Estado personificado para operaciones militares. La Asamblea de las Centurias tenía, por tanto, todos los poderes que generalmente se suponen encarnados en el General en jefe de un ejército, y, entre ellos, gozaba de la autoridad de someter a todos los transgresores al mismo castigo a que se expone un soldado por violación de la disciplina. La Comitia Centuriata podía, por tanto, imponer la pena de muerte. La Comitia Curiata o la Comitia Tributa no tenían esas atribuciones. A este respecto se hallaban maniatadas por el carácter sagrado que la religión y el derecho conferían al ciudadano romano dentro del recinto de la ciudad. En lo que respecta a la última, Comitia Tribuna, estamos seguros de que se volvió un principio establecido el que la Asamblea de las Tribus podía imponer como máximo una multa. En tanto la jurisdicción criminal estuvo limitada a la legislatura y las asambleas de las centurias y de las tribus continuaron ejerciendo poderes semejantes, era fácil preferir los procesos por crímenes más graves ante el cuerpo legislativo que administraba los castigos más duros; pero luego sucedió que la asamblea más democrática, la de las tribus, remplazó casi enteramente a las otras y se convirtió en la legislatura ordinaria de la República tardía. Ahora bien, la decadencia de la República coincidió exactamente con el periodo en que las Quaestiones Perpetuae fueron establecidas de modo que los estatutos que los creaban fueron aprobados por una asamblea legislativa que no podía, en sus juntas ordinarias, castigar a un criminal con la muerte. Se seguía que las Comisiones Judiciales Permanentes, que detentaban una autoridad delegada, estaban circunscritas en sus atributos y capacidades por los límites de los poderes que tenía el cuerpo que, a su vez, los había delegado en ellas. No podían hacer nada que la Asamblea de las Tribus no pudiera haber hecho y, como la Asamblea no podía condenar a muerte, las Quaestiones se hallaban asimismo incapacitadas para imponer la pena capital. La anomalía así resultante no gozó en tiempos pretéritos del mismo favor que goza entre los modernos y, en realidad, si bien es cuestionable que el carácter romano haya mejorado por esa razón, sí es seguro que la Constitución Romana empeoró. Al igual que todas las demás instituciones que han acompañado a la raza humana en el curso de su historia, la pena de muerte es una necesidad de la sociedad en ciertas etapas del proceso civilizador. Hay un momento en que el intento de renunciar a ella frustra dos de los grandes instintos que forman la base de todo el derecho penal. Sin ella, la comunidad ni se siente suficientemente vengada, ni cree que el ejemplo del castigo del criminal es adecuado para disuadir a otros de que lo imiten. La incompetencia de los tribunales romanos para condenar a muerte llevó clara y directamente a los horribles intervalos revolucionarios, llamados Proscripciones, durante los cuales el derecho era formalmente suspendido por la sencilla razón de que la violencia partidista no podía hallar otro camino para la venganza que tanto ansiaba. Ninguna causa contribuyó tanto a la decadencia de la capacidad política del pueblo romano como esta suspensión periódica de las leyes, y, una vez que se hubo recurrido a ella, no dudamos en afirmar que la ruina de la libertad romana fue solamente cuestión de tiempo. Si la actividad de los tribunales hubiese proporcionado una salida adecuada a las presiones populares, las formas del proceso judicial habrían sido abiertamente corrompidas, como entre nosotros durante los últimos Estuardos, pero el carácter nacional no habría sufrido tan profundamente como lo hizo, ni la estabilidad de las instituciones romanas se habría visto tan seriamente afectada.

 

Mencioné otras dos singularidades del sistema criminal romano que son producto de la misma teoría sobre la autoridad judicial. Se trata de la extrema multiplicidad de los tribunales criminales romanos y la caprichosa y anómala clasificación de los crímenes que caracterizó a la jurisprudencia penal romana a lo largo de su historia. Se ha dicho que cada Quaestio, ya fuese perpetua o no, tenía su origen en un estatuto distinto. Derivaba su autoridad de la ley que la creaba; observaba rigurosamente los límites que su carta constitucional le prescribía y no abarcaba ninguna forma de criminalidad que dicha carta no definiera expresamente. Como los estatutos que constituían las varias Quaestiones eran sacados a la luz en emergencias particulares, dado que cada uno era aprobado para castigar un tipo de actos que las circunstancias del momento volvían particularmente odiosos o particularmente peligrosos, estas promulgaciones de ley no hacían la menor referencia unas a otras, ni tampoco estaban relacionadas por un principio común. Coexistían veinte o treinta diferentes leyes criminales, cada una con exactamente el mismo número de Quaestiones para administrarlas. Durante la República, no hubo ningún intento de fusionar en uno estos cuerpos judiciales distintos, o de dar una cierta simetría a las disposiciones de los estatutos que los nombraba y definía sus deberes. El estado de la jurisdicción criminal romana en este periodo mostraba cierto parecido a la administración de reparaciones civiles en Inglaterra en el periodo en que los tribunales ingleses de Derecho Consuetudinario todavía no habían introducido las aseveraciones ficticias en sus ejecutorias que les permitían rebasar el terreno propio de cada uno. Al igual que las Quaestiones, los Tribunales Superiores de Justicia (the Courts of Queen's Bench), los Tribunales Ordinarios (Common Pleas) y el Tribunal de Hacienda (Exchequer), eran todos emanaciones teóricas de una autoridad superior, y cada uno abarcaba casos que caían bajo su especial jurisdicción. El problema es que las Quaestiones eran muchas más de tres y era más difícil discernir los actos que caían bajo la jurisdicción de cada Quaestio que distinguir entre la competencia de los tres tribunales de Westminster Hall. La dificultad de trazar una línea exacta entre las esferas de las diferentes Quaestiones hacía de la multiplicidad de tribunales romanos algo más que un mero inconveniente; pues leemos con gran asombro que cuando no estaba claro bajo qué descripción general caían las supuestas ofensas de un individuo, podía ser acusado inmediata o sucesivamente ante varias comisiones diferentes, si por casualidad una de ellas se declaraba competente para condenarlo. Aunque el fallo de culpabilidad por parte de una Quaestio dejaba sin jurisdicción al resto, la absolución de una no podía aducirse como una razón válida ante la acusación de otra. Esto iba en contra del Derecho Civil romano, y es seguro que un pueblo tan sensible como el romano a las anomalías legales (o, como decían ellos mismos, a las inelegancias), no lo habrían tolerado por mucho tiempo si no hubiera sido que la historia de las Quaestiones hacía que las considerasen más como instrumentos temporales en manos de facciones que como instituciones permanentes para la corrección del crimen. Los emperadores pronto abolieron esta multiplicidad y conflicto de Jurisdicciones, pero es curioso que no acabasen con otra singularidad del derecho criminal que guarda una estrecha relación con el número de tribunales. Las clasificaciones de los crímenes que contiene el Corpus Juris de Justiniano son muy caprichosas. Cada Quaestio se había limitado, de hecho, a los crímenes cometidos bajo la jurisdicción que le otorgaba su carta constitucional. Estos crímenes, sin embargo, se habían clasificado juntos en el estatuto original porque se daba la casualidad de que exigían simultáneamente castigo en el momento de aprobarse. Por tanto, no tenían necesariamente nada en común; pero el hecho de que constituyesen el asunto peculiar de los juicios de una Quaestio en particular quedó naturalmente grabado en la atención pública, y tan inveterada se hizo la asociación entre las ofensas mencionadas en el mismo estatuto que, a pesar de los intentos formales de Sila y del emperador Augusto para consolidar el derecho criminal romano, el legislador conservó la vieja clasificación. Los estatutos de Sila y Augusto formaron la base de la jurisprudencia penal del Imperio y nada más extraordinario que algunas de las clasificaciones que le legaron. Bastará con dar un solo ejemplo: el perjurio era siempre clasificado junto con cortaduras, heridas y envenenamiento, sin duda a causa de una ley de Sila: la Lex Cornelia de Sicariis et Veneficis, que había otorgado jurisdicción sobre estas tres formas de crimen a la misma Comisión Permanente. Parece, asimismo, que esta agrupación caprichosa de los crímenes afectó el modo de hablar vernáculo de los romanos. La gente cayó en el hábito de designar todas las ofensas enumeradas en una ley de acuerdo al primer nombre de la lista, lo que indudablemente dio un estilo sui generis al tribunal legal encargado de juzgarlas. Todas las ofensas vistas por la Quaestia De Adulteriis serían, por tanto, denominadas Adulterios.

 

Me he extendido en la historia y características de las Quaestiones romanas porque la formación de una jurisprudencia criminal no se halla mejor ejemplificada en ninguna otra parte. Las últimas Quaestiones fueron añadidas por el emperador Augusto y desde entonces los romanos contaron con un derecho criminal tolerablemente completo. Paralelamente a su crecimiento, el proceso análogo había continuado -el que he denominado conversión de agravios en crímenes- pues, aunque la legislatura romana no acabó con la reparación civil en los casos de las ofensas más nefandas, ofrecía a la víctima la compensación que aquella con toda seguridad prefería. Sin embargo, aun después de que Augusto había completado su legislación, varias ofensas continuaron siendo consideradas como agravios que, en las sociedades modernas, son vistas exclusivamente como crímenes. Estos agravios tampoco se volvieron criminalmente castigables hasta una fecha posterior pero incierta, durante la cual el derecho comenzó a anotar un nuevo tipo de ofensas que las recopilaciones denominan crimina extraordinaria. Se trataba, sin duda, de un tipo de actos que la teoría de la jurisprudencia romana trataba meramente como agravios; sin embargo, el sentimiento creciente de la soberanía de la sociedad se rebelaba en contra del hecho de que el delincuente no recibiese más castigo que el pago monetario de los daños y, según el caso, parece haberse permitido a la persona agraviada, si así lo deseaba, demandarlos como crímenes extra ordinem, esto es, un modo de reparación que de una manera u otra se apartaba del procedimiento ordinario. La lista de crímenes del Estado romano, a partir del periodo en que los crimina extraordinaria fueron reconocidos por primera vez, debe haber sido tan larga como en cualquier comunidad del mundo moderno.

Carece de sentido describir minuciosamente el modo de administrar justicia criminal en el Imperio Romano, pero una cosa es importante: su teoría y práctica han ejercido un peso enorme en la sociedad moderna. Los emperadores no abolieron las Quaestiones de inmediato y, al principio, confiaron al Senado una extensa jurisdicción criminal, en el que, por muy servil que se mostrara, el emperador no era más que un senador como el resto. Pero el príncipe reclamó desde el inicio algún tipo de jurisdicción criminal colateral, y esto, a medida que disminuyeron los recuerdos de la República libre, tendió a ir en aumento a costa de los viejos tribunales. Gradualmente, el castigo de los crímenes fue transferido a los magistrados, nombrados directamente por el emperador, y los privilegios del Senado pasaron al Consejo Privado Imperial que se convirtió asimismo en el tribunal de apelación. Bajo esta influencia se formó la doctrina, familiar entre nosotros, de que el Soberano es la fuente de la justicia y el depositario de toda indulgencia. No fue tanto fruto de la creciente adulación y servilismo cuanto producto de la centralización del Imperio que, por esta época, se había perfeccionado. La teoría de la justicia criminal había completado el círculo y había llegado casi al punto del que había partido. Había comenzado en la creencia de que la comunidad colectiva tenía la responsabilidad de tomar en sus manos la venganza de los agravios hechos en su contra, y terminó en la doctrina de que el castigo de los crímenes pertenecía de una manera especial al soberano como representante y mandatario de su pueblo. La nueva idea difería de la antigua por el halo de veneración y majestad que la protección de la justicia otorgaba a la persona del soberano.

Este punto de vista tardío de los romanos acerca de la relación de soberano y justicia ayudó a evitar que las sociedades modernas pasasen por la serie de cambios de los que he hablado al trazar la historia de las Quaestiones. En el derecho primitivo de casi todas las razas que han poblado Europa Occidental existen vestigios de la noción arcaica de que el castigo de los crímenes pertenece a la asamblea general de hombres libres, y hay algunos Estados -se dice que Escocia es uno de ellos- en los que el origen de la judicatura existente puede ser trazado a un comité del cuerpo legislativo. Pero el desarrollo del derecho criminal se vio acelerado por dos causas: el recuerdo del Imperio Romano y la influencia de la Iglesia. De una parte, la tradición sobre la majestad de los Césares, perpetuada por la ascendencia temporal de la Casa de Carlomagno, rodeaba a los soberanos de un prestigio que un simple jefe bárbaro no podía haber adquirido de otro modo, y le comunicaba al más insignificante potentado feudal el carácter de guardián de la sociedad y representante del Estado. De otra, la Iglesia, en su deseo de poner fin a las atrocidades más sangrientas, trataba de obtener autoridad para castigar las fechorías más graves, y la encontró en los pasajes de la Sagrada Escritura que hablan aprobatoriamente de los poderes de castigo que detentaba el magistrado civil. Se apelaba al Nuevo Testamento para probar que los gobernantes seculares existen para inspirar terror a los malhechores y al Antiguo Testamento por dictar que El que a hierro mata, a hierro muere.

 

Creo que no hay duda alguna de que las ideas modernas sobre el asunto del crimen se basan en dos suposiciones mantenidas por la Iglesia en la Edad Media: primero, que cada gobernante feudal podía asimilarse a los magistrados romanos de los que hablaba San Pablo, y, segundo, que las ofensas que debía castigar eran las mismas que prohibían los Diez Mandamientos de Moisés o, más bien las que la Iglesia no reservaba bajo su propia jurisdicción. La herejía (supuestamente incluida en el primer y segundo mandamiento), el adulterio y el perjurio eran ofensas eclesiásticas y la Iglesia solamente admitía la cooperación del brazo secular para infligir penas más severas en casos de agravamiento extraordinario. Al mismo tiempo, enseñaba que el asesinato y el hurto en sus varios aspectos caían bajo la jurisdicción de los gobernantes civiles, no por su posición sino por mandato expreso de Dios.

Hay un pasaje en los escritos del rey Alfredo (Kemble, ii,209) que muestra con extraordinaria claridad la pugna de las distintas ideas que prevalecían en su época sobre el origen de la jurisdicción criminal. Alfredo la atribuye en parte a la autoridad de la Iglesia y, en parte, la del Witan y demanda la misma inmunidad contra las reglas ordinarias por traición al amo como la que el Derecho Romano sobre la Majestas había asignado por traición al César. Después de esto, escribe, sucedió que muchas naciones recibieron la fe de Cristo y se reunieron muchos Sínodos en la Tierra y entre la raza inglesa también, después de que hubieron recibido la fe de Cristo de manos de sus sagrados obispos y de su eminente Witan. Entonces ordenaron que, por la misericordia que Cristo había enseñado, los señores seculares, con su permiso, podían sin pecado recibir por cada delito el bot en dinero que ellos mismos ordenaran; excepto en casos de traición al señor, a la que no se atrevieron a asignar ninguna gracia porque Dios Todopoderoso no otorgaba ninguna a los que lo despreciaban, tampoco Cristo la otorgó a los que lo vendieron, y Él ordenó que un señor debía ser amado como Él mismo.

Tus compras en

Argentina 

Brasil 

Colombia 

México 

Venezuela 

VOLVER

SUBIR