LA EMOCIÓN DESDE EL MODELO COGNITIVISTA

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Universitat Jaume I de Castellón 

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La realización del presente trabajo ha sido posible gracias a la ayuda P1-1B2000-20, concedida por la Fundació Caixa Castelló-Bancaixa.
 

1.- Introducción          

Cuando analizamos la evolución de los estudios centrados en la emoción, podemos apreciar en nuestros días que son dos las orientaciones que parecen más prometedoras: 1) la que se centra en el descubrimiento y localización de las estructuras neurobiológicas que participan en el control de los procesos emocionales, tanto en lo referente al procesamiento de la estimulación, como en lo que respecta a la preparación y ejecución de la propia respuesta emocional; 2) la que se centra en la relevancia de la dimensión cognitiva, entendida ésta como el proceso de interpretación, evaluación y valoración del estímulo o acontecimiento que en un momento determinado afecta a un individuo. Por lo que respecta a la orientación centrada en el descubrimiento de las estructuras neurobiológicas implicadas en los procesos emocionales, hemos presentado nuestra visión en un trabajo previo (Palmero, 2003). Por lo que respecta a la orientación referida a la relevancia de la dimensión cognitivista en el estudio de los procesos emocionales, en líneas generales, podemos apreciar que los investigadores encuadrados en la misma enfatizan la importancia de la valoración cognitiva para la experiencia de la emoción. Son argumentos íntimamente relacionados con el procesamiento activo de la información, subrayando la relevancia del funcionamiento superior del sujeto. No obstante, como podremos apreciar, también se localizan en esta orientación diversas aproximaciones relacionadas con el manejo de la información referida al estímulo que potencialmente puede desencadenar una emoción, así como toda aquella información procedente de la experiencia de una persona, entre la que merece especial relevancia aquella que tiene que ver con las creencias, los juicios, los valores, etc. A nuestro juicio, son diversas las aproximaciones que han servido de base para lo que posteriormente será, y sigue siendo, una de las vertientes más productivas de la Psicología Experimental, y de la Psicología de la Emoción en particular. A grandes rasgos, entre dichas aproximaciones se encuentran las siguientes:

 

El Psicoanálisis y la psicología de la personalidad 

Los escritos de Freud representan la fuente básica de los trabajos psicoanalíticos centrados en las emociones. Algunos autores (Lyons, 1993) defienden que Freud nunca abordó directamente el tema de las emociones, limitándose, como mucho, al análisis de ciertos factores afectivos, como la ansiedad, y siempre con connotaciones de tratamiento o psicoterapia. Sin embargo, creemos que, en alguna medida, Freud se refirió de forma clara a determinadas características emocionales de interés, proponiendo que el afecto comprende, por una parte, ciertas inervaciones motoras o descargas, y, por otra parte, ciertos sentimientos. Estos últimos son de dos tipos: percepciones de las acciones motoras que se han producido (en cierta medida, recuerda bastante a la teoría de James), y sentimientos directos de placer y displacer, que confieren a la emoción una nota característica. Para Freud, las emociones podrían ser consideradas como la reacción a sucesos traumáticos, que no es necesario hayan acaecido al sujeto en cuestión, sino que simplemente forman parte de su bagaje heredado, inconsciente y reprimido. Desde este punto de vista, la emoción sería una “resurrección” del estado afectivo traumático originario, desencadenada por un evento actual que activa ese recuerdo. La aportación de Freud al campo de la emoción se fundamenta en el papel que juega el inconsciente, proponiendo que la emoción, al igual que muchos eventos mentales, puede ser localizada en el inconsciente, lo cual no impide que siga ejerciendo ciertos efectos sobre la persona, influyendo sobre las distintas manifestaciones conductuales que ésta lleva a cabo. Este tipo de propuestas lleva a que el propio Freud (1915/1973) sugiera que lo que tienen que investigar los psicólogos para conocer la emoción se encuentra en el inconsciente. En cualquiera de los casos, para Freud, la causa de una emoción se encuentra en la energía psíquica. En sus primeras propuestas, Freud habla de consciente, preconsciente e inconsciente, para, más tarde, proponer su formulación más conocida: el ello, el yo y el súper-yo. En ambos argumentos, Freud considera que las emociones son inconscientes, capaces de jugar un importante papel, aunque de una forma bastante ambigua. Esta ambigüedad consiste en que Freud no habla expresamente de emociones e inconsciente; Freud no propone una teoría de la emoción. Habla de afecto, para referirse a lo que actualmente podemos señalar como emociones, haciendo que, como mucho, pueda sugerirse la existencia de una dimensión subjetiva o sentimiento de la emoción.

La consideración de estos tres factores permite que Freud proponga tres visiones diferentes de la emoción, cada una de ellas basada en uno de los tres componentes reseñados: (1) una emoción es, en sí misma, un instinto, o un impulso innato, que es esencialmente inconsciente; (2) una emoción es un instinto más una idea, con lo cual se mantienen las connotaciones inconscientes del instinto y se añaden las connotaciones de un objeto consciente; (3) una emoción es un afecto, algo parecido al sentimiento, que es consciente, aunque las causas de la misma pueden no serlo.

Algunas orientaciones actuales enfatizan que el psicoanálisis puede ser entendido como una ciencia biológica (Slavin y Kriegman, 1992; Plotkin, 1994). En este marco de referencia, estos autores defienden que el ser humano es una criatura biológica, y cada uno de los aspectos relacionados con el modo de funcionar y de adaptarse pertenece al ámbito biológico. Las emociones representan un mecanismo vital para entender esta adaptación.

Desde las formulaciones psicoanalíticas, una de las aportaciones que consideramos esenciales en el ámbito de la Emoción procede de Carl Gustav Jung. En su teoría de la personalidad, Jung (1953, 1954) habla de las “actitudes”, según las cuales un sujeto puede ser considerado como introvertido (actitud subjetiva) o extravertido (actitud objetiva), y de las “funciones”, que se refieren a los modos que utilizan los sujetos para obtener y procesar la información, y permiten clasificar a dichos sujetos según su peculiar forma de funcionar: por la sensación, por la intuición, por el pensamiento y por el sentimiento. Abordaremos los aspectos relacionados con el pensamiento y el sentimiento, por ser éstos los factores que nos interesa reseñar. Jung (1938) plantea que los sujetos usan dos funciones para realizar juicios sobre el mundo que les rodea: pensamiento y sentimiento. Concretamente, se puede pensar sobre los eventos (enumerando, categorizando, organizando, analizando y sintetizando sus repercusiones sobre el sujeto), o se puede sentir hacia dichos eventos (juzgando como buenas o malas, placenteras o displacenteras, aceptables o inaceptables, las relaciones que puede establecer con ellos). Tanto el pensamiento cuanto el sentimiento representan formas válidas para evaluar y valorar los datos que se obtienen mediante las otras dos funciones (sensación e intuición); por esa razón, el pensamiento y el sentimiento son dos métodos diferentes de procesar la información. Mediante el pensamiento, el sujeto forma conceptos, manipula ideas, evalúa la veracidad de éstas y soluciona problemas. Mediante el sentimiento, el sujeto establece si algo es bueno o malo para su funcionamiento. La perspectiva de Jung establece que: a) los sentimientos permiten la valoración de un hecho; b) las emociones se construyen a partir de los sentimientos. En particular, cuando los sentimientos de un sujeto son muy intensos, producen efectos fisiológicos, que se manifiestan bajo la forma de emociones particulares. En definitiva, según la argumentación de Jung, los sentimientos permiten la ejecución de constantes valoraciones acerca de los estímulos. Por lo tanto, la fuente de la emoción es la energía psíquica, que se produce a partir del sentimiento, y no los procesos fisiológicos, que representan un paso intermedio entre el sentimiento y la emoción. Los procesos fisiológicos pueden ser entendidos en tanto que precursores directos de la emoción, pero no como su causa.

 

La conexión motora-cognitiva 

Basándose, en parte, en las ideas de James, Bull (1951) establece una teoría según la cual la emoción está mediada por una actitud de preparación para responder. Esta actitud, que es involuntaria, lleva a una serie de movimientos incompletos que dependen de la organización y funcionamiento neurales. Sin embargo, el componente motor no es el único aspecto relevante en la emoción; también existe una activación mental, que permite la experiencia de la emoción. La ejecución motora adecuada permite la “reducción” de la emoción. En suma, los aspectos motores y cognitivos constituyen elementos relevantes en la teoría de Bull. En términos parecidos se ha pronunciado en algunos trabajos Sheets-Johnstone (2000), autora para quien existe una clara asociación entre la experiencia de la emoción y los movimientos generales del organismo, ambas peculiaridades dependientes del procesamiento de la información que el individuo lleva a cabo.

En este mismo marco de referencia, Leventhal (1974) propone que, para conocer perfectamente una emoción, es necesario tener en cuenta la experiencia subjetiva. La teoría de Leventhal incluye cuatro aspectos importantes, o sistemas, como los denomina el propio autor: a) un mecanismo interpretativo, que activa las reacciones emocionales; b) un sistema expresivo con posibilidad de autofeedback, que permite definir la cualidad subjetiva de la emoción; c) un sistema de acción motora; d) un sistema de reacción corporal (fisiológica). Una teoría de la emoción debe tener en cuenta los aspectos subjetivos, conductuales y fisiológicos. En última instancia, Leventhal propone un modelo de dos fases: fase perceptivo-motora y fase de acción motora y visceral. La delimitación más minuciosa de estas aportaciones ha dado lugar a una de las formulaciones más importantes en el ámbito emocional de los últimos tiempos.

En otro orden de cosas, aunque estrechamente relacionado con lo que acabamos de comentar, el planteamiento de Leventhal (1984) representa la contrapartida, desde un punto de vista psicológico, de una de las orientaciones neurobiológicas más aceptadas en la actualidad: la propuesta por Gainotti (2000). Leventhal (1979, 1984) propone, por una parte, que cada emoción está conformada por diversos componentes, y se basa en la activación de operaciones en distintos niveles; y, por otra parte, que el sistema de procesamiento emocional se encuentra jerárquicamente organizado, siendo dicha jerarquización el resultado de las construcciones que el individuo ha realizado a lo largo de su experiencia. El nivel más bajo en este sistema jerárquico está formado por un conjunto de programas neuromotores innatos, cada uno de los cuales se corresponde con una emoción básica, de tal suerte que, cuando aparece un estímulo apropiado, uno de estos programas se activa, produciendo, por una parte, un patrón específico de reacciones expresivas -conductuales y autonómicas-, y, por otra parte, un sentimiento concreto. A partir de las experiencias que adquiere ese individuo, esto es, a través del desarrollo ontogenético, esos programas neuromotores innatos quedan incorporados en (pasan a depender de) dos diferentes niveles del procesamiento emocional: el nivel esquemático y el nivel conceptual. El nivel esquemático está basado en un mecanismo de condicionamiento, que permite establecer asociaciones entre ciertas condiciones bajo las cuales se produjo un determinado estímulo y un programa neuromotor particular. Estas memorias almacenadas permiten que, en un momento posterior, cuando de nuevo se presente el estímulo en cuestión, den como resultado la experiencia sentida de un modo casi automático y espontáneo. El nivel conceptual, que es el más complejo, está basado en los conocimientos y proposiciones que el individuo maneja, y que se refieren a la emoción, permitiéndole ejercer un cierto control sobre la expresión de dicha emoción, dependiendo de la conveniencia social, la oportunidad, los objetivos perseguidos, etc. Es decir, este último nivel tiene que ver con la evaluación y la valoración cognitivas conscientes de la significación del estímulo en su contexto, de las connotaciones socioculturales que posee, y de la pertinencia adaptativa de la eventual respuesta. Como indican los autores que argumentan una propuesta similar desde el plano neurobiológico (Gainotti, Caltagirone y Zoccolotti, 1993; Gainotti, 2000), la aportación de Leventhal permite plantear que los dos niveles superiores, el esquemático y el conceptual, tendrían estructuras neurobiológicas diferentes: subcorticales y corticales, respectivamente. No obstante, como hemos expuesto en un trabajo previo, centrado en las orientaciones biológicas en el estudio de la Emoción (Palmero, 2003), además de esa distinción esencial cortical-subcortical, habría que proponer otra no menos importante: hemisferio derecho-hemisferio-izquierdo -incluso, dentro de cada hemisferio, la localización anterior-posterior.

 

La teoría de la información 

La teoría de Siminov (1970) tiene una inicial argumentación relacionada con lo que el propio autor denomina “emoción negativa”. Como indicaba Strongman (1978), en términos de teoría de la información se podría establecer la siguiente propuesta

  

donde la emoción (E) es igual a la necesidad (-N) por la diferencia entre la información necesaria (In) y la información disponible (Id). En este contexto, la información se refiere a la posibilidad de conseguir una meta, de tal suerte que, cuando la información que posee el sujeto no es apropiada o suficiente, los mecanismos nerviosos desencadenan la emoción negativa. Por lo que respecta a las emociones positivas, Siminov argumenta que, cuando la información disponible es mayor que la información necesaria, ocurre la emoción positiva. En definitiva, lo más relevante de la teoría de Siminov es la relación que establece entre necesidades y emoción, de tal forma que, si no existen necesidades, no ocurren emociones.

Desde planteamientos parecidos, Leeper (1948) argumenta que las emociones no tienen efectos desorganizadores sobre la conducta; más bien, las emociones organizan y motivan la conducta de un sujeto. Las emociones controlan la conducta, aunque el sujeto no sea consciente de ello, y permiten la actividad mental, la dirección hacia una meta, la elección de una alternativa, la solución de problemas. En un trabajo posterior, Leeper (1970) propone que las emociones no sólo funcionan como motivadoras, sino también como percepciones. Poseen una forma de información relevante para permitir la organización de las conductas a realizar. Es éste el argumento que utiliza Leeper para afirmar que las emociones son una forma de cognición. Los motivos emocionales dependen de un mecanismo similar al de los motivos basados en las necesidades fisiológicas. Así, las emociones deben ser consideradas como una parte del continuo motivacional, el cual se desplaza desde los motivos fisiológicos, en un extremo, hasta los motivos emocionales, en el otro extremo. Además, Leeper (1970) plantea que, desde un punto de vista evolucionista, filogenético y ontogenético, las emociones y los motivos fisiológicos son considerados procesos inferiores a los correspondientes a la percepción y la cognición. En definitiva, Leeper argumenta una aproximación en la que coexisten las dimensiones organizadora, motivacional y perceptiva, que son necesarias para entender las emociones.

En este marco teórico, referido a la relevancia de la información para entender las emociones, uno de los acercamientos que se ha mostrado más productivo en los últimos años ha sido el de Peter Lang. Parte el autor de su clásica argumentación (Lang, 1979), genéricamente denominada “Teoría bio-informacional”, en la que pone de relieve que los pensamientos (actividad cognitiva o imaginativa), las reacciones psicofisiológicas (actividad visceral y somato-motora) y la conducta se encuentran estrechamente unidos. Señala el autor que las emociones son almacenadas en la memoria como estructuras de información que incluyen un patrón de respuestas fisiológicas asociado con un estado emocional. El recuerdo de una emoción activa la información sobre las respuestas fisiológicas asociadas con dicha emoción. Como consecuencia, las respuestas fisiológicas producidas por el recuerdo -la imaginación- son bastante similares a las respuestas fisiológicas producidas por la ocurrencia real de la emoción recordada.

En este contexto, Lang (1990) perfila su perspectiva, señalando que la emoción hace referencia a un patrón de acción, definido por una estructura específica de información en la memoria, de tal forma que, cuando se accede a ella, se procesa como un programa conceptual y motor. La estructura de información en la emoción incluye tres categorías primarias: a) la que está relacionada con el estímulo desencadenante y su contexto; b) la que está relacionada con la respuesta apropiada a ese contexto, incluyendo la conducta verbal expresiva, las acciones abiertas, y los eventos viscerales y somáticos que median entre la activación y la propia conducta; c) la que está relacionada con el control sobre el estímulo y la respuesta. Existe algún trabajo actual (Helfer, 1999), que no parece confirmar las propuestas defendidas por Lang. En efecto, la autora comenta que los datos obtenidos en su trabajo, siendo interesantes, no confirman la idea de Lang, ya que no existe una similitud en las respuestas fisiológicas cuando se recuerda un evento y cuando el evento ocurre en tiempo real. Son datos que sugieren la necesidad de repetir este tipo de trabajos, ya que, dependiendo del tipo de emoción implicada, y de la situación actual, las respuestas fisiológicas van en un sentido o en el sentido opuesto.

Más recientemente, Lang (2000), manteniendo la importancia de la dimensión cognitiva, y su clara vinculación con la respuesta psicofisiológica, ha profundizado en la descripción teórica de un modelo emocional, en el que la percepción, la atención, la motivación, y un amplio abanico de variables activacionales, permiten entender las dos manifestaciones básicas de la conducta: la aproximación y la retirada. Así pues, la emoción es un proceso que implica dos sistemas motivacionales: apetitivo y defensivo (Lang, Bradley y Cuthbert, 1998a, 1998b). Ambos sistemas se encuentran organizados en estructuras subcorticales, así como en circuitos corticales profundos, que median las reacciones a los reforzadores primarios, al menos en los mamíferos. Cuando algún estímulo afecta a un individuo, estos dos sistemas se activan para producir una respuesta amplia y generalizada, que se manifiesta en los planos cortical, autonómico y somático, y que tiene como objetivo conseguir la mejor adaptación posible a la situación presente.

 

2.- La evaluación y la valoración 

            Es frecuente encontrar que, a la hora de referirse a la relevancia que posee un determinado estímulo o acontecimiento para una persona, se utilizan de forma indiscriminada los términos de evaluación y valoración. Aunque quien maneja con frecuencia tales términos conoce sobradamente la fundamentación teórica y conceptual que los califica, estimamos que en el estudio de la Emoción parece pertinente reseñar algunos matices. Así, la evaluación hace referencia al reconocimiento, la ubicación en una determinada localización dimensional, la medición, de un estímulo o situación que afecta a un individuo. La valoración, en cambio, se refiere a lo que ese individuo estima o cree que será su interacción con ese estímulo o acontecimiento; esto es, la valoración hace referencia a cómo cree un individuo que le afectará ese estímulo: ¿representa un beneficio o una pérdida?, ¿pone en peligro su estabilidad?, ¿supone un cambio a una situación mejor?, o, por el contrario ¿supone un cambio a una situación peor? En la valoración se incluye necesariamente el bienestar, el equilibrio, la estabilidad de un individuo. La evaluación y la valoración, con los matices que acabamos de reseñar, son pasos necesarios en la ocurrencia de un proceso emocional. Sin dichos elementos no ha lugar a hablar de emoción alguna, ya que una emoción ocurre en la medida en la que previamente se ha llegado a la conclusión de que el estímulo que es evaluado y valorado posee la suficiente capacidad como para producir esa desestabilización o desequilibrio en un individuo. La valoración significativa es la clave en la ocurrencia de una emoción. Y, aunque se pueda proponer que no todas las valoraciones significativas dan lugar a una emoción, también podemos proponer sin lugar a dudas que toda emoción siempre es el resultado de una valoración significativa. Así pues, la importancia de la evaluación y la valoración está fuera de toda duda, ya que es imprescindible para el proceso emocional, y dará lugar a la experiencia de la emoción o sentimiento, cuando el proceso ocurre de forma consciente, y dará lugar a la respuesta fisiológica atingente al resultado de la evaluación y la valoración, tanto cuando el proceso ocurre de forma consciente como cuando cursa por debajo de los umbrales de la consciencia. Como hemos señalado en otro trabajo (Palmero, 2003), esas respuestas fisiológicas y motoras que aparecen de forma súbita, sin que apenas sea consciente el individuo de que ha ocurrido un estímulo que las desencadena, también son el resultado de una evaluación y valoración previas. Porque, si no fuese así, ¿alguien podría demostrar por qué ocurren esas manifestaciones y ajustes?, ¿quién podría defender que esos cambios corporales que se producen no son los que en algún momento el organismo ha decidido que son los más apropiados a la vista del estímulo o acontecimiento que le afecta?, ¿quién podría defender que no existe una forma de evaluación y valoración en los antecedentes inmediatos de esas respuestas?; quizá se trate de una forma muy rudimentaria y elemental de dilucidar la relevancia; quizá se trate de una muy ancestral, simple y superficial forma de evaluación y valoración, pero ocurre.

            Así pues, en este marco de referencia, aunque son también diversos los planteamientos defendidos para demostrar la importancia de la evaluación y la valoración, hay algunos que son especialmente notables, al menos si nos atenemos a la repercusión que han tenido en el devenir de los estudios sobre la Emoción

 

La evaluación de la fisiología 

Cabe hablar en este punto de los trabajos realizados por Marañón y por Schachter. Así, creemos que el trabajo de Gregorio Marañón (1924) ha sido fundamental para el desarrollo de las posteriores orientaciones cognitivistas en el estudio de la emoción. En su experimentación, tras administrar una inyección de epinefrina a un conjunto de sujetos, descubre que el 30% de los mismos decía experimentar una auténtica emoción, mientras que el 70% restante decía que experimentaba algo parecido a una emoción, pero su experiencia era más fría y no típica de lo que ellos consideraban una auténtica emoción.

Marañón descubre que los sujetos que habían informado acerca de la experiencia de una auténtica emoción tenían un motivo para esa experiencia, ya que habían experimentado pensamientos relacionados con la tristeza mientras se producían los efectos de la epinefrina. Este aspecto es fundamental, pues, como señala Marañón -y más tarde el propio Schachter-, permite enfatizar el papel importante de la cognición en el desencadenamiento de una emoción. Si bien la activación fisiológica, que se había producido por efecto de la inyección de epinefrina, es un factor importante en el proceso emocional, no menos importante resulta lo que Marañón denomina “razón intelectual”, aspecto éste que permite la interpretación de los cambios fisiológicos. En última instancia, Marañón propone una teoría de la emoción en la que existen dos factores: la activación del sistema simpático, que produce los cambios fisiológicos, y la evaluación de la situación, que permite interpretar esos cambios fisiológicos. El primero de los dos factores estaría referido a la emoción vegetativa, y el segundo factor a la emoción psíquica.

A partir de las aportaciones de Marañón, de una forma bastante similar, Schachter (1959, 1964, 1972), plantea una teoría en términos fisiológicos/cognitivos, estableciendo que los estados emocionales están determinados principalmente por factores cognitivos y fisiológicos. Según Schachter (1964, 1965, 1970, 1972) y Schachter y Singer (1962, 1979), cualquier estado emocional es el resultado de dos factores: por una parte el arousal o activación fisiológica, y, por otra parte, los aspectos cognitivos relacionados con las causas ambientales de dicha activación fisiológica. Los dos factores son necesarios para que se produzca la emoción, de tal suerte que cada uno de ellos, individualmente, no puede originar la emoción. Es de la interacción de ambos de la que surge la emoción. En esta argumentación teórica, la emoción se produce a partir de la percepción del arousal por parte del sujeto, haciendo que éste sienta la necesidad de buscar las causas de dicha activación. Tal como plantea el propio Schachter (1972), el sujeto, cuando experimenta su activación fisiológica, busca realizar una atribución causal en su medio ambiente externo. La percepción de la activación o arousal es previa al proceso de atribución, haciendo que la emoción adquiera la característica de la intensidad -en cierta medida, se trata de una argumentación al estilo de James. Una vez el sujeto busca en el ambiente las causas de esa emoción, o, lo que es lo mismo, cuando el sujeto realiza la atribución causal de esa emoción, la emoción adquiere la característica de la especificidad o cualidad. Esta situación concreta se produciría cuando el sujeto se siente activado y no sabe por qué.

En última instancia, los clásicos trabajos de Marañón (1924) y de Schachter y Singer (1962) demuestran que la activación fisiológica y los factores cognitivos pueden ocurrir de forma independiente, aunque, en ausencia de la activación fisiológica, los factores cognitivos por sí solos son insuficientes para que la experiencia de la emoción resulte completa.

De modo general, el modelo planteado por Marañón y por Schachter puede ser considerado como una combinación de las aportaciones de James y de Cannon. Concretamente, la formulación de estos dos autores, al igual que la de James, plantea que los cambios corporales están implicados y anteceden a la experiencia de la emoción. Por otra parte, al igual que la teoría de Cannon, se propone que la interpretación de un evento es importante para la completa experiencia de la emoción. Ahora bien, la teoría de Schachter de forma particular va más allá de las teorías de James y Cannon, en tanto que plantea que los cambios fisiológicos y los factores cognitivos son necesarios para la experiencia de la emoción.

Es importante este matiz, pues, al menos así lo estimamos, permite considerar la formulación de Schachter entre las teorías cognitivistas. Como quiera que el propio Schachter (1964) llega a expresar que sería más pertinente encuadrar su propia teoría como neojamesiana, pues la evaluación se realiza sobre los cambios fisiológicos, sobre el arousal, cabría la posibilidad de encuadrar su argumento como no cognitivista. Sin embargo, creemos que, realmente, Schachter está salvando uno de los errores o problemas implícitos en la argumentación de James: el referido a la evaluación de los cambios corporales. Para Schachter (1964), sería muy difícil considerar la emoción sólo como los cambios viscerales o periféricos; es necesario considerar también el componente cognitivo. Aquí es donde más se ve la influencia de Marañón, pues Schachter defiende que los cambios fisiológicos, por sí solos, no son suficientes para iniciar la experiencia de una emoción. Los cambios fisiológicos han de ser explicados e interpretados, y, cuando ello ocurre, el sujeto experimenta una emoción particular, o cualquier otro estado no emocional. La secuencia causal en la formulación de Schachter es la siguiente: estímulo, cambios corporales, percepción de los cambios corporales, interpretación de los cambios corporales, emoción; como se aprecia, es una especificación cognitivista de la teoría de James.

La diferencia entre James y Schachter se centra en que, para aquél, los cambios fisiológicos o corporales ya poseen su propio rótulo emocional (aunque James no explica qué sucede entre la ocurrencia de los cambios corporales y la experiencia subjetiva de la emoción), mientras que, para Schachter, se requiere alguna forma de cognición que interprete esos cambios fisiológicos (esto es, Schachter indica que lo que ocurre entre los cambios corporales y la experiencia subjetiva de la emoción es un proceso de evaluación de dichos cambios corporales). Tras ese proceso de cognición, el sujeto pone rótulo a la emoción. En cualquier caso, para que ocurra una emoción, son necesarios los dos factores, ya que cada uno de ellos, de forma aislada, no puede producir la emoción.

 

La valoración 

Aunque en la década de los sesenta ya se aprecia el empuje de la orientación cognitivista, será a finales de la década de los setenta, con el declive del conductismo más radical, cuando la orientación cognitivista comienza a dominar el ámbito de la Psicología, particularmente también el de la Emoción (Campos y Barrett, 1990). La esencia de los planteamientos cognitivistas en el estudio de la emoción se centra en la idea de que, para conocer las emociones, es imprescindible conocer previamente cómo realizan las personas sus juicios acerca del ambiente en el que viven, ya que las emociones se producen como consecuencia de los juicios acerca del mundo. Es decir: las emociones requieren pensamientos previos.

En este marco de referencia, cuando se analiza detenidamente cualquier argumentación cognitivista acerca de la emoción, da la impresión de que no parece representar nada nuevo, teniendo sus orígenes claros en las formulaciones de Aristóteles. En el ámbito de la Psicología, es el trabajo de Magda Arnold con el que se puede comenzar a hablar de la aproximación cognitivista moderna en el estudio de las emociones. Aunque, como indican Reisenzein y Schönpflug (1992), es posible localizar ciertos esbozos dispersos en las aportaciones de algunos autores, Arnold es quien primero expone, de una forma detallada en dos volúmenes, las investigaciones previas relacionadas con los aspectos psicológicos (Arnold, 1960a) y neurológicos y fisiológicos (Arnold, 1960b) de la emoción, planteando también su propia teoría en términos de relevancia de la valoración para entender la ocurrencia de las emociones. En última instancia, la argumentación de Arnold descansa en la importancia de los factores cognitivos (valoración) y de los factores fisiológicos (ajustes y respuestas del organismo a las demandas de la situación a la que se enfrenta).

En cuanto a los factores cognitivos, la valoración hace referencia a una especie de constructo que nos permite obtener cierta información acerca del ambiente que nos afecta. Hace referencia a un análisis de la significación de los estímulos y eventos con los que se enfrenta un organismo, teniendo que ver con la dilucidación del modo en el que una estimulación presente puede afectar a la integridad de un organismo. Valoramos un estímulo o situación en términos de bueno o malo para nosotros. Hay que reseñar, no obstante, que los juicios implícitos en la valoración no tienen necesariamente connotaciones de razonamiento intelectual, pues pueden poseer sólo una naturaleza directa, inmediata, no reflexiva, automática, y están referidos a la significación de los eventos que afectan al sujeto. Más concretamente, pueden referirse a la relación del sujeto con los eventos y objetos de su medio ambiente, sin implicar un procesamiento cognitivo de alto nivel. Es éste un aspecto importante, ya que la naturaleza de la valoración implicada en la producción de las emociones no se refiere necesariamente a un juicio intelectual[1].

Según Arnold (1970), cualquier cosa con la que se encuentra el sujeto es evaluada y valorada de forma automática. En este planteamiento, la valoración es de suma importancia. Concretamente, la valoración complementa la percepción del sujeto, produciendo una tendencia a hacer algo: cuando esta tendencia es fuerte, se denomina emoción. Esta valoración puede producirse a partir de la influencia de un estímulo exterior, o a partir de la influencia de un estímulo interno, como la memoria o la imaginación. En este último caso, las expectativas del sujeto juegan un papel relevante. Ésa es la idea de Arnold (1960a, 1960b), que sin valoración (appraisal) no es posible la emoción. Parafraseando a Arnold: “Para que ocurra una emoción, el estímulo debe ser valorado como algo que me afecta de algún modo, que me afecta personalmente como individuo, con mi experiencia particular y mis metas particulares” (Arnold, 1960a, p. 171). Para esta autora, la secuencia de eventos en el proceso emocional es la siguiente: percepción, appraisal, emoción. Es decir, la emoción resulta de una secuencia de eventos que tienen que ver con los procesos de percepción y valoración. Arnold intenta distinguir entre emoción y sentimientos. Las emociones se derivan de la valoración, positiva o negativa, de los objetos percibidos o imaginados, mientras que los sentimientos se derivan de la consideración beneficiosa o perjudicial que tiene para el sujeto la valoración realizada. Para Arnold, las acciones deliberadas, que no implican emoción o sentimiento, conforman la mayor parte de nuestras conductas, y requieren un juicio racional, permitiendo distinguir la conducta humana de aquella de los animales inferiores. Un sujeto humano es capaz de evaluar una situación en términos de posibilidad inmediata (emocional) o de posibilidad a más largo plazo (no emocional), mientras que los animales inferiores sólo poseen la capacidad para responder inmediatamente (capacidad emocional). Además de la relevancia de la valoración en el momento en el que ocurre un evento, Arnold considera que también es necesario identificar la activación fisiológica; es necesaria la actividad cognitiva para interpretar dichos cambios. Es decir, si conocemos qué está ocurriendo fisiológicamente desde que se produce la percepción hasta que empieza la emoción, se podrá conocer mejor la emoción.

 

En cuanto a los factores fisiológicos, las manifestaciones del organismo representan el resultado de la valoración que acaba de ocurrir. No se puede negar que la teoría de la emoción que propone Magda Arnold posee connotaciones fisiológicas. Los trabajos que lleva a cabo en la década de los setenta (Arnold, 1970) ponen de relieve que se basa en ideas de autores que han estudiado la emoción desde una vertiente fisiológica. Concretamente, en la teoría de Arnold son importantes los planteamientos de MacLean (1949), en los que se defiende la existencia de tres cerebros, o tres niveles de funciones cerebrales, el reptiliano, el paleomamífero y el neomamífero. Son también relevantes los planteamientos de Lindsley (1951, 1957), en los que se argumenta que la activación emocional se refleja en la corteza, el diencéfalo y el troncoencéfalo. Considera Arnold que el sistema límbico, el hipocampo y el cerebelo son estructuras importantes para entender la emoción.

Por otra parte, es conveniente recordar que, aunque en gran medida Arnold construye su teoría de la emoción criticando los planteamientos de Darwin y de James, particularmente de este último, también se aprecian en su teoría claras influencias de ambos autores. Así, como influencia de Darwin, Arnold defiende que las emociones son respuestas que tienen como objetivo garantizar la adaptación y supervivencia del organismo en determinados momentos, de tal suerte que cada emoción puede ser considerada como un impulso para la acción dirigida a la adaptación. Como influencia de James, Arnold cree que cada emoción posee un patrón específico de respuesta fisiológica. Incluso, llegará a establecer que existe un principio de reducción del impulso en las respuestas fisiológicas, ya que éstas, no sólo permiten solucionar el eventual problema al que se enfrenta el organismo, sino que también permiten liberar la tensión que se había acumulado como consecuencia de la aparición de dicho problema.

Así, en su trabajo capital para el desarrollo de las modernas teorías cognitivistas en Psicología de la Emoción, Arnold (1960a, 1960b) defiende su teoría planteando que la emoción es una tendencia sentida, que lleva a una persona a aproximarse a lo que es bueno, a evitar lo que es malo y a ignorar lo que es indiferente (el sistema límbico sería la estructura que controla esta dimensión de agrado-desagrado). Más específicamente, Arnold sugiere que los eventos o situaciones son valorados como buenos o malos para un organismo a partir de tres ejes: beneficioso-perjudicial, presencia-ausencia de algún objeto -evento concreto que está siendo valorado, y que es el que potencialmente desencadenará la emoción, si así concluye el proceso de valoración-, y dificultad para aproximarse o evitar ese objeto.

Estas importantes aportaciones de Arnold serán asumidas por Richard Lazarus, quien puede ser considerado su seguidor más directo. En efecto, Lazarus (1966, 1982, 1984) ha planteado la importancia de la valoración cognitiva para entender la ocurrencia de una emoción. Por sí solos, los cambios corporales son insuficientes para la experiencia de la emoción; es necesario evaluar previamente la situación para entender las connotaciones de la misma, y para generar expectativas acerca de la significación personal que dicha situación posee para el organismo. Esto es, para que una persona experimente una emoción, el primer paso de la secuencia procesal es la valoración cognitiva de la situación (Lazarus, Kanner y Folkman, 1980). Como ha señalado en múltiples ocasiones Lazarus (1966, 1991), existen tres formas de valoración: a) primaria, que se refiere a la decisión del sujeto sobre las consecuencias que tendrán sobre su bienestar los estímulos que le afectan; estas consecuencias pueden ser positivas, negativas o irrelevantes; b) secundaria, que se refiere a la decisión del sujeto acerca de lo que debe o puede hacer tras la evaluación de la situación; es decir, la capacidad para controlar las consecuencias del evento; c) revaloración, que se refiere a la constante evaluación que debe hacer el sujeto en su proceso interactivo con el ambiente; esto es, la constatación de los resultados obtenidos con las valoraciones primaria y secundaria. La inclusión de esta tercera forma de valoración refleja las connotaciones dinámicas del proceso de valoración, tal como lo entiende Lazarus. El sistema que propone Lazarus se encuentra en un estado de flujo continuo, de tal suerte que cada variable implícita en el sistema puede actuar como antecedente, como mediadora, o como resultado en el mismo, dependiendo, claro es, del punto temporal o momento del flujo en el que dicha variable sea analizada.

 

En este marco teórico, los sucesivos procesos de valoración determinan qué emociones sentirá el sujeto. Las emociones constituyen procesos desorganizadores que interrumpen la actividad del sujeto, provocan un perturbador estado de activación, e impulsan al sujeto a realizar ciertas actividades, desatendiendo otras conductas. Los indicios de la existencia de una emoción son los siguientes: aspectos subjetivos, aspectos fisiológicos e impulsos de acción. Según Lazarus (1977), estos tres aspectos no se encuentran siempre en sincronía. Lazarus habla de emociones agudas, como la alegría, el miedo o la ira, que son el resultado de una relación particular y concreta con algún evento del momento presente. Con la expresión de emociones agudas, Lazarus se refiere a aquellas respuestas con características de brevedad e intensidad. Pero, además, es posible hablar de emociones más duraderas, a las que Lazarus denomina humores o estados afectivos, que también están basados en los juicios acerca de la relación entre la persona y su ambiente, aunque su implicación es mucho más amplia y duradera que la de las emociones agudas. En ambos casos, esto es, tanto si se trata de respuestas agudas, cuanto si se trata de respuestas prolongadas, cada emoción expresa el resultado del análisis cognitivo y el impulso para la acción, que, en líneas generales, se refiere a las connotaciones de amenaza o de beneficio para el organismo.

Por otra parte, son también interesantes las estrategias de control que posee el sujeto para enfrentarse a los efectos perturbadores de las emociones. Concretamente, se puede cambiar el sentimiento sobre la situación, o se puede intentar cambiar la propia situación. Esto es, si la valoración (appraisal) es importante en la teoría de Lazarus, como momento previo (necesario en la terminología de Lazarus) en la ocurrencia de un proceso emocional u otro, o ninguno, porque implica el análisis de la significación que posee el estímulo o la situación, no es menos importante el afrontamiento (coping) en el desarrollo del proceso emocional, pues, según cómo sea el afrontamiento, se puede cambiar por completo la significación que tiene para el bienestar del sujeto lo que está ocurriendo. Esta significación puede ser cambiada de dos formas: por una parte, mediante acciones que alteran los términos y condiciones actuales en la relación entre la persona y el ambiente, y, por otra parte, mediante la actividad cognitiva que influye en el desplazamiento, en la evitación, o en la significación de la situación que origina el problema. La primera forma de cambiar la significación, la que se refiere a las acciones, se denomina afrontamiento centrado en el problema o situación. La segunda forma de cambiar la significación, la que se refiere a la actividad cognitiva, se denomina afrontamiento centrado en la emoción, más comúnmente denominado afrontamiento cognitivo, ya que, para el autor, el afrontamiento centrado en la emoción es un proceso esencialmente cognitivo. En definitiva, la argumentación de Lazarus defiende que los factores cognitivos deben preceder a la emoción.

Con esos dos antecedentes (Magda Arnold y Richard Lazarus), han surgido diversas aproximaciones basadas en la importancia de la valoración, todas ellas con el denominador común de los procesos cognitivos antecediendo a la ocurrencia de una emoción, de tal forma que las emociones ocurren porque el resultado de la valoración realizada indica que el evento o situación es significativo para el bienestar o equilibrio del organismo en cuestión (de Rivera, 1977; Weiner, 1986; Ellsworth, 1991; Roseman, 1991, 1996; Roseman, Antoniou y Jose, 1996, entre otros). Una de las líneas de investigación que más frutos está aportando en la actualidad es, precisamente, la que se deriva de la “solución” propuesta al “problema” de la relación existente entre procesos afectivos y procesos cognitivos, abogando, en última instancia, por una continua interacción entre ambos tipos de procesos (Lazarus, 1999).

 

Las primacías 

Aunque son diversos los autores que han defendido la primacía, e incluso la independencia, de los procesos cognitivos o de los procesos afectivos, en este apartado nos remitiremos sólo a algunos de ellos, ya que consideramos que su aportación ha sido importante en un momento concreto del desarrollo de la Psicología de la Emoción. Dicha relevancia la justificamos a partir de dos parámetros que nos parecen insoslayables: por una parte, la correcta argumentación de su planteamiento en el momento en el que fue propuesto, hecho que permitió que otros autores se unieran a esa formulación; por otra parte, la enorme repercusión que siguen teniendo en la actualidad, haciendo necesaria su referencia para entender el futuro más inmediato.

Por lo que respecta a la primacía de la cognición sobre la emoción, Mandler (1975) comentaba que el estudio de la Emoción significa hacer referencia a la clásica relación mente-cuerpo. Para Mandler (1984), lo importante es estudiar la emoción desde el punto de vista de los procesos. Hay que reseñar que el interés de Mandler por la especificación minuciosa del proceso emocional se origina en sus estudios centrados en los procesos de memoria y en la constatación de que las personas ansiosas poseen un rendimiento mnésico sustancialmente inferior al que muestran las personas no ansiosas. Una de las posibles explicaciones que formula Mandler se centra en la limitación de recursos que experimentan las personas ansiosas. En efecto, señala el autor, si consideramos la emoción como la confluencia de experiencias procedentes de la activación autonómica, de los análisis cognitivos del estado actual del ambiente en el que se desenvuelve la persona, y de los análisis y resultados derivados de la actividad de otros procesos cognitivos, lo más porbable es que se produzca algo conocido en Psicología Cognitiva: la limitación de recursos para llevar a cabo el procesamiento consciente de la información.

La teoría de Mandler se fundamenta en tres conceptos básicos: por una parte la dimensión cognitiva, referida a la importancia de la valoración; por otra parte, la dimensión fisiológica, que tiene que ver con las respuestas y ajustes que lleva a cabo el organismo en las situaciones que exigen la participación de la valoración; y, en tercer lugar, la relevancia de la dimensión subjetiva consciente. Esta última dimensión es el resultado de la combinación de las otras dos.

Al igual que James y la orientación conductista, Mandler considera que las manifestaciones autonómicas son importantes en la emoción. Ahora bien, la relevancia de estos cambios fisiológicos tiene que ser ubicada en el papel de variables que contribuyen al proceso de la emoción, y no considerar dichas manifestaciones fisiológicas como definitorias del proceso emocional.

Para Mandler (1975), la cognición parece jugar un doble papel en la emoción. En primer lugar, los factores cognitivos pueden ser considerados como elicitadores de un estado emocional; en segundo lugar, como una acción interpretativa y valorativa. Precisamente, esta función valorativa determina la cualidad emocional experimentada por el sujeto. En uno de los últimos trabajos, Mandler (1984) proponía un modelo cognitivo para el estudio del estrés, que recuerda bastante algunos argumentos de Selye (1950, 1956), pues enfatiza la idea de que las emociones, cuando son intensas, restringen el campo atencional del sujeto, pudiendo también interferir en los procesos cognitivos. Como se puede apreciar, estudiando la relación entre la cognición y la emoción, Mandler da prioridad procesal a la dimensión cognitiva.

 

Así pues, en la teoría de Mandler (1976), queda patente que la emoción consta de tres aspectos: activación, interpretación cognitiva y consciencia. La activación, que suele ser indiferenciada, hace referencia a la actividad en el sistema nervioso autonómico, particularmente en la rama simpática del mismo. La experiencia de la emoción y la conducta emocional son el resultado de la interacción entre la activación autonómica y la interpretación y valoración cognitivas. La activación proporciona la intensidad de la emoción, mientras que la interpretación y valoración cognitivas proporcionan la cualidad de la emoción. A partir de la activación y la interpretación-valoración cognitivas, se produce la consciencia emocional. Es decir, la activación del sistema nervioso simpático es el inicio de los procesos emocionales. El análisis de esa activación proporciona la cualidad emocional. Luego, el resultado de la valoración produce la consciencia y respuesta emocionales. En suma, la teoría de Mandler incluye: a) los estímulos del ambiente; b) un sistema estructurado que interpreta tales estímulos; c) dos sistemas de respuesta, uno que se refleja en la acción, y otro que lo hace a través de la activación fisiológica, esta última con dos funciones esenciales, la homeostasis y la búsqueda de información; 4) un sistema de feedback, que permite la percepción de la activación y el control de la acción.

Siendo importante la argumentación de Mandler, quien, a nuestro juicio, de forma más clara ha defendido la primacía de la cognición sobre la emoción ha sido Lazarus, autor que sugiere la pertinencia de distinguir entre “información” y “valoración”. Si bien la información se refiere a las características que definen a un estímulo o situación, la valoración se refiere a la significación que dicha información posee para la integridad y el bienestar de la persona que percibe ese estímulo o situación. El objetivo de la valoración cognitiva consiste en hacer congruentes dos aspectos en ocasiones contradictorios: por una parte, las metas y creencias que posee la persona respecto al ambiente, y, por otra parte, la propia realidad ambiental, que afectará al resultado de la interacción entre persona y ambiente. Cuando se enfatiza en exceso la dimensión personal, se cae en el autismo, mientras que, cuando se enfatiza en exceso la dimensión ambiental, se cae en la despersonalización. Parece evidente, entonces, que la mayor probabilidad de adaptación se encuentra en el mayor ajuste entre la realidad ambiental y la percepción que la persona posee del ambiente. Cuanto mayor sea la separación entre esas dos variables, tanto mayor será la probabilidad de desajuste y de desadaptación. Esta apreciación es muy importante. Veamos. El argumento de Lazarus, siguiendo la estela teórica de Aristóteles, viene a defender que “las cosas no son como son, sino como una persona las percibe”. Así, se puede entender que una persona no reaccione como “objetiva y adaptativamente” requiere la situación porque esa situación deja de ser lo que objetivamente es para convertirse en lo que subjetivamente percibe esa persona. Si, pongamos por caso, se trata de una situación que objetivamente entraña un peligro real para la existencia de esa persona (la presencia de un fiero león con ánimo destructivo), y, por razones diversas, esa persona no percibe la situación con los tintes de peligro y urgencia que implica, cabe esperar que las respuestas de esa persona se ajusten a lo que subjetivamente interpreta, y no a lo que objetivamente existe ante ella. En este ejemplo particular, es poco probable que se produzca la reacción emocional de miedo; es poco probable, también, que se produzca el ajuste fisiológico asociado a la emoción de miedo; es poco probable, en fin, que se produzca la respuesta motora de huida. No obstante, también nos parece harto improbable que esa persona sobreviva a la situación[2]. El desajuste entre lo que realmente es la situación y lo que esa persona percibe que es la situación tiene connotaciones desadaptativas, que ponen en juego la supervivencia del individuo cuando el peligro real y objetivo que entraña la situación es grande.

 

Creemos que el hecho de afirmar que “las cosas son como una persona las percibe” permite enfatizar la dimensión cognitiva en las interacciones que una persona lleva a cabo con su ambiente, con lo cual también estamos defendiendo que en los procesos emocionales tiene que existir alguna suerte de procesamiento cognitivo previo que antecede, e incluso condiciona y determina, la aparición de una emoción. Ahora bien, desde un punto de vista adaptativo, es imprescindible que dicha percepción se ajuste lo máximo a la naturaleza real de las cosas, porque, aunque las cosas “sean” para una determinada persona tal como dicha persona las percibe, las cosas siguen siendo como son.

Lazarus defiende su argumentación cognitivista de la emoción planteando que la emoción, no sólo está basada en la actividad cognitiva, sino que, además, contiene actividad cognitiva, así como otros componentes, como impulsos para la acción y cambios fisiológicos. Es decir, el hecho de enfatizar la actividad cognitiva en la generación de una emoción no significa igualar la emoción con el pensamiento frío.

Por lo que respecta a la primacía de la emoción sobre la cognición, uno de los máximos defensores ha sido Zajonc (1980, 1984), quien, claramente enfrentado a la propuesta de Lazarus, piensa que la emoción es independiente de la cognición, pudiendo ocurrir antes que cualquier forma de cognición[3]. Como han señalado algunos autores (Carlson y Hatfield, 1992; Scherer, 2000), Zajonc está interesado en descubrir la relación entre pensamiento (el procesamiento de la información a un nivel superior) y sentimiento (la reacción afectiva). La propuesta de Zajonc (Zajonc y Markus, 1990) se centra en el hecho de que, aunque en muchas ocasiones la cognición se encuentra asociada con la emoción, ésta puede ocurrir sin cognición. En cualquier caso, enfatiza Zajonc, la emoción ocurre antes que cualquier forma de procesamiento cognitivo. Algunos aspectos característicos de la formulación de Zajonc (1980) ponen de relieve que: a) la emoción es un proceso básico; es algo universal entre todas las especies animales; b) las emociones son inevitables; simplemente ocurren, tanto si quiere el sujeto como si no; c) las emociones son difíciles de alterar; una vez ocurre una emoción, se produce una sólida asociación con la situación que la desencadena; como las reacciones emocionales no responden a los argumentos lógicos, difícilmente lograremos modificarlas; d) las reacciones emocionales son difíciles de verbalizar; concretamente, parece que la comunicación de las emociones encuentra su principal medio a través de los lenguajes no verbales (fundamentalmente, la expresión). En última instancia, Zajonc establece que los procesos emocionales se encuentran fuera -por lo tanto, son independientes- de los procesos cognitivos. Sólo el hombre y algunos primates, dice Zajonc (1980), poseen córtex; por lo tanto, sólo ellos son susceptibles de poseer lenguaje y cognición[4]. Por el contrario, como quiera que todos los animales poseen troncoencéfalo, todos ellos poseen emociones. Esto hace que la cognición y la emoción puedan ser considerados como procesos independientes. Por último, al igual que proponen Tomkins (1981) y Plutchik (1991), es relevante destacar también que las emociones para Zajonc son reacciones fundamentales, innatas y adaptativas. En este sentido, como indica Izard (1991), la primacía de la emoción en la evolución parece clara, ya que el desarrollo evolutivo depende en gran medida de la expresión emocional, y a ciertas edades los procesos representativos, así como los evaluativos y valorativos, todavía no están lo suficientemente desarrollados. Es éste el caso del apego en los infantes de muchas especies[5].

Por otra parte, al igual que Zajonc, Bower (1981, 1994) está interesado en la relación entre cognición y emoción. Afirma que una variable afectiva como el humor o estado afectivo parece tener una poderosa influencia sobre los procesos cognitivos, incluyendo la memoria, el pensamiento y la percepción social. En su teoría, los eventos tienden a agruparse en el cerebro de acuerdo con los estados o humores a los que se encuentran asociados. Es como si el afecto constituyese uno de los criterios según los cuales se almacena la información que va llegando hasta el organismo. Así, según su teoría (Bower y Cohen, 1982), se puede hablar de una “memoria dependiente del estado”. La información que se adquiere durante un estado emocional particular se recuerda con mayor facilidad cuando el sujeto se encuentra en un estado emocional semejante. Pero, además, cuando el sujeto se encuentra en un estado emocional particular, tiende a focalizar su atención sobre aquellos eventos afines con su estado. Existe, por tanto, un filtro selectivo para la información que el sujeto adquiere. Es un planteamiento muy atractivo, que en la actualidad sigue siendo una de las importantes líneas de investigación, tal como veremos a continuación. En última instancia, las aportaciones derivadas de la controversia respecto a la eventual primacía de un proceso sobre el otro, o viceversa, son las que van a dar lugar a la configuración de las nuevas propuestas cognitivistas en el estudio de la emoción, que, con ligeros matices, llegan hasta la actualidad, convirtiéndose en uno de los campos más atractivos en el estudio de la Emoción.

 

3.- El nuevo modelo cognitivista 

Como señalábamos al comienzo del presente trabajo, la situación actual en el estudio de la Emoción gira en torno a dos grandes ejes: por una parte, el que tiene que ver con la localización de la infraestructura neurobiológica responsable de la emoción, tanto en lo que respecta al procesamiento de la información que llega hasta el organismo, como en lo referente a la preparación de la respuesta del organismo; por otra parte, el que tiene que ver con la delimitación de la relación existente entre procesos cognitivos y procesos afectivos. El primero de estos dos grandes apartados ya ha sido revisado y expuesto (Palmero, 2003). Por lo tanto, a continuación expondremos cuál es el estado de la relación existente entre cognición y afecto.

Al respecto, nos parece que la situación actual en el estudio de la Emoción es bastante paradójica, ya que, partiendo de los clásicos griegos, básicamente Platón y Aristóteles -sin olvidar las importantes aportaciones de los estoicos y los epicúreos, así como las de Descartes-, tras muchos avatares a lo largo del tiempo, culmina en nuestros días con planteamientos que recuerdan considerablemente las aportaciones de los clásicos griegos. En efecto, el devenir de las investigaciones y teorizaciones sobre la mente ha repercutido de forma importante sobre la propia evolución de la Psicología. Consiguientemente, para entender el momento actual en el estudio de la Emoción, en el que uno de los objetivos cruciales se centra en la delimitación de la relación existente entre cognición y afecto en general, es pertinente recordar brevemente lo que acabamos de señalar: la relevancia de las aportaciones de los clásicos para tomarlas como punto de referencia y cotejar lo que se está dilucidando en nuestros días. En efecto, sorprende descubrir cómo en las modernas formulaciones teóricas en torno a la Emoción se sigue debatiendo acerca de la pertinencia de considerar los tres procesos críticos -cognición, afecto y motivación- como entidades independientes (argumento platónico) o como entidades interdependientes e interrelacionadas (argumento aristotélico). Aunque es justificable el estudio de la evolución histórica de cada uno de los tres procesos, porque existe una cantidad impresionante de teoría e investigación al respecto, la orientación actual y del futuro inmediato está apostando por la consideración conjunta, incluso interdependiente (Lazarus, 1999) entre Cognición, Afecto y Motivación.

También es pertinente reseñar cómo las clásicas aportaciones de Descartes son objeto de debate en la actualidad. La postura dualista de Descartes ha sido minuciosamente revisada por Damasio (1994, 2000), considerando los puntos débiles de dicha formulación. Algo parecido llevan a cabo autores como Wozniak (1992) o Chalmers (1995), quienes sugieren que, para ubicar en su justa dimensión la relevancia de la teoría cartesiana en el plano de la relación entre cognición y emoción, hay que enfatizar que, según la formulación de Descartes, el alma racional contacta con el cuerpo en la glándula pineal, de tal suerte que la sensación consciente se produce cuando el alma racional es consciente de los espíritus animales, esto es: el cuerpo transmite información o afecta a la mente. La trayectoria inversa también es posible, ocurriendo que el alma racional puede alterar el curso de la acción de los espíritus animales, con lo que, en este caso, el alma afecta al cuerpo. Esta interacción entre el cuerpo y la mente no puede ser entendida, ni en términos espaciales, ni en términos no espaciales; de hecho, según Descartes, está más allá de toda posibilidad de comprensión. Dicho argumento, ridiculizado por Ryle[6] (1949) en términos de “el dogma del fantasma en la máquina”, ha sido denominado “bloqueo cartesiano” por Vesey (1965), ya que la formulación de Descartes culmina con la idea incomprensible de una mente puramente espiritual unida a un cuerpo puramente material.

La vigencia de las formulaciones clásicas en nuestros días se torna muy tangible cuando observamos que, de nuevo, se discute acerca de la pertinencia de estudiar la emoción como una disciplina independiente, o si, por el contrario, lo más apropiado es considerar que la emoción se encuentra inseparablemente unida a la cognición -incluso, como indica Lazarus (1999), a la cognición y a la motivación.

           

La interacción afecto-cognición 

            Parece evidente que el momento actual comienza a decantarse por la tendencia interaccionista, en virtud de la cual se admite la práctica imposibilidad de separar el afecto de la cognición. Frente a esta, cada vez más aceptada, postura, sigue habiendo ciertas reticencias esgrimidas por quienes todavía piensan que la emoción en particular, y el afecto en general, tiene la suficiente entidad como para no requerir de los procesos cognitivos. En nuestra modestia, estimamos que el hecho de que la emoción (o el afecto) tengan que ser considerados en completa interacción con la cognición no resta un solo ápice de relevancia al afecto. Es más, como trataremos de demostrar en la exposición de las últimas investigaciones, está completamente aceptado que la cognición es imprescindible para entender cómo aparece, se mantiene y se modifica el afecto; pero, y esto es lo importante en estos momentos, también está perfectamente delimitada la importancia del afecto para influir en el modo mediante el que se llevan a cabo los procesos cognitivos.

En definitiva, aunque cada vez con menor repercusión, sigue existiendo una cierta controversia en Psicología de la Emoción respecto a la relevancia, primacía, independencia, etc., entre el afecto y la cognición, controversia que refleja los ya clásicos enfrentamientos entre Lazarus (1984) y Zajonc (1984), a los que nos hemos referido con anterioridad. Probablemente, como ha señalado Lyons (1999), esta controversia encuentra una importante justificación en el hecho de que el pensamiento occidental se ha sentido muy cómodo con la consideración de la cognición y el afecto como instancias separadas, cada una de ellas con su propia realidad. Cualquiera que sea la razón por la que sigue vigente este desacuerdo, nos da la impresión de que gran parte del mismo es bastante artificial, pues, cuando se examinan con detenimiento los argumentos que sirven de base a la controversia, es fácil descubrir que la diferencia sustancial se encuentra en lo que se considera que es la cognición en cada una de las dos aproximaciones. Lazarus (1984) piensa que el reconocimiento de que el bienestar de un sujeto se encuentra amenazado es una forma de percepción valorativa primitiva. En cambio, para Zajonc (1984), la cognición debe requerir alguna forma de transformación del “input” sensorial, alguna forma de “trabajo mental”. En última instancia, aunque ambos autores coinciden en que se requiere alguna forma de información sensorial para que se experimente la emoción, no están de acuerdo en lo que se refiere a qué constituye la cognición. Lazarus define la cognición en términos de “conocimiento por el conocimiento”, mientras que Zajonc define la cognición en términos de “conocimiento por la descripción”. Es curioso reseñar cómo Zajonc no plantea la ausencia de un procesamiento previo de la información, lo que ocurre es que este procesamiento es mínimo, sólo de algunas características esenciales del estímulo, a las que denomina “preferanda”. Esta peculiaridad no se refiere a un procesamiento cognitivo propiamente dicho. Para Lazarus, el procesamiento previo de la información también es mínimo, muy similar a lo que entiende Zajonc; sin embargo, Lazarus denomina a este procesamiento el appraisal, que es una forma más de procesamiento cognitivo.

Esta discrepancia -en cierta forma, tan sólo aparente- entre quienes defienden la primacía de los procesos cognitivos y quienes defienden la de los procesos afectivos pierde gran parte de su significación si, además de lo que acabamos de exponer, añadimos que la valencia afectiva general, o la preferencia, no tienen que ser consideradas del mismo modo que los procesos emocionales. Al respecto, coincidimos con lo que argumenta Scherer (2000), cuando se refiere a que la insistencia que muestra Zajonc sobre la independencia de las preferencias afectivas respecto a los procesos cognitivos no parece un asunto muy pertinente para las teorías de la emoción. La postura de Zajonc, junto con otros planteamientos similares, ha llevado por desgracia a que en diversas ocasiones el término emoción sea utilizado como la valencia positiva o negativa de diferentes tipos de estímulos. Grave error, que lo único que ha conseguido es incrementar el nivel de entropía en un ámbito tan complejo como el de los procesos afectivos en general, o el del proceso emocional en particular.

Otro potencial punto de desacuerdo, bastante relacionado con la divergencia que acabamos de comentar, tiene que ver con la ubicación de la emoción en el ámbito general de la disciplina psicológica. Dicho con otras palabras, la relación y/o interdependencia de la emoción respecto a otros procesos psicológicos básicos. Al respecto, se puede apreciar cómo, para muchos autores, el estudio de la emoción puede llevarse a cabo sin contemplar la vinculación o asociación interdependiente de dicho proceso con otros procesos básicos. Este tipo de argumentos procede de las clásicas aportaciones de Platón. En efecto, como señalábamos anteriormente, Platón defiende la independencia de la razón (cognición), la pasión (emoción) y el deseo o conación (motivación). Aunque, más tarde, Aristóteles abogará por la imposibilidad de dividir el alma en tres instancias o áreas independientes al asumir la existencia de una interacción entre los diferentes niveles o planos de funcionamiento psicológico, fue la doctrina platónica la que se impuso. Así, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, hubo psicólogos que, interesados en alguno de los tres campos reseñados, adoptaron una postura individualizada de cada uno de ellos, generando gran controversia en el seno de la disciplina psicológica. En cierta medida, es una situación que sigue vigente, a pesar de los esfuerzos por volver a considerar la clara interacción entre emoción, motivación y cognición. Ahora, tras el relativo fracaso del cognitivismo puro, tras verificar empíricamente la imposibilidad de abstraer un funcionamiento cognitivo aséptico, sin interferencias afectivas, da la impresión de que se descubre la concepción interaccionista afecto-cognición (por citar la asociación que más litros de tinta está consumiendo en las dos últimas décadas); da la impresión de que una nueva piedra roseta va a permitir descifrar los entramados de la mente humana. Realmente tendríamos que hablar de un “redescubrimiento”. Yendo más allá de la disputa entre Lazarus y Zajonc (que ya hemos comentado más arriba) respecto a la primacía de la cognición o del afecto, ambos están aludiendo a la independencia (o relativa independencia, en el mejor de los casos) del proceso que para cada uno de ambos autores posee una posición de privilegio respecto al otro proceso. Las aportaciones más recientes de Lazarus (1999) abogan a favor de la interacción entre Cognición, Emoción y Motivación, de tal suerte que, según el autor, no es posible entender la dinámica conductual de un ser humano sin considerar la continuada interacción entre los tres procesos reseñados.

 

Relevancia de la cognición en el afecto 

La importancia de los procesos cognitivos en los procesos emocionales, y en el afecto en general, se fundamenta en la delimitación del proceso de valoración, asumiendo que éste es una condición necesaria para que ocurra un proceso emocional. Se ha tratado de explicitar cómo interviene la valoración en los procesos emocionales, para, a partir de ahí, defender la existencia de una interconexión entre procesos cognitivos y procesos emocionales. Aunque, tal como hemos expuesto anteriormente, éste ha sido durante mucho tiempo un asunto controvertido, el momento actual parece confirmar la relevancia de la valoración significativa como paso previo y necesario para que ocurra un proceso emocional. De este modo, asumiendo dicha premisa, parece sensato proponer que los procesos cognitivos se encuentran íntimamente relacionados con los procesos afectivos en general y con los procesos emocionales en particular.

Aunque el asunto de la valoración ha suscitado grandes controversias, ha sido tremendamente difícil demostrar la ausencia de un proceso que, como señalamos, parece imprescindible para entender por qué un mismo estímulo provoca reacciones diferentes en dos personas, e incluso para entender por qué ese mismo estímulo provoca reacciones diferentes en una misma persona en distintas ocasiones. Es evidente que existe un paso intermedio entre el estímulo y la reacción que permite a esa persona responder de un modo particular y no de otro a la ocurrencia de dicho estímulo. A ese paso intermedio le podemos denominar valoración o cualquier otra cosa, pero ahí está. Está, y tiene connotaciones de estimación acerca de la posibilidad, más o menos probable, de cambio en el bienestar o equilibrio de la persona u organismo que lleva a cabo el análisis de la situación o evento que le afecta. Es conveniente recordar aquí que incluso dos de los autores que sistemáticamente han sido ubicados fuera de las orientaciones cognitivistas (James, 1894; Zajonc, 1998), han llegado a admitir la existencia necesaria de un proceso de valoración previo a la ocurrencia de una emoción.

            Sigue habiendo, no obstante, algunos aspectos que llaman la atención. Tal es el caso de la capacidad que en ocasiones poseen las emociones para sorprendernos en su ocurrencia. Esta característica de imprevisibles, unida a la gran intensidad con la que suelen producirse tales respuestas, pueden llevar a la duda de si, también en esas ocasiones, se está produciendo un proceso de valoración. Una alternativa viable consiste en proponer la existencia de dos vías de ocurrencia de la valoración, tal como se expone en el siguiente cuadro.

 

 

Proceso “de abajo hacia arriba”

Proceso “de arriba hacia abajo”

Vías de la valoración

Computada

Reinstalada

Tipos de categorización

Basada en la teoría

Basada en el prototipo

Formas de procesamiento

Basado en reglas

Asociativo

Función conductual

Flexibilidad

Preparada/rígida

 

Doble vía en la ocurrencia de la valoración (Clore y Ortony, 2000)

 

Esto es, una de las vías tendría características “de abajo hacia arriba”, mientras que la otra mostraría connotaciones “de arriba hacia abajo”. Cada una de ambas vías o posibilidades mediante las que puede producirse la valoración que antecede a la ocurrencia de una emoción implica ciertas características que podrían ser reseñadas del siguiente modo:

 

Vías de la valoración

La valoración llevada a cabo desde la perspectiva “de abajo hacia arriba” consiste en el análisis e interpretación de la significación que poseen los estímulos y situaciones que afectan a un individuo. Implica la computación, o el análisis elaborado de cada una de las variables que configuran la situación, considerando la relevancia y la repercusión de cada una de ellas. De hecho, lo más habitual es este tipo de proceso, que permite la computación en tiempo real de la repercusión que esos eventos poseen para la integridad de ese individuo. Es decir, mediante este tipo de proceso, el análisis y valoración se llevan a cabo sobre eventos o situaciones que se encuentran fuera del individuo, y que, en cierta medida, representan una amenaza para su propio equilibrio, considerando la significación que posee esa situación en ese momento.

La valoración llevada a cabo desde la perspectiva “de arriba hacia abajo” consiste en la “reinstalación” o “reconstrucción” de valoraciones anteriores que en su momento ocurrieron como consecuencia de la significación que tenían eventos o situaciones a las que se tuvo que enfrentar ese individuo. Ahora, cuando aparece una situación o estímulo idéntico, similar o parecido a aquella situación pasada, de forma automática, se “reinstala” la misma valoración ocurrida entonces. En este tipo de proceso no cuenta la significación real que posee la situación actual, ya que lo verdaderamente importante es el impacto de la situación pasada. El análisis y valoración se llevan a cabo sobre eventos y situaciones que se encuentran fuera del individuo, pero, debido a su similitud con una valoración anterior, de forma automática son valorados según el mismo patrón que en la ocasión anterior. Con independencia de la significación real que posean, se convierten en situaciones con una determinada significación: la misma que tenía la situación que tiempo atrás fue valorada. Probablemente, como ha señalado Smelser (1998), uno de los antecedentes más claros de este tipo de activación emocional se encuentra en los trabajos de Freud (1900/1953), cuando proponía que las emociones específicas se encuentran enraizadas en situaciones traumáticas ocurridas durante la etapa infantil, incluyendo el propio trauma del nacimiento. La ocurrencia de una emoción en la vida adulta es simplemente la recurrencia de una emoción que tuvo su primera manifestación en un momento concreto del desarrollo infantil.

En última instancia, como señalan Clore y Ortony (2000), tanto da cuál sea la forma mediante la que se lleva a cabo el proceso de valoración de una situación o evento actuales, ya que lo verdaderamente importante es que la emoción ocurre como consecuencia de la activación de un proceso cognitivo relacionado con la significación de la situación. Aunque existen dos vías a través de las cuales pueden producirse las emociones, en ambas existe un proceso cognitivo previo, la valoración; aunque sean dos las vías de ocurrencia, la emoción que se desencadena es la misma (Ketelaar y Clore, 1997). La emoción refleja la valoración de la significación que posee una situación o estímulo, independientemente del modo mediante el cual se lleve a cabo esa valoración: de abajo hacia arriba, o de arriba hacia abajo.

 

Tipos de categorización

En cierta medida, los dos tipos de categorización implicados en la ocurrencia de una emoción reflejan las dos formas de categorización generalmente propuestas en los argumentos cognitivistas: por una parte, la categorización basada en el prototipo, o basada en el caso, y, por otra parte, la categorización basada en la teoría. En ambas posibilidades, la emoción ocurre como consecuencia de la ubicación, localización, o categorización de una situación como emocionalmente significativa.

La categorización basada en el prototipo hace referencia a la similitud existente entre características aparentes, de tal suerte que lo importante es delimitar en qué medida los atributos observables son idénticos o parecidos a los atributos del prototipo.

La categorización basada en la teoría se centra en la consideración de los aspectos subyacentes de la situación presente, estableciendo en qué medida se cumplen las características definitorias, independientemente de las características observables.

Aunque la primera de las dos formas de categorización es la más rápida, la que permite una temporalmente más breve decisión acerca de si la situación puede ser considerada como potencialmente significativa para la ocurrencia de una emoción, también es la que implica una mayor probabilidad de error, pues la apariencia de ciertas características manifiestas no significa necesariamente la existencia de la regla que tipifica esa situación.

Parece evidente que las dos formas de categorización pueden dar lugar a la ocurrencia de una emoción. Como indicaban algunos autores (Clore y Ortony, 1991; Sloman, 1996), la similitud con el prototipo proporciona una buena, rápida y eficiente estrategia de identificación, clasificación y reconocimiento de una situación como potencialmente capaz de desencadenar una emoción. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el prototipo posee poco valor en los planos del razonamiento y de la explicación, con lo cual parece pertinente establecer también la relevancia de una identificación basada en la teoría. De este modo, se minimiza considerablemente la probabilidad de ocurrencia de error.

 

Tipos de procesamiento

            Las dos formas de ocurrencia de una emoción, basadas en las dos vías de valoración, así como en las dos formas de categorización, también encuentran una correspondencia con dos formas o tipos de procesamiento, a saber, el asociativo y el basado en reglas. A partir del procesamiento asociativo, las situaciones y eventos son organizados de acuerdo con la similitud y contigüidad temporal subjetivas que poseen con otros eventos que forman parte de la experiencia de un individuo. A partir del procesamiento basado en reglas, la situación es organizada de acuerdo con estructuras simbólicas.

            Parece un hecho constatado que en la actividad diaria influyen las dos formas de procesamiento a la hora de entender cómo son categorizadas las situaciones. Al respecto, como indican algunos autores (Needham y Baillargeon, 1993; Kotovsky y Baillargeon, 1994; Smith, Griner, Kirby y Scott, 1996), estas dos formas de procesamiento se encuentran en la base de las dos posibles vías de ocurrencia de una emoción, debiendo reseñar al respecto que el procesamiento basado en reglas puede ocurrir de una forma no explícita ni deliberativa; es decir, por debajo de los umbrales de la consciencia.

            En última instancia, como ya hemos señalado, una determinada situación puede elicitar una emoción por cualquiera de las dos posibles vías, implicando de forma respectiva, una categorización concreta y un tipo de procesamiento particular. En ambas posibilidades, la situación termina siendo considerada por la persona como emocionalmente significativa, con lo cual, en el caso de que se cumplan las condiciones mínimas para la elicitación, se desencadena de forma súbita y automática la emoción correspondiente.

 

Tipos de función conductual

            En cuanto a las funciones conductuales que generalmente se atribuyen a las emociones, se puede hablar, por una parte, de la preparación para la acción inmediata (Toates, 1987, 1995), y, por otra parte, de la flexibilidad o versatilidad adaptativas (Scherer, 1984, 2000). Aunque las dos funciones conductuales son relevantes, en ocasiones resulta muy difícil combinar de forma coherente ambas, ya que la preparación para la acción inmediata puede ser contraproducente en aquellas situaciones que requieren un más elaborado y minucioso análisis, esto es, en aquellas situaciones en las que lo más adaptativo consiste en una respuesta flexible y versátil.

La función de preparación para la acción rápida parece una característica que se encuentra innatamente entroncada en el bagaje de respuestas humanas. En efecto, los clásicos planteamientos evolucionistas, así como las más actuales orientaciones biologicistas, han defendido que las características innatas de las emociones, tanto en su dimensión de experiencia, cuanto en la que tiene que ver con la manifestación conductual y expresiva, poseen connotaciones adaptativas íntimamente relacionadas con la supervivencia. Entre dichas emociones innatas se encuentran fundamentalmente aquellas que poseen connotaciones negativas -el miedo, la ira, la tristeza-, quizá porque, como indican Clore y Ortony (2000), son las que mejor se asocian con la lucha por la supervivencia.

            La función de flexibilidad y versatilidad es específica de los animales con un mayor desarrollo y una mayor capacidad adaptativa. Se podría decir que existe un continuo o dimensión de rigidez-flexibilidad, de tal suerte que aquellos organismos menos desarrollados filogenéticamente hablando sólo tienen la posibilidad de mostrar ciertas respuestas rígidas. A medida que se asciende en la escala filogenética, van apareciendo más recursos -va apareciendo algo de flexibilidad-, y las emociones poseen características que proporcionan una cierta ventaja adaptativa, porque permiten una mayor flexibilidad a los organismos que las poseen (Scherer, 1984). De hecho, como indican algunos autores (Clore, Schwarz y Conway, 1994; Clore y Ortony, 2000), una característica que merece la pena destacar tiene que ver con el paralelismo observado entre el incremento en la flexibilidad y el incremento en la capacidad para la experiencia subjetiva. Así, la experiencia subjetiva de la emoción agiliza en el individuo la percepción de emergencia, proporciona información sobre la relevancia de la situación, y permite priorizar el procesamiento de aquellas características que son importantes.

            Así pues, la función de preparación para la acción rápida, que parece tener claras connotaciones automáticas, tiene como objetivo primordial activar una respuesta rígida y estereotipada, poco elaborada, relacionada con las situaciones de emergencia. Entre las reacciones típicas asociadas a esta respuesta de preparación se encuentran los diversos ajustes autonómicos que son imprescindibles para cuando se active la propia respuesta emocional, en el caso de que llegue a producirse. Por ejemplo, como señala Panksepp (1998), en los ratones, se ha podido apreciar que, en situaciones de amenaza, esta respuesta de preparación implica una masiva y rápida afluencia de sangre a los músculos. Luego, cuando el estímulo que produce la amenaza ha sido analizado con más detalle, el ratón puede huir corriendo, o puede, en cambio, quedarse inmóvil. La respuesta diferencial depende del tipo de amenaza que esté presente. Es decir, cabe la posibilidad de que ocurran secuencialmente las dos formas de función conductual: en primer lugar, la respuesta de preparación, y, en segundo lugar, la respuesta flexible, siendo esta última el resultado del análisis de la situación que lleva a cabo el individuo, junto con la decisión adoptada a continuación.

En última instancia, las ventajas derivadas de la función de preparación para la acción inmediata tienen que ver con el incremento en la velocidad de procesamiento, mientras que los beneficios asociados a la función de flexibilidad se refieren a la toma de consciencia respecto a la significación de la situación. A partir de las dos rutas propuestas para la ocurrencia de la valoración, parece desprenderse que este proceso se encuentra siempre presente en los procesos emocionales, pudiendo sugerir que se trata de un paso necesario para que ocurra una emoción.

            No obstante, la más reciente aproximación al estudio de la valoración en las emociones no considera dicho proceso cognitivo como algo exacto, como algo inamovible; más bien, el proceso de valoración tiene que ser considerado como un paso necesario, eso sí, para la ocurrencia de una emoción, pero con posibilidad de fluctuación en lo que respecta al resultado de la significación, dependiendo de cuáles sean las condiciones momentáneas de la persona que realiza la valoración (Johnstone, 1996; Kaiser y Wehrle, 1996; Kirby y Smith, 1996; Pecchinenda y Smith, 1996; Pecchinenda, Kappas y Smith, 1997), así como de las influencias socioculturales específicas que ha recibido esa persona y que marcan la significación de los eventos que le afectan (Mauro, Sato y Tucker, 1992; Mesquita y Frijda, 1992; Haidt, Koller y Dias, 1993; Mesquita, Frijda y Scherer, 1997).

 

Relevancia del afecto en la cognición 

            Las clásicas aportaciones de Bower (1981) y de Isen (Isen, Shalker, Clark y Karp, 1978) son uno de los aspectos que en la actualidad permiten el avance en el conocimiento de la relación entre cognición y afecto. Particularmente centrados en la relación entre el afecto y la cognición, como ha señalado en repetidas ocasiones Forgas (1995a, 1995b, 1999), estas aportaciones siguen tratando de especificar las influencias del afecto en los procesos de almacenamiento y de recuperación. Es decir, con este tipo de trabajos, se trata de establecer la relación entre afecto y cognición, pero no en el sentido que acabamos de comentar en el apartado anterior -la cognición es imprescindible para que ocurra la emoción. No. Aquí lo que se está tratando de verificar es cómo el afecto puede repercutir sobre la cognición. Si en los trabajos en los que se defiende la importancia de la valoración en la emoción se concluye diciendo que la cognición es causa de la emoción, en este otro tipo de trabajos se propone que la cognición es consecuencia del afecto -o, dicho en términos menos deterministas: el afecto influye o modula el modo de llevar a cabo el procesamiento de la información que recibe un organismo. Sin embargo, nuestra opinión gira en torno a la idea de que habría que establecer la existencia de una influencia bidireccional entre afecto y cognición, tal como hemos propuesto en nuestro modelo de proceso emocional (Palmero, en revisión). No creemos que nadie discuta en la actualidad que el afecto influye de forma fundamental en los procesos cognitivos (atención, memoria, evaluación, valoración, toma de decisiones, etc.), y, al menos eso pensamos, también podemos decir que los procesos cognitivos tienen una gran relevancia a la hora de entender cómo, y de qué tipo, es la respuesta, afectiva en general, y emocional en particular, que ejecuta una persona, según sea el proceso de valoración que ésta realiza sobre el estímulo o situación que le afecta.

Así pues, como indica Forgas (1995a), en el momento actual, los trabajos en los que se trata de ver la conexión cognición-afecto permiten la utilización indistinta de los términos afecto, humor y emoción. Es cierto que existen diferencias entre dichos términos, atribuyéndosele al afecto la mayor entidad general, de tal suerte que el humor y la emoción serían manifestaciones afectivas particulares. No obstante, hay que recordar que, de los tres términos a los que nos acabamos de referir, el más utilizado en este tipo de trabajos sigue siendo el humor -o estado afectivo actual-, ya que su mayor duración que la emoción permite una mejor manipulación experimental a la hora de verificar sus efectos sobre los procesos cognitivos.

En este orden de cosas, uno de los puntos de obligada referencia lo encontramos en las aportaciones ya señaladas de Bower (1981). Creemos que dichos trabajos, centrados en la relación existente entre humor y memoria, representan una de las orientaciones de investigación más productivas de los últimos tiempos. La verificación de dicha relación ha sido posible a través del diseño de trabajos en los que se intenta averiguar cuáles son las influencias que ejerce el estado afectivo sobre el recuerdo. Como se puede apreciar, aunque en términos generales hablamos de relación afecto-cognición, en la ejecución experimental se elige aquella variable afectiva que mejor permite la manipulación y la verificación de los resultados, y, en este caso, tal como indicábamos, se trata del estado afectivo, o humor. Los diseños más utilizados se han centrado en establecer la existencia de, por una parte, una memoria dependiente del humor, y, por otra parte, una memoria congruente con el humor. En ambas posibilidades, como ha enfatizado recientemente Forgas (1999), lo verdaderamente importante es constatar que el afecto en general, el humor, o la emoción en particular, no representan algo incidental en la vida y en la construcción del conocimiento que realiza un ser humano. Más bien, el afecto forma parte inseparable del modo en que una persona percibe el mundo, del modo mediante el cual esa persona almacena, selecciona y recupera la información, y del modo en que esa persona lleva a cabo cualesquiera otras actividades cognitivas en su vida diaria.

Por lo que respecta a la existencia de una memoria dependiente del humor, se propone que el rendimiento en tareas de memoria se incrementa cuando el humor que posee una persona en el momento de recordar coincide con el humor que poseía en el momento de codificar y almacenar un determinado material. Esta afirmación es congruente con lo que ya propusiera Tulving (1983) al referirse al Principio de especificidad de codificación. Este efecto hace referencia a la mayor probabilidad de recordar un determinado material. Concretamente, si una persona experimenta un humor particular, es más probable que recuerde el material que fue aprendido bajo un estado o humor similar al que experimenta en estos momentos (Eich, 1995).

 

Por lo que respecta a la existencia de una memoria congruente con el humor, se plantea que el rendimiento cognitivo de una persona es mayor cuando el material que tiene que tratar, tanto si tiene connotaciones de entrada -codificación, aprendizaje- como si tiene connotaciones de salida -recuperación, recuerdo-, posee una cualidad afectiva que coincide con el estado o humor que esa persona posee en ese momento. Consiguientemente, el procesamiento congruente con el humor puede ser de dos tipos: por una parte, el que tiene que ver con la codificación, o aprendizaje, y, por otra parte, el que tiene que ver con la recuperación, o recuerdo.

En cuanto a la codificación congruente con el humor, es algo que con frecuencia se aprecia en las investigaciones. La codificación congruente con el humor se define como el incremento en el aprendizaje de aquel material que posee un tono o cualidad afectiva congruente o similar al estado o humor que posee una persona en ese momento. Los mejores rendimientos que se aprecian cuando existe congruencia entre material y estado afectivo se deben a que, cuando el material en cuestión es congruente, las asociaciones que se producen son mucho más elaboradas.

En cuanto a la recuperación congruente con el humor, aunque también ocurre, es más difícil de establecer. La recuperación congruente con el humor puede ser definida como un incremento en el recuerdo de aquel material que posee un tono afectivo congruente o afín con el que experimenta la persona en este momento. Uno de los experimentos en los que con mayor claridad se pudo apreciar este tipo de relación es el que llevaron a cabo Burke y Mathews (1992), quienes pusieron de relieve que las personas ansiosas recuerdan un mayor número de situaciones y términos ansiógenos que las personas no ansiosas. No obstante, como indican Ellis y Moore (1999), estos resultados pueden ser engañosos, pues también se podría defender que el material que recupera y recuerda una persona posee el tono o cualidad afectiva que tenía esa persona cuando dicho material fue codificado o aprendido, es decir, lo que ocurre cuando nos referíamos a la memoria dependiente del humor. Es decir, cabría la posibilidad de que ese material, aunque no posea intrínsecamente determinadas connotaciones de un tipo determinado de afecto, haya adquirido éstas porque, cuando fue procesado y codificado (aprendizaje), el individuo experimentaba ese tipo particuloar de afecto, con lo cual esa información, en principio aséptica, pasa a poseer dichas connotaciones afectivas (un simple ejercicio de condicionamiento). Por lo tanto, pensamos que, aunque experimentalmente cabe hablar de recuperación congruente con el humor, desde un punto de vista procesal no podemos negar que lo que se recuerda fue adquirido, codificado y almacenado, y no sabemos en qué medida influyó el estado afectivo de esa persona en el momento de llevar a cabo dicha codificación y almacenamiento. Al respecto, se ha podido constatar la existencia de efectos claros congruentes con el humor en muchos tipos de humor, aunque en el caso de la ansiedad clínica los resultados son bastante confusos. De las dos posibilidades, la de codificación o aprendizaje y la de recuperación o recuerdo, aquélla es la más robusta en cuanto a los efectos sistemáticos que suele producir.

Este hecho nos lleva a argumentar que, aunque existe un cierto parecido entre el efecto de la memoria dependiente del humor y el efecto de la memoria congruente con el humor, es conveniente reseñar las diferencias entre ambos efectos, porque las hay. Así, podemos establecer que la diferencia que existe entre la memoria dependiente del humor y la memoria congruente con el humor consiste en que, en aquélla, lo importante es la asociación entre el material y el estado o humor, mientras que, en ésta, lo importante es la consistencia entre el material y el estado o humor. Es decir, en la memoria dependiente del humor, el efecto se produce entre un estado o humor particular y el material que, independientemente de su valencia o cualidad afectiva, fue aprendido en un momento en el que la persona experimentaba un estado o humor similar al que experimenta en este momento. Por su parte, en la memoria congruente con el humor, el efecto se produce entre un estado o humor particular y el material que, de forma natural, posee la misma valencia o cualidad afectiva que el estado o humor que se experimenta en ese momento.

 

Uno de los autores pioneros en este tipo de trabajos ha sido Bower (1981), quien propone una hipótesis en la que claramente se aprecia la relación existente entre variables afectivas y variables cognitivas. Para verificar esta eventual relación, Bower lleva a cabo una serie de experimentos en los que puede constatar la existencia de una conexión entre estado afectivo y procesos de aprendizaje y de memoria. De hecho, en uno de los experimentos más conocidos de este autor (Bower, Monteiro y Gilligan, 1978), los investigadores conforman dos grupos de personas -tristes y alegres- para que aprendan listas de palabras. Luego, cuando quiere verificar los efectos del humor o estado afectivo sobre la memoria, Bower encuentra que, si las personas se encuentran en el mismo estado o humor -triste o alegre- que cuando llevaron a cabo el aprendizaje, el rendimiento -recuerdo de palabras- era mucho mejor que si las personas trataban de recordar dichas palabras en un estado o humor diferente al que experimentaban cuando ocurrió el aprendizaje. Es un ejemplo claro del efecto de la memoria dependiente del humor.

En este modelo, genéricamente denominado Teoría de la red asociativa, y propuesto de forma independiente por el propio Bower (1981), así como por el grupo de Isen (Isen, Shalker, Clark y Karp, 1978; Clark e Isen, 1982), se establece que el estado afectivo o el humor juegan un papel relevante en el tipo y profundidad del procesamiento cognitivo que la persona lleva a cabo en cada caso. Los estados emocionales son representados como nodos en la memoria semántica. Concretamente, los autores proponen un sistema en el que un estado emocional sería un nodo más, que posibilitaría la organización de los contenidos de información cuando éstos son adquiridos (aprendizaje), y que influiría en los procesos de recuperación de esa información desde los sistemas de memoria (recuerdo). Así, la activación de un nodo emocional concreto daría como resultado la mayor accesibilidad a todo aquel material almacenado en la memoria que es congruente con la cualidad emocional del nodo activado. Es decir, se produce un sesgo específico en el procesamiento de la información, procesándose aquella que se codificó mientras el individuo experimentaba un humor similar al que experimenta en el momento de llevar a cabo la tarea de recuerdo. Como señala el propio Bower (1981): “...los estados afectivos poseen un nodo o unidad específica en la memoria, que también se encuentra unido con otras proposiciones que describen eventos de la propia vida, durante los cuales se produjo esa emoción (o estado afectivo), ...(consiguientemente)...la activación de un nodo de emoción particular también desencadena la activación en aquellas otras estructuras de la memoria con las que está conectado” (Bower, 1981, p. 135). 

No obstante, los resultados obtenidos no siempre van en el mismo sentido, haciendo que algunos autores (Bower, 1992; Eich, Macaulay y Ryan, 1994; Eich, 1995) traten de dilucidar qué es lo que verdaderamente hace que en unas ocasiones aparezca el efecto y en otras ocasiones no se produzca. En este orden de cosas, parece que existen algunos aspectos que juegan un papel destacado en el efecto de la memoria dependiente del estado o humor. Son los siguientes:

a) La memoria dependiente del humor no se ve afectada por el tipo de procedimiento usado a la hora de provocar en las personas un determinado estado o humor, aunque bien es cierto que sólo se han investigado algunas dimensiones afectivas relacionadas con las emociones de tristeza, ira o alegría.

b) Los efectos producidos por la memoria dependiente del humor son más evidentes cuando se contrastan estados (p.e. tristeza vs. alegría) que cuando se compara alguno de los tres humores reseñados con un estado o humor neutro.

c) Los efectos de la memoria dependiente del humor son más notables cuanto mayor es la intensidad del humor bajo el que se lleva a cabo el proceso de aprendizaje.

d) Los efectos de la memoria dependiente del humor son más débiles cuando se tratan de verificar en tareas de laboratorio que cuando se llevan a cabo utilizando material procedente de la vida real de las personas implicadas.

 

            Actualmente, los modelos más desarrollados que tratan de establecer la conexión afecto-cognición van más allá de las aportaciones basadas en el modelo de red asociativa propuesto por Bower (1981). En efecto, la existencia de ciertas incongruencias en los resultados obtenidos lleva a que en nuestros días algunos autores (Forgas, 1999) propongan una reformulación que está reportando ya muy buenos resultados. Nos referimos al Modelo de Infusión del Afecto (MIA).

La “Infusión del afecto” puede ser definida como un proceso mediante el cual la información afectiva influye y es incorporada en el procesamiento constructivo que lleva a cabo una persona, repercutiendo selectivamente en los procesos de aprendizaje, de memoria, de atención, etc., e incluso tamizando el resultado de los procesos deliberativos y de toma de decisiones.

            Uno de los principios que se defiende en el MIA se refiere a que la naturaleza y grado de influencia del afecto sobre los procesos cognitivos dependen del tipo particular de estrategia de procesamiento utilizada en la resolución de una tarea. Para ello, tal como proponen quienes han puesto a prueba el modelo (Petty, Gleicher y Baker, 1991; Fiedler, 1991; Forgas, 1995a, 1999), hay que asumir una suerte de principio de parsimonia, en virtud del cual cada persona tiende a minimizar el esfuerzo cognitivo a la hora de realizar una determinada actividad, siempre y cuando con dicho mínimo esfuerzo se consiga dar cumplida cuenta de las exigencias particulares que implica la tarea en cuestión. Así pues, las estrategias de procesamiento pueden ser de cuatro tipos: acceso directo, procesamiento motivado, procesamiento heurístico (conocimiento de las fuentes), y procesamiento sustantivo. Las dos primeras estrategias son las más sencillas, las más cerradas y las que menor posibilidad dejan a la influencia por parte del afecto sobre la propia estrategia de procesamiento. Las otras dos estrategias son más abiertas y flexibles, permitiendo la posibilidad de que el afecto pueda ejercer su influencia sobre el procesamiento.

Por lo que respecta a la estrategia basada en el acceso directo, puede ser considerada como el método más simple de realizar una tarea cognitiva, y está sólidamente basada en la recuperación de contenidos cognitivos ya almacenados. El desempeño de este tipo de estrategia es más probable cuando la tarea a realizar es bastante familiar o rutinaria, exige una respuesta prácticamente ya elaborada y almacenada, existe muy poca o ninguna implicación personal, y no existen otras connotaciones cognitivas, afectivas o motivacionales que exijan otro tipo de estrategia de procesamiento. Como acaba de señalar Forgas (1999), la estrategia de acceso directo representa, por definición, un proceso robusto que resiste cualquier influencia por parte del afecto, ya que en su ejecución es muy poca la actividad cognitiva constructiva que se requiere.

            Por lo que respecta a la estrategia referida al procesamiento motivado, ocurre cuando el procesamiento de la información se encuentra guiado por un fuerte objetivo ya existente, de tal forma que, también en esta estrategia de procesamiento, es poca la actividad cognitiva constructiva que puede realizarse, con lo que, consiguientemente, también es reducida la probabilidad de que el afecto pueda influir sobre la actividad cognitiva.

            Por lo que respecta a la estrategia de procesamiento heurístico (conocimiento de las fuentes), suele producirse cuando no existe una respuesta ya elaborada ni existe un objetivo claro que motive la consecución por parte de la persona. En estos casos, aunque la actividad cognitiva constructiva es mayor que en la estrategia de procesamiento motivado, se impone la estrategia de llevar a cabo una respuesta que significa el mínimo esfuerzo posible. Como indican Clore, Schwarz y Conway (1994), la estrategia de procesamiento heurístico ocurre cuando la tarea es relativamente simple o típica, posee baja relevancia o significación personal, no existen unos objetivos motivacionales, la capacidad cognitiva es limitada, y la situación no exige un procesamiento delimitado o exhaustivo.

Por lo que respecta a la estrategia de procesamiento sustantivo, es la que implica un mayor procesamiento constructivo de la información, con lo cual se incrementa notablemente la probabilidad de que el afecto influya sobre el procesamiento, esto es, existe una gran probabilidad de que tenga lugar la infusión del afecto. Es la estrategia que exige un mayor esfuerzo cognitivo, ya que ocurre sólo cuando no son viables las tres estrategias anteriores, que, tal como hemos señalado, suelen ser las que exigen un menor esfuerzo. Como consecuencia, la estrategia de procesamiento sustantivo suele ser la que entra en juego cuando la tarea es sumamente compleja o atípica, cuando representa una gran implicación o significación personales, y la persona en cuestión dispone de la suficiente capacidad cognitiva para llevarla a cabo, sin que exista una meta motivacional que guíe su actividad. En este tipo de estrategia es cuando el afecto puede ejercer su mayor influencia sobre la actividad cognitiva. Cuanto mayor es el procesamiento requerido para tomar una decisión, o elaborar un juicio, tanto mayor es la probabilidad de que la infusión del afecto repercuta sobre el resultado.

En suma, como señalan algunos autores (Bodenhausen, 1993; Forgas y Fiedler, 1996; Forgas, 1999), lo que permite hablar de una mayor o menor participación del afecto en la actividad cognitiva, esto es, lo que hace que hablemos de infusión del afecto en la cognición, tiene que ver, esencialmente, con el tipo de tarea a realizar y con los contenidos que posee el organismo en cuestión. Cuando la actividad es poco creativa, poco constructiva, también es poco lo que la persona puede aportar de sí misma, porque se trata de actividades o tareas rutinarias, con lo que el afecto influye poco o nada en la cognición. Ahora bien, cuando la tarea es más abierta, se presta más a la especulación, permite la construcción de secuencias de información y deja que la persona complete los huecos o lagunas con contenidos que, aunque en principio no han sido asignados a esa actividad, pueden inferencialmente ser también utilizados, el afecto adquiere una relevancia especial. En estas ocasiones, sí que cabe la posibilidad, altamente probable, de que el afecto ejerza sus influencias sobre la cognición: sí que podemos hablar en este caso de infusión del afecto en la actividad cognitiva.

 

4.- Las orientaciones de futuro 

En los últimos tiempos se está tratando de aportar más información a la compleja relación existente entre procesos cognitivos y procesos afectivos. Parece indudable la influencia que ha tenido en el devenir de la Psicología de la Emoción el debate mantenido por Lazarus (1984) y Zajonc (1984). En este intento por dilucidar algunas dudas, se puede asumir, como ya hemos señalado anteriormente, que la controversia respecto a si la cognición antecede o no a la emoción es sólo una cuestión semántica, que depende de la significación del término “cognición”. Como indicaban Leventhal y Scherer (1987) en la presentación de la revista Cognition and Emotion, cabe la posibilidad de que con dicho término se incluya cualquier manifestación relacionada con la experiencia sensorial-perceptiva, aunque cabe también la posibilidad de que dicho término tenga una consideración apreciablemente más restrictiva, refiriéndose sólo a la experiencia conscientemente accesible.

            La consideración de un sistema de múltiples niveles de procesamiento, con cotas diferenciales de complejidad, permite explicar lógicamente cómo se va procesando la información, y cuáles son las repercusiones sobre la dimensión emocional. Este tipo de acercamiento al estudio e investigación de los procesos emocionales ha recibido genéricamente la denominación de formulaciones o modelos multinivel. En sintonía con lo que propone Teasdale (1999), creemos que, en cierta medida, las teorías multinivel son modelos esencialmente cognitivistas que, defendiendo la existencia de una estructuración jerárquicamente organizada, tratan de incluir los procesos afectivos en su organización teórica. Esto es, las formulaciones multinivel representan una alternativa muy atractiva para desenmarañar la compleja situación producida por las orientaciones estancas de la cognición y del afecto; representan una alternativa que promete grandes avances en el conocimiento de la relación existente entre cognición y afecto.

En este marco de referencia, el estudio de los Subsistemas Cognitivos Interactivos (Teasdale, 1993, 1997, 1999), desde una orientación clínica, trata de explicar cómo los procesos afectivos son susceptibles de inclusión dentro de un modelo general de procesamiento de la información. La repercusión más clara de los procesos afectivos parece tener lugar en los sistemas de memoria. Esta repercusión es mucho más acusada en las muestras de personas depresivas (Teasdale y Barnard, 1993) -en cierta medida, recuerda bastante a las argumentaciones clásicas de Bower (1981). En el modelo porpuesto por Teasdale (1999), existe un nivel esquemático, que es el que se encuentra más directamente relacionado con la ocurrencia de una emoción, y un nivel proposicional, que no tiene ninguna participación en la emoción. De hecho, como señalan los autores, desde el nivel esquemático se analiza la implicación del sujeto en el estímulo o situación que está siendo procesada, produciéndose una integración de los aspectos sensoriales y cognitivos, y permitiendo la ocurrencia de una emoción.

También centrada en la relación entre procesos afectivos y memoria, existe una línea de investigación desde la que se ha propuesto el Sistema Modular de Memoria de Múltiple Entrada -MEM- (Johnson, 1994). Hay que señalar que este modelo fue inicialmente propuesto para el estudio de la memoria, aplicándose posteriormente al estudio de la relación general entre cognición y emoción. Como casi todos los modelos propuestos desde una perspectiva multinivel, se aprecia lo que comentábamos anteriormente, esto es, la utilización de un modelo cognitivista susceptible de incluir en sus propuestas la relevancia de los procesos afectivos.

En el MEM, existen dos subsistemas preceptivos (P-1 y P-2), que procesan estimulación exterior, almacenando los resultados de dicho procesamiento. El subsistema P-1 maneja los aspectos básicos del procesamiento perceptivo, aspectos de los que con mucha frecuencia no somos conscientes. El subsistema P-2 se centra en aquellos aspectos que se convierten en experiencias perceptivas fenomenológicas por la significación que poseen.

 

Además, existen otros dos subsistemas reflexivos (R-1 y R-2), que procesan y manejan la estimulación generada internamente. Los subsistemas R-1 y R-2 serían los responsables de reactivar la información almacenada, buscando relaciones y coincidencias entre dicha información y la que una persona va procesando en cada momento.

Dentro del modelo MEM, cada uno de los cuatro subsistemas puede contribuir a la emoción. Así, como señala la propia autora (Johnson, 1994), las emociones ocurridas como consecuencia de la actividad de los subsistemas P-1 y P-2 serían las biológicamente primitivas, o emociones básicas. En cambio, la actividad de los subsistemas R-1 y R-2 daría como resultado la ocurrencia de emociones secundarias o derivadas.

Otra de las orientaciones actuales que parecen interesantes es la que están llevando a cabo Power y Dalgleish (1997). También con connotaciones casi exclusivamente cognitivistas, incluyen en su formulación la dimensión afectiva, tratando de verificar en qué medida y de qué forma los procesos afectivos ejercen algún tipo de influencia sobre el funcionamiento cognitivo. Los procesos afectivos, y las emociones en particular, juegan un papel clave para entender cómo el procesamiento cognitivo puede adoptar una formulación ordenada o desordenada. El modelo de Power y Dalgleish, genéricamente denominado Schematic, Propositional, Analogical and Associative Representation System (SPAARS), es uno de los más recientes de cuantos existen en este ámbito, pero, al igual que ocurre en los anteriores modelos que acabamos de reseñar, en el presente modelo no queda muy bien delimitada la naturaleza de su aportación al estudio de los procesos emocionales. Baste señalar que los propios creadores del citado modelo han editado recientemente un importante trabajo, el Handbook of Cognition and Emotion (Dalgleish y Power, 1999), en el que podemos apreciar que dedican muy poca atención a dicho modelo, y lo hacen refiriéndose al ámbito de la clínica, particularmente centrada en la depresión. A grandes rasgos, en el citado modelo se propone la existencia de cuatro niveles: analógico, proposicional, asociativo y esquemático. Las emociones sólo pueden ocurrir a partir de dos rutas concretas: por una parte la que tiene que ver con el nivel esquemático, y, por otra parte, la que tiene que ver con el nivel asociativo.

En cuanto a la implicación del nivel esquemático, la emoción ocurre como consecuencia de un proceso de valoración conscientemente realizado, de tal suerte que la situación es analizada, interpretada y valorada en ese momento, con unas consecuencias definidas, entre las que se encuentra, si es el caso, la ocurrencia de una emoción. Si la valoración realizada arroja un resultado que es significativo para la persona, ésta experimenta la emoción relacionada con dicha significación.

En cuanto a la implicación del nivel asociativo, Power y Dalgleish (1997) argumentan que la ocurrencia de una emoción es automática, sin un proceso de valoración en tiempo real que dé lugar a esa emoción; esto es, sin la participación del nivel esquemático. Sin embargo, es necesario matizar este comentario, pues podría interpretarse de forma errónea lo que los autores tratan de exponer. En efecto, cabe la posibilidad de que, ante un estímulo concreto, se desencadene de forma automática una emoción particular. No se produce un proceso de valoración en ese momento, pero dicho proceso ya ocurrió en un momento anterior de la historia de esa persona, permitiendo que, ahora, de forma automática, se dispare la emoción que ocurrió en aquel momento como consecuencia de aquel proceso de valoración. Se produce una suerte de asociación prototípica, en virtud de la cual la presencia de un estímulo concreto es capaz de activar todo el mecanismo de respuesta asociado a ese estímulo; en ese mecanismo se encuentra implícito el proceso de valoración y la ocurrencia de la emoción[7]. Pero, además, creemos que es necesario reseñar otro aspecto, y es el que tiene que ver con la ocurrencia del proceso de evaluación. Independientemente del nivel en el que tratemos de explicar la ocurrencia de una emoción, nivel esquemático o nivel asociativo, siempre existe un proceso de evaluación en el momento en el que ocurre un evento capaz de elicitar una emoción. En el ámbito del nivel esquemático, ese proceso de evaluación es consciente, elaborado, lento, exhaustivo, y, por supuesto, previo al proceso de valoración que, también de forma consciente y elaborada, da lugar, cuando es el caso, a la ocurrencia de una emoción. En el ámbito del nivel asociativo, dicho proceso de evaluación puede ser superficial, rápido, poco elaborado, guiándose sólo por las características más sobresalientes del estímulo o situación, y, de nuevo, como es obvio, previo a la ocurrencia de los subsiguientes procesos -valoración y emoción-, que, en este caso, ocurren de forma integrada, automática, como señalábamos anteriormente. Pero, en última instancia, dicho proceso de evaluación es previo, y necesario, ya que de él depende que se desencadene o no ese automatismo en el que se integran la valoración y la emoción. 

 

El más reciente de los modelos multinivel es el que ha propuesto Scherer (2001), aunque, en realidad, es una reformulación actualizada de sus anteriores propuestas (Scherer, 1984, 1999, 2000). Así, a partir de la ya clásica formulación que realizaran Leventhal y Scherer, refiriéndose a los niveles sensorial-motor, esquemático y conceptual, para explicar cómo los procesos emocionales podían ser explicados desde un planteamiento cognitivista (Leventhal, 1980, 1984; Leventhal y Scherer, 1987), son muchos y grandes los esfuerzos realizados en la actualidad para hacer congruente un planteamiento asépticamente cognitivista con los procesos emocionales. En aquella primera formulación, los autores proponían que, en el nivel sensorial-motor, la valoración sería rudimentaria, funcionando una especie de mecanismo innato de detección que permite la respuesta automática mediante la activación de unos sistemas especializados en el procesamiento de patrones específicos de estímulos. En este nivel de procesamiento, cobra una especial relevancia el factor genético, permitiendo hablar de funcionamiento de los patrones prototípicos para entender la respuesta automática ante la presencia de un estímulo. En el nivel esquemático, la valoración se realiza mediante la activación de módulos de información que son el resultado de la experiencia de esa persona, de los aprendizajes realizados a lo largo de su vida, permitiendo la formación de asociaciones específicas entre estímulos concretos y respuestas particulares. En este nivel de procesamiento, es importante el factor social, de aprendizaje, permitiendo entender la ocurrencia frecuente de respuestas cuasi automáticas, que cursan por debajo de los umbrales de la consciencia. En el nivel conceptual, la valoración se lleva a cabo merced al funcionamiento de un conjunto de reglas y criterios que se aplican de forma consciente y deliberada cada vez que la persona se enfrenta a una situación o evento. En este nivel de procesamiento, adquiere una relevancia fundamental el funcionamiento cortical superior, con connotaciones conscientes y con amplia significación cultural (Leventhal y Scherer, 1987).

Más recientemente, Scherer (2001), manteniendo su formulación clásica, introduce algunos aspectos de interés para entender cómo funciona el proceso de valoración. Esto es, en su reciente formulación, Scherer propone que en el proceso de valoración intervienen cuatro momentos o fases que resultan decisivos/as: (1) análisis de la relevancia del estímulo o situación, (2) evaluación de la implicación del individuo en el estímulo o situación, (3) constatación de la capacidad de control que posee el individuo para afrontar esa situación, o, lo que es lo mismo, análisis de los recursos disponibles para realizar la tarea exigida por la situación, y (4) análisis de la significación personal que posee esa situación para el individuo desde la perspectiva de las normas sociales y culturales en las que se inserta ese individuo. En cada uno de estos momentos, fases, o subsistemas -como en alguna ocasión Scherer los ha denominado-, es posible localizar su conexión con procesos cognitivos particulares, así como con los sistemas periféricos de acción.

Pero, además, y creemos que este aspecto es de importancia, en la aportación de Scherer quedan explícitos dos aspectos. Con el primero de dichos aspectos se pone de relieve que los distintos subsistemas que participan en el proceso de valoración parecen bastante interdependientes, apreciándose cómo los cambios en cualquiera de ellos repercuten de forma clara sobre los otros. Este hecho, que parece novedoso, realmente es una reformulación de la ya clásica revaloración que propusiera Lazarus en múltiples trabajos, y que recientemente el autor (Lazarus, 1999) sigue enfatizando. En cualquiera de los casos, la posibilidad de que un momento o fase del proceso de valoración pueda repercutir sobre otros momentos o fases pone de relieve el dinamismo del proceso de valoración, con la posibilidad del cambio en la significación personal de un estímulo o situación cuando se posee más o menos información al respecto. Con el segundo de los aspectos, queda clara la idea del proceso de auto-regulación, que es indispensable para entender cómo el organismo es capaz de ajustar sus distintos recursos a las exigencias concretas de cada situación. Esta idea ha sido ampliada recientemente por Bonanno (2001), quien ha especificado el papel de la retroacción negativa, mecanismo imprescindible para hablar de adaptación, en un sistema jerárquico de organización de los procesos de regulación emocional. Existen tres categorías básicas de auto-regulación emocional: la regulación de control, que ocurre en el momento de ocurrencia de una emoción, la regulación anticipatoria, que ocurre inmediatamente antes de que se desencadene una emoción (cuando la persona advierte que va a ocurrir esa emoción), y la regulación exploratoria, que es una forma de ejercitar las estrategias de control en ausencia de una emoción, incluso en ausencia de la sospecha de que pueda ocurrir una emoción. En última instancia, la siguiente figura ilustra de forma sucinta la idea de Scherer.

 

Probablemente, una de las debilidades de este tipo de estudios actuales tiene que ver con el afán por desmenuzar hasta el límite la información procesada. No sabemos en qué medida este tipo de tareas permite avanzar en el estudio de la emoción. Además, como indica Teasdale (1999), aunque parece bueno seguir abriendo líneas de trabajo, este tipo de intentos, al menos hasta la fecha, proporcionan más preguntas y dudas que respuestas, explicando muy poco de la verdadera relación entre cognición y emoción (o afecto, en general).

 

5.- Conclusiones 

A partir de los trabajos que acabamos de reseñar, creemos que se pueden establecer algunos aspectos que, en cierta medida, señalan lo que tiene que ser el futuro en el estudio de la emoción. Así, por una parte, es conveniente suprimir, o, al menos, reducir, la ambigüedad que rodea a los objetivos de las teorías basadas en la valoración; y, por otra parte, es preciso definir con exactitud la significación de los términos “cognición” y “valoración”, al menos en el ámbito de la emoción. A nuestro juicio, sería pertienente subrayar los siguientes aspectos:  

 

1.- En cuanto al objetivo de las aproximaciones basadas en la valoración, es pertinente reseñar que desde este tipo de planteamientos no se intenta explicar todo tipo de manifestaciones afectivas, sino que, de modo preferente, son las emociones, entendidas como procesos, las que mejor se ajustan a la consideración de la valoración como aspecto imprescindible para su ocurrencia. Es decir, la relevancia de la valoración en las emociones es tal que, como consecuencia de dicho proceso, el organismo responde de forma conjunta y sincronizada, activando todos aquellos sistemas y subsistemas necesarios para controlar la situación o estímulo que fue valorado.

 

2.- En cuanto a la definición de cognición y de valoración en el ámbito de las teorías de la emoción, es éste un asunto que, como hemos podido comentar a lo largo de nuestra exposición, sistemáticamente ha suscitado reticencias. De hecho, con mucha frecuencia ha llevado a que las teorías basadas en la valoración sean tachadas de “cognitivistas”, o a que se equipare el término “cognición” con lo “consciente”, lo “deliberado”, lo “cortical”. Como ejemplo de lo que acabamos de comentar, baste reseñar un hecho curioso, que puede ser constatado en el capítulo que escribe Arne Öhman en el Handbook of Cognition and Emotion, de Dalgleish y Power (1999). Con el título “The independence of emotional activation and cognition” (Öhman, 1999, p. 344), Öhman habla exclusivamente de procesamiento consciente y procesamiento no consciente, equiparando esta última forma de procesamiento con la ausencia de cognición. Algo parecido propone Murphy (2001), cuando habla de la evaluación afectiva y del procesamiento no consciente de la emoción, equiparando el conocimiento consciente con la cognición.

Son aspectos que pueden inducir a error. En efecto, una parte sustancial de los procesos de valoración que se llevan a cabo en un ser humano ocurren por debajo de los umbrales de la consciencia, probablemente a partir de la actividad que tiene lugar en las estructuras subcorticales. Como indica Scherer (1999), dependiendo de la relevancia del estímulo o situación, dependiendo del nivel de procesamiento en el que se lleve a cabo la valoración, ésta tendrá acceso a la consciencia o no. Si bien parece completamente asumido que un proceso consciente de valoración no admite ninguna suerte de duda, también hay que admitir que, en ocasiones, puede ocurrir una reacción refleja de defensa, completamente automática, en la cual también se ha producido alguna forma de evaluación, valoración y respuesta ajustada al resultado de esa evaluación y valoración. Es cierto que cabe la posibilidad de que, tras esta forma de valoración, no ocurra una emoción completa, una emoción como tal. Sin embargo, este análisis de la significación del estímulo implicado ya es en sí mismo un proceso de valoración. Por supuesto que este tipo de valoración es distinto del que ocurre en aquellas situaciones en las que una persona puede llevar a cabo inferencias particulares acerca de la situación que le afecta, de su propio estado momentáneo, y de la interacción entre esa situación y su conducta. Pero, en ambos casos, asumiendo la existencia de un estímulo o situación, existe un proceso intermedio que permite a esa persona, consciente o no conscientemente, a partir de la actividad de sus estructuras corticales o subcorticales, llevar a cabo una respuesta: la que parece más pertinente a la situación que le afecta. Esto es, en cualquiera de los casos, como señalábamos anteriormente, la valoración es imprescindible para que ocurra una emoción: una emoción es el resultado de una valoración significativa, y, aunque no tadas las valoraciones significativas desencadenen un proceso emocional, cada proceso emocional siempre es el resultado de una valoración significativa.

 

3.- En cuanto a la aportación de los argumentos interaccionistas, la emoción tiene que ser considerada como el resultado de una valoración acerca de si se consiguen o no los objetivos perseguidos. Dicha valoración implica un proceso cognitivo de algún tipo. Aunque existe una cierta controversia referida a la medida en la que la valoración cognitiva precede siempre a una emoción, como ya hemos señalado anteriormente, el debate depende de la consideración que realicemos de la cognición. El ya clásico enfrentamiento entre Lazarus (1984) y Zajonc (1984) tenía como eje fundamental si los complejos procesos cognitivos eran necesarios para que ocurriese una respuesta emocional, y no, como muchas veces erróneamente se ha propuesto, si existe una valoración de algún tipo o no. Cualquier línea divisoria entre la Emoción y la Cognición, si es que existe, depende de cómo definamos la cognición. Si consideramos que la cognición es pensamiento consciente, postura con claros orígenes filosóficos y gran repercusión en la Psicología (Griffiths, 1997), el resultado es que muchos eventos emocionales no implican cognición. Probablemente tengamos que hacer referencia al principio de la “causalidad recíproca”, propuesto por Bandura (1978), para referirse a la posibilidad de que un único evento puede ser considerado como respuesta del evento anterior y como estímulo de la respuesta siguiente. Dependiendo del momento o del lugar del proceso de sucesión de eventos que significa la dinámica conductual en el que nos detengamos para realizar el pertinente análisis, una variable puede ser considerada como estímulo o como respuesta. Ahora bien, si consideramos que cabe la posibilidad de que los procesos cognitivos también ocurran por debajo de los umbrales de la consciencia, tal como se propone, y se puede constatar, desde la Neurociencia Cognitiva, resulta tremendamente difícil defender la no existencia de cognición en la emoción, o, como indican Lane, Nadel, Allen y Kaszniak (2000), es razonable asumir que la emoción es cognitiva. En este orden de cosas, tal como se sugiere en uno de los más relevantes trabajos de los últimos años en el campo de la Neurobiología de la Emoción (Gazzaniga, Ivry y Mangun, 1998), una de las actitudes interesantes en estos momentos podría ser profundizar en el estudio de la Emoción desde los planteamientos de la Neurociencia Cognitiva.

No obstante, también en este campo surge la duda acerca de si la valoración es necesaria en el proceso de emoción. Uno de los autores más relevantes en los últimos tiempos (Damasio, 2000), desde un planteamiento estrictamente neurobiológico, no cree que se pueda hablar de valoración como tal cuando se trata de procesamiento neural. Así, un estímulo -por ejemplo, con características visuales-, dice Damasio, llega hasta la corteza visual, y desde ahí surgen proyecciones hasta la amígdala. El proceso es tan rápido que no cabe hablar de valoración en un sentido consciente y deliberado, pues, en este tipo de mecanismos, en los que se encuentran implicadas diversas estaciones neurales de relevo, es difícil y sorprendente que se pueda hablar de valoración. En nuestra opinión, Damasio equipara la valoración con la valoración consciente. Creemos que es necesario reseñar que la manifestación emocional denota la existencia de un proceso emocional, y no necesariamente la existencia de la experiencia de una emoción. O, dicho en otros términos, no es necesario ser consciente de la ocurrencia de una emoción para que ésta ocurra, hecho que permite asumir también que no es necesario ser consciente de la ocurrencia de la valoración para que ésta tenga lugar. Este aspecto es de gran relevancia, pues permite conjugar de forma elegante y sin contradicción las dos posibles vías de ocurrencia de la emoción: la consciente -o vía larga- y la no consciente -o vía corta-, por utilizar la terminología de LeDoux (1996). Tanto da si se es consciente de la emoción o no, ya que cualquiera de las manifestaciones o componentes de dicho proceso emocional ocurren como consecuencia de una valoración previa.

Probablemente se trate sólo de una delimitación terminológica, pero parece lógico asumir que una respuesta lo es porque existe un estímulo; parece lógico asumir también que si existe esa respuesta y no otra es porque el organismo elige esa alternativa como la más apropiada para su integridad. Ahí se está produciendo la valoración: entre un estímulo y una respuesta existe un proceso mediante el cual aparece la respuesta que aparece y no otra. Llamémosle valoración, o cualquier otra cosa, parece indudable su pertinencia en ese momento del proceso: entre un elicitador y la respuesta asociada.

Por regla general, parece bastante difícil eludir la implicación y relevancia de la valoración en los procesos emocionales. De hecho, Clore y Ortony (2000), refiriéndose a la emoción, dicen que se encuentra conformada por cuatro componentes: cognitivo, motivacional, somático y subjetivo-experiencial. Al hablar del componente cognitivo, se hace referencia a la representación de la significación personal o significación emocional que posee para un organismo el estímulo o situación a la que se enfrenta. Esa representación puede ser consciente o no consciente. Al hablar del componente subjetivo-experiencial, se alude al sentimiento subjetivo de una emoción, que es particularmente elaborado en el ser humano, y que incluye el esfuerzo por denominar a la emoción, así como la experiencia consciente de las sensaciones, creencias, deseos y todos los cambios que están teniendo lugar. Las teorías más recientes enfatizan la relevancia del proceso de valoración como elemento determinante para la ocurrencia de una emoción. A diferencia de las experiencias sensoriales, la experiencia de la emoción no representa características físicas del ambiente, y, de hecho, no existen receptores sensoriales específicos para captar el valor emocional. Recientemente, el propio Zajonc (1998) ha señalado que las emociones requieren de procesos cognitivos para generar las preferencias, que, como señalaba Mandler (1984), no dejan de ser algo parecido a la valoración significativa. 

 

4.- Sin embargo, estimamos que no se debe mantener una postura determinista en cuanto a la existencia de una valoración previa a la ocurrencia de una emoción. Coincidimos con uno de los autores que con más énfasis ha defendido la relevancia de la valoración en la emoción, Richard Lazarus, quien, en un trabajo reciente (Lazarus, 1999), argumenta que, aunque es posible la existencia de otras formas de entender la ocurrencia de una emoción, la inclusión de la valoración significativa es un procedimiento útil, que permite explicar los procesos emocionales. En este marco de referencia, también Clore y Ortony (2000) se refieren a la posibilidad de que algunos sentimientos emocionales puedan obedecer a causas ajenas a la valoración cognitiva. Así, ciertas descompensaciones metabólicas, o desequilibrios en el nivel de ciertos neurotransmisores, pueden cursar, entre otras cosas, con la experiencia de estados de tristeza sostenida -que, eventualmente, pueden dar lugar a cuadros clínicos depresivos-, o de miedo difuso y generalizado -que, también eventualmente, pueden dar lugar a cuadros clínicos característicos de la ansiedad. 

En cualquier caso, a nuestro juicio, lo que verdaderamente caracteriza a una emoción es el proceso cognitivo que la antecede. Más que el estímulo, más que la eventual respuesta que pueda aparecer como consecuencia de dicho estímulo, el proceso de evaluación y de valoración que llevemos a cabo sobre el estímulo determinará si se produce una emoción u otra, o ninguna. Así, la agitación o manifestación fisiológica que se experimenta en un momento dado será rotulada como perteneciente a la emoción de miedo, o a la emoción de ira, dependiendo de la significación particular que posea para la persona en cuestión el estímulo que produce dichos cambios. Es más, incluso en el caso de que la evaluación y la valoración fuesen equivocadas, todavía seguiría sintiendo esa persona la emoción asociada a, y resultado de, la evaluación y valoración realizadas.

En suma, los distintos trabajos realizados en los últimos años han puesto de relieve el papel eminentemente adaptativo de las emociones. Tanto ontogenética como filogenéticamente, existen razones y argumentos suficientes para defender que las emociones representan una forma más o menos elaborada de adaptación (Scherer, 1996). En efecto, tanto el sistema cognitivo como el sistema afectivo (emocional) pueden ser considerados como dos sistemas de adaptación filogenéticamente apropiados para garantizar la supervivencia de las especies. Ambas formas de adaptación incluyen: (1) la búsqueda e investigación del medio ambiente; (2) la selección y el análisis de los estímulos que son, o parecen, relevantes; (3) la ejecución de una respuesta apropiada a las demandas de esos estímulos; (4) el aprendizaje derivado del efecto que tuvo la respuesta ofrecida. El ser humano se encuentra dotado con ambos sistemas, y los dos sistemas tienen funciones adaptativas, y los dos sistemas interactúan en cada momento. El sistema emocional es considerado como un mecanismo de emergencia, capaz de interrumpir las acciones en curso, llevando al organismo a la selección de un patrón de respuesta diferente del que existía en el momento de la irrupción. Por su parte, el sistema cognitivo puede ser considerado como un mecanismo más complejo y avanzado, capaz de procesar exhaustivamente toda la información de las situaciones más complejas, permitiendo, además, la planificación de estrategias y formas concretas de conducta con las que hacer frente a la situación. El sistema emocional tiene una forma de actuación automática, en la que el procesamiento se realiza restrictivamente sólo con aquellos signos o señales de la situación que parecen relevantes; el resultado es una respuesta rápida, inmediata. El sistema cognitivo tiene una forma de actuación más elaborada, más controlada y más minuciosa de la información, permitiendo la selección de aquellas estrategias que son, o al menos lo parecen, las más apropiadas a cada situación a la que se enfrenta el individuo.

 

 Esto es, la emoción representa una forma concreta de adaptación, más o menos limitada, más o menos estereotipada, rígida e inamovible, pero adaptación al fin. La emoción forma parte de la maquinaria organísmica dispuesta para conseguir la supervivencia. Podríamos decir que existe un continuo en las estrategias y herramientas adaptativas de los organismos, que se desplaza desde los patrones conductuales más arcaicos, donde encontraríamos los reflejos, hasta los programas más sofisticados y desarrollados, donde encontramos las estrategias cognitivas más planificadas, y elaboradas. En este continuo, habría una evolución desde lo más automático hasta lo más elaborado y voluntario. En las especies inferiores, al igual que en el ser humano cuando éste tiene perturbadas sus facultades mentales superiores, o cuando se encuentra en el periodo de desarrollo previo a la aparición de éstas en sus primeros momentos de vida, las emociones representan una opción apropiada para entender la adaptación y la supervivencia. De hecho, las emociones se encuentran siempre relacionadas con la regulación homeostática, con los esfuerzos realizados para mantener la vida, y viceversa: con la evitación de cualquier tipo de contingencia asociada con la pérdida de la integridad. Porque, de un modo u otro, las emociones se encuentran asociadas a la idea de bueno o de malo, de placer o de displacer, de éxito o de fracaso.

Se podría pensar que esta forma de adaptación es la más primitiva, tanto desde un punto de vista ontogenético, cuanto desde un prisma evolucionista filogenético. En el caso del ser humano, que es el que más interesa en el plano de los actuales estudios sobre la Emoción, ontogenéticamente hablando, las primeras formas o intentos de adaptación a un medio ambiente desconocido tienen connotaciones emocionales -sería más apropiado señalar que estas formas primitivas de adaptación son afectivas, aunque es dífícil delimitar cuándo se puede hablar de una especificidad emocional tras la generalidad afectiva. Más adelante, cuando los sistemas cognitivos comienzan a ser funcionales y flexibles, se aprecia cómo éstos van participando cada vez más en la dinámica adaptativa. Sin embargo, si proponemos la existencia de un continuo desde lo más automático hasta lo más voluntario, y tratamos de hacer congruente dicho continuo con la versatilidad adaptativa, considerando la emoción, o el afecto en general, en un extremo y la cognición en el otro extremo, el resultado puede ser ficticio. En efecto, en primer lugar, puede que lo mejor no sea sinónimo de lo bueno. Lo mejor, como expresión de la utilización de las estrategias más desarrolladas y evolucionadas, tiene que ver con la búsqueda de la adaptación con estrategias cognitivas, y esta posibilidad no siempre es la que más conviene a la adaptación y supervivencia de un organismo. Pero, además, en segundo lugar, hay que tener en cuenta que el afecto y la cognición no forman parte de un mismo continuo, con lo cual, al menos en el ser humano, lo bueno es la utilización conjunta de las estrategias cognitivas y afectivas. Aunque la interacción entre ambas formas de adaptación, entre ambos procesos, es continua, existe un punto en el que dicha interacción ofrece los resultados más positivos. Ese punto, que podría ser denominado zona de convergencia, por utilizar una expresión de Damasio (1989, 2000), representa el punto de máxima adaptación de ese organismo a las condiciones de su medio ambiente. Es una forma de adaptación mucho más flexible y productiva que la que representan las estrategias basadas exclusivamente en los procesos afectivos, o la que representan las estrategias basadas exclusivamente en los procesos cognitivos.

La emoción tiene que ser considerada como un sistema adaptativo con múltiples componentes, que se encuentran jerárquicamente organizados. Dicho sistema adaptativo ha ido modificándose a lo largo del desarrollo ontogenético, así como a lo largo de la propia evolución filogenética, pasando desde las primitivas funciones de emergencia, de adaptación inmediata, aunque restringida, rígida y poco versátil, hasta las más sofisticadas estrategias propositivas relacionadas con los sistemas cognitivos, ampliamente versátiles, flexibles y productivas. En sintonía con este cambio general, también se aprecian cambios concretos en el plano conductual observable, en el plano de la respuesta motora.

En resumen, podemos apreciar que existe una tendencia en los últimos años hacia la consideración conjunta de los tres procesos -cognición, emoción y conación-; una tendencia en la que, por otra parte, también coincidirían las dos aproximaciones actuales más productivas en el ámbito de la Emoción: la neurobiológica y la interaccionista. La primera de ellas, orientada hacia la localización de las estructuras neurobiológicas implicadas en los procesos emocionales; la segunda, a su vez, centrada en la demostración teórica de la necesaria consideración interactiva -o integrada, como indica Lazarus (1999)- de los procesos cognitivos, emocionales y motivacionales para explicar la dinámica conductual del ser humano.

 

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Notas

[1] Esta diferente cualidad de appraisal, rápido y superficial o profundo e intelectual, es una de las variables que más discusión suscita en el ámbito de los procesos emocionales. De hecho, también está presente en la polémica entre Lazarus y Zajonc. En cualquier caso, la existencia de un proceso de valoración implica la existencia de un procesamiento cognitivo, asumiendo que cognición hace referencia a conocimiento.

[2] Como señalábamos, a partir de la máxima aristotélica, creemos que es especialmente útil distinguir entre percepción subjetiva de un estímulo y objetividad del estímulo. Y, relacionado con ese matiz, no es lo mismo la consecuencia fisiológica derivada de la percepción de un evento, que la consecuencia derivada del propio evento en sí mismo.

[3] Realmente, Zajonc no se refiere a emociones, sino a estados afectivos, a preferencias. No obstante, incluso en este tipo de variables afectivas cabría la posibilidad de defender la existencia de alguna suerte de proceso evaluativo y valorativo, más o menos rudimentario.

[4] Es un error sistemático en Zajonc: equipara la cognición con el procesamiento consciente.

[5] Claramente, se aprecia el mismo sesgo que en la nota anterior, ya que una cosa es el procesamiento cognitivo de la información, y otra el procesamiento cognitivo consciente.

[6] Nos parece oportuno destacar en este punto cómo desde la Psicología llegan influencias concretas hasta el ámbito de la Filosofía, haciendo que Ryle, en su obra clásica El Concepto de Mente (1949), hable de las emociones basándose en argumentos tales como el conductismo, encarnado en Watson, el positivismo de Compte (1830-1842) y el anti-cartesianismo.

[7] Como hemos expuesto anteriormente, al hablar de las dos vías de ocurrencia del proceso de valoración, en este caso se trataría de un claro ejemplo de la valoración reinstalada, que es la forma de valoración en el procesamiento definido como “de arriba hacia abajo”. 

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