TIEMPO, SISTEMA, INDIVIDUACION. UN ENFOQUE EVOLUTIVO EN LA TERAPIA SISTEMICA DE ADOLESCENTES CON ANOREXIA O BULIMIA

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Dr. Eduardo Carrasco Bertrand 

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Resumen

Se exponen reflexiones surgidas de la experiencia obtenida en el tratamiento de adolescentes con anorexia y bulimia en los últimos diez años. Ellas llevan a proponer una perspectiva sistémica y evolutiva de la psicoterapia en adolescentes con trastornos de alimentación.  Se destaca la importancia de considerar los efectos del desarrollo sobre la patología y los efectos de la patología sobre el desarrollo.

Muchos casos tienen una evolución prolongada y una proporción importante de ellos tiende a las recaídas y a la cronicidad, lo que justifica la preocupación por la efectividad de los modelos de tratamiento en el largo plazo.

Se plantea que las modalidades de intervención terapéutica pueden cambiar sucesivamente de una terapia “con la familia” a una terapia “de la familia” y posteriormente a una psicoterapia individual, cambios que se acoplan con el proceso de individuación de la adolescente y con el momento evolutivo familiar.

 

Introducción

En la actualidad no es infrecuente que las palabras “anorexia” o “bulimia” ya tengan alguna circulación en los diálogos familiares y que aparezcan en el primer encuentro con un profesional de la salud. Son tan constantes los síntomas reseñados por la adolescente y sus padres, que desde los primeros relatos clínicos sistemáticos de anoréxicas en el siglo XIX hasta la actualidad, las descripciones son casi invariables. No se muestra sólo en los aspectos individuales del problema sino también en las respuestas habituales de la familia.  Cuando los padres consultan llevan algún tiempo probando distintas actitudes: obligarla a comer o dejarla que lo haga por sí misma, acompañarla o aislarla, vigilarla o no, enojarse o tratarla dulcemente.  Los padres oscilan entre la preocupación y la molestia.  Ninguno de los que asisten a la consulta lo hace con el sentimiento de que su acción es voluntaria.  La hija está obligada por los padres y éstos por la enfermedad de ella.

Los médicos que enfrentan esta situación, al igual que los padres, necesariamente asumen una postura frente a la actitud “indomable de la paciente”; se ven “obligados” a “obligarla a cambiar” para “su propio bien”. En los programas de tratamiento se utiliza a veces “la separación prolongada como instrumento terapéutico”.

Se trata de ayudar a quien, no sólo manifiesta que no necesita ayuda, sino que se resiste a recibirla, mientras su condición física hace imposible, para quienes la rodean, no ayudarla.  En un punto confluyen las ansiedades del momento: la definición, compartida por la familia, incluyendo a la adolescente, de que el problema es “interno”, está en su psiquis, o en su biología, pero ajeno a su voluntad y a las posibilidades de sus familiares de contribuir a su mejoría.  Por su parte la paciente afirma que su único problema es la actitud de los padres (y después de los demás) hacia ella, postura que, para los otros, confirma que el problema le pertenece en exclusividad.  Niega su enfermedad y al mismo tiempo confirma para los otros su condición de “paciente”. Dada esta falta de conciencia de enfermedad, se sabe que es poca la posibilidad de que la motivación para una psicoterapia individual permita construir un vínculo estable y que resulte una experiencia fructífera.

La efectividad de los tratamientos farmacológicos no es tan evidente en la modificación de la actitud hacia la alimentación, lo que desconcierta aún más a la familia y alimenta un cierto escepticismo médica hacia el recurso psiquiátrico más usado en nuestros tiempos.

En el diálogo terapéutico con la familia, a partir de los síntomas de la hija adolescente se llega pronto a ramificaciones narrativas que muestran “el sistema relacional”: los demás miembros de la familia también son parte del problema, ya sea porque lo sufren, por la inconsistencia e inefectividad de sus reacciones, por los síntomas psíquicos que manifiestan o por los conflictos crónicos que viven y que han sido absorbidos en la maraña relacional centrada en los problemas de la hija.  Las escenas que describen, cargadas de emociones, muestran cómo la hija, hermana o nieta, es considerada por sus parientes como responsable de lo que hace o deja de hacer en relación con sus síntomas. La relación terapéutica queda acorralada entre la negación y los sentimientos de culpa de la adolescente y la sensación de impotencia y de desesperación de los padres.

Las complejas decisiones de ese momento (equipo terapéutico, hospitalización, duración del tratamiento, etc.) pueden quedar ciegas a las posibles consecuencias evolutivas a largo plazo, tanto en la adolescente como en su familia.

Los distintos modelos explicativos y terapéuticos que han sido elaborados frente a la anorexia y la bulimia, no aseguran ninguna certidumbre en el resultado de un tratamiento. Ellas tienen una evolución difícil y negativa en una inquietante proporción de los casos. Las limitaciones psicosociales suelen ser importantes, y a veces hay episodios agudos con complicaciones médicas que tienen riesgo vital.  También hay posibilidades de intentos de suicidio o de muerte por suicidio.  También se ha visto que muchas pacientes llegan a la recuperación parcial o completa después de un largo tiempo de evolución.

Con respecto al tratamiento, en una revisión de 31 estudios, Stinhausen concluye que “es difícil saber la efectividad de los tratamientos a largo plazo”. Dentro de la gran cantidad de estudios que intentan validar formas de tratamiento, hay algunos que demuestran la efectividad de la terapia familiar cuando se aplica en casos de adolescentes menores de 18 años, comparada con una psicoterapia centrada en el individuo.  Es evidente la necesidad de tener más conocimiento sobre la duración óptima de la terapia, los componentes efectivos del tratamiento  y su impacto en diferentes grupos de pacientes con trast. de alimentación.

Las consecuencias futuras de la anorexia o de la bulimia en adolescentes implican riesgos para la salud física y posibilidad de importantes limitaciones psicosociales.  No es posible minimizar la gravedad del problema personal de las adolescentes con anorexia o bulimia.  La frase “son pacientes difíciles” se dice y se escucha con demasiada frecuencia y se basa en experiencias clínicas repetidas.  Se afirma también que “uno de los aspectos más difíciles de trabajar con pacientes anorécticas ambulatorias es ayudar a la familia a enfrentar la naturaleza crónica del desorden.  La rotativa de tratamientos es un acompañamiento lógico y a menudo forma parte de la historia “inicial” desde la perspectiva del profesional de la salud mental” agregándose la tarea de recuperar y mantener la confianza en la posibilidad de recibir ayuda.

La experiencia me ha llevado a reflexionar sobre la importancia de privilegiar el vínculo terapéutico como eje del tratamiento y de buscar un acoplamiento flexible y evolutivo con el “sistema anoréxico”. Así se puede crear un sistema relacional confiable, que será terapéutico en la medida que facilite el desarrollo de la adolescente y de este modo contribuya a impedir o al menos atenuar el congelamiento de los síntomas y la organización de la identidad en torno a ellos.

 

Descripción de una experiencia clínica

Se presenta un resumen de la información referida a 20 casos (12 a 20 años de edad) de anorexia y bulimia en mujeres adolescentes, que han estado en terapia familiar en los últimos cinco años.   El esquema del tratamiento fue el siguiente:

- administración medica del tratamiento, incluyendo la evaluación inicial, la supervisión y orientación nutricional y eventualmente una hospitalización breve.

- tratamiento psiquiátrico y psicológico coordinado con el tratamiento médico incluyendo fármacos y psicoterapia en encuadres específicos para cada caso. Duración ttmto:2-24 meses

Término por decisión de la familia (5); Alta con buen resultado (11); Sigue en ttmto. (4).

Diagnósticos:      Anorexia nerviosa restrictiva (10);  Anorexia nerviosa bulímica (6);  Bulimia (4).

Co-morbilidad:    Depresión (14);  Intento de suicidio (2);  Trastorno ansioso (8);  Tricotilomanía (1).

Psicopatología en la familia nuclear:

Madre (9 casos);  Padre (5 casos);  Anorexia nerviosa en madre (1) en hermana (3) y en hermana menor de la madre (1). Total 5 casos.; Antecedente de suicidio en madre (1); Hermanos, trastorno del ánimo y ansiosos (6 casos).

Conflicto conyugal:    Aparentemente no hay (estable) (5);  Aparentemente hay pero no es reconocido (6);  Es reconocido, hay conflictos crónicos y en algunos casos hay separación (9).

Las familias en las cuales la pareja conyugal es estable y parece no tener conflictos, se caracterizan por ser altamente cohesionadas, con una fuerte alianza parental.    En las familias en las cuales se reconocen conflictos, estos son de gravedad variable. Los hechos más relevantes corresponden a conflicto conyugal crónico, duelo por muerte.

En relación con la comorbilidad psiquiatrica en la adolescente, esta experiencia confirma lo que se describe sobre el tema, mostrando una frecuencia que refleja la magnitud del compromiso del desarrollo psíquico individual.  Es frecuente que a uno o más miembros de la familia se les pueda aplicar diagnósticos que corresponden a una psicopatología importante.

La observación del sistema relacional como rígido, cohesionado, con dificultad para adaptarse a cambios mínimos es también coincidente con las descripciones clásicas. No es posible afirmar que existen configuraciones específicas asociadas a esta patología del desarrollo adolescente.

Respecto al curso de la terapia y de los síntomas, la experiencia reafirma la noción de que la evolución puede ser prolongada, llegando a abarcar una etapa importante de la adolescencia y haciéndose crónica en muchos casos.

En los casos con recuperación total se caracterizaron a menudo por una “recalibración” del peso corporal levemente mayor al peso ideal, con una preocupación leve o moderada hacia el tema de la imagen corporal, una disminución del perfeccionismo en otras áreas, y una mayor satisfacción en las relaciones con la familia.  Se observaron a veces cambios en las elecciones vocacionales y en las relaciones de pareja, que reflejaban la crisis de identidad por la que atravesaban las adolescentes durante el tratamiento.

No se puede afirmar que la mejoría de la adolescente se haya asociado siempre a una crisis en la relación de pareja de los padres o a un “cambio de paciente índice”. Sin embargo, fueron hechos ocasionalmente observados.

 

Anorexia-Bulimia y desarrollo

Ilana Attie y Jeanne Brooks-Gunn proponen que esta patología consiste en “pautas alimentarias que reflejan una disrupción en los procesos evolutivos y que se asocian con cursos biológicos, cognitivos, psicosociales y emocionales desadaptativos”.  Se refieren a las relaciones disfuncionales en el nivel diádico y familiar.

La frontera entre “normalidad y patología” es ancha y variable en distintos momentos del desarrollo. La preocupación por la imagen corporal se inicia tempranamente en las niñas, y es en la pubertad en que suelen presentarse las primeras señales visibles de que el control del peso es un problema importante para la niña. Sin embargo en muchas de ellas no se alcanza a configurar un cuadro completo de anorexia o bulimia  y la restricción alimentaria o las conductas compensatorias son moderados y tienen una evolución autolimitada.  En otras, la ideación y los sentimientos negativos hacia el propio cuerpo persisten sin que se hagan aparentes, a menos que se produzca un agravamiento asociado a un evento vital crítico. Hay personas que mantienen un equilibrio más o menos inestable haciendo dietas o ejercicios o consumiendo anorexígenos.

Los síntomas de la patología también tienen variaciones evolutivas. El 50% de las adolescentes con bulimia nerviosa tienen una historia de anorexia restrictiva, hecho que ha permitido plantear una hipótesis secuencial de los trastornos alimentarios, según la cual “los subtipos clínicos no sólo estarían relacionados con la personalidad pre-mórbida sino que serían formas psicopatológicas que cambian en distintos momentos del desarrollo”.

Se puede constatar que la prevalencia sigue una curva normativa en relación con la adolescencia y los primeros años de la adultez, puesto que decrece en los 10 años que siguen a la salida de la educación media.  Se sabe que la prevalencia es mayor en contextos culturales específicos y que ha aumentado en los últimos decenios en las sociedades occidentales.

Se trata de un fenómeno evolutivo que sigue un estricto paralelismo con una etapa definida del ciclo vital, en la cual tienen prominencia los procesos de formación de la identidad que suceden en la intersección entre una biología cambiante y contextos familiares y culturales específicos también con importantes cambios. Este fenómeno también puede afectar gravemente las posibilidades de una vida adulta autónoma.

Desde una perspectiva sistémica el abordaje evolutivo del tema ha sido desarrollado por varios autores. Ludewig afirma que la anorexia “es un fenómeno profundamente interactivo” y que “es un caso paradigmático de conflicto entre autonomía y control, es decir de individuación”.

Stierlin, en relación a la individuación refiere entre varias características, que “me experimento como centro de mis propias iniciativas y autoría, como centro de fuerza viviente, como autor de mi historia, sintiéndome en ello autónomo y libre pero también responsable de lo que pienso, hago, cometo y redacto”.

Las conductas de la adolescente con anorexia o bulimia, miradas en la escena de sus relaciones familiares representan el drama de la gestación del individuo en el sistema relacional.  La hija defiende su privacidad como a su propio ser. Pero al mismo tiempo, y empujada por la constante confirmación de que la expresión de la propia individualidad no tiene validez, puesto que debe ser ocultada, la identidad se organiza cada vez más rígida en torno al control del cuerpo y de la apariencia externa. Winnicott decía que en estas personas “el cuerpo se convierte en parte de un sistema de falso yo, disociado de las aspiraciones internas del individuo, aunque rigurosamente controlado por ellas”.

La configuración relacional co-evolutiva, aunque inespecífica, encaja singularmente con los procesos individuales descritos. En las interacciones en torno al problema con la alimentación se representan las polaridades del sistema: o la relación es idílica cuando se da entre la hija y los padres “de siempre” o estalla el conflicto más intenso, en el cual hay desafíos recíprocos explícitos, ira abierta, amenazas, castigos concretos y simbólicos. Es frecuente constatar en forma de rituales la fuerte cohesión y el correspondiente sentimiento de unidad que comparten. Los conflictos en la relación de pareja de los padres han facilitado una cercanía especial de la hija con uno de ellos o con ambos alternadamente.

La alimentación se ha transformado en terreno de conflictos, persecución y ocultamiento, control y transgresión, y de interminables negociaciones, interacciones que han sugerido definiciones tales como que la anorexia es una metáfora de “complacer y desafiar” (Madanés) o que se manifiesta a través de la adolescente un “desafío relacional” (Serrano) en el sentido de una lucha por el control de la relación.

Stierlin propone que “en el caso de muchas pacientes anoréxicas se puede decir que están forzando su “individuación contra” en cierto modo en dos frentes, uno exterior (posiciones y valores de los padres) y otro interior (ella trata de individuarse en cierto modo contra su cuerpo, las necesidades e impulsos de éste). Conflicto externo e interno se alimentan mutuamente.  El sentido que otorgan las adolescentes a su propia postura no es de que están contra sus padres ni que sus vivencias son falsas Más bien, expresan que defienden el derecho a la privacidad y autonomía de sus conductas, de sus pensamientos y de sus anhelos. Transmiten asimismo un sentimiento de asfixiante falta de libertad, y manifiestan cómo los valores de la familia y de la sociedad le son propios. Ludewig dice que “los miembros de la familia con trastornos anorécticos se vivencian como unidos de modo existencial e indisoluble”. Sin embargo, para sus propios protagonistas, y también para los terapeutas, este aspecto de la relación puede ser el más difícil de reconocer, puesto que están inmersos en las interacciones del tipo control/desafío. Dentro de esta lógica, el significado punitivo de una internación o del distanciamiento forzado entre la hija y los padres no hace más que reforzar el fuerte vínculo que los une, amplificando también el sentido de sacrificio que han asumido.

Paralelamente, en la vida social de la adolescente, se desarrolla otro aspecto del mismo drama.  Las valoraciones culturales la invitan a realizar un cierto ideal de mujer, invitación que la entrampa tanto como lo ha hecho su familia. La adolescente parece haberse apropiado de los valores que imperan en su grupo de referencia respecto de la imagen corporal y de los medios para obtenerla, y se ha trasformado en uno de sus exponentes más “exitosos”. Es tan fuerte la necesidad de “salir” del circulo familiar más bien “cerrado e indiferenciado”, en el cual, además ha ocupado un lugar “privilegiado”, que absorbe el ideal social sin filtro, lo hace propio, lo in-corpora, pero como no logra de esta manera modificar el sentimiento de aislamiento que experimenta, ni puede establecer vínculos afectivos externos a la familia, amplifica en sí misma el mandato social a tal extremo que se inhabilita y así mantiene o fortalece los vínculos primarios.  Los síntomas podrían ser entendidos como una manifestación del ejercicio por parte de la adolescente de una forma de expertez social necesaria para integrarse en los grupos valorados por ella, o de la búsqueda de un medio para ser valorada por personas externas a la familia. Las fragilidades relacionales o personales de la pareja parental tienen la posibilidad de frenar el desarrollo justamente porque no lo facilitan, lo que en una visión lineal lleva a decir que el conflicto conyugal ha “causado” la patología de la adolescente.  Visto de un modo sistémico y evolutivo, se diría que la absorción de la identidad de la adolescente por sus síntomas es paralela a la absorción de la familia por la hija y a la “endogenización” de la patología, de modo que éste llega a ser cada vez más impermeable a los cambios relacionales y por tanto a las intervenciones terapéuticas.

Se puede concluir que el proceso de individuación relacional en la adolescencia tiene una dinámica propia, sincronizada no sólo con los procesos familiares sino también con la cultura y con los complejos procesos neurobiológicos de esa etapa del desarrollo. Estas dimensiones condicionan hechos que van desde la oportunidad del diagnóstico y la derivación o las decisiones respecto del programa de tratamiento y el encuadre terapéutico elegido.

 

Terapia y desarrollo.

Así como el tiempo evolutivo y los procesos de desarrollo son parte del problema clínico, también son elementos constitutivos del proceso terapéutico en los adolescentes con trastornos alimentarios. El cambio que se observa durante una terapia se debe a las trasformaciones madurativas intrínsecas de la adolescencia, activadas en un sistema relacional que las apoya y posibilita, y a su vez estos procesos individuales contribuyen al cambio terapéutico. Surge la pregunta ¿cómo crear condiciones para formar un sistema terapéutico que sea un “ambiente facilitador” de los procesos de desarrollo de una adolescente con anorexia o bulimia?.  La postura de batalla de la terapia familiar en sus inicios consistía en proponer que la familia es “la enferma” y por lo tanto que ella es el objeto del tratamiento”. La evolución posterior ha sido más comprensiva en este sentido y más realista con las posibilidades y límites de la terapia familiar.

Esta actitud es claramente formulada por Ludewig, “si el terapeuta no puede actuar como causa eficiente, lo que puede hacer es crear un ambiente interaccional adecuado en el  cual sus clientes pueden efectuar cambios según sus propias  características estructurales”. Su propuesta apunta a enfatizar ciertos aspectos que él considera útiles para la terapia y a prevenir contra presupuestos a los cuales el terapeuta puede quedar amarrado y que son “inaceptables para la familia”, por sus connotaciones negativas o culpabilizadoras. Muchos conceptos clásicos corren el riesgo de transformarse en elementos que el terapeuta “tiene que encontrar”, amarrándolo así a la ilusión de una realidad que está ahí como una veta por descubrir. Es bueno pensar que “la exclusividad explicativa expulsa las demás explicaciones válidas y coherentes y reduce las alternativas del terapeuta y de la familia”. (Fuhrmann).

Pero para que esto ocurra se requiere la estabilidad y confiabilidad de un vínculo. Como dice Boscolo “si bien es cierto que los cambios en el sistema terapéutico son discontinuos, también es cierto que los cambios acontecen dentro de una relación continua”, una relación que “insiste sobre el futuro, el tiempo de la posibilidad”. Aunque el terapeuta representa ese “tiempo de la posibilidad”, puede enredarse en su propia intención de actuar como causa eficiente o de co-construir con la familia y la adolescente una realidad diferente si no tiene presentes que la distorsión del desarrollo individual de la adolescente contribuye a la forma en que éste es configurado, sentando así las bases de su propia evolución.

La adolescente está ahí, frente al terapeuta, a menudo sentada entre los padres, claramente central. Todo indica que es necesario ayudarla, pensar por ella, sentir por ella, desear su mejoría, pero lo que ella expresa va en dirección contraria y más bien parece incomprensible e imposible de ayudar. La efectividad del sistema que se constituye a partir de esta escena se sustenta no sólo en el cambio que promueve desde su propia definición, sino también en la posibilidad de que persista como un contexto válido para quienes participan en él –y por lo tanto capaz de contener la intensidad emocional que emerge cuando el sistema empieza a perder la certidumbre de una ansiedad pautada por la patología- por un tiempo suficiente para que la adolescente se haga cargo de su propio desarrollo.

Parte de esa validez se juega en la flexibilidad y en la integración de los elementos de su propio contexto.  Los distintos aspectos del tratamiento (médico-nutricional, psiquiátrico, terapéutico), reflejando la integralidad del proceso, deben estar suficientemente coordinados, de modo que puedan ajustarse mutuamente.

Perlmutter bosqueja varias “nuevas historias” posibles que pueden ser incorporadas en la narrativa del sistema terapéutico: el “enemigo común”, la necesidad de la hija de sentirse especial, los temas de género (la presión cultural hacia la mujer), la importancia de otorgar “más poder para los padres”, o la visión de los síntomas como otro intento de la adolescente de ser una buena hija, al centrar en ella la atención y desviarla así de otros problemas.  El despliegue narrativo es parte de un vínculo personal en el cual constantemente son representados los procesos de individuación relacional.  En este vínculo se juegan las posibilidades de que las nuevas historias, las redefiniciones, metáforas, etc, sean apropiadas por la familia y la adolescente y constituyan una experiencia que podrán llamar terapéutica.

Desde la “posición” que ocupa activamente en ese vínculo, el terapeuta elabora una propuesta de “persona en el sistema”, propuesta que contribuye a determinar el sentido que la familia le otorga a su participación. De esta manera el diálogo se enriquece, se amplía el horizonte de los significados y se abren las posibilidades de cambio.

En este sentido, el constructo “proceso de individuación”, sin operar como explicación única y cerrada, proporciona una óptica y un abanico de ideas que permite, dentro de esta trama compleja y evolutiva, orientar las decisiones del encuadre terapéutico y disponer de “senderos temáticos” que establecen conexiones entre dimensiones personales y dimensiones relacionales de los síntomas y que también conectan a éstos con los discursos culturales prevalentes.

Los procesos de individuación suponen una transformación en los vínculos de la adolescente con su familia y con el “mundo externo”, de modo que pueda formar vínculos renovadores.  El terapeuta y otros profesionales que participan en el tratamiento, forman parte de este “mundo externo”, y tienen la posibilidad de ser partícipes de esa transformación. Se trata, por tanto, de establecer una relación continua, estable, ritualizada, de un modo que sea consonante con la configuración del sistema y que sea capaz de integrar las discontinuidades necesarias para su propia evolución. Gibney dice “una parte importante del éxito en terapia es cuando se acopla adecuadamente el marco de tiempo terapéutico con el marco de tiempo del cliente”. La terapia puede constituir un contexto también evolutivo, cambiante, en sincronía y en sinergia con los procesos psicobiológicos individuales y familiares. Cambio terapéutico y cambio evolutivo pueden potenciarse si se considera la configuración relacional presente al decidir el encuadre terapéutico. Las premisas rígidas del terapeuta, referidas a “dónde está el problema”, “cuál es la explicación”, cuál es el sistema-foco del tratamiento o cuál debe ser la duración y el ritmo del proceso, pueden trabar esta sincronía.

 

Ajuste del encuadre según las fases del proceso terapéutico

La distinción de fases en el proceso terapéutico ha sido planteada desde distintas perspectivas.

Minuchin hace una diferencia entre los objetivos de la terapia  a corto plazo, que se refieren básicamente al logro de un peso estable y los objetivos a largo plazo, centrados en mejorar la adaptación psicosocial.

Russel describe tres fases:

la primera centrada en el desorden alimentario y de lograr el control por parte de los padres.

la segunda se inicia cuando se ha logrado una ganancia de peso constante, más centrada en los conflictos familiares y

la tercera la responsabilidad para la recuperación es devuelta a la paciente y se centra por lo tanto en su autonomía.

Ludewig, plantea que

la fase inicial está enfocada en “reformular conjuntamente con nuestros clientes sus deseos en términos operacionales para la terapia”.

La fase dos está destinada a “crear un ambiente de confianza estable entre la familia y el terapeuta, que sea favorable para la reflexión y el cambio”.

Y la tercera se inicia “cuando los miembros de la familia aceptaron al terapeuta como alguien que reconoce y valora su vínculo familiar”.

El propósito de distinguir fases no es solo descriptivo, sino también de anticipar señales evolutivas del sistema para que puedan proporcionar orientaciones útiles en el momento de optar por determinados encuadres terapéuticos y de privilegiar las temáticas del diálogo terapéutico.

Para definir las fases del proceso terapéutico me basaré en lo propuesto por Ludewig, pero modificado con elementos referidos al desarrollo del sistema.  Hay marcas del sistema” que se pueden considerar como señales de transición, como por ej. la capacidad del sistema de contener la “apertura” de los síntomas, la intensidad en el conflicto parental que la familia puede tolerar o el cambio hacia una vivencia egodistónica de los síntomas en la adolescente.

 

Fase I Confianza: lo que está en juego es la construcción de un sistema relacional confiable, que se proyecte en el largo plazo, en forma congruente con la gravedad del problema y con el proceso de desarrollo implicado. El terapeuta debe estar dispuesto a que la confiabilidad del sistema sea cuestionada más de una vez en el curso de una terapia, especialmente cuando después de un momento inicial de esperanza y reequilibrio, se evidencia que los síntomas persisten o reaparecen, aunque se comunique que la relación entre la adolescente y sus padres ha mejorado.

La experiencia indica que la motivación de la adolescente para cualquier forma de ayuda es inconsistente, por lo que el hecho de asistir a una psicoterapia es, con frecuencia, otro terreno de conflicto entre ella y sus padres, conflicto que luego es trasladado a la relación con el terapeuta. En encuadre individual constituye, desde esta perspectiva, una solución aparente, puesto que asegura a todos que los nudos relacionales más difíciles no serán tocados.

El encuadre con la familia” es una decisión basada en el acoplamiento con el sistema en esta etapa inicial.  La adolescente no pide ayuda voluntariamente, vive los síntomas en forma egosintónica, la negación es máxima, la individuación relacional está basada en una autonomía que es vivenciada a través del conflicto (“pseudoindividuación”), mientras que tanto en las conductas sintomáticas como en otras interacciones se muestra la relación de dependencia de la cual es parte.

Recíprocamente, la involucración de los padres es tan marcada como negada, y coexiste con la convicción de que el problema y la solución le atañe solo a la hija.  La adolescente ocupa todo el espacio relacional de la familia.  El tema central y recurrente en las sesiones es la conducta relacionada con la comida y la imagen corporal y las interacciones en torno a ellas.  Los padres vienen motivados por su preocupación y por su sentido de responsabilidad.

La participación del terapeuta puede activar el proceso de individuación propio de la etapa de desarrollo, puesto que este proceso se manifiesta en la forma ambivalente en que los miembros de la familia se hacen parte del sistema terapéutico, lo que le permite incorporarse como un polo significativo en la relación padres-hija, vinculándose con ellos en alianzas inicialmente inestables.  La disposición y la destreza con las que el terapeuta entra en estas tensiones relacionales son una oportunidad para que la diferenciación y el desarrollo sean facilitados, de modo que la terapia misma, aunque parece una nueva intromisión forzada en la vida privada de la adolescente representa un medio valioso para que logre una privacidad que sea respetada. Si se toma en cuenta este contexto relacional, las decisiones y propuestas acerca de quiénes asisten a la terapia y en qué forma participan en ella, adquieren un sentido aceptable para la familia y contribuyen a conformar un sistema confiable.

Para que el sistema favorezca el desarrollo de la individualidad de la adolescente es preferible que el terapeuta explicite su alianza con la responsabilidad parental de “traerla contra su voluntad” –apoyando al mismo tiempo el significado personal de su postura- a que también intente convencerla que la terapia se hace “por su propio bien”.Así, el sistema de relaciones que se construye se fundamenta en una base confiable, facilitadota del desarrollo, y se evita establecer una relación “como si”, en la cual la adolescente es experta, calzando sin problemas su “falso yo”. Otra temática que se pone en juego es el develamiento de los aspectos ocultos de su conducta de alimentación.

Los síntomas son examinados como un terreno compartido en el que juegan simultáneamente la individualidad y la conexión.  Por lo tanto la apertura de la información tiene un sentido clave para el sistema relacional. Aquí la hija y los padres se sentirán vulnerables y enjuiciados cuando los síntomas son contextualizados y se despliega más claramente el sistema relacional.

 

Fase II Colaboración: Cuando desde el inicio los síntomas son contextualizados e historizados emergen gradualmente los significados personales y familiares asociados a ellos, hasta que estos temas se hacen parte del diálogo terapéutico. Junto con construirse un contexto ritualizado y progresivamente confiable, se configuran narraciones recurrentes, reiteradas cada vez con distinto énfasis y clima emocional, que reflejan distintas escenificaciones del sistema relacional representadas en el relato.

La escena relacional es progresivamente enriquecida y complejizada. Cambia el contenido de las narraciones y el clima emocional suele reflejar tensiones asociadas a otros conflictos interpersonales. De una terapia “con la familia” se ha llegado a una terapia “de la familia”. Los padres aparecen con mayor frecuencia como personas “con historia” y se pueden tratar temas de la relación de pareja de los padres o temas transgeneracionales sin que la hija centralice el diálogo.

La secuencia del despliegue de las configuraciones narrativas, la forma y la dimensión que adquieren y el clima emocional que las acompaña, cambian durante la terapia, reflejando las transformaciones de la adolescente, del sistema relacional de su familia y del vínculo terapéutico.  Esta evolución puede ser anticipada por el terapeuta, lo que contribuye a cuidar el ritmo del proceso, a privilegiar focos en las sesiones y a fundamentar las decisiones relativas al encuadre, para que así no sean tomadas “a ciegas” y corran el riesgo de quedar entrampadas en lasa complejas pautas de la familia.

 

Fase III Potenciación: Así como la confianza es un objetivo permanente, nunca asegurado, la tarea de potenciar las capacidades de la familia y de la adolescente empieza junto con la terapia. Se trata por ej. de que los padres desde el inicio se hagan cargo de lo que pueden hacerse cargo y participen en las decisiones del equipo tratante.  Aunque la adolescente sienta que sus síntomas están fuera de sus posibilidades de control, en las sesiones se le apoya para que sostenga su propia postura frente a sus padres, aminorando la identificación de persona con enfermedad. Es decir, la frecuente explicación de que su conducta se debe a su enfermedad y por lo tanto “no es de ella” puede ser examinada y cuestionada en su sentido relacional, hasta que emerjan señales de una individualidad válida para los otros.

Cuando la conducta sintomática llega a ser experimentada en forma egodistónica, y disminuye el desafío hija-padres en torno a la alimentación, “el sistema” indica que la individuación ha alcanzado un nivel suficiente para que la adolescente se apropie de “su” problema y también de “su” terapia. Está más claro lo que es “de ella” y lo que es “de los otros”. Ya es posible aceptar sesiones individuales sin riesgo de que el cambio terapéutico sea anulado por el alivio que implica aceptar la definición de que la adolescente tiene la responsabilidad de su propio desarrollo y la posibilidad total del cambio evolutivo que requiere. “la familia ya está en condiciones de autorizar al terapeuta para que, siendo garante aprobado de la conservación del amor y la relación en la familia, entable una relación extrafamiliar con la adolescente” (Ludewig). Es más probable que una psicoterapia individual sea aceptada por la adolescente, o que se pueda proponer una derivación a terapia de pareja de los padres. Las temáticas llegan a ser “más personales” o bien adquieren significados más personales o se acompañan de una expresión emocional distinta. Si reaparecen las relaciones familiares también adquieren otro matiz lo que permite que el diálogo sobre la “familia interna” no esté condicionado por la función actual de la adolescente en el sistema relacional de su familia.

 

Final: Lo importante que es no oponer rigidez a la rigidez. Esta idea se aplica en  especial al ritmo del tratamiento y la difícil definición terapéutica de lo que debe ser considerado como problema personal o problema interpersonal en esta etapa del desarrollo.

Al inicio, cuando lo más visible para el terapeuta es la necesidad de ayuda de la adolescente junto con su rechazo a recibirla, podemos suponer que el drama de la familia está condensado en esa paradoja. Focalizar la interacción familiar será un modo posible de atender al mundo interno de la hija, y especularrmente, cuando su “interior” puede ser hablado en la terapia, se abre una ventana al mundo relacional.  Es esta apertura desde ambos lados, en un cuidadoso ritmo evolutivamente acoplado, la que flexibiliza el sistema y hace posible el cambio personal que llamamos desarrollo.  Y es este proceso el que permite recuperar el terreno que han ocupado los síntomas, transformados en implacables ordenadores de la vida de la adolescente y su familia.  Después, cuando está más claro qué es de cada quién, la adolescente puede seguir por sí misma un proceso terapéutico personal. 

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