ORÍGENES DEL SUPERYO

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Ada Rosmaryn

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Los seres humanos somos criados en una infancia prolongada en su inmadurez, por adultos cuyos haceres y decires sostienen y aportan a través de su acción identificatoria y de investimiento a la conformación de nuestro psiquismo, estimulan fijaciones u orientan o posibilitan determinados caminos de satisfacción pulsional. La función parental se extiende a la sociedad y sus representantes.

Desde Freud, el superyo heredero del complejo de Edipo era producto de las identificaciones con las prohibiciones parentales respecto de los deseos incestuosos. Freud también habló de esta instancia como la identificación con el superyo de los padres. La angustia de muerte se juega en el vínculo del Yo con el Superyó; entre la protección y la amenaza de desamparo. Las situaciones de terror de origen social, o el quebranto psíquico de los otros instituyentes, actúan como la consumación de aquel peligro de abandono a la indefensión y la muerte. Como parte de la subjetividad toda, esta instancia se estructura y remodela a lo largo de la vida.

El Superyó emite mandatos; la transgresión genera en el Yo sentimientos de culpa. Me centraré en el sentimiento de culpa y su relación con:

1. Los caminos de la prohibición. 2. Lo traumático y su transmisión transgeneracional. 3. La mirada de los padres. 4. Un otro origen del Superyó.

 

Los caminos de la prohibición

Según Dolto la castración es aquella que sucede cuando la zona erógena es introducida al lenguaje de la palabra tras haber sido privada totalmente del objeto con quien se inició su comunicación erótica.

El adulto modelo de quien depende la supervivencia del niño, investido del derecho a limitar o prohibir, intercepta por medio de la palabra el camino directo de la satisfacción de la pulsión con el objeto incestuoso. Hablarle al niño de lo que él querría pero que a partir de ese momento le estará prohibido, valoriza el deseo al mismo tiempo que deniega su satisfacción. Los que ejercen esta función, saben que la denegación genera dolor en el niño, y deben expresar su empatía con este dolor. Al mismo tiempo ofrecen al hijo otras vías de satisfacción posibles e instrumentan los medios para que las realice. El niño percibe que el adulto modelo está sometido a la prohibición, al igual que él.

El sujeto deseante es iniciado, a través de la prohibición, en toda la potencia del deseo, que de otro modo se agotaría en la consumación incestuosa. Al mismo tiempo se inicia en una ley humanizante, siempre y cuando esta ley haya marcado a los adultos que han prohibido. A partir de allí, las márgenes creativas del sujeto quedan abiertas.

El narcisismo se reorganiza gracias a las duras pruebas con las que tropieza el deseo. Estas pruebas, las castraciones, posibilitan la simbolización. (La castración oral da por fruto el lenguaje; la castración anal, la autonomía y el control motriz en relación al cuidado de sí mismo y de los otros que ama).

Es una ley que aunque parezca represiva del actuar, promociona al sujeto en la comunidad de los seres humanos. El adulto habrá dictado la prohibición por respeto a la humanización del niño.

El destino de la mutación del deseo, una vez atravesada la prohibición, puede ser simbolizante, mutilante o pervertizante, según hayan sido las condiciones de ese encuentro y de los encuentros futuros que la vida y sus posibilidades le deparen.

Estas castraciones son estructurantes en tanto aportan a la formación del Superyó, del Yo y del Ideal. Siendo para Dolto el Ideal del Yo una ética que guía las sublimaciones, los caminos así abiertos para el desarrollo de otros modos de consecución de placer, implican al mismo tiempo la plasmación de valores humanizantes. En su defecto, cuando las prohibiciones están hechas para el placer sádico, de dominio o de autorresarcimiento del adulto que las impone, el resultado será un Superyó cruel, un yo dolorosamente sometido y una ética mutilada o perversa. Esto también depende del carácter humanizante o deshumanizante de la cultura en la que ese adulto esté inmerso.

Finalmente, la castración edípica felizmente lograda, da como fruto el advenimiento a una genitalidad oblativa, es decir aquella capaz de crear algo fuera de nosotros mismos (hijo, obra o sustitutos) cuya libertad propugnamos. Desde un punto de vista ideal, el adulto que emite la castración, para que sea simbolígena, habrá llegado exitosamente a este grado de humanización. Y en ese caso abonará la creación del aspecto benévolo y protector del Superyó.

Las adecuadas prohibiciones son responsables de la fusión tánato-libidinal en el Superyó, y por lo tanto protegen al Yo, ya que si éste consumara las exigencias pulsionales incestuosas se destruiría su potencial evolución psíquica.

 

Lo traumático y su transmisión transgeneracional

Sabemos que el trauma produce defusión pulsional y que parte de la pulsión de muerte que no pueda extroverterse ni religarse con la libido en una acción auto y aloplástica, infiltrará el Superyó. La tanatización consecuente irá a constituir su carácter más siniestro, destruirá la creencia en los objetos buenos que protegieron la infancia y en sus sustitutos, y en ocasiones llevará su carga siniestra a su contracara: una figura idealizada y mortífera.

El análisis de los hijos de sobrevivientes del Holocausto (Kestenberg, 1980) descubrió tanto la creación de un Ideal de redención del sufrimiento de los padres imposible de cumplir, como la identificación con el agresor en el Yo o en el Superyó. Los hijos de los sobrevivientes debieron sufrir la fragmentación y contradicción de un Superyó que los condenaba a volver a ser víctimas en lugar de sus padres (revivir sus experiencias de degradación y terror), tanto como les exigía triunfar sobre aquellos que habían querido su destrucción. El análisis de esta segunda generación permitió observar cómo muchos de ellos transfirieron las figuras de los perseguidores nazis sobre la de los padres imaginariamente omnipotentes de la infancia, transformando a éstos en cruelmente punitivos, poderosos y vengativos. El sufrimiento traumático de origen social, transmitido transgeneracionalmente, era atribuido a las figuras edípicas. Estas transferencias regresivas así como las defensas contra la agresión, parecieron infiltrar al Yo y al Superyó posteriores al trauma en los sobrevivientes y luego, por telescopaje, en sus hijos.

Los sentimientos de culpa de los padres por haber sobrevivido llevaban a estos hijos a ser una víctima sacrificial, o los convertía en asesinos nazis en tanto no lograban, a través de sus vidas, resucitar a los muertos. Sus códigos morales, en su estrictez y crueldad, evocaban al que los nazis habían impuesto a los judíos. Al mismo tiempo el hijo debía mostrar con sus realizaciones, que su capacidad para pensar, (que los nazis habían querido destruir), estaba intacta. Y todo transcurría en términos de "sobrevida o muerte".

Considero de alta importancia destacar que varios autores refieren como un factor decisivo entre otros, para el surgimiento postraumático del odio hacia el propio yo procedente del Superyó, la indiferencia o el rechazo por parte de la sociedad, el exilio, y la falta de estima cívica. Esta circunstancia incide también en la posición del hijo frente a este padre profundamente dañado: ora identificándose con el agresor en una actitud degradatoria, ora culpabilizándolo de una supuesta pasividad o masoquismo, ora imponiéndose una reparación imposible. Nuestro país presenta un ejemplo de esta misma situación, en las acusaciones de algunos jóvenes de hoy dirigidas a los que fueron jóvenes en los años 70 y sobrevivieron, o no lucharon contra el Terrorismo de Estado. Los déficit de historización y la falta de aplicación de la ley (nueva situación traumática) son particularmente responsables de estas posiciones subjetivas acusatorias, que culpabilizan a las víctimas.

La crueldad del Superyó, transmitida transgeneracionalmente, es la huella viva de un sufrimiento incomprensible que no pudo entrar en el pasado.

Le cabe a la sociedad una parte importante de la responsabilidad (a través de su respuesta de reconocimiento o de desconocimiento) en la tanatización o libidinización del Superyó de las víctimas de violencia social.

 

Algo en torno a la mirada de los padres

Los "padres suficientemente buenos" de Winnicott están hoy mutilados por una cultura violenta. El niño adquiere el sentimiento de existencia en la medida en que encuentra la mirada de un otro significativo que trata de aprehender el contenido íntimo de su sentir. "Alguien sabe que siento; luego existo". Hoy, los niños encuentran en sus padres una mirada no dirigida a comprender su subjetividad, sino orientada hacia los rostros de otros de quienes depende su dañada autoestima.

Rodulfo habla del encuentro del hijo con la mirada de odio del otro y el sentimiento consecuente de insuficiencia y culpa. Yo agregaría: odio hacia un hijo que demanda una entrega oblativa, imposible de otorgar. Rechazo por un hijo que, por querer crecer, no puede obviar los déficit narcisistas de sus padres. Green aporta la comprensión del complejo de la madre muerta, madre viva cuya mirada está hundida en un duelo. La consecuencia en el hijo es el surgimiento de un intenso sentimiento de culpa, producido por su pensamiento infantil egocéntrico y omnipotente, que lo ubica inevitablemente en el causante de la tristeza de la madre y su alejamiento, a la vez que le exige una reparación que resultará siempre frustra.

En la clínica trabajamos considerando al Superyó en sus excesos o sus defectos. Algunas patologías actuales refieren a trastornos en su constitución: ausencia de prohibiciones, o reestructuraciones superyoicas extremadamente severas a través de la afiliación a grupos de ideologías fundamentalistas. (Incluyamos la influencia de la cultura massmediática y virtual, donde realidad y ficción se confunden y no ha lugar el sentimiento de culpa). En otros casos vemos la tanatización del Superyó por reparaciones imposibles o como consecuencia de traumatismos acumulativos (ausencia de un otro aval y testigo de la historia; ataques a la capacidad de pensar, etc). También nos encontramos con conductas autodestructivas derivadas de la ausencia de un superyo protector, consecuencia de la insuficiente libidinización del Yo del hijo por parte de sus padres y de la sociedad o la falta de castración de las pulsiones arcaicas. Poco se habla del aspecto benévolo y protector del Superyó, tal vez en concordancia con su relativa desaparición. La banalización del valor de la vida y la burla a la ley, desde las identificaciones provenientes del macrocontexto social, tienen que ver también con el escaso o nulo cuidado por sí mismo. La cultura massmediática, debido a la unión de la imagen con el movimiento y el sonido, junto a la disposición pasivo-receptiva del sujeto, obra a la manera de las identificaciones primarias, de manera que los valores sociales actuales producen de manera directa negatividades psíquicas. Tanto en este caso como en el procesamiento de situaciones traumáticas de origen social, el papel mediador de los padres es sobrepasado muchas veces por la intensidad de la carga destructiva proveniente del exterior.

 

Un otro origen

Para terminar, quisiera referir algunos conceptos de Emmanuel Levinas respecto de nuestro vínculo con el otro, que presenta un otro origen del Superyó.

Postula el filósofo que el verdadero encuentro con el otro consiste en que no lo poseo. No viene a mi encuentro como "el ser en general". Cuando lo veo como "ser en general", uso la violencia, lo asesino como único, y lo poseo. En cambio cuando lo miro a la cara, en su rostro absolutamente único, veo lo débil, desnudo y despojado, expuesto al supremo abandono que es la muerte. Y soy responsable de él. No puedo dejarlo morir solo. En la proximidad del prójimo se me requiere una responsabilidad que me ordena humano; un acontecimiento que me coloca ante otro en estado de culpabilidad. La idea de rehén es la de la expiación del Yo por el Otro. El rasgo de esta trascendencia define al psiquismo en sentido estricto. Frente a los seres cuyo rostro reconozco, soy culpable o inocente. La condición del pensamiento es una conciencia moral. La falta social se comete sin que yo lo sepa y afecta a una multiplicidad de terceros a los que nunca miraré a la cara, pero sé que tienen rostro. La intención no puede acompañar al acto hasta sus últimas consecuencias, sin embargo se sabe responsable de esas últimas prolongaciones. El prójimo se impone a mi responsabilidad antes de todo compromiso de mi parte, y aún así me advoca a la iniciativa de la respuesta.

Después de un siglo de sufrimientos innombrables, desde el rostro del otro, desde el fondo de una soledad absoluta, una llamada o una orden cuestiona mi presencia, en cuanto pueda representar de violencia y muerte. Mi justo sufrimiento por el sufrimiento imperdonable del otro, me solicita e invoca. El nudo mismo de la subjetividad en un supremo principio ético; único capaz de resolver este sentimiento de culpa esencial.

 

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