INTRODUCCIÓN AL EXISTENCIALISMO

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VICENTE FATONE 

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Alguna vez se ha dicho que si cuando pensamos nos limitásemos a pensar, todos estaríamos de acuerdo. Se ha dicho, también, que el pensamiento puro, el pensamiento que es sólo pensamiento, sin contaminaciones sentimentales ni de ninguna otra clase, es siempre infalible. Si nos equivocamos, si discrepamos, si dudamos, es porque agregamos a la pura luz del pensamiento nuestras pasiones, nuestros intereses, nuestros deseos, y enturbiamos esa luz. Cualquier cosa que se agregue a esa pura luz del pensamiento tiene que enturbiarla. El pensamiento puro nos permite siempre alcanzar la verdad; el pensamiento enturbiado por elementos extraños no nos dará nunca la verdad: nos dará opiniones. La verdad es válida para todos; es lo objetivo, lo universal; la opinión sólo es válida para mí; es lo subjetivo, lo particular. La filosofía es la ciencia objetiva de la verdad; tiene que alcanzar siempre la forma de la universalidad. Pensar es siempre un sacrificio; pensar exige la renuncia a todo lo que sea individual, privado, propio. Cuando pensamos, pensamos en algo que es lo que queremos conocer; pensaremos mal siempre que a ese algo que queremos conocer le agreguemos algo nuestro. Un pensamiento, para ser pensamiento, es decir, para ser pensamiento puro, tiene que dejar de ser el pensamiento de alguien, de una persona determinada, y ser un pensamiento totalmente despersonalizado, anónimo. El pensamiento puto nos exige colocarnos, ante el objeto que queremos conocer, con total imparcialidad; con la serenidad de un dios a quien nada ni nadie pudiese perturbar; nos exige ser jueces que tengan la imparcialidad de los muertos; nos exige estar por encima de todas las luchas, de todas las inquietudes, de todas las preferencias.

Pero ese pensamiento puro, desinteresado, abstracto, ¿podrá efectivamente revelarnos la verdad, toda la verdad del universo? Supongamos que un pensador se coloca ante el universo, disponiéndose a contestar a la pregunta: ¿Qué es el universo? Podrá llegar a darnos un sistema de ideas, con fórmulas precisas, y podrá pretender que el universo, toda la realidad, es eso. Pero ese pensador que se ha colocado ante el universo como ante un espectáculo se ha olvidado de sí mismo, de sus angustias y sus alegrías, de su propio interés de pensador que quiere saber qué es el universo; y cuando nos ofrezca su sistema de ideas podremos objetarle que eso no es el universo; y podremos hacerle esa objeción precisamente porque en su sistema falta algo que también forma parte del universo: él, sus angustias, sus alegrías, su interés apasionado por resolver el problema del universo. Todo eso está, también, en el universo: todo eso es, también, una realidad, tan realidad como el paralelogramo de las fuerzas, como el seudópodo de un organismo unicelular, como la velocidad de la luz, como todas esas otras cosas de que nos habla. Ese pensador que se olvida de sí mismo no podrá, nunca, decirnos qué es toda la realidad; al olvidarse de sí mismo ha cercenado, arbitrariamente, la realidad. Y, además, ese pensador se olvida de que al ofrecernos su sistema, y por el simple hecho de ofrecérnoslo, agrega a la realidad algo que en la realidad antes no estaba: ese sistema, precisamente. Se olvida de que en cuanto piensa su sistema de la realidad, ese sistema ya deja de ser el sistema de la realidad. Y deja de serlo por esta razón: el pretendido sistema de la realidad prescinde del sistema mismo, que también es una realidad. En otras palabras: quien se coloque en actitud de espectador ante el universo no podrá tener la visión de todo el universo, pues no tendrá la visión de sí mismo, que también integra el universo.

El pensamiento puro tiene pues dos deficiencias. Es deficiente porque prescinde del hombre que piensa, de ese hombre que no es pensamiento puro y que forma parte de la realidad. Y es deficiente, además, porque no puede nunca colocarse en la actitud del espectador y mirar desdé fuera: su sistema, cuando lo construya, será una parte del universo, de la que no nos dice nada; y si luego quiere colocarse como espectador de su propio sistema, para decirnos algo también de él, tampoco conseguirá salirse, colocarse totalmente fuera. Estará siempre trabado, comprometido en lo que llama su espectáculo del mundo.

Si pensar es llevar algo "a la forma de la universalidad", como decía Hegel, pensar es prescindir de la realidad de las personas y del interés infinito que las personas tienen por sí mismas y también por el mundo. Éste no es un universo de "cosas", sino de cosas y de personas. La filosofía abstracta de Hegel se definió como "ciencia de la idea que se piensa a sí misma". Pero esa idea que se piensa a sí misma sin ser idea de nadie nos exige una renuncia mayor que la de los ermitaños que se retiraban del mundo para vivir en el desierto, decía Kierkegaard, el pensador dinamarqués padre del existencialismo contemporáneo. Los ermitaños hacían abstracción de todo, menos de sí mismos; el pensador abstracto quiere ir más lejos aún, y olvidarse de sí mismo, como si la infinita pasión que todo hombre pone en su existencia no significase nada. La trágica irrealidad del ermitaño es preferible, concluía Kierkegaard, a la cómica irrealidad del pensador puro.

 

Podríamos decir que este pensamiento puro despersonalizador y anónimo es la versión occidental del nirvana oriental. Nosotros los occidentales hemos reprochado a los orientales que diluyesen la personalidad en ese nirvana donde ya nadie es nadie. Pero nuestro pensamiento puro tiene el mismo defecto —o la misma virtud—. También en el pensamiento puro nadie es nadie; el pensamiento puro es un pensamiento que nadie ha pensado, un pensamiento donde toda la personalidad se diluye; un pensamiento que nunca nos incita a preguntar: ¿Quién? En esa universalidad del pensamiento, ya no existe nadie, como nadie existe en el nirvana. En uno y otro caso, todo aquello de lo que pueda decirse "eso es mío", "eso soy yo", ha desaparecido. En uno y otro caso estamos más allá de todas las pasiones, más allá de todas las ansias, más allá de lo humano. En uno y otro caso creemos que para encontrarse es necesario perderse.

Y esto es lo que, desde sus comienzos, no ha querido el existencialismo. El existencialismo es una filosofía en primera persona, y en primera persona concreta que pone en la filosofía todo lo suyo, y no nada suyo, como exigía el pensamiento abstracto. La "idea que se piensa a sí misma" es una abstracción, precisamente porque se limita a pensarse: esa idea no se sufre a sí misma, ni tampoco sufre por los hombres; a esa idea todo, en definitiva, le da lo mismo: esa idea juega un juego solitario en el que no hay quien gane ni quien pierda. Los individuos no significan nada para esa idea, porque sólo son medios de que la idea se vale para jugar su juego. Contra esa filosofía abstracta que quería convertir a toda la realidad en idea y nada más que en idea, protestó Dostoievski con estas palabras : "Si seguimos así, pronto vamos a querer nacer de una idea". Es la misma protesta que había formulado Kierkegaard y, antes de Kierkegaard, muchos otros, sospechando que esa filosofía "pura" era una aberración del espíritu. Por eso Rousseau había podido llegar a decir que "el hombre que medita es un animal depravado"; al decirlo pensaba, también, en la filosofía "pura". De lo que se trataba, en todas las protestas, era de repudiar ese pensamiento impasible, considerándolo incapaz de dar cuenta de lo que constituye el supremo interés del hombre: su propia existencia. ¿No habrá que oponer a la filosofía "objetiva", "abstracta", a esa filosofía que pretende ser "pura", una filosofía concreta en que el interés subjetivo sea forzoso y en que haya que comprometerse íntegramente, como hombres?

Esto fue lo que se propuso hace cien años Kierkegaard y a esto llamó filosofía existencial, es decir, filosofía que no elude el más difícil de los problemas, que es el de la existencia: "La dificultad del pensamiento abstracto se revela precisamente en todos los problemas de la existencia, donde la abstracción escamotea la dificultad y la aparta. Y luego se jacta de explicarlo todo... El pensamiento abstracto es desinteresado, pero la dificultad de la existencia consiste en el interés infinito que en la existencia pone quien existe". El pensador abstracto —continuaba Kierkegaard en su Postsciptum, que es para este problema su obra fundamental— debería, por lo menos, tratar de ver cómo se comporta su pensamiento abstracto con respecto a ese hecho de que él es un hombre existente ? de lo contrario su existencia no es sino como el bastón que deja por ahí antes de subir a la cátedra. Ese pensador nos habla del ser y hasta llega a decirnos que el pensamiento y el ser son una sola y misma cosa; pero ese ser que es igual al pensamiento no es, por cierto, el ser hombre. Su pretendido pensamiento puro es una curiosidad psicológica, una construcción fantástica: el ser puro. Podrá su pensamiento puro montar pieza por pieza un sistema. Pero cuando no se quiere renunciar al "paroxismo de la pasión subjetiva", cuando se quiere saber no cómo la realidad se reduce a un juego lógico sino cuál es la verdad de esta existencia concreta, cuando en el pensamiento lo que se juega es el propio destino personal, el destino de la propia realidad, entonces se comprende que el pensamiento abstracto no basta. Parecería que la vida de un pensador debiese ser la más rica de las vidas; pero la del pensador abstracto no lo es. El pensador abstracto se olvida de que para un ser existente hay verdades que en la abstracción no son verdades; toda la verdad, para ese pensador abstracto, está en el ser puro. Y esto sucede porque el pensador abstracto se olvida de que existe. Pero al hombre le está prohibido olvidarse de que existe.

 

Frente a los sistemas del pensamiento puro, a los sistemas como el de Hegel, que vedaban el ingreso de todo lo que fuese "mío", de alguien, hay dos actitudes posibles, decía Kierkegaard: "El hegeliano puede acercarse solemnemente al confesonario y decir: —No sé si soy un hombre; pero he comprendido el sistema. Yo, sin embargo, prefiero decir: Sé que soy un hombre y sé que no he comprendido el sistema".

A comienzos de este siglo, la filosofía propugnada por el pragmatista William James introdujo —sin establecer relación alguna con el pensamiento de Kierkegaard— un nuevo criterio acerca de la verdad. El pragmatismo sostenía, ante todo, que no hay un mundo de verdades ya dadas y que el hombre se encargaría simplemente de descubrir. Si lo hubiese, ése sería un mundo de verdades como dormidas y que hay que despertar; un mundo de verdades que son verdades eternamente, aunque nadie las piense, aunque nadie llegue nunca a pensarlas jamás; verdades que serían como un traje que les queda bien a todos, aunque nadie se lo haya puesto ni haya de ponérselo jamás; verdades que son como una música perfecta, maravillosa, pero que nadie ha oído, que acaso nadie componga nunca, que acaso nadie llegue a oir nunca. Pero ¿tiene algún sentido hablar de verdades que son verdades aunque no las piense nadie, de música que es música aunque nadie la componga ni escuche? Verdades fuera del tiempo y del esfuerzo del hombre; música fuera del tiempo y del esfuerzo del hombre. ¿No es eso una aberración? Esas verdades eternas, que son lo que son, y que en su mundo ideal están a salvo de todo riesgo, son simples fantasmas sin sangre, simples ideas; creer en ellas, creer que esas verdades son la verdad última e insuperable, es adorar abstracciones.

A esas verdades que llamaba esenciales, William James oponía las verdades que llamaba existenciales, verdades concretas, pensadas por alguien, vivas, construidas por el hombre en la lucha y el esfuerzo. Cuando un músico ha compuesto una sinfonía, puedo decir, después, que hay tal sinfonía, aunque nadie la ejecute; puedo decir que la música duerme, en un mundo ideal, a la espera del ejecutante que la despierte. Pero antes de que el músico la haya compuesto no puedo decir eso; antes, no hay nada. Sólo es música la música compuesta; no hay un mundo de músicas posibles, que con sus partituras tambien posibles descansen en el puro reino de las esencias eternas. Únicamente de la música que ya existió puedo decir que descansa en ese puro reino de las esencias eternas. Lo mismo sucede con las verdades; antes de que el hombre las construya —y para construirlas tiene que entregarse a un esfuerzo creador como el del músico—, no hay tales verdades esenciales; para que haya verdades esenciales es necesario, antes, haber construido las verdades existenciales. Hay verdades esenciales, pero después de las existenciales.

El pragmatismo quería, con esto, invertir el orden establecido por los pensadores a quienes llamaba "intelectualistas", y que son los "pensadores abstractos" de que hablaba Kierkegaard. Los "intelectualistas" —decía William James en su libro The Meaning of Truth ("El sentido de la verdad")— han invertido la relación real entre las verdades esenciales y las verdades existenciales. Y la relación real es ésta; la verdad en acto, la verdad existencial, es, tanto desde el punto de vista lógico como desde el punto de vista del ser, anterior a la verdad abstracta, a la verdad esencial.

Para el existencialismo, el punto de partida de la investigación filosófica es la existencia y no la esencia; en el orden lógico, la existencia es pues anterior a la esencia. Esto no significa que el existencialismo sea una mera indagación de la existencia. Lo que el existencialismo se propone, como la filosofía tradicional, es responder a la pregunta: ¿Qué es el ser? La obra fundamental de Heidegger confiesa ese propósito desde el título, pues se llama El ser y el tiempo; la obra fundamental de Sartre se llama El ser y la nada, y confiesa el mismo propósito; la última obra de Gabriel Marcel se llama, por la misma razón, El misterio del ser. En todos los casos, de lo que se trata es de resolver el problema último de la filosofía; y en todos los casos, también, de lo que se trata es no de partir del "ser puro", abstracto, sino de la existencia humana, que es el ser concreto, y que es, además, el ser que formula la pregunta por el ser.

 

Pero la prioridad no se limita a ser prioridad lógica, es decir, prioridad del problema de la existencia sobre el problema de la esencia. Como para el pragmatismo de William James, para muchos existencialistas, aunque no para todos, hay una prioridad de la existencia sobre la esencia también en el orden del ser; la existencia misma es anterior a la esencia. El existencialismo de Sartre popularizó la fórmula "la existencia precede a la esencia". Pero como la existencia de que se habla es, como luego veremos, simplemente la existencia humana, lo que esa fórmula quiere significar es que la existencia humana precede a la esencia humana. Si retomamos la imagen de William James, con eso quiere decirse que nadie es una esencia, un ser ideal que luego cobra existencia, así como no hay músicas ideales que luego hayan de componerse; y así como la música ya compuesta se convierte en una esencia, la existencia ya vivida se convierte también en una esencia. No somos fantasmas que cobran vida: somos vidas que se convierten en fantasmas. Desarrollando un pensamiento que fue grato a los griegos, los existencialistas repiten, desde Kierkegaard, que de alguien podrá decirse qué es sólo cuando ese alguien se haya muerto, cuando ya nada le sea posible; en cambio, mientras exista, ese alguien será siempre la posibilidad de otra cosa, porque existir es ser un ser posible.

Esta idea de la posibilidad constituye la clave del existencialismo. Su manera de entender la posibilidad es su característica fundamental. Coherentemente con la posición según la cual no hay un reino de esencias que luego se concreten en existencias, el existencialismo sostiene que no hay un reino, ya dado, de posibilidades que luego se conviertan en realidades. Las posibilidades son siempre posibilidades de alguien. No hay posibles que sean posibles de nadie; todo posible es posible de alguien.

El ser del hombre es un poder ser. El filósofo Schelling ya había observado que en algunas lenguas, como el árabe, el verbo "ser" no es un verbo sustantivo sino un verbo transitivo que admite un complemento en acusativo; o sea, que la acción del verbo pasa a otra cosa, sin lo cual esa acción no sería tal acción, ni el verbo tal verbo. Así se explica que haya podido decirse, para caracterizar el existencialismo, que éste es una filosofía en que el verbo ser es transitivo. Todo el existencialismo es, efectivamente, un esfuerzo para mostrar eso: la transitividad del ser, el ser como ser posible.

Existir es ser un ser posible. Para el existencialismo, no existe la piedra, que es sin por ello ser un ser posible; es decir, la piedra es sin que nada le sea posible. La piedra es, y es lo que es. Y así el mundo físico; nada le falta, como nada le faltaba a aquel ser eterno, infinito, inmutable, colmado, lleno de sí mismo, que sería la realidad última, y que Parménides tradujo con la imagen de la esfera compacta, sin resquicios. De la misma manera, llegan algunos existencialistas a decir que Dios no existe porque también Dios es un ser sin posibilidad, ya que es eterno, infinito, perfecto, es decir, un ser al que nada le falta y que, por lo mismo, no necesita, para colmarse, realizar ninguna posibilidad.

El hombre no es sino su posibilidad. Recurramos a un ejemplo. Un niño que acaba de nacer es un hombre. Una definición tradicional dice que el hombre es un animal racional. Supongamos que ese niño muera inmediatamente después de nacer. Diremos que ha muerto un hombre. Pero ¿en qué sentido podemos decir que ha muerto un animal racional? ¿Es, ese niño que muere en seguida de nacer, un animal racional? ¿Dónde estaba su racionalidad? ¿Qué tenía ese niño más que un animal cualquiera que hubiese muerto en seguida de nacer y del que no decimos que es un animal racional? Sólo su posibilidad. El niño que acaba de morir era un animal racional no porque lo fuese sino porque su posibilidad era ésa: la de ser un animal racional.

El hombre es posibilidad siempre. No se cierra nunca para lograr una totalidad en la que pueda descansar y decirse a sí mismo: "Esto soy". Siempre es posible el nuevo acto que dé a la vida de ese hombre otro sentido que el que hasta entonces parecía tener, y que nos lo muestre como siendo otra cosa. Si fuese posible "trazar la raya", como decía Kierkegaard —esa raya que en las sumas permite obtener el "total"—, sería posible decir: "Esto soy". Pero esa raya —la raya de la muerte— está ya fuera de nuestra vida. No he de ser yo quien haga la suma; no he de ser yo quien, ante el último de mis actos, diga: "Esto soy".

 

El hombre es un ser posible; pero no hay posibilidades dentro de las cuales el hombre elija ésta o aquélla. El hombre elige su posibilidad, sí; pero esa elección no es sino el mismo acto de crearla. Si dijésemos que hay posibilidades entre las cuales el hombre elige, las posibilidades constituirían un reino aparte, un reino de esencias, un mundo ideal previo al hombre, un mundo dentro del cual el hombre estaría condenado a elegir, un mundo con leyes propias al que el hombre debería obedecer. O sea, que habría un mundo abstracto —el de las posibilidades— que regiría al mundo concreto —el de la existencia.

Ese mundo de las posibilidades, con sus leyes inviolables, es el mundo contra el cual se rebelaron, en tono patético, especialmente los existencialistas rusos. Ese mundo de las posibilidades a cuyas normas debería obedecer el hombre es lo que Dostoievski llamaba "el muro", el muro de piedra más allá del cual nadie puede ir. Ese mundo le señala al hombre qué puede hacer y, al mismo tiempo, qué no puede hacer. Es, ante todo, el mundo de las leyes lógicas que ya han dictaminado, desde la eternidad, qué es posible y qué no es posible; y que lo han dictaminado no sólo para el hombre sino también para Dios. Dios, igual que el hombre, sólo puede lo posible, dicen esas leyes; y sólo es posible lo que no sea contradictorio. El mundo de las esencias ordena obedecer a esa ley suprema; hay que sentirse esclavo de ella, sin esperanza de liberación. "Dos y dos son cuatro" (cuatro, y no cinco) es la inscripción que en ese helado mundo de las posibilidades reemplaza al lasciate ogni speranza del llameante mundo infernal. Pero acaso ese "dos y dos son cuatro" no sea más que un hábito, dice el existencialista ruso Chestov; un hábito como el del pez que sintiendo en su estanque la resistencia de un tabique de vidrio restringió sus movimientos para no seguir chocando contra el obstáculo, y se acostumbró a nadar sólo en una pequeña parte del estanque, aun cuando el tabique había sido retirado.

No hay posibilidades que vengan desde fuera a imponérsele al hombre. El hombre es el ser por el cual hay posibilidades. "Nada le llega al hombre desde fuera", dice una fórmula de Sartre. Nada puede imponerle nada al hombre: ni el mundo de los posibles ni esos otros mundos abstractos que se llaman el "Estado", la "Clase", la "Iglesia exterior", dicen los existencialistas rusos. Y nada puede imponerle nada al hombre porque el hombre no es parte de nada. El hombre nunca es parte; todo forma parte del hombre; y por eso el hombre es quien impone la ley, no quien la acata. Los mundos abstractos, aun esos que reverenciamos como el "Estado", o los "Principios lógicos", tienen menos dignidad que la de un perro, decía Berdiaeff, porque un perro está más cerca que ellos de esa forma suprema de realidad que es la persona.

Existir es ser un ser posible. El existente es el ser por el cual y para el cual algo es posible. En estas, como en otras fórmulas a que el existencialismo recurre, aparece siempre el ser. Y puede intentar mostrarse qué es el existencialismo valiéndose de esas fórmulas dispersas que permiten confirmar que el problema fundamental del existencialismo es el problema del ser, si bien el existencialismo no parte del problema del ser en general, del "ser puro", sino del ser del existente. Todas las expresiones o fórmulas de que ahora nos valdremos son tentativas existencialistas para precisar el ser de la existencia o del existente o del existir.


Existir es ser un ser de lejanías. Los existencialistas devuelven a la palabra existir su sentido etimológico. Existir quiere decir estar fuera, ir hacia fuera. En la palabra existir lo importante es el ex, que indica el movimiento de algo hacia otra cosa. Existir es estar fuera del propio centro, salirse de él. Nietzsche decía de sí mismo, en ese sentido, que era un excéntrico, un ser fuera de su centro, fuera de sí mismo. El hombre, en cuanto existe, es el ser que está fuera de sí, el ser que se extraña a sí mismo, el ser lejos de sí.

El hombre está siempre separado de sí mismo, distante, "manteniéndose a raya". Pascal ya había dicho, con sentido semejante a éste, que el hombre es infinitamente más que el hombre. O sea, que el hombre no se limita a ser lo que es "aquí" y "ahora". El "aquí" y el "ahora" en que el hombre está no lo agotan. El hombre está "allí", también, en el lugar al que tiende, en el que quiere estar, en el que se imagina sufriendo o gozando con las criaturas de su imaginación, o con las criaturas reales con que su imaginación juega. La realidad del hombre es también ésa, y hasta puede el hombre tiranizarse a sí mismo desde el "allí" o el "mañana", tiranizarse desde la lejanía.

El hombre está siempre extrañado de sí, siempre fuera de sí; siempre es esa lejanía que no es, y nunca es simplemente esto que es. La realidad del hombre es como un irrealizarse en la lejanía. Puede el hombre avanzar hacia la lejanía, como avanza hacia el horizonte; pero la lejanía, como el horizonte, está siempre allí, después. Siempre hay una distancia que separa al hombre de sí mismo, una distancia con la que el hombre se separa de sí mismo. Su ser es ese alejarse de su ser.

Existir es ser un ser que se elige a sí mismo. El hombre, único existente, es el ser que elige su ser; es el ser que tiene que elegir a cada instante. Porque es elección de sí mismo, elige esto o aquello, y no puede no elegirlo. Así como es posibilidad y por eso tiene esta o aquella posibilidad determinada, de la misma manera es elección y hace esta o aquella elección determinada. Y lo que elige son sus posibilidades; y se elige proyectándose hacia esto o aquello. Toda la existencia es una elección constante; pero no es sólo elección la elección consciente y deliberada; nuestros impulsos más secretos, nuestras tendencias más oscuras, son, también, elección. El hombre, ser que se crea a sí mismo, se crea eligiéndose y eligiendo sus posibles; si no los eligiese, no se crearía a sí mismo, y sería creado por los posibles que actuarían sobre él desde fuera. Elegimos todo lo que somos, y somos eso que elegimos; y eso que elegimos lo elegimos creándolo, no escogiéndolo dentro de un juego ya dado de posibles.

("Hay que elegir a cada instante", no es una fórmula exclusivamente existencialista. Sin ir muy lejos, podemos encontrarla en dos filósofos de comienzos de siglo, por completo ajenos a las preocupaciones existencialistas. Aparece literalmente en Bergson: A tout moment, on doit choisir. Pero Bergson no limitaba la obligatoriedad de elegir a la existencia del hombre, sino que la hacía extensiva a todos los seres vivos dotados de cerebro. El cerebro es el órgano de la elección. La médula puede responder a las excitaciones exteriores, contestando a ellas de una determinada manera, y sólo de una; pero, en algunos casos, en vez de responder remite las excitaciones al cerebro, para que éste responda; y el cerebro no responde de una manera determinada:. elige, entre diversas respuestas posibles, una. La elección de esa respuesta, que no es la única respuesta posible, constituye el acto creador. Tener que elegir a cada instante es tener que crear y crear a cada instante. Pero es necesario ir aún más allá de Bergson y admitir que también la médula elige, ya que elige entre los excitantes, para responder a unos y remitir los otros al cerebro. Blondel, que ha condenado el existencialismo con palabras fuertes —"nueva moda que constituye un peligro mortal para el pensamiento y para el futuro de la civilización"; "sucedáneo del opio, acompañado de encantamientos magnéticos"—, insistió también en señalar la diferencia entre el "hecho", propio de lo físico, y la "acción", propia de los hombres, como ausencia o presencia de una elección constante. El hecho es la respuesta que toma un camino único; la elección es el cierre de todos los caminos posibles, menos uno. En la elección nos desprendemos de nosotros mismos y ejercitamos nuestra capacidad creadora, que es el triunfo de un punto del universo sobre todo el resto. Triunfo, porque es creación de algo nuevo; es decir: devolución, al todo, de algo más que lo que el todo nos envía: a la simple distensión de dos labios en una sonrisa, podemos responder con una pasión.)

 

Existir es ser un ser libre. Cuando se preguntó cómo era posible la posibilidad, en qué se fundaban las posibilidades del hombre, Kierkegaard concluyó que el hombre era posibilidad, la posibilidad fundamental gracias a la cual surgían las otras posibilidades. Había posibles para el hombre, porque el hombre no era sino eso: posibilidad. Y a esa posibilidad anterior a todas las posibilidades concretas la llamó la libertad. Existir es ser posibilidad antes de las posibilidades; y esa posibilidad fundamental, que no es posibilidad de nada determinado, y que tiene que crear sus posibilidades, es la libertad.

La existencia se funda en la libertad y es, por ello, un continuo proceso de liberación, un continuo ejercicio de sí misma. Ha podido decirse que el niño nace viejo, y no sólo en el sentido de que por el simple hecho de nacer "ya está maduro para la muerte", sino por esto otro: el niño que acaba de nacer es toda la vejez del mundo y contiene la tremenda carga de los millares de millares de siglos que han sido necesarios para hacerlo surgir, toda la tremenda carga del universo, porque todo el universo colaboró oscuramente para que ese niño fuese posible. (En el niño están —no lo olvidemos— todas las leyes del mundo: el niño tiene toda la vejez de la materia; la vejez de las leyes físicas, químicas, fisiológicas; la vejez de ese mundo cuya criatura es. Es ejemplar de una especie vieja, también, que viene repitiéndose y haciendo que el hijo de un hombre sea siempre un hombre como "el hijo de un perro es siempre un perro", según decía el personaje de Las moscas, de Sartre.)

De toda esa vejez tiene que liberarse el niño. El niño, podríamos decir, no es sino el acto ininterrumpido en que se libera de esa vejez. Toda su existencia será un proceso de rejuvenecimiento: habrá de crearse como ser nuevo, irrepetible, nunca dado. Habrá de construir, construyéndose, el mundo nuevo, el "mundo antinatural" de la libertad ; habrá de introducir ese otro mundo en el mundo; habrá de ser "un escándalo". Porque es libertad, podrá dejar de responder al dolor con un grito, como responde al nacer; o podrá, también, responder otra vez con un grito, sin tener nunca la certeza de que la respuesta que dé habrá de ser la que dé siempre en el futuro. Podrá aprender a sonreir a lo inexistente, como cuando sonríe ante las imágenes de su fantasía; podrá aprender a no ser su pasado, a poner en el mundo natural de su organismo ese otro mundo antinatural de las pasiones. Y podrá crear los mundos del amor y el odio, del sacrificio y del crimen, de la belleza y de la lógica, de la ética y de la política, de la ciencia y de la religión. El hombre es el ser posible, posibilidad de sí mismo y, por eso, posibilidad de los mundos. Porque es posibilidad antes de todas las posibilidades, es libertad. Y esa libertad, que es ejercicio, es su propia liberación, su propia creación y creación de los mundos. Podemos pues decir que para el existencialismo el hombre es libertad creadora.

Existir es ser un ser que se cuida de su ser. A la piedra, nada le importa de su ser; a la piedra, su ser "ni le va ni le viene"; la piedra no se cuida de su ser. La piedra no existe, no es un ser de lejanías; a la piedra nada le es posible; la piedra no tiene que elegir nada, no tiene que elegir su ser, no tiene que crearse. Pero el hombre existe, está fuera de sí; por ello, no puede sino sentirse amenazado, siempre inseguro de ese su ser en permanente riesgo; y por ello el hombre tiene que cuidar su ser, poner curia en él (curia, lo contrario de incuria). El hombre, a diferencia de la piedra y de Dios, tiene que cuidar su ser, cuidarse de las cosas, cuidarse de sí mismo, cuidarse de los otros. Y ese cuidado forzoso, esa curia, esa cura, no le dan sosiego.

El hombre es ante todo el ser que se cura de su ser. Y porque se cura de su ser, porque es cura, puede conducirse de tal o cual manera, tener este o aquel impulso o tendencia. El fundamento de todas las conductas, impulsos, tendencias, reside en la cura: gracias a la cura que el hombre es, surgen tales o cuales comportamientos particulares. El hombre es, ya por su misma estructura, cura. La voluntad, el deseo, se funda en esa cura que el hombre ya es; el hombre no se cura de su ser porque disponga de voluntad, de deseo, sino al revés: el hombre dispone de voluntad, de deseo, porque es cura.

Puede el hombre disimularse esa cura que estructuralmente es; puede, en apariencia, hasta suprimirla con comportamientos especiales que son como sus sucedáneos inofensivos. Puede, por ejemplo, mostrarse curioso. La curiosidad es una de las maneras con que el hombre se simula, sin poder suprimirla, la responsabilidad de cuidarse de su ser. Pero la curiosidad, que es un como descuido de nuestro ser, contiene, aunque no lo quiera, el cuidado que trata de disimular. La curiosidad es pariente de la cura o curia. (Ya San Agustín había aludido a esta relación entre la curiosidad y la cura —que ahora es uno de los temas del existencialismo de Heidegger— en un pasaje de su tratado sobre La Música: "De ahí nace la curiosidad —curiositas—, que recibe su nombre del cuidado —cura— y es enemiga de la seguridad —securitas—... y de la verdad.")

En el poema de Goethe, es la Cura quien le dice a Fausto: "A aquel de quien yo me apodere una vez, de nada le valdrá el mundo entero... No alcanzará la posesión de ningún tesoro." La cura tiene esto de paradójico: es cura, cuidado, pero no da nunca securitas, seguridad. El hombre, que es cura, es el ser inseguro, expuesto, el ser que constantemente corre el riesgo de su ser.

 

Existir es ser un ser incumplido. Las cosas, que no se curan de su ser, están cerradas, acabadas, perfectas: son lo que son, ni más ni menos; nada les falta ni nada les sobra. Pero el hombre, que es un ser de lejanías, que es un ser posible, es un ser siempre abierto, para el cual hay siempre un "todavía no". Dios es, como la piedra, ser cumplido, acabado, perfecto. El hombre, ser existente, no puede lograr la "perfección" de la piedra ni la de Dios. No hay nunca para el hombre un "ya no más", pues el hombre es, siempre, posibilidad, deficiencia.

El hombre no puede realizar un todo acabado, ni aun en la muerte: en la muerte el hombre no logra la perfección de su existencia, pues la muerte no es existencia. El hombre no existe en su muerte, ni puede existir en ella, pues existir es ser siempre una posibilidad. Aun en el momento de la agonía, el hombre es un ser posible, que se anticipa a sí mismo; aun en la agonía se anticipa a sí mismo y desde su anticipación puede imaginarse muerto, y anticiparse aún más, dictando para "después" su "última voluntad". Lo que el hombre no podrá, nunca, es completarse, hallarse realmente sin distancia con respecto a sí mismo, alcanzar la vecindad absoluta que consigo tiene la piedra o tiene Dios. Puede, sí, realizar la experiencia de su agonía, pero ésta no es la experiencia de la muerte: el "sentirse morir" es una experiencia de la vida, no de la muerte. Quien agoniza, vive, y su sentirse agonizar es no un sentirse morir sino un sentirse vivir.

La Cura también había dicho a Fausto que aquel de quien ella se apoderase sería siempre un ser "incumplido". El hombre es siempre "para mañana"; el hombre tiene siempre un "después". En cuanto existe, no puede sino perseguir ese mañana, perseguir ese después; pero no ha de alcanzarlo —como el viajero no alcanzará el horizonte— y será siempre un ser deficiente. En su persecución de sí mismo, en su aspiración a realizar el ser cumplido, no puede sino fracasar. El hombre quiere realizar lo imposible: ser perfecto, pero no como la piedra, sino como Dios; ser perfecto y saberse perfecto, y amar su propia perfección. Pero saberse perfecto y amar su propia perfección es ya ser un ser a distancia de sí mismo y no un ser perfecto, acabado. Por eso Sartre declara al hombre un "dios fracasado", una "pasión inútil". (Y al mismo tiempo declara inexistente a Dios, porque Dios sería un concepto contradictorio: el ser perfecto que se sabe ser perfecto: una piedra opaca atravesada de luz. Y por esa misma razón declara Heidegger que Dios no existe: en el sentido de que Dios no está fuera de sí mismo, de que no es un ser de lejanías, de que no es un ser para el cual haya posibilidades, de que no es un ser deficiente.) Existir es ser un ser en el mundo. El hombre y la piedra están en el mundo; pero el hombre no está en el mundo de la misma manera en que está en él una piedra. La piedra está en el mundo sin que para ella haya un mundo; ese mundo en que la piedra está no es su mundo, no es un mundo con el que la piedra se halle en esa actitud de "familiaridad" en que sí se halla el hombre. En rigor, mundo no hay sino para el hombre; el hombre es el ser para quien hay un mundo. Pero no hay por un lado una realidad hombre y por otro una realidad mundo; no hay un hombre que venga de pronto a ponerse en relación con el mundo, sino que el hombre, por el simple hecho de ser hombre, es, ya, ser en el mundo, ser abierto al mundo.

 

El mundo en que el hombre es no viene a agregársele como algo que antes le fuese ajeno y que ahora le es propio; el hombre es, por su propia estructura, hombreenelmundo. El hombre, el "ser ahí", no está primero encerrado en sí mismo y luego abierto al mundo. Un ser cerrado al mundo y que luego se abriese a él sería un misterio incomprensible, un absurdo, como el de una piedra que, cerrada al mundo, entrase de pronto en relación de familiaridad con el mundo y pudiese conocer, sentir, actuar.

La piedra está en el mundo y puede ser cambiada de lugar. Pero el hombre está en el mundo sin poder "cambiar su lugar" por otro. En ese sentido: no hay lugares ya dados en los que esté situado el hombre; el hombre es aquel por quien hay lugares; el hombre es el ser por quien hay un "aquí", un "allí"; el hombre es el ser gracias al cual están situadas las cosas. El hombre es el ser que impone la perspectiva que llamamos perspectiva del mundo. Y como sin perspectiva no hay mundo (entendiendo por mundo una estructura de partes relacionadas de cierta manera entre sí), sin hombre no hay mundo, porque sin hombre no hay perspectiva. (Aunque sin hombre hay mundo en el otro sentido: en el de simple totalidad de las cosas.)

Pero ser ahí, ser en el mundo, es lo mismo que tener un cuerpo. Yo soy un punto de vista sobre el mundo. Cada uno de nosotros es un punto de vista, y desde ese punto de vista hace surgir el mundo. Lo que llamamos la perspectiva espacial, por ejemplo, que hace que las cosas se dispongan de cierta manera, ocultándose total o parcialmente las unas a las otras, ofreciéndose en tamaños variables y en formas diversas, es una necesidad metafísica. La perspectiva es forzosa para que haya mundo. Un mundo no visto desde ningún punto, no sería mundo; pues si no estoy en un punto dado, no puedo distinguir unas cosas de otras, establecer relaciones entre ellas (y un mundo, si no es un sistema de relaciones, no es tal mundo). ¿Qué sería, por ejemplo, un paisaje, sin este lugar desde el cual lo miro y lo hago surgir, precisamente, como paisaje?

Pero la necesidad metafísica de la perspectiva es lo mismo que mi necesidad, en cuanto existente, de tener o ser un cuerpo. Mi cuerpo es el punto de vista sobre el mundo; ese punto de vista puede "trasladarse", y al trasladarse modificar el paisaje del mundo. Lo que nunca puedo es dejar de ser "punto de vista"; lo que nunca puedo es verme a mí mismo como objeto entre los objetos del mundo. Quien puede verme es otro, desde otro punto de vista. Yo puedo, a mi vez, ir a ocupar ese punto de vista; pero no puedo dejar aquí mi cuerpo para ir a verlo desde allí.

Mi cuerpo es lo que me individualiza, lo que me hace ser quien soy: "yo, aquí". No puedo, como Dios, estar en todas partes, y mirar el mundo simultáneamente desde todos los puntos de vista. (Por eso, sabiamente, coherentemente, las concepciones que hacen de Dios la mirada simultánea desde todos los puntos de vista tienen que negar que Dios sea un cuerpo.) Esa "necesidad metafísica" del punto de vista es la necesidad metafísica de mi cuerpo. Decir que no puedo ocupar, para verme, el punto de vista que ocupa otro, quiere decir que yo no puedo tener el cuerpo de otro. No puedo sino tener mi cuerpo, este cuerpo; el cuerpo es lo que no puedo cambiar.

El cuerpo me acompaña, decía Kierkegaard, como una "cataplasma caliente". "Bestia anhelante" que me acompaña ; "pegado a mí como un gusano", es lo más mío, y, sin embargo, lo que me es más impenetrable. El cuerpo, sin el cual yo no sería; el cuerpo, que me hace ser quien soy, que impide mi confusión con los otros yo; el cuerpo, que me individualiza, es la oscuridad total. Procede como independientemente de mí; parece mi instrumento, mi esclavo, pero de pronto "yo" parezco su instrumento, su esclavo.

De este mi cuerpo, no puedo decir, en rigor, que es mío, que lo tengo; ni puedo decir que soy de mi cuerpo, que el cuerpo me tiene. Yo soy la relación misma "mi cuerpo": soy lo que el existencialismo de Gabriel Marcel llama, con reminiscencias católicas, "ser encarnado". Envejece a pesar mío; se parece cada vez más al "cadáver que habrá de ser un día"; y nada puedo contra eso, porque no estoy en relación externa con él: no puedo evadirme de mi cuerpo, como no puedo evadirme de mi época. Y así como no puedo pedir para mí otra época histórica, la Edad Media, el siglo XXI, no puedo pedir otro cuerpo, ni clamar, en el momento en que me siento morir, como clamaba el poeta imaginado por Kierkegaard: " ¡ Otro cuerpo! ¡ Denme otro cuerpo!", a la manera del jinete derribado que clama en la batalla: " ¡ Otro caballo!"

Este cuerpo es, sin embargo, el fundamento de mis posibilidades, de mis proyecciones, de toda mi acción. Mi cuerpo es el "aquí", "ahora"; y con respecto a ese "aquí", "ahora", que mi cuerpo es, se estructuran el "allí", el "después", hacia los cuales me proyecto.

 

No puedo ver mi cuerpo, y otros pueden verlo, colocarse en ese otro punto de vista desde el cual mi cuerpo es una cosa más entre las cosas. Los otros, por poder verme como soy, como yo no puedo verme, son "el infierno" de que habla Sartre. "El infierno" es la mirada ajena. Toda la literatura sartriana desarrolla este tema, especialmente la literatura teatral. Los otros son el infierno, porque nos descubren como somos. Aparentemente, yo puedo también descubrirme como soy, mirándome al espejo. Pero siempre me quedo yo desde este lado del espejo, como quien mira, no como quien es visto; y puedo, al juzgarme, quedar salvado en toda mi inocencia, como si "yo" fuese aquel que está allí, y no este "yo" que está aquí. Pero "yo" soy este que está aquí; y al creer verme, no me veo: sigo mirando desde un punto de vista.

Por eso el tema de la mirada aparece con tanta frecuencia en el existencialismo, desde Kierkegaard. Quisiéramos ser la mirada que todo lo ve, y que no es vista por nadie. Quisiéramos ser como Dios, a quien se concibe precisamente como la mirada que todo lo ve y a la que nadie puede ver. Quisiéramos espiarlo todo como espiábamos cuando niños por el ojo de la cerradura. Pero no nos conformamos con eso; queremos ver y que los demás se sientan vistos, para que así se sientan cosas inermes bajo nuestra mirada. Cuando cruzo mi mirada con otro, entablo con él un duelo; y si lo obligo a bajar la vista y entregarse como cosa bajo mi mirada, habré conseguido que deje de mirarme y convertirme en cosa; yo seré su infierno, y no él el mío.

Existir es ser un ser temporal. Existir es ser fuera de sí mismo; el hombre no es sino ese extrañamiento que de sí mismo hace; pero ese extrañamiento no es sino temporalización. Pasado, presente, futuro, son mis propias proyecciones, mi temporalización. Pasado, presente y futuro son, dice Heidegger, mis tres "éxtasis", mis tres maneras de estar fuera de mí mismo, las tres maneras de mi extensión (o, como mucho antes que Heidegger había dicho San Agustín, aunque con propósito un tanto diferente, el tiempo no es sino la distentio del alma).

Las cosas tienen consigo mismas una solidaridad total, una solidaridad que es como una solidificación, una identificación absoluta. Las cosas son lo que son y no se extienden en presente, pasado y futuro. Yo tengo también solidaridad conmigo mismo, pero sin que esa solidaridad me solidifique. Tengo solidaridad con mi pasado, que es mío, y no de otro ser; pero no soy mi pasado. Estoy también solidarizado con mi futuro, que es mi futuro; pero no soy mi futuro. Y estoy solidarizado con mi presente, pero no soy mi presente. Puedo decir que tengo un pasado, que tengo un presente, que tengo un futuro; pero no soy ninguno de ellos; y, aunque no soy ninguno de ellos, gracias a ellos puedo decir que soy. El pasado lo fui, no lo soy; y lo fui de modo tal que me es imposible no haberlo sido. En este sentido el pasado es irremediable, es lo que ya carece de posibilidades, lo que yo no puedo cambiar, lo que yo no puedo construir. El futuro es lo que no soy, pero puedo serlo. Es al futuro a lo que estoy abierto, no al pasado; a lo que me proyecto es al futuro, no al pasado. Pero toda proyección se hace desde el presente, que a su vez es también proyección, pues mi presente no es sino esta situación en que hago surgir un mundo, que es el esquema de mis posibilidades.

 

Existir es ser un ser culpable. Es corriente limitar la culpa del hombre y su responsabilidad a la de los actos conscientes y deliberados. El existencialismo hace al hombre totalmente culpable y responsable, tanto de sus actos voluntarios como de sus tendencias oscuras, de sus llamados instintos, de su fantasía, de sus sueños. El hombre es responsable de todo lo que es, porque el hombre es responsable de su ser. El "ser así", el "ser uno como es", no exime de culpa. Es la culpa misma. Cada uno de nosotros puede argumentar que no es culpable de su ser, pues no lo eligió. Pero, para el existencialismo, el hombre es el ser que elige y que se elige, y que, al elegirse, se asume a sí mismo. Por el simple hecho de ser, elegimos ser, asumimos nuestro ser; por el simple hecho de ser en el mundo, aceptamos además este mundo en que somos; y confesamos, junto con la culpa de nuestro ser, nuestra culpa de ser en el mundo. Ni nuestro ser ni el mundo están ahí fuera de nosotros; nosotros no estamos aquí en la actitud de jueces que nada tuvieran que ver con el delito; somos actores y no espectadores; somos el delito mismo. Todos somos cómplices, podríamos decir; cómplices de esto que ya los filósofos de los primeros siglos de nuestra era llamaban la "conspiración"; y también por eso pudo decirse que no hay ni siquiera niños inocentes, porque también los niños son responsables de lo que somos responsables todos: de ser lo que somos. El ser lo que se es, es la culpa primera, original. Sin preocupaciones existencialistas, Calderón había dicho: "Pues el delito mayor — del hombre es haber nacido".

Y no somos culpables sólo del presente. Aunque ningún existencialista haya ido tan lejos, podríamos decir que somos culpables también del pasado y del futuro. Somos culpables del pasado, porque el pasado tendía al futuro y no podía no tender a él. Nosotros somos el futuro al que el pasado tendió; y por haber tendido al futuro, el pasado sufrió y gozó lo que sufrió y gozó; es decir, que el pasado fue lo que fue porque tendió a este futuro que nosotros somos; fue lo que fue por nosotros. Y de la misma manera somos culpables del futuro, porque a él tendemos y porque el futuro no podrá ser sino porque nosotros somos. (Ni aun cuando me negase a existir y resolviera suicidarme, quedaría eximido de mi culpa y de mi responsabilidad. Si me suprimo, asumo la responsabilidad de que el mundo sea diferente de lo que hubiera sido con mi presencia. Suicidándome, introduzco en el mundo una variante, nada más. ¿Cuántas situaciones no se modificarán con mi ausencia? ¡Todo lo que hubiera podido no suceder y que sucederá con mi ausencia ! I Todo lo que hubiera podido suceder y que no sucederá I Las consecuencias de este acto con el que creo librarme de la responsabilidad de cuanto suceda, son infinitas; tan infinitas como las consecuencias de este acto de seguir viviendo.)

Existir es hacer la experiencia de las situaciones últimas. He aquí otra definición de la existencia, dada por los existencialistas. Pero ¿qué es una situación, y qué es una situación límite o última?

El existencialismo dice que el hombre es un ser en situación. Estar en situación significa estar comprometido, trabado en una relación de la que no se puede salir. Yo estoy situado en mi época, y no puedo salir de ella como sale del tablero una pieza de ajedrez. Puedo imaginar a la pieza de ajedrez, y de hecho sucede eso, interviniendo en tantas partidas como quiera. Yo, como hombre, no puedo sino ser en esta que llamo mi época, y en ninguna otra. Entretenerme en pensar qué hubiera sido yo en otra época ("si yo hubiese vivido en la Edad Media...", por ejemplo) no tiene sentido alguno. Yo, en otra época, no sería yo; yo soy lo que soy, soy yo, en mi época. La situación es el límite que no puedo violar. Soy hijo de quienes soy hijo, y no puedo evadirme de, eso e imaginarme hijo de otras personas, pues ese yo que imagino hijo de otras personas no sería yo. Hay situaciones que pueden cambiar: estoy, por ejemplo, en la situación que llamo "mi país"; puedo hallarme en otra situación: tal o cual país al que me traslado; pero lo que no puedo es suprimir mi ser en situación; siempre estaré en tal o cual situación.

No puedo no morirme, no puedo no sufrir, no puedo no luchar, no puedo no ser culpable. Todas éstas son situaciones últimas (estudiadas especialmente por Jaspers); son horizontes dentro de los cuales estoy forzosamente. El horizonte puede desplazarse; pero el horizonte no puede ser suprimido. Y he de tener el coraje de aceptar mis situaciones: aceptar la muerte, sin hacerme ilusiones, que son siempre las ilusiones de creer que podría no morirme. Aun cuando se me ofrezcan pruebas de mi inmortalidad, lo que esas pruebas hacen es demostrarme precisamente que me moriré: me hablan de un después de la muerte; es decir: no la niegan, la afirman. En las preocupaciones cotidianas puedo no pensar en la muerte, disimulármela, ocultármela; pero cuando procedo así, procedo como un ser empírico. Como ser empírico me disimulo esa realidad de mi situación. Como existente, no: tengo que afrontarla.

 

No puedo vivir sin sufrir, sin hacer sufrir, sin matar: mi simple hecho de vivir exige que otros mueran y sufran; hasta biológicamente tengo que matar, para subsistir, o hacer que otros maten por mí. De nada vale que me olvide y disimule esa mi situación: alguien siega vidas por mí, y tácitamente delego en otros la función de dar el mazazo en el testuz al ternero que ha de alimentarme, o la función de cargar la escopeta que herirá al ave, o de poner el cebo en el anzuelo, o de manejar la hoz. Puedo rehuir a los que sufren; puedo hasta no querer vivir cerca de un hospital, porque eso me deprime. Todo puedo disimulármelo; pero no por ello salgo de la situación: hago sufrir y mato. Y también lucho, aunque crea a veces poder eximirme de luchar, en la actitud pasiva: esto es, siempre, lucha, pugna; el otro, aun mi amigo, es quien se halla ante mí, frente a mí; y con él lucho, siempre.

La situación última es el mundo. Yo soy en el mundo, y no puedo sino ser en el mundo; y no puedo sino ser en este mundo y no en otro. Mi ser es un ser en este mundo: un ser aquí. Puedo entretenerme en pensar que hubiera podido no haber mundo; pero entretenerme, nada más. El mundo es mi horizonte más opaco. La vieja pregunta de Leibniz (¿por qué hay algo en vez de nada?) era ya la expresión de esta experiencia de ser en el mundo. Hay algo, y lo que hay es esto. Aquí mi situación se convierte en misterio: el sencillo y tremendo misterio de que haya algo, que es mi situación; el sencillo y tremendo misterio del ser y de mi propio ser.

(La definición del hombre como ser situado, como ser comprometido en una situación de la que no puede salir para observarse, no es exclusiva del existencialismo, y puede considerarse propia de todo el pensamiento de nuestra época. Hasta la misma ciencia ha venido afirmando —y no por influencia del existencialismo, sino independientemente de él— que la llamada observación objetiva, la observación en que por un lado tenemos un observador y por otro la cosa observada, perfectamente diferenciables, es imposible. Toda "observación" en el mundo atómico, por ejemplo, exige el envío de ondas al campo que se quiere observar; pero esas ondas modifican el campo que se quiere observar; lo que luego se observa no es pues el objeto "tal cual es", sino el objeto modificado por la acción del observador; y resulta imposible distinguir, en lo que se observa, qué corresponde "realmente" a lo que se quiere observar y qué corresponde a lo que el observador ha puesto para hacer su observación. La ciencia rechaza ya el concepto de "observador puro" y, con ello, el concepto de "cosa observada pura". Y esto puede extenderse a cualquier observación : para observar un cuerpo es necesario iluminarlo; y cuando decimos que observamos un cuerpo, no estamos observando simplemente el cuerpo sino también la luz que le enviamos. Todo observador está pues comprometido en una situación de la que no puede salir. En el siglo pasado, el positivismo planteó, al criticar el método introspectivo de la psicología, un problema semejante. El método introspectivo, o de observación directa de los estados de conciencia por el mismo sujeto en quien se dan esos estados, fue sometido a esta sencilla crítica: no puedo observar mi cólera, pues en cuanto quiero observarla modifico esa cólera; lo que observe no será ya lo que quise observar, sino algo que yo mismo he producido o modificado. No hay "observador puro"; no hay "cosa observada pura". H. W. Garrod, el profesor de Poética de la Universidad de Oxford, hombre completamente ajeno a las preocupaciones existencialistas, en su libro Poetry and the Criticism of Life hizo, sobre la función poética, estas consideraciones: "Mis valores residen en lo que puedo llamar mi escenario: en la multiplicidad que yo mismo no soy..., en las cosas no mías en que he puesto a resguardo mi corazón. Yo soy lo que no soy. En cuanto me abstraigo del contorno natural o humano, que es el material de mi pensamiento, cobro conciencia de cuán poco, de cuán nada tengo, o soy, mío. Muy pocos de nosotros sabemos qué vacíos están nuestros espíritus. Sin embargo, esta vacuidad espiritual es una especie de fuerza..." También para el agudo crítico de la poesía, el hombre no es sino su situación.)

 

Existir es ser un ser "con otros". El hombre está abierto a las cosas, es el ser que se presenta a las cosas; pero está también abierto a los otros hombres, es el ser que se presenta a otros. Es eso, y lo es por su misma constitución. No hay un hombre que, después, se presente a las cosas; y, de la misma manera, no hay un hombre que, después, se presente a los otros. Por el simple hecho de ser hombre, el hombre ya es esa presentación, ese abrirse a las cosas y a los demás. En otras palabras: el hombre es un diálogo; y por eso, porque es diálogo, puede dialogar.

La vieja definición del hombre, según la cual éste es un animal racional, un animal lógico, tiende a ser completada, en el existencialismo, por esta otra: el hombre es un animal dialógico, dialogante. El hombre no es hombre sino por el "otro" a quien se abre. Y así como el hecho de que sea un ser abierto al mundo le hace posible conocer las cosas, de la misma manera el hecho de que sea un ser abierto al "otro" le hace posible descubrir las personas. Decir simplemente "yo" implica el reconocimiento del "tú"; gracias a ese "tú", gracias a que puede distinguirse de él, hay un "yo". Pero el "yo", que en cuanto dice "yo" ya reconoce al "tú" del que se distingue, reconoce por eso mismo el "nosotros" en que el "yo" y el "tú" están unidos sin confundirse.

Porque el hombre es un diálogo, es posible el lenguaje. Las palabras tienen su fundamento en el diálogo que el hombre es. Así como todas las posibilidades particulares se fundan en el hecho de que el hombre es posibilidad; así como la muerte de todo lo que emprendemos se funda en el hecho de que el hombre es un ser para la muerte, de la misma manera todas las palabras que articulamos se fundan en el hecho de que somos diálogo.

(Algunos existencialistas han llegado a hacer de ese diálogo un simple "dialecto". Heidegger nos dice, por ejemplo, que ese ser "con otros" es un ser con los del propio pueblo. Lo que el filósofo quiere es justificar filosóficamente la fidelidad al propio pueblo, a su historia, a su destino. Lo que parecía ser la universalidad del ser "con otros" se convierte, así, en un provincianismo. El diálogo, según Heidegger, tiene una palabra escondida que sólo los hombres de su pueblo —el de Heidegger— conocen. Parecería, entonces, que ese dialecto al que pertenece la palabra escondida, es el único diálogo. ¡ Sólo dialogan los de ese pueblo! Los demás, los que no conocen ese dialecto de la palabra escondida, son simplemente "bárbaros", entonces : "bárbaros" eran para los antiguos precisamente los que no sabían hablar la lengua de uno; también en esto algunos existencialistas retoman una posición que consiste en abrir el abismo entre "nosotros" y "los otros", entre "el pueblo elegido" y "los otros pueblos".)

Existir es ser para la muerte. Existir es ser para la nada. Existir es ser para el naufragio. He aquí tres variantes de una misma concepción, y que pertenecen, respectivamente, a Heidegger, a Sartre y a Jaspers.

Heidegger hace del existente el ser para la muerte, porque, en su pensamiento, la muerte es la posibilidad fundamental del hombre. En rigor, lo único posible para el hombre es morirse; y también lo más que el hombre puede hacer es morirse. La muerte es el "gran" posible, gracias al cual se dan los otros posibles, los pequeños, los de cada instante. Somos "para" la muerte; y por eso podemos ser "para" esto, "para" aquello. Nos proyectamos hacia la muerte, somos esa proyección hacia la muerte, y por eso podemos proyectarnos hacia tal o cual cosa. Cada uno de los "mañanas" a que nos proyectamos son como ejemplos menudos de ese "mañana" único al que nos proyectamos; mañana único que no podrá ser nunca "hoy". La muerte es la posibilidad imposible, porque, a diferencia de los otros posibles, que puedo realizar, ése es el que no realizaré; jamás podré decir "Me he muerto". La muerte es la posibilidad de que todo me sea imposible ; y como soy para la muerte, como he de morirme y nadie puede reemplazarme en esa muerte, la muerte, que puede sorprenderme ahora mismo, es la posibilidad de que todo lo que me es posible me sea imposible.

 

De esto, a afirmar que existir es ser para la nada, no es ni siquiera necesario dar un paso. La muerte es la imposibilidad de la existencia. Todo es "para nada". Nos proyectamos hacia el futuro, somos esa proyección, nos vemos siempre en un mañana desde el que nos gobernamos como dictadores de nosotros mismos (en función de lo que para ese mañana quiero conscientemente o no, hago esto que hoy hago); nos construimos continuamente, como si no hubiésemos de morir nunca, como si hubiésemos de ser eternos; pero sabemos que la muerte ha de venir a desbaratarlo todo. (No sólo la muerte de cada uno de nosotros. La muerte de todos. La aventura ha de desembocar en la nada, pues este accidente que es el hombre desaparecerá de la faz de la Tierra, y el planeta rodará en los espacios vacíos sin que queden ni rastros de las angustias con que cada uno de los hombres construyó su historia y todos los hombres construyeron la Historia.)

Fausto, en el poema de Goethe que tantos temas de meditación ha dado a los existencialistas alemanes, como Pascal a los existencialistas franceses y Dostoievski a los existencialistas rusos, dice a Mefistófeles, señor de la negación y de la nada: "Quiero con el espíritu alcanzar a esa humanidad en lo más elevado y en lo más profundo; y que su bien y su mal se adentren en mi pecho. Y dilatar este mí mismo hasta su sí mismo. Y al final, como ella y con ella, naufragar". Pero Jaspers, en quien aparece la tercera variante de la fórmula, no ve en este naufragio simplemente la nada. Heidegger se abstiene de hablar del último "después"; Sartre niega ese "después"; Jaspers ve en el naufragio mismo la negación de la muerte y de la nada. El naufragio está "más allá" de todo horizonte, más allá de toda finitud; y, por eso mismo, ningún pensamiento puede resolver el enigma. La visión de la Tierra rodando muerta en el espacio no es, sin embargo, la respuesta final. En esa Tierra muerta queda el ser. El ser sigue siendo. Podemos decir que existir es ser para la muerte; pero eso no prueba que el ser sea ser para la muerte. Esta convicción del ser que subsiste y que no es para la muerte ni para la nada, es la convicción que no puede ser destruida ni por la certeza de nuestro naufragio; en el naufragio subsiste el ser. Ante el naufragio, no valen, ya, las palabras. Sólo cabe el silencio, o la breve palabra que en vano quiere llenar el silencio: Es, y que por pretender decirlo todo no dice nada. Pensar el naufragio, querer penetrar en él con nuestros conceptos, o con nuestra experiencia de seres en el mundo, es absurdo. Todos nuestros conceptos, todas nuestras experiencias se dan aquí, en el mundo, en la temporalidad, en la existencia. Y el naufragio es el naufragio de la existencia. Todo lo que pretendamos saber o experimentar de ese naufragio es una simple superstición. Pero es precisamente la aceptación lúcida de ese naufragio lo que nos da, en vez de quitárnosla, la certeza del ser.

Existir es ser un ser finito. Somos para la muerte desde nuestro nacimiento. En cuanto nacemos, ya podemos morirnos. La muerte es el fin; el nacimiento, el origen. Pero el fin es el no haber de ser; y el origen es el no haber sido. Muñéndonos, somos fieles a nuestro nacimiento; nuestro fin es fiel a nuestro origen. Nuestro no haber de ser es la fidelidad a nuestro no haber sido. Existiendo, somos fieles: asumir la muerte y el naufragio con lucidez no es sino asumir nuestro origen, y repetirlo, recuperarlo.

Esta finitud de la existencia entre un no haber sido y un no haber de ser es el fundamento de la finitud de todas nuestras posibilidades particulares. Cuanto realicemos ha de ser finito, como nuestra existencia: dejará de ser, y repetirá, así, su no haber sido. Actuamos como si hubiésemos de ser eternos, y construimos en el tiempo como si construyésemos para la eternidad. Pero nuestro fundamento último es esa nada, ese "no" de nuestro fin y de nuestro origen; y esa nada, ese "no" es, por ello, el fundamento último, el abismo de cuanto construimos. Morirás, porque has nacido; y cuanto hagas llevará su sello: morirá, porque ha nacido. Y esto se cumple en la vida de los hombres, como en la de los pueblos, como en la historia toda. El fin recupera el origen. La muerte es muerte de lo que se originó, así como el futuro es siempre futuro de un pasado. También el futuro es recuperación, fidelidad.

 

En el pensamiento de Sartre, existir es hacer que un futuro venga a anunciarnos qué somos. Sólo el futuro descubre el sentido del presente y del pasado. Puede, mi presenté, aparecérseme como teniendo tal o cual sentido; pero mañana puedo, de pronto, descubrir que no, que ése no era el sentido de aquel presente. Puedo, como el personaje de una de las novelas de Sartre, cometer un delito y creer que tiene sentido porque es un delito que cometo por amor; pero el mañana —el futuro— puede descubrirme que aquello que creí amor no era amor, y entonces mi acto se me aparece como desprovisto del sentido que le atribuí. Nadie puede, por eso, nunca, descubrir el sentido de su vida; porque ese sentido es siempre revocable por el mañana, y porque no hay un mañana último, un "hoy" último desde el cual pueda contemplar mi vida y reconocer su sentido.

Pero en el pensamiento de Heidegger no es el futuro el que descubre el sentido del presente, porque el futuro es siempre futuro de un pasado al que vuelve, es repetición, recuperación de ese pasado. Y es allí, en el pasado, donde está el sentido. De ahí el énfasis que Heidegger pone en la "fidelidad" a sí mismo, y al propio pueblo. Por donde es fácil ver que si para Sartre la existencia es una "revolución perpetua", para Heidegger es, podríamos decir, una perpetua repetición.

Pero para todos los existencialistas vale la fórmula "existir es ser un ser finito". Nuestra posibilidad es posibilidad de finitud; nuestra elección es elección de finitud. Somos para la muerte, y la muerte es posible en cualquier momento; por eso, todo lo que elegimos, todo lo que construimos, está amenazado de muerte, y de una muerte posible a cada instante. Inseguros, expuestos, amenazados, sólo construimos lo inseguro, lo expuesto, lo amenazado.

Junto a Dios y a la piedra, este ser que es el hombre es, podría decirse, la gran traición al ser: el hombre es el ser que se ha elegido finito, el ser que puede siempre decir "¡no!" a su existencia, que puede siempre traicionarse, que siempre puede suicidarse, y que no puede sino morirse.

Existir es ser un ser histórico. Sólo el hombre tiene historia. Y la tiene porque es temporalización en que el futuro no se limita a ser futuro, sino que es futuro de un pasado, así como el pasado no se limita a ser pasado, sino que es pasado de un futuro. El hombre, ser "con otros", tiene con esos otros un pasado, un presente, un futuro. Y así como cada hombre recupera en el futuro su propio pasado, también "los hombres" recuperan en el futuro su propio pasado; y también así como ningún hombre puede ser un ser perfecto, acabado, concluso, sino que tiene siempre un futuro en el que puede progresar en la revelación de su propio ser, "los hombres" tienen siempre un futuro en el que pueden progresar en la revelación de su ser como ser "con otros".

Esta revelación nunca acabada, nunca definitiva, es la historia. No hay un término de la historia, ni puede haberlo, como no hay un término de la existencia de cada hombre, ni puede haberlo: ni en uno ni en otro caso es posible trazar "la raya" de que hablaba Kierkegaard. El hombre no puede realizar un todo cumplido ni como individuo ni como comunidad. También la historia es, siempre, un "todavía no"; también en la historia el hombre está condenado, como lo estuvo Fausto por la Cura, a ser un ser insatisfecho, un ser para quien hay un "día siguiente", o un "mañana y mañana y mañana", como dice el famoso verso de Shakespeare. Y así como la muerte puede sorprendernos en cualquier instante y dejarnos sin mañana, el "fin" puede sobrevenir en cualquier instante y dejar también a la historia sin mañana. Y ni en uno ni en otro caso podremos realizar la experiencia de la plenitud; ni en uno ni en otro caso podremos saltar al otro lado de "la raya" para contemplar el "todo".

 

Existir es ser un ser que se sostiene en la nada. Nuestra conversación cotidiana más simple exige el uso frecuente de las palabras "no", "nada", "nadie", "nunca". Son palabras que encierran un grave problema. ¿Cómo es que podemos decir, en general, "no"?; ¿cómo es que podemos negar?

Afirmo, por ejemplo, que sobre la mesa hay una copa, y lo afirmo porque veo la copa, porque me resulta evidente que sobre la mesa hay una copa. Pero cuando digo que en la mesa no hay una copa, ¿no es porque también en ese caso resulta evidente que no la hay? Si es evidente que no hay tal copa, debemos aceptar que lo que no es, lo que no existe, lo que no está ahí, se nos aparece como se nos aparece lo que es, lo que existe, lo que está ahí. La nada se nos aparece, como se nos aparece el ser. Y por eso el hombre puede afirmar (cuando se le aparece lo que es) y negar (cuando se le aparece lo que no es).

El hombre es el ser que niega, porque el hombre es el ser al que la nada se le aparece. Pero al hombre la nada se le aparece además en su propio ser, internamente. El hombre se proyecta hacia el futuro; y el futuro no es (si fuese, no sería futuro, sino presente). El hombre no es sólo su presente; es también su futuro al que se proyecta; el hombre es ese no ser. El hombre pues, por ser su futuro, es lo que no es. Pero si es lo que no es, ya su ser contiene la nada.

Hegel había dicho que no hay nada, en el cielo ni en la tierra, que no contenga tanto el ser como la nada. El hombre tiene que construirse a sí mismo, y se construye negándose, diciéndose "no" a sí mismo. Hegel extendía ese proceso de la negación a toda la realidad. El existencialismo va a distinguir dos tipos de negaciones: una, que es la negación interna; y otra, que es la negación externa. La negación interna es la que el hombre hace de sí mismo; se trata de una negación que afecta a su ser, que lo atraviesa, que lo hace dejar de ser lo que es para hacerlo ser lo que no es. Las cosas, en cambio, no contienen esa negación interna. Las cosas no se niegan a sí mismas, no se proyectan hacia el futuro. Una copa no es una jarra ; pero el no ser una jarra deja a la copa inafectada; a la copa "ni le va ni le viene" el que no sea una jarra; pero al hombre "le va y le viene" lo que él no es. El que la copa no sea una jarra es una negación externa. En rigor, la copa no niega nada, ni siquiera externamente; quien puede negar que la copa sea jarra es el hombre, al colocarse ante ellas; se trata de una negación hecha desde fuera, y por eso es una negación externa. La negación que el hombre hace de sí mismo es, en cambio, siempre interna.

Negándose, el hombre se libera de sí mismo, se construye, y es siempre otra cosa. El hombre es una negación perpetua de sí mismo. El hombre no se identifica nunca consigo; las cosas, sí. Si no se negase, si simplemente se afirmase, el hombre no se distinguiría de las llamadas "cosas". El hombre, por ejemplo, no dice "sí" a su pasado; si dijese "sí" a su pasado, se confundiría con él, y sería nada más que su pasado: no seguiría proyectándose, temporalizándose, y viviría el presente intemporal de las cosas. El hombre no dice tampoco "sí" a ese pasado que llamamos "la historia". La historia no se ha terminado, ni puede terminarse, porque el hombre dice "no" al pasado histórico y, por eso mismo, hace que siga habiendo una historia. El hombre es el ser que niega perpetuamente, que lo niega todo, para poder realizarlo todo. El hombre es, dice Sartre, una "revolución perpetua"; y Barth, el teólogo protestante suizo —sin influencia alguna del pensamiento de Sartre—, dice que el hombre es una "reforma perpetua". Sólo el hombre existe, porque sólo el hombre dice "no"; sólo gracias al "no" es posible la existencia.


La existencia se convierte, así, en una como actividad
del "no". Pero, como antes dijimos, el "no" —la negación, en general— es posible gracias a la nada. En los casos de la conversación corriente, no nos encontramos nunca con la nada; nos encontramos con la ausencia de la copa, por ejemplo, o con la ausencia de alguien a quien buscamos, pero no nos encontramos con la nada, con la ausencia total. Pero ¿no habrá alguna experiencia de la nada y que difiera de la experiencia en que sólo descubrimos una nada particular, como cuando descubrimos que no hay nada de lo que buscábamos?

Siguiendo a Kierkegaard, algunos existencialistas coutemporáneos sostienen que la angustia es esa experiencia de la nada. En la angustia no nos angustiamos de esto, ni de aquello; nos angustiamos de nada. En la angustia es como si todas las cosas particulares desapareciesen, dejasen de ser "esto", "aquello". La angustia lo anonada todo, y nos anonada a nosotros mismos; pero sin aniquilar nada ni aniquilarnos a nosotros mismos. Porque en la angustia, en que ya no distinguimos "esto" de "aquello", en que todo lo que es "esto" y "aquello" se anonada, surge, sin embargo, el todo; es decir, surge lo que es, en su plenitud: el ser que ya no es "esto" más "aquello" más "aquello otro". Nos angustiamos de nada, porque lo que nos angustia es el todo. En la nada de la angustia surge el todo; y surgimos nosotros mismos como una nada que se angustia de nada. La nada hace surgir el ser y nuestro ser. En la angustia descubrimos que el ser se sostiene en la nada. La angustia es la experiencia que nos revela, según la fórmula de Heidegger, que "existir es estar sosteniéndose dentro de la nada". (Pascal ya había señalado, en el siglo XVII, que hay experiencias, como la del aburrimiento —el aburrirse "de todo", no de "esto" o de "aquello"—, en que descubrimos la nada de nuestra existencia.)

Por eso algunos existencialistas han terminado por decir que la realidad última no es óntica, no es la realidad del ser, sino meóntica, la realidad del no ser; y hasta invocaron en su apoyo a los místicos que a través de los siglos han venido sosteniendo algo semejante.

En otros momentos de la historia de la filosofía, apareció la nada provocando el escándalo. Primero, cuando los atomistas griegos recurrieron al vacío para explicar el movimiento. Los eleáticos habían declarado imposible el movimiento, pues el ser no podía sino ser eternamente idéntico a sí mismo, compacto, como una esfera infinita donde no era posible advertir diferencia ni multiplicidad alguna. Los heraclíteos afirmaron, por el contrario, el flujo universal en que la realidad, a manera de un río, era siempre diferente de sí misma, siempre otra. Los atomistas, para explicar este cambio sin dejar de afirmar la invariabilidad del ser, rompieron en infinitud de átomos la esfera de los eleáticos, convirtiéndola en un infinito torbellino de átomos que se mueven en el vacío, es decir, en la nada. Pero esos átomos seguían siendo eternos, inafectables, siempre idénticos a sí mismos, aun cuando pudiesen entrar en combinaciones diferentes gracias al movimiento que los animaba. El cambio de los atomistas era, en rigor, una simple apariencia, pues lo único que cambiaba eran las relaciones exteriores en que esos átomos se hallaban. Cada uno de los átomos seguía siendo tan eterno, tan inmutable, como la esfera de Parménides. Todo cambiaba, pero en realidad nada cambiaba.

El segundo momento de la intervención de la nada para explicar la multiplicidad y el cambio fue el del cristianismo. La realidad toda procedía de la nada, de donde la había sacado el Creador. El todo había salido de la nada; y por eso todo era, frente a su creador, una nada. Nada era el mundo, incapaz de ser por sí mismo, y nada era el hombre. Los místicos insistieron en esa nada de todo lo creado, y en la nada del hombre. La nada era entonces, a diferencia del vacío de los atomistas, interna; trabajaba al hombre por dentro; y era en el interior mismo del hombre donde se la descubría, en experiencias como la de aquellos místicos que aseguraban que sólo descubriendo su propia nada podría el hombre descubrir el todo. Hegel intentaría después, en su sistema genial, mostrar la interioridad de esa nada, lanzando la otra afirmación "escandalosa": no hay nada que no contenga tanto la nada como el ser. Y el existencialismo, ahora, retoma el viejo tema: la nada como negación interna que hace posible la existencia del hombre.

 

El existencialismo es una de las filosofías de nuestro tiempo, pero no la única. Bajo su forma actual, se originó en Alemania, y se difundió casi exclusivamente en los países latinos. Puede decirse que todo Oriente, la URSS, Inglaterra, Estados Unidos (que también integran nuestro tiempo), no han sido afectados por el existencialismo. Hay otra filosofía, también de "nuestro tiempo", que ha alcanzado una mayor difusión mundial, aunque restringida a los medios técnicos —porque no ofrece ninguna posibilidad de traducción a la novela, al teatro, al cine—; es la filosofía llamada "científica", que se contrapone al existencialismo porque considera que la única actitud filosófica válida es la de la pura objetividad, y que, según palabras de uno de sus representantes máximos, aspira a contemplar la realidad con la misma mirada imparcial con que la contempla Dios.

No ha de extrañar pues que en algunas historias de la filosofía ni siquiera se mencione el existencialismo, aun cuando esas historias lleguen hasta nuestros días, y que, en cambio, se estudie en ellas la posición filosófica de pensadores cuyos nombres son ignorados por los "existencialistas". En la Historia de la filosofía occidental, por ejemplo, de Bertrand Russell, Kierkegaard no aparece siquiera mencionado; y tampoco aparece mencionado Heidegger, ni ningún otro existencialista contemporáneo. Los últimos capítulos, dedicados a la filosofía de nuestro siglo, están destinados al estudio del pensamiento de Bergson, William James, John Dewey; y el capítulo que cierra el libro —es decir: el que presenta el momento actual de la filosofía— no se intitula, como muchos esperarían, "Heidegger", o "El existencialismo", sino "La filosofía del análisis lógico", expresión que a los existencialistas no les dice nada. Y en ese capítulo el autor se enorgullece de que la filosofía científica haya conseguido enfrentarse con los problemas en forma "impersonal". La filosofía de nuestro tiempo sería entonces, a diferencia de lo que los existencialistas suponen, una filosofía que ha conseguido eliminar precisamente lo que los existencialistas creían haber introducido : el infinito interés que el hombre tiene por su propio ser. La filosofía científica, que —conviene repetirlo— también es filosofía de "nuestro tiempo", acaso no esté tan lejos del existencialismo como parece estarlo. La ignorancia mutua en que existencialismo y filosofía científica se han encerrado puede indicar que ninguna de ellas es la filosofía de nuestro tiempo. La noción "nuestro tiempo" es una noción provinciana, si la limitamos a los últimos veinticinco años. Sólo cuando esas dos filosofías tomen contacto, o se enfrenten y al enfrentarse descubran, más allá de cuanto las distingue, su preocupación y sus soluciones comunes, podrá, tal vez, hablarse de la filosofía de nuestro tiempo. (El problema central del existencialismo es el de la posibilidad. El problema con que la filosofía científica se está debatiendo es el de la probabilidad. De uno a otro problema, la distancia no es mucha. Los existencialistas se detienen en el análisis de la simple palabra "no", y ven en ella la clave del problema de la existencia. Los filósofos "científicos", por su parte, también están empeñados en descubrir el sentido de esa simple palabra "no", que interviene constantemente en nuestras frases; y también están empeñados en aclarar el sentido de la palabra... "existencia".)


Se ha dicho que la filosofía termina siempre con una pregunta; y a esto se puede asociar la otra afirmación según la cual la filosofía es una perplejidad sin remedio. La obra El ser y el tiempo, de Heidegger, punto de partida del movimiento existencialista de "nuestro tiempo", comienza con una pregunta: "la pregunta que interroga por el ser"; y en vez de ofrecernos la respuesta al problema del ser, concluye, luego de sus largos y complejos análisis, en una serie de preguntas que han quedado en suspenso durante veinticinco años. La obra fundamental de Heidegger sigue trunca, y su filosofía abierta ante la pregunta por el ser, formulada, al final del análisis de la temporalidad, con estas palabras: "¿Hay algún camino que lleve desde el tiempo original hasta el sentido del ser?; ¿se revela el tiempo también como horizonte del ser?"... La obra El ser y la nada, de Sartre, comienza con una pregunta que es la misma de Heidegger: la pregunta sobre el hecho de interrogar por el ser; y luego de análisis igualmente largos y complejos, concluye no con una sino con una docena de preguntas, formuladas en una seguidilla al llegar a la página final de la obra, y que han quedado en suspenso por diez años. También la obra fundamental de Sartre sigue abierta ante la pregunta por el ser. Sus doce preguntas son variantes de una de ellas, que Sartre formula así: "¿Qué hay que entender por este ser que quiere mantenerse a raya, estar siempre a distancia de sí mismo?" Truncas, las dos obras; y las dos repitiendo la pregunta que prometían contestar: ¿Cuál es el sentido del ser?

Sólo el hombre existe; sólo el hombre es libre; sólo el hombre elige; sólo el hombre es un ser deficiente, incumplido, imperfecto. Ésta es la concepción general de los existencialistas. Pero cabe preguntarse: ¿es o no deficiente el animal? Si lo es, cabe también preguntar a los existencialistas : ¿el animal es libre, o no lo es?; ¿elige o no elige? Ningún existencialista sostendrá que el animal tiene la acabada perfección de la piedra, de las "cosas". Y si no es un ser cumplido, el animal se halla en situación semejante a la del hombre, y no en situación semejante a la de la piedra. Si se sostiene que el animal es deficiente, pero que, a pesar de ello, ni es libre, ni se elige, ni se construye a sí mismo, ni se proyecta, ni se temporaliza, etcétera, hay que reconocer que en él se da una forma especial de deficiencia, de la que la filosofía no puede prescindir. Resuelto el problema de "la piedra", resuelto el problema del hombre, en tanto no se resuelva el problema de ese ser deficiente y sin embargo no libre que es el animal, cualquier filosofía será "deficiente". Y su deficiencia se extenderá al mismo análisis que haga del hombre: porque hay una relación del hombre con los animales —y con las plantas— que no es la relación con Dios, ni la relación con "la piedra", ni la relación con los otros hombres. El hombre es también "con" esos seres incumplidos, pero misteriosamente sin libertad, y está abierto a ellos en una relación que no es ni la relación con la piedra —simple instrumento de nuestras acciones—, ni la relación con los otros hombres —testigos, jueces, colaboradores y cómplices—, ni la relación con Dios —el "otro" que no es uno de nosotros—. El animal se convierte así, inesperadamente, en el más misterioso de los seres: el misterio de una deficiencia que no es la del hombre; el misterio de una ausencia de libertad que no es la ausencia de libertad de la piedra; el misterio del ser que es un cuerpo y, coma tal, punto de vista sobre el mundo, y, sin embargo, no es hombre.

Sartre ha dicho que el existencialismo es "un humanismo"1. Podría decirse, mejor, que el existencialismo es una antropología 2. Todo el problema que intenta resolver es el del hombre: "Hombre soy y nada humano me es ajeno". Ése parece ser su lema. Pero sus posibilidades no van más allá del ser del hombre. Una filosofía que, como toda filosofía, se propone resolver el problema del ser, debe imponerse otro lema: Soy, y nada de lo que es me es ajeno. La vida, lo que es simplemente vida sin ser existencia, escapa a la visión del existencialismo. Ése es el punto ciego de la famosa "mirada" de los existencialistas. Más que una antropología, el existencialismo es un antropologismo: su "infinito" interés por el hombre —y en ello consiste su mérito— es un infinito desinterés por las otras formas de vida. Sólo un existencialista —Berdiaeff— llegó a plantearse el problema de esas otras formas de vida —de dolor y de goce—; pero únicamente para intentar resolver el problema del destino futuro, y sin decirnos qué son esos seres a los que llamamos "animales", y tampoco qué son esos seres a los que llamamos "plantas". (Lo único que le interesa a Berdiaeff es la recompensa al dolor: como los animales han sufrido, ellos también han de ser llamados a la resurrección de los cuerpos y conocerán la gloria.)

 

También el animal es ser "con" otros; también el animal dialoga, aunque su diálogo cobre formas todo lo inferiores que se quiera: al animal no le está vedada la forma de diálogo que es el amor, aun cuando también de ese amor se sostenga que es apenas una indecisa vislumbre de la comunicación espiritual que sólo en el hombre — ¡en algunos hombres!— se realiza. El diálogo que el animal sostiene "con" otros parece estar limitado a los casos de la presencia de esos otros: el animal no dialoga con sus muertos; el animal no dialoga con ausencias. Pero, aun admitiendo todo esto sin las restricciones que una más detenida observación del diálogo animal obligaría a reconocer, es necesario admitir que el animal también dialoga "con" otros, y que su ser es un ser con otros. La diferencia esencial entre el hombre y los animales no reside pues allí, sino en otro aspecto que cobra el diálogo, y que es más propio de la condición humana: el diálogo consigo mismo. Eso es lo que el animal no hace. Diálogo conmigo mismo cuando puedo considerarme a mí mismo como "otro" que, sin embargo, soy yo. O, mejor, yo no soy yo sino cuando entablo el diálogo conmigo mismo. El hombre, habría que decir, entonces, no es el ser "con otros", sino el ser "consigo". La vida moral comienza allí: en ese ser consigo de cada hombre; y el proceso que nos hace a cada uno de nosotros irreemplazable, en ese diálogo. Nadie puede ser conmigo sino yo mismo. Para ello necesito, antes, ser con otros: antes de dialogar conmigo, dialogo con otros: dialoga el niño, a los pocos meses, con otros; para dialogar consigo es necesario haber ido más allá de ese diálogo de la infancia, y asomar a la adolescencia, que es el ejercicio del diálogo consigo. Lo que los animales no tienen es esa adolescencia.

De cualquier manera, el animal no se confunde con la piedra, como pretenden los existencialistas. A la piedra sí le está vedada toda forma de diálogo: la piedra no es "con otros" ni "consigo": es en sí misma, sin posibilidad. El animal es "con" otros, y puede alcanzar a ser el "animal social" que alguna vez se dijo que era el hombre —y exclusivamente el hombre—; el animal no es simplemente "naturaleza"; es, por ser diálogo, espíritu. Los existencialistas condenan a los animales en la frase orgullosa de Gabriel Marcel (que, mirando a un perro, pronunció el despectivo: "Yo elegí existir"), o en la fórmula de Heidegger que reparte la realidad en tres únicas palabras: Dios, la piedra, el hombre, incluyendo en la piedra todo lo que no es Dios ni hombre —es decir, lo físico y lo vital—. El existencialismo, al negar que el animal "existe", repite, sin tener conciencia de ello, una vieja posición, que consistió siempre en abrir un abismo entre el hombre y el "resto" de la realidad. Es la posición que en el siglo XVII hizo considerar a los animales como "autómatas" o "máquinas". Descartes fue quien en esa época extremó la posición: los animales ni pensaban, ni siquiera sufrían; respondían a los excitantes, como responde un mecanismo, sin tener conciencia. Y hasta fue moda mundana la de entretenerse en herir a los animales para oírlos gemir, porque ¡ los animales gemían como los relojes daban campanadas! ; ¡su respuesta, al gemir, era como la del reloj: mecánica!

 

En ese sentido, el existencialismo es una filosofía típicamente occidental. Occidente ha perdido el sentido de la continuidad de lo real, y se ha dedicado a abrir abismos: el abismo infranqueable entre Dios y la creación; el abismo infranqueable entre lo físico y lo vital; el abismo infranqueable entre lo vital y lo "humano". Y también es filosofía de Occidente en el otro sentido: el de haber encontrado el fundamento de la comunicación en el ser "con otros", olvidándose de ese "ser consigo" que es mejor definición de lo humano.

En mayor o menor grado, todos los existencialistas tienen la "obsesión" de Dios. En grado máximo, Sartre, que ha definido al hombre como un "dios fracasado" y como una "pasión inútil". Considera al hombre un dios fracasado, porque el hombre aspira a ser, como Dios, un ser cumplido, sin deficiencias, perfecto, y, a la vez, un ser consciente? porque aspira a ser una "opacidad traslucida". Para Sartre, Dios es un falso concepto, porque es una contradicción: la contradicción de lo que es perfecto como la piedra y, sin embargo, existe como el hombre. Y cuando define al hombre como "pasión inútil" no se refiere simplemente a la pasión como fenómeno de la vida afectiva. Piensa en la pasión de Cristo, pues en uno de sus trabajos de crítica literaria define a la pasión de esta manera: "estado de pasividad total para obtener un efecto trascendente". La pasividad total que alcanza, un efecto trascendente en que piensa Sartre es pues la "pasión" de Jesús, pues esa pasión, tal como tradicionalmente se la entiende, es la "pasividad total" con que se alcanza el efecto trascendente de la liberación de los hombres. (Dios es tema frecuentísimo en Sartre: en Los caminos de la libertad, en Las moscas, en El diablo y el buen Dios, en El ser y la nada...)

Heidegger, más cauteloso, no deja por ello de referir íntimamente su filosofía al problema de Dios. En sus últimos trabajos comienza a hablar de Dios. Su jerarquía de los seres termina en la trilogía clásica: Dios, la piedra y el hombre. El hombre, libre y deficiente; la piedra, sin deficiencia, porque es sin libertad; y Dios, sin libertad, porque es sin deficiencia. Heidegger, además, ha buscado inspiración en autores y obras que por lo general no aparecen citados por los filósofos. Cuando se dispone a criticar las definiciones clásicas del hombre, cita junto a la definición filosófica clásica, "el hombre es un animal racional", otra definición que a nadie se le hubiera ocurrido citar: la bíblica, según la cual el hombre es "imagen y semejanza de Dios". Y cuando analiza el concepto de trascendencia, tan importante para su filosofía, declara que la primera noción clara de la trascendencia es la que aparece en Calvino, un teólogo nunca citado por los filósofos.

Jaspers, por su parte, se declara teólogo, en el sentido de que, para él, "la filosofía es la mejor teología". "Dios", "divinidad", son conceptos que aparecen constantemente en sus páginas. Las citas bíblicas son en él frecuentísimas; y, como si eso no fuese suficiente para mostrar su preocupación teológica, escribe un trabajo sobre la necesidad de la reforma de la "religión bíblica".

El caso de los existencialistas rusos y españoles no deja duda alguna. A los rusos Berdiaeff y Chestov, y a los españoles Unamuno y Zubiri, el problema último que les interesa es el de Dios. Berdiaeff declara que la historia carece de sentido si todos los que han sufrido (hombres y animales) no son llamados a participar de la gloria futura en la resurrección de sus cuerpos. (No tendría sentido, porque una humanidad futura que hubiese alcanzado la organización ideal tendría que estar atormentada por el recuerdo del dolor de todos aquellos que se sacrificaron para que ese mundo ideal fuese posible.) Chestov luchaba, según su propia confesión, por el regreso a Jerusalén, al dios de Jacob y de Job —ese Dios para el cual todo es posible, hasta lo imposible—, y el repudio de Atenas —ciudad aprisionada entre los invisibles muros de lo imposible—. Unamuno "agonizaba", a la manera de un Cristo en la cruz, y clamaba por la eternidad de su ser concreto, su ser de carne y hueso. Zubiri, católico, parte del "ser con otros" de Heidegger para intentar mostrarnos que somos "religación" (o sea: "religión", de acuerdo con uno de los sentidos clásicamente atribuidos a la palabra), y que lo somos aunque no queramos, aunque nos lo disimulemos, aunque neguemos esa "religión" y pretendamos ocultarnos a Dios.

 

Gabriel Marcel, el existencialista francés que procedió independientemente de Sartre, reactualizó la concepción del hombre como "ser encarnado", y al enfrentarse últimamente con el "misterio del ser" endereza de manera resuelta todo su pensamiento hacia la teología. Barth, el pastor protestante que está revolucionando la teología, coincide con el existencialismo en considerar al hombre como un ser en situación, comprometido, y llega a interpretar la relación hombreDios como una relación de compromiso mutuo, en que no sólo el hombre sino también Dios está como "trabado"; llega a sostener, con criterio existencialista, que el pasaje bíblico según el cual el hombre "es imagen y semejanza de Dios" debe ser entendido no como una realidad dada sino como una posibilidad, como una promesa. (Dios y el hombre están comprometidos en el sentido de que se han hecho una promesa recíproca.)

Y, en fin, Sartre, el ateo, llega a declarar que han sido los místicos quienes han visto, antes que nadie, que el hombre es un ser comprometido, un ser en situación, y que en ese compromiso y situación no sólo el hombre sino también Dios está "trabado". Sartre, el ateo, no vacila en confesar su parentesco con los místicos; y termina coincidiendo, en ciertos aspectos, con el teólogo Barth. Esta propensión teológica, característica de los existencialistas, no resulta extraña si se tiene en cuenta que Kierkegaard, padre del existencialismo, era un teólogo; y que de los otros pensadores con quienes la deuda del existencialismo es mayor —San Agustín, Pascal, Nietzsche y Dostoievski—, dos fueron ante todo teólogos, y los otros dos, sin ser teólogos, se debatieron constantemente con Dios o con la idea de Dios.

 

Notas

1   Ver, en esta misma colección:  MlCHELE F. SCIACCA, Qué es el humanismo (N. del E.).

2   Ver,   en   esta   misma   colección:    FRANCISCO   ROMERO,   Ubicación   del hombre (N. del E.).


BIBLIOGRAFÍA  ( Sólo  se  indican  algunas obras  importantes  accesibles  en  español, francés o italiano.)

KIERKEGAARD,  Soeren,  Postscriptum.  (Trad,  francesa.   París, Gallimard, 1951.)

Heidegger, Martín, El ser y el tiempo. (Trad, castellana. México, Fondo de Cultura Económica, 1951.)

Jaspers, Karl, Filosofía. (Trad, castellana. Madrid, Revista de Occidente, 1958.)

Sartre, Jean Paul, El ser y la nada. (Trad, castellana. Buenos Aires, IberoAmericana, 1950.)

Waehlens, Alphonse de, La filosofía de Martín Heidegger. (Trad, castellana. Madrid, Instituto de Filosofía "Luis Vives", 1945.)

Dufrenne, M., Y RICOEUR, paul, Karl Jaspers et la philosophie de l'existence. París, Aux éditions du Seuil, 1947.

Wahl, Jean, La pensée de l'existence. París, Flammarion, 1951.

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