FILOSOFÍA Y SOCIEDAD HOY

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La insoportable y posmoderna levedad de ser?

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Andrés Monares

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El estudioso de la Filosofía griega Cástor Narvarte, expone que ella nace en Grecia como una manera de resolver la crisis que para dicha cultura representó el proceso de “pérdida de la conciencia mítica y de alejamiento de lo divino”. O sea, ante una especie de horfandad humana con respecto a los dioses, se desarrolló la reflexión racional dentro de un marco lógico particular para intentar acabar con aquel vacío. A decir del citado autor, la Filosofía “es producto de esta crisis y es, por esencia, crisis”. De tal suerte, la disciplina queda definida, de manera general, como una tentativa racional de respuesta a situaciones críticas. Es más, esta caracterización puede ser universalizada al tener en cuenta que todo grupo humano busca solucionar sus problemas apelando a su propia racionalidad, que puede o no emplear la lógica occidental (pues, la mecánica de razonar, puede seguir diversas reglas generales).

Luego, considerando desde tal perspectiva a la Filosofía, es totalmente atingente preguntarse qué papel están jugando actualmente en Chile quiénes por definición deberían enfrentar las incertidumbres y conflictos de su sociedad: los intelectuales y, puntualmente, los filósofos. Así, ante los dilemas del país en lo medio ambiental, lo económico, los derechos humanos, la real “democratización” de la democracia, los consensos morales, la modernización, el tema indígena o ante cualquier debate que envuelva lo ético o que requiera de reflexión, es válido plantearse a lo menos dos interrogantes. En primer lugar, ¿cuál es la postura de los filósofos sobre tales asuntos? Al parecer, la respuesta es un misterio para muchos, es decir, para los no académicos (y a veces también para los que lo son). El segundo cuestionamiento es: ¿cuál es el real peso que sus opiniones tienen en el país, sea en los individuos, en los diversos grupos que existen en él, en los medios de comunicación, en los políticos o en otros pensadores? Como contestación, se podría aventurar sin temor a equivocase, que la relevancia es nula o casi nula. Lo cual lleva a plantearse el por qué es así.

Para intentar explicar esa situación, se debe tener en cuenta que actualmente en nuestro país existiría un abismo que separa a la “sociedad académica” de la sociedad a secas. Por una parte, muy pocos recurrirían a los intelectuales para aclarar o acceder a argumentos sobre determinados temas y dificultades. De haberlos, sería un pequeño grupo de personas, casi una especie de “público cautivo” (alumnos universitarios, personas con inquietudes en algún tema específico, periodistas). Por otra, los académicos y las universidades se han retirado y encerrado en sus campus; su casi única comunicación con el “mundo exterior” es a raíz del autofinanciamiento, el cual obliga a mezclarse con lo práctico, a hacer negocios. Incluso, dentro de los mismos planteles de educación superior muchas veces las facultades o departamentos de humanidades son una especie de paria por su poca “productividad”, en un ambiente que busca “mercancías” que exhibir o vender; o, una curiosidad casi exótica que se mantiene a pesar de los recortes presupuestarios y/o porque por razones de imagen pública no se pueden cerrar definitivamente (aunque me parece que en Chile, esos costos serían mínimos).

A su vez, parte importante de los filósofos e intelectuales en general, no harían grandes esfuerzos por acercarse a los “no académicos”, que son la mayoría de los chilenos y los potenciales receptores de sus trabajos y de sus posibles aplicaciones. Estarían aislados publicando artículos que casi nadie lee y asistiendo a encuentros y seminarios que no tienen mayor repercusión (salvo para los curriculum de cada uno). Es más, en ocasiones pareciera que la idea es investigar sobre temas que tengan la menor relación con lo práctico o con la vida cotidiana de sus conciudadanos. Precisamente, ¿no es esa actitud la que los está dejando sin trabajo?, pues nadie estaría dispuesto a pagar o a aprobar fondos para una especie de “gimnasia” intelectual que le parezca ininteligible. En muchos casos, los filósofos se han replegado hacia sí mismos, han desarrollado un lenguaje lo más específico y complejo posible, y no pocas veces se han esforzado por separar su quehacer de cualquier probable empleo que acerque (o, según algunos de ellos, “rebaje”) peligrosamente su trabajo intelectual a lo “meramente” técnico. Lo cual provoca que, fuera de sus círculos sus argumentos no se entiendan y, por ello, no interesen o se les apliquen calificativos como el de “inútiles”, “improductivos” o “prescindibles”.

Esa separación entre intelectuales y el resto de la sociedad no es nueva. Hace siglos que Occidente marcó el camino de la especialización (temática y conceptual) en el terreno de la investigación. Quizás, uno de los casos que mejor ejemplifiquen tal situación esté representado por el filósofo natural Nicolás Copérnico y el Heliocentrismo: aparte de los matemáticos y astrónomos, nadie del común era capaz de comprender sus estudios. Incluso, él mismo sostenía que la “matemática [como filosofía] se escribe para los matemáticos”. Actualmente, a pesar que se tienen otros índices de alfabetismo y de acceso a la educación en comparación a esa época, el divorcio entre los pensadores y el resto de la sociedad hasta se ha acrecentado con la aún más exagerada especialización moderna. Lamentablemente, también aquí en Chile la incomunicación se mantiene no obstante que el país enfrenta problemas que uno tendería a pensar que son de interés de los filósofos o que al menos ellos tendrían algo que decir.

Hoy pareciera que la Filosofía gira en torno a especies de desafíos semánticos que ya no buscan la verdad (lo que es tal como es) o la aplicación práctica para mejorar o dar sentido a la vida de las personas. Sería casi un axioma, para legos e incluso para quienes se dedican a la disciplina, que ella no tiene nada que ver con la sociedad. Tal vez, sin siquiera saberlo, quienes trabajan en dicho campo estarían cumpliendo la propuesta del falsificador del libro “Sobre las revoluciones” del ya citado Copérnico. Ese individuo, Andreas Osiander, autor del prefacio que sin firmar introdujo en el texto, planteaba en él que la Filosofía sólo debe limitarse al terreno de la verosimilitud, pues el conocimiento cierto es imposible de alcanzar a menos que sea revelado por Dios. En tal sentido, al ignorar o abandonar la búsqueda de la verdad en la actividad filosófica, definitivamente el camino queda abierto para cualquier cosa: todo cabe en ella mientras el argumento sea creíble o con una aceptable ilación lógica. Curiosamente, una parte considerable de la actividad filosófica actual, es una especie de meros juegos intelectuales o pasatiempos de ingeniosos. Justamente, lo que Osiander pretendía que los lectores pensaran del Heliocentrismo y de toda la Filosofía Natural de Copérnico.

Sin ir más lejos, esa postura toma forma en la última moda intelectual seguida por quienes se ubican en la “cresta de la ola” filosófica: la Posmodernidad. Esta surge como descendiente directa de la preeminencia que poco a poco fue tomando la Lingüística en las Ciencia Sociales y la Filosofía, y de un contexto en que el supuesto “triunfo” liberal habría dejado a los pensadores sin posibilidades de enfrentar a esa ideología por carecer de otros marcos (o “metarrelatos” en jerga posmoderna). De estos fundamentos, presentados aquí de manera esquemáticamente simple, se elabora una propuesta que realza la relevancia capital del aspecto formal del discurso. Ahora la realidad última, o lo único que se puede (y debe) investigar o criticar, es el campo retórico. Mas, no el contenido o a lo que se hace referencia con cualquier escrito o alocución. De esta manera, se ha dejado a la reflexión racional al nivel de lo que podría describirse como la ocupación de individuos que son una burda caricatura de los sofistas griegos: se puede explicar cualquier cosa, para luego poder explicar también lo contrario.

Como se puede suponer, ese extremismo formalista da lugar al relativismo extremo, ya que no importa la coherencia o la consecuencia ideológica o moral de una postura. Ahora, el centro de atención, la materia de análisis y polémica radican en el aspecto formal del discurso. Vista así, la Filosofía se transforma en el campo de una dialéctica hueca, porque no habría y/o no importaría el contenido. Con ello, se aleja a la disciplina de la realidad y, peor aún, de una posible reflexión sobre problemas de cada sociedad. Se termina traicionando el fundamento primario y razón de ser de la actividad: la meditación sobre la crisis y su consecuente solución.

A lo anterior, y para completar el panorama, se deben tomar en cuenta otros dos aspectos por los cuales las preguntas que llevan a la reflexión profunda o al cuestionamiento crítico sobre la realidad no tienen cabida (al margen que en ocasiones tampoco exista interés en hacerlas): i.- La postura imperante que rechaza los juicios éticos en pro de la tolerancia y de una pretensión de total autonomía individual (a pesar de que todo grupo humano tiene y requiere de normas; sin que ellas sean necesariamente tiránicas para los individuos, ni tampoco impliquen automáticamente intolerancia). ii.- La visión de una sociedad compartimentada, con todos sus ámbitos separados y sólo interdependientes por relaciones contractuales “objetivas”, en las que no serían atingentes o necesarios los juicios éticos. Luego, por ejemplo, en virtud de esas posturas los intercambios comerciales y la distribución de la riqueza son tarea de la “científica” Economía, por lo que no son cuestionables sino sólo descritos. O, abominables vejaciones, torturas y asesinatos sistemáticamente planeados y ejecutados con personal y dineros estatales, son exclusivamente una cuestión legal.

Estamos asistiendo a la fútil victoria de la inutilidad de la Filosofía y/o a la imposibilidad de que asuma un papel social activo y relevante. De manera paradójica, han sido algunos filósofos quienes propiciaron “filosóficamente” esta especie de condenación a lo que se ha llamado aquí una “insoportable levedad”. De esa postura, cobra lógica que el trabajo de no pocos de ellos esté totalmente desconectado de los problemas de sus comunidades. Lo que ya no sería por su propia soberbia o porque la sociedad misma los aislara, pues ahora tienen un fundamento para asumir esa actitud. Tomando en cuenta lo anterior, aparece como extraño (por usar un eufemismo) que muchos de quienes se dediquen a la disciplina partan de la base de la imposibilidad de desarrollarla y de la inconveniencia o tonta pretensión de alcanzar la verdad. Ellos mismos se condenan a la improductividad reflexiva y renuncian a la tarea de ser la “piedra en el zapato” de su sociedad. A su vez, abandonan el afán de transformar el mundo, o al menos tratar de influenciarlo positivamente en algún grado, y el significado profundo (hermoso más que heroico) que tiene el intento. Han preferido la existencia aislada y egoísta a llenar de sentido trascendente su actividad y, por medio de eso, sus vidas.

Ahora bien, fuera de la paradoja de ser un filosofía que pretende acabar con la Filosofía, la postura posmoderna también puede resultar ridícula al entender que una vez más los intelectuales europeos le indican a sus fieles y acríticos discípulos (o imitadores) latinoamericanos que ahora sí que su realidad es válida. Lo sería porque aquellos “descubrieron” recientemente que la realidad sociocultural era diversa, tal como anteriormente les han indicado las temáticas de trabajo y el abandono de otras donde todo estaría dicho (a pesar de que personalmente, al ignorar esas modas, he podido constatar en autores que se daban por “cerrados” que existe una gran cantidad de trabajo por hacer). Lo precedente resulta irónico para cualquier latinoamericano observador y perspicaz, ya que no hay nada más diverso que nuestro continente. Además, es patético que el “centro” le de permiso a la “periferia” para ser. Y, más aún, que los “periféricos” hayan estado esperando esa venia, o se dieran cuenta de dónde estaban parados por leer a los posmodernos. No por nada hoy aparece como un punto en contra para cualquier trabajo no citar alguno de esos autores “cardinales”, no estar “actualizado”.

Es obvio que la reflexión crítica nace de las necesidades de cada contexto o de las preguntas que surgen de él, de su crisis específica. Precisamente por eso no se pueden “trasladar” o generalizar dichos cuestionamientos, temas y metodologías de un lugar y época a otros, ignorando que fueron elaboradas por y para una situación particular. Pero, esa perogrullada sólo toma coherencia cuando se quiere estar identificado con la propia realidad y no se vive bajo el lema “¡Ver París y morir!”. Muchos intelectuales y filósofos latinoamericanos (para qué hablar de las clases medias y altas) no se preguntan por lo que son, pues temen demasiado la respuesta. Prefieren “integrarse” en cuerpo y alma a la “cultura global”, más allá que sus admirados modelos los tengan por iguales o no. Hay una urgencia irreflexiva por “entrar” a la Modernidad, sin filtrarla o acomodarla desde nuestra realidad sociocultural e histórica. Menos aún se reconoce la posibilidad de poseer una tradición propia. Tal como Domingo Sarmiento anhelaba, sólo desean ser los “Estados Unidos del Sur” o, contextuándolo, modernos y/o posmodernos en el sur.

Antes de concluir, se deben hacer algunos alcances para que no se interprete que aquí se propone para la Filosofía un papel omnímodo y omnisciente ante la sociedad. De hecho, se asume que hay muchos matices entre algo parecido al gobierno de los sabios de Platón y una sociedad como la chilena en que hasta los tuertos, por desdén o conveniencia, han elegido a un ciego por rey (la tecnocracia). La solución no se limita sólo a esas dos opciones contrapuestas. En el primer caso, el camino de una soberbia intelectual casi mesiánica, ya se pagó demasiado caro con todo lo que implicaron los quiebres del sistema democrático de fines de los sesenta y principios de los setenta. Ciertamente, una de las consecuencias que trajo ese protagonismo carente de realismo y no pocas veces agresivamente excluyente, fue la reacción que aisló a tal punto el trabajo intelectual que actualmente es casi nulo el peso que tienen la Filosofía, las Humanidades y las Ciencias Sociales (exceptuando la Economía). Por eso mismo, esos matices entre los dos extremos nombrados son los que creo deben retomar los estudiosos.

La Filosofía, como la encargada de solucionar la crisis, debe tener un puesto importante en la sociedad. La especulación crítica y metódica no puede ser reemplazada por la producción material y una pseudoreflexión a cargo de quienes no tienen la formación ni la capacidad (ni las ganas) para hacerlo. Sin embargo, es muy importante entender que ese trabajo crítico debe responder a la realidad y necesidades de la sociedad, y sobretodo a un compromiso con ella. Sólo una actitud constante y decidida en ese camino, logrará posicionar a la Filosofía en un lugar destacado en la sociedad, hacerla útil y no un complicado juego ingenioso o una actividad “insoportablemente leve”. Para lograr tales metas, es urgente abandonar el facilismo a que da lugar el supuesto “fin de la historia” y la Posmodernidad como metodología vacía e improductiva.

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