CULTURA Y ARTE EN LA SOCIEDAD DE MASAS

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Bruno Cruz Petit

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Desde que los intelectuales de los años treinta empezaron a estudiar las consecuencias artísticas de los nuevos fenómenos de masas, se ha escrito y debatido mucho sobre esta apasionante problemática  y sin embargo sigue siendo muy actual el famoso ensayo de Benjamin sobre  “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936). Más de medio siglo ha pasado y seguimos perplejos ante  las consecuencias del avance técnico, hoy encarnado por  la transmisión en un mismo soporte digital de todo tipo de contenido (artístico, informativo, de entretenimiento, etc) o sin ir más lejos, por el avance imparable de la piratería. Hablamos de la posible desaparición de los “autores” como hablaron Adorno de la desaparición de la esencia del arte o Heidegger de la banalización de la cultura y pese a ello, se sigue creando, se sigue componiendo o pintando, aunque resulte ya muy difícil explicar el arte actual con los criterios estéticos tradicionales. ¿Es posible el Arte en la sociedad de masas? ¿En qué condiciones y bajo qué formas hay arte y cultura en la era de los medios? Responder a preguntas como éstas quizás sea muy ambicioso, pero creo que vale la pena indagar en el pensamiento de algunos autores y arrojar algunos elementos de comprensión a este complejísimo pero interesante debate. 

A mi juicio, el tema que nos ocupa suscita  varios tipos de respuestas, respuestas necesariamente cargadas de connotaciones nostálgicas, provocativas, elitistas o populistas según la postura vital que cada autor  tiene en relación al arte y a la sociedad, algo tan intangible como  emocionalmente interiorizado en todos nosotros y por lo tanto abierto a todo tipo de enfrentamientos y especulaciones. Podríamos establecer una distinción entre un enfoque, básicamente nostálgico, que compara la realidad con lo que existía anteriormente y se preocupa de lo que se ha perdido y otro enfoque, más especulativo que analítico, que asume positivamente las transformaciones como cambios irreversibles dentro de un profundo cambio cultural, social y estético. 

La idea de que Arte y sociedad de masas se oponen ya estaba en la crítica aristocrática a la revolución francesa, en el miedo a la desaparición de la música y la plástica cortesana sin el apoyo de mecenazgo de la nobleza. El Estado rescató al arte que no se refugió en la bohemia y el mercado  funcionó mientras hubo un afán burgués por obtener “títulos de nobleza cultural”, tal como lo describe Bourdieu. Con el nacimiento de la masa como sujeto social novedoso, se ha desarrollado una cultura  popular que durante mucho tiempo se confundió con el consumo y que no tenía relación con la “cultura legítima”, la cual sobrevivió en una forma institucionalizada o minoritaria. El carácter uniformador de la nueva cultura, las relaciones de la  “industria cultural” dirigida las masas con los métodos alienantes de la propaganda política, todo ello fue muy bien analizado por Adorno en su etapa americana. Otro pensador alemán, Sloterdijk sostuvo que el carácter mismo de la sociedad de masas se opone a la excelencia cultural, pues la misma idea democrática que abolió los privilegios de cuna ha abolido también los privilegios naturales, “esos fenómenos escandalosos” que son el talento y el ingenio, distinciones de la Modernidad que ofenden a la masa y que son sustituidas por reconocimiento de “diferencias” dentro de una homogeneidad esencial del ser humano. Ya Nietzche había detectado la rebelión de las masas contra el desprecio milenario a la que ha sido sometida y el cambio de sentido del desprecio, es decir,  “el resentimiento” a todo lo elevado como síntoma de su liberación. Y saliendo del mundo germánico, en Francia, encontramos a  Baudrillard, el cual analiza provocativamente la irrupción de las masas en el Beabourg parisino como una negación de la cultura, vivida no como tal sino como consumo o como “fenómeno de masas”. En el fondo, argumenta, se le impone  a la masa la “cultura” como una forma de servidumbre, y ya  no se trata de un “público” que, en Bourdieu, condicionaba al objeto estético  con los mecanismos de recepción basados en la distinción. Los contenidos se adaptan a las nuevas formas de divulgación, enfatizando sus rasgos más aptos para la “comunicación”, que son inevitablemente los más superficiales y fáciles de asimilar; en su forma extrema esta tendencia confirma la frase de McLuhan, “el medio es el mensaje”, ya no importa el contenido.

Por otra parte, nunca se ha hablado tanto de cultura y de estética. El enfoque  “melancólico” ,como lo llama Baudrillard, atribuye este fenómeno a la estetización global del mundo actual; la estética está en todas partes, menos en el arte contemporáneo conceptual. En el mundo  del “design”, el objeto se  convierte en protagonista en detrimento del sujeto, por lo que desaparece la posibilidad de juicio estético. La experiencia estética, que suponía una actitud especial, una  “distancia” o desinterés ( una finalidad sin fin, en términos kantianos) no se puede equiparar a la experiencia estética en el consumo, la moda o la publicidad. La perfección técnica que se ha conseguido en la producción de los nuevos contenidos y su proliferación total hasta llegar a la saturación no dejan lugar a la “ilusión” , misterio o “aura”, que definía a la obra de arte. Estamos, según estos planteamientos, ante la desaparición del Arte con mayúsculas, reconvertido o anulado, según los casos, por la comunicación, la información o  el entretenimiento. 

Frente a esta visión nostálgica hay otro tipo de interpretaciones que también arrancan del mismo Walter Benjamín, pero que se oponen a la visión heideggeriana del “desencanto del mundo”, en  una “segunda caída del destino del hombre moderno”. Benjamín, heredero de las poéticas dadaístas, habló del efecto de “shock” producido por el cine, similar al experimentado por un peatón en una metrópolis motorizada del siglo XX. Vattimo rescata esa descripción de “desarraigo” o “extrañamiento” como inherente al arte moderno, con lo que se supera la definición metafísica tradicional de arte como lugar de conciliación, de armonía, de correspondencia entre exterior e interior. En el mundo del fin de los “grandes relatos”, de la complejidad y la pluralidad, el arte refleja necesariamente la estructura precaria de la existencia, permanente expuesta a una sobredosis de novedades, efectos perversos de los media y solapamientos entre cultura e información. Este nuevo escenario nos permite disfrutar “la experiencia de la ambigüedad” en el arte, algo que, por otra parte,  siempre existió y que tiene una positiva dimensión liberadora.

Esta experiencia, a mi juicio,  abre la puerta a una participación creativa por parte del público. Siguiendo un poco la idea del nuevo arte como “ironía” de los objetos frente a los sujetos, en el que “si todo objeto puede ser una obra todo individuo puede ser artista”, creo que la aportación más interesante de la cultura “tardoindustrial” es precisamente la idea de “interacción”, aunque ello comporte el riesgo de banalización de los nuevos “productos interactivos”, sean instalaciones en los museos o “realities shows” en la televisión. Si la sociedad de masas es la consecuencia inevitable de los procesos modernos de democratización y tecnificación, hay que aceptar como lógico que la masa quiera sentirse protagonista cultural en una época en la que existen los medios técnicos para que esto suceda. Con los nuevos soportes digitales ( cámaras portátiles, teclados midi, programas de composición, etc) el acceso a la creación es más fácil que nunca; quizás estemos ante el peligro de tener un mundo lleno de “artistas” pero sin público. Según Vattimo a la excitabilidad y hipersensibilidad del hombre urbano posmoderno le corresponde un arte “que ya no está centrado en la obra sino en la experiencia”. El fenómeno del pirateo, que no es otro que la “reproductibilidad” de Benjamin llevada su culminación, nos conduce precisamente a la desacralización total de la obra de arte, cuyo “valor de cambio”  prácticamente no existe pero sí su “valor de uso”, es decir, la experiencia de la obra. Frente a la caída del mercado de discos hay un auge de los conciertos en directos, cuyo coste en ya muy superior a los del Cd o videos. La experiencia efímera pero “real” ya es más valorada que la obra-objeto de consumo perdurable.

Creo que estos fenómenos son indicadores de un incipiente regreso a la condición cotidiana del arte que se perdió en algún momento de la Modernidad. La crisis de la noción de obra no equivale a una muerte del arte, sino a una transformación de sus formas, hacia la experiencia, sea en forma de consumo, escolar, autodidacta o aprendida. Estamos ante una primera fase de este proceso, y por ello los resultados, comparados con la Cultura de los grandes genios de la Historia, se nos aparecen como mediocres. Es de esperar que la desinhibición popular y la  vulgarización de los contenidos  vaya siendo compensada por un mayo sentido crítico por parte de las masas, las cuales van a incorporar progresivamente capacidades  que hoy pertenecen a la élite propietaria del “capital cultural”. En definitiva, no hay destinos fatales ante la técnica o la masificación  sino un campo infinito de posibilidades que abren nuevos caminos estéticos y culturales si las sabemos aprovechar, concibiendo la realidad no con nostalgia sino como reto.

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