EL PAPEL DE LA COMUNICACIÓN EN LA CONSTRUCCIÓN DE IDENTIDADES

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Academia de Comunicación y Cultura
Universidad de la Ciudad de México
Texto publicado en la
Revista Comunicologí@: indicios y conjeturas,
Publicación Electrónica del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, Primera Época, Número 1, Primavera 2004. 

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Este artículo plantea la necesidad de pensar la comunicación más allá de los medios masivos de difusión. En concreto, propone un debate acerca del papel de la comunicación –en su vertiente de interpersonal- en la construcción de las identidades de los sujetos sociales. Luego de situar el debate teórico de la comunicación como base para la interacción social, haciendo hincapié en las aportaciones de algunas escuelas y corrientes que se han aproximado al concepto, el texto propone una aproximación al término de identidad, considerada como resultado de la interacción con el otro. La reflexividad metodológica viene dada por la presentación de una experiencia de trabajo de campo efectuado a partir de historias de vida de inmigrantes en Barcelona.

“La construcción de mundos implica
 la transformación de los mundos
 y las versiones del mundo ya hechas”
Jerome BRUNER


Descubrimos nuestra identidad
tan pronto como tenemos
verdadera experiencia de la alteridad”
Norbert BILBENY

 

I. ABRIENDO...

El debate sobre la identidad parece estar de moda. Se apunta que el fenómeno de la globalización trae consigo un auge y resurgimiento de los procesos de localización, de reafirmación de las diferencias y las especificidades de los pueblos y los individuos. Quizás sea una estrategia que todos y todas hemos incorporado de forma inconsciente; pero sí es cierto que hoy, más que nunca, los individuos nos esforzamos en presentarnos como personas con una identidad, según nosotros, bien definida.

De la identidad se ha hablado mucho: se la ha equiparado con la cultura, ha sido nombrada como mismidad, retomada para hacer hincapié en la idiosincrasia de los grupos minoritarios, y comprendida como aglutinadora de semejantes que actúan en pro de un objetivo o misión común.  A pesar de las múltiples definiciones que varios campos disciplinares (la sociología y la antropología, sobre todo) han brindado acerca de la identidad, poco sabemos de ella como algo susceptible de ser objetivado. O lo que es lo mismo, son pocas las teorías que abordan la identidad desde su aspecto más empíricamente observable, y en la mayoría de los casos tenemos sólo acercamientos teóricos que, a pesar de ser ricos, se nos hacen repetitivos y poco enriquecedores para el campo del pensamiento social. Y, sobre todo, para el campo de la investigación social, entendida ésta como proceso creativo, reflexivo y con afán de transformación de lo social.

Por otra parte, hablar de comunicación supone acercarse al mundo de las relaciones humanas, de los vínculos establecidos y por establecer, de los diálogos hechos conflicto y de los monólogos que algún día devendrán diálogo. La comunicación es la base de toda interacción social, y como tal, es el principio básico, la esencia, de la sociedad. Sin comunicación, diría Niklas Luhmann, no puede hablarse de sistema social.

Y más aún, la cultura debe su existencia a la comunicación. Es en la interacción comunicativa entre las personas donde, preferentemente, se manifiesta la cultura como principio organizador de la experiencia humana.

 

II. LA COMUNICACIÓN COMO INTERACCIÓN: UN DEBATE MÁS ALLÁ DE LOS MEDIOS

Es sabido que la comunicación puede entenderse como la interacción por la que gran parte de los seres vivos acoplan o adaptan sus conductas al mundo que los rodea, mediante la transmisión de mensajes, signos convenidos por el aprendizaje de códigos comunes. También se ha concebido a la comunicación como el propio sistema de transmisión de mensajes o informaciones, entre personas físicas o sociales, o de una de éstas a una población, a través de medios personalizados o de difusión masiva, mediante un código de signos también convenido o fijado de forma arbitraria, convencional. Y más aún, el concepto de comunicación también comprende al sector económico que aglutina las industrias de la información y la publicidad. Estas tres acepciones ponen en evidencia que nos encontramos, sin duda alguna, ante un término polisémico.

El debate académico en torno a la comunicación ha sido dominado por una perspectiva que reduce el fenómeno comunicativo a la transmisión de mensajes a través de los llamados medios de comunicación de masas. Sin ánimos de considerar vacío e innecesario dicho debate, partimos de que la comunicación va más allá de esta relación mediada. En concreto, partimos de la consideración de que son cuatro las dimensiones que abarca el fenómeno de la comunicación: la difusión, la interacción, la estructuración y la expresión (1).

En poco más de cincuenta años, la "teoría de la comunicación" se ha ido construyendo desde diferentes perspectivas. Desde el enfoque de una teoría física (Shannon y Weaver), hasta los enfoques críticos de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Marcuse), pasando por una concepción social con base en la lengua (Saussure) o con base en la antropología cognitiva (Lévi-Strauss), una teoría psicológica con base en la percepción (Moles) o en la interacción (Bateson, Watzlawick, Goffman), y todos aquellos estudios que se centran en los efectos sociales y psicológicos de los medios de comunicación de masas (Lasswell, Lazarsfeld, Berelson, Hovland). Este panorama ha hecho que el objeto “comunicación” sea considerado, junto con otros conceptos de las ciencias sociales como son la cultura y la identidad, un término polisémico donde los haya. Una polisemia que, pese a contribuir a la riqueza conceptual, ha creado ciertos malentendidos a la hora de ser delimitado teóricamente.

El abordaje de la comunicación debe tomar en cuenta esta diversidad de perspectivas y acercamientos. La comunicología debe ser capaz, así pues, de integrar las distintas miradas que se han hecho hacia este objeto multidimensional que denominamos comunicación. En líneas generales, y siguiendo el esquema elaborado por Jesús Galindo (2003), hay dos núcleos básicos de la vida comunicológica posible: la comunicación de masas y los estudios culturales. En palabras del autor, la primera está “anclada en un programa que puede cerrarse en lo mediático, los segundos en un movimiento que puede considerarse abierto a todo lo que significa, lo culturológico y sus mediaciones” (Galindo, 2003: 4). El autor añade un tercer núcleo, el que aglutina todo lo referente a las terapias, o lo que es lo mismo, la comunicación vista desde una perspectiva sistémica: “Han sido los trabajos sobre terapia los que han ensayado cierta profundidad en las relaciones interpersonales cara a cara, desde la perspectiva de la interacción, en un fondo que puede nombrarse como de comunicación interpersonal” (Galindo, 2003: 4). Esta última contrasta con la comunicación mediada, o dada a través de medios de difusión masiva. Pese a la distinción, y como bien apunta Miquel Rodrigo (2000: 24), “ni la comunicación mediada puede obviar a la comunicación interpersonal (...) ni la comunicación interpersonal puede estudiarse sin contar con el contexto cultural y massmediático”.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la comunicología es la ciencia interdisciplinaria que estudia la comunicación en sus diferentes medios, técnicas y sistemas. La perspectiva sistémica que nos interesa, sin embargo, apunta una definición sustancialmente distinta, y entiende a la comunicología como el “estudio de la organización y composición de la complejidad social en particular y la complejidad cosmológica  en general,  desde la perspectiva constructiva-analítica de los sistemas de información y comunicación que las configuran” (Galindo, 2003: 12).

Esta perspectiva de corte sistémico encuentra su fundamento en la comprensión de la comunicación como telón de fondo de toda actividad humana. Dicha actividad se constituye en social, y como tal, persigue o implica objetivos sociales. Como reguladora de las relaciones humanas, la comunicación debe entenderse, por lo tanto, como base de toda interacción social. Y es más, plantear la comunicación desde el punto de vista sistémico implica considerarla como un conjunto de elementos en interacción donde toda modificación de uno de ellos altera o afecta las relaciones entre otros elementos (2).

 

II.1. De la interacción social a la interacción comunicativa

El concepto de interacción social parece ser el que mejor define la naturaleza de las relaciones sociales. La comunicación es fundamental en toda relación social, es el mecanismo que regula y, al fin y al cabo, hace posible la interacción entre las personas. Y con ella, la existencia de las redes de relaciones sociales que conforman lo que denominamos sociedad. Así entonces, los seres humanos establecen relaciones con los demás por medio de interacciones que pueden calificarse como procesos sociales. Y como ya quedó claro, toda interacción se fundamenta en una relación de comunicación.

Los elementos simbólicos, “susceptibles de ser dotados de un significado subjetivo por parte de las personas implicadas en la acción” (Gómez Pellón, 1997: 110), son los que nos permiten hablar de la interacción social. Y dado que toda interacción social se fundamenta en la comunicación, es pertinente hablar de interacción comunicativa.
Ésta puede entenderse como el proceso de organización discursiva entre sujetos que, mediante el lenguaje, actúan afectándose de forma recíproca.  La interacción comunicativa es, así entonces, la trama discursiva que permite la socialización del sujeto por medio de sus actos dinámicos, en tanto que imbrican sentidos en su experiencia de ser sujetos del lenguaje. Interactuar es participar en redes de acción comunicativa, en redes discursivas que hacen posible, o vehiculan, la aprehensión, comprensión e incorporación del mundo. La interacción, por tanto, nos permite comprender el entorno físico y dotar de sentido y significado a nuestra experiencia en el mundo.

 

III. ACERCA DE LA IDENTIDAD

En los fundamentos de la teoría sobre la identidad social se encuentra el concepto de “categorización social” planteado por Henri Tajfel (1982). El autor define esta noción como la división del mundo en categorías distintas, concepción que nos acerca a otro concepto, la identificación social, esto es, el proceso mediante el cual un individuo utiliza un sistema de categorizaciones sociales para definirse a sí mismo y a los otros. Según esta perspectiva, la identidad social sería la suma de identificaciones sociales, o lo que es lo mismo, el proceso dialéctico mediante el cual se incluye sistemáticamente a una persona en algunas categorías y al mismo tiempo se la excluye de otras. La acepción anterior nos parece reduccionista (3) por dos razones: en primer lugar, tiende a una cosificación de la persona, en tanto considera  que  el  individuo  puede  ser  clasificado,  etiquetado;  la  otra  razón tiene que ver con la falta de dinamismo que se otorga a la identidad, en el sentido de que en ningún momento se hace referencia a las interacciones, los diálogos y las negociaciones de los que emergen las identidades.

Paul Ricoeur (1996) ha vuelto a replantear las cuestiones clásicas sobre la identidad y la diferencia, a propósito del análisis de la diferente mismidad expresada en los términos latinos de idem e ipse. Mientras que el ipse –sí mismo, self- es un designarse que contiene un “se” reflexivo, el idem –idéntico, sameness- se acerca a los conceptos de unicidad y singularidad. La mismidad, desde el idem, significa lo idéntico, lo que permanece en el tiempo, lo que se opone a lo cambiante; en este sentido, el idem supone que la identificación es una forma de inmovilización, casi cósica, lo cual nos acerca a la concepción de Tajfel apuntada en el párrafo anterior. La afirmación de la identidad, así entonces, tiene un carácter de ‘de-finición’, de concretud de límites, de membrana yóica, de sustrato inamovible, de carácter e impronta, y hasta de estructura. Por el contrario, desde el ipse se propondría una identidad a través del cambio, una identidad que no está reñida con la temporalidad biográfica y narrativa, con la historia. No se es “lo mismo”, pero se es “el mismo”, a través del decurso del tiempo, por lo que se puede decir que la afirmación de la ipseidad supone excentricidad, apertura, flexibilidad, cambio adaptativo y diálogo.

Al igual que podemos hablar de diferentes mismidades, según se vean desde el ipse o desde el idem, también podemos considerar alteridades u otredades distintas. Mientras que el idem entiende a la alteridad como el otro, numérica y cualitativamente distinto a uno, para el ipse la alteridad va mucho más allá, y es el otro en comunión conmigo, del cual dependo para aprehenderme como persona (4).

Nos situamos en la óptica de las aproximaciones que ponen el énfasis en el carácter relacional, dinámico y construido de las identidades. Para Ángel Aguirre (1997: 47), las identidades implican “a la vez el conocimiento de pertenencia a uno o varios grupos sociales, la valoración de esa pertenencia y el significado emocional de la misma. Desde esta construcción de la identidad social, el individuo se afiliará a los grupos que afirmen los aspectos positivos de su identidad (individual y social) y abandonará la pertenencia a los grupos que pongan en conflicto su identidad”. En este sentido, son importantes tanto las autopercepciones como las heteropercepciones de la identidad.  Ambas se instalan en un juego de relaciones múltiples que permite a los seres humanos definirse frente a otros. 

Como vemos, la identidad no es sólo un sistema de identificaciones impuesto desde fuera, a modo de etiquetas categorizadoras. Más bien se trata de algo objetivo y subjetivo a la vez. Esto es, a  pesar de tener una dimensión objetivada, la identidad depende de la percepción subjetiva que tienen las personas de sí mismas. Así entonces, la identidad es la “representación -intersubjetivamente reconocida y “sancionada”- que tienen las personas de sus círculos de pertenencia, de sus atributos personales y de su biografía irrepetible e incanjeable" (Giménez, 2000: 59). En este sentido, la identidad es el valor en torno al que los seres humanos organizan su relación con el entorno (5) y con los demás sujetos, con quienes interactúan. Y como tal, no es una esencia con la que uno nace y con la que inevitablemente va a morir.

Como construcción simbólica, la identidad es relacional, dinámica, móvil. Es un conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valores, símbolos) a través de los cuales los actores sociales demarcan sus fronteras y se distinguen de los demás, de los otros (6). Así, un individuo sólo es lo que es a partir de su relación con lo otro. Michel Maffesoli (2002) ve en ello una posibilidad: la apertura de los sujetos sociales al mundo; o lo que es lo mismo, la tendencia al abandono de las identidades fijas y la existencia de un número cada vez mayor de identificaciones que un individuo puede asumir.

Si la identidad es una construcción simbólica que opera como forma de categorización de lo social y su función en el mundo social es, por tanto, la de facilitar nuestro “empeño permanente por ubicarnos en el mundo, por entender lo que somos mirándonos en el espejo del Otro” (Barrera, 2000: 16), no podemos comprenderla sin referirnos a la alteridad, la definición del otro. Alteridad e identidad son inconcebibles la una sin la otra. De igual forma que la identidad es multidimensional, no podemos hablar sólo de un tipo de alteridad, de un nosotros frente a un ellos. En palabras de Mary Nash (2001: 27), “la percepción binaria de la alteridad oculta, sin duda, la complejidad de las relaciones de poder y complejo entramado de relaciones de género, raza y clase que juega en el complejo reconocimiento de sujetos históricos”.

Como se ha apuntado anteriormente, la relación de interdependencia entre la identidad y la alteridad hace emerger el aspecto de las autoidentificaciones y las heteroidentificaciones. La construcción de la identidad no depende sólo de la percepción intersubjetiva de los actores  sobre  sí mismos,  sino que  la  definición  identitaria  contendrá,  además, aspectos y rasgos reconocidos –a veces impuestos- por los otros actores. Al respecto, Luis Villoro afirma que “la mirada ajena nos otorga una personalidad (en el sentido etimológico de ‘máscara’) y nos envía una imagen de nosotros. El individuo se ve entonces a sí mismo como los otros lo miran” (Villoro, 1998: 65).

 

IV. COMUNICACIÓN Y CONSTRUCCIÓN DE IDENTIDADES

Partimos de una definición general que entiende la comunicación como proceso básico para la construcción de la vida en sociedad, como mecanismo activador del diálogo y la convivencia entre sujetos sociales. Pero, ¿qué papel juega la comunicación en este juego constante de negociaciones, definiciones y redefiniciones identitarias?

Un enfoque interesante para el estudio de la identidad desde una perspectiva comunicológica lo proporciona la Psicología Social, disciplina que ha abordado la comunicación como proceso mediante el que el ser humano tiene conciencia de sí mismo. Desde esta disciplina se han desarrollado los orígenes sociales del sí mismo, cuya idea principal se puede sintetizar como sigue: la conciencia de uno mismo se construye de forma dinámica a través de las interacciones que los sujetos establecen entre sí.

Suscribimos a Miquel Rodrigo (2000: 96) cuando dice que “las relaciones sociales y comunicativas son un espacio de negociación en el que los grupos dominantes y emergentes entran en conflicto; pensar lo contrario es una ilusión”. Sin embargo, antes de adentrarnos en el debate acerca del diálogo y el choque entre culturas y grupos sociales con capitales distintos, es necesario apuntar algunas de las principales aportaciones que nos vienen dadas por las escuelas"del Interaccionismo Simbólico, al ser ésta la corriente que mayormente ha nutrido la reflexión en torno a la identidad desde un punto de vista interaccional-comunicativo.

 

IV.1. Los aportes del Interaccionismo Simbólico (7)

Que nos podamos percibir como un “yo” (o como “nosotros”) depende de nuestra capacidad para ver a los demás como “otros”. La cultura y el aprendizaje humanos se realizan mediante la comunicación, o interacción simbólica, por la que se adquiere el propio sentido del ser, carácter e identidad. Para Ch. Horton Cooley (1964), el yo reflejado, o "yo espejo", es la constitución de un yo a partir de la interacción con los demás. Para otro de los autores más representativos de la corriente del Interaccionismo Simbólico, G. Herbert Mead (1959), esta constitución hace del yo un ser objetivo y subjetivo, de forma que este último es capaz de considerar al objetivo (mi o me) abriendo paso a la conciencia. Para Mead, vamos adquiriendo nuestro sentido del yo de un modo simétrico a nuestro sentido de la existencia del otro. Así, cada uno de nosotros llega a ser consciente de una especie de otro generalizado, a saber, la sociedad en general. Cada situación de interacción se define de acuerdo con el bagaje simbólico que poseemos y que proyectamos in situ, definiendo la situación. La interacción simbólica resulta ser un medio por el cual se realiza la socialización humana que acompaña toda la vida del ser social. En definitiva, los procesos individuales y sociales son como repertorios articulables de interacciones sociales cargadas paulatinamente de más significados, según se amplían y diversifican las experiencias. Así, el sentido del yo y el sentido del otro generalizado, a través de este tipo de interacciones simbólicas, se van manteniendo y reforzando, permitiendo a los seres humanos reconocerse como tales y dotar de sentido a sus experiencias.

Dentro de las teorías sociales, y la teoría de la comunicación es una de ellas, podemos hablar de la existencia de tres perspectivas básicas: la positivista, la hermenéutica y la sistémica. En esta última, también llamada situacionista, se promueve una metodología sistémica más compleja que las propuestas en los enfoques anteriores, lo cual implica un distanciamiento de la dicotomía entre cuantitativo y cualitativo.

Tres son los postulados básicos del Interaccionismo Simbólico: 1) Los humanos actúan respecto de las cosas sobre la base de las significaciones que éstas tienen para ellos; 2) La significación de estas cosas deriva, o surge, de la interacción social que un individuo tiene con los demás actores; y 3) Estas significaciones se utilizan como un proceso de interpretación efectuado por la persona en su relación con las cosas que encuentra, y se modifican a través de dicho proceso. Los tres postulados convergen en el énfasis dado a la naturaleza simbólica de la vida social. El análisis de la interacción entre el actor y el mundo parte de una concepción del actor y del mundo como procesos dinámicos y no como estructuras estáticas y escleróticas. Así entonces, se asigna una importancia enorme a la capacidad del actor para interpretar el mundo social. 

Uno de los conceptos de mayor importancia dentro de la corriente del Interaccionismo Simbólico fue el de self, propuesto por Goerge Herbert Mead (1959). En términos generales, el self (“sí mismo”) se refiere a la capacidad de considerarse a uno mismo como objeto. Así, tiene la peculiar capacidad de ser tanto sujeto como objeto, y presupone un proceso social: la comunicación entre los seres humanos. El mecanismo general para el desarrollo del self es la reflexión, o la capacidad de ponernos inconscientemente en el lugar de otros y de actuar como lo harían ellos. Para Mead, "sólo asumiendo el papel de otros somos capaces de volver a nosotros mismos" (Mead, 1959: 184-185), lo cual nos lleva a remarcar, una vez más, la total interdependencia entre la identidad –o mismidad- y la alteridad –u otredad-.   

Concluimos este apartado haciendo una breve referencia a la propuesta de Erving Goffman, uno de los máximos representantes del Interaccionismo Simbólico, y del que retomamos, sobre todo, su enfoque dramático de la vida cotidiana. En términos generales, el enfoque dramático puede sintetizarse como sigue: 1) Permite comprender tanto el nivel macro (institucional) como el nivel micro (percepciones, impresiones y actuaciones de los individuos) y, por lo tanto, el de las interacciones generadas y generadoras de la vida social; 2) El poder interpretativo de este modelo tiene como límites a los mundos culturales análogos al de las sociedades anglosajonas, por lo que deberá ser alimentado con estudios de casos que permitan el ajuste de las categorías de análisis a los contextos correspondientes.

Uno de los elementos más decisivos de la obra de Goffman (1979) fue la conceptualización del “ritual”. Su enfoque nos acerca a una forma de comprender el ritual que lo aleja de lo extraordinario y lo ubica como parte constitutiva de la vida diaria del ser humano. Para el autor, la urdimbre de la vida cotidiana está conformada por ritualizaciones que ordenan nuestros actos, por lo que podemos ver a los rituales como manifestaciones de la cultura encarnada, incorporada, interiorizada. O lo que es lo mismo, podemos ver los rituales como puestas en escena –prácticas- de lo que Pierre Bourdieu denomina habitus (8) , esto es, la cultura incorporada, interiorizada por los sujetos sociales.  Las personas actúan tras una “máscara expresiva”, una “cara social”, dice Goffman, que le ha sido prestada y atribuida por la sociedad, y que le será retirada si no se comporta del modo que resulte digno de ella (9).

Rescatamos dos ideas básicas del concepto de ritual de Erving Goffman. La primera es que nos permite relacionar los rituales con procesos de comunicación, puesto que los primeros son actos humanos expresivos que requieren de la comunicación para existir. La segunda idea hace referencia a la relación entre los rituales y la comunicación específicamente no verbal, objetivada en los movimientos del cuerpo, en tanto que los rituales actúan sobre el cuerpo generando obligatoriedad y asimilación de posturas según el contexto cultural en el que el individuo se halle inmerso.

Una vez establecidos los principios básicos de la comunicación, así como los principales aportes de la corriente del Interaccionismo Simbólico al papel de ésta en la definición y redefinición de identidades sociales, parece claro que las construcciones identitarias son resultado de las interacciones entre los sujetos, y la interacción es, en sí misma, comunicación.  La comunicación, así entonces, no queda reducida al aspecto lingüístico, sino que se entiende como base constructiva de las relaciones sociales generadoras de identidades. Y es más, la comunicación, como interacción simbólica, resulta ser el medio a través del cual tiene lugar la socialización humana que acompaña toda la vida del ser social. Es el medio que contribuye a mantener y reforzar el sentido del yo y del otro.

 

V. UNA EXPERIENCIA DE CAMPO... PARA CERRAR Y VOLVER A ABRIR

Una de las citas que abre este artículo apunta a que el descubrimiento de nuestra identidad requiere, antes que nada, de que hayamos experimentado verdaderamente la alteridad, el vínculo con el otro, con ese otro distinto, diferente a mí, pero del que dependo para entenderme y reconocerme como sujeto. Sirva esta reflexión para abordar una breve experiencia de campo que dará pie al cierre de este texto.

¿Qué sucede cuando todo lo dicho teóricamente se intenta objetivar a partir de trabajo de campo? ¿Cómo se puede observar y vivir el papel de la comunicación en la construcción y reconstrucción de las identidades de los sujetos sociales? Una experiencia de campo desarrollada con inmigrantes en un barrio de Barcelona (España) puede servir para ilustrar una objetivación posible de la construcción teórica abordada en el presente artículo.

Desde la antropología y la sociología se afirma que los cambios identitarios que se producen por los movimientos migratorios pueden explicarse a partir de la descolección y la desterritorialización, dos procesos que ponen en duda que la identidad se constituya a partir de la ocupación de un territorio delimitado y la colección de objetos, prácticas y rituales. También se apunta de forma insistente que la construcción de identidades tiene su fundamento en sistemas de categorías clasificatorias de los sujetos sociales, establecedoras de un nosotros  frente a un ellos, o de un yo frente a otro. Sin embargo, y pese al interés que pueden despertar ambos conjuntos de ideas, hay poco material que aborde el juego de relaciones identitarias que salen a la luz en el momento de vínculo entre investigador y sujetos investigados, en este caso, inmigrantes africanos, latinoamericanos y asiáticos que viven en el barrio barcelonés de El Raval. Y yendo más allá, son pocas las aportaciones a este tema desde una óptica comunicológica.

Si bien las relaciones entre inmigración y comunicación constituyen un campo de estudio que se ha desarrollado ampliamente en los últimos tiempos, se detecta una debilidad importante: la casi exclusiva atención a la construcción mediática de la inmigración. Son muy pocas las investigaciones que, realizadas desde una óptica comunicológica, abordan el fenómeno de la inmigración sin centrarse en el papel de los medios en la construcción social de tal fenómeno. En este sentido, se advierte la  necesidad  de  que la  comunicología  aporte espacios  conceptuales  y estrategias metodológicas para la investigación de la inmigración desde el punto de vista de la comunicación interpersonal, cuyos principios básicos se recogen en las aportaciones del Interaccionismo Simbólico a la construcción de la idea del sí mismo.

El triángulo conceptual que relaciona la inmigración con la identidad y con el espacio urbano ofrece rutas teóricas y metodológicas posibles. El estudio de las prácticas culturales y comunicativas de los inmigrantes; sus interacciones cotidianas con otros inmigrantes, con ciudadanos “autóctonos” y con espacios e instituciones; sus formas de presentación ante sus otros, así como las conversaciones cotidianas –entendidas como encuentros sociales- de las que participan, son temáticas posibles que sitúan el debate en torno a la comunicación y la inmigración en un tópico distinto al ya tan abordado de la construcción mediática del inmigrante. Y aún más, el hecho de no reducir la relación entre inmigración y comunicación a los medios de difusión, puede contribuir al enriquecimiento de la comunicación intercultural interpersonal (10). El abordaje de la inmigración desde una única perspectiva que pone el acento en el tratamiento mediático supone distanciamiento entre sujeto y objeto, ya que su mirada se enfoca hacia la comunicación mediada. El lograr una comunicación intercultural pasa por el hecho que, desde la investigación, consideremos la necesidad de establecer diálogo con ese otro que, de forma demasiado frecuente, vemos como un ser extraño y lejano. Si se da el encuentro, al menos estaremos en disposición de decir que el diálogo, fluya o no, se ha intentado.

En el primer momento de acercamiento al campo se produjo un movimiento de la cercanía a la distancia: lo que antes parecía natural, normal, se aparecía ahora como distinto, extraño, diferente. Y a la inversa, lo que antes era visto como exótico, alejado de uno, ahora devenía un otro más cercano, más parecido, más como uno mismo. La reacción primera fue de desconocimiento, de incertidumbre acerca de lo que estaba sucediendo. Incluso de miedo.

Hasta el momento, el camino recorrido me indica que el trabajo de campo ha significado una experiencia intersubjetiva, un encuentro conmigo misma, con un “yo” diferente. La percepción del cambio personal, el sentirme distinta a hace unos años, el saberme otra, es un punto importante para determinar que la construcción del yo y del ellos es un juego de diferenciaciones y distinciones.

La corriente de la comunicación intercultural afirma, desde el plano de la teoría, que lograr una mirada intercultural nos exige un camino de ida y vuelta: desde el conocimiento de lo ajeno pasamos a repensarnos a nosotros mismos.  Algo que podría quedarse en mera especulación, o en juicio de valor políticamente correcto, se ha aparecido de forma evidente a lo largo de la experiencia en el campo. El objeto de la investigación, obviamente, ha fomentado la interacción entre investigador e investigado, y más aún, ha cooperado en el encuentro entre mundos y cosmovisiones distintos.

A pesar de que el investigador es reflexivo durante el trabajo de campo, la reconstrucción posterior saca a la luz sentidos y significados que en el durante pasaron desapercibidos o, simplemente, fueron considerados secundarios o poco importantes. En la experiencia de campo que se está tomando como ejemplo, se dio una reflexividad particular: el hecho de estar viviendo en un país distinto al de origen me hizo, de algún modo, ser parte del grupo heterogéneo que se homogeneiza bajo la etiqueta de “inmigrantes”. En un principio la inclusión en el nosotros de algunos de los informantes se dio de forma espontánea; sin apenas darme cuenta, me presentaba como investigadora, apuntaba los objetivos de la investigación y señalaba que en estos momentos me encontraba viviendo lejos de Barcelona, en México. La sorpresa fue alimentándose cuando me fui percatando de que mi presentación como “persona que vive fuera de su país de origen” me acercaba casi automáticamente a mis interlocutores, me convertía en alguien más confiable, en alguien con quien compartir experiencias, en alguien que podía comprender más y mejor. La sensación fue rica, de encuentro con otros  que pasaban a ser parte de mi nosotros  por unos momentos.

¿Qué está significando para mí vivir en México? ¿Me siento inmigrante en este ahora mi país? ¿Cómo soy vista a ojos de los mexicanos? ¿En qué aspectos concretos ha cambiado mi vida desde que llegué? Estas preguntas, aparentemente alejadas de mi objeto de estudio, fueron alimentando mi cuaderno de  notas, fueron clave para mi experiencia intersubjetiva de trabajo de campo, me dieron luces que de otro modo quizás no hubiera podido percibir. Los diálogos con los informantes se convirtieron, además, en diálogos conmigo misma. La apertura hacia el exterior, la búsqueda de significados en los relatos de mis interlocutores, es ahora búsqueda de significaciones en mi propio relato, en mi propia biografía.

He tenido que mirar a otros para verme a mí. He tenido que escuchar para oírme. He tenido que abrirme y conocer la diferencia para apreciar mis cambios. Al fin y al cabo, me he tenido que comunicar con los otros para continuar con la ardua tarea de ir conociendo quién soy... Me comunico, luego existo.

 

REFERENCIAS DOCUMENTALES

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Villoro, Luis (1998)    “Estado plural, pluralidad de culturas”, Paidós-UNAM, México.


NOTAS

(1) Esta clasificación procede de las reflexiones de Jesús Galindo Cáceres. Para ampliar información al respecto, ver la página del autor: http://www.geocities.com/arewara/arewara

(2) En palabras de Marc y Picard (1992: 39), “la comunicación puede ser definida como un sistema abierto de interacciones; esto significa que aquello que sucede entre los interactuantes no se desenvuelve nunca en un encuentro a solas cerrado, en un ‘vacío social’, sino que se inscribe siempre en un contexto”.

(3) Lévi Strauss ya acusó a los diferencialistas como Tafjel de caer en la fiebre de la identificación, una suerte de etiquetaje cultural: “La identidad es una especie de fondo virtual al cual nos es indispensable referirnos para explicar cierto número de cosas, pero sin que jamás tenga una existencia real (…) ‘queréis estudiar sociedades enteramente diferentes, pero, para estudiarlas, las reducís a la identidad’ (Lévi Strauss, 1981: 369).

(4) Ricoeur (1996: XIV) afirma que “mientras se permanece en el círculo de la identidad-mismidad, la alteridad de cualquier otro distinto de sí, no ofrece nada original: otro figura (…) al lado de contrario, distinto, diverso, etc. Otra cosa sucede si se empareja la alteridad con la ipseidad. Una alteridad tal que pueda ser constitutiva de la ipseidad misma. Sí mismo como otro, sugiere, en principio, que la ipseidad de sí mismo implica la alteridad en un grado tan íntimo que no se puede pensar una sin la otra”.

(5) Esta consideración acerca la identidad a la cultura, entendida ésta como “principio organizador de la experiencia mediante el cual ordenamos y estructuramos nuestro presente, a partir del lugar que ocupamos en las redes de relaciones sociales” (González, 1987: 8).

(6) Esta definición se sustenta en tres rasgos específicos de la identidad. El primero se refiere a que la identidad requiere de la reelaboración subjetiva de los elementos culturales existentes; el segundo a que se construye en una situación relacional entre actores sociales; y el tercero, a que la identidad es siempre el resultado de la negociación entre la autoafirmación y la asignación identitaria propuesta –a veces impuesta- por actores externos (Giménez, 2000).

(7) Fue Herbert Blumer quien, en 1938, otorgó el nombre de Interaccionismo Simbólico a esta corriente. Las escuelas que la integran ser marcaron como finalidad el estudio de los procesos de interacción social en el entendido de que éstos tienen por sustancia el intercambio comunicacional. En lo fundamental, el Interaccionismo Simbólico postula que las definiciones de las relaciones sociales son establecidas interactivamente por sus participantes.

(8) “El habitus se define como un sistema de disposiciones durables y transferibles –estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes- que integran todas las experiencias pasadas y funciona en cada momento como matriz estructurante de las percepciones, las apreciaciones y las acciones de los agentes de cara a una coyuntura o acontecimiento y que él contribuye a predecir” (Bourdieu, 1972: 178). Así pues, el habitus, como cultura incorporada, es el conjunto de esquemas prácticos de percepción, apreciación y evaluación, a partir del cual los sujetos producen sus prácticas, su cultura en movimiento.

(9) Por acción dramatúrgica se entiende la interacción entre un agente o actor que hace presentación de sí mismo, y un grupo social que se constituye en público. El actor suscita en su público una determinada imagen, una determinada impresión de sí, revelando su subjetividad de forma más o menos calculada con miras a esa imagen que quiere dar. La acción dramatúrgica está dirigida a un público que desconoce las intenciones estratégicas y cree estar en una acción orientada al entendimiento.

(10) Miquel Rodrigo destaca que la comunicación intercultural es una comunicación difícil porque los participantes no poseen los mismos referentes culturales, no comparten sus cosmovisiones. El autor se pregunta por los elementos necesarios para conseguir una comunicación intercultural eficaz, y concluye que “un factor básico es un sistema de comunicación común” (Rodrigo, 2002: 8), y añade una lengua común, el conocimiento de la cultura ajena, el (re)conocimiento de la cultura propia, la eliminación de los prejuicios, la capacidad de empatía y el saber metacomunicarse (Rodrigo, 2000: 72). Para Rodrigo (2002: 8), “el diálogo es un requisito necesario para la comprensión entre las personas. Este diálogo será más fluido si no sólo tenemos una lengua en común sino que, además, conocemos algunas características de la cultura de nuestro interlocutor. El conocimiento de la cultura ajena, de sus creencias, sus valores, sus conductas, etc. facilitará enormemente la comunicación. Esto presupone la existencia de un interés por conocer la otra cultura, pero sin caer en el exotismo”. En cuanto a los obstáculos para una comunicación intercultural eficaz, Rodrigo señala los siguientes: la sobregeneralización, la ignorancia, la  sobredimensión de las diferencias y la universalización a partir de lo propio (Rodrigo, 2000: 77).

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