SE HACE VER QUE EN UN ESTADO LIBRE ES LICITO A CADA UNO, NO SOLO PENSAR LO QUE QUIERA, SINO DECIR AQUELLO QUE PIENSA

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Baruch Spinoza
Tratado teológico-político
capítulo 20


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1. Si fuese igualmente fácil mandar a los espíritus que a las lenguas, cada poder reinaría en absoluto y ningún imperio llegaría a ser violento. En efecto, cada uno viviría según el carácter de sus soberanos, y juzgaría por la sola voluntad de éstos lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.
2. Pero como ya hicimos notar en los comienzos del capítulo 17, no puede hacerse que el ánimo de una persona sea en absoluto derecho para las restantes, porque nadie puede trasferir a otro su facultad de raciocinar libremente y de juzgar de todas las cosas, y mucho menos ser obligado a ello.
3. Nace de esto que se considere violento aquel imperio que se extiende a los espíritus y que se entienda que la majestad suprema hace una injuria a los súbditos, y parece usurparles su derecho, cuando quiere prescribir a cada uno lo que debe aceptar como verdadero y rechazar como falso, y las opiniones mediante las cuales debe mover el espíritu en sus devociones hacia Dios. Son éstas, cosas que pertenecen al derecho de cada uno y que nadie puede ceder aunque quiera.
4. Confieso que puede preocuparse el juicio de muchas y muy increíbles maneras, y que de este modo, aun no estando directamente bajo el imperio de otro, dependen, sin embargo, de tal manera de sus palabras, que con justicia puede decirse es una cosa suya. Verdaderamente, sea cualquiera el arte que pueda en esto ponerse, nunca se llega, a que los hombres no disientan y no abunden en su sentido, siendo tan distintas las opiniones como los gustos.
5. Moisés, que no con engaño, sino por virtud divina, había preocupado grandemente el ánimo de su pueblo, hasta el punto de creérsele divino, y de suponerse que todo lo hacía y decía por inspiración divina, no pudo, sin embargo, escapar a los rumores y a las interpretaciones torcidas de sus actos; mucho menos los demás monarcas. Y si pudiese concebirse este poder absoluto de algún modo, sería únicamente en un gobierno monárquico, nunca en uno democrático, en que todos o la mayor parte del pueblo gobiernan colectivamente; entiendo que la razón de este hecho es evidente para todos.
6. Cualquiera que sea, pues, el derecho que los soberanos tienen sobre todas las cosas, y a que se les crea intérpretes del derecho y de la religión, nunca, sin embargo, han podido hacer que los hombres no juzguen de las cosas con su propio ingenio y que no sean por ellos aceptadas de este o del otro modo. Es verdad que pueden con perfecto derecho considerar como enemigos a todos aquellos que no convienen absolutamente con sus doctrinas; pero no discutimos aquí los derechos del gobierno, sino solamente aquello que es útil.
7. Concedo, en efecto, que los poderes soberanos pueden reinar violentamente, y por causas pequeñas conducir a los ciudadanos a la muerte; pero todos negarán que esto deba hacerse aceptando los sanos consejos de la razón. Añado que no pudiendo hacerse tales cosas sin gran peligro de todo el imperio, podemos negar lógicamente que tengan los soberanos poder absoluto para estas y otras cosas semejantes, y por consecuencia un derecho absoluto; puesto que hemos demostrado que el derecho de los poderes supremos puede determinarse por su poder.
8. Si, pues, nadie puede ceder su libertad de juzgar y de pensar lo que quiera y cada uno con arreglo al derecho supremo de la naturaleza es dueño de sus pensamientos, nunca puede intentarse tal cosa por el estado sino con recelo de un desgraciado éxito; que los hombres, aunque pensando de modos diversos y contrarios, no hablan, sin embargo, sino con arreglo a lo prescrito por los sumos poderes, pues ni los
hombres más doctos, prescindiendo de la plebe, saben callar.
9. Es vicio común a todos los hombres confiar a sus semejantes aquellas opiniones que deben tener reservadas. Será, pues, un gobierno violentísimo aquel en que se niegue a cada uno la libertad de decir y de enseñar lo que se piensa, y será, por el contrario, un gobierno templado aquel en que se conceda esta libertad a cada uno.
10. En realidad no podemos negar de manera alguna que el gobierno puede ser tan perjudicado por las palabras como por los hechos; y por eso, si es tan imposible quitar esa libertad a los súbditos, sería, por el contrario, muy peligroso concederla totalmente; por lo cual nos corresponde determinar ahora hasta qué límite puede y debe concederse esta libertad a cada uno sin daño para la paz de la república ni para el derecho de los poderes soberanos: lo que ha sido, como advertí en el principio del capítulo 16, mi principal objeto.
11. De los fundamentos del estado, a que nos hemos referido más arriba, se deduce evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino por el contrario, libertar del miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva con seguridad, esto es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio ni ajeno.
12. Repito que no es el fin del estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario, que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se hagan la guerra con ánimo injusto. El fin del estado es, pues, verdaderamente la libertad.
13. Hemos visto que para la formación del estado es necesaria una condición, a saber: que la potestad de disponer sobre todas las cosas pertenezca a todos, a algunos o a uno solo. Pero como el libre juicio de los hombres es muy vario y cada uno piensa saber todas las cosas él solo, no puede conseguirse que todos piensen de la misma manera o hablen por una sola boca; no podrían vivir pacíficamente si cada uno no cediese su derecho a obrar, según la dirección de su pensamiento.
14. Cada uno, pues, cede su derecho de obrar con arreglo a la voluntad propia, pero no el de juzgar y razonar; por esto ninguno, salvo el derecho de los poderes soberanos, puede obrar contra sus decretos, pero cada uno puede sentir y pensar, y por consiguiente también decir sencillamente lo que diga o lo que enseñe por la sola razón y no por el engaño, la cólera o el odio, prohibiéndosele introducir, por autoridad suya, modificación alguna en el estado.
15. Por ejemplo, si alguno demuestra que cierta ley repugna a la sana razón, y piensa que debe ser por esta causa derogada, si somete esta su sentencia al juicio del soberano (en quien reside la potestad de establecer y derogar las leyes) y nada trabaja durante este tiempo contra lo prescrito en las leyes, merece bien de la república y es un excelente ciudadano. Pero si al contrario, hace acusar al magistrado de iniquidad y atrae contra él los odios del vulgo o intenta sediciosamente derogar él mismo aquella ley, en vez del magistrado, es seguramente un perturbador y un rebelde.
16. Vemos, pues, por qué razón cada uno, sin herir el poder y la autoridad de los poderes supremos, esto es, dejando a salvo la paz del estado, puede decir y enseñar aquello que piense; es decir, dejando a los soberanos el derecho de arreglar por decreto todas las cosas que deben ser ejecutadas y no haciendo nada contra sus disposiciones, aunque se encuentre más de una vez obligado a obrar contra su conciencia, cosa que puede hacerse sin ultrajar la piedad, ni la justicia y aun debe hacerse si se quiere aparecer como ciudadano justo y piadoso.
17. En efecto, como ya hemos dicho, la justicia depende únicamente de la voluntad de los poderes soberanos, y por eso nadie puede ser justo sino aquel que vive dentro de los preceptos admitidos. La piedad, además (por las razones en el capítulo anterior expuestas), es suprema cuando se ejercita en la paz y en la tranquilidad del estado, y éstas no pueden conservarse si cada uno vive según el capricho de su fantasía. Por eso es impío también aquel que abandonándose a su albedrío obra contra los decretos del
soberano, de quien es súbdito, puesto que si tal cosa se permitiese, se seguiría necesariamente la ruina del estado.
18. Añado que nada podría hacerse contra la ley y el dictamen de la propia razón, obedeciendo las órdenes del soberano; pues decretó persuadido por su propia razón trasferir al soberano el derecho a vivir con arreglo a su propio juicio.
19. Podemos confirmar con la práctica estos principios. Es raro en los consejos, tanto de las más altas como de las pequeñas potestades, que se adopte resolución alguna por el unánime sufragio de todos los miembros, y sin embargo, todas las cosas se hacen aparentemente por la voluntad de todos, tanto de aquellos que produjeron su voto en contra, como de los otros que lo dieron favorable.
20. Vuelvo a mi propósito. Hemos visto de qué modo cada uno puede usar de su libertad del pensamiento, salvo el derecho de los poderes soberanos y según los fundamentos mismos del estado. Pero con arreglo a éstos podemos determinar lo menos fácilmente qué opiniones son sediciosas en una república, o sea, aquellas que al exponerse destruyen el pacto mediante el cual cada uno ha cedido su derecho de obrar, según el pensamiento propio.
21. Por ejemplo, si alguno piensa que el poder del soberano no se apoya en derecho bastante, o que nadie está obligado a lo prometido, o que conviene a cada uno vivir de esa manera y otras muchas cosas de este género, que repugnan al susodicho pacto, será sedicioso, no tanto por ese juicio y esa opinión como por los hechos que envuelve; es decir, porque con este dicho mismo rompe la fe dada tácita o expresamente al poder supremo. Respecto a las demás opiniones que no envuelven acto alguno, ni conducen a la ruptura del pacto, la venganza, la ira, etc., no son sediciosas, a no ser en un estado corrompido, en que hombres supersticiosos y ambiciosos que intentan engañar a los incautos lleguen a adquirir tanto prestigio que su autoridad valga más para la plebe que la misma del soberano.
22. No negamos, sin embargo, que haya algunas opiniones que, aun cuando parecen referirse sencillamente a lo verdadero y a lo falso, son propagadas y divulgadas con intención inicua. Ya las hemos determinado en el capítulo 15 de modo que no quedase menos libre la razón.
23. Si atendemos, finalmente, a que la fe de cada uno para el estado, del mismo modo que la fe para con Dios, sólo puede conocerse por las obras, a saber: por la caridad para con el prójimo, no podremos dudar ni un instante que un estado excelente conceda a cada uno libertad para filosofar tan grande, como hemos demostrado que concede la fe.
24. Confieso igualmente que de tal libertad podrán nacer algunos inconvenientes. Pero ¿qué cosa ha habido nunca tan sabiamente instituida que no pudieran nacer de ella algunas desventajas? El que pretende determinar todas las cosas con leyes, más bien irrita los vicios que los corrige. Aquello que no puede prohibirse debe concederse aunque por este motivo pueda seguirse algún perjuicio.
25. ¿Cuántas cosas malas nacen del lujo, de la envidia, de la avaricia, de la embriaguez y de otros vicios semejantes? Sin embargo se los consiente, porque no pueden prohibirse con el auxilio de las leyes aun siendo vicios verdaderos. Mucho más debe concederse, por lo tanto, la libertad de pensar, que es realmente una virtud y que no podría suprimirse.
26. Añádase que no nace de ella inconvenientemente alguno que no pueda (como demostraré enseguida) evitarse con la autoridad de los magistrados; y para terminar, que esta libertad es necesaria ante todo para promover las ciencias y las artes, pues éstas sólo se cultivan con resultado por aquellos dichosos que tienen el juicio libre y sin preocupación el pensamiento.
27. Pero supóngase que es posible suprimir esta libertad y sujetar de tal manera a los hombres que no se atrevan éstos ni a murmurar una palabra, sino por mandato de los poderes supremos; aun hecho esto no podrá conseguirse nunca que piense sino aquello que quiera. De esto se deduce necesariamente que los hombres pensarán de una manera y hablarán de otra, y por consiguiente que la fe, tan necesaria en el
estado, se irá corrompiendo y alcanzando favor la adulación abominable y la perfidia, de donde se seguirían los engaños y la corrupción de todas las buenas costumbres.
28. Pero estamos muy lejos de que pueda hacerse que los hombres hablen de un modo prefijado, sino que, al contrario, cuanto más se trata de limitar la libertad de la palabra a los hombres, tanto más éstos se obstinan y resisten; no aquellos avaros, aduladores y demás impotentes de ánimo, cuya suprema felicidad consiste en contemplar las monedas en sus arcas y tener llenos sus estómagos, sino aquellos a quienes hace superiores una buena educación y la virtud y la integridad en las costumbres.
29. De tal modo se hallan constituidos los hombres, que nada soportan con mayor impaciencia que el ver tenidas como crímenes aquellas opiniones que creen verdaderas, y mucho más que se juzgue perverso aquello que los mueve a piedad con Dios y con los hombres; de donde nace que sean aborrecidas las leyes y que se atreva contra los magistrados, juzgando los hombres, no cosa criminal, sino honradísima, promover sediciones e intentar algunos hechos violentos por esta causa de conciencia.
30. Demostrando que la naturaleza humana se halla dispuesta de este modo, se deduce que las leyes, que de opiniones tratan, se refieren, no a los esclavos, sino a los libres, no a corregir a los malos, sino más bien a irritar a los buenos, y que no pueden ser defendidas sin grave peligro para el estado.
31. Añádase que tales leyes son inútiles para todo. En efecto; aquellos que creen ser buenas y verdaderas las opiniones condenadas por las leyes, no podrán obedecer estas mismas leyes; los que, por el contrario, las rechazan como falsas recibirán estas leyes en que se condenan como privilegios, triunfando de tal manera en ellas, que más tarde, aunque así lo pretendan, no podrán derogarlas los magistrados.
32. Añádanse, además, a éstas los principios que más arriba dedujimos de la Historia de los hebreos, y finalmente todos los cismas que tantas veces han nacido por esto en la iglesia cuando los magistrados han querido terminar con las leyes las controversias de los doctores. En efecto, si los hombres no tuviesen esperanzas de atraer a sus opiniones las leyes y los magistrados y de triunfar con aplauso del común del vulgo y recibir honores de sus adversarios, nunca pelearían con tan inicuo ánimo, ni agitaría tanto el furor su pensamiento.
33. Pero esto lo enseña no sólo la razón sino también la experiencia con ejemplos cotidianos; porque semejantes leyes en las cuales se manda lo que cada uno debe creer y se prohíbe decir o escribir algo contra esta o aquella opinión, son frecuentemente instituidos, protegiendo, o más bien cediendo a la cólera de aquellos que no quieren consentir los pensamientos libres y que por cierta autoridad suya maldita, pueden fácilmente cambiar en rabia la devoción de la plebe y dirigirla a las cosas que se proponen.
34. ¡Cuánto más noble sería contener la ira y el furor de la plebe, que establecer leyes inútiles que no pueden ser violadas, sino por aquellos que aman las virtudes y las artes y que reducen al estado a la situación tan angustiosa de no poder consentir hombres libres en su seno!
35. ¿Qué mal mayor puede escogerse para un estado que el ver hombres honrados condenados como criminales al destierro, porque piensan de diversa manera e ignoran el fingimiento? ¿qué, repito, más pernicioso que conducir a la muerte y considerar como enemigos a hombres que no han cometido crimen ni delito alguno, sino que tienen el pensamiento libre, para que el cadalso, terror de los malos, se ostente como admirable teatro en que se muestra la tolerancia y la virtud como clarísimo ejemplo, con oprobio manifiesto del soberano?
36. Aquellos que se tienen por honrados no temen como los criminales la muerte, ni escapan al suplicio; su ánimo no gime en penitencia por ningún hecho torpe, sino que juzgan al contrario no suplicio, sino gloria, morir por la buena causa y por la libertad de los pueblos. ¿Qué se consigue con una muerte ni qué ejemplo produce si las gentes inertes y de ánimo pobre ignoran sus causas, que los sediciosos odian y los honrados quieren? Seguramente nadie puede aprender en este ejemplo sino a imitarlo, o en otro extremo, a ser un bajo adulador.
37. De este modo, para obtener, no una obediencia forzada, sitio una fe sincera, debe el poder soberano conservar la autoridad de buen modo, y para no verse obligado a ceder ante los sediciosos, conceder necesariamente la libertad del pensamiento; así se gobernarán los hombres de tal manera que aun pensando cosas diversas y enteramente contrarias, vivan, sin embargo, en armonía. No podemos dudar que este modo de gobierno es excelente y sólo tiene pequeños inconvenientes, puesto que conviene perfectamente con la naturaleza humana.
38. En el gobierno democrático (que se aproxima más al estado natural) hemos visto que todos se obligan con su pacto a obrar según la voluntad común, pero no a juzgar y a pensar de ese modo; esto es, porque los hombres no pueden todos pensar del mismo modo, y pactan que tenga fuerza de ley aquella que reúna más sufragios, conservando, sin embargo, autoridad bastante para derogarlas si encontrasen otras disposiciones mejores. Por lo tanto, cuanto menos se concede a los hombres la libertad de pensar, más se les aparta de su natural estado, y por consecuencia, más violentamente se reina.
39. Además quiero que conste que de esta libertad no se origina inconveniente alguno que no pueda ser evitado por la autoridad del soberano, y que sólo con ella se contiene fácilmente a los hombres divididos por sus opiniones para que no se perjudiquen mutuamente; los ejemplos abundan y no necesito buscarlos muy lejos.
40. Sirva de ejemplo la ciudad de Amsterdam, en que se observa un crecimiento, admiración de todas las naciones y fruto únicamente de esta libertad. En esta tan floreciente república y ciudad eminente viven en la mayor concordia todos los hombres de cualquier secta y de cualquier opinión que sean, y para confiar a alguno sus bienes cuidan únicamente de saber si es pobre o rico, si está acostumbrado a vivir de buena o de mala fe. Por lo demás, nada les importa la religión o la secta, porque tampoco significa nada delante del juez para favorecer o perjudicar al acusado; y no hay secta alguna tan odiosa cuyos adeptos (mientras vivan honradamente sin hacer daño a nadie y dando a cada uno su derecho) no se encuentren protegidos por la vigilancia y la autoridad pública de los magistrados.
41. Al contrario, cuando comenzó la controversia de los representantes y de los contrarrepresentantes a penetrar de la religión en la política y a agitar los estados, se vio la religión destrozada por los cismas y se dieron muchos ejemplos de que las leyes que intentan dirimir contiendas religiosas más bien irritan a los hombres que los corrigen; que a muchos sirven para un desenfreno sin límites, y que además los cismas no nacen de un gran estudio de la verdad (fuente de mansedumbre y de tolerancia) sino de un apetito inmoderado de gobierno.
42. De todo ello consta más claramente que la luz del mediodía que los verdaderos cismáticos son aquellos que condenan los escritos de los demás e instigan al vulgo presuntuoso contra los escritores; que estos escritores mismos, que las más de las veces sólo a los doctos se dirigen y sólo a la razón llaman en su auxilio; y por último, que aquellos son realmente perturbadores que en un estado libre pretenden destruir la libertad del pensamiento, que jamás puede ser disminuida.
43. Hemos demostrado: 1º Que es imposible arrebatar a los hombres la libertad de decir aquello que piensan. 2º Que esta libertad puede ser concedida a cada uno dejando a salvo el derecho y la autoridad de los poderes soberanos, y que puede, salvo este mismo derecho, conservarla cada uno si de ella no toma licencia alguna para introducir, como derecho, alguna novedad en la república o para ejecutar algo contra las leyes recibidas. 3º Que cada uno puede gozar de esta misma libertad sin daño para la paz del estado, y que no nacen de ella inconvenientes, que no puedan ser fácilmente resueltos. 4º Que puede también disfrutarse sin perjuicio alguno para la piedad. 5º Que las leyes que se refieren a cosas especulativas son absolutamente inútiles.
44. 6º Hemos demostrado finalmente que esta libertad puede poseerse, no sólo manteniendo la paz del estado, la piedad y el derecho de los sumos poderes, sino que debe mantenerse para conservar estas mismas cosas. En efecto, allí donde por el contrario se trabaja para arrebatar esta libertad a los hombres, y se llevan a juicio las opiniones de los disidentes, no sus almas, únicas que pueden pecar, allí se dan
ejemplos en los hombres honrados, cuyos suplicios los hacen aparecer mártires, con lo cual los demás se irritan, y más que amedrentados se sienten movidos a misericordia y muchas veces a venganza.
45. Entonces se corrompen la fe y las buenas costumbres, se ensalza a los aduladores y a los pérfidos y triunfan los adversarios, por lo que se dispensa a su cólera, y porque los que poseen el imperio se hacen sectarios de aquellas doctrinas de que ellos se declararon intérpretes; de donde nace que se atrevan a usurpar el derecho y la autoridad de éstos y no enrojezcan, al vanagloriarse, de que ellos son inmediatamente elegidos por Dios y sus divinos decretos, y puramente humanas, al contrario, las potestades soberanas, a quienes, por lo tanto, quieren obligar con los decretos divinos, es decir, con sus decretos: nadie puede ignorar cuánto repugnan todas estas cosas a la felicidad del estado.
46. Por esto concluyo, como ya en el capítulo 18 he afirmado, que nada hay más seguro para el estado que encerrar la religión y la piedad en el solo ejercicio de la caridad y la justicia, y limitar el derecho de los poderes soberanos, tanto en las cosas sagradas como en las profanas, a los actos únicamente; por lo demás concédase a cada uno, no sólo libertad de pensar como quiera, sino también de decir cómo piensa.
47. He concluido lo que me había propuesto desenvolver en este Tratado. Fáltame advertir únicamente que nada hay escrito en él que de buen grado no someta al examen y al juicio de los soberanos de mi patria. Si juzgaran algunas de las cosas que he dicho contrarias a las leyes o al bien de todos, quiero que se dé por no dicha. Sé que soy hombre y que he podido equivocarme; he procurado, sin embargo, cuidadosamente no hacerlo, y sobre todo, que aquello que escribía fuese perfectamente conforme a las leyes de mi patria, a la piedad y a las buenas costumbres.

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