SE HACE VER QUE EL DERECHO ACERCA DE LAS COSAS SAGRADAS RESIDE POR COMPLETO EN EL SOBERANO, Y QUE EL CULTO EXTERNO DE LA RELIGIÓN DEBE ACOMODARSE A LA PAZ DEL ESTADO SI QUEREMOS OBEDECER A DIOS RECTAMENTE

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Baruch Spinoza
Tratado teológico-político
capítulo 19

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1. Cuando he dicho antes que aquellos que ejercen el gobierno tienen únicamente derecho sobre todas las cosas y en su voluntad consiste el derecho de todos, no quise referirme solamente al derecho civil, sino también al derecho sagrado, pues deben ser además intérpretes y guardadores de éste. Y quiero hacer observar expresamente sobre esto y tratar de ello en este capítulo, porque hay muchos que niegan que el derecho acerca de las cosas sagradas corresponda a los soberanos y no quieren reconocerlos como intérpretes del derecho divino.
2. Por donde se atribuyen derecho para acusarlos y juzgarlos y aun para excomulgarlos de una iglesia (como en otro tiempo hizo Ambrosio con el César Teodosio). En este capítulo veremos cómo de este modo dividen el gobierno y hasta se abren camino para llegar a él. Pero antes quiero hacer ver que la religión recibe fuerza de derecho sólo para la voluntad de aquellos que tienen el derecho de mandar; y que Dios no establece ningún reino singular entre los hombres sino mediante aquellos que están al frente del estado; y además, que el culto de la religión y el ejercicio de la piedad deben acomodarse a la paz y a la utilidad de la república y ser determinados únicamente por los poderes soberanos, que de este modo se convierten en intérpretes suyos.
3. Hablo expresamente del ejercicio de la piedad y del culto externo de la religión, no de la piedad misma y del culto interno, o sean los medios con los cuales se dispone interiormente el espíritu a adorar a Dios en la interioridad de la conciencia. El culto interno de Dios y la piedad misma son un derecho de cada uno (según demostramos al final del capítulo 7) que no pueda depositarse en otro.
4. Pienso que consta bastante claro en el capítulo 14 lo que ahora entiendo por reino de Dios. En él hicimos ver que cumple la ley de Dios aquel que practica la caridad y la justicia según su mandato. De aquí se sigue que está el reino de Dios donde la justicia y la caridad tienen fuerza de derecho y de mandato.
5. Y en esto no reconozco diferencia alguna, ya enseñe Dios el verdadero culto de la justicia y de la caridad por la luz natural, ya lo ordene por la revelación; nada importa de qué modo haya sido revelado; únicamente que obtenga carácter de derecho y sea ley suprema para los hombres.
6. Si pues demuestro que la justicia y la caridad no pueden revestir fuerza de derecho y de ley sino por el derecho del imperio, deduciré de ello fácilmente (puesto que el derecho del imperio sólo corresponde a los poderes soberanos) que la religión recibe únicamente fuerza de derecho por la voluntad de aquellos que tienen el derecho de mandar, y que Dios no funda reino singular alguno entre los hombres sino por medio de aquellos que tienen en sus manos el gobierno.
7. Que el culto de la caridad y la justicia no recibe fuerza de ley sino por el derecho del estado, resulta de los antecedentes. Demostramos, en efecto, que en el estado natural el derecho no consiste más en la razón que en el apetito, sino que tanto aquellos que viven según la ley de su apetito, como los que se conducen según los consejos de su razón, tienen un derecho igual a todas las cosas que pueden.
8. Por este motivo no podemos concebir pecado en el estado natural, ni a Dios, como un juez, castigando a los hombres por sus faltas, sino que todas las cosas suceden según las leyes universales de la naturaleza; y, para hablar como Salomón, en el mismo caso se encuentra el justo que el injusto, el puro que el impuro, sin que haya lugar alguno para la caridad y la justicia; pero para que las enseñanzas de la verdadera razón, esto es (como ya demostramos en el capítulo 4 acerca de la ley divina), los mismos preceptos divinos tuviesen fuerza de ley, sería necesario que cada uno cediese su derecho natural, y que todos lo traspasaran a todos, a algunos si no, y hasta a Uno Solo, y entonces comenzaría a esclarecer para nosotros lo que sea justicia e injusticia, equidad e iniquidad.
9. La justicia, pues, y en absoluto todas las enseñanzas de la verdadera razón, y por consiguiente la caridad para con el prójimo, reciben fuerza de ley y de mandato por el solo derecho del estado; esto es (por la razón que en aquel mismo capítulo demostramos), de la voluntad única de aquellos que tienen el derecho de mandar; y como (según he demostrado también) el reino de Dios consiste en el derecho, la justicia y la caridad, o sea, la religión verdadera, se deduce, como queríamos, que Dios no tiene reino alguno entre los hombres, sino por aquellos que disponen del gobierno; y esto sucede, repito, ya se conciba la religión por la luz natural, ya como revelada proféticamente.
10. La demostración es universal, puesto que la religión es la misma e igualmente revelada por Dios, sea este, sea aquel el modo con que se supone fue conocida de los hombres; y por esto, para que la religión revelada tuviese fuerza de ley entre los hebreos, fue necesario que cada uno cediese una parte de su derecho natural, y que se obligasen por común consentimiento a obedecer tan sólo aquellas leyes que les fuesen reveladas proféticamente por Dios, del mismo modo que demostramos sucede en el gobierno democrático, donde todos deliberan por universal acuerdo vivir únicamente según los dictámenes de la razón.
11. Y aunque los hebreos transmitieron su derecho a Dios, más bien pudieron hacer esto con el pensamiento que con las obras. En realidad (como más arriba vimos) conservaron absolutamente todo el derecho de gobierno hasta que lo depositaron en Moisés, que fue de este modo rey absoluto, y por cuya mediación tan sólo dirigía Dios a los hebreos.
12. Pienso que por esta causa (se sabe que la religión sólo recibe fuerza de ley por el derecho del estado) no pudo Moisés castigar con ningún suplicio a aquellos que antes del pacto, y por consiguiente, cuando eran dueños de su derecho natural violaron el sábado; así como después del pacto, lo hizo cuando cada uno había cedido su derecho natural y el sábado había recibido fuerza de ley por el derecho del imperio.
13. Por esta misma causa, destruido el imperio de los hebreos, dejó la religión revelada de tener fuerza de ley; y no podemos dudar que tan pronto como los hebreos traspasaron su derecho al rey de Babilonia, concluyó para ellos el reino de Dios y el derecho divino.
14. Por este hecho el pacto en que se obligaban a obedecer todas las cosas que Dios hablase, y que era el fundamento mismo del reino de Dios, quedó roto por completo y no pudieron serle fieles más tiempo, puesto que en aquella época no dependían de su derecho (como cuando estaban en el desierto o en la patria), sino que eran súbditos del rey de Babilonia, a quien debían obediencia en todas las cosas, según demostramos; Jeremías lo advierte expresamente a los hebreos «Velad por la paz de la ciudad a que os he conducido cautivos, puesto que salvación de ella será salvación para vosotros».
15. Pero no podían cuidarse de la tranquilidad de la población como ministros del imperio (puesto que eran cautivos), sino como siervos, es decir, evitando toda sedición, prestando obediencia en todas las cosas y observando la ley y los derechos del imperio, aun cuando eran muy diversas de aquellas a que en su patria estaban acostumbrados.
16. De estos hechos se concluye, con entera evidencia, que la religión entre los hebreos recibía fuerza de derecho únicamente por la voluntad del gobierno, y que, destruido el estado, no podía mantenerse como propia de una nación sola, sino como enseñanza universal de la razón. Digo de la razón, puesto que la religión católica no se había manifestado aún por la revelación.
17. Deducimos, pues, en absoluto que la religión sea revelada proféticamente, sea concebida por la luz natural recibe fuerza de mandato, únicamente por la voluntad de aquellos que tienen derecho a mandar, y que Dios no puede tener ningún reino singular entre los hombres, sino mediante los que poseen el poder soberano.
18. Dedúcese también esto, y se comprende con mayor claridad, de lo dicho en el capítulo 4. En él demostramos que los decretos de Dios suponen una verdad eterna y una necesidad absoluta, y que no puede comprenderse a Dios como príncipe o legislador dando leyes a los hombres.
19. Por esto las enseñanzas divinas reveladas por la luz natural o de un modo profético, no reciben inmediatamente de Dios fuerza de ley, sino necesariamente de aquellos o con mediación de aquellos que tienen el derecho de mandar y de disponer; por esto, sólo por su mediación, podemos concebir que Dios reina entre los hombres y dirige las cosas humanas, según la equidad y la justicia, como la misma experiencia demuestra.
20. No encontramos vestigio alguno de la justicia divina, sino allí donde reinan los justos; en otras partes (para repetir las palabras de Salomón) vemos la misma suerte para el justo que para el injusto, para el puro que para el impuro; por lo cual, algunos que entendían que Dios reina inmediatamente sobre los hombres y dirige toda la naturaleza a su objeto, llegaron a dudar de la providencia divina.
21. Como consta por la experiencia y por la razón que el derecho divino depende únicamente de la voluntad de los sumos poderes, se deduce que éstos son, por lo mismo, sus intérpretes; de qué manera, lo veremos más adelante. Ya es tiempo de que demostremos que el culto exterior de la religión y el ejercicio de la piedad deben acomodarse en todo a la paz y a la conservación de la república. Demostrado esto, entenderemos fácilmente bajo qué aspecto los poderes soberanos son los intérpretes de la piedad y de la religión.
22. Es cierto que la piedad por la patria es el grado más alto de piedad que puede alcanzarse. Destruido el imperio nada puede quedar de bueno, sino que todas las cosas amenazan ruina y sólo la ira y la impiedad reinan en un miedo universal. De esto resulta que nada piadoso puede hacerse con el prójimo que no sea impío, si de ello resulta daño para la república; y por el contrario, que nada impío puede hacerse con el que no sea hijo de la piedad, si se hizo por la conservación del estado.
23. Por ejemplo, es piadoso dar mi capa a aquel que pelea conmigo y quiere arrebatarme mi túnica; pero como esto resulta pernicioso a la conservación de la república, lo verdaderamente piadoso es citarlo a juicio aunque deba ser castigado con la muerte. Por esta causa se celebra a Manlio Torcuato, en quien valió más la idea de la conservación del pueblo que la piedad para con su hijo.
24. De estos principios se deduce que el salus populi es la ley suprema a que deben acomodarse todas las cosas, tanto las humanas como las divinas. Pero como es oficio del poder soberano únicamente determinar aquello que es necesario a la salud de todo el pueblo y a la seguridad del imperio, y mandar aquello que sea necesario, se deduce que es también oficio único de un poder soberano determinar de qué modo cada uno debe practicar la piedad con el prójimo, esto es, de qué modo debe cada uno obedecer a Dios.
25. Entendemos con esto claramente bajo qué aspecto los poderes soberanos son intérpretes de la religión, puesto que nadie puede obedecer a Dios rectamente si no acomoda a la utilidad pública el culto y la piedad a que está obligado, y por consiguiente si no obedece todos los decretos del soberano.
26. Puesto que estamos todos obligados (sin excepción alguna) a practicar la piedad por mandato de Dios, y a no hacer daño a nadie, se sigue de ello que a nadie es lícito socorrer a uno con daño de otro, y mucho menos de toda la república; por lo cual nadie puede practicar la piedad para con el prójimo, según las órdenes de Dios, si no acomoda su piedad y su religión a la utilidad pública.
27. Pues nadie puede saber qué sea útil a la república sino por los decretos de los gobiernos, a quienes corresponde tratar los negocios públicos. Luego nadie podría practicar rectamente la piedad ni obedecer a Dios si no se sujetase a todos los decretos del soberano.
28. La práctica confirma estas consideraciones. Aquél, ya sea ciudadano, ya extranjero, ya sea un particular, ya tenga autoridad alguna sobre los otros, a quien el soberano ha juzgado reo de muerte o enemigo, no podrá contar lícitamente con el auxilio de los súbditos. Así, aunque se había dicho a los hebreos que cada uno amara al prójimo como a sí mismo, estaban, sin embargo, obligados a entregar al juez a aquel que había cometido algún delito contra las leyes, y aun a matarlo, si estaba juzgado como reo de muerte.
29. Además, para que los hebreos pudiesen conservar la libertad conquistada y retener con imperio absoluto las tierras que ocupaban, fue necesario, como en el capítulo 17 demostramos, que acomodaran la religión al carácter particular de su gobierno y se separasen de las demás naciones, por eso se les dijo: «Ama a tu prójimo y ten odio a tu enemigo».
30. Después que perdieron el imperio y fueron llevados cautivos a Babilonia, los animó Jeremías a cuidar de la seguridad de aquella ciudad a que habían sido conducidos; y Cristo, cuando adivinó su dispersión por todo el orbe, les enseñó a practicar de un modo absoluto la virtud; pasajes todos que demuestran evidentemente que la religión siempre ha debido acomodarse a la utilidad del estado.
31. Si alguno preguntase con qué derecho los discípulos de Cristo, que eran unos particulares, pudieron predicar la religión, diría que lo hicieron con el derecho de la potestad recibida del Cristo contra los espíritus impuros.
32. Además, al final del capítulo 16 he enseñado expresamente que es un deber para todos guardar fidelidad aun al tirano, excepto para aquel a quien Dios promete por una singular revelación su especial auxilio contra ese mismo tirano. Por esto nadie, a no haber recibido el poder de hacer milagros, debe escudarse con este ejemplo, lo cual es aun más evidente, puesto que el Cristo dijo a sus discípulos no temiesen a aquellos que matan los cuerpOS.
33. Si estas palabras se hubiesen dicho a todos los hombres, en vano se establecerían gobiernos, y aquel dicho de Salomón: «Hijo mío, teme a Dios y al rey», sería una frase impía muy distante de la verdad. Por eso debe reconocerse necesariamente que aquella autoridad que Cristo dio a sus discípulos fue dada a éstos singularmente, y no para que todos se aprovechasen del ejemplo.
34. De las demás razones de nuestros adversarios para separar el derecho sagrado del derecho civil y probar que el uno pertenece al soberano y el otro a la iglesia universal, nada digo; son demasiado frívolas para que merezcan ser refutadas.
35. No quiero pasar en silencio que ellos mismos se engañan miserablemente cuando intentan confirmar esta opinión sediciosa (pido perdón por la dureza de la palabra) con el ejemplo del sumo pontífice de los hebreos, que en otro tiempo tuvo el derecho de administrar las cosas sagradas; como si los pontífices no hubiesen recibido aquel derecho de Moisés (que como ya hemos demostrado se reservó la autoridad soberana), por cuya voluntad podían verse privados de él.
36. El mismo no eligió sólo a Aarón, sino también a su hijo Eleazar y a su nieto Fineas, y les dio la autoridad de administrar el pontificado que después retuvieron los pontífices, pareciendo nada menos que sustitutos de Moisés, es decir, del soberano. Como ya dijimos, Moisés no eligió ningún sucesor del imperio, sino que distribuyó de tal modo todos los oficios, que sus sucesores parecieron sus vicarios, que administraban el imperio de un rey ausente, pero no muerto.
37. En el segundo imperio poseyeron los pontífices este derecho en absoluto, después que unieron al pontificado el derecho de príncipes. Por esto el derecho pontifical estuvo siempre bajo la dependencia del poder soberano, y los pontífices sólo pudieron alcanzarlo con el principado.
38. Y añado que el derecho respecto a las cosas sagradas fue absoluto en los reyes (como resultará más adelante, al final de este capítulo), exceptuando únicamente que no les era lícito poner mano en las ceremonias del templo en razón a que todos cuantos no traían su genealogía de Aarón eran considerados profanos, lo cual verdaderamente no sucede en el gobierno cristiano.
39. No podemos dudar, por lo tanto, que las cosas sagradas (cuya administración requiere costumbres singulares, no familia, por lo cual no se excluyen de ella como profanos los que tienen el imperio) son hoy día de derecho de los poderes soberanos, y nadie puede recibir sino de la voluntad o del consentimiento del gobierno el derecho y la potestad de administrarlas, de elegir sus ministros, de establecer los fundamentos de la iglesia y de su doctrina, de juzgar de las costumbres y de la piedad de las acciones, de excomulgar o recibir a alguno en la iglesia, y finalmente, de proveer a las necesidades de los pobres.
40. Estas cosas no sólo se demuestran como verdaderas (como ya hemos hecho), sino como necesarias tanto a la religión misma, como a la conservación del estado. Todos saben cuánto vale el derecho y la autoridad en las cosas sagradas para el pueblo y cuán respetuosamente recoge cada uno las palabras de aquel que las tiene; de este modo es licito afirmar que reina sobre todo en los ánimos aquel a quien esta autoridad corresponde.
41. Si alguno quisiera quitar este derecho a los sumos poderes hallaría la manera de dividir el imperio; de lo cual deben necesariamente originarse, como en otro tiempo entre los reyes y los pontífices de los hebreos, discordias y querellas que nunca pudieron darse por terminadas. Añado que aquel que intenta arrebatar esta autoridad se procura, como ya dijimos, un camino para llegar al imperio.
42. Porque ¿qué podrán mandar los soberanos si se les niega este derecho? Nada, sin duda, ni de guerra ni de paz ni de ningún otro negocio, si está obligado a esperar la opinión de otro que le enseñe si aquello que juzga útil es piadoso o es impío; sino que, al contrario, todas las cosas dependerán más bien de la voluntad de aquel que posea el derecho de juzgar y de decretar lo que es piadoso y lo que es impío, lo que es fasto y lo que es nefasto.
43. De esto han visto todos los siglos ejemplos, y entre ellos citaré uno solo que ocupe el lugar de todos. El romano pontífice a quien fue concedido este derecho absoluto comenzó poco a poco a tener bajo su potestad a todos los reyes, hasta que él llegó un día al soberano imperio; y aunque como después los monarcas, y especialmente los césares de Alemania intentaran disminuir un tanto su autoridad, nada consiguieron, sino, al contrario, aumentarla por eso mismo en muchos grados.
44. Verdaderamente los eclesiásticos pudieron hacer sólo con su pluma esto que ningún monarca había conseguido con el hierro ni con el fuego; por esto puede conocerse fácilmente la fuerza y la potencia de ese derecho divino, y especialmente cuán necesario es a los poderes soberanos reservar esta autoridad para sí.
45. Si además queremos considerar los principios que en el capítulo anterior notamos, veremos que esta medida conduce a no escaso incremento de la religión y de la piedad. Hemos visto más arriba que los profetas mismos, aunque adornados de una virtud divina, más irritaron que corrigieron a los hombres, que, sin embargo, se doblegaban fácilmente a las advertencias y a los castigos de los reyes, sin duda porque los profetas eran simples particulares, aun con aquella libertad de amonestar, increpar y corregir a los hombres. Además cuando este derecho no competía absolutamente a los soberanos, hemos visto a los reyes separarse sólo por esto de la religión y con ellos a casi todo el pueblo, lo cual consta haber sucedido también frecuentemente por la misma causa en los gobiernos cristianos.
46. Pero si alguno me preguntase, ¿quién vengará con derecho bastante a la piedad, si quieren ser impíos aquellos que tienen el imperio? ¿deberán ser entonces tenidos por intérpretes de esa misma piedad? A esto respondo: si los eclesiásticos (que también son hombres y particulares a quienes preocupa el cuidado de sus negocios) o las demás personas a quien se dejase el derecho respecto a las cosas sagradas quisiesen ser impías, ¿deberían ser consideradas entonces corno intérpretes de esa fe?
47. Seguramente que si aquellos que tienen el imperio quieren andar a su capricho, ya tengan derecho sobre las cosas sagradas, ya dejen de tenerlo, todas las cosas, tanto profanas como sagradas, caminarán a su ruina; y mucho más aprisa si algunos en particular quieren sediciosamente reivindicar el derecho divino.
48. Por esto nada absolutamente se consigue negando a los soberanos semejante derecho, sino al contrario, se aumenta el mal; esto mismo hace que necesariamente (como sucedió a los reyes hebreos a quienes no se concedió este derecho en absoluto) sean impíos, y por consiguiente que el daño y el mal del estado se convierta, de inseguro y probable, en necesario y cierto.
49. Así, pues, ya consideremos la verdad de las cosas, ya la seguridad del imperio, ya por último el aumento de la piedad, estamos obligados a establecer que el derecho divino, o sea, el derecho referente a las cosas sagradas, depende en absoluto de la voluntad de los soberanos y que ellos son sus intérpretes y sus jueces; de cuyas conclusiones se deduce que son ministros de la palabra de Dios aquellos que enseñan al pueblo la piedad, bajo las órdenes de la autoridad suprema, y después que ha sido acomodada por su voluntad a la utilidad pública.
50. Fáltame indicar por qué en los estados cristianos ha sido siempre disputado este derecho del gobierno, cuando, sin embargo entre los hebreos, nunca, que yo sepa, llegó a ponerse en duda. Seguramente podría considerarse como un fenómeno que siempre haya habido cuestión sobre cosa tan manifiesta y necesaria, y que nunca haya sido admitido sin controversia este derecho del poder soberano, y aun añado, sin gran peligro de sediciones y con perjuicio de la religión.
51. Si no pudiésemos asignar una causa cierta a este hecho, me persuadiría fácilmente de que todas las cosas que he demostrado en este capítulo no son sino cosas teóricas, de ese género de especulaciones que nunca pueden llevarse a la vida. Pero se manifiesta por completo la causa de estas cosas llamando a consideración los orígenes mismos de la religión cristiana.
52. No enseñaron primeramente los reyes la religión cristiana, sino varones particulares que, contra la voluntad de aquellos que poseían el imperio y de quienes eran súbditos, se acostumbraron a predicar en iglesias particulares, a instituir oficios sagrados, a administrar y a ordenar y decretar ellos solos todas las cosas, sin cuidarse para nada de los gobiernos.
53. Cuando, pasados ya muchos años, comenzó esta religión a introducirse en el gobierno, debieron los eclesiásticos enseñarla a los mismos emperadores tal y como ellos la habían formado, con lo cual pudieron obtener fácilmente que se los reconociese como sus doctores y sus intérpretes, y además como pastores de la iglesia y casi como vicarios de Dios; y para que después no pudiesen los reyes cristianos reservar esta autoridad para sí, previnieron admirablemente los eclesiásticos que se prohibiese el matrimonio a los ministros de la iglesia y al soberano intérprete de la religión.
54. A todo lo cual debe añadirse que aumentaron la religión con tan gran número de dogmas y de tal modo la confundieron con la filosofía, que su intérprete soberano debía ser un gran filósofo y un gran teólogo ocupado en mil especulaciones inútiles, a que sólo pueden dedicarse los particulares disponiendo de numerosos ocios.
55. De un modo muy distinto sucedieron las cosas entre los hebreos. Habiendo comenzado al mismo tiempo la iglesia y el imperio, Moisés, que tenía la autoridad suprema, enseñó la religión al pueblo, ordenó las ceremonias sagradas y escogió sus ministros. Resulta, por tanto, al contrario de lo ya dicho, que la autoridad real fue extraordinariamente grande en el pueblo, y que el derecho sobre las cosas sagradas residió casi siempre en los reyes.
56. Aun cuando después de la muerte de Moisés nadie poseyese en el imperio un poder absoluto, continuó, sin embargo, en el príncipe (como ya demostramos) el derecho de decretar, tanto sobre las cosas sagradas como respecto a las demás cosas; además, el pueblo no se encontraba más obligado para instruirse en la religión y en la piedad a acudir al pontífice que al juez supremo.
57. Aunque los reyes no tuviesen un derecho igual al de Moisés, dependía, sin embargo, de su voluntad casi todo el orden del ministerio sagrado y la elección de los ministros. David, en efecto, trazó toda la fábrica del templo. Además eligió de entre todos los levitas 24.000 para el canto de los salmos y 6.000 entre los cuales habían de elegirse los jueces y los pretores; 4.000 además para las puertas y otros 4.000, finalmente, para tocar los órganos.
58. Además los dividió en cohortes (cuyos jefes eligió) para que cada uno administrase algún tiempo las cosas sagradas También dividió a los sacerdotes en otras tantas cohortes.
59. Pero para no verme obligado a referir singularmente estas cosas, remito al lector a 2 Par 8, 13, donde se dice que el culto de Dios fue organizado en el templo por mandato de Salomón, de igual manera a como Moisés lo había establecido; y en el v. 14: «E hizo estar como juicio de David, su padre, reparticiones de los sacerdotes sobre su servicio». Finalmente, en el v. 15 atestigua el historiador que «no apartaron de encomendança del rey sobre los sacerdotes y los levitas a toda cosa y a los tesoros». De todas cuyas consideraciones y de otras historias de los reyes se deduce evidentemente que todo el ministerio sagrado y el ejercicio de la religión depende únicamente del mandato de los soberanos.
60. Cuando he dicho más arriba que esos reyes no tuvieron, como Moisés, derecho para elegir el sumo pontífice, consultar inmediatamente a Dios y castigar a los profetas que les predican su destino en vida, no dije otra cosa sino que los profetas, con arreglo a la autoridad que habían recibido podían elegir un nuevo rey y perdonar el parricidio, pero no que les fuese permitido llamar a juicio a un rey que obrase contra las leyes y proceder contra él en derecho.
61. Por lo tanto, si no hubiesen existido profetas que mediante una revelación singular podían perdonar en absoluto el parricidio, los reyes hubieran tenido un derecho absoluto sobre todas las cosas, tanto sagradas como civiles.
62. Gracias a esto, los poderes supremos de nuestros días, que ni tienen profetas ni están obligados por el derecho a reconocerlos (porque, en efecto, no están sujetos a las leyes de los hebreos), poseen absolutamente y conservarán siempre este derecho, aun cuando no sean célibes, cuidando únicamente de que no se aumenten en gran número los dogmas de la religión y no llegue ésta a confundirse con las ciencias.

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