ENTREVISTA: "LA CIUDADANÍA POLÍTICA NO ESTÁ ASEGURADA SI NO SE DAN DETERMINADAS CONDICIONES SOCIALES"

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José Nun
Rector del Instituto Universitario Patricios e Investigador Principal del CONICET

ENTREVISTA REALIZADA POR HUGO QUIROGA Y OSVALDO IAZZETTA
Hugo Quiroga es director del Centro de Estudios Interdisciplinarios de la Universidad Nacional de Rosario.
Osvaldo Iazzetta es investigador del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario.
Esta entrevista fue realizada el 8 de julio de 1997.

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El debate en torno a la ciudadanía

- Comencemos con el tema de ciudadanía. Ciertos autores consideran que los procesos de exclusión social han fragmentado la idea de ciudadanía, afectando de manera especial la ciudadanía social, pero, al mismo tiempo, observan que se ha producido una expansión en otras dimensiones, por ejemplo en lo que se denomina ciudadanía cultural. Mientras la ciudadanía busca expandirse en nuevas dimensiones, en otros campos retrocede. A partir de esta caracterización, ¿cómo repensar la categoría de ciudadanía en sociedades como la Argentina y otras de América Latina?

- En primer lugar, hay algo muy discutible en la manera en que se tratan esas dimensiones. La gran contribución de Marshall fue, sin duda, mostrar que la idea de ciudadanía era multidimensional, pero basándose en una experiencia histórica determinada -la inglesa- señaló el carácter acumulativo y progresivo de estas dimensiones: primero, la ciudadanía civil; después, la ciudadanía política; y finalmente, la ciudadanía social. Si se suele cuestionar, a veces, que se generalice a partir de la experiencia británica (tan distinta, por ejemplo, a la alemana), en cambio se acepta ese carácter acumulativo de la idea marshalliana de ciudadanía.

Parece obvio que, en las democracias contemporáneas, los derechos civiles y políticos son precondiciones necesarias de la ciudadanía; pero es sólo por un efecto ideológico que no resulta igualmente obvio que también los derechos sociales sean una precondición necesaria.

Esto remite a un problema más general (y bastante grave) que voy a ejemplificar con la lectura que se ha hecho en la América Latina «post-autoritaria» de autores como Schumpeter o Dahl. La mayoría de nuestros politólogos se volvieron schumpeterianos convencidos y se dedicaron a sostener que la democracia finalmente no es más que un método. Se adoptó así una definición puramente procedimentalista de la democracia, según la cual ésta es sólo un mecanismo para la renovación periódica de las autoridades; de aquí a una definición bastante restrictiva de la ciudadanía política no había más que un paso.

Sin embargo, Schumpeter, en su libro Capitalismo, socialismo y democracia, de 1944, puso un enorme cuidado en subrayar que sus análisis estaban exclusivamente referidos a los países industriales, donde existía un alto grado de desarrollo económico y una cuota muy importante de bienestar generalizado en la población. Muchos autores soslayan estas consideraciones y se remiten al capítulo que contiene la definición procedimentalista, olvidando de este modo que la concepción schumpeteriana de la democracia estaba sujeta a una condición necesaria: la modernización económica y social del país.

En pocas palabras, si no hay condiciones mínimas de eso que la pregunta llama «ciudadanía social», hablar de ciudadanía política es muy engañoso. No conozco ningún autor clásico que haya tratado el tema de la participación democrática sin partir de la idea de la autonomía moral del sujeto que, a su vez, se suponía basada en un cierto grado de independencia económica. Pienso, claro, en Rousseau; pero también en Jefferson o en Tocqueville, quienes estipulan que la participación sólo es posible cuando nadie depende de otro para poder vivir. Su punto de referencia es una sociedad de farmers, cada uno con un ingreso suficiente y estable que le permite subsistir y no lo pone a merced de la voluntad de otros para satisfacer las necesidades de la vida. Por eso, como a ellos, me parece equivocado suponer que haya una ciudadanía política divorciable de umbrales razonables de ciudadanía social. Evidentemente hoy no pensaríamos en una sociedad de farmers como la del siglo XVIII, pero su equivalente sería la existencia de trabajos regulares y estables, que procurasen un ingreso decoroso. Esa es la condición para que la gente pueda no sólo interesarse en la política, sino informarse, acceder a espacios de discusión y de deliberación, es decir, contar con todos los requisitos indispensables de la ciudadanía política. De lo contrario, ¿sobre qué se asentaría sino esta ciudadanía política?

 

- Si me permites, voy a insistir en otros términos. La lucha por la extensión del sufragio, desde el siglo XIX, está planteada como la exigencia de inclusión de todos los hombres, sin distinciones, en el universo político del estado. Tanto los derechos políticos como los civiles son derechos de todos, esto es, de validez universal. Sin los derechos de reunión, asociación y libertad de expresión no hay sufragio universal posible ni competencia entre partidos. Parece, entonces, más difícil la probabilidad de universalizar los derechos sociales. Como sostiene Bobbio, el principio de universalidad no sirve para los derechos sociales tanto por las diferencias específicas entre las personas (edad, sexo, condiciones personales y sociales) como por sus dificultades para hacerlos efectivos. En este sentido, el estado de bienestar ha cubierto buena parte de la demanda de inclusión social. La fragmentación de la ciudadanía social sería una consecuencia de la crisis de ese estado y de los procesos crecientes de precarización del trabajo.

- Bueno, yo sostengo que la fragmentación y/o ausencia de ciudadanía social afecta a las características mismas de la ciudadanía política carcomiendo sus bases. Esto se relaciona -y no por casualidad han mencionado ustedes al así llamado estado de bienestar- con la conocida contradicción entre capitalismo y democracia. El capitalismo es por definición un sistema fuertemente generador de desigualdades. ¿Cómo se compatibiliza, entonces, con un régimen político basado en la igualdad y en el principio de «un hombre, un voto»? Esa tensión ha existido permanentemente y no ha resultado fácil controlarla. Las soluciones más eficaces que se han encontrado se asocian con un mayor papel del estado, garantizando umbrales mínimos de bienestar a la gente, de manera tal que las desigualdades generadas por el capitalismo queden, de alguna manera, compensadas. En la medida en que esto no sucede, no podemos hablar de derechos políticos pues éstos no consisten solamente en el derecho al voto, sino que también comprenden el derecho a ser elegido, a hacer propaganda política, a acceder a la información política, a participar en el espacio público, etc. ¿Cómo se ejercen estos derechos políticos cuando el ciudadano trabaja catorce horas por día, o está desocupado, sin ningún anclaje social? Si en estas condiciones se lo obliga a votar (como ocurre en nuestro país) y se considera por eso que el régimen es democrático se está alimentando una farsa, que favorece, por ejemplo, la expansión del voto clientelístico, convertido en parte de una estrategia de supervivencia.

La ciudadanía no está asegurada si no se dan determinadas condiciones sociales. La posibilidad misma de ejercer la protesta no está disponible para cualquier grupo social en cualquier momento o lugar. Veamos lo ocurrido en la Argentina con los cortes de ruta, en donde en todos los casos ha existido un cierto principio de unidad, una cierta visualización de un enemigo común por parte de la gente que se movilizó. No cualquiera puede movilizarse, ejerciendo su derecho de «voz» en la protesta, ni tiene tampoco la posibilidad de «salir», según la terminología de Hirschman. Los sectores más postergados de la sociedad no tienen ni «voz» ni «salida», pues deben sobrevivir plegándose a punteros que les aseguren una forma mínima de distribución. Entonces, ¿vamos a llamar ciudadanía política al voto obligatorio de esta gente?, ¿nos vamos a contentar con la definición de ciudadanía política entendida en esos términos? Schumpeter no lo consideraría ciudadanía política y Marshall, por supuesto, tampoco. Creo que la trampa ideológica consiste en separar las dimensiones de la ciudadanía y, en lugar de entenderlas como sólo analíticamente diferenciables, considerarlas como paquetes que se van adquiriendo de a uno por vez, con lo que se legitima una forma de democracia que pudorosamente Edelberto Torres Rivas o Guillermo O'Donnell llaman «de baja intensidad» pero el hecho es que están refiriéndose a un animal diferente del que estaba aludiendo Schumpeter, aunque la mayoría de los politólogos latinoamericanos lo tomen a éste como referente y aunque pueda haber -como dije en otro lado- «parecidos de familia».

 

- En definitiva, ¿cabe un cuestionamiento a la concepción acumulativa de la idea de ciudadanía?

- Hoy en día, sí. En todo caso, a una concepción acumulativa en el sentido de que primero tengo una, después tengo otra, que es, en cierto modo, lo que hizo Marshall de manera ya entonces discutible, porque resulta impensable la ampliación de la ciudadanía política en Inglaterra si no hubiese ocurrido a partir de mediados del siglo XIX, una fase de ascenso del ciclo económico que permitió incorporar a muchos sectores desfavorecidos, incluyéndolos socialmente. De no haber mediado esta situación tales sectores hubieran seguido siendo percibidos como «clases peligrosas» y a éstas no se les podía reconocer el derecho de voto según ya había sucedido en 1832 a pesar de la presión cartista (o por eso mismo). Explícitamente, en 1867 los proponentes liberales de la ampliación del voto decían: «esto es para evitar la democracia, para evitar que se vengan todos los otros».

 

- Entonces, sin la ciudadanía social, si no hay condiciones mínimas, no existe la noción de ciudadanía política. Por tanto, frente a los procesos de exclusión y de precarización del trabajo no podríamos hablar de una ciudadanía incompleta o parcial.

- Actualmente estoy tratando de desmontar en términos teóricos una concepción muy difundida, que los lógicos conocen muy bien: es la falacia de tomar una tendencia por el todo. Esto se explica tal vez hasta por razones profesionales. Quiero decir un autor percibe un determinado proceso que se está desarrollando en la sociedad y que no ha sido advertido por los demás; como resultado de ello, tanto él como quienes lo siguen concentran toda la luz sobre ese proceso particular que pasa a ser considerado entonces como definitorio del conjunto. Pienso, por ejemplo, en el énfasis que pone Rosanvallon en La nueva cuestión social, respecto a que ya no hay más posibilidades de análisis sociológico porque en las sociedades actuales todas son historias individuales, más propias del análisis antropológico. Desde ese lugar Rosanvallon está queriendo hablar, en sintonía con lo que plantean ustedes, de la participación, de la exclusión y de la marginalización en Francia; pero esto dista de ser definitorio de la sociedad francesa, constituye una de las tendencias que se despliegan en su interior. Esta observación se relaciona, a su vez, con algo que ya ha sido muy bien dicho por Michael Mann en un trabajo de hace algunos años. Mann reconoce que en las sociedades capitalistas hay efectivamente un símil de contrato social, pero que no todos los miembros de la sociedad son partes de este contrato. Quienes lo suscriben son los sectores que detentan porciones de poder en la sociedad y que acumulan una fuerte capacidad de veto. Sin embargo, insisto, hay amplias capas sociales que no forman parte de este contrato y, especialmente si pensamos en los sectores excluidos, que ni siquiera disponen de capacidad de sanción y mucho menos de veto. ¿Qué huelga puede hacer un desocupado?

La conexión que quería establecer entre esta idea del contrato social parcializado y el riesgo de generalizar a partir de una tendencia, es que la sociedad comprende, al mismo tiempo, sectores excluidos y amplias capas incluidas, a las que sí se les aplican las categorías tradicionales que definen la ciudadanía política, la ciudadanía social y la ciudadanía civil. Por eso me perturba la idea de hablar en general acerca de los temas de la ciudadanía, pues resulta difícil referirse en los mismos términos al 20% más pobre de la sociedad, al 50% de sectores medios o a las categorías más altas de la escala de ingresos.

La tensión estado/mercado

- Has hecho referencia al tema del estado y quisiera detenerme ahí. Es cierto que el mercado es incapaz de garantizar por sí solo una tarea de coordinación social y creo que cuando aludías a la ciudadanía social pensabas irremediablemente en el estado como única instancia capaz de garantizar ese umbral. Con la idea de «estado solidario» algunos autores, como Pablo Gerchunoff, apuntan a asegurar un piso de ciudadanía social con un estado democrático. Ahora bien, ¿cómo hacer para que esa garantía de umbral de ciudadanía social no implique una recaída en el clientelismo y el paternalismo? Es por eso que resulta importante recuperar la noción de solidaridad, que no tiene cabida en un contexto dominado por la idea de mercado, compatibilizándola con la noción de democracia.

- La primera consideración es que el paternalismo y el clientelismo son fenómenos corrientes en las sociedades de exclusión, de modo que no es un peligro que aceche a la solidaridad sino que convive ya con nosotros en el interior de nuestro país. Asimismo, quisiera formular dos observaciones de carácter más teórico. La primera, es que las dicotomías sirven para iniciar un análisis pero no para avanzar más lejos. Esta idea se puede aplicar a la dicotomía estado-mercado. Un planteo en estos términos no ayuda a identificar la relación entre ambos términos, porque entre estado y mercado hay siempre un sistema complejo de mediaciones sociales e institucionales y lo que realmente define la naturaleza de una sociedad no son tanto el mercado ni el estado, sino las características de este entramado que algunos llaman sociedad civil.

Dicho sea de paso con la idea de mercado ocurre una cosa muy interesante. Robert Heilbroner escribió hace algunos años un libro excelente sobre la naturaleza y la lógica del capitalismo. Allí advierte que, a pesar de su uso tan difundido, hay un concepto que nadie define y da por sobreentendido: el concepto mismo de capitalismo. Pues bien: algo similar ocurre con la noción de mercado. Todos hablan del mercado como si supieran de qué están hablando. En los libros de economía, contra lo que podría suponerse, es raro que se defina al mercado. Algunos reaccionarán tal vez sosteniendo que basta con remitirse a la obra fundacional de la economía de mercado, La riqueza de las naciones. Sin embargo, en este tratado escrito por Adam Smith en 1776 hay un sólo capítulo de cinco páginas dedicado al mercado y a la división del trabajo; y en él Smith sólo se ocupa de este último concepto y no del primero, al que también él da por supuesto. Entonces, ¿qué es el mercado y cómo opera?, ¿de cuántos mercados hay que hablar? Porque no hay un solo mercado de características siempre idénticas a sí mismas: los mercados de bienes y servicios -y depende siempre de cuáles bienes y servicios hablamos- son muy distintos, por ejemplo, del mercado laboral.

Pero hay más: tampoco sabemos muy bien de qué hablamos cuando hablamos de estado, pues para la concepción liberal actual, por ejemplo, es lo mismo que el gobierno y para muchos otros, no. Hace unos años, Macpherson se preguntaba si los liberales empíricos necesitaban una teoría de estado y respondía que en realidad no, pues cuando ellos hablan de gobierno lo llaman estado debido a presupuestos teóricos muy distintos a los que usan los neomarxistas o los liberales humanistas a lo John Stuart Mill.

Este cuestionamiento de las dicotomías me conduce a mi segunda reflexión. En otros lugares he intentado diferenciar analíticamente entre lo que denomino regímenes sociales de acumulación y regímenes políticos de gobierno, para mostrar la medida en que ambos son aspectos (y hay otros) del sistema político. Porque no hay mercado que funcione sin determinaciones políticas y sociales. O, para decirlo más rigurosamente, el régimen social de acumulación media entre la sociedad civil y el mercado así como el régimen político de gobierno media entre la sociedad civil y el estado.

Esta complejización del tema ayuda, creo, a situar mejor, por ejemplo, las diferencias entre los diversos países de América Latina. La etapa de sustitución de importaciones fue muy distinta en Argentina, Brasil, México, Chile y Uruguay. ¿Por qué? Una respuesta precisa exigiría examinar la forma en que se articularon estado, sociedad civil y mercado en cada una de esas experiencias pues ello tuvo incidencia inmediata sobre la textura de la vida política y sobre las posibilidades de solidaridad a las que alude la pregunta. No hay dos capitalismos iguales. Entonces, si estamos frente a un capitalismo tan salvaje como el instalado hoy en Argentina, ciertamente habrá que producir cambios notable para franquear el paso a un estado solidario. La situación es distinta en Costa Rica, uno de los países de América Latina que más gasta en políticas sociales, así como también es distinta la situación en un país como Uruguay.

En síntesis: la noción de solidaridad, por lo dicho antes, es consustancial a la noción de democracia; y no es incompatible con la noción de mercado porque ésta no funciona en el vacío y todo depende del régimen social de acumulación que se configure y del modo en que se articule con el régimen político de gobierno. Pero para entenderlo y poder actuar en consecuencia, hay que superar las dicotomías fáciles que hoy empobrecen el debate.

Liberalismo y democracia

- Hay dos conceptos que no están desvinculados: ciudadanía y democracia. Por definición una democracia es una sociedad de ciudadanos. Por consiguiente, ¿cómo definirías a la democracia en un país como el nuestro?

- Entiendo que esto no es una democracia sino una expresión de lo que en otros lugares he llamado un «liberalismo democrático». ¿Qué es el liberalismo democrático? Sus características son las de un régimen liberal con la apertura democrática que significan elecciones periódicas y universales que no eran propias de aquellos regímenes. En suma, se trata de una democratización del liberalismo, en donde el sujeto es el liberalismo y el adjetivo la democracia y no a la inversa, como en una democracia liberal.

 

-¿Y cuál sería el contenido de ese liberalismo?

- El contenido sería la existencia de derechos civiles y políticos diferenciados -no formalmente pero sí en la práctica- y la restricción de hecho de la participación. No hace falta poner requisitos legales de propiedad si resulta que los requisitos de propiedad funcionan en la práctica. ¿Cuál era el temor de los liberales en el siglo XIX al incluir los requisitos de propiedad y de educación para calificar el voto?

En este sentido, el temor liberal en Europa desde el siglo XVIII en adelante -justificado por la lucha del liberalismo contra el absolutismo- eran los conservadores, los terratenientes, los propietarios de la tierra, que reclamaban el sufragio universal, la expansión del voto, porque podían movilizar en las contiendas electorales a una población sumisa. El fundamento del rechazo liberal a esa demanda conservadora residía en el supuesto desinterés político de esa población, sólo preocupada por defender su precaria subsistencia, lo cual la dejaba a merced del caudillo, del terrateniente o del señor. Esto nos reenvía al tema inicial de la autonomía moral del ciudadano, que tiene por sustento un mínimo de razonable independencia económica. Lo importante era que los liberales oponían inicialmente estos argumentos frente a los conservadores, exigiendo como indicadores de interés en la sociedad a la propiedad y a la educación; después, los mismos criterios se utilizaron para mantener a raya a las «clases peligrosas». Ahora, se cierra el círculo: se democratizó el liberalismo al universalizar el voto; pero, en la práctica, la falta de seguridad económica y de educación siguen operando como fuertes mecanismos de exclusión real para porciones significativas del electorado. Es decir que los límites que antes tenían una justificación progresista, ahora atentan contra la democracia.

 

- En el desarrollo de esta entrevista nos ha sorprendido tu interpretación sobre el concepto de democracia formulado por Schumpeter que diverge de la interpretación corriente.

- Schumpeter, que era un socialista no marxista, señalaba que la democracia no es el gobierno del pueblo sino el gobierno de los políticos. La democracia no era para él un mecanismo de expresión de la voluntad popular sino simplemente un mecanismo para autorizar a gobernar porque las elecciones no son otra cosa que un acto de autorización a ciertos políticos para que sean ellos quienes decidan. Schumpeter, economista profesional, trazaba un paralelo que se hizo famoso: los partidos políticos operan como empresas que, en vez de mercancías, ofrecen dirigentes y programas; en cuanto a los votantes, actúan como consumidores que no usan dinero sino votos y deciden así entre las ofertas que reciben. Una vez elegido, la primera tarea del político -dicho en clave claramente hobbesiana- es sobrevivir. Según Schumpeter, la mayor preocupación del político es asegurar su reelección y para ello construye alianzas y moviliza recursos que le permitan mantenerse en el poder. Por eso advierte Schumpeter sobre la necesidad de controlar esa tentación inevitable que puede conducir a la tiranía de un grupo político enquistado en el poder. Entre los modos de control enumera así una serie de condiciones: políticos idóneos y de gran calidad humana, educados en un marco de tolerancia que limite esa tendencia; una burocracia pública bien entrenada y de alta reputación que ejerza control; una efectiva división de poderes; y una ciudadanía que haya desarrollado los hábitos intelectuales y morales de eso que Schumpeter llamaba la «autodisciplina democrática» capacitada para impedir aquello. Al fijar tales requisitos y condiciones considero que establece un conjunto de garantías indispensables para el método procedimentalista que, insisto, sólo juzgaba viable en ciertas sociedades y no en otras. Es por eso que afirmo que se toma a Schumpeter en forma incompleta cuando se «extrae» de su texto únicamente el método procedimentalista y desearía que se discuta, en cambio, la pertinencia actual de los problemas que el mismo dejó planteados y sus eventuales soluciones. Hoy se habla de un punto de llegada de la historia que identifica a la democracia con un método y resulta que el mismo autor que pretendidamente sirve de fundamento para esa concepción nos ha advertido sobre los riesgos de la democracia procedimentalista, ya que era, en verdad, muy pesimista en cuanto a sus perspectivas de permanencia en el largo plazo.

En un artículo que escribí en 1991, «La democracia y la modernización, treinta años después», procuré mostrar que todos los teóricos de la modernización de la postguerra sostenían al igual que Schumpeter que no era posible la democracia sin una previa modernización económica y social. Todos pensaban que el desarrollo político venía después. Antes había que cambiar las estructuras de la sociedad, industrializarla, alfabetizarla y generar un mínimo de bienestar para el conjunto de la población y recién, entonces, aquel desarrollo sería posible. El cambio notable que se ha producido es que se ha invertido el signo de esa conexión y se antepone la democracia procedimentalista a la modernización económica y social. No digo que esté ni bien ni mal: depende de cómo se haga. Pero sí digo que no era en esto que pensaban Schumpeter y otros teóricos políticos de postguerra y que, por lo tanto, cualquier intento de cerrar hoy el debate remitiéndose a su autoridad no es otra cosa que un recurso ideológico que se hace pasar por científico.

Lo mismo sucede con el uso que se suele hacer de Dahl. Al cabo de unos años, el introductor del concepto de «poliarquía» ha aceptado con gran integridad su error anterior, reconociendo que sin una importante dosis de igualdad económica la igualdad política es un mito. De manera que, volviendo a lo que señalé anteriormente, ¿para qué queremos recorrer el camino de Dahl desde el comienzo para llegar por último a su autocrítica? Mejor empecemos por su autocrítica.

 

-La democracia, por último, presupone reglas pacíficas de sucesión del poder. Nos interesa conocer, por otra parte, las características del consenso generado a finales de los años setenta.

- En primer lugar, es correcto abogar por esas reglas pacíficas. Me parece necesario y evidente. Recuerdo, en segundo lugar, haber señalado recientemente que cuando se vive un momento de aparente consenso social (digo aparente, porque es muy fuerte el consenso entre los que forman parte del contrato social, tanto en nuestro país como en el resto del mundo) se naturalizan ciertas cosas como si fueran válidas de suyo y no requiriesen justificación. Pero antes de continuar, una nota al pie de página. El texto sobre la ideología más interesante que escribió Marx no se encuentra en La ideología alemana sino en el capítulo de El capital sobre el fetichismo de la mercancía. Ahí observa, de manera inobjetable, que el productor se siente producto, que el creador no se reconoce como creador de lo que hace, que el sujeto de la oración se vuelve el dinero y no el que lo genera, que la mercancía se fetichiza. Pero Marx considera que ésta no es una visión ideológica, es lo que pasa en la realidad. Esas percepciones son válidas, la característica del modo de producción capitalista es generar ese efecto y ese efecto es real. ¿Dónde interviene entonces lo ideológico? Interviene cuando se piensa que ha sido, es, y será siempre así. El efecto ideológico es el efecto de eternización de esas relaciones que están históricamente determinadas. De esta manera, se las naturaliza -tal como ocurre con el consenso actual sobre el mercado y el liberalismo democrático-.

Retomo, pues, el tema del consenso. Es interesante mirar hacia atrás. Alguien ha dicho que para hacer buenas profecías hay que tener ante todo buena memoria; y cuando se apela a la memoria se advierte que en otros momentos históricos existieron consensos tan generalizados como éste que existe ahora y que, paradójicamente, se fue gestando cuando el post-modernismo creía que se habían acabado las narraciones universales. En la historia de los siglos XIX y XX hay, en efecto, otros dos momentos que tuvieron características parecidas y que tienen en común un rasgo trivial: los dos se gestaron en los años cuarenta y los dos comenzaron a agotarse en los años setenta. Me refiero, por una parte al free trade en Europa, que se origina en Gran Bretaña y se generaliza como visión del mundo, extendiéndose incluso a países como Alemania o Francia que provenían de otras tradiciones; y que va a entrar en crisis con la depresión de los años setenta del siglo pasado. El keynesianismo, por su lado, en nuestro siglo, alimenta los estados de bienestar desde la década del cuarenta; y esta concepción tan difundida va a tambalearse con la crisis del petróleo de 1973. Dos momentos de consensos generalizados, que tuvieron un apogeo de casi treinta años y que nacieron en Inglaterra (porque Keynes era inglés, aunque realmente la cuna mayor del keynesianismo iba a resultar Estados Unidos) después de la crisis del treinta y ocho y, sobre todo, con posterioridad a la segunda guerra mundial. El tercer gran momento de consenso generalizado nace en Inglaterra en los años setenta con el thatcherismo, aunque se expandirá a partir del llamado Consenso de Washington. Si fuéramos mecanicistas (o supersticiosos), deberíamos suponer que también este consenso va a durar unos treinta años, es decir, que se agotará al concluir el milenio.

De estas comparaciones se pueden extraer varias lecciones. La primera, es que los rumbos que siguieron cada uno de los países implicados en esos consensos generalizados fueron muy distintos, porque lo determinante fue en cada caso la política. Aunque hoy se generalice, por ejemplo, sobre la idea del estado de bienestar conviene puntualizar que el modelo sueco es muy poco comparable al modelo anglosajón o que el modelo francés no se parece al modelo italiano, y así se podría continuar. La segunda lección, obvia pero muy importante, es que si bien esos consensos han marcado etapas históricas, no fueron el fin de la historia. Se pudo pensar durante el auge del estado de bienestar que era el fin de la historia cuando Daniel Bell elaboró su teoría del fin de las ideologías, que era una teoría en verdad optimista: el mundo estaba creciendo, el bienestar avanzaba y Bell creía que se marchaba hacia una convergencia entre la Unión Soviética y los países industriales de occidente, porque la industrialización generaba requerimientos crecientemente comunes. De manera que se trataba de un fin de las ideologías muy distinto al de Fukuyama, que es un final patético y desilusionado, que se resigna a que haya 30 ó 35 millones de pobres en el país más rico del mundo. La tercera lección que me parece interesante comentar lleva a advertir que en los dos casos anteriores se trató de consensos fuertemente basados en la idea de progreso, de ayuda social. Es destacable, por ejemplo, el trabajo efectuado por las organizaciones de clase media en Inglaterra en el siglo XIX para integrar a los pobres, sin el cual la reforma electoral de 1867 no hubiera sido posible. Se trata, como decía antes, de la transformación de las clases peligrosas en clases trabajadoras. En cuanto al estado de bienestar, es sabido, que en los «treinta gloriosos años» de la postguerra los salarios crecieron al ritmo de las ganancias en productividad.

En cambio, el consenso actual mantiene y profundiza un sesgo excluyente, como planteaban ustedes en la primera pregunta. La cuestión es saber si este sesgo va a generar una reacción de los excluidos, que ponga fin al consenso vigente y clausure esta época histórica. Obviamente, desde mi posición teórica sólo cabe el examen y la respuesta país por país. En términos generales, los otros dos consensos terminaron por factores estructurales, como fue la depresión europea de los años setenta del siglo pasado. (Algunos autores como Botana sostienen, con cierta razón, que ese consenso librecambista fue liquidado realmente por la primera guerra mundial. No obstante, con posterioridad a la depresión de los años setenta reverdeció el proteccionismo en muchos países, cambiaron los actores, se inició un activo proceso de concentración, etc.) Igualmente, el estado de bienestar comienza a desarticularse a partir de una crisis externa, la crisis del petróleo y sus efectos desestructurantes en los países capitalistas avanzados.

¿Hasta dónde se puede pensar que serán ahora los factores endógenos los que cambien radicalmente la situación? Es aquí donde podríamos regresar al tema del comienzo, vinculado con la idea de ciudadanía. Mi preocupación es que la ciudadanía política esté tan debilitada en tanto vía de acceso real al poder de los sectores más excluidos de la sociedad, que habrá que recorrer un largo camino para que pueda convertirse en el motor de una transformación que los incluya. No descarto, en cambio, nuevas crisis estructurales. Como ven, toda la temática planteada por ustedes está muy integrada.

Las protestas de los excluidos

- Entonces, el tema es la falta de autonomía. La dinámica de mercado no sólo excluye del ámbito productivo, sino que también priva a los sectores postergados de aquellas aptitudes y capacidades que se requieren para participar políticamente. Siguiendo con el ejemplo de los «piqueteros», articular demandas supone tener acceso a ciertos lenguajes y habilidades que hoy son indispensables para ejercer esos derechos.

- Los «piqueteros» descubren una forma de acción que resulta muy eficaz por el impacto mediático que tiene. Pero, además, hay una pre-condición: en la mayor parte de los casos se trata de gente que ha estado integrada, que ha sido expulsada en el mismo lugar por las mismas empresas o por los mismos procesos. Entonces, allí es posible hallar un principio colectivo de identidad que es más difícil de encontrar en una población marginal, que suele constituir un hacinamiento de gente desocupada y subocupada, que no cuenta con más término de unidad que el meramente territorial.

 

- En cuanto a las manifestaciones de protesta en la Argentina lo que se advierte es la falta de articulación política, aparecen desconectadas entre sí y no logran ser capitalizadas por las fuerzas de la oposición. Se trata de irrupciones espasmódicas, que no se traducen en un avance organizativo y que tampoco logran vincularse con alguna expresión política.

- El liberalismo democrático tiene, precisamente, reglas de juego muy delimitadas, como son las contiendas electorales cada dos o tres años y la necesidad partidaria de acumular votos, quitándole aristas al discurso para atraer la mayor cantidad de votantes posibles. Está demostrado matemáticamente que cuanto más explícito es un programa político menos chances tiene de atraer un número suficiente de votantes. Entonces, la lógica del liberalismo democrático lleva a los partidos de la oposición -por razones tan elementales como la necesidad de soporte financiero y de acceso a los medios- a alinearse junto a los sectores incluidos de la ciudadanía, para recién después poder hacerse cargo de las demandas de los grupos más postergados. Pero, insisto que no cabe efectuar generalizaciones abstractas sobre estas cuestiones. Fíjense, por ejemplo, que cuando comenzaron estas protestas y antes de que la oposición respaldara a la gente que corta rutas; el gobierno ya se anticipaba denunciando de subversiva a la oposición y adjudicándole maniobras para desestabilizar el sistema. En estas condiciones, los andariveles por los que debe moverse la oposición son bastante acotados y complejos. De todos modos, creo que sectores importantes de lo que en las buenas épocas liberales se llamaba «la gente decente» -es decir, la ciudadanía plenamente integrada- empiezan a comprender que esta situación es insostenible en el mediano y largo plazo y que el deterioro institucional nos afecta gravemente a todos.

 

- Eso lo estamos advirtiendo actualmente. Por ejemplo, los informes del Consejo Empresario Argentino respecto a la desocupación revelan una creciente inquietud por las implicancias sociales del ajuste. No deja de resultar paradójico que ese interés por lo social provenga de ciertas expresiones «decentes» integradas por los beneficiarios del ajuste, en tanto observamos cierta dificultad, entre las fuerzas políticas opositoras, para poder integrar lo político y lo social.

- En nuestra sociedad vivimos fenómenos políticos tan particulares como el del justicialismo. Juan Carlos Torre acaba de señalar correctamente la peculiar capacidad que tiene el peronismo de comportarse a la vez como oficialismo y como oposición, según lo muestra el duhaldismo. Esto pone de manifiesto la complicada tarea que tiene por delante la oposición institucional en nuestro país. Complicada pero no imposible.

Los cambios en el régimen social de acumulación

- En tus análisis sobre la transición democrática has empleado frecuentemente la categoría régimen social de acumulación, que no es únicamente una noción económica sino que también incluye componentes políticos e institucionales. En un artículo aparecido en 1994 sostenías que si bien había declinado un régimen social de acumulación, aún no se había consolidado definitivamente uno nuevo. Los cambios derivados de las reformas económicas y del estado implementados bajo el gobierno de Menem, ¿no permitiría señalar que existe un nuevo régimen social de acumulación? ¿Han variado desde entonces las circunstancias como para advertir un nuevo régimen social de acumulación consolidado?

- Desde 1994 (fecha del trabajo citado) el régimen social de acumulación se ha consolidado bastante más, aunque todavía subsisten grandes temas en discusión como la reforma laboral. En efecto, las relaciones entre capital y trabajo son cruciales para un régimen social de acumulación y ellas aún están aguardando una definición. Por otra parte se trata de un régimen social de acumulación estructuralmente frágil pues está muy exógenamente determinado. La Argentina -con más rigor, sus sectores dominantes- tiene la enorme suerte de vivir un momento en que el mercado internacional de capitales registra una liquidez de corto plazo que no existió nunca. En este sentido y para citar a los economistas hace 10 ó 15 años atrás había unos 10.000 millones de dólares de capitales de corto plazo buscando dónde colocarse. En estos momentos hay por lo menos 250 mil ó 300 mil millones, es decir, entre 25 ó 30 veces más, y esto sin considerar los narcodólares. De modo que hay una enorme cantidad de capitales de corto plazo que apuntalan un régimen como el que se ha articulado en la Argentina. La gran cuestión es si está aprovechando bien la oportunidad, si se están echando las bases de un desarrollo sostenible, o si, como ya pasó con Martínez de Hoz, nos estamos endeudando para beneficio de unos pocos.

De todas maneras, regresando a la pregunta, creo que por el momento el nuevo régimen está firme y que esto seguirá siendo así por un par de años, salvo que ocurra alguna crisis externa de la que no quedaríamos aislados, especialmente cuando se depende tanto de un factor exógeno tan volátil como es el capital financiero.

Es claro, que a mi juicio estas posibilidades aumentarían singularmente si se variase el rumbo actual del régimen social de acumulación, tornándolo a la vez más productivo y más inclusivo. Lo cual depende, como es obvio, del resultado de la lucha política.

Es en este punto que desearía formular una observación que me parece bastante importante en vista del tono menor que han venido asumiendo muchas discusiones sobre estos asuntos.

Yo he sostenido machaconamente que un régimen social de acumulación debe ser concebido como una matriz de configuración cambiante en cuyo interior se entrelazan estrategias específicas de acumulación y tácticas diversas para implementarlas, de modo que la acumulación de capital acaba siendo siempre el resultado contingente de una dialéctica de estructuras y de estrategias.

Les doy dos ejemplos. Desde el último cuarto del siglo pasado se consolidó en la Argentina nuestra variante nacional de un régimen agroexportador. Pues bien: con la llegada del radicalismo al poder este régimen no fue abandonado pero se lo modificó en un sentido más nacionalista y más popular que, entre otras cosas, permitió una considerable incorporación de los sectores medios. Después, en los años 30, una dictadura conservadora echó las bases de un nuevo régimen, el de la industrialización sustitutiva, con convenciones colectivas de trabajo incluidas (si la memoria no me falla, las primeras datan de los años 37 y 38). No hay duda que, en 1946, el ascenso del peronismo marcó un cambio de época. Sin embargo, las políticas económicas que implementó se mantuvieron dentro de la matriz que se venía gestando, sólo que en términos de una nueva estrategia que aceleró el proceso de industrialización, expandió los consumos populares y dio lugar a una amplia incorporación social y política de los trabajadores.

En los dos casos que menciono (y la lista podría aumentarse fácilmente) hubo, entonces, continuidades evidentes con lo que se venía dando y, al mismo tiempo, transformaciones sustanciales que le cambiaron la cara al país.

Por eso resulta hoy tan absurdo que el gobierno diga que cuando sus opositores prometen mantener la estabilidad monetaria, las privatizaciones o la apertura comercial están suscribiendo «su» modelo y, por lo tanto, no hay razones para la alternancia. Esos son componentes de la nueva matriz económica pero, en su marco, resultan factibles y deseables políticas tan diferentes como las que separaron a Yrigoyen de Roca o a Perón de Justo. Esto, claro, salvo que los opositores teman asustar a los factores de poder y sus propuestas no trasciendan los términos de aquella matriz en su actual formulación. 

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