MEMORIA DE LA FILOSOFÍA

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AUGUSTO KLAPPENBACH MINOTTI 

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Presentación

El género literario “Historia de la Filosofía” está saturado. Cientos o miles de autores en todo el mundo han incursionado en el tema con mejor o peor fortuna. Me atrevo, sin embargo, a recorrer una vez más los más de dos mil seiscientos años de pensamiento filosófico occidental amparándome en un cambio de título: en lugar de “Historia” llamaré “Memoria” a lo que hago. Y lo explico.

He dedicado casi cuarenta años a enseñar Filosofía. Durante ese tiempo he debido explicar el pensamiento de los filósofos a estudiantes ajenos a estas disciplinas, lo cual me ha obligado a partir de cero, tratando de reconstruir la manera de pensar de Platón, de Aristóteles o de Kant sin apoyarme en supuestos académicos o terminología técnica. Y eso ha dejado un poso en mi memoria que es el que intento reproducir en estas páginas.

El término “memoria” lo uso por lo tanto en un doble sentido: objetivamente, como cuando el Defensor del Pueblo entrega su memoria anual, es decir, la reseña de lo que ha sucedido en ese año (algo más en este caso). Y subjetivamente, utilizando para esa reseña lo que ha quedado en mi memoria del trabajo de esas clases, aunque he de confesar que he consultado algunas fuentes y actualizado algunos datos. Para preservar este carácter de recuerdo y conservar en lo posible su origen oral omito referencias y notas al pie de página, aunque agrego al final una bibliografía comentada, también sacada de la memoria. Y renuncio de antemano a cualquier pretensión de haber elegido con justicia los autores que comento; ya se sabe que la memoria es injustamente selectiva.

Estas páginas resultarán inútiles para quienes hayan estudiado Filosofía. Espero que tengan alguna utilidad para quienes quieran acercarse a ella por primera vez: cuando hayan cumplido ese cometido introductorio será el momento de olvidarlas y leer a alguno de los maestros que en ellas se mencionan. Según la expresión de Wittgenstein habrá que tirar la escalera después de haber subido.

 

Los viejos griegos

La Filosofía nace en Grecia. Lo cual no quiere decir que en otros lugares y en otros tiempos no haya existido pensamiento, ni que la manera griega de pensar sea superior al pensamiento de otros pueblos, ni siquiera que el pensamiento griego no dependa en muchos aspectos de ideas ajenas. Se trata, simplemente, de que la Filosofía griega ha puesto en marcha un modo peculiar de desarrollar la razón, que ha dado como resultado una manera también peculiar de enfrentarse al mundo y del cual ha nacido este estilo europeo de vivir y de pensar que se ha extendido ya por más de medio planeta con  diversas variantes. Con sus logros y sus miserias: con el dominio del mundo y su deterioro ecológico, con los derechos humanos y la explotación del trabajo ajeno, con la curación de enfermedades y las armas de destrucción masiva. Lo mejor y lo peor de nuestra cultura surge en esas pequeñas ciudades diseminadas entre lo que hoy llamamos Grecia, Italia y Turquía. Nos guste o no, somos griegos, y probablemente lo seguiremos siendo por mucho tiempo: por citar sólo algunos ejemplos, el pensamiento científico, la democracia como forma de gobierno, nuestros criterios éticos y estéticos, los idiomas como transmisores de una actitud ante el mundo, constituyen una herencia recibida hace más de dos mil años, aunque más tarde esta herencia se haya mezclado con otras, como la hebrea, la cristiana y la islámica.

Aunque no lo sepamos, hablamos como griegos, pensamos como griegos y conservamos muchos de sus gustos y valores. Y todo eso, cosas de la historia, aunque Grecia sea hoy poco más que una oferta turística en las agencias de la Unión Europea.

 

El escenario

En aquellos tiempos, Grecia no era un país. Desde el sur de Italia hasta las costas del Asia Menor, pasando por lo que hoy llamamos Grecia, surgieron varias  ciudades -pequeñas para los criterios actuales- cada una de las cuales constituía un Estado independiente, con su propio gobierno y sus propias leyes. Las unían, sin embargo, algunos vínculos como el idioma –todas hablaban griego, con algunas variantes- ciertas tradiciones literarias folklóricas y religiosas, como los poemas de Homero y de Hesíodo, y la realización periódica de los Juegos Olímpicos, que convocaban a los mejores atletas de esas ciudades en Olimpia. Eran ciudades prósperas, cuya dedicación al comercio marítimo les aseguraba un continuo contacto con otras culturas y otras ideas, y en las cuales dominaba lo que hoy llamaríamos una burguesía acomodada que podía dedicarse al ocio creativo en la medida en que sus necesidades productivas estaban cubiertas por el trabajo de sus esclavos. Como se ve, las ciudades griegas -a las que en adelante llamaremos las polis, para diferenciarlas de lo que hoy entendemos por ciudades- estaban lejos de constituir un poderoso imperio al estilo de Egipto o de Persia: eran sociedades de clase media, la mayoría de cuyos habitantes seguramente estaban más preocupados por vivir bien que por pasar a la historia por sus grandes hazañas.

¿Cómo se explica entonces que en estas modestas polis se produjera la revolución cultural más importante quizás de toda la historia, al menos de la historia occidental? Probablemente no exista una respuesta global a esta pregunta. Como sucede en la vida humana, en la historia aparecen a veces consecuencias que superan sus causas. Se han mencionado algunas particularidades de las polis, todas ellas ciertas pero que probablemente no llegan a explicar “el milagro griego”. Por ejemplo, la creciente democratización de sus clases dirigentes, que reemplazaron progresivamente a una nobleza más preocupada por el poder que por la cultura, su carácter de ciudades portuarias dedicadas al comercio, que les obligó a abrir su mente por el trato constante con otras formas de vida y otras maneras de pensar, y sobre todo las peculiaridades de su religión.

A diferencia de otros pueblos de su época, la religión griega tenía más de poético y folclórico que de sagrado y mistérico. Las aventuras de los dioses y las diosas griegas, bellamente narradas por sus poetas, expresan todas las pasiones humanas: los dioses y las diosas se enamoran, tienen celos, se tienden trampas, tienen hijos con los mortales, protegen o castigan a los humanos según su capricho y, en general, son personajes que comparten las grandezas, miserias y debilidades de sus fieles. Este tipo de religión deja espacio para que los creyentes busquen por sí mismos las respuestas a las grandes preguntas que las grandes religiones se han ocupado de responder. Un egipcio o un hebreo, por ejemplo, anonadado ante la grandeza y el poder de sus divinidades, no necesita elaborar una filosofía: su religión, por medio de sus sacerdotes y profetas, se encarga de pensar por ellos, de enseñarles cuál es el sentido de la vida y el contenido del bien y del mal. Los grandes dioses de la antigüedad no permiten que se les mire a la cara, y la única relación del creyente con ellos consiste en la adoración sumisa. El griego, en cambio, establece con sus dioses una complicidad en ocasiones festiva, que le deja espacio para buscar en otra parte las respuestas a las grandes preguntas de la vida. La filosofía encuentra así un terreno libre para plantear sus cuestiones y sobre todo, un ambiente tolerante que permite respuestas diversas y contradictorias, en la medida en que no están garantizadas por una instancia sobrenatural sino que provienen de la modesta razón humana. Por el contrario, cuando declina la época clásica y la crisis histórica y cultural se generaliza, muchos griegos comienzan a buscar respuestas en religiones importadas de oriente, menos tolerantes y más absorbentes. Pero nos ocuparemos de esto más adelante, ya que todavía faltan varios siglos para que suceda.

 

El mito y el logos

Los humanos tenemos una inveterada necesidad de explicar el mundo en que vivimos. No nos basta con adaptarnos a él, aprovechar sus ventajas y evitar sus peligros, como tratan de hacerlo los demás animales. Tenemos la manía de preguntarnos por qué las cosas son así y no de otra manera, y ello aunque ese por qué carezca de utilidad inmediata. Queremos saber por saber y esa curiosidad es quizás una de las características más específicas de nuestra especie.

De ahí que aun los pueblos más primitivos hayan buscado explicaciones al mundo que les rodea. Y las primeras explicaciones de las que tenemos noticias toman la forma de relatos. Pero unos relatos que no buscan tanto entretener o agradar cuanto transmitir al oyente una explicación de la realidad. Una explicación, en la mayoría de los casos, sembrada de elementos sobrenaturales, de dioses y demonios, de potencias positivas o negativas de carácter sobrenatural, pero que no pierde de vista la realidad de la vida humana.

Un ejemplo típico de mito lo encontramos en El Banquete de Platón, quizás narrado con cierta ironía. Aristófanes -uno de los asistentes al banquete que da nombre al diálogo- trata de explicar el amor humano acudiendo a un mito. Según él, en tiempos remotos los sexos no eran dos sino tres: hombres, mujeres y andróginos, que participaban de ambos sexos. La forma de todos era esférica, con cuatro brazos y cuatro piernas, como si dos personas de las actuales se unieran por la espalda. Como se sentían muy poderosos, cometieron el peor pecado de la cultura griega: la hybris, la soberbia del hombre que trata de equipararse a los dioses. Zeus, para castigarlos, los divide en dos, dejándolos como son ahora. De tal modo que cada uno de las mitades resultantes busca a su otra mitad: las mitades de los andróginos buscan al sexo opuesto (heterosexualidad), las mitades de los hombres buscan a otro hombre (homosexualidad masculina) y las mitades de mujeres buscan a otras mujeres (homosexualidad femenina). Y a su vez estos amores participan de los astros: el sol (principio masculino) la luna (principio femenino) y la tierra (que participa de ambos)

Como se ve, el relato contiene elementos sobrenaturales y fantásticos, pero la explicación no puede calificarse sin más como falsa. Buena parte de la literatura amorosa de nuestra cultura describe el amor como la aspiración de dos personas a unirse en una sola: “seréis dos en una carne”, dice el ritual del matrimonio, mientras que el lenguaje popular habla de “media naranja”. En los mitos, el relato fantástico sirve de vehículo a una concepción de la vida humana en ocasiones de una riqueza y profundidad que no tiene nada que envidiar a explicaciones más racionales. La mitología griega, en particular, es capaz de transformar en relatos algunas experiencias que se resistirían al lenguaje abstracto de la ciencia.

Pero los griegos, sin abandonar el mundo de los mitos, buscan otros caminos para explicar la realidad. Y lo encuentran en lo que se ha llamado el camino del logos. Como sucede con tantas palabras griegas, la traducción de logos es muy difícil: su significado primitivo remite a la idea de juntar, de reunir, de recoger. Y a partir de allí su significado se dirige al lenguaje. Significa, entre otras cosas, palabra, dicho, definición, razón, explicación, afirmación, discusión, argumento, razonamiento, tratado, estudio, concepto, pensamiento y otras muchas acepciones. De entre ellas, nos interesa fijarnos en dos: logos significa a la vez lenguaje y razón. Y esta coincidencia no es casual. El nuevo camino explicativo que van a emprender los griegos consiste en apelar a la razón renunciando al relato. Pero la razón humana no tiene otra manera de desarrollarse si no es por medio del lenguaje, de la palabra. Los relatos del mito serán sustituidos por conceptos, por palabras que renuncian a contar historias y tratan de apresar la esencia de la realidad.

 

Los primeros pasos de la filosofía

En cualquier caso, los griegos siguen pensando sobre el mundo, preocupados por explicarlo. Y lo primero en que se fijan es en la naturaleza que les rodea. El problema que les preocupa podría describirse así: la naturaleza incluye muchas cosas: las montañas, los mares, los pájaros, las fieras, el rayo, la lluvia, los insectos. La inteligencia se desorienta ante tal multiplicidad: es necesario encontrar un orden en medio de este caos. Y para encontrarlo es preciso fijar un criterio que permita ordenarlo, es decir, un punto de vista que permita reunir cosas muy distintas bajo un único concepto. Recordemos que la palabra logos evoca la idea de recoger, juntar, reunir. Es lo que hacemos todos los días cuando usamos el lenguaje: llamamos hombre o mujer a una persona alta, baja, blanca, negra, joven o vieja, así como reunimos bajo el concepto vegetal objetos tan diferentes como un álamo, una rosa o una lechuga. Siguiendo el modelo del lenguaje, esos primeros filósofos se esforzaron en encontrar algo común, que fuera el origen de todo lo que nos rodea y que hiciera comprensible para la inteligencia la desordenada variedad de las cosas naturales. Y lo buscaron en la misma materia, sospechando que la diversidad no era otra cosa que las sucesivas transformaciones que sufre ese elemento común, cargado todavía de un fuerte simbolismo religioso, que ellos llamaron la physis, palabra que podría traducirse por naturaleza, recordando que ambos términos aluden al nacimiento: aquello de lo que todo nace.

 

Los físicos

Así, por ejemplo, Tales de Mileto (el primer filósofo del que tenemos noticias) supuso que ese elemento común que está en el origen de todos los elementos naturales era el agua. No le faltaban razones: el agua, protagonista de muchas cosmogonías, es capaz de sufrir transformaciones por las cuales pasa del estado líquido al sólido y al gaseoso y constituye la condición necesaria de la vida. Anaximandro, sin embargo, supuso que este origen no había que buscarlo en un elemento tal como lo conocemos sino en una especie de materia primordial que está en el origen de todos ellos pero no se identifica con ninguno y le llamó el ápeiron (lo indefinido) Anaxímenes prefirió elegir el aire, que todo lo envuelve, a todas partes llega y constituye el soplo vital de los seres animados. En cualquier caso, y más allá de la ingenuidad de estas explicaciones, estos primeros filósofos dan un paso decisivo en nuestra manera de entender el universo. La necesidad de explicar el mundo en que vivimos, necesidad que no compartimos con los demás vivientes, ya no busca la explicación en relatos sobrenaturales, en historias fantásticas en las que intervienen dioses y demonios sino en la naturaleza misma, en una reflexión sobre el mundo que renuncia a lo sobrehumano y se conforma con las modestas fuerzas de nuestra razón.

Estos primeros filósofos, de quienes no conservamos ningún texto y de los que sólo tenemos noticias por referencias de otros pensadores posteriores, fueron llamados los físicos por su búsqueda de la physis. Vivieron en Jonia, en ciudades griegas situadas en el territorio del Asia Menor, que hoy corresponde a Turquía, durante el siglo VI antes de Cristo.

En el mismo siglo, pero a muchos kilómetros de Jonia, en el sur de Italia, se desarrolla otra escuela de pensamiento totalmente distinta pero que busca lo mismo: poner orden en la variopinta diversidad de la naturaleza. Es la escuela de Pitágoras, que fundó una especie de monasterio filosófico con una rígida disciplina. A su juicio, ese principio del orden natural no hay que buscarlo en un elemento físico sino en un principio formal: el número. “Todas las cosas que se conocen contienen un número, pues sin él nada sería pensado ni conocido”, decía Pitágoras. Adelantándose a la física moderna, los pitagóricos afirman que el universo está regido por leyes matemáticas, que explican desde el movimiento de los astros hasta la armonía musical y la misma vida humana. Si bien hay que recordar que, como en caso de los físicos, ese principio está teñido de una concepción simbólica y religiosa que la distingue del pensamiento científico.

 

Los metafísicos

Volvemos a las costas del Asia Menor, a la ciudad de Éfeso. Surge allí uno de los pensamientos más importantes de esta primera época, que tendrá una enorme influencia posterior. Heráclito vive entre el siglo VI y el V a. C. y según él la realidad consiste en un continuo proceso imposible de detener y fijar, como las aguas de un río. Este proceso funciona movido por la contradicción: la lucha de contrarios (como la noche y el día, lo seco y lo húmedo, lo frío y lo caliente) hace que nada sea lo que es. Todo es un continuo flujo, un constante devenir, incluyendo nuestra vida humana. Pero sin embargo esta contradicción permanente entre el ser y su negación se resuelve en una armonía universal, en un orden que integra los polos opuestos en un perfecto equilibrio. El logos es capaz de reconciliar los contrarios, como el acorde una lira nace de las distintas notas que surgen de ella. Si los físicos elegían como principio elementos estáticos, como el agua y el aire, Heráclito busca en el fuego el elemento primordial, un elemento que en ningún instante es idéntico a sí mismo y que nace de la negación de aquello que lo alimenta.

Pero una vez más tenemos que emprender un largo viaje y volver al sur de Italia, a la ciudad de Elea. Casi contemporáneo de Heráclito, Parménides concibe la realidad de modo muy distinto. Para él, el ser es lo único que existe y el no-ser no existe, de tal modo que ni siquiera se le debe nombrar. Pero si tomamos en serio estas aparentes trivialidades, llegamos a la conclusión de que todo cambio es una mera apariencia. Porque si cambiar es pasar “de ser algo” a “no ser algo” (o al revés) y uno de esos términos (el no-ser) hemos dicho que no existe, sólo podemos llegar a la conclusión de que nuestra razón sólo puede admitir la existencia del ser inmóvil e inmutable. Y único, porque lo que distinguiría a un ser de otro sería precisamente que uno de ellos “no es” el otro. Y ya hemos vuelto a pronunciar la palabra prohibida: el no-ser. Y, por supuesto, eterno. Si no fuera eterno ¿qué hubiera podido existir antes (o después) del ser? ¿El no-ser? A estas alturas, es ocioso recordar que el no-ser no existe...

Nuestro sentido común se rebela ante estas conclusiones, que parecen meros juegos de palabras: vemos todos los días que los seres que nos rodean son muchos, cambian, se mueven, aparecen y desaparecen. Parménides no lo negaría. Pero eso sólo demuestra que nuestros sentidos no son capaces de ofrecernos la verdadera realidad, aquel principio que los griegos están buscando desde hace ya un siglo y que no se deja atrapar por la vista o el oído y que sólo se muestra a la razón. En los comienzos de la filosofía ese principio fue un elemento material (el agua, el ápeiron, el aire), luego lo buscaron en el número y ahora se piensa en una realidad meta-física, es decir, situada más allá del mundo físico de nuestros sentidos, ya se trate del devenir de Heráclito o del ser de Parménides. Y eso que el camino del logos recién está empezando.

Esta concepción del ser de Parménides como único, eterno, inmóvil e inmutable va a tener una enorme influencia en todo el pensamiento posterior. Cuando hablemos de Platón vamos a tener ocasión de recordar este tema y cuando, mucho más adelante, el cristianismo construya su propia filosofía, su concepción de Dios va a heredar las características del ser de Parménides. Pero no nos adelantemos.

 

Los pluralistas

Se llama así a algunos filósofos que van a tratar de reconciliar el ser único e inmutable de Parménides con el hecho evidente del cambio. Ellos van a aceptar que el ser no cambia, pero negarán que sea sólo uno, y afirmarán que la naturaleza surge de la combinación de varios principios.

Así, por ejemplo, Empédocles recurre a los cuatro elementos tradicionales: el aire, el agua, la tierra y el fuego, que ya habían inspirado a algunos filósofos que conocemos. Estos elementos, entremezclándose, adoptan pluralidad de formas, como dice en uno de sus poemas, hasta el punto que los mismos dioses están compuestos de ellos. Los elementos se unen y se separan movidos por dos principios activos: el amor y el odio. El tiempo no es más que la incesante repetición de estas uniones y separaciones, que continuarán eternamente.

Anaxágoras va más allá. No se trata de cuatro elementos sino de infinidad de semillas, cada una de las cuales contiene las cualidades de todas las cosas, y por eso pueden transformarse sin dejar de ser lo que son. Pero, como siempre, la combinación de estas semillas (spermata, en griego) no está librada a la casualidad. Todo el mundo está regido por una mente o inteligencia (el nous, en griego), independiente de esas semillas, una especie de amor intelectual que genera una especie de torbellino que une y separa esas semillas.

Demócrito es probablemente el más maduro de los pluralistas. Su filosofía anticipa, a su modo, conclusiones que la física moderna va a tardar siglos en postular. Según él, todo lo que existe está compuesto por partículas simples llamados átomos, que etimológicamente significa “lo que no puede dividirse”. Los átomos se parecen al ser de Parménides: son eternos e inmutables, pero se distinguen entre sí por la forma, el orden y la situación y su número es infinito. Según la forma en que esos átomos se combinen en el vacío tendremos la diversidad de seres que pueblan nuestro mundo y sus constantes cambios se deben al constante movimiento (torbellino) a que están sometidos: cuando se juntan producen la generación y cuando se separan la corrupción.

Evidentemente, hay enormes diferencias con la teoría atómica de la física moderna. Pero si tenemos en cuenta que Demócrito escribe en el siglo V antes de Cristo, basándose únicamente en el pensamiento racional y sin ninguna base experimental, no podemos menos de sorprendernos de que formulara un sistema que tanto se acerca a la concepción moderna de la materia. Es verdad que la combinación de los átomos es la que produce las diferencias entre unos seres y otros: el agua es agua porque se combinan dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, pero si otro átomo de oxígeno se les une se convierte en agua oxigenada. Y así con todo.

La teoría atómica de Demócrito (y de un posible maestro suyo que fue Leucipo) va a ser retomada más adelante por los epicúreos, que extraerán de ella preceptos morales, e incluso va a inspirar la poesía de Lucrecio, ya en el mundo latino.

 

Recapitulando

En adelante nuestra historia va a desarrollarse en un nuevo escenario. Pero antes de dejar a estos primeros filósofos (que suelen llamarse los presocráticos, aunque algunos fueron contemporáneos de Sócrates) conviene echar una mirada al camino que hemos recorrido hasta ahora.

Nos hemos encontrado ya con un problema que nos va a acompañar a lo largo de toda la historia y que para algunos constituye la prueba de la inutilidad de la Filosofía. Cada filósofo rechaza lo que dijo el anterior y propone su propia solución al problema. Parece que cada uno está empezando de nuevo la historia del pensamiento, cosa que no sucede, por ejemplo, en la ciencia. Tales afirma que el principio es el agua, Anaximandro que es el ápeiron, Pitágoras que es el número, Heráclito habla del devenir, Parménides del ser, etc. Y la historia del pensamiento seguirá por ese mismo camino.

Si embargo, en lo poco que llevamos visto aparece ya una unidad muy profunda. Como hemos dicho antes, en el fondo de todas esas respuestas diferentes, estos primeros filósofos buscan, cada uno a su modo, un principio único que explique la diversidad de las cosas naturales. Los sentidos, -la vista, el oído, el olfato...- nos ofrecen multitud de datos desordenados y revueltos: vemos colores, formas, oímos sonidos graves y agudos, ruidos, música. Pero si queremos pensar acerca de lo que ellos nos informan, no tenemos más remedio que reducirlas a conceptos, es decir, a unidades que abarcan muchos datos de los sentidos reunidos en un mismo significado. Cuando hablamos de “la humanidad”, por ejemplo, o del “universo”, no nos estamos refiriendo a un confuso montón de impresiones sensitivas (aunque ellas sean necesarias para formar esos conceptos) sino que estamos apelando a lo que esos viejos griegos llamaban logos: recordemos una vez más que su significado originario era el de reunir, juntar.

Y esa tarea de buscar la unidad detrás de la diversidad de las apariencias es lo que hace desde el lenguaje cotidiano (que llama “animal” al mosquito y al elefante) hasta la ciencia más avanzada (los físicos actuales tratan de encontrar una fuerza única que unifique las cuatro fuerzas que rigen el universo). Y esa tarea la inician, de modo tentativo y a veces ingenuo, estos primeros filósofos, que tratan de descubrir un principio único y permanente detrás del aparente desorden de la naturaleza.

 

El hombre y la política: los sofistas

Como habíamos anunciado, cambiamos de escenario. Hasta ahora nos hemos movido a saltos por todo el territorio de lo que se ha llamado “la magna Grecia”, que incluye lo que hoy llamamos Grecia junto con el sur de Italia y las costas del Asia Menor. (Notemos, de paso, que los filósofos del Asia Menor, como los físicos, tienden a pensar de un modo más concreto y material que los del sur de Italia, como Pitágoras y Parménides, más proclives al pensamiento formal y abstracto).

Pero en adelante la gran Filosofía se va a concentrar en Atenas, la ciudad que hoy es capital de Grecia. Y al hacerlo, va a cambiar su centro de interés. Porque en Atenas, durante el siglo V antes de Cristo, se va a implantar un sistema político totalmente novedoso en el mundo antiguo: la democracia.

La democracia ateniense (como es sabido la palabra democracia significa poder del pueblo) no es comparable con las democracias modernas. En primer lugar, no participaban de ella ni los esclavos, ni las mujeres ni los llamados metecos, los naturales de otras ciudades griegas, lo cual reduce la participación del pueblo a una mínima parte del total: los atenienses varones y libres. Además, se trataba de una democracia directa y no representativa como las actuales: el pueblo decidía los asuntos públicos por votación en grandes asambleas. Muchos cargos, además, se ejercían por sorteo entre los ciudadanos, en turnos rotatorios.

Pero más allá de estas peculiaridades y de su carácter limitado, resulta sorprendente la mera existencia de este sistema político cinco siglos antes de Cristo. Pensemos que en nuestro mundo occidental la democracia no comienza a implantarse hasta fines del siglo XVIII, y ello con muchas restricciones: el voto femenino, por ejemplo, no se autoriza en muchos países hasta bien entrado el siglo XX. Como en tantos temas, los griegos adelantaron formas de vida que serían recogidas por occidente muchos siglos más tarde.

Pero lo que nos interesa para nuestra historia es la influencia que tuvo esta democracia naciente en la Filosofía. En un régimen democrático, a diferencia de los regímenes autoritarios, es necesario convencer a los demás de que nuestra propuesta es la mejor, asegurándose así los votos suficientes para sacarla adelante, cosa que no necesita el monarca absolutista o el dictador, que imponen su voluntad sin discusión. Pero para convencer es necesario saber desarrollar los argumentos que justifican nuestras propuestas. De tal modo que se crea en Atenas una demanda de profesores de retórica, que es precisamente el arte de convencer. Y a esas demandas responde un grupo de filósofos a quienes se les ha llamado los sofistas. Los sofistas, por lo tanto, se dedican a formar políticos y para ello echan mano de la filosofía. Sólo que su filosofía ya no va a preocuparse tanto de la naturaleza y sus principios sino sobre todo del hombre y la vida política, de preparar ciudadanos que sepan proponer las mejores leyes, es decir, las leyes más convenientes para la polis. El afán de buscar la verdad oculta de la naturaleza, propio de los filósofos anteriores, va a convertirse en la búsqueda de las razones que resultan más útiles para justificar las leyes que el político propone. De tal modo que los sofistas van a renunciar a la búsqueda de la verdad absoluta. Las leyes -y su justificación filosófica- no son verdaderas ni falsas, sólo son más o menos convenientes: más que buscar la verdad, se trata de ponernos de acuerdo en lo que más nos conviene. De ahí el llamado “relativismo y convencionalismo sofista”: el criterio de la filosofía ya no será “natural” sino “antropológico”, es decir, relativo al hombre en su situación concreta. Una famosa frase de Protágoras hay que entenderla en este sentido: “el hombre es la medida de todas las cosas”: ya el hombre no depende de las leyes naturales que buscaron los presocráticos sino que él mismo establece la ley.

Los sofistas tienen muy mala prensa, debido a las críticas de Sócrates y Platón que enseguida veremos. Se les acusa de cobrar por sus enseñanzas, de despreciar la verdad objetiva reemplazándola por un oportunismo interesado, de compromisos con el poder que cuestionan la pureza del pensamiento filosófico. Sin embargo, los sofistas fueron quizás los filósofos de la democracia, que dieron un paso decisivo para adecuar el pensamiento filosófico a los intereses de lo que hoy llamaríamos “clases medias”, abandonando el carácter aristocrático de la filosofía anterior. Introdujeron en el pensamiento filosófico ideas que hoy consideraríamos modernas, como cierto cosmopolitismo que adelantaba la afirmación de la igualdad de todos los hombres, incluyendo en algún caso el rechazo de la esclavitud y una actitud agnóstica con respecto a la creencia en los dioses. En cualquier caso, no se puede negar que tuvieron una gran importancia en la historia del pensamiento al comenzar una reflexión sistemática, que ya nunca se abandonaría, acerca del hombre y la política.

 

Sócrates: presentación (470-399 a. C.)

Sócrates, que se sepa, no escribió una sola línea y sin embargo es uno de los filósofos que dividen en dos la historia del pensamiento: antes de Sócrates y después de Sócrates, como sucederá mucho más adelante con Kant. Según su propia expresión, su misión era comparable a la de un tábano que pica al caballo para mantenerlo despierto: aguijoneando a los ciudadanos de Atenas para impedirles dormir satisfechos de su ignorancia.

Se podría calificar a Sócrates como un sofista disidente, ya que comparte con los sofistas muchos rasgos de su pensamiento: su interés por los temas antropológicos, éticos y políticos, su dedicación a enseñar a los jóvenes -si bien se enorgullecía de no cobrar por sus enseñanzas-. Pero se separa de ellos en lo que se refiere al relativismo y escepticismo de los sofistas: Sócrates busca incansablemente verdades absolutas que fundamenten las decisiones morales y políticas, no acepta que la filosofía se reduzca al “arte de persuadir” y por lo tanto renuncia al arte de elaborar bellos discursos que convenzan a los ciudadanos.

Detrás de todo ello existen, sin duda, razones políticas. Hemos dicho antes que los sofistas eran los filósofos que demandaba la nueva sociedad democrática. Pero Sócrates ha tenido tiempo de desilusionarse de la democracia ateniense: después de las guerras del Peloponeso y la dictadura de los llamados Treinta Tiranos, proliferan las conspiraciones y la lucha de intereses personales, corrompiendo el régimen democrático de los primeros tiempos del siglo de oro (el siglo V a.C.). Probablemente Sócrates añora el antiguo esplendor de la polis y trata de restaurarla buscando un fundamento filosófico sólido que la decadencia y el oportunismo de los tiempos no le ofrecía. Y la consecuencia política de ese intento es su defensa de un régimen aristocrático, que no se refiere a la aristocracia que proporciona el dinero ni la nobleza del nacimiento sino a lo que indica la etimología de la palabra: gobierno de los mejores.

Sea como fuere, sus enseñanzas y su constante cuestionamiento a los poderosos de su tiempo irritaron a las clases dominantes hasta el punto de acusarle de impiedad y corrupción de la juventud. Sócrates es sometido a juicio. Asume su propia defensa y la ejerce de un modo tan brillante que fuerza al jurado a condenarlo a muerte; quizás si hubiera admitido su culpa y solicitado clemencia la pena hubiera sido menor.

Por respeto a las leyes de la polis se niega a aceptar un plan de fuga y espera el momento de la ejecución rodeado de sus discípulos y filosofando sobre la virtud y la inmortalidad del alma. Cuando llega el momento de beber el veneno lo hace con absoluta tranquilidad, convencido de que la muerte no es un mal sino un tránsito a una vida mejor, liberada de la servidumbre del cuerpo. Se ha comparado muchas veces este final de Sócrates con la muerte de Cristo, que, como él, divide en dos la historia.

Lo que hemos dicho sobre Sócrates, y lo que diremos en adelante, está basado casi totalmente en lo que cuenta su discípulo Platón, que dedica varios libros -llamados Diálogos- a su maestro. En  la Apología de Sócrates narra el desarrollo del juicio y su condena, en el Critón su cautiverio y en el Fedón sus últimos momentos y su muerte. Y en muchos otros Diálogos desarrolla su doctrina, poniendo su propia filosofía en boca de su maestro. ¿Hasta qué punto el retrato de Platón es fiel al Sócrates real? Nunca lo sabremos. Aristófanes -un autor teatral bastante irreverente- lo presenta como un viejo pedante y engreído. Jenofonte -un historiador de la época- coincide bastante con Platón. En cualquier caso, el Sócrates que ha pasado a la historia es el que nos legó Platón, y a él vamos a atenernos.

 

Sócrates: su filosofía

La madre de Sócrates era comadrona. Y Sócrates solía bromear diciendo que su oficio era el mismo que el de su madre: sólo que en lugar de ayudar a parir niños, él ayudaba a dar a luz la verdad. Porque una de las ideas centrales del pensamiento socrático consiste en su afirmación de que la verdad habita en el interior de cada uno y sólo es necesario conocerse a sí mismo para encontrarla. Rechaza por lo tanto el estilo sofista de enseñar, basado en la aceptación de la doctrina de un maestro. El verdadero maestro no inculca sus verdades al discípulo, sino que busca con él la verdad que habita en el alma de ambos. Desde este punto de vista podemos decir que conocer es recordar lo que el alma ya sabe desde siempre pero que permanece oculto por las necesidades y preocupaciones materiales de la vida Y esta verdad es la misma para los dos, porque la verdad -a diferencia de lo que pensaban los sofistas- es una sola. De ahí su método, llamado mayéutica, que significa precisamente “el arte de dar a luz”. La mayéutica, por lo tanto es el arte del diálogo, de una conversación en la cual maestro y discípulo comparten su ignorancia y buscan juntos el recuerdo de una verdad cuyo germen está en el alma de los dos. Pero para encontrar la verdad, el primer paso es convencerse de que no la conocemos, es decir, abandonar las falsas verdades que son fruto de la costumbre y la ignorancia. De ahí que el primer paso del método socrático consista en la ironía: cuestionar mediante hábiles preguntas al interlocutor para hacerle caer en la cuenta de su ignorancia y sus contradicciones, hasta que se convenza de lo primero que se necesita para aprender: reconocer que no se sabe. Al “saber que no sabe” su situación ha mejorado, ya que antes era ignorante sin saberlo. Pero no todos saben aprovechar este paso, y muchos de los interlocutores de Sócrates se sienten humillados y furiosos al ser víctimas de esta ironía del maestro.

Una vez que se ha reconocido la ignorancia se puede pasar a la dialéctica, es decir, a un diálogo en el cual maestro y discípulo, a partir de sus ideas personales, buscan una verdad universal de la que ambos participan. Búsqueda que en los diálogos socráticos nunca termina, ya que lo que le interesa al maestro no consiste en encontrar verdades completas y definitivas sino indicar el camino para que cada uno sea capaz de buscarlas en su propio interior. Uno de los diálogos de Platón en que se muestra claramente este método de su maestro es el Menón. En él, Sócrates logra que un esclavo analfabeto resuelva un problema de geometría sin indicarle la solución, sólo orientándole con hábiles preguntas a buscar la solución por sí mismo, solución que se supone debía existir ya, aunque olvidada, en el alma del esclavo. (Aunque, todo hay que decirlo, las preguntas de Sócrates orientan bastante las respuestas de su interlocutor...).

Y esta sabiduría que el alma posee desde que nace es también la fuente de la bondad, de la vida moral. Porque el alma que conoce el bien necesariamente va a tratar de hacerlo realidad en su vida. La maldad, por lo tanto, no es más que ignorancia: todos buscamos el bien, pero el ignorante, el que ha olvidado en qué consiste, se equivoca y confunde el bien con el mal. Por lo tanto, lo que hay que hacer con el hombre malo es educarlo. Una vez que conozca el bien se sentirá inclinado a buscarlo en sus acciones, tal es la fuerza de esa idea suprema. Esta doctrina, conocida como el intelectualismo moral va a tener una enorme influencia en la historia, en particular en la historia de la educación.

Platón pone en boca de Sócrates los fundamentos filosóficos de este método, que abarcan una importante teoría del conocimiento, así como muchas otras afirmaciones de su filosofía sobre política, moral, estética y metafísica. Veremos algunas de ellas en el capítulo dedicado a Platón, recordando que hoy resulta imposible separar claramente la doctrina del maestro y la del discípulo.

 

Platón:presentación(427-347a. C.)

Se ha dicho que la historia de la Filosofía no es más que un comentario a la filosofía de Platón. Probablemente esta afirmación es exagerada, pero no cabe duda de que con Platón comienza la gran Filosofía occidental: todo lo anterior, Sócrates incluido, son intentos muchas veces geniales pero siempre fragmentarios y parciales. Por primera vez Platón propone un sistema filosófico, es decir, un conjunto de reflexiones articuladas entre sí que abarcan los grandes temas del pensamiento humano: cómo podemos conocer la verdad, qué es el bien y el mal, en qué consiste la belleza, cómo debe organizarse la vida política y en definitiva en qué consiste la realidad. Sin  embargo su filosofía no toma la forma de un tratado académico o científico. Los libros de Platón son, en su mayoría, diálogos en los cuales dos o más interlocutores -uno de ellos suele ser Sócrates- hablan acerca de un tema, utilizando muchas veces recursos literarios y poéticos de una gran belleza y frecuentemente dejando el tema inacabado.

Quizás se pueda definir a Platón como un político frustrado (genialmente frustrado). En su juventud intentó dedicarse a la política activa con poco éxito. Hizo varios viajes a Siracusa como consejero político y uno de ellos terminó tan mal que lo vendieron como esclavo, siendo rescatado por algunos amigos. Cuando volvió a Atenas abandonó la política activa y dedicó sus esfuerzos a la teoría política, proponiendo la primera utopía de la historia, es decir, un modelo de sociedad que él consideraba perfecta. En sus diálogos La República y Las Leyes describe esa sociedad ideal, en ocasiones hasta el mínimo detalle. Sin embargo, en todos sus demás libros está presente su teoría política, incluso cuando trata temas aparentemente tan distintos como la teoría del conocimiento o la metafísica, como veremos enseguida.

 

Platón: su filosofía

Un breve resumen de la filosofía de Platón es imposible. De modo que sólo vamos a indicar algunos temas fundamentales de su pensamiento, sin pretender siquiera desarrollar los más importantes.

Comencemos por el modo de llegar a conocer la verdad, lo que se llama teoría del conocimiento. Como en muchos otros temas, Platón lo explica en el diálogo La República por medio de una ficción literaria, una historia alegórica que utiliza para transmitir su teoría filosófica. Método que nos recuerda lo que hemos dicho acerca del mito: las historias pueden utilizarse para expresar ideas.

Imaginemos un grupo de cautivos, encadenados de tal modo que no pueden moverse, encerrados en las profundidades de una caverna. Los cautivos sólo pueden mirar hacia el mundo de la caverna, que está abierta a la luz del sol a sus espaldas. Frente a la entrada de la cueva hay una hoguera encendida y entre los cautivos y la hoguera pasan caminantes que llevan objetos en sus manos y hablan entre sí. Los cautivos, como no pueden volverse, sólo pueden ver las sombras de los caminantes y su carga proyectadas en el fondo de la caverna y oír el eco de sus voces. Y como están encadenados desde que nacieron confunden esas sombras con la verdadera realidad.

Lo mismo nos pasa a nosotros. Ya hemos explicado por qué los griegos desconfían del testimonio que nos dan los sentidos, incapaces de ofrecernos la verdadera realidad Recordemos a Parménides: si nosotros somos capaces de conocer la verdad, la belleza, la bondad es necesario que esas ideas existan realmente. Y conviene aclarar que el término idea no significa aquí lo mismo que en nuestra cultura: para nosotros la palabra idea indica un producto de nuestra mente, algo que nosotros pensamos. Para Platón, las ideas son, por el contrario, realidades objetivas, que existen por sí mismas, independientemente de que las pensemos o no. En este sentido son reales, más aún, son las únicas realidades en el sentido pleno de la palabra, ya que las cosas materiales sólo participan imperfectamente de la realidad de las ideas. Y cuando decimos, por ejemplo, que un ser humano es bello o bueno, estamos afirmando que esos datos que nos dan los sentidos participan de las ideas de belleza o de bondad. Así como las sombras tienen algo de los objetos que las proyectan en el fondo de la cueva, así los cuerpos que vemos y las palabras que oímos contienen algo que reciben de esas ideas.

Y para que eso suceda es necesario que esas ideas sean universales: las ideas matemáticas (como proporción, igualdad, semejanza), la belleza, el bien, son ideas únicas. Las cosas materiales, por el contrario, son muchas y diversas. Pero así como la luz del sol es capaz de iluminar numerosos objetos a la vez, cada uno de los cuales recibe algo de su luz, así las ideas pueden iluminar las cosas y personas que nos ofrecen los sentidos. Y por eso podemos decir, por ejemplo, que una flor es bella o que un hombre es bueno: la flor y el hombre han recibido algo de las ideas de belleza y de bondad. Y eso también explica que haya unas flores más bellas que otras y unos hombres más buenos que otros. Es la misma idea la que los ilumina, pero así como la luz del sol no llega del mismo modo a todas partes, también las cosas materiales participan de las ideas en distinta medida.

Y lo mismo vale para otro tipo de conocimientos, como los matemáticos. Supongamos la siguiente afirmación como ejemplo: “una semilla es a un árbol, como un huevo es a un pollo”. Se trata, como sabe cualquier estudiante de matemáticas, de una proporción, cuyo significado es evidente. Sin embargo, nuestros sentidos sólo nos permiten ver la semilla, el árbol, el huevo y el pollo. Ni la vista más aguda ni el oído más sensible nos pueden aportar lo más importante de esa frase: la idea de proporción. Un animal vería los mismos objetos que nosotros, pero no sería capaz de comprender su significado, porque el animal sólo puede conocer la realidad por medio de sus sentidos. Lo mismo sucede con la idea de igualdad: vemos cada uno de los objetos, pero cuando decimos que son iguales estamos afirmando que ambos participan de la misma idea.

Por lo tanto hemos de aceptar la existencia real de un mundo de ideas (mundo inteligible, lo llama Platón). Al hablar de “mundo” no nos estamos refiriendo a un lugar: sólo las cosas ocupan lugar, y sería absurdo decir, por ejemplo, que la idea del bien está a la derecha o a la izquierda de la idea de belleza. Para comprender a Platón, y no sólo a él, hemos de quitarnos de la cabeza el prejuicio de que sólo es real lo que podemos ver, tocar u oír: las ideas son reales pero no materiales, existen pero no en un lugar determinado. Y casi se podría decir que son más reales que las cosas, porque son eternas y no cambian. Una persona bella sólo lo es durante un espacio de tiempo, el triángulo que dibujo en la pizarra será borrado mañana. Pero las ideas de belleza y la idea de triángulo son eternas y no cambian con el tiempo.

De modo que vivimos en un mundo de cosas (los cuerpos de las personas, los árboles, los animales) que sólo puede ser comprendido porque participa de un mundo de ideas. Gracias a este mundo podemos llegar a conocer ideas que no cambian nunca (como las ideas matemáticas, por ejemplo), descubrir que unas cosas valen más que otras, distinguir el bien y el mal (por las ideas de belleza y de bien) y afirmar verdades universales, que valen para todo tiempo y lugar, cosa que la vista y el oído nunca podrían ofrecernos. Sólo por la existencia del mundo inteligible es posible la ciencia, el conocimiento que va más allá de lo que se ofrece a nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras narices. Y de todas esas ideas, la idea del bien es la suprema. Así como el sol hace posible que nuestros ojos vean las cosas materiales, la idea del bien ilumina todo lo que conocemos por la razón. Porque es la idea que nos atrae en la búsqueda de la verdad, lo que se ha llamado el amor o eros platónico, que no nos permite quedarnos instalados en el mundo material y las necesidades del cuerpo. El mundo de los sentidos sólo puede ofrecernos, como sustituto de la verdadera ciencia, lo que Platón llama opinión, es decir, un conocimiento de inferior calidad, propio de las cosas que cambian y que resulta útil en muchos casos, pero que no llega a comprender la realidad misma.

Pero el conocimiento de las ideas requiere un aprendizaje largo y difícil, como veremos enseguida.

 

El hombre

Sólo el hombre es capaz de conocer así. Los demás animales están limitados a los datos que les ofrecen sus sentidos y por lo tanto son incapaces de conocimientos universales. ¿Por qué? Porque el ser humano no es sólo cuerpo: él posee un alma que es, por así decirlo, ciudadana del mundo de las ideas y que hace posible que el hombre se eleve más allá de lo material y visible. Un alma que, a diferencia de nuestro cuerpo, es inmortal y capaz de vivir muchas vidas sucesivas y que vive en una lucha constante con un cuerpo que no comprende su aspiración a lo más alto, ocupado como está en satisfacer sus necesidades y deseos terrenales. Sócrates decía no temer a la muerte, porque estaba convencido de que constituía la liberación del cuerpo y el paso a una vida mejor para el alma.

Para explicar todo esto Platón recurre a nuestro viejo conocido, el mito. No queda muy claro si Platón cree realmente en esta explicación mítica, o simplemente la utiliza como elemento pedagógico, para facilitar la comprensión de su filosofía a sus discípulos. De todas formas, lo explica más o menos así. Antes de unirse al cuerpo, al alma vivió en el mundo de las ideas y por lo tanto las conoció directamente, cara a cara. Por una especie de “pecado original”, el alma es exiliada de este mundo y se une a un cuerpo. Y cuando esto sucede, al alma se olvida de los conocimientos que adquirió en su vida anterior: el cuerpo la llena de inquietudes, de necesidades y deseos que hacen que el alma se ocupe más del mundo visible que del inteligible. Sin embargo, algo queda en ella de su antigua sabiduría, y cuando advierte en el mundo visible ese reflejo de las ideas de que hemos hablado antes, es capaz de recordar las ideas mismas que había olvidado. Aprender, por lo tanto, es recordar, y esto explica el episodio del esclavo que resuelve ante Sócrates un problema de geometría: el alma del esclavo ya sabía la respuesta, aunque la había olvidado, y bastaron las hábiles preguntas de Sócrates para sacarla a la luz.

En términos más filosóficos, podemos decir que Platón defiende el innatismo del conocimiento: las ideas son innatas, las tenemos desde antes de nacer, y no porque un maestro nos las inculque. Como vimos al hablar de Sócrates, todo aprendizaje es reminiscencia, es decir, recuerdo de lo que habíamos olvidado, de tal modo que la acción del maestro se parece a la de una comadrona que ayuda a dar a luz la verdad. Conviene advertir, de paso, que si separamos de las explicaciones platónicas las alusiones al mito, este innatismo se parece mucho a modernas teorías psicológicas y pedagógicas, que afirman la existencia en el ser humano de estructuras innatas que hay que ayudar a desarrollar, antes que introducir en el alumno los conocimientos desde fuera. Pero este es otro tema, que va más allá de lo que podemos tratar aquí.

 

La política

Antes hemos dicho que toda la filosofía de Platón tiene un significado político. Para comprenderlo, es necesario recordar que la política no significaba para los griegos lo mismo que para nosotros. La polis griega no era solamente un lugar donde vivir, como pueden serlo las ciudades modernas: formaba parte fundamental de la vida de un griego libre. En la época clásica no se concibe la búsqueda individual de la felicidad. La felicidad es la felicidad de la polis, y el ciudadano será feliz en la medida en que se integre como una parte de ella, de tal modo que el destierro de la polis era para un griego similar a la pena de muerte. Todavía no había surgido el concepto de individuo y mucho menos el de individualismo: el hombre se comprendía a sí mismo formando parte indisoluble de la sociedad en la que habitaba.

Platón es uno de los representantes más claros de esta concepción política del hombre. Todo el proceso de conocimiento que hemos descrito tiene un objetivo: conocer el bien, la idea suprema que orienta o debe orientar toda nuestra vida. y sólo aquellos que hayan llegado a conocerlo serán capaces de dirigir la ciudad hacia su finalidad última: la felicidad de los ciudadanos. Es decir, el conocimiento de las ideas está orientado a la formación de políticos, aunque de un modo muy distinto al que ejercitaban los sofistas. Los políticos platónicos no deben tratar de convencer sino de buscar el bien de la ciudad. Y ese bien es universal, válido para todos los ciudadanos, lo sepan ellos o no, ya que se no se fundamenta en una mera convención o acuerdo entre los habitantes de la polis sino en ideas eternas que deben ser el modelo por el cual se gobierne este mundo. Por ello sólo pueden dirigir la ciudad aquellos ciudadanos que hayan sido capaces de elevarse sobre el mundo visible y conocer las ideas en sí mismas, llegando hasta la idea suprema del bien: el gobernante debe ser un rey filósofo.

La propuesta política de Platón es, pues, una propuesta aristocrática en el sentido etimológico de la palabra: gobierno de los mejores, y por lo tanto se aleja de la democracia ateniense, que otorgaba el poder al pueblo. Para Platón, el pueblo nunca podrá gobernar, porque el camino hasta las ideas es largo y difícil, y sólo una pequeña parte de los hombres es capaz de ascender desde este mundo visible al mundo de las ideas. La democracia sólo lleva a la lucha de facciones por el predominio y la consiguiente fragmentación de la sociedad. Hay que notar, sin embargo, que esta aristocracia platónica es una aristocracia de la sabiduría, muy distinta de las aristocracias que han gobernado este mundo y que sólo exigían “a los mejores” haber nacido de padres tan “aristocráticos” como ellos, poseer suficiente cantidad de tierras y riquezas o haber vencido en la guerra. Como dijimos antes, Platón echa de menos el esplendor de la polis del siglo de oro y busca en la filosofía el camino para restaurarla, aunque este camino le lleve muy cerca de una concepción totalitaria de la sociedad. Basándose en estos principios construye -sobre el papel- lo que él considera una ciudad perfecta, diseñando  la primera utopía de la historia.

Coherente con su doctrina filosófica, habrá que ocuparse ante todo del plan de estudios para formar gobernantes. Platón detalla en La República lo que hoy llamaríamos las asignaturas de ese currículo. No ha de quedarse en las enseñanzas corporales tan valoradas en el mundo griego, como la gimnasia y la danza: esas asignaturas se dirigen a perfeccionar el cuerpo que, como ya sabemos, está limitado al mundo de los sentidos. De lo que se trata es de ayudar al alma a elevarse hasta el mundo de las ideas. Para ello, conviene empezar por las matemáticas, no porque Platón quiera formar matemáticos profesionales, sino porque su estudio ayuda a superar el mundo de los sentidos. Las verdades matemáticas no se ven ni se oyen: se piensan con la razón. Cuando enunciamos una ley matemática estamos afirmando una verdad que los sentidos no pueden darme, ya que se trata de leyes universales y necesarias. Y este aprendizaje acostumbra al alma a comprender los límites del conocimiento sensible para llegar a la verdad. Los gobernantes también deben estudiar astronomía, no para que se esfuercen en mirar hacia arriba, sino porque el orden y la armonía del universo, que ya había descubierto Pitágoras, son un buen reflejo de ese mundo de ideas a los cuales el gobernante tiene que llegar. Pero la asignatura suprema, a la que pocos llegan, será la dialéctica, es decir, el estudio de las ideas en sí mismas y no sólo de sus reflejos en este mundo, hasta llegar a comprender la idea del bien. Así como los ojos necesitan acostumbrarse para mirar el sol, así también el alma se deslumbra con la idea del bien, y son necesarios muchos años de estudio para poder hacerlo. Sólo el que lo consiga será digno de ser el rey filósofo y podrá dirigir la polis hacia su verdadera finalidad: la felicidad de los ciudadanos.

Esta felicidad, sin embargo, no consiste en lo mismo para todos. Platón distingue tres grupos de habitantes de la polis, según el punto a que hayan llegado en el camino de ascensión hacia las ideas. El grupo más numeroso lo forman los artesanos, que no han superado el mundo de los sentidos (la opinión): su misión es el trabajo manual, que provee a la ciudad de los bienes materiales que necesita para la vida. La virtud propia de los artesanos es la templanza, es decir, el hábito de moderar las pasiones conformándose con lo necesario: no se puede pedir más que esta virtud inferior a quienes no han sido capaces de asomarse al mundo de las ideas. Algo más han avanzado los guerreros o guardianes, que se encargan de defender la polis de sus enemigos y por lo tanto su virtud característica es de un tipo más alto: la fortaleza, el valor capaz de enfrentarse al enemigo y dar la vida por su ciudad. Queda reservado al tercer grupo, el de los gobernantes, la virtud más alta que es la prudencia, es decir, la sabiduría práctica, capaz de tomar las decisiones que convengan en cada momento a la luz de las ideas, especialmente de la idea del bien. Y hay que notar, cosa insólita en la época, que Platón abre la posibilidad de que a este grupo de gobernantes accedan las mujeres, tradicionalmente ausentes de la vida política de Atenas. Corresponde finalmente a la virtud de la justicia, propia de la misma polis, dar a cada uno lo suyo, es decir, distribuir las funciones públicas según la capacidad de cada uno de los habitantes de la ciudad.

La pertenencia a uno u otro grupo de ciudadanos la decide el proceso de la educación: los que se quedan en los primeros pasos serán artesanos y según vayan ascendiendo llegarán a guerreros o gobernantes. Pero una vez que forman parte de uno de estos estamentos no deberán conspirar para pasar a un nivel superior, bajo severas penas. Además, a los dos grupos superiores se les exige más que al pueblo llano: no podrán tener una familia propia ni gozarán de propiedad sobre sus bienes. Será el Estado quien decida las uniones, eduque a los hijos y distribuya los bienes según las necesidades. Una especie de “policía secreta” vigila para que este orden no se ponga en cuestión, llegando incluso a desconfiar de los poetas, cuyo discurso no siempre se atiene a la corrección política.

Como dijimos antes, no hay lugar en la polis platónica para lo que hoy llamaríamos “derechos individuales”: el ciudadano está en función de la comunidad política y su felicidad radica en su integración en la sociedad antes que en el cumplimiento de sus proyectos individuales. Probablemente ninguno de nosotros querría habitar en esta ciudad platónica. Pero algunas críticas actuales a esa utopía pierden de vista la época y el contexto histórico en que se escribe: falta mucho tiempo para que se abran paso lo que hoy entendemos por derechos humanos, como el derecho a la vida y a la libertad. No se puede negar que, pese a su carácter totalitario, la República de Platón supera los criterios dominantes en esa época acerca del ejercicio del poder, basado en el nacimiento, la fuerza militar o la riqueza al proponer el predominio de la sabiduría en la política.

En cualquier caso, la filosofía de Platón inicia un camino que va a marcar todo el pensamiento de nuestra cultura occidental. Como veremos más adelante, el cristianismo tomó de Platón muchas de sus ideas fundamentales, hasta el punto de que Nietzsche llamó a la doctrina cristiana “platonismo para el pueblo” y no hay filósofo en la historia occidental que no haya tenido en cuenta su pensamiento, empezando por su discípulo Aristóteles, de quien pasamos a hablar.

 

Aristóteles: presentación (384-322 a.C.)

Pese a haber sido durante veinte años discípulo de Platón, Aristóteles pertenece culturalmente a otro siglo: en la segunda mitad del siglo IV a.C. ya no se puede pretender la vuelta de Atenas a su pasado glorioso. Aristóteles acepta más que su maestro la realidad en la que vive y trata de sacarle partido renunciando a toda utopía. Como veremos cuando tratemos su política, no pretende proponer un modelo de ciudad perfecta sino aprovechar lo mejor posible los elementos positivos que encuentra en unos tiempos que ya anuncian la decadencia de la polis.

Esta actitud realista va a marcar toda su filosofía. También Aristóteles es un político, y también toda su filosofía va a estar marcada por su concepción de la sociedad, pero la distancia que toma del pensamiento de su maestro le va a permitir un acercamiento más terrenal a la realidad de su tiempo. Incluyendo una actitud más científica y menos poética que Platón, aun cuando desde muchos puntos de vista haya superado a su maestro.

Revisando hoy los escritos de Aristóteles (muchos perdidos para siempre) no llegamos a comprender cómo la mente de un solo hombre ha podido producir una obra de tal magnitud. Todos los temas posibles fueron objeto de su atención; escribió sobre física, biología, astronomía, lógica, ética, política, estética, metafísica. Y en unos tiempos en que no era posible recurrir a bibliotecas que recogieran obras de sus antepasados sobre los mismos temas, como podemos hacer hoy. Quizás esta misma genialidad ha sido la causa de que su doctrina frenara durante muchos años la investigación científica: era tal el prestigio del maestro que durante siglos muchos intelectuales se limitaron a repetir y comentar sus obras antes que a buscar caminos nuevos.

 

Aristóteles: su filosofía

El conocimiento

Aristóteles, lo mismo que su maestro Platón, intenta resolver el viejo problema común a toda la filosofía griega, del que ya hemos hablado: sabemos que sólo con los datos que nos dan los sentidos no se puede hacer ciencia (o filosofía, que en esa época no se distinguen). Porque la ciencia trata de las leyes universales y necesarias de la realidad, y los sentidos lo único que nos pueden dar son datos particulares (este árbol, aquel animal) y contingentes (que son así pero podrían ser de otro modo). Los sentidos nos presentan un mundo que cambia constantemente, mientras que la ciencia (por ejemplo las matemáticas) es capaz de llegar a verdades que valen para todos los tiempos y lugares.

Acabamos de ver la solución que da Platón a este problema: afirmar la existencia de un mundo de ideas, de las cuales participan las cosas materiales. Pero a Aristóteles no le convence esta división de la realidad en dos mundos distintos: ¿cómo explicar un mundo de objetos materiales, que cambia continuamente, por otro mundo de ideas universales que siempre permanecen iguales? ¿Qué parentesco puede haber entre las cosas y las ideas? Él quiere resolver el problema sin salir del mundo real que nos rodea.

Y por eso, en lugar de aceptar la existencia de otro mundo, necesita distinguir en las mismas cosas dos aspectos, dos modos de ser. Todo lo que existe (lo que él llama una sustancia) está compuesto por una materia (que es aquello de que está hecha la cosa, el mármol de la estatua, por ejemplo) y una forma (que es lo que hace que esa cosa sea lo que es, y no otra cosa distinta). En el caso de la estatua, la forma sería -inventando una palabra horrible- “la estatuidad”, lo que hace que ese mármol sea una estatua y no una columna. Todo lo que existe en nuestro mundo tiene la misma composición, pero es importante comprender que no se trata de “dos cosas” o “dos mitades”: la materia y la forma no se pueden separar, ya que son maneras de ser y no realidades independientes. El mejor ejemplo es el de los vivientes. Un gato, por ejemplo, está compuesto de un cuerpo (la materia) y una forma (la vida, lo que le hace ser gato). Esta forma es universal, ya que la comparte con todos los otros gatos. ¿Por qué distingue Aristóteles estos dos aspectos? Porque la realidad lo exige, porque las cosas cambian: cuando el gato muere, pierde su forma, deja de ser un gato, y sin embargo su materia ha permanecido (ahora con otra u otras formas). Y lo mismo sucede con todo lo demás. A esta teoría se la ha llamado hilemorfismo.

Gracias a esa distinción podemos hacer ciencia. Porque al existir algo universal en los seres particulares (su forma) podemos establecer leyes generales sobre la realidad. Exagerando un poco, es como si las ideas de Platón hubieran bajado a la tierra y habitaran en las cosas mismas, convirtiéndose en formas.

¿Cómo llegamos a conocer esas formas? La explicación de Aristóteles es menos mítica que la de Platón. Ya no es necesario que nuestra alma haya habitado en el mundo inteligible y las recuerde. Lo que sucede es que nuestra inteligencia es capaz de extraer de las cosas su forma universal (a esta operación se la llama “abstraer”). Y gracias a esta capacidad, exclusiva del hombre, podemos formar conceptos universales, que valen para todos los objetos de la misma especie, lo que hace posible el lenguaje. Cuando hablamos de “árbol”, “piedra” u “hombre” estamos aplicando a esos objetos particulares una forma universal que comparte con todos los otros árboles, las otras  piedras y los otros hombres, y lo mismo sucede con todas las palabras que utilizamos. Los conceptos universales, por lo tanto, están en nuestra mente, aunque con un fundamento real en las cosas, que es su forma.

Nuestra manera de conocer, por lo tanto, comienza por los sentidos: vemos, oímos, tocamos lo que nos rodea. Captamos los colores, el calor y el frío, lo duro y lo blando: lo que Aristóteles llama los accidentes. No tenemos conocimientos innatos, como afirmaba Platón. Pero no nos quedamos ahí: somos capaces de ir más allá (trascender) de esos datos y abstraer la forma universal que nos permite un conocimiento intelectual, que hace posible el lenguaje y la ciencia. Como se ve, una teoría del conocimiento quizás más complicada que la de Platón, pero más cercana al mundo material.

 

El cambio y sus causas

Pero esto es sólo una fotografía de la realidad. Hasta ahora, hemos descubierto lo que Aristóteles llama causas intrínsecas de las cosas (la materia y la forma), hemos mirado dentro de ellas para ver cómo están compuestas. Pero nos falta explicar el movimiento, el cambio, aunque algo hemos adelantado al explicar que también las formas cambian, como en el ejemplo de la muerte de un ser viviente. Habrá que profundizar ahora en la explicación aristotélica del problema del cambio, que nos ayudará a entender mejor lo que hemos visto.

La idea fundamental de Aristóteles para explicar el cambio o el movimiento (él los usa como sinónimos) es la siguiente: todo lo que cambia es compuesto. Y esto es fácil de comprender: todo cambio implica que en la cosa que cambia hay algo que cambia y algo que permanece (porque si no permaneciera ya no podríamos hablar de cambio, sino de sustitución de una cosa por otra). Dicho de otro modo: entre los dos extremos del cambio hay algo común y algo distinto. Por lo tanto lo que cambia no puede ser simple: tiene que estar compuesto de dos modos de ser. Recordemos que no se trata de partes o pedazos que se pudieran separar: se trata de principios o formas de ser, que sólo se pueden distinguir con la inteligencia y nunca con los sentidos.

Y esto nos lleva al gran descubrimiento de la metafísica de Aristóteles: todo lo que existe en el mundo que nos rodea está compuesto de acto y potencia. El acto es el modo de ser terminado, completo. La potencia es aquello que todavía no es, pero puede ser. Pensemos, por ejemplo, en una semilla y preguntémonos: ¿esa semilla es un árbol o no lo es? Respuesta de Aristóteles: es un árbol en potencia, pero no lo es en acto. Cuando nació Platón era un filósofo en potencia, pero tardaría unos años en serlo en acto. Y tengamos en cuenta que una misma cosa puede estar en potencia en un sentido y en acto en otro. Por ejemplo, la crisálida de la mariposa está en acto con respecto al huevo, pero en potencia con respecto a la mariposa misma. Aplicando esta distinción el hilemorfismo que vimos antes, la materia es la potencia con respecto a la forma, que es el acto: para que el cuerpo del gato (potencia) sea realmente un gato necesita la vida (acto). Esta distinción de Aristóteles, que entre el ser y el no-ser admite una tercera forma, el ser en potencia, le permitirá enfrentarse al problema del cambio, que Parménides consideraba imposible porque no admitía esa otra forma de existir.

Cambiar, por lo tanto, no es otra cosa que pasar de la potencia al acto. Pero nada puede pasar al acto por sí mismo: la potencia puede cambiar, pero para que lo haga es necesario que un ser en acto la “empuje”, por así decirlo. Nada se mueve a sí mismo. El bronce no se convertirá en estatua por sí mismo ni un gato nacerá de la nada: en el primer caso necesita un escultor, en el segundo unos padres. Es lo que Aristóteles llama la causa eficiente, es decir, la que le da el ser a una cosa, la que la produce en realidad.

Pero esa causa eficiente no es ciega, no actúa por casualidad sino en una dirección determinada, que procede de su misma naturaleza: los escultores producen estatuas (y no árboles), los gatos producen otros gatos (y no rinocerontes). Esa dirección, esa intención de la causa eficiente es lo que Aristóteles llama causa final.  Cuando se trata de acciones del hombre, esa intención será consciente (el escultor sabe que va a crear una estatua y quiere hacerlo); cuando las acciones sean de seres no inteligentes la acción no será consciente (la semilla no sabe que creará un árbol). Pero en los dos casos la causa eficiente tendrá una dirección determinada, sea producida por la inteligencia humana o por la misma naturaleza.

Aristóteles aplica esta idea a todo el universo. El mundo en que vivimos es una inmensa cadena de pasos de la potencia al acto, de formas que se producen por el influjo de causas eficientes. Pero este proceso no es caótico ni desordenado: está orientado por la causa final que está inscrita en la forma de cada ser y que siempre tiende al acto, al ser terminado y perfecto, aunque nunca llegue a conseguirlo. Todo funciona así en el universo: los astros recorren sus órbitas según un orden eterno, los vegetales crecen, los animales se reproducen, los hombres tratan de ser felices. Son aspectos del mismo orden de la naturaleza, en la cual va floreciendo la forma sobre la materia, el acto sobre la potencia.

 

El Dios de Aristóteles

Pero como cada uno de esos pasos requiere un ser en acto (una causa eficiente) que lo produzca, llegamos a la necesidad de que exista un Primer Motor que sea acto puro y forma pura, una Causa Primera. Porque si no existiera ¿de dónde surgiría la energía que necesita esta cadena de cambios? ¿Cómo explicar una serie de causas que reciben el movimiento unas de otras sin que exista un origen de toda esa serie? Si nada se mueve a sí mismo, es necesario que haya un principio que mueve sin ser movido, y ese es el Primer Motor, el Dios de Aristóteles. Pero un Dios muy distinto al de nuestra cultura cristiana: no se trata de un Dios personal, que conoce, quiere, ama y decide. Es un Dios que se parece más a la fuerza de la gravedad universal que a un Padre bondadoso; de hecho, Aristóteles lo sitúa más allá de las estrellas, iniciando un movimiento que se transmite desde los astros hasta la hierba más humilde. Como es acto puro, forma pura, todo lo que existe tiende a él, que es la causa final del mundo en que vivimos. Y por supuesto, no se trata del creador del universo: el universo es tan eterno como el Primer Motor. Afirmación, por cierto, común a toda la filosofía griega, que no acepta la idea de creación de la nada: habrá que esperar a la aparición de la cultura hebrea y cristiana para que la idea de un Dios Creador aparezca en la Filosofía.

 

El ser humano y la felicidad

Como decía su maestro Platón, el ser humano está compuesto de cuerpo y alma. Pero el concepto de alma para Aristóteles es muy distinto del concepto platónico. Como todo lo que existe en esta tierra, el hombre está compuesto de materia y forma, puesto que también él cambia, nace y muere. Y, como en el caso de cualquier animal, el cuerpo es la materia y el alma la forma, que en el caso de Aristóteles es un sinónimo de vida. Pero así como no se puede separar físicamente la vida del gato (su forma) de su cuerpo (su materia), lo mismo sucede con el alma humana. A diferencia del alma inmortal de Platón, que había vivido antes de unirse al cuerpo y seguiría viviendo después de la muerte, el alma aristotélica forma una única realidad con el cuerpo y por lo tanto nace y muere con él. (Si bien en algunos de sus textos habla de un “intelecto agente” universal con el que se unirían las almas particulares en una especie de alma del universo cuyo concepto no queda del todo claro).

Sin embargo, el alma humana es esencialmente distinta del alma animal: porque la vida del hombre no se limita a las funciones vitales del cuerpo sino que es capaz de pensar racionalmente, de utilizar su inteligencia. Como hemos visto cuando hablamos de su teoría del conocimiento, el alma humana es capaz de obtener conceptos universales a partir de los datos que le dan sus sentidos, cosa de la que no es capaz el animal.

Y por lo tanto también será distinta su finalidad, su causa final, recordando que para Aristóteles esta causa final es el motor de todo lo que existe, lo que explica todos los cambios que suceden en el mundo. En este sentido, la causa final es lo mismo que el bien: el bien de la semilla es el árbol, el bien del huevo es el pollo, el bien del gusano la mariposa. Lo que Platón ponía como coronación del mundo de las ideas ahora ha bajado a las cosas mismas. El bien ya no está más allá de la realidad sino en todo lo que existe, el bien es aquello que cada cosa tiende a conseguir: el amor platónico toma un carácter más terrenal.

¿Cuál será entonces el bien del hombre? Dicho en términos filosóficos, llevar al acto todo lo que en él está en potencia, cumplir su finalidad. Dicho en términos más sencillos, ser feliz. Pero ¿qué se entiende por felicidad? Desde luego que no se trata de copiar el bien de los seres inferiores al hombre. El bien del cerdo consistirá en comer hasta saciarse y dormir a pierna suelta. Pero si el hombre lo imitara no estaría buscando el bien propio de su naturaleza humana sino cometiendo un error al confundir su bien con el bien de otra especie. Desde este punto de vista no hay que confundir la felicidad con el gusto: la felicidad no es un asunto subjetivo, en el cual cada uno puede elegir lo que más le apetece en cada momento. La felicidad del hombre consiste en desarrollar lo que hace de él un ser humano, distinto por lo tanto de los demás animales. Y esto que lo hace distinto es su capacidad racional, la facultad de emplear su inteligencia para contemplar la verdad. Sin negar, por supuesto, el desarrollo de lo que tiene de común con los otros animales: para ser feliz también necesitará comer, dormir, gozar de buena salud y un moderado uso de los bienes materiales. Pero todo esto es secundario: la felicidad plena (la actuación de sus potencias) hay que buscarla en la vida contemplativa, en aquello de lo que solamente el hombre es capaz. Como se ve, un concepto de felicidad bastante distinto del mero placer.

Para lograr esta felicidad hay que ejercitar la virtud, que es el hábito de elegir lo mejor en cada caso, guiados por la razón. Y la virtud humana consiste en buscar el punto medio entre los extremos, es decir, encontrar el equilibrio que nos evite caer en los excesos característicos de las pasiones irracionales. Por ejemplo: entre la cobardía del soldado que huye ante el enemigo y la temeridad de quien se enfrenta a un ejército  solo y desarmado está la virtud del valor, que es el hábito de enfrentarse racionalmente al peligro. La generosidad será el justo medio entre la avaricia y el despilfarro. Y así en los demás casos. Por eso es tan difícil la virtud: porque hay muchas maneras de equivocarse, pero sólo una de acertar. Como se ve, también en este punto Aristóteles lleva a la tierra lo que su maestro Platón había situado en el mundo de las ideas: la felicidad ya no consiste en elevarse hasta el bien que está más allá del mundo sino en cumplir lo que nuestra misma naturaleza nos pide.

 

La política

Como dijimos antes, Aristóteles ya no sueña con recuperar la grandeza de la polis de los tiempos clásicos. Renuncia, por lo tanto, a diseñar una ciudad perfecta, como había hecho su maestro y trata de aprovechar los elementos positivos del tiempo que le ha tocado vivir. Pero no por ello renuncia a la política: según sus propias palabras, el hombre es “un animal político”, de tal modo que el hombre que no necesita una polis deja de ser humano para convertirse en una bestia o en un dios. Y es el único animal político porque es el único que tiene lenguaje, ya que la ciudad está formada por las leyes y esas leyes están hechas con palabras, a diferencia de las leyes naturales que rigen las comunidades de los animales gregarios, que no tienen lenguaje sino solamente voz. De tal modo que la comunidad política no es un invento de los hombres sino una necesidad que está incluida en su propia naturaleza, y en ese sentido la ciudad es anterior al mismo individuo: somos humanos porque somos políticos, lo que nos hace humanos es pertenecer a una ciudad.

Como sabemos, la idea central que recorre toda la filosofía de Aristóteles es la idea de finalidad, de causa final. Y también aquí, el bien de la ciudad equivale a su finalidad: la ciudad existe, según sus palabras, para “vivir bien”, es decir, para conseguir la felicidad de sus ciudadanos. Pero hay que recordar que todavía no puede hablarse de “derechos individuales”: el ciudadano está en función del Estado, porque si bien es deseable la felicidad de un individuo, lo es mucho más la de la ciudad, de modo que el bien de la polis está por encima del bien de sus habitantes. Y, por supuesto, en esa comunidad política carecen de derechos civiles los esclavos, las mujeres y los extranjeros.

Aristóteles se pregunta cuál será la mejor forma de gobierno para la polis, y coherente con su abandono de toda utopía, comprende que la monarquía y la aristocracia que Platón propugnaba, aunque teóricamente superiores, suelen degenerar en regímenes totalitarios y corruptos. Propone por lo tanto regímenes mixtos, que, según las condiciones de cada ciudad, combinen lo mejor de la monarquía, la aristocracia y hasta de la democracia.

Políticamente hablando, Aristóteles fue el filósofo de las clases medias: el hecho de haber abandonado los sueños platónicos de la ciudad perfecta, situar la virtud en el justo medio y proponer como modelo al ciudadano corriente en lugar de exigir la sabiduría casi heroica que pedía Platón hacen de él un pensador capaz de unir la genialidad de su sistema con la comprensión del momento que le tocó vivir, preludio de la disolución de la antigua polis.

 

El fin de la polis

Las grandes civilizaciones nacen, crecen, tienen una época de esplendor y luego entran en una decadencia más o menos profunda. Eso le pasó a Egipto, a Persia, a China y lo mismo sucederá con la polis griega desde fines del siglo IV a. C. Una de sus causas hay que buscarla en la expansión de la cultura helénica que intentó Alejandro Magno, un discípulo de Aristóteles. Alejandro quiso edificar un gran imperio: conquista Persia, Egipto, recorre victorioso toda el Asia Menor, intenta incluso conquistar la India y se proclama Emperador de Persia y Grecia, tratando de unificar políticamente Oriente y Occidente. Pero su temprana muerte a los 33 años termina con el sueño del gran Imperio, que se destroza en mil luchas intestinas y prepara el camino a la próxima dominación romana, que está a punto de llegar.

Se podría decir que este final de la antigua cultura griega se parece a una explosión. Cuando un objeto explota, en primer lugar se destruye, pero también expande sus fragmentos en un amplio radio. La polis griega deja de existir como ciudad Estado independiente, pero la aventura de Alejandro exporta la cultura helénica por buena parte del oriente próximo, mezclándose a su vez con otras culturas e iniciando la época que se conocerá como helenismo, que llegará hasta bien entrado el Imperio Romano.

Pero mientras tanto el antiguo habitante de la polis siente que su mundo se derrumba. En el siglo III a.C. el griego libre entra en una profunda crisis: recordemos que para él la ciudad no era solamente un lugar para vivir sino una forma de vida que incluía los valores que daban sentido a su existencia. Y estos valores comienzan a derrumbarse y lo harán definitivamente en el siglo II a.C., cuando las orgullosas ciudades griegas pasen a ser colonias del Imperio Romano.

Pero ni aun en las situaciones críticas los griegos abandonan la Filosofía. Solo que la Filosofía de estos tiempos cambia de estilo: ya no interesan tanto los grandes problemas teóricos que preocuparon a los grandes maestros acerca de las ideas, las formas y las causas, por ejemplo. Ahora se trata de encontrar en la reflexión filosófica  una respuesta a la situación límite que implica la decadencia de la polis, a la falta de sentido de la existencia. Se trata de buscar en la Filosofía la manera de evitar el dolor y conseguir la felicidad, es decir, de encontrar en ella una norma de vida. La Ética, que trata de responder a la eterna pregunta “¿qué debo hacer?” se convierte en el eje de la reflexión filosófica, y el pensamiento se orienta a buscar una salvación personal en medio de un mundo que se derrumba.

 

El epicureísmo

Como corresponde a estos tiempos menos proclives a los grandes ideales platónicos, Epicuro (341-270 a.C.) va a reivindicar el valor del cuerpo y de lo material, estableciendo sus dos principios fundamentales: la felicidad consiste en conseguir el placer y evitar el dolor. Pero no hay que apresurarse a sacar conclusiones libertinas de este principio, como sucedió más adelante con algunos supuestos seguidores de Epicuro.

En primer lugar, hay que eliminar los deseos que no sean necesarios para la vida, ya que los deseos insatisfechos son una de las fuentes del dolor. Sufrimos porque no conseguimos lo que queremos, pero pocas veces nos preguntamos si eso que queremos servirá para aumentar nuestra felicidad o para provocarnos más dolor. Y en segundo lugar hay que eliminar los temores: el bien y el mal (el placer y el dolor) están en las sensaciones, y los temores no son sensaciones sino anticipaciones de nuestra mente. En particular, se trata de eliminar el temor a la muerte, ya que la muerte no existe como sensación ni para los vivos ni para los muertos: cuando vivimos la muerte no existe, y cuando existe, no existimos nosotros. Si tememos a la muerte es por el deseo irracional de inmortalidad: eliminado este, la muerte deja de preocuparnos.

Así dispuestos, sin deseos vanos ni temores, estaremos preparados para gozar de los placeres, comenzando por los más sencillos y por tanto más fáciles de conseguir. El pan y el agua provocan un gran placer si hemos eliminado el deseo de manjares exquisitos. Y así en todo lo demás. La amistad, en particular, es capaz de provocarnos los placeres más elevados evitando que caigamos en un egoísmo cerrado, pero debemos evitar la vida política, fuente de insatisfacciones y turbación. Se trata, en definitiva, de lograr la ataraxia o serenidad del ánimo, que nos permite disponernos a aprovechar cuanto la vida nos ofrece.

La física y la teoría del conocimiento de los epicúreos están construidas a la medida de su ética. El atomismo de Demócrito se adapta muy bien a este materialismo ético que rechaza cualquier intervención del destino en la vida humana, reemplazándolo por el movimiento aleatorio de los átomos. Y nuestro conocimiento no es más que una suma de sensaciones físicas producidas por los átomos que llegan a nuestros ojos. En definitiva, es el cuerpo humano el criterio de verdad y de error, de bien y de mal, lejos ya de aquellas incursiones en mundos ideales propios de la filosofía clásica.

 

El estoicismo

La filosofía estoica intenta responder al mismo problema que el epicureísmo, con el cual tiene más de un punto de contacto: cómo conseguir la felicidad en un mundo que se derrumba. Y su respuesta tuvo una enorme proyección histórica. Desde su creador, Zenón de Citio (336-264 a.C.) el estoicismo tuvo seguidores en Grecia durante dos siglos más y penetró en la filosofía del Imperio Romano, con autores tan importantes como Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, influyendo también en el cristianismo naciente. Aunque tuvo diversos enfoques en todo ese tiempo, siempre conservó un principio fundamental: la felicidad se consigue viviendo conforme a la naturaleza, y esa naturaleza es el universo entero, que está regido por el logos o razón universal.

Se trata de integrarnos en la armonía del universo, cosa que solo la sabiduría puede lograr. La virtud estoica consistirá, por consiguiente, en adecuar nuestra razón a la razón del universo, que está penetrado por semillas racionales que dirigen todo lo que sucede. Se trata de lo que podemos llamar una especie de panteísmo: no es que exista un dios que dirige el universo, sino que el mismo universo es dios. Todo lo que sucede necesariamente debe suceder y el sabio debe aceptar esa necesidad con serenidad y sin turbación de su alma: es la apatía estoica. Una frase de Séneca resume esta actitud del sabio: “el destino conduce al que quiere y arrastra al que no quiere”. El destino siempre va a cumplirse: la diferencia para el hombre consiste en resistirse a él, lo cual nos provoca más sufrimiento, o aceptarlo de buena gana, lo cual nos trae felicidad.

Lo cual no significa mera resignación o pasividad. El sabio estoico se integra en el mundo, inclusive en la actividad política (Séneca fue preceptor del emperador Nerón), pero sabiendo que su razón individual está en función de una racionalidad que impregna el universo entero y con la cual debe armonizar su vida. Nada de lo que le suceda será fruto del azar y por lo tanto no existe el mal propiamente dicho: lo que nosotros consideramos negativo no es más que el resultado de nuestra ignorancia, puesto que no podemos comprender cómo se integra ese fragmento de nuestra vida en la razón del universo.

Además de la ética, los estoicos hicieron importantes aportaciones en lógica y teoría del conocimiento, que sentaron las bases de los estudios futuros de gramática.

Pese a sus diferencias, no puede negarse que tanto el epicureísmo como el estoicismo constituyen geniales construcciones intelectuales para evitar el sufrimiento de una época convulsa. Tanto si lo que sucede es fruto del azar como si depende una razón universal, la aceptación por parte del hombre de esas leyes naturales le evitan una buena parte de las razones de su infelicidad: su insistencia en dar coces contra el agujón, en oponerse a las leyes inevitables de la naturaleza en la que vive.

 

Y otros...

Hubo muchos otros filósofos en Grecia, además de los grandes sistemas de que hemos hablado. Habría que citar, por ejemplo, a los cínicos, como Antístenes (450-336 a.C.), Diógenes (413-323 a.C.) y muchos otros que inspirados en el ejemplo de Sócrates decidieron llevar una vida más que austera, despojándose de todo lo superfluo para conseguir una total autonomía que les evitara cualquier tipo de dependencia, sobre todo de los poderes de su tiempo. De Diógenes se cuenta que respondió a Alejandro Magno, que le ofrecía lo que quisiera, pidiéndole que no le tapara el sol.

Los escépticos, como Pirrón de Élide (360-270 a.C.) o Sexto Empírico (s. II d.C.), tratan de salvar al hombre de la agitación que le producen las discusiones filosóficas, afirmando la radical incapacidad de la mente humana para encontrar la verdad. El sabio escéptico encuentra la serenidad del alma suspendiendo todo juicio y renunciando a toda certeza y por lo tanto a toda discusión, lo cual es también una manera de conseguir lo que constituye el hilo conductor de la filosofía helenística: buscar la felicidad individual entendida como la ausencia de inquietud y turbación en medio de la crisis que sacude al mundo en que viven. La felicidad positiva, entendida como realización personal que postulaban Platón y Aristóteles, se ha convertido en un empeño mucho más modesto: evitar la agitación y conseguir la serenidad del ánimo.

 

Las Religiones Mistéricas

Pero la Filosofía no es el único camino para encontrar la salvación en tiempos de crisis. A lo largo de toda la historia, el ser humano ha buscando una respuesta al sentido de su vida, y tradicionalmente lo ha encontrado en la religión. El pueblo griego, pese a su vocación filosófica, no constituye una excepción, y menos en tiempos tan confusos como los del helenismo. Pero su religión oficial no se adapta a esa función salvífica: los dioses griegos comparten las pasiones y miserias de los humanos, y en la medida en que carecen de la majestuosidad y grandeza de los dioses egipcios o del Dios hebreo el hombre griego no puede encontrar en ellos una respuesta a las grandes preguntas de su existencia. Por ello, los griegos importan del Oriente otros cultos orientados a la salvación personal de los fieles, como los cultos egipcios y persas. Estas religiones están dirigidas al desarrollo espiritual de los creyentes y, a diferencia de los cultos griegos, tienen un componente mistérico y hermético que sólo se revela a los iniciados, y por ello resulta mucho más atractivo que las ceremonias públicas de la religión oficial.

De este estilo son los cultos de Cibeles, Mitra y Orfeo, por ejemplo. Todos ellos suelen seguir un esquema que luego adopta el cristianismo: el creyente debe morir (simbólicamente) a su vida anterior y resucitar (también simbólicamente) a una nueva vida de unión con su dios. Algunos rituales que implican la pérdida de conciencia de los creyentes, como la embriaguez o la orgía  sagrada cumplen esta función de abandono de la normalidad de la vida cotidiana para hacer posible una unión mística con la divinidad.

 

Imperio Romano y Cristianismo

En el siglo II a.C. las orgullosas ciudades griegas se han convertido ya en provincias de un Imperio Romano que extiende su poder por buena parte del mundo civilizado de entonces. El dominio militar y político de Roma alcanza su punto más alto, ante el cual las modestas polis griegas no pueden competir. Pero la cultura del Imperio tampoco puede competir con el arte y la filosofía griega, muy superiores a los suyos, de modo que se produce un intercambio históricamente muy interesante, por el cual Roma aporta la organización política del Imperio mientras se deja influir por el pensamiento griego y lo asimila en sus propias creaciones culturales, que llevan la marca helénica. No era extraño, en esos tiempos, encontrar en la casa de un poderoso patricio romano un esclavo griego que era el único que sabía leer y escribir en el palacio y se dedicaba a instruir a los hijos del patricio. Era el pedagogo, que etimológicamente significa el que conduce al niño.

La filosofía romana, por lo tanto, se dedica a releer el pensamiento griego desde una nueva perspectiva histórica, aportando muchas veces enfoques originales y enriquecedores. Así, por ejemplo, Lucrecio (95-55 a.C.) y Séneca (4-65) representan dos versiones romanas del epicureísmo y del estoicismo, este último de una importante influencia en la futura filosofía cristiana.

Pero quizás el filósofo latino más importante sea Plotino (205-270), nacido en Egipto (entonces parte del Imperio Romano), que desde su juventud había estudiado a Platón y deseaba idealizar todavía más el pensamiento del maestro, llevándolo a la cima de la espiritualidad. En la cumbre de todo lo que existe está el Uno, la unidad perfecta que nos recuerda al Bien de Platón, y todo lo diverso emana o procede de él, estableciendo una jerarquía que va desde la inteligencia hasta su grado más ínfimo, la materia. Y la eterna aspiración hacia el Uno constituye así la más profunda vocación del hombre. Como se ve, la filosofía de Plotino presenta muchos elementos aprovechables para el pensamiento cristiano, que encontrarán su madurez en el pensamiento de San Agustín.

 

Griegos, romanos y hebreos

Mientras tanto, en estos tiempos convulsos del helenismo en los cuales estaba naciendo una nueva visión del mundo, una de las tantas sectas o religiones mistéricas que proliferaban entonces hace su aparición en Judea, también bajo dominio romano. Se trata del cristianismo, una doctrina nacida en el pueblo judío por la predicación de Jesús de Nazaret, que en sus comienzos se interpretó como un movimiento de liberación del pueblo hebreo del dominio de Roma, pero que pronto desbordó esa finalidad. Sabemos muy poco de los orígenes históricos del cristianismo primitivo. En sus comienzos los seguidores de Jesús fueron gentes del pueblo seguramente analfabetos y en todo caso poco preocupados por establecer una doctrina teológica. Lo que diremos se refiere al cristianismo tal como fue interpretado después de la muerte de Cristo, sobre todo por obra de los más intelectuales de sus seguidores, los apóstoles San Pablo y San Juan.

Así como el pueblo griego compartía, incluso antes de la aparición de la filosofía, una forma de ver el mundo, una cosmovisión, al pueblo hebreo le sucedía otro tanto y su cosmovisión difería de la griega en muchos temas importantes. Por mencionar algunos. La cultura hebrea era radicalmente monoteísta: un solo Dios, omnipotente, eterno y providente, que dirige el destino histórico de su pueblo, le protege y castiga sus infidelidades. Nada que ver con los dioses folclóricos de la cultura griega, frecuentemente enfrentados entre sí y mucho más cercanos a las pasiones humanas. En el cristianismo esta diferencia se acentúa, porque esta nueva religión predica la existencia de un Dios que asume la naturaleza humana y termina humillado, torturado y clavado en una cruz por los hombres. Un concepto de la divinidad imposible de compartir para un griego, que consideraba a los dioses inmortales e impasibles.

Por otra parte la cultura hebreo-cristiana defiende la idea de creación del mundo a partir de la nada y un concepto lineal del tiempo, con un principio (la creación) y un final (la segunda venida de Cristo y el Juicio Final). Ya hemos visto, desde Parménides en adelante, que el pensamiento griego rechaza la idea de creación: el tiempo es cíclico, a semejanza del tiempo de los fenómenos naturales, el mundo es eterno y su origen hay que buscarlo en un proceso de ordenamiento de lo existente antes que en una aparición de lo que antes no existía.

También hay diferencias importantes en la concepción del ser humano. La filosofía griega, sobre todo a partir de Platón, defiende una visión dualista del hombre, compuesto de un alma en la cual radica lo específicamente humano, y un cuerpo que en ocasiones llegó a compararse con un sepulcro o una cárcel del alma. Los hebreos, por el contrario, sostienen otro tipo de dualismo, un dualismo ético: la contraposición no se da entre alma y cuerpo sino entre un principio del bien y un principio del mal que luchan en el interior del hombre. Si bien durante el helenismo el dualismo griego fue penetrando en el pensamiento hebreo, que asumió la distinción metafísica de cuerpo y alma sobre todo como manera de explicar la inmortalidad.

Finalmente, existe entre ambas culturas una manera diferente de aproximarse a la verdad. La cultura griega es eminentemente visual: la palabra griega aletheia que traducimos por verdad significa des-cubrimiento, es decir, quitar los velos que impiden ver la realidad, y por lo tanto el término opuesto a la verdad griega no será la mentira y ni siquiera el error sino la apariencia, lo que cubre u oculta la realidad de las cosas. Por lo tanto, la búsqueda de verdad es una actividad teórica, palabra que viene precisamente del verbo ver. Pensemos, por ejemplo, en Parménides cuando oponía la inmutabilidad y eternidad del ser que nos exige la razón a las apariencias cambiantes que nos ofrecen los sentidos.

Para los hebreos, por el contrario, la palabra verdad se traduce como emunah, que significa fidelidad, confianza, lealtad. Una persona verdadera es aquella en la que se puede confiar, que mantiene su palabra. Y en este sentido Dios es el verdadero por excelencia, no tanto porque exista en la realidad sino porque ha establecido un pacto de lealtad indisoluble con su pueblo. Lo opuesto a la verdad será así la traición, la falsedad, el engaño. Desde este punto de vista la verdad se refiere no tanto a la vista cuanto al oído, a la palabra en la que se puede creer porque quien la pronuncia es verdadero. Es interesante notar que el castellano, entre otros idiomas, ha conservado este doble sentido griego y hebreo de verdad, por ejemplo cuando hablamos de “oro verdadero” y de un “verdadero amigo”.

Esta diferencia, que puede parecer solamente lingüística, será muy importante en los siglos que siguen. Porque, como veremos enseguida, la unión de ambas tradiciones planteará el problema de conciliar un pensamiento basado en la razón teórica con una religión que se fundamenta en la confianza en la palabra de Dios, es decir en la fe. Pero no adelantemos acontecimientos.

 

Razón y fe

Como hemos dicho antes, el cristianismo nace como una secta hebrea fundada por un pequeño grupo de pescadores y gentes del pueblo motivados en gran medida por un deseo de liberación del pueblo hebreo de la dominación romana. En esta etapa no es necesaria ninguna elaboración intelectual y mucho menos filosófica de la doctrina cristiana: muchos de sus seguidores, probablemente la mayoría, carecen de inquietudes intelectuales. Pero el cristianismo comienza a extenderse y a penetrar en capas cada vez más cultas de la sociedad romana. La decadencia no sólo política y militar sino también moral del Imperio Romano produjo un vacío religioso que los antiguos dioses (calcados de los viejos dioses griegos) no estaban en condiciones de llenar. Y el cristianismo se presentaba con un mensaje espiritualmente potente, con respuestas que con el paso del tiempo fueron convirtiendo sus limitados orígenes políticos en una visión trascendente del mundo, capaz de predicar la salvación para todos los hombres, superando así su origen judío. Es importante en este sentido la obra de San Pablo, el último de los apóstoles y a quien algunos consideran el verdadero fundador del cristianismo, que superó los estrechos límites del pueblo hebreo predicando la doctrina cristiana como religión universal. El caso es que amplios sectores del Imperio Romano abrazaron el cristianismo, pese a las feroces persecuciones que debieron sufrir en los primeros siglos. Y ya en el siglo IV el emperador Constantino concede a la religión cristiana el derecho de predicar libremente su doctrina y poco más tarde (en el año 385) el cristianismo se convierte en la religión oficial del Imperio por obra del emperador Teodosio, que decreta penas civiles contra los herejes.

Esta implantación del cristianismo en la estructura oficial del Imperio Romano trae consigo la necesidad de una reflexión intelectual acerca del mensaje religioso, para defender la fe cristiana de las objeciones de la filosofía pagana y situarla al nivel de los pensadores de la época. Esa tarea la asumen los llamados “Padres de la Iglesia”, que forman una corriente de pensamiento denominada “la Patrística”, que se extiende hasta pasado el siglo VII con autores como San Cipriano, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, Tertuliano, Orígenes y otros. Todos ellos van a enfrentarse a un mismo problema: conciliar la fe cristiana con el pensamiento filosófico. Porque cuando se hace necesaria esa reflexión intelectual acerca de los contenidos de la nueva religión, los pensadores cristianos no tienen otra fuente de reflexión teórica que los viejos filósofos griegos. En especial el pensamiento de Platón, que no es un pensamiento religioso pero se adapta muy bien a la religión, va a ser “bautizado” por los Padres de la Iglesia, adaptando la filosofía platónica al mensaje cristiano.

De este modo la Filosofía, sin dejar de serlo, se convierte en Teología, es decir en una reflexión intelectual acerca de los datos que proporciona la fe, la revelación divina. Pero esta síntesis no se hará sin conflictos: la Filosofía se basaba tradicionalmente en la razón humana, mientras que la fe proviene de la aceptación por parte del hombre de un mensaje de origen divino, que por lo tanto no está al alcance de las fuerzas intelectuales del ser humano ni puede ser puesto en duda por él. Recordemos la diferencia entre el concepto griego y el hebreo de verdad. De ahí que los teólogos ensayen distintas maneras de relacionar estas dos fuentes. Como una forma extrema de esta relación podemos mencionar la postura de Tertuliano, quien afirmaba la primacía absoluta de la fe, hasta el punto de proclamar su conocida consigna: “creo porque es absurdo”. Es decir: si lo que me dice la fe le parece absurdo a mi pobre razón humana es señal de que estoy en el buen camino, ya que la sabiduría de Dios es incomprensible para el hombre. Más adelante habrá autores que sostengan la teoría de la “doble verdad”: la razón y la fe son fuentes independientes de conocimiento, de tal manera que lo que es verdadero para una de ellas no debe necesariamente serlo para la otra, llegando a la posibilidad de que sus respectivas verdades sean contradictorias entre sí. Sin llegar a estos extremos, vamos a ver dos tipos de relación entre razón y fe en dos de los pensadores cristianos más importantes de la Edad Media, uno de ellos situado al comienzo de esta época histórica (San Agustín) y el otro hacia el final (Santo Tomás). Pero antes conviene echar un vistazo a los cambios sociales y políticos que se están produciendo en Occidente por aquel entonces.

 

El Imperio y los bárbaros

En el siglo III el Imperio Romano entra en la profunda crisis política, económica y moral de la que hemos hablado antes que le dejan en un estado de extrema debilidad. Los pueblos bárbaros (bárbaro significa extranjero) del Norte, que no habían sido totalmente dominados por los romanos, aprovechan esa debilidad y comienzan a avanzar hacia la Europa civilizada, hasta provocar la ruptura del Impero Romano en dos imperios, el de Oriente y el de Occidente. Tribus como los francos, los vándalos, los hunos, los visigodos y ostrogodos, avanzaban tomando posesión de las ciudades del Imperio en busca de botín y sitios menos agrestes donde radicarse. Probablemente para los romanos cultos y refinados esas invasiones de guerreros que hablaban lenguas extrañas y vestían ropajes exóticos debieron de parecerles la llegada del fin del mundo, el término de una civilización, como en efecto lo era.

Pero sucede entonces algo parecido a la expansión de Roma y su conquista de las ciudades griegas: los bárbaros vencen militarmente a los ejércitos del Imperio pero terminan adaptándose al mundo romano y asimilando su cultura. Los jefes bárbaros se convirtieron en reyes, duques y señores feudales, independientes entre sí aunque conservando cierto acatamiento nominal al Emperador. Las lenguas y las costumbres bárbaras mezcladas con la civilización greco latina comienzan a generar una síntesis que terminará dando origen a la Europa moderna. Y esta adaptación incluye un hecho cultural de enorme importancia para la historia del pensamiento en los siglos venideros: la progresiva conversión de los bárbaros a la fe cristiana. Recordemos que sus invasiones (que comienzan ya en el siglo IV pero se consolidan en el siglo V) coinciden con la adopción por parte del Imperio del cristianismo como religión oficial, una religión intelectualmente mucho más atractiva que sus mitologías de origen. En este contexto histórico desarrolla su actividad el próximo pensador en quien nos vamos a detener: cuando San Agustín está en su lecho de muerte, los bárbaros asedian la ciudad de la que era obispo.

 

San Agustín de Hipona (354-430)

En esta época de conversiones, también San Agustín se convierte al cristianismo abandonando su paganismo y su vida desordenada de juventud, llegando a ser obispo y el más importante de los Padres de la Iglesia. Probablemente esta vida inquieta, en la que no faltaron aventuras amorosas compatibles con una intensa búsqueda de la verdad, contribuye a la riqueza humana que refleja su obra teológica, llena de experiencias personales que anticipan en ocasiones muchos temas de la filosofía contemporánea, sobre todo en sus Confesiones, obra en la que narra su propia biografía.

El primer problema con que se enfrenta Agustín es el que hemos mencionado antes como propio de todo pensador cristiano: la relación entre las verdades aceptadas por la fe y aquellas que exige la razón humana. San Agustín, sin caer en el desprecio de la razón que proponía Tertuliano, no duda de la primacía de la fe: la fe se basa en la palabra de Dios, que no puede equivocarse, mientras que la razón está limitada por la debilidad de nuestro entendimiento humano. “Cree para entender”, será su consigna. Lo cual no significa que la razón y la filosofía de los antiguos sea inútil: el pensamiento racional tendrá su lugar en la medida en que sirva para comprender mejor los datos que nos aporta la fe y para comunicarlos a los demás. También conviene “entender para creer”, ya que el entendimiento ayuda al creyente a condición de que comprenda que su valor no es absoluto: la Filosofía como esclava de la Teología

Para desarrollar su pensamiento teológico y filosófico San Agustín se acerca a la obra de Platón, probablemente a través de las Enéadas de Plotino, y encuentra en ella el vehículo adecuado para desarrollar su teología. Platón consideraba a las Ideas los modelos o arquetipos de la realidad y las situaba en el mundo inteligible. Agustín conservará esta teoría pero en adelante esas Ideas serán las Ideas de la mente creadora de Dios: el mundo ha sido creado según el modelo eterno preexistente en su Creador. Introduce así el concepto hebreo-cristiano de creación del mundo por un Dios personal pero desarrollado según el enfoque griego: las ideas platónicas son ahora las razones (recordemos el concepto griego de logos) divinas que dan origen al mundo y que no pueden surgir más que del mismo Creador.

Y esas razones dejan su huella en la obra maestra de la creación: el alma humana, ya que Agustín participa de la desconfianza platónica con respecto al cuerpo, considerado como un lastre para la búsqueda de la verdad. La reminiscencia platónica se convierte en la teoría de la iluminación: si el hombre es capaz de ascender hasta la verdad es porque Dios ha iluminado previamente el alma humana, dejando en ella la huella de su verdad. Se trata, por lo tanto, de una reformulación de la teoría socrático-platónica que situaba la verdad en el interior del hombre, sólo que ahora esa verdad interior se explica por el reflejo que ha dejado la verdad divina en su creatura. Esta búsqueda implica un doble movimiento: la interiorización, por la cual el hombre mira hacia su propia alma, que es el lugar de la verdad, y autotrascendencia, que le lleva a ir más allá de sí mismo hasta encontrar a su Creador. Una frase de Agustín lo resume así: “No vayas fuera, vuélvete a ti mismo: en el hombre interior habita la verdad”.

Sin embargo, Agustín se encuentra, como todos los pensadores cristianos, con problemas nuevos, que no se les planteaban a sus maestros griegos. Ante todo, el problema del mal, que le obsesionó desde antes de su conversión al cristianismo: ¿cómo compaginar la creación del mundo por parte de un Dios infinitamente bueno con la existencia del mal, tanto el mal moral (el pecado) como el mal físico (la enfermedad, la muerte)? Para los griegos, el mal físico era el resultado de una naturaleza increada y eterna de la que nadie era responsable, el mal moral dependía de la conducta humana. Pero el concepto de creación complicaba la respuesta para el teólogo cristiano, que se ve obligado a separarse de sus maestros griegos: si todo lo que existe proviene de la voluntad divina, habrá que explicar cómo esa voluntad ha creado el mal.

Para Agustín el mal no es una realidad, y por lo tanto no ha sido creado por Dios como todo lo que existe. Consiste más bien en la corrupción del bien, en la degeneración de la realidad, en un desorden introducido en una creación que en su origen es buena. Y esa corrupción la introduce el pecado, que es fruto de la libre voluntad del hombre. Dios lo permite para respetar la libertad humana, porque sin ella no podría el hombre vivir rectamente, ya que su acción no sería voluntaria sino obligada. El mal moral responde, por lo tanto, a una voluntad permisiva: Dios no lo quiere, pero lo permite para salvar la libertad del hombre. Y ello trae consigo el mal físico: el dolor, la enfermedad, la muerte. Como se ve, nos hemos alejado del intelectualismo moral de Sócrates y Platón: la raíz del mal no está en la ignorancia sino en la voluntad humana pervertida por el pecado original de nuestros primeros padres.

Adelantándose a su tiempo, San Agustín inicia una reflexión acerca del sentido de la historia, tema infrecuente por entonces. Inspirándose en la caída de Roma en poder de los godos, Agustín interpreta la historia de la humanidad como una lucha entre La ciudad de Dios (título de una de sus obras más importantes) y la ciudad terrena, lucha que constituye la historia de la redención del género humano y que después de varias etapas terminará en la segunda venida de Cristo y el Juicio Final, que separará definitivamente ambas ciudades. Se rompe así otro supuesto de la filosofía griega: el tiempo circular y repetitivo. Para Agustín, como para todos los autores cristianos, la historia de la humanidad es lineal: tiene un comienzo y se dirige a un fin.

 

La alta Edad Media

El próximo autor en quien vamos a detenernos vivió en el siglo XIII, es decir, ocho siglos después de San Agustín. ¿Significa esto que en todo ese tiempo no existe pensamiento filosófico? Desde luego que no, y enseguida mencionaremos algunos autores importantes que vivieron en esta alta Edad Media. Pero antes hay que explicar la situación histórico-social de esos primeros siglos después de la decadencia del Imperio Romano, que explica la lentitud de los cambios históricos en un período tan extenso y el relativo vacío de pensamiento que se produce en él.

Como hemos dicho antes, en el siglo IV comienzan las invasiones bárbaras, aprovechando la decadencia militar, política y moral del viejo Imperio Romano. Esto supone la necesidad de integrar en la cultura greco-latina una multitud de lenguas, costumbres y civilizaciones distintas, algunas de ellas muy alejadas del modo de vida europeo. Con un Imperio debilitado, no existe un poder real que centralice la vida política, económica y social, de tal modo que proliferan pequeños reinos regidos por señores feudales que se hacen la guerra entre ellos, establecen alianzas y las rompen, unen y dividen sus territorios. Las ciudades pierden importancia y la civilización europea se fragmenta en señoríos rurales cercados por murallas, cada uno con un ejército para defenderlo y campesinos empobrecidos que deben entregar al señor feudal parte de sus cosechas para comprar su seguridad.

En este contexto no es de extrañar que la vida intelectual se resienta. El refinamiento griego, que el Imperio Romano había adoptado, deja paso a creaciones culturales en ocasiones muy bellas, como el arte románico, pero de una belleza basta y primitiva. Muchos avances científicos se pierden. La vida intelectual se refugia en los monasterios, ya que la Iglesia es la única institución más o menos respetada en medio de la confusión política del régimen feudal. Miles de monjes dedican largas horas a copiar los textos de los sabios antiguos, gracias a lo cual se han salvado muchas obras que de otro modo no hubieran llegado hasta nuestros días. Y dentro de estas condiciones adversas algunos teólogos encuentran tiempo para continuar la obra de la patrística, como Boecio (480-524), el Pseudo-Dionisio (primera mitad del s. VI), que inicia la tradición mística medieval, Scoto Eurígena (s. IX), probablemente uno de los más importantes teólogos, cuya influencia se dejará sentir mucho más tarde, y San Anselmo de Canterbury, (1033-1109), autor de un famoso argumento ontológico dirigido a demostrar la existencia de Dios incluso a los no creyentes, iniciando así una revalorización del papel de la razón en la Teología. Pero habrá que esperar épocas más propicias para que la cultura vuelva a florecer, una vez terminado este proceso digestivo que está pasando Europa tratando de asimilar tantos elementos culturales diversos.

 

La baja Edad Media

Las cosas empiezan a cambiar ya en el siglo XII para culminar el cambio en el siglo siguiente, hasta el punto de que estos dos siglos se consideran un anticipo del Renacimiento. Europa está terminando su digestión: el régimen feudal de señoríos rurales autárquicos entra en crisis y las ciudades empiezan a cobrar importancia económica y cultural. Esta urbanización va a influir decisivamente en la cultura y en concreto en la reflexión filosófica y teológica, ya que facilita el encuentro de los intelectuales, superando así el aislamiento rural. Por otra parte, la economía se desarrolla y da lugar a un importante aumento del comercio que, como se sabe, obliga siempre a establecer una relación fecunda con otras formas de vida. A lo cual hay que sumar las expediciones militares a Oriente para recuperar el Santo Sepulcro del poder de los árabes (Las Cruzadas), que implican continuos viajes más allá de las fronteras de Europa. La reflexión intelectual abandona así el estrecho marco de los monasterios y comienza a recibir influencias de otros pueblos.

Como hemos dicho, las grandes ciudades adquieren protagonismo (a París, por ejemplo, se la llama “ciudad de los filósofos”) y a partir del siglo XII y sobre todo en el XIII se crean las primeras universidades, como París, Bolonia, Oxford, Montpellier, Salamanca, que se convierten en centros no sólo de enseñanza sino de discusión filosófica y teológica, consolidando el movimiento que se ha llamado “La Escolástica”, iniciado ya en la época de San Anselmo. Autores como Abelardo (1079-1142) y Pedro Lombardo (1090-1160) recopilan y sistematizan el pensamiento de los siglos anteriores, con un enfoque dirigido a la enseñanza.

Pero mientras tanto ha sucedido un hecho de la mayor importancia para la Filosofía y la Teología de los próximos siglos. Los árabes habían tomado contacto con la obra de Aristóteles (en ocasiones con mucha influencia platónica), y al penetrar en Europa trajeron consigo sus ideas, casi olvidadas por los europeos por la hegemonía de la Filosofía de Platón. Aparecen así una serie de filósofos y teólogos árabes, entre los que destacan Avicena (980-1037), todavía muy platonizante, y Averroes (1126-1198) que trata de desarrollar un aristotelismo puro, lo cual le lleva a oponerse a afirmaciones cristianas como la creación del mundo y la inmortalidad del alma.

Surge entonces el más maduro intento cristiano para “bautizar” la filosofía de Aristóteles, haciéndola compatible con los dogmas cristianos. Lo que había hecho en su momento San Agustín con el pensamiento platónico, lo intentará ahora Santo Tomás de Aquino con la filosofía de Aristóteles, si bien la influencia de Platón seguirá presente en su pensamiento.

 

Santo Tomás de Aquino (1222-1274)

Probablemente no exista en la Historia de la Filosofía otro pensador que haya tenido tanta influencia en la cultura occidental durante tanto tiempo. Y ello porque la doctrina de Santo Tomás fue adoptada siglos después como doctrina oficial de la Iglesia Católica, lo cual trajo consigo que millones de sacerdotes estudiaran textos basados en su obra y transmitieran su pensamiento en innumerables púlpitos y confesionarios de todo el mundo durante cientos de años. Todavía hoy la doctrina moral de la Iglesia sigue muchos de sus criterios.

Santo Tomás fue un intelectual puro: ingresó muy joven en la Orden de los Dominicos y allí permaneció hasta su muerte escribiendo y enseñando y manteniendo no pocos conflictos con la jerarquía eclesiástica de su época. Porque emprendió una tarea quizás más difícil que la de San Agustín, ya que el pensamiento de Aristóteles se aleja más de los dogmas cristianos que el de Platón. Sin embargo, Santo Tomás, como hombre de su tiempo, comprende que la filosofía aristotélica, más pegada a la tierra que el idealismo platónico, es más adecuada para transmitir el mensaje cristiano a una época que comienza a interesarse por el mundo: Santo Tomás intenta superar la distancia que establece el dualismo platónico-agustiniano entre la tierra y el cielo, para integrar la trascendencia en la misma realidad del mundo.

Y, como San Agustín, debe comenzar por plantearse el viejo problema de toda filosofía cristiana: la relación entre la razón y la fe. Santo Tomás no va a considerar la razón humana como una mera auxiliar de la fe, ni a la Filosofía como esclava de la Teología. La verdad es una sola, y puede llegarse a ella tanto por la vía de la razón como por el camino de la fe. Ambos métodos son válidos y en principio no necesitan uno del otro. Pero con algunas salvedades: la razón humana puede extraviarse y seguir caminos equivocados, cosa que no sucede con la fe, que es la aceptación de la palabra siempre verdadera de Dios. La fe, por lo tanto, tendrá el papel de una norma negativa con respecto a la razón, indicándole sus desvíos del camino correcto. Existen, además, muchas verdades inalcanzables para la razón, como la Trinidad o la resurrección de Cristo, que sólo podemos conocer por la fe. De tal manera que la razón adquiere una especie de “libertad vigilada” o de autonomía relativa: no necesita de la fe para alcanzar la verdad, pero no puede desvincularse de su tutela ni equipararse con ella. De todas formas, y teniendo en cuenta la época, no cabe duda de que la postura de Santo Tomas implica un paso adelante en lo que Kant va a llamar, cinco siglos después, “la mayoría de edad de la razón”, si bien la razón, tal como la entiende Tomás, es una razón todavía teológica.

Siguiendo los caminos de Aristóteles, a quien llama “el filósofo”, Tomás va a estructurar toda su filosofía partiendo de este mundo contingente y limitado para llegar a través de él a la trascendencia divina. Un enfoque muy distinto a la teología agustiniana, que emprendía el camino contrario: partía de Dios para explicar los reflejos que ha dejado el Creador en el mundo.

Siguiendo este enfoque, son célebres las llamadas “cinco vías” de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios, o más bien para mostrar que la existencia de un Creador es compatible con el recto uso de la razón. Si exceptuamos la cuarta vía, que es de inspiración platónica, las otras demostraciones siguen un camino muy parecido. Se parte de un hecho empírico, de la realidad que percibimos por los sentidos (recordemos que Aristóteles consideraba los sentidos el primer paso del conocimiento). Estos nos muestran que las cosas cambian, que proceden unas de otras, que existen y dejan de existir, que tratan de alcanzar sus fines. A estos datos empíricos se les aplica un principio metafísico, racional, también tomado de Aristóteles: nada puede pasar de la potencia al acto si no es por la acción de otro ser en acto. Por ejemplo: nada puede ser causa de sí mismo, el movimiento de un bastón se explica por la mano que lo mueve, el leño que arde por el fuego que le comunica calor.  Esto nos lleva a una cadena de causas y efectos que tiene que  terminar necesariamente en una Causa Primera para evitar un proceso en infinito. Esta Causa Primera, que Santo Tomás identifica con Dios, es una versión del Primer Motor de Aristóteles, sólo que convertido ahora en un Dios personal, dotado de inteligencia y voluntad, que conoce, ama y se ocupa del mundo y sus habitantes, a diferencia del motor del filósofo.

 

Toda la metafísica de Aristóteles es orientada por Santo Tomás a establecer la diferencia entre Dios y el mundo: Dios no es uno más entre los seres que existen, en él se identifican la esencia (el concepto de Dios) con su existencia real, cosa que no sucede en las creaturas. Dios es el único ser necesario (que existe y no podría no existir) por oposición a todo lo demás, que es contingente (existe, pero podría no existir). Así, el mundo que nos rodea exige a la razón la afirmación de un Ser que es el único que existe plenamente, mientras que todo lo demás es también “potencia” es decir, mera posibilidad de existir.

El mismo camino (de “abajo” a “arriba”) seguirá Santo Tomás en toda su obra filosófica y teológica. El ser humano, por ejemplo, es un compuesto de cuerpo y alma. Pero no se trata de realidades independientes, que puedan existir cada una por sí misma: el alma es la “forma” del cuerpo, lo que hace de él un cuerpo humano, es decir su vida y la sede de sus operaciones superiores, como la inteligencia y la voluntad. Hasta aquí, la misma concepción que Aristóteles. Pero como creyente, Tomás debe afirmar la inmortalidad del alma, cosa que no necesitaba su maestro. Supone así que al llegar la muerte Dios suple la falta de materia y permite que el alma viva separada del cuerpo hasta la resurrección del Juicio Final. Una solución más problemática que la de San Agustín, ya que el dualismo platónico entre alma y cuerpo admitía con más facilidad la separación de ambos elementos.

Su teoría del conocimiento se centra en un problema ampliamente discutido durante la Edad Media: el problema de los universales. ¿Cómo es posible que conozcamos conceptos universales (“el hombre”, “el árbol”) cuando en la realidad sólo existen seres particulares (“este hombre”, “este árbol”)? La solución platónica ya la conocemos: las ideas universales existen en sí mismas. Santo Tomás va seguir el camino aristotélico, afirmando que el conocimiento empieza por la imagen que las cosas dejan en los sentidos (la llama “el fantasma”) sobre la cual actúa el entendimiento despojando a estas imágenes de sus elementos individuales y quedándose con lo que hay en ellas de universal, de propio de su especie (la racionalidad en el hombre, la vida vegetativa en al árbol). De tal modo que los conceptos universales existen en la mente del hombre, pero con un fundamento real en las cosas, que es su forma universal. El resto, lo que corresponde a lo individual, a lo propio de cada individuo, corresponde a la materia concreta que los sentidos pueden mostrarme pero que el entendimiento no puede conocer.

Santo Tomás también sigue a su maestro en su doctrina moral. Como en Aristóteles, la idea fundamental es la de finalidad: el fin del hombre se identifica con su bien, y este fin es la felicidad. Pero también en este tema introduce su enfoque cristiano. Esa felicidad, que se identifica con el cumplimiento de lo que exige la naturaleza humana, no es la vida contemplativa tal como la postulaba el filósofo griego sino la contemplación de Dios, la unión eterna del alma con él.

Para conseguir este fin, el hombre debe seguir lo que él llama la ley natural, es decir, la ley que su Creador ha dejado impresa en su naturaleza y que el ser humano puede conocer con la sola ayuda de su razón, si bien la fe completará y perfeccionará este conocimiento. Esta ley natural, que es una manifestación de la ley divina, le señala al hombre las auténticas tendencias de su naturaleza (que no hay que confundir con sus gustos o sus pasiones) que le orientan hacia el cumplimiento de su finalidad, o, lo que es lo mismo, de su felicidad. Las leyes positivas, es decir las que son promulgadas explícitamente por el legislador, deben basarse en la ley natural, ya que de lo contrario no deberían ser obedecidas. La Moral y el Derecho se unen así en una única fuente.

Esta ley natural que indica al hombre el camino para cumplir su finalidad debe estar en armonía con la finalidad de toda la naturaleza. Por lo tanto, puede decirse que en la doctrina moral de Santo Tomás lo natural es bueno y lo que se desvíe del fin al que la naturaleza tiende se identifica con el mal, lo cual es fácilmente explicable si admitimos que esa naturaleza ha recibido esa finalidad de la intención de un Dios creador. Esta doctrina ha sido la base de la doctrina moral de la Iglesia Católica hasta el día de hoy. En su moral sexual, por ejemplo, se consideran inmorales la homosexualidad, el control de la natalidad y la masturbación, en la medida en se trataría de desviaciones de la finalidad de la sexualidad humana, del mismo modo que la eutanasia activa precipita un fin que sólo puede decidir la voluntad de Dios expresada en las leyes biológicas. La actividad humana, desde este punto de vista, sólo es moralmente aceptable cuando se dirige a colaborar con la finalidad natural, por ejemplo curando una enfermedad.

En definitiva, el sistema tomista asume el enfoque finalista (o teleológico) de Aristóteles, pero poniéndolo en el contexto de la creación del mundo por parte de un Dios personal que imprime conscientemente esa finalidad a su obra, mientras que para el filósofo griego esa finalidad era inmanente a una naturaleza sin principio ni fin.

Desde el punto de vista político también trata de armonizar “el cielo” y “la tierra”: el Estado es una institución natural destinada a promover el bien común terrenal, y en este sentido no está subordinado a la Iglesia, cuyas finalidades son sobrenaturales. Abre así la puerta a una cierta autonomía del poder político, equiparable a la autonomía que concedía a la razón humana respecto de la fe. El poder político, dice, viene de Dios pero a través del pueblo. Pero en la medida en que la Iglesia persigue una finalidad superior, la finalidad del Estado debe ser compatible con los fines sobrenaturales que persigue la Iglesia, y en este sentido existe una tutela eclesiástica del poder civil, equivalente a la tutela de la fe sobre la razón.

 

El terrible siglo XIV

Los dolores de parto del Renacimiento que vivirá occidente en el siglo XV y XVI se acentúan en el siglo XIV. Quizás sea verdad que todos los siglos son de crisis, pero la crisis del siglo XIV es especialmente grave, porque abarca todos los niveles de la civilización occidental. En primer lugar, una profunda crisis política: la relativa armonía del llamado “doble poder”, el político del Emperador y el religioso del Papa, se rompe definitivamente. El precario Imperio anterior se fragmenta en multitud de Estados y Principados que se proclaman independientes. La Iglesia tampoco se salva: el Cisma de Occidente divide a la Iglesia hasta el punto de que compiten dos Papas rivales. Y los enfrentamientos entre uno y otro poder se multiplican.

A mediados de siglo llega de Asia la peste bubónica, que hace estragos en Europa, hasta el punto de casi un tercio de la población muere por ella. Además de las terribles consecuencias directas, la peste trae importantes consecuencias económicas: escasea la mano de obra y los soldados gratuitos, de modo que se introduce la práctica del trabajo asalariado y el desarrollo del funcionariado, preparando así la llegada del capitalismo.

Sin embargo, la cultura antigua no muere. Se refugia sobre todo en Oriente, en Constantinopla, donde sobrevive el antiguo Imperio, enriquecido con la floreciente cultura árabe que había asimilado buena parte del legado griego, hasta el punto de que el griego seguía siendo la lengua utilizada allí. En estos tiempos difíciles la superioridad de la civilización oriental sobre los restos del Imperio Romano de occidente es enorme, de tal modo que su influencia sobre la Europa en crisis será decisiva en los siglos siguientes.

Las consecuencias de esta situación histórica son muy importantes para la Filosofía. Sucede algo que recuerda la crisis del helenismo, en el siglo III antes de Cristo. Las grandes síntesis filosófico-teológicas elaboradas a partir de los sistemas de Platón y Aristóteles empiezan a cuestionarse, y surgen nuevas ideas que prepararán el camino a la Filosofía moderna. También el pensamiento científico comienza a abandonar su sumisión a la filosofía aristotélica y a buscar nuevos caminos más basados en la experimentación y la observación de la naturaleza que en la pura especulación, como veremos más adelante.

Duns Escoto (1266-1308) y Guillermo de Okham (1248-1349) constituyen dos ejemplos de esta actitud crítica ante los grandes sistemas del pasado. A Escoto se le ha llamado “el último escolástico”: pese a que trata de construir un sistema, se atreve a poner en cuestión algunas tesis de San Agustín (su principal referente ideológico) y muchas de Santo Tomás. Pero el pensador más característico de esta nueva actitud crítica que prepara tiempos futuros fue Guillermo de Ockham, en quien vamos a detenernos un poco más.

Ockham se dedica a poner en cuestión y demoler todos los grandes sistemas anteriores, desde el platonismo hasta el aristotelismo tomista. Hoy lo llamaríamos un “deconstructor”. Su importancia en la historia del pensamiento no consiste tanto en sus afirmaciones sino en la nueva actitud que asume al filosofar: la crítica como método, que más tarde Descartes llevaría a su madurez. En primer lugar, la razón y la fe se separan por completo: las afirmaciones de la fe son indemostrables por la razón, incluyendo la existencia de Dios y la existencia del alma. Y lo mismo sucede en los temas morales: no existe una ley natural que la razón humana pueda conocer. Si lo hubiera querido, Dios podía haber creado un mundo en el que odiarle fuera una virtud, ya que toda la creación depende de su libre voluntad, que la razón humana no puede alcanzar.

La razón humana queda así adelgazada pero independiente. Si bien es cierto que tiene que renunciar a conocer muchas cosas, también lo es que en su campo se libera de la tutela de la fe.

¿Y cuál es ese campo? Es el campo de los individuos concretos y singulares: este hombre, aquel árbol. Los conceptos universales, que Platón afirmaba que existían en sí mismos y que Aristóteles y Santo Tomás suponían que tenían un fundamento real en las cosas mismas, serán en adelante meras palabras, meros nombres que sólo existen en nuestra mente y que se fundamentan sólo en la semejanza de unos objetos con otros. Por eso su sistema se ha llamado “nominalismo”: los conceptos son nombres, “soplos de voz” y no realidades. Nuestro entendimiento conoce directa e intuitivamente cada uno de los objetos singulares que se le presentan: toda la teoría tomista del “fantasma” y la abstracción es echada por tierra. Los conceptos universales son signos lingüísticos que se forman espontáneamente en el entendimiento al captar el parecido de unas cosas con otras. El estudio de estos signos y sus diversas clases da lugar a los importantes aportes que hizo Ockham a la lógica.

La Filosofía queda así muy simplificada. Ha pasado a la historia con el nombre de “la navaja de Ockham” su afirmación de que no hay que multiplicar los entes sin necesidad: un sabio principio que se opone a las sutiles complicaciones de las que está llena la historia de la Filosofía y la Teología y que tendrá mucha influencia en la ciencia que comienza a nacer en esta época. Porque la novedad de esta ciencia  naciente radica en que abandona los conceptos metafísicos (como la sustancia, la forma, la esencia, los accidentes...) y se dedica a observar la naturaleza y a describir el orden natural tal como se muestra a la observación y evitando prejuicios teóricos. Pero esto lo trataremos más adelante.

Probablemente la intención última de Ockham fue poner a salvo la trascendencia de Dios, su libertad creadora, y para hacerlo tuvo que independizarlo totalmente de este mundo y sus leyes terrenales. Pero al hacerlo abrió un espacio de libertad para la razón humana: la Filosofía ya no está en  función de la Teología como una ayudante suya sino que es capaz de fundamentar sus conclusiones en la observación directa de la realidad. Quizás sin saberlo ni pretenderlo, Ockham prepara el camino para aquella “mayoría de edad de la razón” que se está gestando lentamente y con muchos retrocesos.

 

El Renacimiento. Siglos XV y XVI

Después de la crisis del siglo XIV, Europa está otra vez en condiciones de intentar una nueva aventura cultural. De esa crisis ha quedado como herencia para el futuro una actitud de cuestionamiento de los grandes sistemas teológicos medievales que va a dejar un espacio libre para intentar nuevos caminos artísticos y filosóficos, así como un interés naciente por comprender este mundo en el que vivimos, interés que se expresa sobre todo en los rudimentos de una nueva ciencia.

Se suceden en esta época una multitud de acontecimientos capaces cada uno de ellos de sacudir profundamente el modo de vida medieval. Constantinopla cae en poder de los turcos (1453), lo cual provoca que muchos intelectuales de Oriente emigren a Italia, llevando con ellos la lengua y la cultura griega. La invención de la brújula permite un desarrollo importante de la navegación, que entre otras consecuencias hacen posible la expansión marítima y comercial de Europa y el descubrimiento de América (1492). La utilización de la pólvora influye en la decadencia de la antigua nobleza, cuyos castillos comienzan a caer bajo las balas del cañón, facilitando así el dominio de las monarquías absolutas que reinan en los nacientes estados nacionales y que reemplazan el poder disperso de los nobles de la Edad Media. La invención de la imprenta ayuda a difundir la cultura y favorece la Reforma religiosa al facilitar a los creyentes el acceso al texto de la Biblia. Desde el punto de vista económico empieza a surgir una nueva clase, la burguesía, que carece de títulos nobiliarios pero posee abundantes recursos financieros a los que deben recurrir los mismos reyes para financiar sus guerras y sus cortes: no faltará mucho para que esta clase comience a adquirir poder político. Se comienza a preparar la Revolución Francesa y el capitalismo moderno. Todo ello sin contar la revolución científica, de la que nos ocuparemos más adelante.

El Renacimiento toma su nombre de la vuelta a la cultura clásica greco-romana que se produce en estos siglos, superando una Edad Media que se consideraba oscurantista y bárbara. Pero esta afirmación es demasiado simplista. Es verdad que en el siglo XV y XVI la cultura de buena parte de Europa alcanza en poco tiempo un grado de refinamiento que no conoció en los siglos pasados con una nueva interpretación de la época clásica. Pero el corte no es tan claro como parece. En muchos sentidos el Renacimiento es una prolongación de la Edad Media, y en el siglo XVI se produce en muchos lugares un retroceso con respecto a la apertura del siglo anterior. La Inquisición, por ejemplo, es especialmente activa en esta época y a más de un renacentista le costó el cuello su búsqueda de novedades. Más que un florecimiento general de la cultura, el Renacimiento constituye un campo de batalla entre una cultura que no quiere morir y una nueva forma de vida que se abre paso trabajosamente. Y ello no del mismo modo en todas partes: el Renacimiento pleno, sobre todo desde el punto de vista artístico, se produce en Italia, y se contagia en diversa medida y con distinto ritmo al resto de Europa.

Sin embargo, y teniendo en cuenta estas restricciones, se pueden señalar algunas características comunes de estos nuevos tiempos. Quizás la más importante sea el descubrimiento que el ser humano hace de sí mismo: el hombre empieza a mirar su propia realidad, a valorar lo humano por su propio valor y no por ser el resultado de la creación divina. “El hombre es un Dios humano”, decía el Cardenal de Cusa. El humanismo renacentista intenta lograr un nuevo ideal humano, un modelo de hombre adecuado a los nuevos tiempos. Y así como los teólogos medievales habían recurrido a los viejos griegos en busca de inspiración para su pensamiento, los renacentistas hacen lo mismo, aunque con resultados muy distintos. El hombre del Renacimiento redescubre su cuerpo, que la Edad Media había expulsado de su cultura, se interesa por el mundo que habita y las leyes que lo rigen y toma conciencia de su poder frente a él. Donde más se nota este nuevo humanismo es en las artes plásticas. La diferencia con el arte medieval no radica en el talento de los pintores y escultores, sino en la diferente intención de los artistas. Mientras la representación del cuerpo humano en la Edad Media era sólo un pretexto para expresar la trascendencia divina, en el Renacimiento la representación del cuerpo, frecuentemente desnudo, forma parte de ese interés por lo humano que se expresa en todo el arte de esta época. Se introduce la perspectiva en la pintura, que constituye una afirmación de que toda la realidad se somete al punto de vista de quien la representa. La naturaleza empieza a intervenir en el arte y no sólo como fondo sino con una reproducción muy cuidadosa de sus características. En definitiva, el artista del Renacimiento mira al mundo que le rodea, mientras que el medieval lo consideraba sólo un reflejo de una realidad trascendente. Y lo mismo sucede en la música, la poesía o la literatura.

No hay que pensar, sin embargo, que el Renacimiento deja de interesarse por la religión. La mayor parte del arte de esta época es arte religioso y el ateísmo aún no ha aparecido en la escena intelectual. La diferencia con los siglos anteriores radica en que se trata de una religiosidad distinta: se valora el mundo considerando que en él resplandece la obra de Dios, mientras que en el arte medieval se miraba la tierra como un mero peldaño para ascender hasta la trascendencia. Las posturas panteístas, de las que hablaremos luego, expresan esta concepción renacentista que considera el mundo como un ser divino, y por lo tanto valioso en sí mismo.

Sin embargo, no son estos siglos especialmente fecundos para la Filosofía, aunque no faltan pensadores interesantes. Buena parte del pensamiento filosófico de la época se dedicó a comentar a Platón y Aristóteles y a las escuelas helenísticas, ignorando y aun despreciando los movimientos científicos que nacían en esa época y que marcarían más adelante la orientación de la Filosofía. Surgió en esta época el divorcio entre “ciencias” y “letras” que persiste en la actualidad. Tal vez los cambios eran demasiados y demasiado bruscos para que la Filosofía encontrara la necesaria distancia que se necesita para pensar sosegadamente lo que la época exige. Dijo Hegel que la Filosofía es como el búho de Minerva, que alza el vuelo al anochecer, queriendo expresar que el pensamiento filosófico reacciona una vez que la historia ha señalado su camino. Tal vez tenga razón. En cualquier caso, habrá que esperar un poco para que llegue la gran Filosofía moderna.

Mientras esta llega, se pueden señalar algunos autores que hicieron aportaciones interesantes. Nicolás de Cusa (1401-1464), por ejemplo, es un filósofo de transición: medieval en sus planteamientos básicos, adelanta sin embargo una visión moderna de la naturaleza que se acerca al panteísmo, afirmando que el universo es infinito, que carece de centro y que la tierra se mueve, todo ello interpretado utilizando símiles matemáticos. Juan Pico della Mirandola (1463-1494), es el autor de una famosa “Oración por la dignidad del hombre”, que constituye un manifiesto del nuevo humanismo. Pico imagina (siguiendo un texto de Platón) que en el momento de la creación del mundo Dios agotó todos sus dones en las creaturas superiores e inferiores al ser humano, de tal modo que cuando llegó el momento de crear al hombre no le quedaba ya nada que darle. Decide entonces que en lugar de otorgarle una esencia determinada, como a todo lo demás, le concederá la posibilidad de convertirse en lo que él quiera: podrá elevarse hasta convertirse en un ángel o degradarse hasta ser una bestia. Pico adelanta así una concepción del hombre que reaparecerá de otro modo en el existencialismo del siglo XX. Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es considerado el creador de la ciencia política, que independiza de la ética a la que había estado unida desde Platón en adelante. También en esta línea de filosofía social, renacen en esta época las utopías o modelos de sociedades perfectas, siguiendo la tradición de La República platónica, como las de Tomás Moro (1480-1535) y Campanella (1568-1639). Giordano Bruno (1548-1600) tuvo, como Tomás Moro que fue decapitado, un destino trágico, ya que terminó quemado en la hoguera por la Inquisición. Aceptó el heliocentrismo de Copérnico, que enseguida veremos, y la infinitud del universo, afirmando además que existen en él otros mundos habitados. Su concepción del universo es claramente panteísta: se trata de un organismo viviente, que no es otra cosa que el despliegue de Dios mismo.

Muchos otros autores se dedicaron a releer a los griegos desde una óptica distinta, renunciando a los sistema teológicos que dominaron la Edad Media y atendiendo a la originalidad del ser humano en el conjunto del universo. Todo ello recibiendo la influencia de los pensadores árabes, que provenían de una cultura mucho más elaborada que la de la Edad Media europea. Pero quizás la influencia decisiva para comprender los siglos que se avecinan hay que buscarla en el profundo cambio que sufre el pensamiento científico desde finales del siglo XIV hasta el siglo XVII, que comentaremos enseguida.

 

El nacimiento de la ciencia moderna. Siglos XIV a XVII

Como hemos dicho antes, el pensamiento científico de Aristóteles era tan potente que su influencia duró casi dos mil años sin que nadie se atreviera a cuestionarla seriamente. Antes de revisar estos cuestionamientos conviene echar un vistazo a los principios científicos del filósofo griego, que significó un gran progreso en su tiempo pero un freno para la ciencia siglos más tarde.

La ciencia de Aristóteles se basa en el mismo concepto que marca todo su sistema filosófico: el concepto de causa final. La naturaleza se rige por unas leyes simples: todo lo que se mueve es movido por otro y es movido según una finalidad que la naturaleza lleva inscrita en su misma esencia y que todo lo que existe tiende a realizar. Por ejemplo: cuando una piedra cae sucede lo mismo que cuanto el fuego sube. Ambos tienden a su lugar natural, tienden a la finalidad que su esencia les marca, tratando de recuperar su lugar natural. Cuando una flecha surca el aire es porque el arco le ha comunicado el movimiento y si se sigue moviendo después es porque el aire que desplaza la continúa empujando. Por otra parte, la tierra está inmóvil en el centro del universo (modelo geocéntrico), rodeada de esferas cristalinas en las cuales están engarzados los astros. Estas esferas giran a su alrededor con un movimiento circular uniforme, que es el más perfecto de los movimientos, ya que están movidas por el Primer Motor que a su vez mueve varios primeros motores secundarios. Además, los astros son esferas (la forma más perfecta) compuestas por una materia incorruptible, el éter o quinta esencia (las otras cuatro, de las que está compuesto este mundo, son la tierra, el agua, el aire y el fuego). Como se ve, la física de Aristóteles se basa en principios metafísicos antes que en la observación de los datos: la noción de movimiento implica cierta imperfección, de tal modo que sólo el Primer Motor Inmóvil constituye un ser pleno y realizado. Y los astros, más cercanos a ese Primer Motor, se acercan más a la perfección que nuestra pobre tierra, ya que son esferas perfectas y están compuestos de una materia que no cambia ni se corrompe. La sombra del viejo Parménides sigue presente en la física aristotélica.

Como este modelo astronómico de Aristóteles no coincidía con la observación de los cielos, el astrónomo greco-egipcio Claudio Ptolomeo establece en el siglo II una serie de correcciones que permiten adecuar el modelo geocéntrico a los datos observables, si bien aclara que su sistema no pretende describir la realidad tal como es sino aportar un modelo de cálculo que permita salvar las apariencias. El sistema de Ptolomeo es adoptado por los astrónomos durante casi diecisiete siglos, ya que permitía realizar cálculos astronómicos con suficiente precisión manteniendo el prejuicio ideológico y religioso de que la tierra se mantenía inmóvil en el centro del universo. Sin embargo, era tan complejo que Alfonso X, el Sabio, comentó que si Dios le hubiera pedido consejo para hacer el universo el resultado no hubiera sido tan complicado.

 

Los primeros intentos de una nueva ciencia

Los primeros cuestionamientos a esta visión aristotélica del universo son algo ingenuos y poco tienen que ver con los principios sobre los que va a edificarse la ciencia moderna. Pero tienen el mérito de intentar nuevos caminos para la investigación y sobre todo de haber llamado la atención sobre la necesidad de observar los hechos antes que tratar de imponerles un prejuicio ideológico. Ya en el siglo III a.C., cuando los griegos en plena época helenística establecieron en Alejandría un importante polo de desarrollo cultural, Arquímedes (278-212) había hecho descubrimientos físicos y matemáticos de enorme importancia. Pero es a partir del siglo XIV cuando los dogmas aristotélicos comienzan a dejar espacio para una nueva física, que en pocos siglos transformará el mundo.

Algunos pensadores del siglo XIV, como Buridán (1295-1348) y Oresme (1325-1382) comienzan a dudar acerca de la necesidad de que la tierra permanezca inmóvil en el centro del universo, aunque finalmente terminan afirmándola. El primero insinúa también los fundamentos del principio de inercia, cuestionando así la afirmación de Aristóteles acerca de la necesidad de que causa permanezca activa durante toda la trayectoria del móvil.

Durante el Renacimiento se abre paso progresivamente la necesidad de reformar la astronomía, que será en adelante la ciencia pionera, si bien algunos de estos intentos de reforma se limitan a una vuelta a las teorías ptolemaicas y aristotélicas. Para la gran reforma habrá que esperar al siglo XVI: un clérigo polaco, Nicolás Copérnico (1473-1543), propone un nuevo modelo del universo radicalmente distinto del de Aristóteles, hasta el punto de que se extendido el uso del término “revolución copernicana” para calificar cualquier proceso radical de cambio. Decidido a simplificar el complejo sistema de Ptolomeo, introduce un modelo heliocéntrico de raíz platónica, suponiendo que es el sol el que ocupa el centro del universo y la tierra gira a su alrededor a la vez que rota sobre sí misma. Mantiene, sin embargo, las esferas celestes con su movimiento circular uniforme, que no será revisado hasta un siglo más tarde. A pesar de que su sistema resulta en ocasiones menos operativo que el de Ptolomeo, que había tenido tiempo de ser ajustado a la observación, Copérnico abre la puerta a una nueva manera de ver el mundo, que rompe los límites cerrados del modelo vigente, perfeccionado y matematizado ya en el siglo XVII por Johannes Kepler (1571-1630). Por eso, su importancia va a extenderse mucho más allá de la astronomía: lo que pone en cuestión Copérnico es el puesto del hombre en el universo.

A partir de allí, la astronomía representará la avanzada de una profunda transformación que se extenderá no sólo a la ciencia sino al conjunto del pensamiento moderno. Y el profeta de esa nueva visión del mundo será Galileo Galilei (1564-1642), un italiano genial que puso las bases del futuro método científico, aunque haya que esperar un siglo más para que sus intuiciones lleguen a la madurez, ya que están marcadas por un enfoque racionalista que reduce el papel de la experimentación empírica.

Galileo no fue un filósofo ni un teólogo, aunque su defensa del heliocentrismo copernicano fue considerada herética por la Inquisición, que a punto estuvo de quemarlo en la hoguera. Su concepción del universo, pese a algunos descubrimientos importantes, repite el sistema de Copérnico (que había sido tolerado un siglo antes) y desde el punto de vista físico-matemático su astronomía es más primitiva que la de su contemporáneo Kepler. Y sin embargo, uno puede preguntarse por qué llegó a poner en su contra con tanta virulencia a los poderes de su época, aun cuando se cuidó de mantenerse fiel a la doctrina teológica de la Iglesia. Además de cierta imprudencia temperamental de Galileo, que era un provocador nato, quizás haya que buscar la razón en que sus propuestas anunciaban una transformación radical de la relación entre el hombre y el mundo que le rodea. Probablemente el poder de su tiempo intuyó que detrás de esos cambios astronómicos y físicos se avecinaban cambios más profundos, que afectarían a la estructura social, política y económica de Europa, cambios que las estructuras conservadores de la Iglesia y del Estado de su tiempo no estaban dispuestos a tolerar. Como en efecto sucedió.

No es este el lugar para enumerar los numerosos aportes de Galileo a la astronomía y a la física. Pero para entender la historia de la Filosofía de la modernidad es necesario detenerse un momento en su manera de concebir el estudio de la naturaleza. Galileo echa las bases de lo que sería el método científico, es decir, de los pasos que un científico sigue para realizar una demostración. Esos pasos, en el caso de la física,  pueden reducirse a tres: el científico observa un hecho cualquiera de la naturaleza; en segundo lugar elabora una hipótesis, es decir, una explicación provisional de ese hecho, utilizando para ello el lenguaje matemático; finalmente, realiza un experimento, mediante el cual pone a prueba su hipótesis para ver si realmente sirve para explicar ese hecho. Si sirve, tenemos una ley física comprobada; si no sirve, habrá que elaborar una nueva hipótesis. Pongamos un ejemplo. Se cuenta que Galileo observó durante una misa la oscilación de una araña de luces que pendía del techo de la iglesia (observación); Galileo supone que el tiempo que tarda la araña en oscilar es siempre el mismo, independientemente de que la oscilación sea más corta o más larga (hipótesis). Galileo mide, utilizando su propio pulso, el tiempo de oscilación y comprueba que no varía según su amplitud (comprobación de la hipótesis). Y ya tenemos verificada la ley de isocronía del péndulo. El mismo método lo aplica a otros fenómenos, como la trayectoria de la bala de un cañón o la caída de un objeto desde una torre.

Más adelante estas comprobaciones de Galileo alcanzarán una formulación matemática más precisa. La ley del péndulo quedará de la siguiente manera: el tiempo de oscilación es igual a dos pi multiplicado por la raíz cuadrada de la longitud de la cuerda partida por la constante de la gravedad. (Pedimos disculpas por introducir una fórmula matemática en este texto, que según la dicotomía renacentista pertenece a las “Letras”. Prometemos que será la última). Es difícil exagerar la importancia de estos descubrimientos: esta unión de un fenómeno físico con una fórmula matemática es la herramienta científica que provocará un cambio sin precedentes en los siglos futuros, aplicando la conocida frase de Galileo: “el mundo es un libro escrito en caracteres matemáticos, y es necesario saber matemáticas para poderlo leer”. Una vez descubierta la ley matemática del péndulo (o de cualquier otro fenómeno) el péndulo queda “domesticado”, a disposición del hombre. Con sólo variar la longitud de la cuerda (única variable de la fórmula) el péndulo oscilará según el ritmo que el científico decida, de tal modo que en un reloj el péndulo ha quedado cautivo y obediente al relojero que desea utilizarlo para medir el tiempo. Y la bala del cañón deberá seguir la trayectoria prefijada por el artillero. Y si extendemos este ejemplo a toda la naturaleza, cualquier fenómeno natural podrá ser dirigido para adaptarse a las necesidades del hombre. Entre la domesticación del péndulo para construir un reloj y la domesticación del silicio para fabricar un ordenador sólo hay una diferencia de tiempo. Si bien hay que recordar, para no caer en un optimismo ingenuo, que la domesticación del átomo lleva también a la destrucción de ciudades enteras.

 

El nacimiento del idealismo

¿Por qué hemos dedicado estos párrafos a un tema estrictamente científico si lo que estamos haciendo es una brevísima Historia de la Filosofía? Porque esta irrupción de la ciencia va a cambiar el modo en que el hombre moderno se comprende a sí mismo, y por lo tanto toda la historia del pensamiento de aquí en adelante, hasta el punto de que el mundo se vuelve irreconocible en el plazo relativamente breve de doscientos años. El hombre antiguo se sentía parte del mundo: estaba rodeado por una naturaleza regida por unas leyes que le parecían inmodificables y a las cuales él debía adaptarse. El concepto de finalidad que hemos visto en Aristóteles y Santo Tomás, por ejemplo, ilustran esta manera de “estar en el mundo” de la antigüedad: el universo entero tiene una finalidad recibida de la naturaleza o de la intención creadora de Dios, y el ser humano ocupa un lugar dentro de este orden, un lugar privilegiado pero cuyo destino se integra con la finalidad de lo que le rodea, que él no ha decidido. Martín Buber dice que el hombre antiguo no es un “yo” sino un “él”. No ha sacado la cabeza del mundo, permanece sumergido en él.

La filosofía adecuada a este modo de vivir y de pensar es el realismo: nuestro conocimiento se limita a reflejar más o menos fielmente las cosas tal como son. Exagerando un poco, podríamos decir que el conocimiento sigue “la metáfora del espejo”, como afirma un filósofo contemporáneo. El espejo refleja lo que está delante de él, no inventa nada. El papel del hombre es por lo tanto relativamente (sólo relativamente) pasivo: así como acepta el mundo que le rodea, su conocimiento se adapta a él.

La revolución científica que hemos descrito rompe este esquema. Ya la naturaleza no constituye un escenario sino un campo de operaciones. El mundo ya no es un dato con el que hay que contar sino un entorno que hay que construir. El hombre moderno lleva a su madurez lo que en el Renacimiento empezó a prepararse: el antropocentrismo, la convicción de que el ser humano no es una parte más del mundo sino su centro, y casi su creador. Ya no es un “él”, ahora es un “yo”. ¿Qué fue antes, la convicción del hombre de ser el centro o la revolución científica? ¿El hombre hace ciencia porque se considera señor del mundo o se considera señor del mundo porque la ciencia se lo permite? ¿O tanto la ciencia como la convicción del hombre son el resultado de cambios históricos, económicos y sociales que transforman profundamente el modo de vida de Europa? Probablemente estas preguntas carecen de sentido, ya que cada una implica a las otras. En cualquier caso, y volviendo a nuestro tema, se impone un nuevo tipo de Filosofía, ya que a la Filosofía se la ha llamado “la conciencia de la especie”. El pensamiento no se limitará en adelante a reflejar la realidad sino que formará parte de la realidad misma. Comprenderá que el conocimiento humano construye aquello que conoce, ve el mundo desde su propia forma de conocer y no tal como es en sí mismo. Esta actitud, propia de toda la filosofía moderna, se denomina idealismo: el conocimiento es ante todo una idea y no el reflejo pasivo de una cosa  que existe independientemente del sujeto que conoce. Desde este punto de vista el idealismo no es un invento de los filósofos: es la expresión filosófica de la actitud que toma el hombre moderno ante el mundo que le rodea.

Si todo esto parece excesivamente teórico, echemos una mirada a la historia de los últimos tiempos, aunque tengamos que simplificar demasiado una realidad bastante más compleja. Desde el punto de vista científico-técnico el mundo en que vivían los griegos no es muy diferente del mundo del siglo XVIII: los campos se trabajaban con arados arrastrados por bueyes, los transportes se hacían a pie o a lomos de animales, los textos se escribían sobre pergamino o papel. Comparemos ahora esos veintitrés siglos con los dos que transcurren entre el siglo XIX y el XX: pasan aviones sobre nuestras cabezas, algunos hombres han pisado la luna, la televisión e Internet permiten la comunicación instantánea entre las antípodas. ¿Hay que suponer acaso que en los últimos doscientos años (en realidad en los últimos cien) han vivido hombres más inteligentes que en los dos mil trescientos anteriores? Evidentemente, la razón no es esa: lo que ha cambiado, al menos en Occidente, es la relación entre el hombre y el planeta en que vive. Si en la antigüedad la realidad del mundo era aceptada como un dato casi inmodificable, después de la revolución científica el hombre con sus necesidades y deseos se convierte en el paradigma de la realidad: es el mundo el que deberá asemejarse al hombre, y no al revés. Marx hablaba de “la transformación de la naturaleza en hombre”. Y la filosofía idealista constituye el reflejo teórico de este cambio de perspectiva: también en el conocimiento es el hombre quien manda.

Todo esto exige muchos matices en los que no podemos detenernos aquí. Por ejemplo: la revolución científica tarda en producir consecuencias prácticas, ya que para ello deberá unirse al desarrollo de un nuevo sistema productivo, que es el capitalismo, con los consiguientes cambios políticos. Por otra parte, conviene recordar que ese giro copernicano de que hemos hablado tiene consecuencias de muy diverso signo: desde los antibióticos hasta la contaminación del planeta, desde los viajes interplanetarios hasta las armas de destrucción masiva, desde los derechos humanos hasta las cámaras de gas. Pero, con sus luces y sus sombras, de lo que no cabe duda es de que el Renacimiento implica el comienzo de una ruptura con el mundo antiguo y el nacimiento de una nueva forma de vida, cuya expresión filosófica vamos a seguir explorando.

 

Descartes: un ensayo frustrado de idealismo (1596-1650)

La filosofía de Descartes representa el fin de la filosofía antigua y un tímido comienzo de la filosofía moderna. Fue un hombre de su tiempo: aventurero, soldado, cortesano y científico antes de ser filósofo y probablemente por eso su pensamiento refleja tan claramente la época que le tocó vivir.

Descartes se propone empezar de nuevo. Es consciente de que los grandes pensadores de la antigüedad se contradicen unos a otros, de que nuestros sentidos nos engañan con frecuencia, hasta el punto de que ya no podemos distinguir con certeza lo verdadero de lo falso. Incluso se plantea la hipótesis (muy propia de su época barroca) de que lo que tomamos por realidad sea en realidad un sueño o de que un diablillo maligno que habite en nuestro interior se dedique a engañarnos.

Ante tantas incertidumbres, lo más sensato parece ser plantear una duda universal, es decir, dudar sistemáticamente de todo, incluso de mi propia existencia. No se trata de una duda real, sino metódica: haremos “como si” dudáramos de todo, para intentar edificar nuevamente el edificio del conocimiento con mucho cuidado de no aceptar como verdadero nada que no sea absolutamente claro (es decir, evidente a nuestra razón) y distinto (que no se pueda confundir con otra cosa). De este modo quizás no averigüemos muchas cosas, dice Descartes, pero lo poco que logremos descubrir será digno de confianza. Y por supuesto que entre estas verdades dignas de confianza no podrán contarse los datos que nos ofrecen los sentidos, siempre llenos de imprecisiones y fácilmente confundibles con las alucinaciones: habrá que fiarse únicamente de las evidencias que nos ofrecen la razón, como las verdades matemáticas, por ejemplo.

Suponemos, pues, que hemos dejado nuestra mente en blanco y que estamos libres de todos los prejuicios que nos ha inculcado nuestra educación. ¿Queda algo de lo que no podamos dudar? Sí: no podemos dudar, aunque quisiéramos, de nuestra propia duda, de nuestro propio pensamiento. Por lo tanto, si pensamos, es evidente que existimos: quizás todos nuestros pensamientos estén equivocados, pero aun en este caso “alguien” se equivoca y por lo tanto existe. Podemos por lo tanto empezar a reconstruir el edificio del conocimiento que habíamos echado abajo con la duda metódica, colocando su piedra fundamental: “pienso, luego existo”. Conviene detenerse un momento en esta frase, que ha hecho famoso a su autor aun entre quienes ignoran por completo su filosofía.

En primer lugar, no hay que considerarla como si estuviera compuesta por dos términos, como una oración consecutiva: “existir” no es una consecuencia que se deriva de “pensar”: ambas cosas significan lo mismo, constituyen una única intuición. Existo como pensamiento, ya que podría dudar de la existencia de mi cuerpo, pero nunca de mi propia duda. “Soy una cosa que piensa” dice Descartes, y por eso  afirmará más adelante que  la existencia del alma es más segura que la del cuerpo.

Dicho esto, parecería que la frase, aunque sea cierta, no tiene mucha trascendencia: poco le importa a la Filosofía que yo exista o no. Pero la importancia de su descubrimiento va mucho más allá de mi existencia individual: Descartes ha descubierto un criterio que le permitirá distinguir en adelante las verdades seguras de las que no lo son. Le bastará con comparar las nuevas afirmaciones con el “pienso luego existo”: si estas afirmaciones son igualmente seguras, de la misma “calidad” que la primera, podrá admitirla. Si no lo son, no las admitirá. El “pienso luego existo” (al que en adelante llamaremos “el cogito”, por su versión latina) se considera así como la piedra de toque, el modelo de todas las verdades futuras: para ser aceptadas deben ser tan evidentes como el cogito.

 

Intentemos avanzar un poco más. El pensamiento piensa ideas, por supuesto. Pero las ideas no son todas iguales: algunas parecen provenir de fuera de nosotros (el sol, un árbol) otras parecen inventadas por nosotros (un centauro, una sirena) pero hay otras que “van con nosotros”, que se identifican con nuestro pensamiento. Ya hemos visto una, la idea de existencia. Pero hay otra: la idea de Dios. Esta idea no puede venir de fuera: no lo hemos visto u oído. Pero tampoco puede ser un invento nuestro, ya que es la idea de un ser infinito, perfecto y nosotros somos finitos e imperfectos, como lo prueba el hecho de que dudamos. Y nunca de un ser imperfecto puede provenir la idea de perfección, de un ser limitado la idea de infinito. Por lo tanto la idea de Dios es una idea innata, que ha sido puesta en mi desde que existo por un ser infinito y perfecto al que llamamos Dios. Tenemos así una segunda piedra de ese nuevo edificio del conocimiento que estamos construyendo.

Y ese Dios constituye una garantía de la verdad de mis ideas. Un ser perfecto (y por lo tanto infinitamente bueno y sabio) no podría haber puesto en mí la necesidad de engañarme cuando pienso, no podría haberme creado de modo que estuviera destinado al error. Puedo fiarme, por lo tanto, de mis ideas. Pero, claro está, no de todas: sólo de aquellas claras y distintas, de aquellas que tengan la misma calidad del cogito. Así, quizás pueda decir algo del mundo exterior, que hasta ahora permanece en la duda, ya que sólo puedo estar seguro de mi propia existencia y la de Dios.

Pero este mundo exterior no es claro y distinto: lo que a uno le parece frío otro cree que está caliente, lo que a mí me parece rojo otro lo ve marrón. Y sin embargo hay algo en el mundo de las cosas materiales que cumple con los requisitos que pedimos: la extensión y el movimiento. Puedo dudar del color o de la temperatura de un cuerpo, pero para que exista un cuerpo debe ocupar un lugar en el espacio: en eso consiste la extensión. Y este lugar puede cambiar: en esto consiste el movimiento. Extensión y movimiento son las cualidades esenciales de las cosas materiales, las que no pueden variar como la temperatura o el color. Y no es casual que sean las cualidades con las que puede trabajar la matemática, que es la ciencia modelo de la razón.

Así, hemos terminado el nuevo edificio del conocimiento. Existen tres realidades claras y distintas: el yo (como alma); Dios (como ser infinito)  y el mundo (como extensión y movimiento). Todo lo demás queda en la dudosa  penumbra de los sentidos, mientras que estas tres sustancias pueden ser pensadas por la razón. Descartes inaugura así el racionalismo radical: sólo de la razón podemos esperar conocimientos ciertos.

Las consecuencias de este racionalismo son tremendas y algunas incluso algo ridículas. Descartes divide en dos la realidad: lo que no es materia es espíritu, y lo que es espíritu no es materia y no hay puentes entre ambos. Las cosas extensas no piensan, son sólo extensión y movimiento, es decir, realidades que funcionan por leyes mecánicas, empujándose unas a otras. Y las cosas pensantes no son extensas, no son cuerpos materiales: es evidente que una idea no ocupa lugar en el espacio. De modo que un animal, que no tiene espíritu, no es distinto de un reloj: es una máquina, sólo que más complicada, en la cual los átomos hacen las veces de las ruedecillas del reloj. Y lo mismo sucede con nuestro cuerpo, una mera máquina. ¿Cómo explicar entonces al ser humano, que tiene un cuerpo pero también un alma espiritual? Descartes se ve forzado a buscar una solución echando mano de sus estudios de biología: supone que  la glándula pineal (hoy la hipófisis) hace las veces de intermediaria entre el cuerpo y el espíritu. Como se ve, un dualismo mucho más extremo que el de Platón. Con esta distinción, Descartes trata de salvar la autonomía y espiritualidad del alma, independizándola de una materia que la ciencia del momento consideraba como regida por leyes puramente mecánicas. Pero al hacerlo paga un alto precio: la realidad, y el ser humano con ella,  queda partida en dos y el racionalismo de sus sucesores no logrará salvar esta brecha.

Por lo demás, Descartes conserva bastante de la filosofía tradicional. Como hombre de mundo, sabe que los tiempos no están para grandes revoluciones y no está dispuesto a correr los riesgos que casi llevan a Galileo a la hoguera. Se lo ha llamado “el filósofo de la máscara”, por su habilidad para disimular las consecuencias a las que podría conducir la radicalidad de sus propósitos iniciales. En cuestiones morales, por ejemplo, no aporta gran cosa: es muy interesante su tratado de las pasiones, pero su ética no se aparta demasiado de los preceptos de la escolástica y continuamente aclara que no pretende ser un reformador de las costumbres.

Hemos dicho al comienzo que la filosofía de Descartes representa un intento frustrado de idealismo. Su intento de fundamentar la filosofía en su propio pensamiento (el cogito) podría haberlo llevado a sacar la consecuencia de que es el sujeto mismo el que construye el conocimiento, de que no podemos conocer la realidad tal como es sino tal como el sujeto la percibe. Sin embargo, el papel que Descartes le atribuye a Dios, como garante de la objetividad de nuestras ideas claras y distintas, le lleva nuevamente al realismo: el alma, Dios y el mundo existen objetivamente y nuestro conocimiento de esas tres sustancias refleja la realidad tal como es.

Pero a pesar de esta recaída en el realismo, el camino que indica Descartes va a transformar la historia del pensamiento. Nace con él un nuevo protagonista en la historia de la filosofía: el individuo. Como hemos dicho antes, hasta la Edad Media el ser humano formaba parte del mundo, compartía las leyes de la realidad. Y así como desde el punto de vista cultural el hombre renacentista asume el protagonismo y se convierte en creador de realidad y no sólo en su reflejo, la filosofía de Descartes constituye la partida de nacimiento filosófica del individuo como centro del mundo. El individualismo, para bien y para mal, va a convertirse en la forma de vida del hombre europeo. Por mencionar algunas de las características culturales e ideológicas de la Europa moderna  que proceden de esta raíz, pensemos en la libertad religiosa y de opinión, los derechos individuales, la competitividad. Pero sobre estos temas volveremos más adelante.

 

Racionalismo y empirismo

Descartes no es el único racionalista. Ya en el mismo siglo XVII, en Holanda, otro genial racionalista, Baruch Spinoza (1632-1677) había construido un sistema panteísta, en el cual las tres sustancias de Descartes (alma, Dios y mundo) quedaban reducidas a una única realidad divina que se identificaba con el mundo: “Dios o naturaleza”, dice Spinoza, considerando que ambos términos significan lo mismo. Hacia fin de ese mismo siglo Godofredo Guillermo Leibniz (1646-1716) corona su complejo sistema racionalista con la conocida expresión de que vivimos en “el mejor de los mundos posibles”, basada en la confianza de que Dios debió de tener una razón suficiente para que este mundo en que vivimos sea como es. Estos sistemas racionalistas resuelven cada uno a su modo (en ocasiones de modo muy forzado) el eterno problema que origina esta exaltación de la razón: la relación entre el alma y la materia, entre el espíritu y el mundo corporal.

Pero ya desde el mismo siglo XVII se inicia en las islas británicas otra línea de pensamiento opuesta al racionalismo que domina en el continente europeo: el empirismo. Los filósofos empiristas consideran que carecemos de ideas innatas: al nacer, nuestro conocimiento es una página en blanco que se irá llenando gracias a los datos que provienen de los sentidos, considerado en adelante la experiencia como la única fuente de conocimiento.

No es casual que el empirismo se haya desarrollado en las islas británicas. En el continente europeo del siglo XVII dominan los regímenes absolutistas: un soberano que ejerce, al menos en teoría, un poder absoluto sobre sus súbditos. El llamado “despotismo ilustrado” propone “un gobierno para el pueblo pero sin el pueblo”, es decir, un soberano ilustrado que busque el bien del pueblo evitando la intervención en las decisiones públicas de las clases poco cultivadas. De más está decir que el racionalismo resulta muy adecuado para esta concepción política: el mismo Descartes afirma que las obras nacidas de una sola mente son más perfectas que aquellas en las que intervienen muchos, aunque él no saque las consecuencias políticas de su propio discurso.

En las islas británicas, por el contrario, se comenzaba a desarrollar un régimen parlamentario. Y en este sistema político el papel de la experiencia, es decir, de los datos que recibimos del mundo, ocupa el lugar de la doctrina teórica del racionalismo. El empirismo, con frecuencia llamado “el empirismo inglés”, marca en adelante la forma de vida de los países de hablan inglesa, poco proclives a la gran especulación teórica y mucho más inclinada a buscar los aspectos prácticos por medio de la observación de los hechos.

Uno de los precursores de la filosofía empirista, Thomas Hobbes (1588-1679) desarrolla un empirismo mezclado con racionalismo, materialismo y escepticismo, orientado a fundamentar una teoría de la sociedad que es la parte más conocida de su sistema. Pese a lo que hemos dicho antes sobre el parlamentarismo británico, la preocupación de Hobbes se centra en la necesidad de evitar las guerras civiles en que se veía inmersa la sociedad de su tiempo, y para ello opta por postular una autoridad política dotada de poder absoluto. Según él, el estado natural del hombre (es decir, la condición humana anterior a la constitución de la sociedad) es el estado de guerra de todos contra todos, una situación miserable en la que reina el miedo y hace imposible la industria, las ciencias y las artes. Sólo se puede salir de ella por la aceptación de un pacto social que entregue toda la libertad de los súbditos a un príncipe dotado de poder sin límites, con la única condición de que sea capaz de mantener la paz. Los súbditos ceden así su libertad a una persona o una asamblea de personas, a cambio de que se les asegure la paz y el progreso, renunciando de antemano a juzgar sus decisiones, ya que la libertad debe cederse sin condiciones. Hobbes, pese a su origen británico, se convierte así en el principal teórico del absolutismo, si bien se trata de un absolutismo que rechaza el origen divino de la autoridad del monarca.

De muy distinto talante es John Locke (1632-1704), uno de los precursores de la Ilustración, que tuvo una gran influencia en la filosofía política liberal. Locke rechaza también la teoría del origen divino del poder político, propia de las monarquías absolutistas, considerando que los gobernantes tienen un mandato popular y son responsables ante el pueblo. Defiende la libertad e igualdad de todos los hombres en su estado natural, así como el derecho de propiedad fundamentado en el trabajo. La sociedad política debe salvaguardar el disfrute pacífico de esos derechos naturales mediante un pacto establecido por consenso que asegure la paz y la tolerancia. No comentaremos su teoría empirista del conocimiento, ya que elegiremos a David Hume como el representante más maduro de esta corriente. Pero antes conviene describir brevemente el ambiente europeo del siglo XVIII, cuando se producen muchos de los cambios que van a configurar la Europa actual.

 

El siglo XVIII: la Ilustración

Como siempre, la identificación de un siglo con una época histórica tiene mucho de arbitrario. La Ilustración  (o el Siglo de las Luces) se venía preparando desde el Renacimiento, y aun antes,  y de hecho muchas de las características que ahora veremos no son otra cosa que la maduración de reformas renacentistas. Hay que notar además que así como el Renacimiento nace en Italia y se contagia con ritmo muy diverso al resto de Europa, la Ilustración es un fenómeno que si bien se inicia en Inglaterra se desarrolla fundamentalmente en Francia. Alemania le sigue, pero hay regiones, como España, en las cuales la Ilustración pasa casi de largo, de no ser por algunos intelectuales aislados. Sin embargo, y con estas precisiones, se pueden mencionar algunas características de esta época que han tenido un papel importante en la construcción de este  mundo occidental en que vivimos.

La Ilustración se produce en la época de las revoluciones liberales-burguesas, que culminan en la Revolución Francesa de 1789. Como ya había comenzado a suceder en el Renacimiento, los comerciantes y financieros de las ciudades habían acumulado un poder económico mucho mayor que el de los nobles terratenientes, que agotaron su fortuna en guerras y lujo. Y, como sucede siempre, el poder económico otorga poder político: simbólicamente, el fin del siglo XVIII está marcado por la toma del poder por parte de esa burguesía en Francia, que culmina así su lucha contra el absolutismo reinante. Mientras, se comienzan a formar los Estados Nacionales, sustituyendo a los antiguos reinos, preparando así el camino a los Estados modernos.

Si bien la economía sigue siendo fundamentalmente agraria, se empieza a desarrollar hacia fines del siglo (sobre todo en Inglaterra) la revolución industrial que cambiará radicalmente el modo de producción en el siglo siguiente: la ciencia comienza a dar sus frutos tecnológicos. Y la población experimenta un considerable incremento, hasta el punto de que se ha llegado a hablar de “revolución demográfica”. El mundo europeo se amplía a finales de siglo con la aparición en escena de los Estados Unidos de Norteamérica, cuya Constitución es la primera de la historia y que en poco tiempo se convertirá en la primera potencia industrial.

Estos hechos tienen una relación muy directa con los cambios en el  modo de pensar: los burgueses son individuos, en el sentido estricto de la palabra, mientras que los antiguos nobles eran parte de un linaje, una familia, un territorio. La nueva clase dirigente ha conseguido el poder con su propio esfuerzo, así como el científico de la era moderna se siente capaz de transformar la naturaleza a la medida de sus necesidades. El individualismo de Descartes no hace más que dar fe de esta nueva manera de comprenderse el hombre a sí mismo, si bien habrá que esperar un poco para que esa proclama llegue a su madurez.

Esta actitud activa y crítica del hombre moderno implica un optimismo en ocasiones algo ingenuo. Con algunas excepciones, como la de Rousseau, los dirigentes de la Ilustración se sienten capaces de iniciar una etapa de la humanidad en la que la naturaleza sea dominada, el hombre supere todos los prejuicios y supersticiones que han detenido su progreso y la humanidad entera llegue a un estado de paz y prosperidad. Los ilustrados franceses publican La Enciclopedia, un enorme tratado que intenta recopilar todo el conocimiento de la época, desde los más abstrusos problemas filosóficos y científicos hasta las técnicas para trabajar la madera o cultivar los campos. Se pretende recoger en ella la inmensa cosecha de sabiduría cultivada desde los griegos hasta el presente, esperando que con esos instrumentos  a su disposición el hombre moderno se haga dueño del mundo y de su propio destino. Afortunadamente para ellos, estos ilustrados no podían conocer la trágica historia de los siglos siguientes porque en ese caso  hubieran sufrido un duro golpe en su optimismo.

¿Cuál era el fundamento filosófico de esta confianza en la Humanidad que destilaba el Siglo de las Luces?  Sin duda, el descubrimiento de la razón. Pero este tema merece un tratamiento aparte.

 

La razón ilustrada

Por supuesto que el descubrimiento de la razón es muy anterior al siglo XVIII. Desde el logos de los viejos griegos hasta la razón teológica de Santo Tomás de Aquino, pasando por el más modesto empleo del lenguaje articulado, siempre la relación del hombre con el mundo que le rodea estuvo determinada por su naturaleza racional. Pero la razón que orienta el Siglo de las Luces es una razón que ha pasado por muchas experiencias históricas. Kant llamaba a la Ilustración la época en que la razón había adquirido la mayoría de edad. Quizás al hacerlo pagaba también un tributo a ese optimismo moderno del que hemos hablado, pero no cabe duda de que en el movimiento filosófico ilustrado la razón empieza a liberarse de la tutela que había padecido por parte de la teología medieval y toma conciencia de su autonomía. Por otra parte, y eso la diferencia del viejo logos griego, se trata de una razón que ha asumido el formidable paso que da la ciencia en esa época y que es capaz de cuestionarse a sí misma, de asumir una actitud crítica con respecto a sus posibilidades y sus límites, cosa que no había logrado la incipiente filosofía del Renacimiento.

Quizás esta posibilidad que tiene la razón moderna de preguntarse por su propia capacidad de conocer, como ya había hecho Descartes, sea la característica fundamental del pensamiento de esta época. Por eso el tema primero del que se ocupa  la filosofía de la Ilustración ya no será el mundo y ni siquiera el hombre en general sino la teoría del conocimiento: qué se entiende por verdad y hasta qué punto la razón humana es capaz de alcanzarla. La razón siempre ha sido crítica, pero ahora es crítica ante todo de sí misma, es capaz de dudar de sus propias fuerzas y someterlas a examen.. Y ello implica que la razón moderna  intenta despojarse de la carga que implicaba el principio de autoridad,  por el cual el peso de la tradición y la doctrina de los maestros constituía un freno para la libertad del pensamiento, como bien lo experimentaron  Giordano Bruno o Galileo, por ejemplo.

Especialmente interesante resulta la relación de la razón ilustrada con la fe. Esa relación no se rompe sino que se seculariza: la razón abandona el ámbito de lo sagrado, del misterio teológico, para ocuparse del saeculum, es decir, del siglo, del mundo en el que viven los hombres, de la realidad de aquí abajo. Pero al hacerlo los nuevos conceptos conservan un aire de familia que delata su origen. Por ejemplo: la idea cristiana de Providencia, es decir, de la paternal conducción de la historia por parte de Dios se convierte en la idea de Progreso; la comunión de los santos que definía el concepto de  Iglesia se transforma en la Humanidad; muchos de los atributos de Dios se aplican a la Naturaleza; finalmente, la Razón asume en buena parte el papel de la fe. Y sin embargo estos nuevos conceptos secularizados siguen conservando el recuerdo de su origen religioso: la confianza que muchos ilustrados depositan en estos nuevos conceptos, el optimismo con que esperan su cumplimiento, hacen pensar que la nueva cultura ilustrada consiste no sólo en ideas filosóficas sino que incluye creencias que no han olvidado del todo su origen trascendente.

De hecho, el ateísmo es raro durante el siglo XVIII, mientras que surge con fuerza el deísmo: la creencia en un Dios que se puede conocer por la pura razón, creador y organizador del universo pero que no interviene en el curso de la historia. La filosofía de Voltaire (1694-1778) constituye un ejemplo clásico de esta religión natural. Sin embargo, no pocos autores siguen afirmando posturas teístas, es decir, su creencia en la revelación, en la providencia divina y en el carácter personal de Dios, como por ejemplo sucede en el caso de Kant, que veremos con más detalle.

 

Ciencia, razón y experiencia en la Ilustración

Un conocido poeta inglés de la época, Alexander Pope, escribió el siguiente epitafio para la tumba de Newton:

“Envueltos estaban en tinieblas la Naturaleza y sus leyes.

Y dijo Dios: ¡Que sea Newton!

Y todo fue luz.”

La desmesura de este elogio fúnebre da una idea de la enorme influencia que tuvo la física de Isaac Newton (1642-1727),  una mala persona pero un científico genial, en la cultura de la Ilustración. Su mérito fue llevar a la madurez los intentos de sus predecesores por diseñar el método que iban a seguir en adelante las ciencias experimentales. Galileo había dado los primeros pasos en este sentido, pero estaba demasiado influido por el racionalismo continental para otorgar a la observación de la naturaleza y la experimentación el lugar que le corresponde, privilegiando la formulación matemática, como también había hecho Descartes. Newton sigue una línea más británica insinuada ya por Francis Bacon (1561-1626) que defendía la necesidad de fundamentar la ciencia en la inducción, es decir, en establecer leyes generales a partir de muchas observaciones de casos particulares, evitando los prejuicios nacidos de las opiniones previas del científico. Un método, como se ve, más cercano al empirismo británico que al racionalismo continental.

Newton logrará formular por primera vez una imagen unitaria y matemáticamente estructurada del universo, con descubrimientos tan importantes como la ley de la gravitación universal, la ley de acción y reacción, la composición de la luz, hasta el punto de que aún hoy buena parte de los programas de la carrera de Física están basado en sus descubrimientos. Y sobre todo Newton pondrá a punto lo que se llamará el método hipotético-deductivo, vigente hasta hoy en las ciencias de la naturaleza, del que nos hemos ocupado al hablar de Galileo. Todo ello interpretado a la luz de una teología protestante que reservaba al hombre el mundo de los fenómenos perceptibles por los sentidos mientras dejaba el conocimiento de las cosas mismas a la mente divina, que el hombre no puede alcanzar. Como veremos después, habrá que esperar a la filosofía de Kant para una reconciliación teórica entre los elementos racionales y empíricos de la ciencia, entre el conocimiento de las apariencias y de la realidad en sí misma. Mientras tanto, se extiende la certeza de que el hombre posee ya los instrumentos intelectuales para llevar a cabo un formidable dominio del mundo que le rodea; a partir de Newton las ciencias se diversifican, independizándose de su dependencia secular de la Filosofía, y adquieren un ritmo que convertirá al mundo en irreconocible en sólo doscientos años más.

 

Sigue el empirismo: Hume

El empirismo inglés nacido en el siglo anterior con Hobbes y Locke se sigue desarrollando durante la Ilustración con la filosofía de Berkeley (1655-1753) y sobre todo con la de David Hume (1711-1776), probablemente el más maduro de los empiristas y el que influyó decisivamente en el pensamiento de Kant.

El idealismo empirista de Hume es tan sencillo como desconcertante. Dice él: el contenido de nuestra mente se reduce a impresiones e ideas. Las primeras son más vivas y directas (por ejemplo las que tenemos de estas páginas que estamos leyendo); las ideas, por el contrario, son más borrosas, ya que consisten en el recuerdo de otras impresiones (la página del libro que he leído ayer). Como se ve, impresiones e ideas son distintas pero de la misma familia: ambas consisten en datos de los sentidos. Y esto es todo: no pretendamos sacar como consecuencia de nuestras impresiones e ideas que las cosas son en sí mismas tal como las percibimos. Para hacerlo, tendríamos que salir de nosotros mismos y comparar el contenido de nuestra mente con la realidad en sí misma. Pero esto es imposible. Conocemos ideas, no cosas. Lo que llamamos “mesa”, por ejemplo, es un conjunto de impresiones visuales y táctiles: en cierto sentido, la mesa está “en nosotros”. Y lo que llamamos “rojo” es una sensación visual y no una cualidad de la capa del torero considerada en sí misma, que probablemente el toro, con el mismo derecho que nosotros, afirmaría que es gris.

Dicho esto, hay que matizar. Estas impresiones e ideas no constituyen un montón desordenado de datos sueltos. Nuestra mente tiene ciertas leyes internas según las cuales agrupa y ordena las impresiones, de tal modo que nuestro conocimiento goza de una estructura organizada. Una de estas leyes es especialmente interesante: la de causalidad. Cuando a lo largo del tiempo vemos que siempre que aparece una impresión le sigue otra en el tiempo, llegamos a la conclusión de la que la primera es la “causa” de la segunda. Vemos, por ejemplo, que siempre que aparece la impresión de una llama y acercamos el dedo, le sigue una impresión de dolor. Afirmamos, por lo tanto, que el fuego ha sido la causa de la quemadura. Pero todo esto forma parte de un juego interno entre las impresiones, sin que podamos afirmar que la “causa” existe en las cosas mismas, independientemente de nosotros. De lo cual se sigue que toda la ciencia, todas las complejas leyes de la física de Newton, por ejemplo, se basan únicamente en el hábito, en la costumbre que a lo largo del tiempo ha relacionado unas impresiones con otras. Toda la astronomía proviene de la antiquísima costumbre de ver a los astros repetir incesantemente los mismos movimientos.

No habría que sacar de aquí la conclusión de que Hume niega que podamos conocer la realidad, y mucho menos que según él seamos unos alucinados que nos imaginamos cosas que no existen. Lo que sucede es la que el concepto de “realidad” cambia de significado: ya no pretende designar las cosas tal como son sino las cosas tal como las conocemos. Berkeley había dicho: esse est percipi, que traducido significa “ser es ser-percibido”. La percepción no consiste en el reflejo de una realidad exterior, la percepción es la misma realidad.

¿Cómo explicar desde este punto de vista el conocimiento matemático, que no procede de los datos de los sentidos y tampoco parece basarse en los hábitos? Sencillamente porque no es conocimiento del mundo, sino sólo de las leyes internas de nuestra mente. Las afirmaciones matemáticas son tan firmes y evidentes porque sólo reflejan nuestro modo de pensar y no porque las comparemos con hechos empíricos. Son relaciones entre ideas, y como tales son necesariamente verdaderas, porque no necesitan de ninguna comprobación exterior.

Y aquí termina nuestro conocimiento: todo lo que conocemos será una cuestión de hecho (las impresiones y las ideas, que provienen de la experiencia),  o una relación entre esas ideas (la lógica y las matemáticas). Lo cual deja fuera muchas cosas, como el conocimiento de Dios, del alma humana o del bien y del mal, por ejemplo. Hume afirma que esos temas no pertenecen al conocimiento sino a las creencias, cuyo origen son los sentimientos, las emociones. Podemos creer en Dios y en la inmortalidad del alma (Hume no parece creer en ellos) pero no conocer su existencia. Distinguimos el bien del mal porque el primero nos produce un sentimiento de agrado y complacencia mientras que el segundo provoca rechazo y repulsión. Y si los hombres solemos coincidir en nuestros criterios morales no es porque estén basados en razones o demostraciones de ningún tipo, sino sólo porque esos sentimientos son universales. El bien y el mal no se conocen, se sienten.

Recapitulemos la profunda revolución que produce el idealismo empirista en la historia de la Filosofía, que encuentra en Hume su forma más madura. Descartes había afirmado la existencia de tres realidades o sustancias que existían por sí mismas: el yo como alma, el mundo y Dios. Ya hemos visto que no podemos hablar de la realidad objetiva del mundo: sólo de nuestras impresiones e ideas subjetivas. Tampoco, por supuesto, de la existencia de Dios, fruto de una creencia basada en sentimientos. Pero tampoco podemos afirmar la existencia de mi propio yo: ¿a qué llamamos yo sino a un conjunto de impresiones e ideas? Pero esas impresiones e ideas cambian constantemente, y ninguna de ellas se puede identificar con algo permanente, con un sujeto que permaneciera idéntico durante toda la vida, ya que a eso se le suele llamar el yo. Dicho con un juego de palabras: si a la idea del yo le quitamos todo lo que no es el yo (las impresiones pasajeras) nos quedamos sin yo. Una vez más, podemos creer en el yo, pero no digamos que lo conocemos: el yo es una colección de impresiones diversas.

Probablemente la filosofía de Hume deja en el lector la sensación de que resulta difícil tanto  discutirla como  tomarla en serio. El idealismo se opone al sentido común, que es ingenuamente realista: pensamos que el mundo que nos rodea es tal como lo percibimos, que nuestro conocimiento funciona casi como un espejo que refleja la realidad, que podemos conocer algunas realidades que van más allá de nuestros sentidos. El mérito del idealismo consiste en obligarnos a reflexionar sobre estas certezas apresuradas: quizás haya que superar estas posturas idealistas, pero antes hay que pasar por ellas y tomarlas en serio.

 

Rousseau: una teoría de la democracia

Si Hume pone en crisis la teoría del conocimiento, Jean Jacques Rousseau (1712-1778) dedica su filosofía a defender una nueva visión del hombre y la sociedad que tendrá un enorme influjo en la Ilustración y después de ella.

Rousseau retoma el problema que ya habían planteado Hobbes y Locke: ¿cuál es el estado natural del hombre? Es decir: ¿cómo era el hombre antes de fundar la sociedad? O quizás mejor: ¿cómo sería el hombre si prescindiéramos de lo que la sociedad ha puesto en él? Rousseau supone lo contrario que Hobbes: el hombre natural era un ser benévolo, que vivía en paz con la naturaleza y con los demás hombres, satisfacía con facilidad sus limitadas necesidades y carecía de ambición y de avaricia. Este  “buen salvaje” gozaba de una placentera libertad natural y estaba guiado por un sano amor de sí.

Todo se arruina cuando aparece la propiedad privada: cuando un hombre cerca un terreno y proclama que es suyo, comienza el egoísmo, las envidias y la injusticia. Se termina la paz del estado de naturaleza y esta situación es aprovechada por los poderosos para imponer unas leyes injustas que, bajo pretexto de establecer la paz, sólo se dirigen a perpetuar la opresión de los débiles y anular su libertad. Es decir, el progreso en la cultura, las ciencias y las artes, ha traído consigo una situación de esclavitud para un ser humano que había nacido libre. Como se ve, una postura pesimista acerca de la situación social de su tiempo que no compartían muchos de sus contemporáneos ilustrados, encandilados por la idea de progreso.

¿Qué hacer ante esta situación? Rousseau comprende que no se puede volver a un estado adánico y resucitar al buen salvaje: su crítica no apunta a la civilización en general sino a la forma concreta que esta civilización ha adquirido. Propone en cambio establecer un nuevo contrato social muy distinto del que propugnaba Hobbes con su legitimación del absolutismo. Un contrato mediante el cual el individuo una sus fuerzas con las de los demás sin perder su libertad. Para lograrlo, se trata de establecer lo que él llama la voluntad general, es decir, la voluntad de la comunidad en su conjunto, que no es la mera suma de las voluntades individuales. Desde el momento en que el ciudadano acepta someterse a esta voluntad general no pierde un ápice de su libertad, ya que se somete a una ley que él mismo se ha dado como parte de esa comunidad y por lo tanto no obedece a nadie más que a sí mismo. Cada uno se da a todos los demás y al hacerlo recobra esa libertad que entrega, con la ventaja de que aumenta su fuerza y la defensa de lo que es suyo. Esta voluntad general se determina por medio del sufragio  universal, que tiene la virtud de eliminar las opiniones extremas y establecer la opinión común de la sociedad. Desde el momento en que un ciudadano ha aceptado libremente el pacto, el resultado de la votación, cualquiera que sea, estará expresando su propia voluntad, aun cuando él haya votado otra cosa distinta.

Se pasa así del estado de libertad natural propio del buen salvaje al de una libertad civil fundada en la razón, creando una unión social perfecta que está muy por encima del estado de naturaleza. Y aquí Rousseau, ilustrado y optimista en el fondo, supone que este nuevo orden social será capaz de erradicar el mal y la injusticia y asegurar la felicidad del hombre.

La concepción de la democracia que defiende Rousseau no coincide demasiado con las democracias modernas. Él propone una democracia directa que excluye toda delegación del poder, rechaza los partidos políticos y la división de poderes. Su influencia, sin embargo, ha sido enorme no sólo entre los teóricos de la filosofía política sino también en la filosofía moral, como veremos enseguida al describir la ética de Kant.

 

Kant: la síntesis de la Ilustración

Emmanuel Kant (1724-1804) llena todo el siglo XVIII, tanto desde el punto de vista cronológico como ideológico. Su filosofía intenta recoger en una síntesis genial los elementos sueltos que construyeron la Ilustración: el racionalismo, el empirismo, la ciencia moderna, la teoría ética y política. Y ello hasta el punto de que sucede con él algo parecido a lo que pasó con Sócrates: su pensamiento divide en dos la historia de la Filosofía de su época, en un período pre-kantiano y otro post-kantiano.

Y sin embargo, no fue en su tiempo un personaje famoso sino más bien un oscuro profesor en una ciudad perdida de la Prusia oriental (Koenigsberg, ahora parte de Rusia) de la que casi no salió en su vida, dedicada en su totalidad a leer, escribir y dictar clases. Desde allí, Kant revoluciona el pensamiento ilustrado, en una época en que las comunicaciones eran extremadamente difíciles. Hombre metódico hasta la exageración, creyente convencido, cordial y amable con los demás y exigente consigo mismo, soltero empedernido. Se cuenta que las amas de casa de Koenigsberg ponían el reloj en hora guiándose por la hora en que veían pasar a Kant para dar su paseo de la tarde. Siguiendo un estricto régimen de vida logró vivir ochenta años en un clima inhóspito y continuar escribiendo casi hasta el final de su vida.

A Kant le preocupaba un problema que sigue preocupando hoy a quienes se aventuran por la historia de la Filosofía: ¿por qué las ciencias progresan según pasa el tiempo y sin embargo la Filosofía vuelve a empezar continuamente, sin llegar a ningún acuerdo en los problemas fundamentales? Adelantemos la respuesta de Kant, dejando para después su explicación: eso sucede porque la ciencia trata de conocer aquello que puede conocer, es decir, aquellos temas adecuados a la capacidad de nuestra razón porque tenemos datos para pensar en ellos. La Filosofía, en cambio, está empeñada en conocer problemas metafísicos, aquellos a los que no alcanzan  nuestros sentidos, como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Y las modestas fuerzas de nuestra mente no son capaces de enfrentarse a estas cuestiones. Aunque quizás pueda encontrarse en la experiencia humana algún otro camino que nos permita acercarnos a ellos. Pero vayamos por partes.

 

La razón teórica

Para abreviar, llamamos razón teórica a ese uso de nuestra razón que se dirige a conocer, a saber cómo son las cosas, cómo funciona la naturaleza. Es la razón que empleamos cotidianamente cuando nos preguntamos ¿qué es esto? y también la que el científico utiliza para establecer las leyes naturales. A Kant le interesa realizar una crítica de la razón que llama “pura”, es decir, averiguar hasta dónde llega y hasta dónde no llega la capacidad de la razón por sí misma, antes de cualquier experiencia.

Para que este uso teórico de la razón tenga éxito son necesarias dos cosas. Por una parte, los datos de los sentidos: los colores, formas, sonidos, olores, es decir, los materiales que nos proporciona la experiencia. Sin ellos, el conocimiento trabaja en el vacío. Pero con esto no basta: si sólo contáramos con estos datos empíricos nuestra mente sería un caos, un montón confuso y ciego de estímulos desordenados. La experiencia no basta: es necesario un elemento a priori, puro, es decir, independiente de la experiencia, que ordene, clasifique y otorgue sentido a ese aluvión de sensaciones. Estos elementos los ponemos nosotros, los aporta el mismo sujeto. Veamos algunos.

Los primeros y más elementales son el espacio y el tiempo. A pesar de lo que pueda parecer a primera vista, el espacio y el tiempo no nos los dan los sentidos, los ponemos nosotros. Son esquemas mentales que nos sirven para ordenar los datos de la experiencia. Por ejemplo: supongamos que alguien nos informa que ha explotado una bomba. Lo primero que preguntaríamos sería ¿dónde? y ¿cuándo?, es decir, trataríamos de situar los datos empíricos (la visión de la explosión, el ruido, el olor) en nuestras coordenadas de espacio y tiempo. La explosión misma, las sensaciones que produce en nuestros órganos sensoriales, no nos informan de ello; necesitamos esquemas a priori, como la división del globo terrestre en puntos cardinales y coordenadas, atribución de nombres a los distintos lugares, un sistema horario convencional, etc.

¿Todavía dudamos de que el espacio y el tiempo lo ponemos nosotros y que son por lo tanto anteriores a la experiencia? Imaginemos la siguiente situación. Supongamos que un amigo nuestro se va a vivir a un país desconocido para nosotros y desde allí nos escribe diciendo que hay un camino que desde su casa al pueblo va cuesta abajo y que ha descubierto otro para volver que también va cuesta abajo, de modo que no tiene problemas para llevar la compra a casa. O que en ese país es posible volver a la casa antes de salir de ella. Nosotros sabemos a priori y sin necesidad de hacer la experiencia que tales cosas son imposibles. Podríamos aceptar que en ese país existen perros verdes, ya que es una afirmación que, aunque extraña, sólo se refiere a la experiencia empírica. Pero el espacio y el tiempo no son negociables: nuestro esquema mental no depende de lo que vemos y oímos sino al revés: lo que vemos y oímos tiene que adaptarse al esquema. Y por ello no es necesario conocer personalmente el país donde vive mi amigo para saber que miente. Por eso nos parece tan lógica la matemática y la geometría tradicional, porque está construida a partir de nuestra percepción del espacio y el tiempo. Y por eso hoy nos cuesta tanto entender ciertas afirmaciones de la física relativista y cuántica, que rompen los moldes de nuestros sentidos y utilizan geometrías no euclidianas que utilizan otra concepción del espacio y el tiempo.

Pero el espacio y el tiempo no son las únicas condiciones a priori que utilizamos en nuestro conocimiento, aunque sean las primeras que ordenan las percepciones de nuestros sentidos. Para organizar la información a posteriori que nos da la experiencia empírica utilizamos también las categorías, que funcionan de manera similar: son condiciones que nuestros esquemas mentales imponen a los datos que recibimos de los sentidos, gracias a las cuales nuestra inteligencia es capaz de formular juicios, es decir, afirmaciones (o negaciones) acerca de la realidad. Así como el espacio y el tiempo eran condiciones que nosotros imponíamos a los objetos para que pudieran ser percibidos por los sentidos, las categorías son condiciones para que podamos pensarlos. Kant sostiene que estas categorías son exactamente doce, afirmación muy discutible y en la que no vamos a detenernos. Veamos como ejemplo una de ellas, la categoría de causalidad: ¿cómo podemos afirmar que el fuego causa la quemadura?

Gracias a la forma del tiempo percibimos que dos datos son sucesivos: uno viene después que otro. Pero esto no basta para hablar de causalidad, que no es un mero hábito, como pensaba Hume. Para que podamos hablar de causa es necesario que esa sucesión esté sometida a una regla, que esa sucesión sea necesaria, de modo que el segundo término dependa del primero (la quemadura de la llama), a diferencia de otras sucesiones que son casuales. Y esta regla la pone el entendimiento humano, no la recibimos de la realidad exterior. Lo mismo sucede con las otras categorías, como la de unidad, totalidad, posibilidad, necesidad y así hasta doce.

Esta es la razón por la cual la ciencia progresa. Porque los científicos aplican las formas de espacio y tiempo a los datos que reciben de los sentidos (de aquí surge la matemática) y los ordenan en construcciones teóricas según sus propias categorías (de aquí surgen las ciencias naturales). Y de esta manera la ciencia puede formular leyes universales (que valen para todos los casos) y necesarias (que son así y no pueden ser de otra manera). No hay que sorprenderse de que los científicos, estudiando unos pocos sucesos, establezcan leyes que valen para todos los casos posibles, ya que están obligando a los datos empíricos a someterse a sus propios esquemas de conocimiento. Dicho de otra manera (y exagerando un poco), al estudiar la naturaleza encuentran en ella las leyes que ellos mismos pusieron. Por ejemplo: un matemático afirma que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. ¿Con qué derecho lo afirma? ¿Acaso ha medido todas las formas posibles de pasar de un punto a otro? No lo necesita: le basta con aplicar a esos puntos su propia forma a priori de espacio y ya sabe que cualesquiera otros puntos deberán cumplirla. Es el mismo derecho por el cual sabíamos (a priori) que nuestro amigo que se fue a vivir al extranjero nos tomaba el pelo con sus cartas. Todo esto se complicará más adelante con la aparición de las geometrías no euclidianas y la teoría cuántica y de la relatividad. Pero falta mucho para entonces.

Resumiendo esta parte: la ciencia, e incluso el conocimiento vulgar que ejercitamos todos los días, funciona correctamente porque se ocupa de lo que Kant llama fenómenos, es decir, de las cosas tal como aparecen, de los datos que recibimos de los sentidos interpretados según el modo de funcionar de nuestro conocimiento. Y no pretende, por lo tanto, saber cómo son las cosas mismas, independientemente de nosotros, aquello de lo que no tenemos experiencia, lo que Kant llama noúmenos. Esto es imposible para cualquier idealista, como ya hemos visto al hablar de Hume.

Pero hay quienes se empeñan en conocer realidades de las cuales los sentidos no nos dicen nada, como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Son los filósofos, los metafísicos, que quieren construir una ciencia que no se conforme con los modestos fenómenos sino que se asome al mundo de los noúmenos, de la realidad tal como es. Se entusiasman con los éxitos del conocimiento humano y quieren encontrar afirmaciones cada vez más generales, explicaciones que abarquen cada vez más, como la explicación del universo mismo, aunque tengan que ir más allá de la experiencia. Y así les va: cada nuevo metafísico pretende enmendar la plana a todos los anteriores y empezar de nuevo, como ya hemos visto en los siglos que llevamos recorridos. Y ello sucede no porque les falte inteligencia sino porque se proponen una tarea para la cual nuestro conocimiento no está adaptado. El límite lo fija la experiencia, los modestos datos de los sentidos: más allá de ella la ciencia no puede pasar.

Para demostrar esto, Kant, quizás con cierto sentido del humor, se dedica a probar que el universo tiene un comienzo en el tiempo y es limitado en el espacio para demostrar en seguida todo lo contrario. Es evidente que si se pueden demostrar dos afirmaciones contradictorias sobre un tema del cual carecemos de datos, eso significa que sobre estos temas no se puede demostrar nada. La Metafísica no es una ciencia ni puede serlo.

 

La razón práctica

Pero nosotros no usamos la razón solamente para saber cómo son las cosas ni para hacer ciencia. También la utilizamos para saber qué tenemos que hacer, para dirigir nuestra conducta. Cuando, ante una decisión difícil, nos preguntamos ¿qué debo hacer?, nuestra razón tiene mucho que ver en la búsqueda de la respuesta: buscamos razones a favor o en contra, las comparamos, justificamos con ellas nuestra decisión o nos sentimos culpables por haber actuado por razones equivocadas. Este es el llamado uso práctico de la razón, o razón practica.

Y aquí aparece una diferencia muy importante con la razón teórica, que es su dimensión moral. La razón práctica en las decisiones morales no puede basarse en los datos de los sentidos, en la experiencia. Por una razón muy clara: cuando la razón pregunta ¿qué debo hacer? no se está refiriendo a lo que existe sino a lo que debe existir, no pregunta por lo que es sino por lo que debe ser. Y es evidente que lo que debe ser (y por lo tanto todavía no es) no podemos verlo, oírlo o tocarlo. En este sentido la razón práctica es siempre pura, en el sentido que le daba Kant: sin contenido empírico. El deber ser no puede justificarse en la observación de la naturaleza: aunque veamos que alguien asesina a otro (dato empírico) la razón sigue afirmando que no se debe matar: veremos en qué se basa pero lo que está claro es que no se basa en la observación de los hechos.  Tal vez si examinamos este uso de la razón podamos aproximarnos a esos noúmenos que la ciencia no podía conocer precisamente por su falta de datos empíricos.

Mientras que la razón teórica formula afirmaciones o juicios (“el calor dilata los cuerpos”), la razón práctica formula mandamientos o imperativos (“no se debe matar”). Pero existen dos tipos de imperativos: el primero, que Kant llama hipotético, es aquel en el cual la obligación se basa en motivos de tipo empírico, o, dicho de otra forma, en un premio que se pretende conseguir o un castigo que se pretende evitar. Por ejemplo: “si quieres conservar bien la dentadura, lávate los dientes”, “si no quieres que te suspendan, estudia filosofía”. Es evidente entonces que si no nos importan las consecuencias, el imperativo deja de ser obligatorio. Este tipo de imperativo no es el que nos interesa, precisamente porque se basa en motivos que implican datos de los sentidos, con lo cual volveríamos a encontrar los mismos límites que encontrábamos en el conocimiento científico. Y hay que advertir que Kant considera empíricos también los sentimientos, como el placer, el dolor y los afectos en general, de modo que si obramos porque la acción nos produce placer o por pura compasión también estaríamos ante un imperativo hipotético.

¿Es que acaso hay otro tipo de imperativos que no sean estos? ¿Actuamos alguna vez sin buscar un premio, aunque sea afectivo, o sin la amenaza de un castigo? Kant no lo duda: existen imperativos categóricos, es decir aquellos en los cuales la obligación se basa únicamente en el deber: haz esto porque debes. Y punto. Por lo tanto no dependen de ninguna condición, de ningún premio ni castigo, ni siquiera afectivo, ni siquiera, para los creyentes, de la esperanza de la salvación eterna ni del temor al infierno. Por ejemplo: supongamos que tengo un amigo rico que está casado con la mujer que yo quiero. Estamos solos al borde de un precipicio, no hay nadie en varios kilómetros a la redonda. Me bastaría un suave empujón en su espalda para quedarme con su dinero y su mujer, sin ningún riesgo de castigo. ¿Por qué no lo hago? Desde el punto vista hipotético y empírico todo son ventajas; sin embargo, está claro que no debo hacerlo. Pero también es cierto que podrían existir otras razones ocultas, como el miedo a los remordimientos o el temor a la vida futura, lo cual nos volvería a llevar al terreno empírico de los premios y los castigos.

El deber moral no se puede demostrar con teorías: es un hecho, y como todo hecho se impone sin necesidad de pruebas. Si alguien le discutiera a Kant la existencia del deber moral, argumentando que siempre obramos por nuestras conveniencias empíricas, Kant le contestaría que no puede seguir la discusión. Se trataría de un caso similar al de una persona que escuchara una sinfonía de Mozart y opinara que desde el punto de vista estético no se diferencia del ruido de una moto: es imposible demostrarle lo contrario. Todo lo que sigue parte del hecho de que existe el deber moral, aun cuando siempre podamos discutir acerca de su contenido concreto, su fundamento, su origen. Y aun cuando no podamos demostrarlo, hay que reconocer que la experiencia cotidiana de cualquier persona normal es capaz de distinguir cuándo está obrando por interés propio y cuando se enfrenta a una obligación moral, aun cuando existan situaciones confusas.

¿En qué consiste ese imperativo categórico? Sabemos, por ejemplo, en qué consisten los mandamientos judeo-cristianos: amar a Dios, no matar, honrar padre y madre, etc. El imperativo categórico no se ocupa de estos contenidos; no indica qué debemos o no debemos hacer sino cómo debemos hacerlo. Por eso es un imperativo formal: se refiere a la forma, a la manera  en que actuamos, y no pretende proponer una lista de acciones buenas o malas. Porque una misma acción puede ser moral o no serlo según su forma: podemos, por ejemplo, ayudar a un amigo por deber o esperando una recompensa por su parte. Y por eso también el imperativo es autónomo: para que la acción tenga valor moral debe provenir de mi propia voluntad, de tal modo que la mera obediencia a una norma que viene de fuera no basta para que la consideremos valiosa moralmente.

Kant propone varias fórmulas del imperativo categórico. .Dice una de ellas: “Obra de manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los demás, siempre como un fin y no sólo como un medio”. Un fin vale por sí mismo, un medio vale en la medida en que nos conduce al fin. Siempre que utilizo a una persona para conseguir mis fines la estoy tratando como medio, lo cual no significa que esté actuando mal: sólo indica que a mi acción no la guían motivos morales sino la utilidad. Cuando un peluquero me corta el pelo ambos nos tratamos como medios: yo para mejorar mi aspecto, él para ganarse la vida, de modo que sería absurdo creer que acudir a la peluquería me convierte en una buena persona. Pero imaginemos que en plena tarea el peluquero tiene un infarto y yo olvido mi prisa y me dedico a auxiliarle: en ese momento ha dejado de ser un medio y lo estoy tratando como fin, es decir, como un valor en sí mismo, ya que como peluquero ha dejado de serme útil.  Sólo allí comienza la moralidad de la acción. 

Obsérvese que Kant no censura que nos tratemos como medios: todas las relaciones sociales están organizadas así, desde los peluqueros a los profesores, pasando por los médicos y los fontaneros. Dice que la moral empieza cuando, además de tratarnos como medios, nos tratamos como fines, es decir, como personas cuyo valor no está determinado por su utilidad sino por el mero hecho de existir como seres humanos. La humanidad es, por lo tanto, el único fin que vale por sí mismo y por lo tanto el  único contenido de la moral kantiana. Y hay que advertir que esta humanidad no es sólo la de los demás sino también la nuestra: según Kant, tampoco debemos tratarnos a nosotros mismos como si fuéramos sólo medios, lo cual implica que tenemos el deber de respetarnos y a exigir para nosotros el mismo respeto con que debemos tratar a los demás.

Esta es la norma fundamental de la razón práctica, y por lo tanto es una norma universal, como todo lo que procede de la razón. Cuando voy a tomar una decisión moral, dice Kant, debo preguntarme si lo que voy a hacer puede convertirse en una norma universal, que valga para todos los hombres. Si es así, puedo estar seguro de que me estoy guiando por un criterio racional y no por mis intereses particulares y egoístas. Interpretando esta afirmación desde el momento actual, la universalidad del imperativo se opone a toda forma de discriminación como el racismo, la xenofobia o el machismo, que seleccionan a los seres humanos según cualidades empíricas.

La ética kantiana es muy exigente y en ocasiones de un rigorismo algo inhumano. Llega a decir que las acciones de una persona naturalmente bondadosa y compasiva tienen un valor moral inferior a las que realiza un hombre seco y poco sensible pero respetuoso del deber. Es difícil simpatizar con la desconfianza kantiana hacia todo tipo de sentimientos, así como compartir algunos ejemplos suyos, como el que declara peor  la masturbación que el suicidio. Pero más allá de su talante personal, la ética de Kant constituye probablemente la reflexión más honda que se ha realizado sobre ese tema en la historia de la Filosofía.

 

Libertad, Dios e inmortalidad

Habíamos anunciado que por este camino de la moral, que no depende de los datos empíricos, quizás podríamos asomarnos a ese mundo de las cosas en sí al que no llegaba el conocimiento y la ciencia. Kant lo hace, pero advierte que lo que establecerá en adelante no serán demostraciones sino algo más modesto: serán postulados. Un postulado es algo que la razón humana exige pero no es capaz de demostrar, es una condición que da sentido a la experiencia moral pero que no se puede probar teóricamente.

Por ejemplo, la libertad. No podemos probar científicamente que somos libres, pero podemos postular la existencia de la libertad, ya que sin ella la existencia de la moral sería imposible. Y recordemos que la moral es un hecho. La acción humana no tendría valor moral si estuviéramos determinados a hacer una cosa u otra sin que pudiéramos decidirlo. Pero, puesto que tiene ese valor, somos libres.

Kant era un ilustrado y como hemos dicho antes, en todo ilustrado late una confianza en la razón que se parece mucho a la fe de otros tiempos. Él constata que la razón exige que la virtud moral y la felicidad vayan juntas. El hombre racional reclama que el bueno sea feliz, y se rebela contra las desgracias que sufren los justos y los premios que reciben los canallas. Sin embargo, vemos todos los días que felicidad y virtud no siempre son compañeras de viaje, y que muchas veces el sufrimiento es el resultado de la virtud. Por lo tanto, la razón tiene derecho a postular una vida futura en la cual la felicidad, que es empírica, y la bondad, que es moral, se reconcilien para siempre. Es decir, a postular la inmortalidad del alma.

Y ello supone la existencia de un Dios que asegure esa reconciliación entre el mundo empírico de las cosas naturales y el mundo moral de la libertad. Dios constituye la aspiración última de una razón que apuesta porque el mundo está bien hecho y tiene un sentido. Aun quienes no seguimos a Kant hasta tan lejos estaríamos encantados de que tuviera razón y la racionalidad triunfara en la historia. Aunque lo que hemos visto hasta ahora no avala tanto optimismo.

 

Sociedad, historia, derecho, religión

Es imposible resumir todas las consecuencias que saca Kant de esta visión del hombre y de la ética. Su pensamiento incursiona en la filosofía de la historia, de la sociedad y del derecho, así como de la religión y de la experiencia estética, temas que no podemos desarrollar aquí. Comprende que no es el individuo quien está llamado a realizar los fines de la humanidad sino la especie humana, aunque para hacerlo siga caminos aparentemente desviados. Y que esa realización la debe hacer en sociedad, superando la contradicción que él caracteriza como “la insociable sociabilidad del hombre”: el derecho, el imperio de le ley, debe guiar esta tarea dentro del Estado, aspirando a una sociedad universal de naciones que asegure una paz perpetua entre los hombres bajo el imperio de le ley. Todo ello tiende a realizar en la tierra lo que él llama “el reino de los fines en sí”, es decir, una comunidad de seres racionales que organicen la sociedad según el imperativo moral. A Kant no se le oculta el carácter utópico de este sueño, pero no renuncia al derecho que tenemos de aspirar a él.

Como dijimos al principio, la filosofía de Kant constituye la síntesis más acabada de los diversos caminos que siguió la Ilustración, con sus aciertos y sus errores, sus logros y sus límites. El pensamiento posterior, aun el más anti-kantiano como el de Nietzsche, tiene necesariamente que contar con él.

 

Después de Kant: el siglo XIX en Alemania

Kant muere a comienzos del siglo XIX, el siglo de la consolidación de los estados europeos, de la industrialización y de la cuestión social. Pero a medida que avanzamos en el tiempo, cada vez se vuelve más difícil caracterizar sintéticamente una época, ya que se va perdiendo la relativa unidad cultural de tiempos pasados para preparar la fragmentación que caracteriza los tiempos presentes. Si la época de los griegos estaba dominada por los diversos sentidos del logos, la Edad Media por las relaciones entre la razón y la fe, el Renacimiento por la búsqueda de un nuevo humanismo y los siglos XVII y XVII por las difíciles componendas entre el empirismo, el racionalismo y la ciencia naciente, el siglo XIX se suele caracterizar como el siglo del romanticismo. Pero  el significado de esta palabra es sumamente confuso, sobre todo en Filosofía, y sumamente variable según los lugares.

Comenzando por el pensamiento filosófico alemán del primer tercio de siglo, es importante advertir que si en otros ámbitos culturales, como la literatura o la pintura, el romanticismo implica un cierto cansancio de la razón, una exaltación de los elementos irracionales y afectivos del ser humano, los sistemas de los grandes filósofos románticos alemanes exaltan por el contrario el papel de la razón, yendo más lejos incluso de lo que había ido Kant. Sin embargo, hay algo de romántico en ellos: el papel que cumple la razón ya no tiene los límites que le ponía el pensamiento kantiano y abandona la modestia que le caracterizaba. La razón del idealismo alemán es desmesurada, no se conforma sino con el absoluto, pretende una totalidad que todo lo abarca y todo lo fundamenta y que organiza la totalidad de la civilización. Esta ambición sin límites es propia del espíritu romántico.

Kant había dejado un mundo dividido, quizás no tanto como Descartes pero lo suficiente para que sus seguidores intentaran una unidad a la que el maestro había aspirado sin llegar a conseguirla: el fenómeno y el noúmeno, lo racional y lo empírico, la naturaleza y la libertad, la razón teórica y la razón práctica. En Alemania (patria del idealismo) quieren ir más allá: quieren eliminar ese resto de realismo que quedaba en Kant cuando hablaba de la cosa en sí y establecer de una vez la hegemonía de la Idea. Alguien ha calificado la filosofía de Kant como esquizofrénica (etimológicamente: mente dividida) mientras que llamaba paranoica a la de Hegel (el principal representante de este idealismo), caracterizada por el dominio de una idea fija.

El telón de fondo de este idealismo es la situación de Alemania: la guerra de los Treinta Años había dejado al país empobrecido, atrasado y carente de un poder político central, mientras proliferaban autoridades de corte feudal. No existía el Estado, en el sentido moderno de la palabra, y la Ilustración no había logrado penetrar en la vida cultural. La industrialización era mínima y el campesinado pobre y numeroso. Los idealistas alemanes son ante todo nacionalistas, y sueñan con una nación poderosa y unida, capaz de incorporarse a la historia recién descubierta. Y para ello echan mano del instrumento que saben manejar: las ideas. Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) por ejemplo, sueña con una comunidad regida por sabios al estilo de Platón, que consiga la igualdad por el camino de la sabiduría, sin desdeñar la política, la retórica, la propaganda de masas para difundir su mensaje. Friedrich Wilhelm Schelling (1775-1854) busca en la religión el ideal absoluto que las masas necesitan para superar el mal. Pero será Hegel, con su idealismo dialéctico y su teoría del Estado quien lleve a su madurez el idealismo alemán.

Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) afirmó que su filosofía representaba la maduración plena de todas las filosofías anteriores, que se transforman así en momentos destinados a preparar su propio sistema. Antes hemos dicho que se ha calificado de paranoica su filosofía: algo de eso hay, sin duda, porque la modestia no era precisamente una de sus virtudes. Sin embargo, no puede negarse que su pensamiento lleva el idealismo a su límite más alto y constituye el último gran sistema filosófico del pensamiento occidental. Como así también que representa una respuesta de una enorme fuerza especulativa a esa situación anárquica de Alemania, que probablemente es el motor de todo su pensamiento: su filosofía es, ante todo, filosofía política. Hegel anhela un Estado nacional moderno y libre, que asuma y supere la Revolución Francesa y en el que se reconcilien de una vez el individuo y la sociedad, la libertad y la ley. Y para fundamentarlo, no dudará en acudir a toda la historia de la Filosofía, considerada como un prólogo a su propio pensamiento.

A diferencia de Fichte y de Schelling, apasionados y apresurados propagandistas de sus ideas sobre la salvación de Alemania, Hegel era un hombre tranquilo, sereno y reflexivo, apodado “el viejo” desde su juventud. Seguramente creía en su descripción de la Filosofía como el búho de Minerva, que alza el vuelo al anochecer, ya que se tomó mucho tiempo para publicar sus obras, que no vieron la luz hasta su madurez.

En su intento de recapitular toda la historia de la Filosofía, Hegel se plantea el mismo problema que se venía discutiendo desde los viejos griegos: ¿qué es la realidad? O, dicho de otra manera: ¿qué es el ser?

Las respuestas anteriores distinguían, en su mayoría, dos aspectos distintos, uno de ellos plenamente real y el otro que no llegaba a ser real del todo, o al menos que gozaba de un tipo de realidad más opaco a la razón. Por ejemplo, en Platón el mundo inteligible y el mundo visible, en Aristóteles la forma y la materia, en Descartes las ideas claras y distintas y el mundo empírico. Hubo otros filósofos que, por el contrario, afirmaban la racionalidad de todo lo real, pero convirtiendo la realidad en una totalidad oscura e indiferenciada, en una “noche en la que todos los gatos son pardos”: así, por ejemplo, los monismos de Parménides y el panteísmo de Spinoza. Kant, a quien Hegel tiene muy en cuenta, elabora una teoría en la que el sujeto que conoce aporta racionalidad al mundo, pero le queda un resto, un noúmeno imposible de conocer, una cosa en sí a la cual la racionalidad teórica no llega. Podríamos decir que ese noúmeno es el cadáver de la cosa en sí.

Hegel quiere acabar de una vez con estas filosofías que dejan un sector de la realidad opaco a la razón, quiere enterrar de una vez el noúmeno kantiano. Parte de la afirmación de que “todo lo real es racional” o quizás, en una traducción mejor: “todo lo real es razonable”: cuando yo conozco algo no es que yo ponga racionalidad en el objeto conocido, como pensaba Kant: es que el objeto que conozco es tan racional como yo. Más aún: el sujeto que conoce y el objeto conocido no son dos cosas. En ambos se expresa la Razón, con mayúsculas, que es el único “material” de que está hecho todo lo que existe.

De ahí su primera afirmación: “lo verdadero es el todo”. En el “todo” hay muchas cosas, por supuesto: hay conejos, sinfonías, máquinas, seres humanos, tratados de Derecho, etc. Pero todas estas cosas son permeables a la razón, pueden ser conocidas, podemos formar conceptos de ellas. ¿Qué significa esto? Significa que están “hechos” de razón, que entre ellas y la razón existe un parentesco, que son de la misma familia. Pero claro está que la razón no es material, aunque incluya la materia. Por lo tanto, ese “todo” hegeliano se identifica con el Espíritu, con la Idea. Todo es Espíritu, todo es Idea. Y por lo tanto no hay cosas sueltas, independientes entre sí: puede parecer que entre el conejo y la sinfonía no hay nada en común, pero si ambos son cognoscibles es porque ambos forman parte del Espíritu, de la Idea, de tal modo que para comprender totalmente a uno de ellos necesito del otro. Por eso su sistema puede llamarse “Idealismo Absoluto”: lo único absoluto es la Idea.

 

La dialéctica

Pero si nos quedáramos aquí tendríamos un todo abstracto, confuso, indiferenciado, inmutable, como el ser de Parménides. Y la realidad no es así. La realidad no se presenta como algo ya terminado sino que se va construyendo a través del tiempo. No “es” sino que “deviene”, se hace, llega a ser. Es historia.

El Espíritu se va haciendo a sí mismo a través de sucesivas mediaciones, es decir, de sucesivos pasos o momentos en cada uno de los cuales la realidad es un poco más racional que el anterior. Podríamos decir que el Espíritu va expresándose cada vez más, va creciendo y avanzando para mostrarse tal cual es, y en ese sentido es cada vez más libre. Por ejemplo: el árbol es más racional, más real, más verdadero que la semilla. En el árbol se ha expresado una verdad que en la semilla se daba de un modo infantil, embrionario. Cuando este proceso se haya completado podremos decir que el Espíritu ha llegado a ser totalmente él mismo, del mismo modo que cuando un hombre alcanza la madurez (a la que nunca se llega, por supuesto) puede decirse que ha llegado a ser él mismo de verdad.

Quizás ahora se entienda mejor la siguiente frase de Hegel, que resume todo esto: “Lo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente el ser que se completa a sí mismo mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que solo al fin es lo que es de verdad, y en ello consiste su naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo” (Fenomenología del Espíritu).

Pero ¿cómo se realiza ese crecimiento, ese devenir de la Idea? Por supuesto, no se trata de que el Espíritu engorde, agregando algo más en cada momento. Ese devenir es dialéctico, es decir, cada momento de ese proceso está a la vez afirmando, negando y superando el momento anterior. Veamos esto más de cerca.

Todo lo que es real tiene en sí mismo la negación, la contradicción. Sólo así puede llegar a un estado nuevo. Esta negación no significa decir “no” a secas; significa decir: “ya no seguirás siendo lo que eras”. Es una negación que afirma a le vez que niega, y afirma tanto como niega y ambas cosas a la vez. Porque si el árbol no afirma la semilla, no cuenta con ella, no habrá árbol. Pero si no la niega tampoco habrá árbol, porque seguiría siendo semilla. Y de todo este juego surge un estado nuevo que no es ni semilla ni no-semilla, es decir, surge el árbol. Esto hay que pensarlo como un proceso continuo, sin escalones, porque el proceso no se detiene nunca y cada nueva síntesis va a ser  a su vez afirmada, negada y superada.

Otro ejemplo, esta vez de una acción humana: un escultor quiere hacer una estatua. Parte de una idea de lo que quiere hacer. Pero esa idea, por el momento, es muy vaga, muy abstracta. En el momento en que esculpe realmente la estatua está a la vez afirmando su idea (porque la estatua sigue el modelo que él pensó), y negándola, porque al convertirla en piedra la idea ya no es idea, es una cosa objetiva. Por lo tanto, la estatua terminada no es ni idea ni no-idea, es la síntesis, la negación de la negación.  Y con ello la idea se ha superado a sí misma, por la mediación que ha surgido en ese bloque de mármol.

Recordemos que esta idea, este Espíritu es una realidad objetiva, que Hegel no está hablando de las ideas que surgen de nuestra mente ni del espíritu individual de cada uno de los hombres. Como en el caso de la estatua, el Espíritu (única realidad) va mediándose lentamente a través de su progresiva superación en formas cada vez más evolucionadas, en cada una de las cuales resplandece más la verdad (así como hay más verdad en la estatua terminada que en la idea previa del escultor). Cada una de estas formas asume la anterior, la niega y la supera. En la historia de la ciencia se ve muy claro: cada verdad asume toda la herencia anterior y la eleva a un nivel más alto: la física relativista supera la verdad de la física de Newton. Y sin duda un nuevo paradigma científico superará a ambas.

Desde este punto de vista, se pueden describir tres etapas de la marcha hacia la verdad de ese Espíritu, es decir, de toda la realidad.

1.- El Espíritu subjetivo. Es lo que entendemos por “alma”, recordando que en la tradición filosófica se entiende el alma como “vida”, incluyendo por lo tanto el alma animal y vegetal. Esta primera manifestación del Espíritu es todavía muy poco “espiritual”: depende de cada individuo, del clima, de la geografía. Además, se presenta diversificada en una multitud de almas distintas entre sí: tiene muy poca unidad que, como sabemos, es una característica del ser. La psicología es una de sus manifestaciones y en ella conviven elementos muy variados, como distintos pensamientos y emociones.  En síntesis: ya en este nivel hay algo de Espíritu, pero todavía en estado embrionario, poco desarrollado.

2.- El Espíritu objetivo. Pero ese Espíritu subjetivo no se detiene en la subjetividad: va a realizar una nueva mediación negándose a sí mismo (ya no subjetivo). No se queda en el campo privado e individual sino que va a encarnarse en instituciones objetivas, aceptables para todos. Por ejemplo el Derecho, la Moralidad y sobre todo la Eticidad, que es la moralidad social que se concreta en el Estado, en el cual se da la reconciliación del individuo con la totalidad social. Por eso el Estado es para Hegel “el tránsito de Dios por el mundo”, ya que en él se produce la síntesis más alta de la Idea ética: el individuo logra en el Estado su plena libertad: ya no la libertad subjetiva del capricho sino la libertad plena del sujeto integrado en el todo de la sociedad. Hegel describe así su aspiración para Alemania, que recuerda lo que pensaban Platón y Aristóteles sobre el mismo tema, aunque con una diferencia de muchos siglos. Lo cual no significa, por supuesto, sacralizar el Estado presente: no hay que olvidar que ese “Dios” con quien compara al Estado es un Dios que no es perfecto, es decir, que no ha terminado de desarrollarse en la historia.

3.- El Espíritu absoluto. En este último estadio de desarrollo el Espíritu se purifica gradualmente de sus contenidos materiales y parciales y se expresa en tres síntesis cada una de las cuales es más espiritual y unificadora que la anterior:

El Arte: ya que en la obra artística el Espíritu penetra el material de que está hecha, y todavía más, por ejemplo, en la música o la poesía que en la Arquitectura, más opaca a la Idea. Pero en la obra de arte queda aún mucho de material y particular porque sólo puede expresarse mediante la representación de una realidad. Por eso una forma superior será

La Religión, que expresa la verdad de un modo más espiritual pero todavía con un contenido representativo, como los símbolos o el culto. Por eso falta todavía una etapa en que se exprese el saber total, purificado de todo lo material y particular que será

La Filosofía, donde ha sido superada toda representación y el Espíritu alcanza por fin la Unidad. No es propiamente el hombre quien hace Filosofía sino que el Espíritu se piensa a sí mismo en el hombre. Aquí ya no hay más que pensamiento, razón, que es el Espíritu mismo, sin necesidad de buscar mediaciones que conduzcan a forma superiores. Por eso la Filosofía (la Filosofía de Hegel, como última etapa del idealismo) recoge la verdad de los estadios anteriores.

 

Después de Hegel: derecha e izquierda hegeliana

Como suele suceder con todas las grandes filosofías, la de Hegel ha recibido muchas interpretaciones. Su concepción del Estado, por ejemplo, ha sido leída como la defensa de un poder autoritario y fascista que anula la libertad individual o, por el contrario, como un intento de reivindicar el carácter dialéctico de la historia, poniendo en marcha un motor de transformación política que asegure la libertad del individuo en la sociedad. También en lo que se refiere a la religión su pensamiento puede leerse como una exaltación de su papel o como una disolución de la Idea de Dios, llevándola al panteísmo o al ateísmo.

De esta ambigüedad surgen dos corrientes de interpretación de su obra. La llamada “derecha hegeliana” ha insistido más en su “sistema”, es decir, en el carácter cerrado, completo, total, de su pensamiento, que tiende a justificar una postura conservadora y hasta totalitaria, insistiendo en la racionalidad de lo real y por lo tanto legitimando lo que existe. Más importancia histórica ha tenido sin embargo  la “izquierda hegeliana”, que pone el acento en su concepción dialéctica de la realidad, abriendo por lo tanto la posibilidad de crítica e inconformismo con respecto a lo existente, y en último término al concepto de revolución En esta corriente se inscriben, por ejemplo, Ludwig Feuerbach (1804-1872), que propuso un sistema materialista centrando  su crítica en la religión y la teología y sobre todo Karl Marx, de quien nos ocuparemos enseguida.

Karl Marx (1818-1883) constituye un caso peculiar en la Historia de la Filosofía. En primer lugar porque no se trata de un filósofo: como dijo Engels en su funeral, era ante todo un revolucionario, cuya intención principal era la de preparar el camino para un cambio de estructura social que juzgaba inevitable. Y en función de ese objetivo desarrolló una intensa vida intelectual, dentro de la cual la Filosofía constituye sólo uno de sus aspectos junto a una concepción de la historia, de la sociedad y de la economía de una enorme originalidad y fuerza especulativa.

Pero además, su misma Filosofía es objeto de discusión. Algunos afirman que existe en su obra una primera etapa filosófica (que se suele llamar del “joven Marx”) en la que su pensamiento permanece todavía atado al de Hegel, aun cuando intenta superarlo, y por lo tanto conserva restos de idealismo. Según estos intérpretes, hay que esperar al Marx maduro y la aparición de su obra fundamental, El Capital, para encontrar su auténtico aporte científico, que abandona la filosofía especulativa por una teoría económica e histórica de corte decididamente materialista. Otros autores, por el contrario, defienden la continuidad de estas dos etapas de su desarrollo intelectual, afirmando que su sistema científico hay que interpretarlo a la luz de la filosofía desarrollada en sus primeras obras. Sin contar con diversas corrientes marxistas, cada una de las cuales se declara auténtica heredera de su pensamiento: el marxismo ortodoxo de la Unión Soviética, el trotskysmo, el marxismo humanista,  el eurocomunismo, etc. Y por si todo esto no bastara, no resulta fácil desligar el pensamiento del mismo Marx de los aportes de Engels y Lenin. De hecho, la obra de Marx ha sido interpretada en tantos sentidos distintos que el mismo Marx le dijo a su cuñado: “Lo cierto es que yo no soy marxista”.

Aquí nos vamos a limitar a exponer algunas de sus tesis filosóficas, entendiendo que sin ellas la enorme obra de Marx queda privada de un referente esencial para comprender su sentido. De todas maneras, hay que advertir que con Marx sucede lo mismo que con todos los autores geniales: es imposible resumir ni siquiera lo esencial de su pensamiento. Lo único que se puede hacer en pocas páginas es seleccionar algunas de sus ideas centrales, confiando al menos en no tergiversarlas

 

La época

Como dijimos antes, el siglo XIX de Europa es muy difícil de caracterizar: suceden muchas cosas y se preparan muchas otras, entre ellas dos guerras mundiales en el siglo siguiente. Pero una de las principales consiste en las consecuencias sociales que trae consigo la revolución industrial. El siglo anterior había sido el siglo de la ciencia moderna y de sus primeras consecuencias tecnológicas. En el siglo XIX se desarrolla lo que se ha llamado la primera revolución industrial, sobre todo en Inglaterra,  y se extiende la tecnología hasta invadir la vida cotidiana. Las protagonistas de la vida económica serán en adelante la máquina y la fábrica: la máquina de vapor y la producción de electricidad van a cambiar en poco tiempo no sólo las técnicas productivas sino el modo de vida de la cultura occidental, incluyendo su forma de pensar. Una revolución similar a la que sucederá en el siglo siguiente con la introducción de la informática.

Pero esta revolución, como siempre, tiene su precio. Las máquinas son caras, y antes de sacar beneficios de ellas hay que amortizar su coste, abriendo una etapa que se ha llamado de acumulación de capital. Y ese coste lo va a pagar, también como siempre, la parte más débil del sector productivo, es decir, el obrero. Las máquinas no crean solamente bienes sino también una nueva clase social, que Marx llamará el proletariado, es decir, aquellos que participan en la producción aportando lo único que tienen: su trabajo. Las condiciones del proletariado en este proceso eran terribles. Jornadas de doce y catorce horas sin días festivos en ambientes insalubres, salarios de miseria, total ausencia de seguridad social. La descripción que hace Engels del trabajo de niños en las minas parece un relato de terror: niños de cuatro, cinco y siete años encargados de abrir y cerrar puertas y empujar contenedores en galerías húmedas y oscuras durante doce horas diarias, comiendo cuando pueden.

La obra de Marx resulta inexplicable sin tener en cuenta esta situación de la sociedad de su tiempo. Toda su obra teórica está orientada a desarrollar los fundamentos de una transformación social que supere esta organización de la vida económica basada en la explotación del trabajo. Y para ello va a integrar tres corrientes de pensamiento de su época, sometiendo cada una de ellas a una profunda crítica.

La primera de ellas es la filosofía de Hegel, que estudió en su juventud. Él intenta invertir el sistema hegeliano. En sus palabras “se trata de poner sobre sus pies lo que en Hegel marchaba cabeza abajo”. Es decir: en lugar de considerar a la Idea, al Espíritu como el protagonista de la realidad, Marx supone que la historia está determinada por la historia de la materia. Y en su explicación de esa historia utiliza el formidable aporte que ha dejado la filosofía de su maestro: la dialéctica. El materialismo histórico, por lo tanto, trata de superar tanto el idealismo de Hegel como el materialismo groseramente mecanicista de otros representantes de la izquierda hegeliana, como el mismo Feuerbach, poniendo a la materia en un proceso de constante transformación. Más adelante veremos cómo se debe entender ese materialismo en la obra de Marx, cuyo sentido se aleja bastante del que se utiliza en el lenguaje cotidiano.

La segunda influencia importante fueron los llamados “socialismos utópicos” que proliferaron desde fines del siglo XVIII. Estos socialismos, como los de Fourier, Saint Simon y Owen, así como el anarquismo de Bakunin y Kropotkin, trataban de dar una respuesta a las injusticias de la sociedad, proponiendo modelos alternativos. Pero esa respuesta se basaba únicamente en razones morales, en el deseo bien intencionado de sus autores que diseñaban sobre el papel una sociedad en la que prevalecieran la solidaridad, la justicia y el amor entre los hombres. Marx comprende que ese no es el camino, que las buenas intenciones carecen de poder para transformar las estructuras sociales y que es necesario fundamentar el socialismo en una ciencia. El llamado socialismo científico intentará mostrar que las leyes que dirigen la historia tienden a la construcción de una sociedad socialista, que no consiste por lo tanto en una aspiración ética sino en una meta a la que se dirige la historia humana, considerada como una ciencia que sigue el modelo de las ciencias naturales, regidas por leyes.

Finalmente, la tercera fuente en que se inspira su obra es la economía política desarrollada sobre todo por autores ingleses como Adam Smith y Ricardo desde fines del siglo XVIII. Por primera vez estos y otros autores intentan construir una visión de conjunto de las leyes que rigen la economía, lo que hoy llamaríamos una teoría macroeconómica, continuando la tarea que se había iniciado ya en el siglo XVII con el mercantilismo. El enfoque ideológico de estos economistas ingleses es decididamente liberal capitalista, pero en su obra desarrollan instrumentos teóricos como la teoría del valor o las leyes del mercado que Marx utilizará para sus propios análisis, aunque dándoles la vuelta, como había hecho con Hegel.

Con estos y otros elementos Marx elaborará uno de los sistemas más importantes para comprender la historia de la sociedad en los últimos dos siglos, integrando disciplinas tan diversas como la economía, la filosofía y la historia en una síntesis genial aunque, por supuesto, discutible. Probablemente uno de los peores enemigos que ha tenido la obra de Marx ha sido la tendencia a convertirla en un dogma intocable que sólo admite seguidores incondicionales. Marx inaugura la tradición que se ha llamado “filosofía de la sospecha”, a la que también pertenecen Nietzsche y Freud y que consiste en suponer que detrás de las ideologías comúnmente aceptadas se ocultan razones de las que  nuestra cultura prefiere no enterarse, de tal modo que el individuo está dirigido en su acción por motivos que desconoce. Será tarea del “filósofo de la sospecha” sacarlos a la luz.

 

Qué es el hombre

Se trata de una vieja pregunta de la Filosofía; según Kant la pregunta que resume todas las otras. Y ha sido respondida de muy diversas maneras, algunas de las cuales hemos mencionado antes, pero siempre, según Marx, desde un punto de vista idealista, como si el hombre tuviera una esencia fija independientemente de las condiciones en que se desarrolla su vida. Es hora de sospechar de ese enfoque y examinar qué se oculta detrás.

Para Marx, el hombre es un ser natural, es decir, un producto más de la evolución de la materia. Pero un producto muy especial: un producto que se forma a sí mismo, que en la relación que establece con la naturaleza que le rodea produce su propio ser. Pongamos un ejemplo. Una abeja se relaciona con la naturaleza, por supuesto: necesita libar el polen de las flores para elaborar la miel y cambia su entorno construyendo un panal. Pero esa relación no cambia a la abeja, que la repetirá una y otra vez y seguirá siendo la abeja que era. Al hombre no le sucede lo mismo: al producir lo que necesita para vivir el hombre se produce a sí mismo y por lo tanto no es el mismo antes que después de ese acto productivo. Al descubrir el fuego el hombre primitivo cambió su entorno natural: ahora era capaz de trabajar metales, de cocinar sus alimentos, de regular la temperatura de su cueva. Pero al producir todo esto también ha cambiado él, que en adelante podrá realizar transformaciones que eran imposibles antes de la domesticación del fuego. Es lo que Marx llama “la conversión de la naturaleza en hombre”. Y esta es la raíz de lo que se entiende por materialismo: son los procesos materiales de producción los que definen la realidad humana, y como vamos a ver después, también su modo de pensar.

Por lo tanto, la pregunta ¿qué es el hombre? No tiene sentido en general: habría que preguntarse de qué hombre se trata, de qué proceso productivo estamos hablando. No es lo mismo el cazador prehistórico que el agricultor medieval que el obrero industrial: cada uno de ellos produce su propia vida de modo distinto y no tienen una esencia común de la que todos ellos participen.

Démosle nombre a esta actividad humana que transforma la naturaleza transformando a la vez al hombre que realiza: esa transformación: es el trabajo. Por eso casi podría decirse que el trabajo determina  la esencia del hombre, aunque una esencia histórica y no metafísica como las de la filosofía anterior: según sea el trabajo será el ser humano que trabaja. El trabajo no se reduce, por lo tanto a ser un medio para ganarse la vida, es más bien el medio de construirse la vida, porque si en algo se distingue el hombre de los demás animales es precisamente porque trabaja; la abeja no trabaja, sólo produce.

Este trabajo, por supuesto, es siempre trabajo social. No es el individuo el que trabaja para satisfacer sus propias necesidades sino una sociedad más o menos amplia la que distribuye las tareas. Desde las sociedades más primitivas la producción ha sido siempre una actividad social en la que el trabajo se ha diversificado, al menos a partir de lo que se ha llamado “el comunismo primitivo”: en los primeros tiempos según el sexo y la edad y más adelante según una amplia variedad de criterios. Y hay que notar que el tipo de sociedad va a depender de esa distribución del trabajo; no es lo mismo, por ejemplo, la sociedad esclavista que la sociedad industrial y sus diferencias dependen ante todo del diverso papel que cumplen sus integrantes en el proceso productivo. Marx resume esta idea en la siguiente frase: “la esencia humana...es, en su realidad, el conjunto de sus relaciones sociales”.

 

La alienación

Si todo terminara aquí no habría problema. Pero la realidad es que las cosas no funcionan en la historia conforme a  esa dialéctica según la cual el hombre transforma la naturaleza y recibe el fruto de esa transformación, que lo lleva a realizarse como hombre. Y no sucede así porque el trabajo está alienado, es decir, el resultado del trabajo no se lo apropia el trabajador sino una clase dominante que aprovecha el trabajo ajeno. Se divide así la sociedad en clases sociales: los que aportan su fuerza de trabajo y los que explotan el trabajo de los demás. Como decíamos antes, estas clases sociales han ido variando a lo largo de la historia: al comienzo existió un comunismo primitivo pero que pronto fue reemplazado por la división entre los amos y los esclavos, luego los señores y los siervos; más tarde los capitalistas y los proletarios. Pero estas distintas clases tienen en común que rompen el proceso de humanización según el cual el hombre produce su propia vida: para el trabajador el trabajo ya no es la actividad por la cual el hombre se hace hombre sino una pesada carga que sólo le sirve para mantenerse con vida. El trabajo se convierte en ajeno, que es lo que significa el concepto de alienación. Pensemos, por ejemplo, en los esclavos que construyeron el Coliseo Romano. Sin duda, su trabajo logró un maravilloso resultado, “convirtiendo la naturaleza en hombre”, como hubiera dicho Marx. Pero al realizarlo los esclavos se deshumanizaron, se convirtieron casi en bestias de carga, porque el producto de su trabajo se les escapaba de las manos: su trabajo era trabajo forzado. Sin llegar a tanto, el trabajo de un obrero industrial o de un niño en una mina que hemos descrito antes, produce los mismos resultados. Marx describe la paradójica situación de los obreros de su tiempo, que se sentían hombres cuando realizaban actividades que tienen en común con los animales (comer, beber, engendrar) pero se sentían animales cuando realizaban la actividad específicamente humana (trabajar).

Recordemos que Marx no está hablando de individuos aislados sino de clases sociales. No se trata, por lo tanto, de que para evitar la alienación el zapatero se quede con todos los zapatos que fabrica o el agricultor con todas las patatas que cultiva. La alienación proviene de la contradicción que existe entre el hecho de que la producción es siempre una actividad social, mientras que la apropiación de sus frutos es privada, ya que  la gestiona una clase que además es minoritaria. Marx explica la  alienación del trabajo por la propiedad privada de los medios de producción, es decir, por el hecho de que los instrumentos necesarios para producir los bienes que el hombre necesita para su vida estén en manos privadas y no sociales, ya se trate de la tierra, del ganado o de las fábricas. De tal modo que esa “transformación de la naturaleza en hombre” no se cumple ni para el trabajador ni para el explotador: para el primero porque el trabajo y sus frutos le resultan ajenos; para el segundo porque no realiza la actividad humana por excelencia, que es el trabajo.

Dicho en términos más técnicos. El trabajo añade un valor a la materia que transforma: el zapato vale más que el cuero de la vaca. Este valor que el trabajo añade se llama plusvalía. Pero la plusvalía que el obrero produce no vuelve a la sociedad de la que el obrero forma parte, sino que se la apropia el propietario de los medios de producción. Pagando, por supuesto, un salario al obrero para que siga trabajando. Pero ese salario, aun en el supuesto de que fuera elevado,  nunca puede ser igual a la plusvalía, pues en ese caso el propietario no obtendría ganancias. O sea que el que produce la plusvalía la pierde y quien la goza no la produce.

 

La lucha de clases

Esta situación provoca una lucha entre las clases sociales, lucha que para Marx constituye el motor de la historia. Porque los intereses de la clase cuyo trabajo es explotado nunca pueden coincidir con los intereses de quienes lo explotan. Y esa tensión, que a veces toma la forma de lucha abierta y otras de lucha larvada, se resuelve según las posibilidades que ofrece el momento productivo del que se trate, y no según los deseos de sus actores. Es clásico el ejemplo tomado de la guerra de secesión en Estados Unidos: el norte industrializado se opone a la esclavitud; el sur cuya producción es más bien rural, la defiende. La diferencia no hay que buscarla en razones morales. Lo que sucede es que la esclavitud es una institución muy eficaz para el trabajo rural, pero no sirve para una sociedad industrializada, a la que le interesa fomentar el consumo y la consiguiente capacidad adquisitiva del pueblo, entre otras razones. Y la guerra la gana el norte, porque la abolición de la esclavitud coincide con lo que exige la marcha del proceso de producción, que tiende a industrializarse.

Dicho en términos más técnicos. En toda sociedad existe una tensión entre el modo de producción de esa sociedad (rural, industrial, etc.) y las relaciones de producción que se establecen entre sus miembros (esclavitud, trabajo asalariado, etc.). Cuando las relaciones de producción son las adecuadas al modo de producción vigente, la sociedad mantendrá su estructura, aunque existan tensiones entre las clases (la esclavitud en el sur). Pero cuando los modos de producción necesitan otras relaciones de producción para seguir desarrollándose se producen procesos revolucionarios que cambian las estructuras de la sociedad (la guerra de secesión y la abolición de la esclavitud). De modo que las revoluciones no se basan únicamente en los deseos de los oprimidos sino que deben adecuarse a la evolución histórica de los procesos materiales de producción. Por no tener esto en cuenta fracasó la rebelión de los esclavos dirigida por Espartaco en el Imperio Romano; el modo de producción de la época clásica necesitaba la esclavitud para subsistir y por el momento no era posible su abolición. Pero este proceso continúa. El capitalismo ha desarrollado notablemente las fuerzas productivas, y al hacerlo ha creado una nueva clase: el proletariado. Pero al crearla ha creado a la vez su propio verdugo, porque el desarrollo creciente de las fuerzas de producción del capitalismo hará crecer a la vez la fuerza del proletariado, que terminará tomando en sus propias manos los medios de producción, que dejarán de ser propiedad privada para pertenecer a la sociedad como tal. Es la etapa del socialismo, durante la cual el Estado tomará las riendas de la producción estableciendo una dictadura del proletariado provisional, hasta liquidar definitivamente el poder de la burguesía capitalista, momento en el cual se iniciará la etapa del comunismo, en la cual el Estado como aparato de poder desaparecerá por innecesario y dejarán de existir las clases sociales antagónicas al no existir ya la propiedad privada de los medios de producción que necesite ser defendida. Será el momento en que cada uno aporte a la sociedad según sus capacidades y reciba de ella según sus necesidades. El trabajo dejará entonces de ser una carga, teniendo en cuenta que la tecnología habrá eliminado ya las tareas penosas y la actividad productiva cumplirá por fin su papel de desarrollar la vida humana: habrá terminado lo que Marx llama “la prehistoria de la humanidad” y comenzará la verdadera historia.

 

La superestructura

Hasta ahora nos hemos detenido en la estructura económica y social de la humanidad: el papel del trabajo y su desarrollo a lo largo del tiempo. Para Marx, esta estructura es la que determina también el modo de pensar de cada época histórica: pensamos como vivimos, el pensamiento humano y todas sus creaciones “espirituales” como el arte, el derecho, la filosofía, la moral, la religión, sólo se explican como productos que surgen de esa forma de vida que tiene un fundamento material, económico. Esos productos constituyen lo que llama una “superestructura”. Lo cual no significa que esta superestructura sea un reflejo pasivo de su base económica: si bien es cierto que depende de ella, también lo es que las ideas influyen en la marcha de la historia y en este sentido constituyen un aspecto importante en toda su evolución. Volvamos al ejemplo de la guerra de secesión norteamericana: la esclavitud era considerada inmoral por la mayor parte de los intelectuales del norte, mientras que en el sur se la justificaba con argumentos éticos y religiosos. La explicación es evidente: la moral de unos y otros era distinta porque sus normas surgían de un modo de producción diferente. Para el norte industrial la esclavitud era un freno, para el sur rural era una necesidad económica.

En general, se denomina ideología a la manera en que una sociedad se piensa a sí misma, es decir, al conjunto de creencias y representaciones que tiene cada cultura y que incluyen una  determinada jerarquía de valores. Esta ideología, como hemos visto, no surge tanto de la mente de los hombres cuanto del reflejo de las condiciones materiales en que se desarrolla su vida, y como estas condiciones materiales están alienadas, también lo estará la ideología. Si el pensamiento ilustrado, por ejemplo, pudo insistir en los derechos y libertades individuales era porque ya el individualismo tenía un papel importante en la sociedad: la burguesía había tomado el poder y expulsado a la nobleza, cuyos derechos no eran individuales sino pertenecientes a grupos familiares. Y lo mismo sucede con otros productos culturales como el arte o el derecho: piénsese por ejemplo en la defensa de la propiedad privada de nuestros códigos jurídicos, que legitiman así la propiedad privada de los medios de producción.

Pero la obra maestra de la ideología la constituye la religión. Para Marx, la religión es la conciencia de un mundo invertido: como el hombre alienado en su trabajo no produce su propia vida, inventa un ser que se la ha dado (Dios). Como las condiciones de su vida no permiten la felicidad en este mundo, imagina otro mundo después de la muerte donde será feliz. Logra así mantener una ilusión que le permite creer en su realización personal, aun cuando la realidad material diga otra cosa. La famosa frase de Marx: “la religión es el opio del pueblo” expresa esta función de huída de la realidad y creación de mundos imaginarios más hospitalarios que el real, común a todas las drogodependencias.

La superación de la ideología alienada y mistificada sólo tiene una solución radical: el cambio de la estructura material de la cual surge. La religión, por ejemplo, sólo desaparecerá cuando las condiciones materiales permitan al hombre realizar su propia vida en una sociedad que haya superado la alienación mediante la abolición de las clases sociales. Lo cual no quita importancia a la lucha ideológica: tomar conciencia de la alienación contribuye y acelera el proceso de su transformación material.

Esta descripción del marxismo se basa fundamentalmente en las obras tempranas de Marx, sobre todo en sus Manuscritos de economía y filosofía. Como hemos dicho antes, habrá que esperar a la publicación de sus obras de madurez, sobre todo El capital, para encontrar su fundamentación económica, que excede los límites de estos apuntes.

 

Comte: la ciencia como religión

Veinte años antes que Marx había nacido en Francia August Comte (1798-1857), cuyo pensamiento intenta, como el de Marx, dar una respuesta al proceso de industrialización del siglo XIX, aunque, como veremos, una respuesta totalmente distinta tanto en su interpretación como en sus propuestas. Porque Comte quiere ser ante todo un reformador de la sociedad de su tiempo pero nunca un revolucionario, y  en función de esta tarea  desarrolla una teoría filosófica que le lleva hasta el extremo de fundar una religión atea que corone su propia utopía social.

Comte supone que la humanidad está llegando al estadio definitivo de su desarrollo intelectual, superando dos etapas anteriores que lo preparan. La primera de ellas es el estadio teológico, durante el cual los hombres tratan de explicar el mundo por medio de entidades sobrenaturales, dioses o demonios. Un Estado de tipo militar con gobierno monárquico es el reflejo político de este estadio primitivo. El segundo estadio es el metafísico, que abandona las explicaciones sobrenaturales para basarse en entidades abstractas, en principios racionales como la esencia o la sustancia. En este período la sociedad tiende a la anarquía, porque se desorganizan los poderes espirituales y políticos. Finalmente se llega al estadio positivo, en que las ciencias toman el relevo de dioses y teorías abstractas y se dejan de buscar las causas últimas de los fenómenos para limitarse a buscar sus leyes y regularidades encaminadas a dominar la naturaleza: “ver para saber, saber para prever, prever para actuar”, dice Comte. Hay que renunciar, por tanto, a las preguntas trascendentes del tipo ¿qué sentido tiene la vida? para plantearse las preguntas que la ciencia puede contestar: ¿a qué temperatura hierve el agua?

Las ciencias se constituyen así en el criterio fundamental para la organización de la sociedad, en el modelo de todo conocimiento. Y lo que caracteriza a este estadio positivo de la humanidad es que el conocimiento científico ha alcanzado un desarrollo tal que le lleva a atreverse con la misma sociedad: es posible ahora la sociología como ciencia, lo que abre el camino a una sociedad superior, regida por leyes científicas, que prescinde de sacerdotes y reyes para otorgar el poder espiritual a los sabios y el poder político a los industriales.

Dos conceptos importantes para el estudio de esta “física social” que es la sociología son el de orden y el de progreso. El orden se refiere a la estructura de la sociedad en una época determinada, que le otorga estabilidad y fijeza y que depende del orden intelectual de las ideas, de la evolución del espíritu humano. El progreso es “el desarrollo del orden”, es decir, el paso de una época a otra que se acerca  progresivamente al orden definitivo: el de la sociedad que ha alcanzado el estadio positivo al que ha aspirado siempre el hombre. Esta sociedad será pacífica y jerárquica y estará penetrada por un altruismo universal que conduce, como veremos enseguida, a la divinización de la humanidad. En sus palabras: “el amor como principio, el orden como base, el progreso como fin”.

Pero el hombre no es sólo razón, y la superación del estadio teológico no significa desconocer el papel que cumple la religión en la consolidación del orden social. En los últimos años de su vida Comte sienta las bases de una religión positiva, que sustituye el culto a Dios por el culto al “Gran Ser” que es la Humanidad, y al “Gran Fetiche”, que es la tierra, otorgándose a sí mismo el título de Gran Sacerdote y sin olvidar sacramentos y festividades religioso-positivas.

Quizás no sea adecuado juzgar a Comte por estos delirios de su edad madura: su importancia radica en una teoría del conocimiento que, se comparta o no, tuvo una enorme influencia en la segunda mitad del siglo XIX, no sólo en Francia sino en Inglaterra y más tarde en Estados Unidos. Hasta la bandera de Brasil lleva en su centro su divisa de “Orden y Progreso”. El positivismo de Comte se relaciona más adelante con la lógica y las filosofías del lenguaje y da lugar a las corrientes que se han llamado “neopositivistas”, como las que nacen del Círculo de Viena, del que hablaremos más adelante. Estas corrientes, que tuvieron un papel dominante sobre todo en países de habla inglesa, tienen en común su rechazo a toda metafísica y su valoración del modelo lógico y científico de conocimiento, aun cuando probablemente una determinada metafísica esté más presente en ellas de lo que creen sus mismos defensores.

 

Nietzsche y el cansancio de la razón

Friedrich Nietzsche (1844-1900) representa una ruptura radical con la tradición del pensamiento que venimos siguiendo casi desde los comienzos de la Filosofía. De un modo u otro, los pensadores más importantes de la historia se han dedicado a cultivar la razón, aun cuando la entiendan de distinto modo: la definición que Kant hace de la modernidad como “la mayoría de edad de la razón” resume muchos siglos de historia del pensamiento. Nietzsche va a poner en cuestión no sólo la razón moderna sino que la perseguirá hasta su nacimiento en Grecia, afirmando que en nombre de ella el hombre occidental ha olvidado lo que Ortega llamará “la realidad radical”, es decir, su propia vida.

 No será el único: en el siglo XIX y XX abundan los autores que, desde distintos puntos de vista, ponen el acento en dimensiones de la vida que el pensamiento racional había soslayado y que la Ilustración no había atendido suficientemente. Pese a grandes diferencias entre ellos, se los suele agrupar bajo el rótulo de vitalistas: no niegan el papel de la razón, pero consideran que la tradición occidental ilustrada ha olvidado otros aspectos fundamentales de la vida humana. Quizás el predecesor de todos ellos sea Arthur Schopenhauer (1788-1860), en quien Nietzsche se inspiró en su juventud y a quien repudió en su madurez. Schopenhauer rechaza el racionalismo de la Ilustración, en especial la filosofía de Hegel, e incorpora a su pensamiento la metafísica religiosa del budismo, relacionándolo con el idealismo kantiano. Para él el mundo es una mera representación engañosa, que no puede superar la razón sino sólo la intuición irracional de la voluntad que no es más que la manifestación en cada individuo de una Voluntad que constituye la misma esencia del mundo y que explica desde el nacimiento de un insecto hasta las más sublimes obras de arte. La supresión por parte del hombre de su voluntad individual para identificarse con el todo constituye la versión filosófica del nirvana budista.

Otros autores seguirán este camino que intenta superar el racionalismo de la tradición ilustrada. Así por ejemplo Wilhelm Dilthey (1833-1911) va a insistir en el carácter histórico de la vida, que el pensamiento metafísico tiende a dejar de lado; Henry Bergson (1859-1941) reivindica la originalidad del impulso vital y defiende la intuición como método para captar el contenido de la vida, mostrando la insuficiencia de los conceptos y los métodos tomados de las ciencias naturales. Y algo más tarde José Ortega y Gasset (1883-1955) encontrará en la afirmación de la vida la posibilidad de reconciliar las posturas opuestas de la Historia de la Filosofía. Pero será la ruptura de Nietzsche con la tradición occidental la que marque un corte con el pensamiento anterior. Pasa con Nietzsche algo parecido a lo que sucedió con Kant: se puede compartir o no su postura pero es imposible ignorarlo si se pretende seguir haciendo Filosofía.

La vida de Nietzsche fue tan trágica como su obra. Vagó por Europa viviendo en una soledad sólo acompañada por terribles dolores de cabeza y ojos, fracasó en su vida amorosa y murió a los cincuenta y seis años después de haber pasado los últimos once perdido en la locura. A pesar de ese escaso tiempo de vida productiva, su obra constituye, junto con la de Marx, la filosofía más importante del siglo XIX. Y como suele suceder con las grandes obras, la suya ha tenido que soportar las interpretaciones más diversas, desde quienes la consideran precursora del nazismo hasta quienes ven en ella un anarquismo radical. Y su misma persona ha pasado de ser considerado un réprobo carente de moral a convertirse casi en un psicoterapeuta que promueve la autoestima. Seguramente Nietzsche reaccionaría indignado ante estas caricaturas y simplificaciones, como ante algunos comentaristas que eluden sistemáticamente algunas ideas suyas que resultan intolerables para nuestros oídos y justifican esta censura apelando al respeto que se debe a la memoria del maestro. Olvidando que el verdadero respeto a la memoria de un filósofo consiste en tomar en serio todo lo que dice, guste más o menos al lector. Hay que reconocer, sin embargo, que la interpretación de sus textos es difícil, ya que su brillante estilo literario permite diversas lecturas de sus ideas y el carácter de su filosofía  (según sus propias palabras filosofaba “a martillazos”) resulta muchas veces oscuro y hasta contradictorio. Aquí nos limitaremos a comentar algunos de sus temas clave, renunciando a todo intento de interpretación global.

 

Lo apolíneo y lo dionisíaco

Nietzsche estudió profundamente en su juventud la cultura de la antigua Grecia. Y encontró en ella, sobre todo en el teatro clásico, dos dimensiones vitales: una de ellas es la que podemos llamar apolínea, por referencia al dios Apolo. Consiste en la expresión del orden, el equilibrio, la mesura, la armonía, el espíritu. Es decir, lo que ha quedado a lo largo de la historia como la esencia del espíritu griego. Pero hay en Grecia otros dioses muy distintos del perfecto Apolo, entre ellos el desmesurado Dionisos (Baco en la tradición romana), que juegan un papel muy importante en la cultura clásica, sobre todo en el teatro y la música. Es la corriente vital que se expresa en las orgías dionisíacas: el exceso, la pasión, la desmesura, el instinto, lo corporal. Nietzsche no reniega de ninguna de ellas: la síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco es esencial a la vida como la unión de lo masculino y lo femenino.

Pero la tradición griega renuncia pronto a las formas dionisíacas: el miedo a la vida, que caracterizará la historia de occidente, se encarna en la figura de Sócrates y Platón, que inventan el “espíritu puro” y el “bien en sí”, sacrificando para ello no sólo el cuerpo y lo material sino el carácter histórico de la vida. La potencia de la cultura griega ha sido castrada: el mundo de ideas que inventa Platón constituye la antítesis de la vida: es un mundo eterno, inmutable, inmaterial, es decir, todo lo contrario de nuestra existencia concreta. La metafísica del verdugo ha triunfado.

Y esa tarea la continúa más tarde el cristianismo, “platonismo para el pueblo”, en sus palabras. El mundo platónico de las ideas se transforma bien pronto en el “más allá” cristiano: el destino del hombre ya no se juega en esta vida sino en un más allá fantasmagórico: “...la vida acaba donde comienza el reino de Dios”.

Esta metafísica decadente fundamenta una moral antinatural: el cristianismo ha consagrado como virtudes aquellos instintos “descendentes”, enemigos de la vida, como la humildad, la paciencia, la obediencia, la compasión, mientras estigmatiza como vicios las verdaderas virtudes vitales como el orgullo y el egoísmo.

Ha triunfado la moral del resentimiento. En la antigüedad el poder lo tenían los fuertes, los aristócratas, los que eran capaces de imponer su voluntad directamente y sin subterfugios. Ahora domina el espíritu sacerdotal, cuyo poder se asienta en la culpa y el disimulo. Convenciendo al pueblo de que es culpable el cristianismo ha conseguido imponer la moral del rebaño y vaciar de contenido positivo la vida humana: es el nihilismo, es decir, el vacío como fundamento de la vida, que alcanza su máxima expresión en la invención de un Dios a quien se atribuye el poder que el hombre no es capaz de asumir para sí mismo.

 

Dios ha muerto; nace el superhombre

Por eso es necesario matar a Dios. Nietzsche es ateo, pero su ateísmo no es del mismo tipo que el de Marx o el de Comte. . No se trata en su caso de una cuestión teórica sino de una necesidad vital: Dios debe morir para que el hombre viva, el hombre debe recuperar para sí mismo todo lo que el miedo a la vida le ha llevado a poner en Dios. Y Nietzsche entiende por Dios no solamente el de la tradición cristiana sino cualquier otro absoluto que esté dispuesto a reemplazarlo como fundamento de la vida, incluyendo la ciencia y el socialismo, muy presentes en su tiempo. Por eso, aceptar esta muerte es muy difícil, porque implica asumir una absoluta soledad al prescindir de lo que hasta ahora daba sentido a su existencia y comprender que sólo al hombre le corresponde crear sus propios valores. La muerte de Dios implica renunciar a cualquier criterio moral externo y situarse “más allá del bien y del mal”. Pero si el hombre se arriesga a afrontar ese temor a la soledad puede contemplar una “nueva aurora” en la cual “por fin aparece de nuevo libre el horizonte”: acaba de nacer el superhombre.

Nietzsche afirma que habla demasiado pronto: los oídos de la humanidad aun no están preparados para este parto. Porque el superhombre representa la superación del animal enfermo que es el hombre occidental para dar paso a un “animal magnífico” que permanece “fiel a la tierra” y que es capaz de imponer la moral de los señores frente a la moral de los esclavos, exaltando los instintos primarios de la vida y creando sus propios valores. ¿Cómo podemos representarnos al superhombre? Nietzsche ofrece imágenes muy distintas en distintos textos. En algunos de ellos lo caracteriza como un hombre carente de cualquier debilidad compasiva, capaz de imponer su voluntad a los hombres inferiores aceptando con buena conciencia el sacrificio de estos (Nietzsche rechaza explícitamente la idea de igualdad). Otros textos, por el contrario, parecen aludir a un hombre que ha recuperado la inocencia del niño, capaz de amar sin necesidad de mandamientos hipócritas y de odiar francamente, sin resentimientos ni disimulos. Posiblemente ambas visiones son compatibles en un pensamiento que no se caracteriza por estar demasiado sujeto al rigor lógico clásico. Lo que no parece aceptable por parte de un comentarista, como hemos dicho antes, es seleccionar los textos más afines a nuestros criterios, ocultando los más duros de escuchar, como se ha hecho con demasiada frecuencia.

 

La voluntad de poder

El eje alrededor del cual se mueve todo el pensamiento de Nietzsche es, sin duda, el de la vida. Pero la vida, según sus palabras, hay que entenderla como voluntad de poder. Desde este punto de vista, la vida tiende a la expansión y a someter todo lo que le es ajeno, incorporándolo a su propio ámbito, superando todas las resistencias que se le oponen. Lo cual nos lleva a una nueva definición del bien y del mal: como dice en El Anticristo, lo bueno es “el poder mismo en el hombre”; lo malo “todo lo que procede de la debilidad”. De tal modo que “los débiles y malogrados deben perecer... y además se debe ayudarlos a perecer”, y el fuerte debe evitar la compasión como uno de los peores vicios, porque sólo le lleva a compartir la debilidad de aquel a quien compadece.

Pero esta brutal simplificación de la vida es sólo una de las dimensiones de Nietzsche. No puede olvidarse su aguda denuncia de la moral del resentimiento, basada en un temor patológico a todo lo vital, que cualquier habitante de esta Europa ha tenido que sufrir en su educación. Una moral difundida por innumerables púlpitos, confesionarios y despachos oficiales convencieron a generaciones enteras acerca de la maldad intrínseca del placer sexual, de la necesidad de someterse a los amos de turno, de la superioridad del deber frente al amor, del carácter sospechoso de la afectividad, de los peligros de la libertad y la espontaneidad, del desprecio que merece el cuerpo humano y todos sus placeres. La utilización de la culpa ha sido una de las principales armas para convertir al hombre en un dócil esclavo dispuesto a sacrificar lo que tiene de más valioso: su propia vida.

Quizás Nietzsche no ha encontrado otra manera de reaccionar contra esta moral hipócrita que defender una concepción biológicamente racista de la moral y de la historia, añorando unos imaginarios paraísos antiguos en los que dominaban los auténticos nobles “de la raza rubia, es decir, de la raza aria de los conquistadores”, capaces de imponer su voluntad de poder a los débiles. Imagen, sin embargo, que no se puede comparar con la exaltación de la raza que hizo el nazismo, con el que seguramente Nietzsche no hubiera simpatizado en la medida en que el programa de Hitler constituye una apología de la mediocridad antes que una exaltación de la excelencia. Como se ve, contradicciones no faltan.

Nietzsche no cree que exista otra moral posible que la de someterse a una norma exterior: “autónomo y ético se excluyen”, dice en una de sus obras. Kant decía justamente lo contrario: sólo existe moral cuando la norma procede de uno mismo. Y hoy esa discusión sigue vigente. En cualquier caso, no puede negarse que la crítica nietzscheana a la moral occidental hay que tenerla en cuenta: lo que hizo Nietzsche alguien tenía que hacerlo, aunque sea necesario discutir el modo en que lo hizo.

 

El eterno retorno

Nietzsche entiende el tiempo de una manera cíclica, similar a la de los viejos griegos. El tiempo no es una línea que conduzca a alguna parte sino una rueda que repite eternamente lo mismo. La diferencia está, entre otras cosas, en que el tiempo lineal implica que la historia conduce a alguna parte, que tiene una finalidad y un sentido, como supone el cristianismo, que anuncia el fin de los tiempos con la segunda venida de Cristo y el juicio final. O como en el caso del marxismo, que anuncia una sociedad sin clases. La historia cíclica, por el contrario, despoja al tiempo de toda supuesta finalidad: el instante presente vale por sí mismo, y no porque sea el camino a alguna parte. Como todo se repite, la voluntad de poder puede con todo, hasta con el pasado: cada instante es eterno y no un paso en un sendero que nos conduce más allá. En cualquier caso, el mismo Nietzsche afirma que es demasiado pronto para que la doctrina del eterno retorno pueda ser comprendida plenamente; muchas de sus afirmaciones sólo tendrán sentido cuando el animal enfermo que es el hombre occidental haya dejado paso al superhombre. Con todas sus oscuridades, desmesuras y contradicciones, la obra de Nietzsche constituye una de las interpretaciones más agudas e implacables de nuestra cultura occidental, aunque convenga evitar el riesgo de convertir sus reflexiones en un programa político y social.

 

El siglo XX.

Ya hemos comentado la frase de Hegel, que comparaba la filosofía con el búho de Minerva, que alza el vuelo al anochecer: si está en lo cierto, el siglo XX es demasiado reciente para que seamos capaces de  tener una visión de conjunto de la evolución del pensamiento en esos años. No podemos tomar la suficiente distancia para distinguir lo que importa de las modas pasajeras, que influyen en la filosofía tanto como en cualquier otro aspecto de la cultura. Además, en este tiempo la cultura se fragmenta en mil pedazos, continuando un proceso iniciado en el siglo anterior. Comte distinguía en la historia épocas orgánicas y épocas críticas. Las primeras gozan de cierta unidad, se organizan en torno a un fundamento más o menos sólido, como fue el caso de Dios en la Edad Media o la razón ilustrada en el siglo XVIII. El siglo XX, en cambio, constituye una época crítica, en la cual se revisan las ideas vigentes y se exploran caminos nuevos. Por todo ello es difícil presentar un panorama global de la filosofía contemporánea.

Como también lo es cualquier síntesis de la historia de estos años: dos guerras mundiales, cientos de guerras locales, división del mundo en un bloque capitalista y otro comunista, posterior caída del comunismo, procesos de descolonización. Y en los últimos años la aparición de un nuevo orden mundial globalizado tanto en el campo de la economía como en la cultura en general, al calor de la nueva revolución industrial que provoca la irrupción fulminante de la informática y la comunicación instantánea de todos los rincones del planeta. Un planeta cada vez más dividido entre una minoría más o menos opulenta y continentes enteros que van quedando cada vez más fuera de la historia. Y al mismo tiempo cada vez más intercomunicado e interdependiente. La aceleración del tiempo hace que toda interpretación llegue tarde: cuando el búho de Minerva echa a volar ya ha amanecido un nuevo día y han sucedido muchas cosas que escapan a su mirada.

Y esto se nota en la filosofía. A pesar de todo, vamos a intentar describir algunas líneas del pensamiento contemporáneo, sabiendo que se trata de una presentación aun más incompleta que la de los siglos anteriores. Y para ello vamos a agrupar a los filósofos por afinidades, aunque transgredamos a veces el orden cronológico. De hecho, muchos autores representativos del siglo XX comenzaron su obra en el siglo anterior, como el próximo autor que comentaremos.

 

Husserl: la fenomenología

Edmundo Husserl (1859-1938) es el padre de la fenomenología, una corriente de pensamiento que va a penetrar en muchas filosofías distintas. Porque la obra de Husserl no se limita a defender su propia concepción de la filosofía sino que propone un método de trabajo que va a influir en otros autores que sostienen posiciones muy distintas de la suya. Este método es heredero de la corriente vitalista que hemos visto antes: uno de los aportes más importantes que hizo el pensamiento de fines del siglo XIX fue la llamada de atención a un pensamiento que se había olvidado de muchas dimensiones humanas. El racionalismo había cerrado los ojos ante aspectos de la existencia que no se dejan reducir a la lógica del pensamiento puro, violentando la realidad para adecuarla a esquemas conceptuales. Ante esta reducción de la vida, Husserl lanza su famosa consigna. “¡a las cosas mismas!”, la filosofía deberá ocupase de describirlas y podrá así convertirse en una ciencia estricta, más fundamental que cualquiera de las otras ciencias.

Pero antes recordemos a Comte, su principal enemigo: el positivismo domina en el mundo científico de la época, de tal modo que las ciencias de la naturaleza pretenden convertirse en el modelo de todo conocimiento. Este naturalismo alcanza también a la concepción del hombre: es el psicologismo, que reduce el ser humano a hechos psíquicos, a estados de conciencia. Frente a este enfoque parcial , que conduce a considerar al hombre como una cosa más, Husserl propone volver al origen que ha sido ocultado por esa falsa objetividad científica.

Pero ¿cuál es ese origen? Para responder, tendremos que ocuparnos de algo que está antes que cualquier ciencia: el mundo de la vida. Como dice en una de sus obras: “la palabra vida no tiene aquí un sentido fisiológico, significa vida que actúa conforme a fines, que crea formas espirituales: vida creadora de cultura, en el sentido más amplio”. Para lograr esa vuelta al origen es necesaria una ciencia muy distinta de las ciencias naturales, una ciencia que no debe quedarse en los hechos como quería Comte, sino que sea capaz de hacer ciencia de los fenómenos, es decir, de lo que aparece en ese mundo de la vida, y que busque la esencia de esos fenómenos hasta llegar a su origen, a su significado vital. Esa ciencia es la fenomenología y este camino le llevará al yo, a la conciencia, como el lugar originario de todo conocimiento del mundo. Una vez que hayamos llegado allí recuperaremos el mundo como ha sido antes que fuera dividido en trozos por las diversas ciencias. Vamos, por lo tanto, a hacer una fenomenología de la actitud natural, del mundo de la vida.

 

Empezar de nuevo

Husserl quiere hacer algo parecido a lo que intentó Descartes en el siglo XVII: empezar de nuevo; por algo tituló uno de sus libros Meditaciones cartesianas. Aunque Descartes se equivocó al poner como modelo de conocimiento el de la matemática. Husserl quiere ser más radical que Descartes, hacer de la filosofía una ciencia más originaria que cualquier otra ciencia. Para recuperar esta mirada limpia de prejuicios es necesario tomar una actitud adánica: mirar el mundo con una actitud semejante a la de Adán, el primer hombre, cuando lo vio por primera vez, cuando aún no sabía nada de las reflexiones y teorías de los científicos y los filósofos.

Pero esto no es fácil. No se trata de aceptar las cosas tal como nos vienen, como nos aparecen a primera vista, sino de buscar el origen de todas nuestras experiencias, dejando de lado lo que nos desvíe de lo que realmente importa. Supongamos, por ejemplo, que estoy estudiando la experiencia del saludo, un suceso corriente en la vida cotidiana. Voy a intentar reducirlo a su esencia, despojarlo de todo lo que le sobre y llegar a su raíz. Para ello, la primera reducción, que Husserl llama “reducción fenomenológica”, consiste en despojarlo de los hechos empíricos o mejor “ponerlos entre paréntesis”: no me interesan, por ejemplo, las palabras que se pronuncian  (diferentes según el idioma de que se trate), ni las características empíricas de las manos que se estrechan (gordas o flacas, blancas o negras), ni los diversos modos de saludar de las diferentes culturas (una inclinación, frotarse la nariz, agitar las manos). Cuando busco la esencia del saludo ni afirmo ni niego la realidad de los saludos concretos, busco algo que está más allá de la realidad inmediata que me dan los sentidos, con lo que se conformaban los positivistas.

Y esta reducción me abre el camino para la “reducción eidética”, que consiste en descubrir la esencia universal del saludo, lo que distingue el saludo de otras ceremonias similares, como puede ser una despedida, por ejemplo. Se trata de algo parecido (sólo parecido) a lo que buscaba Platón en el mundo de las ideas: a él tampoco le interesaban los hechos concretos del mundo visible sino las ideas universales que sólo la razón puede captar. Pero la diferencia con Platón está en que para Husserl esta esencia no existe en sí misma, sino que hay que buscarla en una conciencia, en el yo. Por eso se hace necesaria una tercera reducción, que él llama “reducción trascendental”. El sujeto no es un mero espectador de las esencias, pero tampoco es una colección de sensaciones y de hechos psíquicos, como piensan los psicólogos. Hay que llegar también a la esencia del yo, que consiste en la intencionalidad: lo propio de la conciencia es “tender hacia” (eso significa intencionalidad): todo pensamiento es pensamiento de algo, todo deseo es deseo de algo y por lo tanto la esencia del saludo no se puede separar de aquel a quien se dirige. Ser consciente es lo mismo que ser intencional. Esto significa que la conciencia es esencialmente apertura al mundo, o sea lo contrario de una cosa, que está encerrada en sí misma. Por eso no podemos separar al yo del mundo ni comprenderlos por separado, como trata de hacerlo el cientificismo positivista.

Por lo tanto, todo está en el yo, en la conciencia. Cuando Husserl lanzaba su consigna “¡a las cosas mismas!” no estaba pensando en las cosas como independientes del sujeto  ni tampoco creía que el sujeto invente la realidad: él cree haber encontrado un punto de vista más radical (radical viene de raíz) que sitúa en el mundo de la vida la unidad profunda de la conciencia y el mundo. Es el camino que había comenzado Platón, había continuado Descartes y había profundizado Kant, aunque ninguno de ellos había logrado la unidad entre el yo y el mundo: Husserl quiere desarrollar un idealismo más radical que los anteriores.

 

Los existencialismos

El título está en plural porque los autores considerados existencialistas son muchos y muy diferentes entre sí. Algunos de ellos rechazan ser considerados tales y hay comentaristas que extienden este calificativo a autores como San Agustín y Santo Tomás. Existe un existencialismo cristiano que en el caso de Kierkegaard se acerca a la mística, junto con existencialismos ateos como el de Sartre, que considera incompatible la existencia de Dios con la realidad de la existencia humana. Lo cual demuestra que el término está lejos de gozar de un significado preciso: como mucho, podríamos decir que este término se aplica a aquellas filosofías que conceden una especial atención a la existencia humana, considerada como radicalmente distinta de la existencia de las cosas. Para el existencialista, el hombre es la realidad misma y muchos de ellos insistirán en el carácter abierto de la existencia, cuya originalidad con respecto al mundo consiste en construir su propio ser, en una tarea que nunca se acaba y por lo tanto impide cualquier definición. En este sentido, el Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico de la Mirandola, que hemos comentado antes, podría ser considerado como un antecedente de las modernas filosofías existenciales.

Como todo pensamiento, el existencialismo es una respuesta al tiempo que se vive: hemos hablado antes del cansancio de la razón, que denunció la insuficiencia de la razón ilustrada para abordar la complejidad de la existencia humana: el vitalismo de Nietzsche ilustra magistralmente esta reacción. Pero en el siglo XX se suceden dos guerras mundiales, que provocan en Europa una crisis de enormes dimensiones: millones de muertos, ciudades enteras destruidas, escenas de barbarie que nunca pudo imaginar el optimismo ilustrado. Y esta crisis llega a la filosofía. El cansancio de la razón adquiere entonces en muchos autores un carácter trágico, angustiado e incluso pesimista, recogiendo el tono del mensaje que Kierkegaard había lanzado casi un siglo antes. Y el método fenomenológico que Husserl había propuesto es utilizado como la manera más directa de penetrar en la realidad de la vida concreta, haciendo suya la consigna “¡a las cosas mismas!” que el existencialismo intenta realizar.

El padre indiscutido del existencialismo moderno es Sören Kierkegaard (1813-1855), un filósofo danés del siglo XIX, a quien se debe la frase fundacional de esta corriente: “contra la filosofía especulativa, la filosofía existencial”, dirigida ante todo contra el sistema racionalista de Hegel. Sin embargo, en su obra la reflexión filosófica está en función de una profunda fe religiosa, hasta el punto de que resulta difícil separar ambos planos. La existencia humana se compromete con uno de los tres estadios en que se desarrolla, el estético, el ético y el religioso, siendo este último al que hay que entregarse para afrontar la paradoja de la vida humana, abrazando el camino de la intranquilidad, el absurdo y el sufrimiento.

Más allá de este aspecto casi místico de su filosofía, Kierkegaard inicia muchos temas que van a reaparecer en el existencialismo del siglo siguiente: la existencia humana es indefinible y no se pude reducir a una esencia ideal, la verdad no radica en el puro pensamiento, es subjetiva e implica la desesperación, la angustia, la culpa, la conciencia de la propia nada, su carácter histórico. Temas que retomarán autores como Heidegger y Sartre, en los cuales vamos a detenernos.

Martín Heidegger (1889-1976) es uno de aquellos filósofos que no se sienten reflejados por el calificativo de “existencialistas”, pero que sin embargo incluyen en su obra muchos elementos característicos de esta imprecisa corriente de pensamiento. Tuvo una enorme influencia e inspiró interpretaciones muy diversas, aunque con el paso del tiempo, y aceptando su importancia como pensador, se puede llegar a dudar de la genialidad que le atribuyeron muchos de sus seguidores: un lenguaje oscuro, en ocasiones lindando con la poesía pudo haber contribuido a confundir la oscuridad con la profundidad, como ha sucedido en muchas ocasiones a lo largo de la historia de la cultura. Heidegger desarrolla un pensamiento que si bien comienza por una interpretación de la existencia humana tiene una ambición más universal: intenta “destruir” primero y “construir” después toda la historia de la Filosofía, desde los presocráticos hasta el presente, orientando todo ello a una crítica de la cultura europea del siglo XX. Interpretación que, por cierto, le llevó a apoyar la causa de la Alemania nazi, que consideró como una de las “revelaciones del ser” en la historia.

 

Ser en el mundo

La oscuridad y la complejidad del lenguaje de Heidegger hacen muy difícil una visión de conjunto de su pensamiento que no traicione sus intenciones. Sólo apuntaremos algunas ideas centrales de su obra, sin pretender abarcar siquiera lo más importante de ella.

Heidegger retoma una vieja preocupación de la filosofía, que se remonta a los primeros filósofos griegos: la cuestión del ser. Recordemos, por ejemplo, la diversa manera de entender el ser en los físicos milesios, en Heráclito, en Parménides y en Aristóteles. Esa discusión no era puramente teórica, porque según cómo entendamos el ser (o la realidad, si se prefiere) así será nuestra actitud ante el mundo, ante los demás y ante nosotros mismos. De ahí una de sus primeras afirmaciones: en la filosofía occidental se ha producido lo que él llama “el olvido del ser”. La preocupación por el ser de los primeros filósofos griegos se ha transformado en una preocupación por el ente, es decir, por las cosas, por los objetos, por “lo que tiene ser” en lugar de buscar “lo que hace ser al ente”. Y en esto consiste lo que él llama la actitud metafísica, que hay que superar para volver a plantearse la pregunta por el ser en toda su radicalidad.

La manifestación más clara de este olvido del ser es la actual civilización de la técnica: las energías del hombre moderno se dirigen a manipular el mundo, a ejercer violencia sobre él.  La metafísica moderna (Descartes, por ejemplo) considera al hombre como sujeto, frente al cual todo lo que le rodea, y él mismo, se convierte en un objeto manipulable. Hasta Nietzsche con su “voluntad de poder” representa el último estertor de esta actitud metafísica. Se hace necesaria una destrucción de la historia de la metafísica, que retome las primeras intuiciones de los viejos griegos y vuelva a preguntarse por el ser. Hay que superar la “metafísica de la era atómica” que es la tecnología y recuperar la experiencia de ese ser que ha sido olvidado durante siglos.

Pero ¿dónde encontrar al ser? En el único lugar en que el ser se manifiesta, se sabe a sí mismo: en la existencia humana. Curiosamente la palabra alemana que expresa “existencia” es “Dasein”, que literalmente significa “ser ahí” o “ahí el ser”. En efecto, ahí está el ser, en ese peculiar existente que es el ser humano a quien “le va su ser”. En una piedra o en un animal el ser es opaco (no “les va”): sólo en el hombre se revela.

Con esta intención de descubrir el ser desarrolla Heidegger una hermenéutica (interpretación) de la existencia humana, utilizando el método fenomenológico aprendido de su maestro Husserl, si bien en su obra este método cobra otro sentido. Y de ahí su inclusión en la corriente del existencialismo, aunque él rechazara este calificativo por insuficiente: su intención no se reduce a analizar la existencia humana sino a encontrar en ella el ser que da sentido a toda su búsqueda.

El hombre existe como un ser-en-el-mundo. Los guiones tratan de expresar que no se trata de indicar el lugar en que vive el hombre sino el modo en que vive: ser-en-el-mundo significa estar abierto a la realidad, vivir proyectado a un número indefinido de posibilidades, en las cuales se le revela ese ser que buscamos. No es, por lo tanto, un ente más de la naturaleza sino un ex–sistente, es decir, un ser que no consiste en una cosa sino en un proyecto, que se ocupa y se preocupa por lo que le rodea, que no está hecho y acabado sino que construye su existencia en unidad con el mundo. Y la construye en el tiempo, que define por lo tanto su misma existencia: el tiempo no pasa, la temporalidad es la misma esencia de la existencia humana. Y si lo dudamos ahí está la muerte para demostrarlo: el hombre es el único animal para el cual la muerte forma parte integrante de su vida.

La experiencia de la angustia es el estado originario del hombre y está estrechamente unida a nuestra conciencia de la muerte. A diferencia del miedo, que siempre es producido por algo concreto, por un peligro que nos amenaza, sentimos angustia ante la nada. En la verdadera angustia nos sentimos suspendidos en la nada, como si nuestra existencia no tuviera en qué apoyarse; una existencia que no elegimos y a la que nos sentimos arrojados sin explicaciones y con una única certidumbre: que nuestra existencia se acaba, que es limitada o finita. En este sentido la experiencia de la angustia nos revela el ser que estamos buscando que es un ser hecho de tiempo y de finitud: lo cual no constituye una razón para abandonarse esperando la muerte o para precipitarse en la desesperación o en el suicidio: en realidad, la capacidad para asumir la propia muerte y vivir con ella es la condición de lo que Heidegger llama “existencia auténtica”, es decir, la existencia que es capaz de enfrentarse con la angustia que le revela su finitud y “mantenerse firme en el interior de la nada”, según sus propias palabras.

Pero el hombre escapa frecuentemente de esta manera de existir y prefiere sentirse parte del mundo que le rodea. En lugar del “ser” el hombre elige el “se”: “se dice”, “se hace”, “se piensa”. Para evitar la angustia el hombre se refugia en lo anónimo, en lo impersonal, trata de distraerse de su existencia, de disolverse en el mundo del que forma parte. Es la existencia inauténtica, que no por inauténtica es moralmente censurable, ya que se trata de una de las dos posibilidades igualmente originarias de la vida humana. Aunque no puede negarse que en ella se oscurece la experiencia del ser.

 

El último Heidegger

Los comentaristas no están de acuerdo en la interpretación de las últimas obras de Heidegger: algunos piensan que su pensamiento sufre un cambio radical, una conversión; otros, que sus últimas obras continúan el propósito de las primeras. De todos modos su tema de siempre sigue siendo la cuestión del ser.

Aunque en esta etapa la cuestión del ser ya no se aborda desde la existencia humana sino desde el mismo ser que se manifiesta. Se trata, según Heidegger de “dejar ser al ser”, y para ello no le basta con el lenguaje técnico de la filosofía sino que pide ayuda a la poesía, en especial la de Hölderling. Abundan en esta etapa las metáforas y los aforismos de difícil interpretación: por ejemplo: “el hombre es arrojado por el ser”; “el hombre es el pastor del ser”; “el lenguaje es la casa del ser”. El hombre debe abandonar su voluntad de poder, sus intentos de manipulación de los entes y escuchar al ser, dejarlo que se revele. Hay que “conmemorar al ser”, protegerlo contra la descripción, la interpretación, el control, vicios todos que han llevado a la entronización de la tecnología como metafísica de la modernidad.

Claro está que este ser que se revela necesita ser interpretado. Y bien sabemos que las interpretaciones nunca son inocentes: uno podría preguntarse si Heidegger interpretó el advenimiento del nacionalsocialismo como una de las manifestaciones del ser. Pero más allá de las razonables dudas que plantea su filosofía, no cabe duda de que su pensamiento abrió caminos que todavía hoy no han dejado de recorrerse.

 

Jean Paul Sartre (1905-1980) es uno de los filósofos más representativos del existencialismo. En primer lugar porque es uno de los pocos autores que admite sin reservas su pertenencia a esa corriente y además porque a la sombra de su pensamiento se desarrolló en Francia una auténtica “moda existencial”, que incluía desde maneras de vestir hasta locales de ocio. Lo cual no implica trivializar su obra, que quizás hoy pueda considerarse superada en muchos aspectos pero que en su momento representó una respuesta al desgarro que produjo en la sociedad europea la segunda guerra mundial. Porque el existencialismo de Sartre no se entiende sin la guerra: su exaltación de la libertad individual unida a la afirmación del absurdo que constituye la vida, su apelación a la náusea como metáfora de la existencia, su equiparación de las relaciones humanas con el infierno, sólo pueden comprenderse desde una posguerra que tiene muy presente la muerte y el sufrimiento de millones de personas por causa de una locura tan terrible como absurda. Sartre expresó este horror no sólo desde la filosofía sino también por medio de la novela, el teatro, el ensayo. Y por su actividad personal que sigue siendo objeto de polémica: no está muy clara su actitud durante la resistencia a la ocupación alemana de Francia, su defensa, luego retirada, del régimen de Stalin, sus relaciones con sus colegas. Pero más allá de estos aspectos biográficos su obra fue importante en su tiempo y hoy sigue siendo indispensable para comprender la cultura francesa de esos años.

Su filosofía, como la de Heidegger y la de todo el pensamiento existencial, es también hija de la fenomenología de Husserl. Los existencialistas encontraron en él un método adecuado a la reivindicación del carácter concreto de la existencia humana, aunque la fenomenología tome derroteros muy distintos en cada uno de ellos. Sartre va a comenzar por una cerrada defensa de la originalidad del ser humano dentro del conjunto de la naturaleza. Las cosas son lo que son, su ser está determinado por su esencia, es decir, por aquello que hace que sean lo que son,  y en este sentido tienen un modo de ser pleno y compacto: una mesa es una mesa y una manzana una manzana. Es lo que Sartre llama el “ser en sí”.  Pero no es este el único modo de ser. También existe el “ser para sí”, que es la conciencia humana y que tiene características opuestas. Porque en realidad el “ser para sí” no es nada. En efecto, la conciencia es siempre conciencia de algo: soy consciente de la mesa en que trabajo, de la manzana que estoy comiendo, pero la conciencia no es nada por sí misma, no tiene un contenido propio. Es, en palabras de Sartre, como un gusano que perfora la manzana, un agujero de nada en la compacta plenitud del ser.

Y esta es la raíz de la libertad: no basta decir que el hombre es libre, es más que eso: el hombre es libertad. Porque lo que distingue al ser humano del resto de la naturaleza es precisamente el hecho de que el hombre no es nada, tiene que hacerse, tiene que elegirse a cada instante, porque la naturaleza no le dio lo que tiene la manzana: su ser ya logrado, su esencia de manzana. De ahí la divisa del existencialismo: en el ser humano la existencia precede a la esencia. El hombre comienza por existir, y a partir de allí dedica toda su vida a buscar su esencia sin encontrarla nunca, porque si la encontrara se convertiría en una cosa. Y por eso la existencia humana es radicalmente absurda, lo que él llama “una pasión inútil”: una búsqueda permanente de algo que sólo puede lograr cuando muere: llegar a ser, tener por fin una esencia fija, convertirse en cosa. Y por eso también la manía del ser humano de inventarse un Dios: Dios sería el “ser en sí” (eterno, necesario) y el “ser para sí” (conciente, libre). Es decir, un ser que no puede existir porque es contradictorio.

Esta concepción del ser humano implica una aceptación total de su responsabilidad: somos responsables de todo lo que hacemos; en la medida en que somos humanos no podemos escudarnos en ninguna “esencia” para esquivar nuestra libertad, en ningún modelo para evitarnos el trabajo de elegir nuestra existencia. Somos lo que hacemos a lo largo de nuestra vida. Desde que nacemos nos inventamos a nosotros mismos y no existe ninguna ley ni el cielo ni sobre la tierra que nos indique cómo debemos construirnos. Será bueno lo que la libertad elija y malo lo que rechace. Y esta responsabilidad no se limita a nosotros mismos: cuando elegimos, elegimos también por los demás ya que todas las acciones humanas repercuten de una manera o de otra en la condición humana en su conjunto.

Claro está que aceptar esta responsabilidad es muy duro: es más fácil delegar en otros (por ejemplo en Dios) la tarea de buscar nuestra esencia. Es la actitud que Sartre llama “mala fe”, es decir, el intento del hombre que trata de renunciar a su libertad para convertirse en cosa buscando modelos fuera de si y procurando que otros elijan por él. Es decir, descansar de la terrible exigencia de ser libre.  Sería el equivalente de lo que Heidegger llamaba “existencia inauténtica”, que se refugia en el “se” (se dice, se piensa, se hace) aun cuando Sartre (como Heidegger) evita  calificar esta mala fe desde el punto de vista moral. La “buena fe”, por el contrario, consiste en la aceptación lúcida de la libertad con el absurdo que implica esa constante búsqueda imposible de la plenitud del ser.

Esta exaltación de la libertad conduce a una concepción problemática de las relaciones humanas. En efecto, si cada libertad es un absoluto cuya ley sólo depende de sí misma, el encuentro con las otras libertades sólo puede tomar, como dice Sartre, la forma de un conflicto: cada libertad aspira a convertir a la otra en un en sí, es decir a cosificarla. El mismo amor no consiste en otra cosa que en un sutil juego de dominación mutua. En sus últimos escritos, Sartre intenta conciliar esta dura teoría con los postulados del pensamiento marxista. La lucha de clases, motor de la historia, requiere una solidaridad de clase que no consiste en otra cosa que en la lucha contra el enemigo común: el proletariado se enfrenta a la clase dominante porque la contradicción de sus intereses con ella alcanza un rango superior al conflicto de los proletarios entre sí. En cualquier caso, quizás esta síntesis de existencialismo y marxismo no constituye el aporte más valioso de la filosofía de Sartre.

 

José Ortega y Gasset (1883-1955) también participa de esta tradición existencial y de la herencia de la fenomenología de Husserl, aunque tampoco él se definió como existencialista. Probablemente Ortega anticipó muchos aspectos del análisis de la existencia humana que popularizó Heidegger, aunque su condición de español y la claridad y elegancia de su lenguaje no ayudaron a que fuera considerado internacionalmente tan profundo como su contemporáneo. Además, su filosofía se expresó frecuentemente en ensayos periodísticos, conferencias y críticas literarias destinadas al gran público, evitando el academicismo erudito. Durante los años del vaciamiento cultural que provocó el régimen de Franco, tuvo el mérito de traer a España el pensamiento que se desarrollaba por entonces en Europa, intentando colocar a su país “a la altura de los tiempos”, según sus palabras. En este sentido, Ortega es uno de los iniciadores de lo que hoy llamaríamos el “europeísmo”, aun cuando su postura ante la realidad de España sea francamente pesimista.

Su punto de partida, como el de todos los que cultivaron el enfoque existencial de la filosofía, es el análisis de la vida. Encontramos en él muchas ideas semejantes a las que hemos recorrido desde Husserl hasta Sartre. La vida es la realidad radical, es decir, el lugar donde radica todo  lo que hacemos y nos pasa, es un quehacer y no una sustancia, un drama y no una cosa, y en este sentido el mundo en que vivimos es parte integrante de la vida: “yo soy yo y mis circunstancias”. A diferencia de las cosas, el hombre no tiene naturaleza sino historia: es lo que no es (un proyecto) y no es lo que es (un ser ya definido). Desde este punto de vista la búsqueda de la verdad debe evitar tanto el absolutismo (la verdad ya terminada) como el relativismo (todo vale lo mismo). Ortega, fecundo inventor de nuevas palabras, apuesta por el perspectivismo: la verdad es siempre una perspectiva histórica que se construye colectivamente y que por lo tanto siempre queda abierta a nuevos puntos de vista.

Y esta centralidad de la vida permite superar los dualismos que han marcado la historia de la filosofía: la disputa entre realismo e idealismo, por ejemplo, proviene de una falsa opción entre yo y el mundo, que encuentran su unidad radical en la vida. El ser que buscaba Heidegger no deja de ser una interpretación más de esa realidad radical.

Y lo mismo sucede con la razón y los sentimientos. Otra palabra de su invención define su postura como raciovitalismo: la razón vital no es la razón que piensa la vida sino la vida misma que necesita la razón para poder vivir. De ahí que junto con nuestras ideas (los pensamientos que se nos ocurren) existan nuestras creencias (aquellas certezas con las que contamos, el terreno sobre el cual la vida se mueve) y que no pueden reducirse a los productos de la razón abstracta a los que se ha limitado frecuentemente la filosofía.

La influencia de Ortega ha sido considerable en España y los países de habla hispana pero muy limitada fuera de ellos, quizás con la excepción de Alemania, siempre interesada por lo español. Entre los pensadores más conocidos que se consideran deudores de su obra se pueden mencionar a Manuel García Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, Julián Marías, María Zambrano, Pedro Laín Entralgo.

Habría que mencionar a muchos otros autores para completar un panorama de la filosofía existencial, como Miguel de Unamuno en España, Gabriel Marcel en Francia y Karl Jaspers en Alemania. Si hemos elegido a los anteriores no es por considerarlos más importantes que los ausentes sino porque los creemos suficientemente representativos de los temas centrales del pensamiento existencial.

 

Emmanuel Levinas (1906-1995) es un filósofo de origen lituano que trabajó en Francia, difícil de clasificar. Discípulo y continuador de la fenomenología de Husserl, incorpora a su pensamiento la tradición judía, como lo hicieron también Martín Buber y Franz Rosensweig. Su pensamiento gira en torno a la ética, que considera como la “filosofía primera”. Se opone a Heidegger, y su “primado del ser”, afirmando que la experiencia que fundamenta la filosofía es la “alteridad”, es decir, el reconocimiento del otro como otro y no como parte de mi propia subjetividad. Esta posibilidad de salir del círculo cerrado de mis propios intereses y reconocer lo que él llama el “rostro” de carne y hueso del otro es para Levinas la manera de romper la permanente tentación de la filosofía occidental de formar un sistema cerrado en “lo mismo”. La apertura al ser que busca Heidegger no deja de ser una apertura ante “el imperialismo de lo Neutro”.

 

Filosofías del lenguaje y del lenguaje científico 

Como hemos dicho antes, el pensamiento del siglo veinte se dispersa en muchas líneas difíciles de clasificar. Muy alejados de los temas de la filosofía existencial encontramos a una serie de pensadores diversos entre sí pero unidos por una preocupación común: la reflexión sobre el lenguaje. Para algunos de ellos esta preocupación constituye un instrumento para una investigación sobre los alcances y límites del conocimiento científico (los positivistas lógicos, el Círculo de Viena). Otros se interesan más bien por el lenguaje cotidiano y sus diversos modos de significación (la llamada analítica del lenguaje). Los tratamos dentro del mismo apartado porque la distinción entre una y otra línea de pensamiento no es demasiado clara en muchos de ellos. Y además porque así como Husserl constituye uno de los antecesores comunes a los existencialistas, los filósofos de lenguaje comparten un patriarca común, Ludwig Wittgenstein.

 

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) no fue un filósofo profesional. Ingeniero de profesión, su vida fue tan atípica como su obra. Voluntario en la primera guerra mundial pese a su débil estado de salud, miembro de una familia riquísima que renunció a su patrimonio para emplearse como maestro de escuela, auxiliar de clínica, filósofo a ratos, con largos períodos en que abandonó toda actividad filosófica, dijo antes de morir que su vida había sido maravillosa. Y escribió una de esas frases que conviene recordar antes de decir cualquier cosa: “de lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse”.

Como en el caso de Heidegger, se suele hablar de un primer y un segundo Wittgenstein, ya que en sus obras de madurez critica muchas ideas de su primera época, aunque el tema del lenguaje siga siendo el protagonista de toda su obra.

La primera parte de su obra se reduce a un libro: el Tractatus logico-philosophicus. Utilizando un seco estilo de breves sentencias numeradas, el Tractatus trata de delimitar los límites del lenguaje. Porque el lenguaje que utilizamos todos los días es muy variado: nos sirve para afirmar o negar, pero también para valorar, para suplicar, para insultar. De todos estos usos sólo uno de ellos puede ser verdadero o falso: son las proposiciones, es decir, aquellas frases en las que afirmamos o negamos algo de algo. Estas proposiciones pueden ser muy complicadas, pero si las analizamos llegaremos a afirmaciones elementales que se refieren a hechos también elementales (él los llama atómicos, es decir, imposibles de dividir). Los hechos son las relaciones entre las cosas, lo que sucede entre ellas, por ejemplo cuando decimos que el hombre camina. Estas proposiciones son un retrato, un mapa de lo que sucede en nuestro mundo. La proposición es una pintura de la realidad y por lo tanto si comprendemos la lógica de nuestro lenguaje comprenderemos también  la estructura del mundo, ya que ambos tienen la misma forma, al modo como una partitura representa la música que escuchamos. Y este es el límite de nuestro lenguaje y también es el límite del mundo: no podemos formular afirmaciones que tengan sentido más allá de estas proposiciones que se refieren a hechos, a lo que sucede en el mundo: “en el mundo todo es como es y sucede como sucede”.

Pero hay muchas afirmaciones que se parecen a las proposiciones pero no se refieren a hechos sino, por ejemplo, a valoraciones. Cuando decimos, por ejemplo, “esta música es bella” o “no se debe matar” estamos utilizando el lenguaje de un modo totalmente distinto y caeríamos en una trampa si le diéramos a estas afirmaciones el mismo valor de verdad que a las proposiciones. Estas afirmaciones no son verdaderas ni falsas, simplemente carecen de significado: “en el mundo –dice Wittgenstein- no hay ningún valor y si lo hubiera no tendría valor alguno”. Lo mismo sucede con afirmaciones que se  refieran a temas religiosos, al sentido de nuestra vida, a la inmortalidad del alma. Las afirmaciones metafísicas constituyen una violación de los límites del lenguaje, y por lo tanto de los límites del mundo. En este sentido, el lenguaje corriente puede considerarse imperfecto, ya que trata de hablar de muchos temas que no pueden decirse, y por lo tanto  condena a innumerables expresiones que usamos todos los días a ser consideradas como carentes de sentido.

Lo cual no significa que Wittgenstein quite importancia a estos temas: hay muchas cosas trascendentales para nuestra vida que no pueden decirse, pero pueden mostrarse y que él incluye en el campo de “lo místico” y que por lo tanto quedan fuera de las fronteras del lenguaje. De hecho, la principal función de la filosofía consiste en delimitar la diferencia entre lo que puede decirse y lo que sólo puede mostrarse. Muchos  problemas que ocuparon el tiempo de los filósofos quedarían así “disueltos” (que no “resueltos”). De manera que la filosofía cumple una función terapéutica y una vez cumplida se la puede desechar, como se tira una escalera una vez que hemos subido por ella. Se trata, según otra de sus metáforas, de enseñar a la mosca a salir de una botella, que siempre estuvo abierta.

 

Wittgenstein y el Círculo de Viena

Esta primera etapa de la filosofía de Wittgenstein coincide básicamente con los postulados de una corriente que recibe el nombre de positivismo lógico y que reunió a una serie de pensadores en lo que se ha llamado el Círculo de Viena, aunque Wittgenstein, que fue uno de sus principales inspiradores, nunca formó parte de él e incluso pareció despreciarlo. El Círculo reunió a filósofos como Russell, Frege, Withehead, Carnap, Neurath y muchos otros, entre los que se contaban científicos, economistas y sociólogos. Sus integrantes, aunque diferían en muchos puntos, coincidían en la necesidad de desarrollar una filosofía científica, ajena a cualquier tentación trascendente o metafísica, que fundamentara una concepción científica del mundo. Había que eliminar, por lo tanto, esos falsos problemas de que hablaba Wittgenstein que no se refieren a hechos comprobables sino a oscuras teorías y valoraciones y que pertenecen al campo de la literatura o la religión, pero nunca del saber filosófico.

Para ello, y siguiendo la senda abierta por Hume, el Círculo asumía los postulados del positivismo del siglo XIX pero integrando las recientes aportaciones de la lógica matemática. Es decir: la filosofía debe ocuparse de hechos positivos, que puedan ser constatados por los sentidos y estos hechos deben articularse entre sí según las leyes de la lógica. Todo lo demás forma parte de esos “extravíos de la filosofía” que ocuparon inútilmente el tiempo de grandes pensadores de la historia.

 

El último Wittgenstein

Después de publicar su Tractatus Wittgenstein abandonó la filosofía para convertirse en maestro de escuela, probablemente por creer que ya había dicho todo lo que tenía que decir con respecto a la reflexión filosófica. Sin embargo, unos años después comprendió, quizás gracias a su experiencia de maestro, que su primera concepción del lenguaje era demasiado pobre y dogmática. En la última etapa de su pensamiento reconoce que el lenguaje corriente “está bien como está” y renuncia a asumir el papel de un juez que delimite de antemano lo que tiene significado y lo que carece de él. Antes que hablar de significado hay que considerar que el lenguaje se define por el uso que le demos: es como una caja de herramientas, de la cual echamos mano según la tarea que queremos realizar. En este sentido, todos los usos son legítimos, y hay que estudiar el lenguaje real antes que imponerle reglas a priori.

Existen diferentes “juegos de lenguaje”, cada uno de ellos dirigido a un uso distinto y por lo tanto con reglas diferentes. No es lo mismo, por ejemplo, utilizar el lenguaje para afirmar leyes científicas que para una declaración de amor o para insultar a un enemigo. Y cada uno de estos juegos tiene su alcance y sus límites, por lo cual carece de sentido hablar, como lo hacía en el Tractatus, de los límites del lenguaje en general. La función de la filosofía no consiste, por consiguiente, en definir autoritariamente en qué consisten las proposiciones con significado excluyendo todo lo demás, y mucho menos en construir un lenguaje perfecto, sino en delimitar los diversos juegos de lenguaje, evitando confusiones entre ellos. Las afirmaciones metafísicas, por ejemplo, carecen de significado representativo, pero no por ello son inútiles u ociosas; sólo que no pueden ser resueltas como si se tratara de proposiciones que se refieren a hechos de nuestro mundo. Es verdad que las afirmaciones metafísicas no pueden comprobarse por su correspondencia con la realidad, pero constituyen “un nuevo modo de mirar las cosas”, aunque hay que desembarazarse del “embrujamiento del lenguaje”, que nos lleva a mirar estos problemas confundiéndolos con otros juegos de lenguaje.

 

La analítica del lenguaje

La obra de Wittgenstein constituyó el intento más serio de colocar al lenguaje como el centro de interés de la filosofía. Sobre todo a partir de su obra, el lenguaje dejó de ser considerado como la mera expresión de un pensamiento independiente de las palabras para comprender que pensar no es otra cosa que desarrollar un lenguaje: pensamos porque hablamos. La filosofía crítica se convierte así en una crítica del lenguaje, en algunos casos (como en el Círculo de Viena) orientada a construir un lenguaje científico  libre de las imperfecciones del lenguaje ordinario y basado en las leyes de la lógica simbólica; en otros, a analizar las expresiones tanto cotidianas como filosóficas para aclarar su verdadero sentido. El primer camino sigue la huella del primer Wittgenstein y de Bertrand Russell (1872-1970), el segundo, del último Wittgenstein. Casi todas estas corrientes tienen en común su rechazo a toda fundamentación metafísica y a todo idealismo filosófico.

Innumerables filósofos exploraron este camino, muchos de ellos con más ingenio que profundidad. Especialmente en el ámbito anglo-sajón proliferaron los análisis del lenguaje de inspiración pragmática y positivista, en muchas ocasiones llenos de sutiles distinciones e interpretaciones alambicadas que, lejos de clarificar el lenguaje cotidiano, contribuyeron a fomentar una interpretación academicista de la reflexión filosófica. Sin embargo, no puede negarse la importancia de esta corriente y los aportes originales de algunos de sus representantes, que contribuyeron a plantear una pregunta tan básica como frecuentemente olvidada: ¿qué queremos decir cuando decimos lo que decimos?

 Así, por ejemplo, la obra de George Moore, que desarrolló un método de análisis del lenguaje filosófico dirigido a defender el sentido común frente a las sofisticadas reflexiones del idealismo. Es también conocido en el campo de la ética por su descripción de la “falacia naturalista”: según Moore, el predicado “bueno” nombra una cualidad que no puede reducirse a otras (como se trata de hacer cuando se dice, por ejemplo, que “bueno” es “lo útil” o “lo que proporciona felicidad”). “Bueno” es una cualidad primaria, similar a “amarillo”, imposible de reducir a cualquier otro concepto sin cometer una falacia, es decir, un razonamiento tramposo.

Una reseña siquiera de los principales filósofos analíticos excedería los límites de este panorama. A modo de ejemplo, se puede mencionar al llamado “grupo de Oxford”, con autores como G. Ryle, J.L. Austin, P.F. Strawson, así como W. Quine, quizás el más importante analítico norteamericano.

No es extraño que la analítica del lenguaje se haya desarrollado fundamentalmente en Inglaterra y Estados Unidos, si recordamos que esta corriente es heredera del empirismo de Hume, esencialmente británico. De hecho, a lo largo de los últimos siglos la tradición empirista, anti-metafísica y pragmática, se ha cultivado más en países de habla inglesa, mientras que el pensamiento del continente europeo tiende más al idealismo y a ocuparse de problemas metafísicos y trascendentales. ¿Tendrá que ver con esto el tópico acerca del carácter práctico de los ingleses y norteamericanos frente a la tendencia más teórica y contemplativa de los otros europeos? En cualquier caso, la historia de la filosofía parece confirmarlo.

 

Filosofía de la ciencia

Nos referimos en este apartado a algunas teorías sobre el conocimiento científico que no están tan directamente vinculadas a la analítica del lenguaje como las que hemos mencionado en el caso de B. Russell y el Círculo de Viena, si bien ninguna de ellas es ajena a los problemas lingüísticos y lógicos que plantea la ciencia.

Karl Popper fue un crítico del Círculo de Viena, con el cual mantuvo algunas relaciones, pero del que discrepó sobre todo en lo que se refiere a la comprobación de las proposiciones científicas. Los miembros del Círculo, como todos los positivistas lógicos, afirmaban que el modo de saber si una afirmación científica es verdadera consiste en compararla, directa o indirectamente, con datos empíricos, es decir, que puedan percibirse por los sentidos; todo lo demás carece de significado. Popper piensa que este criterio lleva a muchos errores: el carácter científico de una afirmación no se demuestra por lo que afirma sino por la posibilidad que tenga de ser negada. Para que una proposición tenga carácter científico debe cumplir una condición: tiene que ser posible que los hechos empíricos la desmientan, es decir, tiene que arriesgarse a ser desmentida por los hechos. Por ejemplo: si yo afirmo, como lo hacía Leibniz, que el orden del mundo procede de una armonía que Dios ha establecido al crearlo, es imposible imaginar un hecho empírico que la desmienta (tampoco, por supuesto, que la confirme). La afirmación, por lo tanto, no es científica. Pero si afirmo que el calor dilata los metales, siempre cabría la posibilidad de que calentando un metal no se dilatara, lo cual “falsaría” la hipótesis. Esta afirmación, por lo tanto, se arriesga al someterse a la prueba de los hechos, cosa que no hace la primera. Y por consiguiente, una buena afirmación científica será aquella que, siendo falsable, no resulte falsada por los hechos. Dicho de otra manera: que aunque pueda ser desmentida, de hecho no lo sea. Este criterio se llama “principio de falsabilidad” y constituye la aportación más importante de Popper a la filosofía de las ciencias. Y de este principio se sigue el carácter provisional y abierto de la ciencia: el hecho de que una hipótesis científica no haya sido falsada hasta ahora no significa que no lo vaya a ser en el futuro, y, por lo tanto, la ciencia siempre trabaja con verdades provisionales.

Popper también dedicó una buena parte de su obra a la filosofía política, desarrollando una encendida defensa del liberalismo y una fuerte crítica al marxismo, al cual reprochaba precisamente el carácter no falsable de sus afirmaciones, así como su determinismo histórico.

Thomas Kuhn, norteamericano, analiza la ciencia desde otro punto de vista. En lugar de preguntarse, como Popper, acerca de las condiciones que debe reunir una afirmación para ser científica, Kuhn centra su atención en la historia de la ciencia. Según él, toda teoría científica surge dentro de lo que llama un paradigma, es decir, un conjunto de suposiciones y de creencias que no proceden de la ciencia misma, sino del momento histórico de que se trate. Un paradigma incluye muchos elementos distintos: creencias filosóficas y religiosas, necesidades sociales, métodos e instrumentos de trabajo disponibles, y todo aquello que contribuye a una determinada manera de ver el mundo. El científico trabaja, lo sepa o no, condicionado por este paradigma, el cual le hace ver los hechos que estudia desde un determinado punto de vista y no prestar atención a otros hechos que no encajan en el paradigma vigente. Se trabaja así dentro de lo que Kuhn llama una “ciencia normal”. Pero cuando se acumulan demasiados hechos que el paradigma es incapaz de explicar, llamados anomalías, el paradigma vigente estalla, se produce una revolución científica y surge un nuevo paradigma: ha nacido una nueva “ciencia normal”.

El ejemplo clásico de este proceso es el de la astronomía. En la antigüedad y la Edad Media se suponía que la tierra debía estar en el centro del universo, no porque la ciencia lo hubiera demostrado, sino porque se creía, por razones filosóficas y religiosas, que la dignidad del hombre exigía que éste ocupara el centro del universo. Se desarrolla dentro de este paradigma el modelo astronómico de Ptolomeo, del que hemos hablado antes, que es capaz de explicar de modo bastante satisfactorio los datos que observamos en el cielo. Este modelo, sin embargo, está plagado de anomalías, como el movimiento de los planetas, anomalías que Ptolomeo trata de explicar con razones tan ingeniosas como complicadas. Con estas correcciones el paradigma sobrevive durante muchos siglos. Habrá que esperar a la aparición del modelo heliocéntrico, gracias al trabajo de Copérnico, Galileo y Kepler, entre otros, para que un paradigma alternativo reemplace a la teoría geocéntrica antigua. Y recién entonces puede prestarse atención a algunos hechos que resultaban molestos para el paradigma ptolemaico, como la irregularidad de la superficie de la luna o la trayectoria de los cometas. Y conviene advertir que el término “revolución” que emplea Kuhn para explicar el cambio de paradigma, no resulta excesivo en este caso; que se lo pregunten a Galileo, a quien casi le cuesta la vida su defensa del heliocentrismo.

Aunque sin tanta espectacularidad, Kuhn sostiene que esta sucesión de revoluciones es una característica común a la historia de la ciencia: el progreso científico no es lineal y acumulativo sino que procede por saltos, en los cuales interviene activamente el contexto social y cultural de los distintos momentos históricos.

Paul Feyerabend va mucho más allá que Kuhn. Este filósofo austríaco afincado en Estados Unidos llegó a sostener un total “anarquismo epistemológico”. Según él, no existen criterios objetivos que permitan establecer fronteras claras entre la ciencia, el mito y cualquier otra forma de conocimiento, ni ningún argumento que demuestre la superioridad del conocimiento científico sobre otras formas de explicar la realidad, como las antiguas cosmologías religiosas. En particular, niega la existencia de cualquier regla válida para el método científico, mostrando que si algo existe de común en la historia de la ciencia es precisamente la ruptura de las reglas establecidas. De ahí una frase suya que luego se ha aplicado a otros temas: “todo vale”. De todo esto, Feyerabend saca la conclusión de que la ciencia y la razón deben abandonar sus aspiraciones a ser consideradas formas superiores y objetivas de explicar la realidad: la libertad humana debe sacudir cualquier norma que la constriña y desarrollar su actividad creativa sin atenerse a ningún tipo de reglas, ni siquiera las reglas libertarias.

 

El estructuralismo

Como en el caso del existencialismo, el estructuralismo constituye una corriente de pensamiento muy difícil de definir. Y también comparte con aquel esa curiosa característica de que muchos de sus autores más representativos se niegan a ser incluidos entre los estructuralistas, como es el caso de Michel Foucault. Generalizando quizá en exceso, puede decirse que el estructuralismo consiste en postular una interpretación de la realidad opuesta a la que defiende el atomismo. Los atomistas afirman que toda realidad compleja puede descomponerse en elementos simples, de modo que no es otra cosa que el agregado de unidades elementales que ya no pueden dividirse más. Recordemos la teoría del conocimiento de Hume: las más complicadas de nuestras ideas tienen su origen en impresiones simples que recibimos de nuestros sentidos. Y las que no pueden descomponerse en estas impresiones no merecen el nombre de conocimientos.

Un estructuralista seguiría el camino inverso. Una estructura es una totalidad en la cual el todo no es la mera suma de las partes y cada parte sólo es lo que es dentro de la estructura. Se ha citado a Aristóteles como uno de los antecedentes del estructuralismo. Quizás se trate de una exageración, pero uno de sus ejemplos ilustra claramente esta idea: una mano sólo es una mano cuando forma parte de la totalidad que es el cuerpo; una mano muerta puede recibir el mismo nombre, pero ya no será una mano. Del mismo modo que un hombre sólo es hombre dentro de la comunidad social, que en este sentido es anterior al individuo. En ambos caso es la totalidad la que define a la parte, y esa totalidad no es una “cosa” que se forme por una mera suma de elementos  sino un conjunto de relaciones.

El lenguaje constituye el modelo de referencia de todas las estructuras: desde un hormiguero hasta una comunidad política, pasando por las reglas de tráfico y las relaciones familiares, son sistemas que tienen en común estructuras similares a las estructuras del lenguaje, de modo que los modelos que se utilizan para analizarlos siguen esquemas lingüísticos. De ahí que la corriente estructuralista se inicie con la gramática estructural de Ferdinand de Saussure, y de ahí en adelante este modelo se extienda a los más diversos campos: Lévi-Strauss lo aplica a la antropología, Jacques Lacan al psicoanálisis, Louis Althusser al marxismo, Roland Barthes a la semiología y la crítica literaria y Michel Foucault a la filosofía. Una de las consecuencias más significativas para el pensamiento filosófico consiste en la eliminación por parte de algunos estructuralistas, como Foucault y Althusser, del hombre como sujeto: el ser humano ya no es considerado como individuo, como sujeto autónomo de decisiones personales, sino más bien como un cruce de coordenadas, como el resultado de estructuras que ellos mismo no controlan ni producen. “El hombre –dice Foucault- es una invención cuya reciente fecha es fácilmente mostrada por la arqueología de nuestro pensamiento. Y con ello se muestra acaso su fin.” Se trata de “la muerte del hombre”.

 

Los marxismos

Un sociólogo norteamericano, Wright Mills,  escribió la siguiente frase: “Nadie que no se adentre a fondo en las ideas del marxismo puede ser un científico social competente; nadie que crea que el marxismo ha dicho la última palabra puede serlo tampoco”. Como todo gran sistema de pensamiento, la obra de Marx ha provocado una gran variedad de interpretaciones. Y quizás la razón última de esta variedad haya que buscarla precisamente en el carácter abierto de su pensamiento, que ha resistido a muchos intentos de convertirlo en un dogma cerrado y definitivo. Durante el siglo XX se suceden varios intentos de interpretar el marxismo a la luz de  otras corrientes de pensamiento, como el estructuralismo (Althusser), el humanismo (Gramsci), el psicoanálisis (Fromm), el existencialismo (Sartre) y la teoría crítica (Escuela de Frankfurt). Empezaremos por esta última, algunos de cuyos herederos aún están activos.

 

El marxismo de la escuela de Frankfurt

Después de la segunda guerra mundial se crea en Frankfurt un instituto de estudios que reunió a un grupo de filósofos de formación marxista como Max Horkheimer, Theodor Adorno, Walter Benjamín y Herbert Marcuse, conocido más adelante como la Escuela de Frankfurt. Las interpretaciones del marxismo de los frankfurtianos difieren en muchos puntos, pues responden a la influencia que han tenido en ellos otras corrientes de pensamiento, como el psicoanálisis, el neopositivismo o la fenomenología,  de modo que no resulta fácil de decidir la pertenencia de algunos de ellos a la Escuela. De hecho, al principal heredero actual de esa corriente, Jürgen Habermas, algunos le niegan cualquier continuidad con el marxismo. Sin embargo, puede encontrarse un talante común en ellos, que podría definirse como el desarrollo de un marxismo crítico. Los filósofos de la escuela de Frankfurt comparten el rechazo de la pretendida ortodoxia marxista, que tiende a convertir el pensamiento de Marx en un dogma definitivo y cerrado. La apertura a otras corrientes de pensamiento y sobre todo la crítica de la sociedad, desde la perspectiva de un futuro que asume el pensamiento de Marx pero sin convertirlo en un sistema definitivo ni negar los aportes que provienen de otros campos, puede señalarse como una tendencia común a los miembros de la Escuela. Es especialmente conocida la crítica de Horkheimer a la llamada “razón instrumental” que domina la actual cultura tecnológica: la razón, que debía funcionar como motor de la emancipación del género humano, se ha convertido en un mero instrumento al servicio del dominio de la naturaleza y la explotación de los hombres, lo que lleva al “eclipse de la razón”. Habermas, por su parte, plantea la crítica a la sociedad desde una ética de raíz kantiana que incorpora elementos de las actuales teorías del lenguaje.

 

El marxismo estructuralista: Althusser

Aunque él mismo no se reconoce como estructuralista, Louis Althusser desarrolla una interpretación de la obra de Marx utilizando muchos elementos de esta corriente de pensamiento. Una de sus ideas centrales consiste en el rechazo del “humanismo marxista”: el marxismo no es una ideología sino una ciencia, que Marx ha desarrollado en su etapa madura de El Capital, una vez superada la influencia hegeliana que aparece en sus primeras obras. La tarea que le resta al marxismo consiste en desarrollar los fundamentos de esta ciencia, eliminando todos los residuos humanistas, éticos y voluntaristas que aparecen en el joven Marx, antes de lo que él llama el “corte epistemológico” que inicia el paso a su etapa científica.

 

El marxismo humanista: Gramsci

Antonio Gramsci, por el contrario, se plantea la vieja pregunta ¿qué es el hombre? reconvirtiéndola en ¿qué puede llegar a ser el hombre?, para afirmar que somos hacedores de nosotros mismos, si bien situados en un contexto sociohistórico determinado, que se resiste a cualquier intento de reducirlo a leyes definitivamente establecidas. Con este planteamiento humanista pretende criticar el dogmatismo materialista de la interpretación oficial del marxismo en la Unión Soviética y su explicación de la historia por la aplicación mecánica del determinismo económico. Sin renunciar al materialismo marxista, Gramsci reivindica ciertas tesis del idealismo hegeliano, como la categoría de autoconciencia, que habían sido expulsadas del marxismo en nombre de un materialismo dogmático, más cercano, en su opinión, a la religión y a la metafísica que a la filosofía de la praxis.

 

Marxismo y psicoanálisis: Fromm

A Erich Fromm se le cita a veces como uno de los miembros de la escuela de Frankfurt, si bien su formación religiosa, su preocupación ética y sobre todo la interpretación social del psicoanálisis de Freud se distancian  bastante de las preocupaciones de la escuela. Su postura podría describirse como un humanismo psicoanalítico de enfoque marxista. Por ejemplo, sus estudios de los mecanismos que llevan al hombre moderno a huir de la libertad tratan de sintetizar la teoría marxista de la alienación con el instinto de muerte de que habla Freud, superando así el enfoque individualista del psicoanálisis. Sus trabajos tienen el mérito de relacionar el pensamiento de dos de los llamados “maestros de la sospecha” (el tercero es Nietzsche): Marx y Freud, desde supuestos muy distintos, basan su obra en la sospecha de que detrás de los hechos (sociales o psíquicos, según el caso) se ocultan las verdaderas causas que permanecen ocultas por la presión de intereses (también sociales o psíquicos) que se resisten a sacarlas a la luz. Desde este punto de vista Fromm “socializa” a Freud y “psicologiza” a Marx, en una síntesis interesante.

 

Y otros marxismos

La influencia del marxismo no se agota en las corrientes mencionadas, en las que hemos atendido a las interpretaciones que podríamos llamar más “académicas” y a las que podría añadirse la última etapa de la obra de Sartre, con su Crítica de la razón dialéctica, en la cual trata de articular su existencialismo con la filosofía marxista, o la obra de Ernst Bloch, con su reivindicación de la utopía y la esperanza en la historia, así como otras lecturas del marxismo, algunas de las cuales se arrogan el mérito de recuperar el pensamiento auténtico de Marx.

A estas corrientes habría que agregar aquellas interpretaciones más “prácticas” (aunque no por ello carentes de base teórica) a las que hemos aludido al tratar el marxismo. Por ejemplo, el marxismo-leninismo que defendieron las autoridades de la desaparecida Unión Soviética, frecuentemente -y abusivamente- llamado “marxismo ortodoxo”; la teoría de la revolución permanente de León Trotsky, de enorme influencia en movimientos revolucionarios del Tercer Mundo; el marxismo crítico de Rosa Luxemburgo, el eurocomunismo, que propone la renuncia a los aportes leninistas que se refieren a la dictadura del proletariado, integrando el marxismo en las democracias occidentales; el comunismo chino, doctrinariamente desarrollado por Mao Tsedong y otras variantes más locales.

Especial interés tuvo el diálogo entre marxismo y cristianismo que se estableció a partir de mediados del siglo XX, sobre todo en el marco de lo que se ha llamado “Teología de la Liberación”, desarrollada principalmente en América Latina. Los teólogos de esta corriente asumen la crítica de Marx a la religión, pero la limitan a un tipo de religión alienante que deforma el verdadero mensaje de Cristo, poniéndolo al servicio de la opresión de las clases populares. Según ellos, el cristianismo contiene un mensaje de liberación que no se limita al ámbito espiritual y trascendente sino que implica la superación de las situaciones de injusticia y explotación en la tierra y que encuentra en el marxismo un programa y unos métodos eficaces. Desde este punto de vista, el ateísmo no constituye una postura esencial del marxismo, que sería compatible con la fe religiosa, a condición de revisar esta última.

 

La Filosofía en América

Las raíces de la Filosofía son europeas. Como hemos dicho al principio, esto no significa que no exista pensamiento en otros continentes ni que el modo europeo de pensar la realidad sea superior al que existe fuera de Europa. Ni tampoco que no hayan existidos filósofos importantes de otras culturas: basta pensar en la filosofía islámica y hebrea, con representantes del nivel de Avicena, Averroes y Maimónides, por ejemplo. Se puede discutir la conveniencia de aplicar el término “filosofía” al pensamiento de culturas como la hindú, la china o la japonesa o si es preferible reservar el término para el desarrollo del modo de pensar que surge en la Grecia clásica. Probablemente este problema terminológico no sea importante, siempre que se evite la tentación etnocéntrica de jerarquizar el valor de la obra por el lugar en el que surge.

Pero el caso del continente americano requiere un tratamiento aparte. Su cultura proviene de Europa, pero las condiciones en que se desarrolla su historia son distintas, y eso hace que la filosofía heredada del continente europeo adquiera características peculiares. Y estas características difieren bastante entre la América de habla inglesa y América Latina.

En los Estados Unidos (en adelante hablaremos de “filosofía norteamericana”, aunque el término no sea geográficamente correcto) el empirismo inglés ha dejado una marca indeleble, como hemos dicho antes. Salvando excepciones, la filosofía norteamericana conserva la impronta empirista, que adopta diversas variantes, como el pragmatismo iniciado por Peirce y James  que ha tenido continuadores hasta el momento actual, el instrumentalismo de Dewey y sobre todo la filosofía analítica del lenguaje. En general, la filosofía norteamericana, aun desarrollando caracteres propios, se ha integrado en la filosofía europea, y pueden encontrarse en Estados Unidos (y también en Canadá) pensadores de casi cualquiera de las tendencias filosóficas de Europa, algunos de los cuales hemos mencionado antes. Últimamente han surgido de Norteamérica algunas ideas importantes sobre filosofía social y política, como las propuestas de Rawls o los estudios de Agnes Heller, de origen húngaro.

No sucede lo mismo en América Latina. Sobre todo en México y Argentina, que han sido los dos países de mayor movimiento filosófico, se han enfrentado dos tendencias claramente distintas. Una de ellas, más académica, se identifica con el pensamiento europeo: la fenomenología, la filosofía de las ciencias, el estructuralismo, la filosofía analítica, el existencialismo, tienen representantes cuyo aporte no siempre ha sido reconocido fuera de sus fronteras.  Pero frente a estas corrientes surge en Latinoamérica otro tipo de filosofía, que reivindica la existencia de un pensamiento específicamente latinoamericano frente al colonialismo cultural proveniente de Europa y Norteamérica. Estos movimientos intentan recuperar para la filosofía la tradición indígena y popular del continente, elaborando un discurso sobre bases distintas de los supuestos sobre los que se basa el pensamiento europeo,  reemplazando, por ejemplo, los mitos griegos por las leyendas de los indios de América. Ideológicamente esta filosofía incluye tendencias muy diversas, que van desde enfoques claramente marxistas a posturas cristianas que siguen de cerca la Teología de la Liberación, sin que falten algunas que reivindican un nacionalismo de corte fascista.

 

La posmodernidad

La historia se acelera cada vez más y ya faltan nombres para denominar las últimas etapas: hasta las llamadas “edad moderna” y “edad contemporánea” se han quedado antiguas. Al menos, eso es lo que piensan algunos autores que, a falta de un nombre mejor, se han llamado “posmodernos”, aunque, como ya hemos visto en otras ocasiones, muchos de los filósofos que se suelen incluir bajo ese rótulo se niegan a aceptarlo. La reflexión sobre la posmodernidad parte del supuesto de que las ideas sobre las cuales se basó la Ilustración del siglo XVIII y que fundaron la época moderna  han perdido vigencia. En particular, ha muerto la razón ilustrada y sus grandes síntesis filosóficas, como los sistemas de Kant y de Hegel. Nuestra época carece de fundamentos metafísicos, como la idea de Dios o de Razón; han desaparecido lo que Lyotard llama “metarrelatos”, es decir, esas grandes historias de la Humanidad sobre las cuales se inscriben, como una parte  de ellas, nuestras pequeñas historias individuales. Por ejemplo, la Historia de la Salvación en el cristianismo, que tiene un comienzo (la creación del mundo) y un término (el Juicio Final) entre los cuales un Dios providente envía a su Hijo a la tierra y conduce el curso de la historia. Para el cristiano, su vida personal forma parte de esa historia, de la cual recibe su sentido. Algo parecido podría decirse de otros metarrelatos, como la utopía marxista que espera el advenimiento de la sociedad sin clases o la religión de la ciencia que postulaba Comte, y sobre todo del relato secularizado de la Razón ilustrada, aquel en nombre del cual Kant aspiraba al “reino de los fines en sí” y a “la paz perpetua”.

La posmodernidad significa que han caído esos metarrelatos y que el hombre asume una vida carente de cualquier fundamento que vaya más allá de su existencia concreta. Pero, a diferencia de lo que pudo haber sucedido en el existencialismo de posguerra, esta muerte del fundamento no es vivida de manera trágica: no se echa de menos el fundamento perdido, y se desarrolla una cultura de la fragmentación, un nuevo politeísmo que en ocasiones sigue la divisa que Feyerabend aplicaba a la ciencia: “todo vale”.

G. Lipovetsky ha titulado uno de sus libros sobre la posmodernidad La era del vacío, un título similar al que utiliza  M. Berman, citando una frase de Marx: Todo lo sólido se desvanece en el aire. J. Baudrillard, por su parte, en Cultura y simulacro, interpreta ese vaciamiento posmoderno como la creación de espacios de lo que él llama “hiperrealidad”: la realidad es suplantada por signos detrás de los cuales no hay nada, por espectáculos que no muestran nada y producen su propio contenido. Piénsese, por ejemplo, en la suplantación del héroe antiguo, conocido por sus hazañas, por el “famoso” de turno: la fama se la debe precisamente al vacío que le define.

Pero no habría que quedarse en estos fenómenos frívolos y superficiales del vacío posmoderno. La ausencia de fundamentos, que constituye la esencia de los tiempos posmodernos, admite muchas lecturas. Y una de ellas fue anunciada por Nietzsche mucho antes de que sucediera. Recordemos que la “muerte de Dios” no se refería sólo al Dios cristiano sino a cualquier fundamento que pretendiera ocupar su lugar. Heidegger, por su parte, anunciaba el fin de la metafísica como la fascinación por el ente, para dejar lugar a la revelación del ser que sólo se manifiesta desde la experiencia de la nada. Ambos anuncios son diferentes y en algún sentido contradictorios, pero tienen en común su profecía de una nueva época: la muerte de Dios y la muerte del ente dejan al hombre solo ante un vacío en medio del cual  debe acostumbrarse a vivir, aceptando que el relato de su vida no forma parte de un gran metarrelato que le asegure su sentido.

El filósofo italiano Gianni Vattimo, pretende extraer las consecuencias de lo que él llama “pensar después de Nietzsche y de Heidegger” y propone asumir un “pensamiento débil”: según él, sólo queda abierto a la razón un campo fragmentario y discontinuo, privado de certezas absolutas y realizado “a media luz”. “Los que participan en el debate filosófico –dice Vattimo- coinciden hoy, al menos, en un punto: no admiten una fundamentación única, última, normativa”. Desde supuestos distintos, que provienen de la tradición pragmatista, el filósofo norteamericano Richard Rorty propone también una función modesta de la filosofía: el filósofo debe ser el “intermediario socrático” que ayude a “seguir la conversación”, buscando acuerdos flexibles y provisionales antes que perseguir una verdad inalcanzable.

La filosofía se convierte así en hermenéutica, es decir, en el  “arte de la interpretación”, abandonando su pretensión de ser el “arte del descubrimiento”, ya que no hay nada que descubrir una vez desaparecidos todos los absolutos: la verdad no se descubre, se construye. Se trata ahora de interpretar signos pero sin pretender encontrar la verdad detrás de ellos. La hermenéutica de H.G. Gadamer, intenta superar este relativismo desarrollando un método interpretativo que trata de armonizar la tradición con el presente a través de lo que él llama un “círculo hermenéutico” que convierte los textos del pasado en nuestros contemporáneos. J. Derrida, por su parte, intentará perseguir los cortes, las discontinuidades, las diferencias que existen en la historia del pensamiento: hay que renunciar de una vez a que la palabra sea la huella de “algo”. El lenguaje se disuelve en una multitud de juegos diferentes: buscar continuidades y coherencia equivale a forzar los textos, ya que el discurso es “un golpe de dados”, una “estrategia sin objetivos”. La tarea de la Filosofía consiste en la “deconstrucción” del lenguaje filosófico.

En cualquier caso, y más allá de las diferencias entre estos pocos autores que hemos escogido como representativos de eso que se ha llamado “posmodernidad”, quizás pueda encontrarse un rasgo común en todos ellos. Y este rasgo consiste en suponer que detrás del lenguaje filosófico -la Filosofía no es otra cosa que lenguaje- no hay que buscar un referente sólido que las palabras traten de expresar. Hay que aceptar ese vacío y dedicarse a desarrollar juegos de lenguaje que expresen nuestra situación en el mundo renunciando a ese concepto de verdad que la Filosofía ha perseguido durante siglos.

Quedan por ver las consecuencias de este “pensamiento débil” en el campo de la ética. Algunos autores, como Vattimo y Rorty, señalan el valor positivo que tiene para las relaciones humanas la desaparición de esas verdades absolutas escritas con mayúsculas en cuyo nombre se han sacrificado muchos hombres de carne y hueso, como la idea de Religión, de Raza, de Patria o de Razón y Progreso. Por otra parte, y sin negar lo anterior, cabe la sospecha de que esta civilizada tolerancia posmoderna sea más apta para fundamentar una ética “de los que están sentados a la mesa” que para enfrentar el mayor problema de la humanidad en este siglo XXI: la exclusión de la historia de continentes enteros y el creciente aumento de las desigualdades entre los hombres. El problema actual de la ética no consiste tanto en las reglas del diálogo sino en las relaciones con aquellos que no están en condiciones de dialogar: no se trata tanto de “seguir la conversación” sino de incorporar a ella a más de la mitad del género humano.

 

Final ético

Muchas veces se ha anunciado el fin de la Filosofía, a veces como una exigencia teórica del mismo pensamiento filosófico y otras como el resultado del desarrollo de otras disciplinas que han ocupado paulatinamente su espacio, como es el caso de las ciencias. Sin embargo, a pesar de -o gracias a- la fragmentación del pensamiento filosófico de estos últimos años, no parece disminuir la necesidad de interpretar filosóficamente este mundo en que vivimos, aunque hoy resulte imposible reeditar esas grandes síntesis de siglos anteriores.

 En particular, la ética y la filosofía política parecen gozar hoy de buena salud: se escribe mucho sobre filosofía moral y política, se convocan congresos sobre el tema, se discuten propuestas. Y no es extraño: como ya sucedió en otras épocas (véase lo que dijimos al hablar del helenismo) en las épocas críticas, cuando los fundamentos de la cultura son cuestionados, los grandes sistemas metafísicos dejan paso a la única pregunta que el hombre no puede evitar: ¿qué debo hacer? Y de eso se ocupa la ética y la política, como ya había dicho Aristóteles.

Sería tema de otro ensayo describir los diferentes caminos que ha tomado la filosofía práctica en estos últimos años, algunos de los cuales hemos mencionado antes. Han proliferado los “ismos”: intuicionismos, emotivismos, decisionismos, pragmatismos, utilitarismos. Cada uno de los cuales pretende buscar las razones por las cuales el ser humano es el único animal que necesita reflexionar sobre su conducta, justificar lo que hace. Algunas respuestas clásicas han renacido, para escándalo de posmodernos, como la filosofía moral de Kant o incluso el eudemonismo de Aristóteles. En cualquier caso, puede pensarse que este es un signo de salud de la Filosofía: decía Nietzsche que “las intenciones morales (o inmorales) forman el germen verdadero de donde nace la planta completa”, es decir, que la ética constituye la parte de la filosofía de la que surge todo su entramado teórico. A lo largo de este paseo por la historia, he tratado de mostrar que no puede entenderse el pensamiento de un autor sin tener en cuenta su respuesta práctica al mundo en que le ha tocado vivir, es decir, su moral. Por eso, ese interés actual por la filosofía moral y política muestra quizás que el pensamiento busca la raíz de toda teoría, aunque lo haga de modo confuso y tentativo, como corresponde a estos tiempos fragmentarios. Y quizás sea esta una oportunidad positiva que ofrece la posmodernidad: al librarnos de esos fundamentos abstractos que justificaron tantas éticas opresivas  aparece un espacio libre para una ética que permita el protagonismo del ser humano concreto.

Decía Heidegger que el ser es “lo más digno de ser pensado”. Creo que se equivocaba. Lo más digno de ser pensado es el ser humano de carne y hueso y sus relaciones con los demás seres humanos. Y el problema mayor con el que se enfrenta la Filosofía de este comienzo de siglo es el hecho de que las relaciones sociales están fundadas sobre criterios que niegan una de las características fundamentales de la razón humana, es decir, de la Filosofía: su universalidad. Este pobre planeta está cada vez más dividido entre una minoría a la cual pertenecemos y millones de personas cuya única expectativa es la de sobrevivir.

Por supuesto que no será la Filosofía quien resuelva este problema. Pero si el pensamiento debe dirigirse, como quería Husserl “a las cosas mismas” deberá enfrentarse con este tema, comparadas con el cual todas las otras cuestiones resultan frívolas. Pero este es otro tema.


BIBLIOGRAFÍA COMENTADA

El recorrido que acabamos de hacer sólo pretende presentar al lector unos pocos ejemplos de lo que ha sido la historia del pensamiento filosófico en occidente. Quedan, muchos nombres fuera de esta selección y muchas ideas fuera del resumen que hemos hecho de los autores tratados, ya que se trata de una selección subjetiva e injusta, como hemos advertido al comienzo. Pero quizás estas presentaciones hayan despertado la curiosidad de acercarse a algunas de esas obras: en ese caso lo mejor será acudir directamente a lo que han escrito los autores antes que a comentarios acerca de ellos. Podemos garantizar que cualquiera de los libros citados merece nuestra atención, aunque no todos las que la merecen figuren aquí. Como no siempre el lenguaje que utilizan es asequible en un primer intento, ofrecemos algunas sugerencias que pueden orientar en su lectura.

Los orígenes.

Ya se ha dicho que no se conservan obras de los llamados presocráticos. Lo poco que sabemos de ellos proviene de fragmentos citados por autores posteriores. Una buena selección es la siguiente: De Tales a Demócrito, fragmentos presocráticos, Introducción, traducción y notas de Alberto Bernabé, Alianza, Madrid, 1988.

Sobre los sofistas puede consultarse Los sofistas, testimonios y fragmentos, Prólogo, traducción y notas de Antonio Melero, Gredos, Madrid, 1996.

Platón.

La obra de Platón es inmensa y puede leerse casi cualquiera de sus obras, construidas en forma de diálogos uno de cuyos interlocutores casi siempre es su maestro Sócrates. Su interpretación no suele ser fácil, pero su lenguaje poético y sus escasos tecnicismos hacen posible un primer acercamiento directo. Algunas sugerencias: La Apología de Sócrates narra el juicio al que fue sometido su maestro y la condena final. El Fedón relata los últimos momentos de Sócrates en la cárcel y su ejecución. El Menón desarrolla el método socrático de búsqueda de la verdad. La República explica su utopía política: es una obra más extensa y algo más técnica que las anteriores.

Existen numerosas ediciones de los Diálogos. Son recomendables, en particular los de la Editorial Gredos, de Madrid.

Aristóteles.

Sus obras son mucho más técnicas y áridas que las de Platón. Para un primer acercamiento conviene prescindir de sus obras más teóricas (como la Metafísica o Las Categorías) y empezar por las de filosofía práctica, como la Ética a Nicómaco  (o Ética Nicomaquea), la Ética a Eudemo (o Ética eudemia) y la Política. Existen muchas versiones; también en este caso, las editadas por Gredos, Madrid, son muy recomendables.

Filosofía helenística.

La Carta a Meneceo, de Epicuro puede leerse con facilidad y es una breve y excelente presentación del epicureísmo. Existe una edición de las Obras de Epicuro realizada por Montserrat Jufresa, publicada por Tecnos, Madrid, 1991.

Para el pensamiento estoico se puede leer alguna obra de Séneca, como Sobre la felicidad; Sobre la brevedad de la vida, Edaf, Madrid, 1997.

Filosofía cristiana.

Las Confesiones de San Agustín (Alianza, Madrid, 1990) es una excelente autobiografía del autor, que une la reflexión filosófica y teológica con el relato de una vida interesante y una sensibilidad que en ocasiones se adelanta a su tiempo.

Con Santo Tomás de Aquino sucede algo similar a lo que ocurre con Aristóteles: su lenguaje excesivamente técnico hace difícil una primera lectura. De todos modos, si alguien se atreve, su Suma de Teología, publicada por la Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2004, es una obra fundamental del pensamiento cristiano, 

Renacimiento.

Como hemos dicho antes, el Discurso sobre la dignidad del hombre, de Giovanni Pico della Mirándola (publicado por PPU, Barcelona, 2002) constituye una notable síntesis del pensamiento renacentista.

También se puede leer la Utopía de Tomás Moro (Alianza, Madrid, 1993) que describe una sociedad ideal tal como él la imagina. Y un enfoque muy distinto sobre la sociedad y la política es el que presenta Maquiavelo en su Príncipe (Alianza, Madrid, 1981).

Descartes.

Utiliza un lenguaje claro y directo que hace posible un primer acercamiento a su filosofía, aun cuando sus implicaciones estén lejos de ser sencillas. Se pueden leer, por ejemplo, el Discurso del método y las Meditaciones metafísicas, publicadas juntas por Espasa Calpe, Madrid, 2003.

Locke.

Su Tratado sobre la tolerancia (Tecnos, Madrid, 1991) merece ser leído como uno de los primeros testimonios en defensa de una religión ilustrada, si bien su tolerancia no llega a aceptar el ateísmo. 

Hume.

Los autores de habla inglesa suelen utilizar un lenguaje muy concreto, que facilita su lectura. Existe una Antología de textos de Hume, publicada por Ediciones 62, Barcelona, 1986. 

Rousseau.

Se puede comenzar con su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, publicado junto con otros textos por Tecnos, Madrid, 2001 y seguir con El contrato social, algo más técnico, del cual hay muchas ediciones, como la de Espasa Calpe, Madrid, 2004. 

Kant.

Sucede con él lo mismo que con Aristóteles. Sus obras teóricas, como la Crítica de la razón pura, son de difícil lectura. Conviene empezar por las de filosofía moral y política, que, aunque no son fáciles, admiten una lectura menos técnica, como la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Espasa Calpe, Madrid, 2004), la Crítica de la razón práctica (Alianza, Madrid, 2000) y una colección de ensayos breves reunidos bajo el título de Filosofía de la Historia, publicado por el Fondo de Cultura Económica, México-Madrid-Buenos Aires, 1985. 

Hegel.

Hegel goza de una fama, justamente conseguida, de ser uno de los autores más oscuros de la Historia de la Filosofía. Uno de los libros clave para entender su pensamiento es la Fenomenología del Espíritu, del cual existen en castellano varias ediciones. Pero su lectura exige una preparación previa que hace muy difícil acceder directamente a él. Convendría comenzar con las dos introducciones (general y especial) de su obra Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, en la edición abreviada publicada por Tecnos, Madrid, 2005, que tiene la ventaja de basarse en lecciones magistrales y conservar por tanto un lenguaje más directo. Y si el lector se atreve con el resto de la obra, que incluye sus estudios sobre el mundo griego y romano, tanto mejor. 

Marx.

La obra fundamental de Marx, El Capital, es de difícil lectura y trata más de economía política que de Filosofía. De sus obras de juventud, donde desarrolla sus reflexiones filosóficas, conviene leer los Manuscritos de Economía y Filosofía (Alianza, Madrid, 2005): si bien no son de lectura muy fácil, contienen páginas interesantes para comprender su pensamiento posterior. Y para una visión más general del marxismo, el Manifiesto Comunista, de Marx y Engels, del cual existen muchas versiones, por ejemplo la de Editorial Crítica, Barcelona, 1998. También existe una Antología de textos de Marx, publicada por Jacobo Muñoz (Península, Barcelona, 1988). 

Comte.

Su Discurso sobre el espíritu positivo, publicado en Alianza, Madrid, 2000 es de fácil lectura y un buen resumen de su pensamiento. 

Schopenhauer.

Su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación es una obra densa y extensa, poco adecuada para un primer acercamiento a su obra. Más asequible, aunque no fácil, es Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo XXI, Madrid, 1993. 

Nietzsche.

Su brillante estilo literario puede producir una falsa impresión de claridad: el pensamiento de Nietzsche es de difícil interpretación. Si se prefiere entrar de lleno en uno de sus libros más enigmáticos se puede leer Así habló Zaratustra. Menos oscuro es La genealogía de la moral o El Anticristo. Existen muchas ediciones de su obra. Son recomendables, entre otras, las de Editorial Alianza. 

Husserl.

No es un autor fácil, pero puede leerse La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Crítica, Barcelona, 1991, que además de una exposición de la fenomenología incluye su visión del momento cultural que vive Europa en su tiempo. 

Heidegger.

Sus obras más importantes, como Ser y tiempo, son de muy difícil lectura. Más asequible, aunque no fácil, es su Carta sobre el humanismo, Alianza, Madrid, 2004, donde resume el pensamiento de lo que se ha llamado “el último Heidegger”. También es recomendable ¿Qué es la Filosofía?, Herder, Barcelona, 2004. Ambas obras son ensayos muy breves. 

Sastre.

Un breve y claro resumen de su existencialismo, lo expone en su libro El Existencialismo es un Humanismo, publicado por Edhasa, Madrid, 1992. 

Ortega y Gasset.

Su estilo literario es claro y elegante (Ortega decía que la claridad es la cortesía del filósofo), lo que hace posible acceder a la mayoría de sus obras. Como iniciación, son excelentes las lecciones reunidas bajo el título ¿Qué es Filosofía? Existen varias ediciones, como la de Espasa Calpe, Madrid, 2005. 

Wittgenstein.

Sus obras fundamentales, como el Tractatus lógico-philosophicus y las Investigaciones filosóficas, son muy técnicas y de difícil lectura. Editorial Paidós (Barcelona, 1995) ha publicado una breve Conferencia sobre ética que puede dar una idea de su pensamiento en un lenguaje muy asequible. 

Russell.

Como resulta frecuente en los autores de habla inglesa, su lenguaje es muy claro. Puede leerse, por ejemplo, Los problemas de la Filosofía, Labor, Barcelona, 1970. 

Popper.

Sus obras acerca de la Filosofía de las Ciencias son bastante técnicas, como Los dos problemas fundamentales de la epistemología, Tecnos, Madrid, 1998. Sobre su defensa del liberalismo político puede leerse La sociedad abierta y sus enemigos, Paidos, Barcelona, 1994. 

Kuhn.

La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2005 es un buen resumen de su aporte a la Filosofía de las Ciencias que no requiere para ser leído de conocimientos científicos especiales.  

Foucault.

Como suele suceder con los autores estructuralistas y post estructuralistas, su estilo literario es decididamente complicado y oscuro. Pero sus obras, en particular Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, 2005 son importantes para comprender el pensamiento del siglo XX. 

La escuela de Frankfurt.

Algunas obras básicas son muy densas y de difícil lectura, como la Dialéctica de la Ilustración, de Horkheimer y Adorno, publicada por Trotta, Madrid, 1994. Más asequible es El hombre unidimensional, de Marcuse, Ariel, Barcelona, 2005 y sobre todo El miedo a la libertad, de Erich Fromm, publicado por Paidos Ibérica, Barcelona, 1998. Las obras de Habermas, considerado por algunos como continuador de la Escuela, son bastante difíciles de leer, como Conciencia moral y acción comunicativa, Península, Barcelona, 1998. 

Filosofía americana.

Como ejemplo de la llamada “Filosofía de la Liberación” latinoamericana, puede leerse Ética de la liberación en la edad de la globalización y de la exclusión, de Enrique Dussel, publicado por Trotta, Madrid, 1998.

También Filosofías para la liberación ¿liberación del filosofar?, de Horacio Cerutti Guldberg, Universidad Autónoma del estado de México, 1997. 

La posmodernidad.

Uno de los libros que abrieron el debate sobre el tema es La condición posmoderna, de Francois Lyotard (Altaya, Barcelona, 1999). También puede consultarse El pensamiento débil, de Gianni Vattimo (Cátedra, Madrid, 1988) y La filosofía y el espejo de la naturaleza, de Richard Rorty (Cátedra, Madrid, 1989), una buena síntesis del pragmatismo norteamericano. Ninguno de ellos presenta dificultades especiales para su lectura. 

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