GLOBALIZACIÓN E IDENTIDAD LATINOAMERICANA

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Yamandú Acosta

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1. Una globalización homogeneizante y fragmentante.

«Globalización», «homogeneización» y «fragmentación» son palabras que marcan presencia en el nuevo juego de lenguaje con que las ciencias sociales y los estudios culturales proceden a describir, explicar y evaluar la escena sociocultural que presenta hoy el mundo.

La globalización es un estado o una tendencia fuerte en la sociedad y la cultura contemporáneas. Afecta la vida en su condición de posibilidad, y a la vida humana en la producción, el consumo y la comunicación, en tanto modos específicos de su reproducción. Parece ya instalada y se percibe como inevitable, algo así como «ser o no ser»: globalizarse o perecer. La globalización se presenta como promesa de vida, pero, en la forma como ella está planteada puede ser al mismo tiempo una amenaza no intencional «global» de muerte (Hinkelammert, 1995). Tal la paradoja del determinismo sistémico imperante en este fin de siglo (Hinkelammert, 1996). Si la globalización es tendencial, estructural e inevitable, ella debe ser discernida y reformulada en la modalidad de su procesamiento por los actores conscientes que quieran y puedan hacerlo. Dado que el mercado es globalizador e inevitable, se puede ganar en dirección a la promesa y conjurar la amenaza, liberándolo de la sobredeterminación de su articulación neoliberal como la única posible (García Canclini, 1995; Hinkelammert, 1995).

Aceptemos que la globalización es expresión posmoderna (Jameson, 1992) y poscapitalista (Druker, 1994) de las tendencias que, instaladas desde los inicios de la modernidad y el capitalismo, se sobredeterminan en la articulación del capitalismo tardío. Ello indica que la sociedad y la cultura actuales no se ubican más allá de tales procesos, sino que en ellas alcanzan su perfil último.

La «homogeneización» y la «fragmentación» son los efectos paradójicos de la «globalización» planetaria; se presentan como los polos opuestos y complementarios, oscilando entre los cuales se expresa tendencialmente el desdibujamiento y colapso posible de las identidades tradicionales. Los mecanismos por los que la «globalización» opera estos efectos son la «desterritorialización» y la «deshistorización» (García Canclini, 1995), que afectan a los parámetros fundantes de toda identidad real o posible. Espacio y tiempo, condiciones trascendentales de toda producción y representación (Kant, 1781) y referentes unívocos del orden moderno con pretensiones de universalidad, fuertemente afectados por los procesos en curso, implican y explican las profundas transformaciones en la esfera cultural, en la que las particularidades interpelan a la universalidad, la multivocidad a la univocidad, las diferencias a la homogeneidad y se plantea una gran interrogante en torno a la cuestión del sentido.

La problemática gana en especificidad, cuando aterrizamos en América Latina, en la que lo moderno y lo capitalista conviven tanto con lo «pre» como con lo «pos». En ella y en términos colectivos, dadas sus peculiaridades, esta crisis de identidad afecta muy notoriamente a los estados-naciones, paradigmas de modernidad en su estatuto de «comunidades imaginadas» (Anderson, 1993) al hacer aflorar de un modo inédito a la «barbarie» por detrás de la «civilización» (Sarmiento, 1845) o dicho en clave sociológica actual, a la «sociedad tradicional» en la «sociedad moderna» (Vuskovic Bravo, 1993).

 

2. La identidad cultural latinoamericana: ¿realidad o utopía?

La discusión sobre la identidad cultural latinoamericana tiene una larga historia en la filosofía de nuestro continente (Gracia y Jaksic, 1988).

Desde la filosofía se ha argumentado convincentemente acerca de la inexistencia de una identidad cultural común correspondiente a América Latina considerada como totalidad (Sambarino, 1980). A lo sumo podría pensarse en identidades múltiples y heterogéneas explicables por la mezcla de diversos factores. Plantearse la cuestión de la identidad cultural latinoamericana como una tarea de búsqueda de carácter ontológico y esencialista, será una intención destinada al fracaso o a la construcción de una ilusión.

La identidad cultural latinoamericana carece entonces de estatuto ontológico y una investigación en esa dirección no podrá contar con verificadores o falsadores empíricos que posibiliten una construcción teórica plausible.

La cuestión de la identidad cultural latinoamericana, en el sentido de la identidad de América Latina en su conjunto, tiene básicamente un estatuto discursivo, por lo que hace parte de un universo que se formula intramuros de «la ciudad letrada» (Rama, 1995) , en el que se dirimen las hegemonías culturales al desbordar extramuros en el intento de promoción y consolidación de un imaginario colectivo. Desde el discurso fundante de Simón Bolívar que propugnaba la integración en la libertad (Zea, 1978), el problema de la identidad latinoamericana en un sentido global, no ha dejado de estar presente en expresiones discursivas de proyección continental. La identidad cultural, lejos de ser un dato empírico, tiene entonces la condición de referente utópico. El ejemplo bolivariano es paradigmático: la integración en la libertad no era un dato de la realidad en ese momento histórico de la primera independencia; era entonces y continúa siendo en buena medida, una aspiración, un proyecto, una utopía.

Si dejamos de lado el discurso más estrictamente político y nos centramos en la ensayística hispanoamericana sobre lo cultural, encontramos dos símbolos que en el curso del siglo han disputado nuestra identidad latinoamericana: Ariel y Calibán. Los textos «Ariel» (1900) de José Enrique Rodó, «De Erasmo a Romain Rolland. Humanismo burgués y humanismo proletario» (1935) de Aníbal Ponce y «Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América» (1971) de Roberto Fernández Retamar, exhiben formulaciones y reformulaciones fundamentales de esos símbolos condensadores de identidad.

La función utópica (Roig, 1987; Fernández, 1995) como perspectiva de análisis permite dar cuenta de los alcances de tales significaciones y resignificaciones simbólicas en términos de construcción de identidad.

El arielismo de Rodó condensa un proyecto democrático no mesocrático en el que la función utópica crítico-reguladora se cumple en la promoción del protagonismo de la aristocracia cultural al interior de la democracia política en la América latina, cuya orientación hacia la armonía racional de última intención estética, adversa con la orientación calibanesca de la cultura política de la América sajona, identificada por el criterio axiológico de la utilidad. Esa espiritualidad de la América latina que se orienta según valores pretendidamente superiores, expresa el posibilismo utópico de ruptura del determinismo legal, así como la anticipación de un futuro-otro, pensado e imaginado como plenitud cultural y espiritual. La forma de subjetividad que utópicamente se constituye significa la construcción de una identidad latinoamericana a imagen y semejanza de «la juventud de América» que proyecta su hegemonía extramuros de la «ciudad modernizada» (Rama, 1995). En el ensayo de Ponce encontramos un Ariel resignificado en la perspectiva del «humanismo proletario» desde el que se acotan críticamente las limitaciones del «humanismo burgués», cabal expresión de la función utópica crítico-reguladora. Frente a la pretendida inevitabilidad de la adscripción de la función intelectual a la clase de los intelectuales, la superación del determinismo legal se cumple en la perspectiva utópica de la pertenencia de la función intelectual a la humanidad sin exclusiones; esa perspectiva es una de las facetas de la anticipación de un futuro otro de plenitud humana; Ariel, «el genio del aire, sin ataduras con la vida» se pone en principio al servicio de Calibán, «las masas sufridas», para que en definitiva tal dicotomización sociocultural se supere en ese futuro que se anticipa. La forma de subjetividad resultante, como construcción utópica de identidad, expresa la matriz marxista de una sociedad sin explotados ni explotadores.

En el texto de Fernández Retamar el referente utópico es Calibán que simboliza al pueblo latinoamericano culturalmente mestizo y oprimido y desde el que es posible forjar los criterios para un socialismo nuestroamericano. El mestizaje, tradicionalmente negado como disvalor, es considerado como condición efectiva que debe ser asumida. La función utópica crítico-reguladora, articulada sobre ese fundamento, discierne la homogeneización civilizatoria, el blanqueamiento y la opresión que en buena medida es presentada como desigualdad naturalmente derivada de esa condición pretendidamente disvaliosa. La pretensión de posibilidad de creación de una alternativa sociocultural inédita expresa la superación del determinismo legal y la alternativa misma, un futuro-otro que no reconoce parangón en ninguna otra experiencia histórico-social. La subjetividad que así se constituye expresa una nueva identidad cultural que es camino y proyecto: una identidad socialista pero, que en lugar de imitar modelos de socialismo en curso, la construye con criterios martianos desde la asunción de nuestra peculiar heterogeneidad.

 

3. Fragmentación posmoderna y crisis de representatividad.

En distintos contextos de discusión y desde diferentes matrices disciplinarias, encontramos valoraciones convergentes en la tesis de que tanto Ariel como Calibán han quedado fuera de lugar como símbolos representativos de nuestra identidad cultural, así como toda otra pretensión de representatividad monosimbólica (Ruffinelli, 1992; Arocena, 1993; de León, 1993), dada la fragmentación de las identidades.

A continuación transcribo esas valoraciones:

a) «Entre 1900 y 1971 el sujeto social latinoamericano se transformó. No se trató, sin embargo de cambios coyunturales o modales. El sujeto rodoniano pensaba con cerebro francés, se había educado en España, poseía una cultura cosmopolita y miraba hacia un futuro eurocéntrico. No había muchas alternativas para él: él y sus contemporáneos parecían todos cortados por las mismas tijeras: occidental, blanco, masculino, la homogeneidad era su característica. En cambio, ya hacia 1971 ese sujeto aparece diversificado: descubierta y revalorizada la cultura indígena, la identidad comienza a revelar su "mestizaje". Nunca hasta entonces se había puesto tanto énfasis en una mezcla que, en cuanto tal, habla de componentes y heterogeneidad antes que de homogeneidad. El Calibán de Fernández Retamar empezó a representar a ese nuevo sujeto desde el momento mismo en que fijó su identidad invirtiendo el símbolo, asumiendo su condición mestiza.

Pero este símbolo se hizo a su vez, también, insuficiente. Ya no puede pertenecer a ese sujeto que hoy pertenece a la cultura posmoderna, la cultura de la fragmentación, la democracia, la heterogeneidad, los márgenes, la impureza, el rechazo al autoritarismo. El nuevo Calibán ya ni siquiera podría llevar ese nombre: el baúl de Shakespeare está exhausto y es preciso buscar otros símbolos en que fundar el imaginario latinoamericano. Un símbolo al día con lo cambiante de ese rostro diferente que ahora integran la mujer, las minorías raciales y sexuales, que cuestionan los orígenes "míticos" de la cultura (como el origen "europeo" del Cono Sur), que fragmenta las falsas totalidades, y que reconoce y legitima a la cultura popular ante la hegemonía ya trizada de la cultura letrada. Este es el nuevo rostro que era demasiado nuevo como para que Rodó lo imaginara y al que Fernández Retamar introdujo en su momento: el rostro de un nuevo orden. La "inversión" misma del significado de Calibán señaló en 1971 revolucionariamente la necesidad de ese nuevo orden, o tal vez no de un orden, sino de una situación inédita mediante la cual se cuestionen radicalmente el "orden" canónico, las hegemonías culturales y sociales, declarándose su obsolecencia, su decrepitud y su muerte» (Ruffinelli, 1992, p. 301).

b) «No parece fácil, hoy día, alzar a Calibán o Ariel como símbolos culturales de nuestra América y difícilmente esta pueda sintetizarse en un símbolo único. Más interesante y representativo de la situación actual latinoamericana sea quizás partir del reconocimiento de la dificultad de condensar la multiplicidad cultural» (Arocena, 1993, p. 183).

c) «El orden social moderno (...), se caracteriza por el pluralismo simbólico (Berger y Luckman) por la imposibilidad de restaurar de modo duradero, algún monopolio simbólico». (de León, 1993, p. 239).

 

4. Calibán como símbolo de la identidad latinoamericana.

Asumiendo estos diagnósticos negativos, se trata en lo que sigue de debatir con ellos y fundamentar argumentativamente la pertinencia tanto de la idea de una identidad cultural latinoamericana, como del Calibán resignificado por Fernández Retamar, en cuanto símbolo de la misma, cuya validez implica una vigencia utópica que permite discernir críticamente su registrado «fuera de lugar» empírico.

Interesa destacar la tesis de fondo de Ruffinelli sobre «Calibán» como discurso cultural posmoderno, en cuanto introdujo en su momento una perspectiva desconstructiva desde la heterogeneidad de la multiculturalidad, en un contexto dominado por la homogeneidad de la monoculturalidad. Pero esa presunta condición posmoderna de «Calibán» que en el contexto de los años setenta fuera condición de su vigencia como símbolo identitario alternativo para América Latina en el proyecto contrahegemónico que apuntaba a abrir una era post-sarmientina, parece no acompasarse con la profundización objetivo-subjetiva de la posmodernidad en el nuevo contexto de los años noventa e ingresar en la señalada crisis de representatividad que parece tener que acompañar inevitablemente a todo intento de condensación simbólica.

«Calibán» puede ser posmoderno en el sentido señalado por el que ha dado un inestimable aporte al desmontaje de un edificio cultural opresor, homogeneizador, invisibilizador y negador de las diferencias. Pero no es posmoderno de un modo intencional, ni en el sentido señalado ni en algún otro. Tampoco se adscribe a una mera continuación del presuntamente no realizado proyecto de la modernidad, sino que en la línea de Martí sueña «con una integración futura de nuestra América que se asiente en sus verdaderas raíces y alcance, por sí misma, orgánicamente, las cimas de la auténtica modernidad» (Fernández Retamar, 1973, p. 71). Calibán como símbolo, puede carecer de funcionalidad para la diversidad de identidades heterogéneas del espacio cultural posmoderno latinoamericano consideradas en su diferencia. Es además problemático que los símbolos articulados desde «la ciudad letrada» tengan representatividad para los sectores socioculturales que habitan en sus márgenes. Seguramente, de poder verificarse un círculo hermenéutico en el que Calibán pudiera ser resignificado desde «la mujer, las minorías raciales y sexuales», en cuanto formas de la diferencia, no encontrarían allí el símbolo expresivo de su especificidad. En esa dirección, asiste toda razón a los planteamientos de Arocena, de León y Ruffinelli, al sostener que en la actual situación cultural queda fuera de lugar la pretensión de condensar en un símbolo la multiplicidad de las identidades. Si el carácter representativo de Calibán se verificara en tal dirección, entonces, más allá de las intenciones de Fernández Retamar, su ensayo homónimo configuraría un discurso posmoderno en un sentido en un sentido fuerte y actual, no solamente desconstructivo de falsas homogeneizaciones y totalizaciones, sino además mimético-expresivo-representativo de las identidades emergentes de la fragmentación cultural, funcionalizándose de un modo no intencional como consolidación simbólica de esa fragmentación aparente que expresa e invisibiliza a la tendencia homogeneizante de la globalización que la sobredetermina.

«Calibán» es, como reconoce Ruffinelli, un ensayo abierto a la diferencia y esa apertura es la que le permite discernir críticamente la homogeneización falseante del proyecto modernizador en la línea sarmientina. Celebrar solamente esa apertura, es contribuir a convalidar conjuntamente con la fragmentación posmoderna en América Latina a la globalización homogeneizante que la determina en su efectividad.

La pertinencia de Calibán como lugar simbólico de la identidad cultural latinoamericana, puede ser argumentada señalando la adecuada relación de la utopía con lo empírico, como forma de superar tanto el utopismo como la muerte de las utopías, así como las diferencias entre las nociones de vigencia y validez desde el punto de vista cultural, como antídoto contra un paralizante realismo pragmático.

La utopía es el referente trascendental desde el que analizar y evaluar lo real en la perspectiva de construcción de lo posible. Lo imposible es así condición para imaginar, pensar y realizar lo posible, el referente utópico es condición de un realismo crítico que al neutralizar la ilusión de realizar lo imposible, maximiza las posibilidades humanas evitando los efectos perversos ultraintencionales (Hinkelammert, 1991). En esta perspectiva, Calibán no es un referente empírico actual, ni una meta empírica a alcanzar, sino un referente utópico para la construcción de un proyecto que tiene que contrarrestar la «deshistorización» y la «desterritorialización» de la globalización en curso, por la reconstrucción de los parámetros tempo-espaciales como ejes de sentido cultural auténtico y autónomo. Complementariamente, si tomamos en cuenta «la distinción entre lo que en un universo cultural está vigente, y lo que en él es válido», o sea entre «el orden de lo que es según valores» y el «orden de lo que es valioso que sea» (Sambarino, 1959), ciertamente Calibán como símbolo no está vigente a nivel empírico pues no expresa a la fragmentación-globalización vigente ni en sus facetas positivas de desconstrucción ni en sus facetas negativas de desestructuración.

Calibán no expresa las vigencias culturales hoy imperantes en la globalización-fragmentación latinoamericana. No obstante constatar la realidad no implica convalidarla. Calibán puede simbolizar hoy de un modo renovado, un proyecto cultural contrahegemónico alternativo dotado de validez, en tanto puede sostenerse que «es valioso que sea». La utopía del socialismo nuestroamericano, al poner a los seres humanos de nuestra América en la pluralidad de sus diferencias como criterio para discernir ideas, instituciones y sistemas económicos, políticos y culturales, se presenta hoy como utopía de libertad en el marco del determinismo sistémico de la globalización imperante. No alcanza con la utopía para construir un mundo mejor, pero sin ella ni siquiera puede ser pensado. En la actual crisis de paradigmas, que parece consistir fundamentalmente en la imposición de un único paradigma que descalifica todo modo de pensar alternativo (Hinkelammert, 1996), Calibán es un referente para pensar críticamente la situación cultural en los instersticios del sistema compulsivo dominante y actuar sin resignar aspectos válidos del propio proyecto cultural. Calibán como símbolo de un proyecto de «auténtica modernidad» es la posibilidad de alternativa a la globalización en curso, extremo crítico de la modernidad llamada posmodernidad. La apertura de «Calibán» a la diferencia se resignifica en el nuevo clima cultural, pero no solamente para expresar las nuevas identidades.

Calibán se resemantiza como símbolo trascendental que permite discernir la legítima autoconstitución de las diferencias respecto del determinismo sistémico globalizante-homogeneizante-fragmentante, orientar el pensamiento y la acción hacia un futuro-otro más allá de tales homogeneización y fragmentación por la configuración de una forma de subjetividad articuladora de todas las diferencias que no impliquen asimetrías, como identidad cultural y proyecto válidos para nuestra América en el fin de siglo y de milenio.

 

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