GÉNESIS DEL DERECHO MEXICANO

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Manuel M.ª Ortiz de Montellano

México, Octubre de 1874 

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Historia de la legislación de España en sus colonias americanas y especialmente en México

 

Índice

Dos palabras al lector

- I -

- II -

- III -

 

Dos palabras al lector

A fines de 1874, animados de un sincero amor a la ciencia y estimulados por el favor con que los abogados de toda la República se servían acoger los trabajos jurídicos que dábamos a luz en El Foro, el único periódico diario que aquí se haya consagrado al estudio de la legislación y la jurisprudencia y que, por aquel entonces, redactábamos casi solos, concebimos el proyecto de escribir un Diccionario de Derecho y Administración que, a semejanza del conocidísimo de don Joaquín Escriche en España, reuniese lacónicamente los preceptos todos de las leyes en vigor en nuestra patria, tarea tanto más importante y oportuna, cuanto que la codificación había comenzado a realizarse entre nosotros, promulgándose los Códigos Civil, Penal y de Procedimientos civiles.

La obra debía contener, por orden alfabético de materias, un extracto de la antigua legislación española, que con pocas modificaciones nos había regido hasta 1871; y en seguida se expondrían los preceptos de los Códigos novísimos y de las demás leyes mexicanas vigentes en la Federación,   en los Estados y en el Distrito Federal y Territorios de la Baja California. Para realizarla contábamos con la colaboración de un grupo de abogados, distinguidos condiscípulos nuestros, con el benévolo apoyo de los más prominentes jurisconsultos de esta Capital de los Estados, muchos de los cuales nos honraban con una amistad verdaderamente paternal, y con los alientos que nos prestaban nuestra juventud, nuestro desinteresado amor a los estudios jurídicos y, sin duda, más que cualquiera otra cosa, nuestra inexperiencia.

Cuando veinticinco años más tarde nos detenemos hoy a considerar fríamente lo gigantesco de la labor que con ánimo tan sereno y confiado hubimos de emprender, nos espanta, casi nos aterra, nuestra osadía, y con verdadera humildad confesamos que nuestras aptitudes eran muy inferiores a las que requería el monumento que pretendimos levantar al derecho mexicano. Sin embargo, no sólo nos daban ánimos muchas personas respetables, sobradamente complacientes, sino que hubo un hombre lleno de mecimientos que, con especialidad, creyó en nuestras fuerzas para consumar la colosal empresa: el señor licenciado Manuel María Ortiz de Montellano, que nos permitió siempre, con afecto y bondad inagotables, acercarnos a él para recoger directamente de sus labios los tesoros de saber que su grande y soñadora inteligencia guardaba como fruto de muchos años de estudio, y que llevó su complacencia cariñosa y desinteresada hasta el punto de escribir para nuestro proyectado Diccionario una Introducción que, de seguro, contribuyó mucho a determinar el favor con que el público forense recibió las entregas que de aquél se llegaron a imprimir y   que no fueron muchas. El editor, nuestro amigo el señor don Ignacio Flores, a quien debemos también un recuerdo de gratitud que con gusto consignamos aquí, tropezó, a poco de comenzada la publicación, con dificultades económicas, muy frecuentes, por desgracia, en toda empresa de esta índole; y la última de las revoluciones mexicanas -la de 1876- las agravó y llegó pronto a convertir en insuperables.

Esta circunstancia, unida a otras que a poco dieron nuevo rumbo a los derroteros de nuestra vida entera, hizo que el Diccionario de Derecho y Administración quedase para siempre trunco, muy en sus comienzos, y las entregas que de él se publicaron, sin valor ninguno apreciable en la práctica. Nada se ha perdido, por cierto, con que nadie vuelva a leer los artículos que nosotros llegamos a dar a la prensa; pero si dejáramos que con ellos se perdiera la Introducción del señor licenciado Ortiz de Montellano, nos creeríamos no sólo ingratos con la memoria de tan ilustre jurisconsulto, sino verdaderamente culpables ante la literatura jurídica mexicana.

Lo que nos mueve, pues, a publicar la sabia y hermosísima obra del señor licenciado don Manuel María Ortiz de Montellano en el presente folleto, destinado a circular gratuitamente y que con gusto veremos reproducir, es pagar, aunque sea sólo en pequeña parte, una deuda de gratitud que nunca olvidaremos ni consideraremos saldada, prestando al mismo tiempo un servicio -así lo estimamos al menos- a nuestros compañeros de profesión y a los jóvenes que se dediquen al estudio de la dificilísima ciencia del derecho.

Para estos últimos, especialmente, y por mucho que la crítica, informada hoy en un criterio más positivo, no dejaría de hallar reparos que hacer a la obra que reproducimos, la síntesis   elevada, sagaz y por muchos conceptos admirable que hallarán en las páginas que ahora damos nuevamente a luz, será de utilidad que nos atrevemos a calificar de excepcional. Si así lo estimaren ellos mismos, no les pedimos en cambio si no un movimiento de simpatía y de respetuoso cariño que perpetúe el recuerdo del insigne y preclaro abogado don Manuel María Ortiz de Montellano que, aunque respetado de cuantos le trataron, murió pobre, casi desconocido y acaso víctima de las amarguras y de las decepciones que cosechó abundantemente en un medio social poco favorable a sus altas y excepcionales cualidades.

México, abril de 1899.

Pablo Macedo.

Emilio Pardo jr.


Le droit est le souverain du monde
Mirabeau

La invención del microscopio, que descubrió un mundo nuevo al estudio de las ciencias naturales, reveló, con la existencia de los infinitamente pequeños, la de una suprema ley de la naturaleza, cuya extensión e importancia no son aún bastante conocidas. A los infusorios está encargada la más rápida, la más activa de las procreaciones, que llega a tanto, cuanto a comprender no alcanza la humana inteligencia, y bajo su poderoso influjo, de las osamentas intangibles de esos seres, que a pesar de tener una organización complicada y perfecta, no se hacen perceptibles al más delicado de nuestros sentidos, se han formado los materiales con que se fabricaron esos monumentos colosales, que se llaman las Pirámides de Egipto, que son las infinitamente grandes de las construcciones de piedra levantadas por la mano del hombre sobre la tierra.

Obedecen, pues, a esa ley de actividad, que parece estar en razón inversa de la importancia jerárquica de los seres,   los que emprenden la formación del Diccionario de Derecho y Administración; pero no pretenden con ello ni erigir un monumento a la ciencia; ni menos inscribir sus nombres en su portada, como título de veneración y respeto legado a las generaciones que les sucedan; quieren sólo, cediendo a las inspiraciones de su juventud, agrupar materiales que, más tarde, los infinitamente grandes, los hombres de verdadero genio científico, vengan a aprovechar, buscando y encontrando la fórmula sencilla del derecho y de la justicia, del pensamiento claro de la unidad jurídica, que los redactores de este Diccionario no pueden alcanzar, estando, como están, colocados, no en la cima, sino al pie de la montaña, y siendo su humilde misión la de clasificar en el orden, nada ideológico por cierto, de las letras del alfabeto, el inmenso material de la ciencia del derecho.

Pero sí, convencidos como lo están de su pequeñez, hacen el sacrificio de su personalidad, del todo absorbida por la idea dominante de la obra que emprenden, antes de dar principio a sus trabajos, como el minero al ir a hundirse en el seno de la tierra levanta la cabeza para mirar el sol y respirar el aire de los campos, pretenden, en la portada de su libro, dirigir una ojeada rápida y retrospectiva al conjunto de la ciencia y diseñar en ella un cuadro a vuelo de pájaro, en que queden apuntados al menos, el origen tradicional, la índole actual y la marcha progresiva del derecho mexicano en sus diversas formas, revelando en lo más sencillo posible, la base de esos conocimientos, que hasta hoy han constituido una ciencia obscura y misteriosa, reservada a un pequeño número de seres privilegiados, y que en lo de adelante estará desde luego al alcance de muchos, y más tarde será, como lo deseamos y pretendemos, la santa ciencia del hogar y de la familia.

 

- I -

 

Si para buscar datos que sirvan a la solución de algunos de los problemas sociales, que afectan a la manera de ser de la más numerosa de las razas que pueblan nuestro suelo, útil sería, en investigaciones arqueológicas, remover los escombros de la conquista española en América, para nuestro objeto sería tan ímprobo trabajo, estéril en resultados, porque nada existe hoy, ni en nuestras leyes, ni en nuestras costumbres sociales, de las que regían los imperios y repúblicas sobre cuyas ruinas se asentó la colonia, que se llamó la Nueva España.

Y en verdad que no contradice tal aserto el buen deseo expresado en la Real Cédula en que el Emperador Carlos V, en el año de 1555, mandó que las leyes y buenas costumbres que antiguamente tenían los indios se quedasen y ejecutasen en cuanto no se opusieran a la religión católica y a las nuevas leyes1; porque si mucho, en efecto, tuvo de odiosamente especial el régimen administrativo, tributario y municipal de los indígenas, ante la cruz del misionero y bajo la espada del soldado o el látigo del encomendero, nada quedó de la legislación del pueblo vencido, y las tradiciones de nuestro derecho es necesario ir a buscarlas en las fuentes y orígenes del derecho español, unificado en el Código de las Partidas, que implantó en España el elemento filosófico del Derecho Romano, y el teocrático del Derecho Canónico, en lucha con los fueros de las provincias, con las tradiciones góticas de los Concilios de Toledo y con los restos del Feudalismo,   combatido por el poder absoluto de los reyes de derecho divino. Poder personificado en esa figura sombría, que al través de tres siglos proyecta aún su silueta amenazadora sobre España, y que se llamó el Católico Rey don Felipe II.

Así, pues, habremos en este estudio preliminar, de ocurrir a esos orígenes del derecho español; pero para ello no es de nuestro propósito detenernos a referir la historia interna ni externa, ni a desentrañar el espíritu de ese gran libro, formado entre el rumor de las armas de Belisario, que conocemos con el nombre de Corpus Juris Civilis, ni menos apreciar la influencia civilizadora del Decreto de Graciano, ni de la gran compilación del santo monje Peñafort, que elevó a la categoría de ciencia, en las escuelas de Bolonia y de París, la legislación especial de la Iglesia Romana.

Los derechos romano y canónico, cuyo estudio histórico y sintético es, en nuestro concepto, de todo punto indispensable al jurisconsulto, no son de necesidad absoluta para el jurisperito. Basta conocer cómo esas legislaciones se infiltraron y aclimataron en la mayor parte de las legislaciones modernas; para no tener que divagarnos en las altas cuestiones históricas y científicas que nos apartarían de nuestro principal objeto.

Sabido es que, por un fenómeno no reproducido en los tiempos modernos, al caer el imperio romano, destrozado por el rudo empuje de los bárbaros, dejó a los conquistadores en una gran parte de la Europa meridional, si no la íntegra herencia de su civilización, si las raíces de su idioma y el gran monumento de sus leyes. Y la Roma vencedora, la Roma de los Papas, la Roma sucesora de la Corte de los Césares, levantando el Vaticano frente al Capitolio, la Basílica frente al Forum, y el Decreto, las Decretales y las Extravagantes ante la Instituta, las Pandectas, el Código y las Novelas, conservó   en el fondo, las tradiciones de la Roma pagana, que se trasparentan hasta en las formas de la nueva religión, remedo de sus antiguas fiestas, de sus ritos y de sus primeros dioses. Esos dioses fueron derrocados antes que por las armas de los bárbaros y las predicaciones apostólicas, por el ateísmo racionalista de una sociedad, que tuvo por intérprete a Lucrecio, quien levantó esa bandera que flamea en las horas de agonía de las civilizaciones, que en nuestros tiempos se enarbola por manos audaces, que pretende derrocar al Dios que ha presidido a nuestra civilización.

 

Religionum animos nodis exsolvere pergo 2.

En España, Roma implantó más profundamente tal vez que en otra parte sus costumbres, sus usos y sus leyes, que sobrevivieron a su dominación, bajo la de los suevos, de los alanos y de los vándalos, y sólo más tarde, bajo la de los godos, Eurico pretendió, según el testimonio de San Isidoro, introducir las leyes de su raza en una compilación que no ha llegado hasta nosotros. Pero poco después, bajo el infeliz reinado de Alarico II, por orden de éste se formó una compilación de leyes romanas que había de regir a los vencidos. Código que tomó los diversos nombres de Breviario Alariciano, Breviarium Aniani, Lex Romana y Auctoritas Alarici. Formábase este Código de 16 libros del Teodosiano, de las Novelas de los emperadores Valentiano, Marciano, Mayoriano y Severo, y del Jus o doctrina de los jurisconsultos, cuyas fuentes fueron las Instituciones de Gayo, cinco libros de las sentencias de Paulo, dos títulos del Código Hermogeniano y trece del Gregoriano.

Este cuerpo de Leyes, formado de tales elementos, no dejó, sin embargo, huella alguna especial, que pudiera aprovecharse en los tiempos posteriores, y fue necesario un cambio   radical en la manera de ser de la monarquía gótica, para que en la legislación y en las costumbres se marcasen caracteres distintivos, que la una y las otras han conservado hasta hoy, y que ejercieron, como veremos más adelante, una influencia poderosa en España y aun al ser trasplantadas a las colonias de América.

La monarquía gótica hasta Leovigildo, había tenido por base la elección de los grandes, elección que siempre, con pocas excepciones, estuvo contrarrestada por el puñal de los asesinos. Leovigildo hizo el más poderoso ensayo de la monarquía hereditaria. Entre vencedores y vencidos, hasta Recaredo, existió un elemento de división, que en los primeros tiempos no produjo efectos trascendentales. Arrianos los primeros, romanos los segundos, conservose, sin embargo, entre ellos el equilibrio, hasta el punto de crear algo que se parecía a la tolerancia religiosa. Recaredo, siguiendo las huellas de su hermano Hermenegildo, aunque no como éste, revelándose contra su padre, abjuró el arrianismo, y dio origen a la prepotencia eclesiástica en los negocios del Estado, a la influencia clerical en los destinos de la monarquía, que si dio como producto legislativo el célebre Código llamado Liber gothorum, codex legum, Forum judicum o Fuero Juzgo, concluido en el 16.º Concilio Toledano; si en él se estableció el gran principio de la supremacía del derecho y de la ley sobre el poder de los reyes, preparó y consumó la ruina de la Monarquía Gótica, que años más tarde se hundió en las márgenes del Guadalete, bajo la doble traición de un noble y de un obispo de la Iglesia Romana.

El Fuero Juzgo, monumento el más notable de su época, que si ha sido calificado de manera desfavorable por el autor del Espíritu de las Leyes, ha merecido las alabanzas de Cujas, Gibbon, Ferrand y Guizot, fue redactado originariamente en latín, como lo fueron las actas de los Concilios   Toledanos; y si en él se encuentran algunos elementos de las costumbres germánicas, en mayor número se hallan las leyes romanas y los Cánones conciliares. Divídese en 12 libros y un título preliminar, en los que se desarrolla un sistema completo de legislación civil y penal, basado en el gran principio de la supremacía de la ley sobre todas las jerarquías sociales. Los orígenes germánicos de ese Código, hoy más que antes es fácil distinguirlos de los romanos y canónicos. Allí está el elemento germánico al organizar la familia, al establecer la base legal de los orígenes y al castigar al adúltero y al sodomita; allí está el elemento romano al fijar la extensión y objeto de la ley, la misión judicial, los grados del parentesco, la regla de las sucesiones y el respeto a la cosa juzgada; y allí está el elemento canónico al establecer la protección de la ley penal a los extranjeros, al recomendar como origen de atenuación de la pena el perdón del ofendido, y también al reglamentar el tormento como medio de prueba, y al dictar leyes de crueldad sin nombre contra los herejes y judíos.

 

Quiérese probar por algunos, que este Código estuvo en activa aplicación en los siglos posteriores al principio de la dominación3 arábiga. En efecto, el conquistador musulmán no trajo al pueblo vencido otra ley que el Corán; en el siglo IX se hace mención del Forum Visigothorum en el Concilio de León, y algunas otras menciones de él se encuentran en documentos de los dos siglos siguientes, aunque un respetable historiador pretende que fue derogado en tiempo de don Sancho el Mayor; pero tales datos no son, en nuestro concepto, bastantes para considerar el Forum Judicum, como una legislación usual y única. Es indudable que a la caída de la monarquía gótica, la fusión entre vencidos y vencedores no estaba muy adelantada; que esa ley de fusión y de unidad encontró resistencias sordas en la raza dominada,   y que ésta no guardó ni pudo guardar entre sus tradiciones, las de un Código que precedió muy poco a la conquista sarracena, y que era muy poco a propósito para regir a un pueblo que emprendía una doble lucha de emancipación contra la influencia gótica y contra la dominación musulmana. Es lo cierto que si el Fuero Juzgo fue la ley única en los principios de la restauración, no hubo ni oportunidad, ni deseo de aplicarla, y que los fueros, muy poco después, cuando la nobleza, las behetrías y las villas de realengo vindicaron para sí derechos opresivos, pero que las daban fuerza y vigor, pusieron en completo desuso ese Código, que tampoco rigió en el centro de unidad que procuró crear. Al iniciarse la lucha del poder real con la nobleza, como principio de ella, fue cuando se pretendió poner en vigor el Fuero Juzgo. El rey don Fernando II el Santo, en la confirmación de los Fueros de Toledo y Córdova, lo declaró por ley, y mandó que con tal objeto se tradujese en la forma que ha llegado hasta nosotros. Era la antigua ley opuesta a la nueva.

Y esa nueva ley, que nacida de esa sociedad turbulenta, nos puede, en un estudio histórico, dar la medida en extensión de tiempo y territorio de la vigencia del Fuero Juzgo, es sin duda el Fuero Viejo de Castilla, formado de disposiciones que tuvieron origen, medios y fines exclusivamente indígenas. Sus leyes son las costumbres de esa raza vigorosa que crecía en lucha incesante con los conquistadores sarracenos, raza que en su nueva manera de ser, sobre las ruinas de la monarquía gótica, guerrera antes que política y legisladora, produjo ese linaje de nobleza española, tan arrogante como atrevida, tan audaz como insolente, que fundó en cada provincia conquistada, una entidad soberana, que se llamó el reino de Castilla, o el de Aragón, o el de León, o el de Navarra. A vuelta de ellos estaban los Municipios con   sus fueros y privilegios, y sobre ellos una sombra de poder, que no fue, como por algún escritor de nuestros días se pretende, el centro de una federación, sino el de un feudalismo, menos prepotente sin duda, que en el resto de Europa, por la influencia que sobre él ejerció esa guerra de reconquista que duró siete siglos, pero no por ello menos caracterizado.

La leyenda fantástica que ha prevalecido sobre el criterio filosófico, más que en otra, en la historia de España, que a la batalla del Guadalete da las proporciones de una guerra de independencia, que de don Pelayo hace un rey homérico, y del conde de Castilla, Fernando González, el tipo más acabado del noble batallador, atribuye la formación del Fuero Viejo al Conde don Sancho García o Garcés, contra el monumento histórico más auténtico que pudiera desearse y que se halla al frente de ese Código. Dícese en él que, el año de 1250 (o sea 1212), el rey don Alfonso VIII fue solicitado por los Concejos (municipios) y por los «fijosdalgo y ricos homes» de Castilla para que les confirmase sus cartas y privilegios, lo que así se hizo respecto de los primeros, aplazándose respecto de los últimos, con pretexto de reservarse el rey revisar la colección formada, y que lo fue «de las historias e de los buenos fueros, e de las buenas costumbres e las buenas fazañas». Esa colección, con sobrado motivo, no alcanzó la confirmación real; pero ello no obstante, estuvo en vigor hasta que don Alfonso, llamado el Sabio, dio el Fuero Real a los Concejos de Castilla, pretendiendo con él, uniformar la legislación, y fundiendo en ésta la especial y de privilegio de la nobleza y la no menos excepcional de los Obispos y Abades de Monasterios. Pero los ricos homes fijosdalgo no contentáronse con tal reforma y clamaron y alborotaron la tierra en defensa de sus antiguos fueros, y el rey hubo de ceder, derogando respecto de ellos el Fuero Real y siguiendo en uso el Viejo, que alcanzó de esta manera una confirmación   menos explícita, pero más en mengua del poder real, que la solicitada de don Alfonso el VIII. Más tarde (1356) don Pedro, apellidado el Cruel o el Justiciero, revisó la colección y concertó el Código, dividiéndolo en cinco libros, para que «más aina se fallase lo que en ese libro es escrito».

Si el Fuero Juzgo fue, en nuestra opinión, más bien el programa legal de la raza goda, aliada con el poder clerical, para dar unidad y vigor a su conquista, que la legislación usual de ese pueblo español; el Fuero Viejo es el trasunto legal de la manera de ser social de ese pueblo, que indiferente contempló la ruina de la monarquía gótica, que fraternizó al principio con los nuevos conquistadores, y que en la guerra después con éstos sostenida, creó los elementos de existencia que esos códigos nos revelan y en la que, ante la personificación mística del poder real, se proyecta la del hijodalgo, la del Obispo y del Abad, la del Concejo, y en último término la del vasallo, villano y solariego.

 

Eran derechos inalienables del rey, la justicia suprema o entre los nobles; la moneda forera que le pagaba el reino; la fonsadera o tributo que debían pagar los que, estando obligados a ir a hueste, no podían concurrir personalmente a ella, y los yantares, es decir, el mantenimiento del rey y de su comitiva, cuando iba de camino, visitando o haciendo justicia por su reino. Los derechos de la nobleza extendíanse a tanto, cuanto no se opusiesen a los del rey; pero aun respecto de éste, les era reconocido el derecho exorbitante de desnaturarse4, esto es, de renunciar a la naturaleza del reino, irse con sus vasallos de la tierra, de tomar otro señor que más les agradase y hacer la guerra a su mismo rey y a su mismo país. Y aun por lo que mira a ese derecho de justicia suprema, muy menguado debía ser, cuando el derecho de guerra de los fijosdalgo entre sí, era tan inherente a su calidad   de tales, que fue preciso reglamentarlo, dando forma legal al desafiamiento, derecho de vengarse de las injurias recibidas y de hacerse justicia por su propia mano, que hacía desaparecer ese fantasma de justicia suprema, y que quedó consignado no sólo en el Fuero Viejo5, sino reproducido en el Fuero Real, en el Ordenamiento de Alcalá, en las Leyes de Partida, en las Ordenanzas Reales y en la Nueva Recopilación de Castilla. Ese derecho de la turbulenta nobleza española de la Edad Media, es el que se invoca en nuestros días, por los que creen pertenecer a una sociedad democrática y tienen por escudo de armas la enseña republicana.

Los fueros municipales, en mucho debilitaban ese poder de la nobleza, y los derechos de Abadengo, en cierta manera neutralizaban también su vigor, especialmente en el centro de las ciudades, que una vez reconquistadas, no podían guardarse por las huestes, que no eran bastante numerosas para dejar guarniciones regulares en cada una de ellas. Pero no era tan cómoda la situación del solariego: «Éste es fuero de Castilla -dice una ley del Fuero Viejo- que a todo solariego puede el Señor tomarle el cuerpo e todo cuanto en el mundo oviese; e el non puede por esto decir a fuero ante ninguno». Cierto es que en la Cortes de Nájera se suavizó esta terrible situación y tuvo origen la calidad de vasallo natural, respecto del cual, el señor tenía todos los derechos civiles y muy pocas obligaciones. Esos derechos, la ley los define así: «el rico home puede aver vasallos en dos maneras: los unos que crían e arman, e casándolos e eredándolos». Estos mismos derechos tenemos hoy sobre nuestros animales domésticos.

La anárquica organización de una sociedad constituida sobre tales bases, preciso era que fuese modificándose a proporción   de que, extendida la reconquista, todos esos señores feudales y esos Concejos, sintiesen la necesidad urgente de fusión y unidad que marca la época especial de adelanto de las naciones de Europa, al acercarse a su término la Edad Media, época preparada en unas por las guerras de las Cruzadas y en España por la de reconquista. Tendiendo a ese fin, el primero de los esfuerzos eficaces de unificación, después de la declaración de vigencia del Fuero Juzgo, fue el hecho por el ley don Alfonso IX, quien reviviendo en su espíritu, y algunas veces en su letra, la ley gótica, formó el Código que tomó los diversos nombres de Fuero Real, Fuero de las Leyes, Fuero de la Corte, Fuero del Libro, Fuero Castellano y Fuero de Castilla.

Ya hemos hablado de la resistencia que este Código encontró de parte de la nobleza, y como para ella fue necesario derogarlo, dejando en vigor el Fuero Viejo. Pero cuando el poder real retrocedía así, ante las exigencias de los ricos homes, prudente y previsor se buscó otro aliado, poderoso también, y con tal objeto declaró al Fuero Real fuero especial de los Concejos de Castilla, y de villas y ciudades como la de Aguilar del Campo, primera a la que fue concedido, en 14 de Mayo de 1254. El Fuero Real, dividido en cuatro libros y condensando las tradiciones legales del pueblo español, fue el precursor del célebre Código de las Partidas, monumento legislativo que resumió a su vez las tradiciones, no ya de un pueblo, sino de la ciencia del derecho antes de concluir la Edad Media.

Pero para infiltrar en esa sociedad anárquica el elemento de fusión de la ley común, no era bastante apoyarse en el estado llano, que también oponía resistencias tenaces en defensa de sus privilegios; preciso era que la nueva ley se acomodase a las costumbres, se volviese flexible y clara, con los elementos de lo que llamamos jurisprudencia, y tal fue   el objeto y origen de ese Código anónimo, sin fecha, sin promulgación; formado de doscientas cincuenta leyes que se llamaron Leyes del Estilo, y que por su mismo origen incierto y por su carácter regularizador y científico, fue el auxiliar eficaz para arraigar el Fuero Real, de cuyas leyes se tuvieron aquéllas como declaración usal. Nosotros creemos que éste es el positivo carácter de las Leyes del Estilo; creemos también que su origen es el mismo que el del Fuero Real, al que vino a auxiliar en la forma de costumbre, siendo un monumento de ese esfuerzo científico, que sin descanso tendió a dar unidad a la nación española, preparando los elementos que más tarde la elevaron al rango que ocupó en el siglo XVI6.

 

Contemporáneo del Fuero Real y como el precursor del Código de las Partidas, el rey Alfonso el Sabio formó y publicó otro pequeño cuerpo de leyes llamado el Especulo, ensayo aún de unificación legal, formado, según se dice en su prólogo, con consejo y acuerdo de los obispos, de los ricos homes y de las personas más instruidas en derecho en aquella época, recogiéndose en él las reglas mejores y más equitativas de los Fueros de León y de Castilla. Este Código no ha llegado íntegro hasta nosotros, y si tiene importancia como documento histórico, no la tiene, sin duda, en el terreno jurídico ni en el práctico.

Llegamos ya al que se tiene como el gran monumento de la legislación española, y que, en nuestro concepto, es más que legal, monumento científico, que no alcanzó como ley a vencer las resistencias venidas de los intereses que afectaba. Hablamos del Código de las Partidas, en el que se agrupó   cuanto de ciencia en derecho había alcanzado la escuela de los glosadores en la Universidad de Bolonia, y en el que muy especialmente se reflejan las doctrinas de Azon. ¿Quién fue el autor del libro? ¿Quién el de la ley? Cuestión es ésta rudamente debatida. Créese por algunos menguar el alto renombre que por su sabiduría alcanzó el desgraciado rey don Alfonso IX de León y X de Castilla (desgraciado Emperador de Alemania, y más infortunado padre del rebelde don Sancho), poniéndose en duda que él fuese quien personalmente redactó el Código de las Partidas. Búscase en su pro la gloria del jurisconsulto y del hombre de ciencia, ya que se cree eclipsada la de gobernante y la de legislador; pero si el buen deseo a tanto impulsa, la sana crítica rechaza una hipótesis que no es necesaria por cierto, ni para disculpar los yerros ni para realzar los merecimientos del sabio monarca, a quien cupo en suerte hacer el más poderoso esfuerzo de unificación, llamando en su ayuda el gran elemento de la ciencia por él trasplantada a la inculta España. Si en la lucha cayó vencido por esa nobleza altanera y desleal y anárquica, cuando desde su «sola leal ciudad de Sevilla» pedía un auxilio pecuniario del buen rey Aben Juzaf; si sufría el heroico castigo de los que tienen la audacia de adelantarse a su tiempo, alcanzado había el alto renombre de los que desarrollan en la esfera práctica los gérmenes de una idea civilizadora.

El pensamiento que encarna el Código de las Partidas, pertenece al rey Sabio, como herencia acrecida que recibiera del rey Santo. La ejecución de ese pensamiento, la formación y redacción del Código, puede atribuirse tanto a él, como al emperador Justiniano la del Digesto y el Código. ¿Quiénes fueron los que bajo su inspiración llevaron a cabo ese trabajo? En el campo de las conjeturas, pues que dato seguro ninguno existe, la que tiene más fundamento, es la   que lo atribuye al maestro Jacobo, genovés, ayo que fue del rey, para el que compuso una especie de instituta, suma o prontuario de leyes; al maestro Fernando Martínez, Arcediano de Zamora y Obispo electo de Oviedo, y al maestro Roldán, a quien se encargó más tarde de la formación del Ordenamiento de las Tafurerías.

«El Código de las Partidas -dice M. Villemain- no pudo sobreponerse a los usos, las más veces crueles y bárbaros, de su época; pero lo que no llegó a ser una ley poderosa y obedecida, ha sido y es un monumento intelectual que debe formar época en la historia del genio español. La tentativa de Alfonso de sujetar a una regla uniforme las diversas provincias de la monarquía y las diversas clases de su pueblo, no alcanzó a realizarse, y su colección de leyes no fue más que un libro; pero ese libro dio a la lengua española desde el siglo XIII, un carácter de fuerza verdadera mente admirable»7. He aquí un juicio de ese Código, desde el punto de vista literario, superior, sin duda, al que nosotros pudiéramos emitir. Las Partidas son, en la lengua española, lo que fue la Divina Comedia en la italiana, primogénita de una civilización latente, pero poderosa, pregón al mundo de la existencia de un pueblo vigoroso y de una lengua culta.

Desde el punto de vista científico, ese Código, en nuestra opinión, alcanza tan alto o más relevante mérito. El movimiento científico en materias de derecho, de las escuelas italianas, hacíase sentir en España, donde se echaban los primeros cimientos de la Universidad de Salamanca; pero la escuela de los glosadores, sin la guía del criterio histórico, si pudo ensanchar los horizontes de la ciencia, no era por cierto, ocupada en los prolijos y alambicados trabajos de la interpretación, la más a propósito para hacer adelantar   la síntesis del derecho. Por eso, con razón, el señor Marina califica el pensamiento de reducir a compendio metódico la confusa y desordenada colección de las Pandectas, en tiempo de tanta ignorancia y de tan poca filosofía, de pensamiento atrevido y digno de un príncipe filósofo y superior a su siglo. El Código de las Partidas contiene en orden metódico y razonado, cuanto de justo y bueno hallaron sus autores en el derecho romano y canónico, y cuanto, poco, por cierto, pudieron encontrar de razonable en la legislación foral. Cierto es que el elemento ultramontano que convirtió el cayado de San Pedro en el cetro de fierro y oro; que crió la inmunidad eclesiástica, con esos fueros exorbitantes, con esos tributos insoportables que pesaban sobre los pecheros, tuvo amplio desarrollo en esas leyes, que si encontraron, con justa razón, resistencia en su época, causaron después complicaciones y males que no alcanzó a evitar el gran principio consignado en ese mismo Código, de que «las exenciones del clero dimanan de la concesión de los Gobiernos».

 

Ni los límites ni el objeto de este estudio, nos permiten apuntar siquiera, un ensayo de análisis crítico de las Leyes de Partida, desde el punto de vista científico, ni aun en toda su extensión, en el histórico legal. Bástenos repetir lo que de todos es sabido: que formado este Código durante diez años de trabajo (de 1256 a 1265), don Alfonso el IX, en lucha con la nobleza, no pudo o no creyó prudente sancionarlo como ley, aunque sin duda sí lo dio a conocer como un trabajo científico, pues que a él se hace referencia en las Leyes del Estilo y del Fuero. Quedó, pues, sin sanción hasta un siglo después, en que don Alfonso XI, en el Ordenamiento de las Cortes de Alcalá, año de 1345, dio por suyas esas leyes, después de haberlas mandado «requerir e concertar e enmendar en algunas cosas que cumplían».

El Ordenamiento de Alcalá fue, en la esfera práctica, de   mayor importancia sin duda, que el Código de las Partidas. Refundidos en él los elementos de la legislación indígena, leyes dadas en Villarreal, leyes de las Cortes de Nájera y Fuero Viejo, con otras de grave importancia; concertado en Cortes, especie de ayuntamientos, formados de los procuradores del «clero, de la nobleza y del pueblo», en que éstos dirigían peticiones al Rey, a que éste respondía; y sobre todo, sancionado en ocasión de que el poder real había ya arraigádose en España, pudiéronse en ese Ordenamiento introducir trascendentales reformas en la organización judicial, en la tramitación de los juicios, y señaladamente en el alcance de las obligaciones, enunciándose el gran principio que da a éstas como vínculo, la voluntad, y como extensión, la posibilidad, y abrogándose de una vez el sistema formulario de los romanos, que rompía el equilibrio de la ley civil con la sanción moral. Por éste y otros méritos, entre los que no es el menor, el haber sancionado las Leyes de Partida, el Ordenamiento de Alcalá, cuya promulgación reprodujo el rey don Pedro, dividido en 32 títulos, es uno de los monumentos más preciosos de la legislación española, y el que mayor influencia ha ejercido en ella.

Sin declararnos en favor de ninguna de las opuestas opiniones que respecto del origen de las Ordenanzas Reales u Ordenamiento de Montalvo, formadas por el doctor Alonso Díaz de Montalvo, sostienen por una parte los doctores Asso y de Manuel, y por la otra los señores Martínez, Marina y Llamas y Molina, creemos poder asentar que esa colección de leyes, ya se suponga formada de autoridad privada, ya de orden real, no recibió formal y expresa sanción; pero sí fue admitida en la práctica de los tribunales, pues que se hallan citadas sus disposiciones en las peticiones que se dirigieron a las Cortes de Valladolid y de Madrid; mereció un notable comentario del doctor Diego Pérez, y lo que es más importante,   muchas de sus leyes forman parte de las de Toro, incluidas en la Recopilación de Castilla. Tal como ha llegado a nosotros esa colección, se halla dividida, de conformidad con la primera edición de 1484, en ocho libros, éstos en títulos y los títulos en leyes.

Réstanos, para completar el cuadro de los elementos constitutivos de la legislación española, hablar de las leyes formadas por orden de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel, y sancionadas en nombre de su hija, doña Juana, en las Cortes de Toro, en el año de 1505. En ellas, reproduciéndose la ley del Ordenamiento de Alcalá que fijaba la prelación de los diversos Códigos, se dio nuevo vigor, aunque mermándolos, a los fueros de los nobles y a la preponderancia eclesiástica, y con el pretexto de aclaraciones de la legislación antigua, se echaron los cimientos de la amortización civil, con la creación y extensión de los mayorazgos y mejoras, institución que caracteriza una de las fases en el orden económico y social de la monarquía absoluta en España, y que preparó, coincidiendo con el descubrimiento de las Américas, la época de su mayor, pero transitorio engrandecimiento. La institución de los mayorazgos creó una clase de exentos, nobleza plebeya a título de riqueza, en mengua y reemplazo de la antigua, como la Inquisición más tarde substituía a los guerreros Obispos y orgullosos Abades, con los cobardes y crueles agentes del Santo Oficio. Los últimos representantes de esa vigorosa raza, que luchó durante siete siglos contra el agareno, desaparecieron en los campos de Villalar; y al rodar las cabezas del obispo Acuña y del noble Juan de Padilla, quedó sólo con vida la heroica esposa de éste, para sufrir y llorar. Así quedó también con vida, para ser esclavo, el pueblo español bajo el yugo del poder absoluto, que apagó sus bríos y su noble ardimiento con la triple abyección del fanatismo religioso, del necio orgullo   nobiliario y de la vejatoria insolencia de ese linaje de ricos holgazanes, cuya manera de ser reglamentaron las Leyes de Toro. Jovellanos y Prescott atribuyen los fatales resultados de esas leyes, más que a ellas, a las doctrinas de sus glosadores; pero si Palacios, Avendaño, Cifuentes y otros muchos tal hicieron, y si los monarcas españoles desoyeron las reiteradas quejas que a ellos contra esas leyes se elevaron, preciso es convenir en que esos resultados lo fueron más que de la influencia doctrinaria, de la más poderosa de una política con vigoroso esfuerzo sostenida.

Consideramos como el último de los trabajos trascendentales de la antigua legislación española a las Leyes de Toro, porque esos otros cuerpos de leyes que se llamaron la Nueva Recopilación, y tres siglos más tarde la Novísima Recopilación, no revelan un pensamiento, ni dejan traslucir un intento jurídico o social, por más que en la mente de los que las mandaron formar hubiese estado reunir en un solo cuerpo de leyes las antiguas y las nuevas, conformándolas y ordenándolas. La Nueva Recopilación (y los autos acordados, que como suplemento se iban agregando), publicada de orden y autoridad de Felipe II, en 1557, son, en su conjunto uniforme y inconexo, en sus pormenores contradictorios y desordenados, el indicador del abatimiento de una sociedad dominada por el poder absoluto. Los que formaron esa absurda compilación de leyes, no fueron ni los hombres de la tradición; fueron los obreros mecánicos que amontonaron leyes sin clasificación, sin criterio, sin resultado y sin razón. El señor Martínez Marina, en su importante obra Ensayo crítico sobre la Novísima Recopilación, ampliamente expende los fundamentos de ese juicio, que a algunos podrá parecer exageradamente severo, pero que no es por ello, menos justo.

Y en verdad que no era de esperarse obra mejor en la   época en que se formó. No han sido nunca los periodos de gloria y poderío de las naciones, representados por el poder absoluto, los en que han aparecido los monumentos legislativos; y si como por ejemplo en contrario se presentara el Código Napoleón, reivindicaría la paternidad de él, la Revolución Francesa, que fue la que incubó los gérmenes fecundos que en ese Código se desarrollaron. Napoleón, heredero de la Revolución, dio a la Francia y al mundo su Código; Felipe II, heredero de la Edad Media, con sus elementos de dominación, mandó formar y sancionó la Recopilación de Castilla, no mejorada por cierto en la Novísima, formada en los tiempos más ilustrados de Carlos IV. En 1804, se publicaba en Francia el Código Civil, en 1805 (15 de julio) se mandaba promulgar y ejecutar como ley del reino de España la Novísima Recopilación. ¡Extraño contraste entre dos pueblos vecinos, que durante muchos siglos habían caminado al frente de la civilización!

Pero involuntariamente hemos avanzado tres siglos. Estamos en la época histórica de la Nueva Recopilación. Estamos en el siglo XVI, siglo en que comienza la existencia europea de las Américas y se abre el período de lo que podemos llamar nuestro derecho. Pasemos, pues, al período colonial.

 

- II -

 

La célebre Bula del papa Alejandro VI, el Testamento de la reina doña Isabel la Católica, y los escritos de fray Bartolomé de las Casas, son los monumentos del origen del derecho y de la idea política que le presidió, y de la forma positiva con que se ejercitó el de la soberanía sobre las Américas de los Reyes de España. «Et ut tanti negotii -dice   la Bula- provinciam Apostolicam gratiae largitati donati, liberius et audacius assumatis, motu proprio, non ad vestrum, vel alterius per vobis super hoc Nobis oblatae petitionis, instantiam, SED DE NOSTRA MERA LIBERALITATE, ET CERTA SCIENTIA, DE APOSTOLICAE POTESTATIS PLENITUDINE, omnes insulas et terras firmas inventas, et inveniendas, detectas et detegendas versus Occidentem et Meridiem, fabricando et construendo unam lineam a Polo Artico, scilicet Septentrione, ad Polum Antarcticum, scilicent Meridiem..., cum omnibus illarum dominiis, civitatibus, castris, et villis, juribusque et jurisdictionibus, ac pertinentiis universis vobis, haeredibus et succesoribus vestris (Castellae et Leonis Regibus) in perpetuam tenore praesentium DONAMUS, CONCEDIMUS ET ASIGNAMUS... CUM PLENA, LIBERA ET OMNIMODA POTESTATE, AUTORITATE ET JURISDICTIONE, FACIMUS, CONSTITUIMUS ET DEPUTAMUS». En su testamento, la reina Isabel mandaba «que los indios fuesen bien tratados, y con dádivas y buenas obras atraídos, a la religión, castigándose severamente a los castellanos que los tratasen mal», precepto que estaba en consonancia con las instrucciones dadas por ella a Ovando, cuando éste pasó al Nuevo Mundo, y en las que se encontraba esta cláusula expresa: «que todos los indios de los españoles fuesen libres de servidumbre, y que no fuesen molestados de alguno, sino que viviesen como vasallos libres, gobernados y conservados en justicia como lo eran los vasallos de los reinos de Castilla». Cómo este buen intento de la esclarecida Reina fue cumplido y obsequiado, en las que se llamaron encomiendas, lo reveló al mundo el Venerable Obispo de Chiapas en todos sus escritos, y con él, por si de exagerado se le acusara, los pocos testigos imparciales que al tiempo que él, vinieron a la América. Fray Pedro de Córdova, Viceprovincial de los dominicos de Indias, en carta dirigida al Rey, inédita hasta no hace muchos años, le decía: «Por los cuales males et duros   trabajos los mesmos indios escogían de se matar: que ves ha venido de matarse ciento juntos. Las mujeres, fatigadas de los trabajos, han huido el concebir y el parir, porque siendo preñadas o paridas non tuviesen trabajo sobre trabajo». He aquí los tres elementos constitutivos de las nuevas sociedades en las colonias españolas: el elemento religioso representado en el catolicismo del padre de César Borgia; el elemento político de fusión, en la abuela de Carlos V; el elemento de tiránica y bárbara avaricia, resto del feudalismo de la Edad Media, trasplantado a América, en sus conquistadores, en sus gobernantes y en los colonos; el sacerdote, el rey y el soldado, esos tres tiranos contra los que la Reforma se levantaba severa e imponente en el Norte de Europa, iniciando la lucha terrible que ha llenado, sin concluir, el largo periodo de tres siglos, durante los cuales la América española reportó su yugo inquebrantable.

Pero es necesario, con el justo criterio histórico, no juzgar ni al misionero, ni a los soberanos de España, ni al pueblo que vino a colonizar el Nuevo Mundo, como si esa predicación y esa conquista tuviesen lugar en nuestros tiempos. La España mandó a las Américas todos los elementos de civilización que ella tenía en el siglo XVI, y si secuestró sus Colonias del movimiento regenerador que conmovía a la Europa; si las segregó del resto del mundo, quedando así el Nuevo, como el patrimonio de un pueblo y de sus reyes; si fue propósito de éstos que sus colonias permanecieran estacionarias, en la marcha progresiva de la Europa; si de la raza vencida formó, a título de protección humanitaria, una casta de hombres reducidos por el privilegio de minoridad a no tener ni personalidad social, ni propiedad individual, ni aspiraciones, ni esperanzas; esos títulos de acusación, en la gran residencia de los pueblos y de los reyes ante la historia, no pueden con justicia recaer ni contra el pueblo, ni   contra los reyes que iniciaron la fundación de estas colonias. En buena hora que se anatematice el derecho de conquista, sancionado por el sucesor de San Pedro, en uso de las facultades que le delegó Jesucristo; en hora buena, que despojando de la careta y del coturno heroico a los soldados conquistadores, se arroje a su memoria el epíteto de bárbaros y malvados, usado por el poeta laureado de la libertad española; todo ello, si importa un cargo al tiempo y a los elementos de la civilización de España, no lo es a un pueblo que no pudo dar más de lo que tenía él: tiranía teocrática y política como elementos de mando; algunos preceptos humanitarios, como elemento especulativo de gobierno, pocas veces puestos en práctica; inmovilidad absoluta en el orden intelectual y moral 8.

Tales son los rasgos prominentes que se desprenden del estudio, en el fondo, del Código especial, que con el nombre de Recopilación de las Leyes de Indias, mandó formar y sancionó don Carlos II en 18 de Mayo de 1680 y del que principalmente debemos ocuparnos, al tratar de este importante periodo de la historia de nuestro derecho. La Recopilación de Indias es la colección más abundante de todas las formadas por autoridad real. En nueve libros y ciento diez y ocho títulos, contiene seis mil cuatrocientas cuarenta y siete leyes, número mayor que el de las leyes de la Recopilación de Castilla (3.391), que el de las de la Novísima (4.036) y con mucho, más que el de las de los otros códigos españoles 9. Pero en vano, en esas divisiones y subdivisiones en que se colocaron   esas leyes, se buscaría el pensamiento de orden, la idea de refundición del compilador. Ese cuerpo de leyes es un caos en que se hacinaron disposiciones de todo género, mezcladas, confundidas, sin razón de ser; las derogatorias, con las derogadas; las de importancia trascendental, con las de interés transitorio; y todas ellas referentes a instituciones, a cosas, a personas, que se presuponen creadas por la misma ley, y ello que esa compilación comprende una legislación nueva y que abraza apenas un periodo de poco más de un siglo. La Recopilación de Indias tiene por única guía racional, el copioso índice de palabras que se halla al fin, y que es la obra de mayor mérito científico que en ese libro se encuentra.

Pero si ello es así en cuanto a la forma, ¿qué es ese Código en sí, y qué comprende bajo el punto de vista jurídico? Hemos indicado cuáles son, en nuestro concepto, los rasgos característicos de la legislación española en sus colonias; vamos ahora a ensayar un examen crítico de esa Recopilación, aunque no sea tan compendiado cual lo exigen los estrechos límites de este estudio, y tan poco profundo, como obra nuestra; que no tiene otros precedentes que las alabanzas presuntuosas de unos, y las críticas apasionadas de otros, de las leyes españolas relativas a las Américas.

Fechas

Códigos

Libros

Títulos

Leyes

693

Fuero Juzgo

12

55

560

992

Fuero Viejo

35

33

229

1255

Fuero Real

4

72

559

1263

Siete Partidas

7

182

2.479

1310

Leyes del Estilo

"

"

252

1348

Ordenamiento de Alcalá

"

35

125

1490

Ordenamiento Real

8

115

1.133

1567

Nueva Recopilación

9

314

3.391

1745

Autos Acordados

"

110

1.134

1805

Novísima Recopilación

12

330

4.036

1680

Recopilación de Indias

9

218

6.447

 

 

___

_____

______

 

 

89

1.543

20.335

En hora menguada, de tribulación y de miseria para España, y bajo el reinado del último representante de la casa de Austria, el poco instruido y en demasía fanático, débil y enfermizo Carlos II, se formó y publicó el Código de que nos ocupamos; y ese rey que celebró sus bodas con Isabel de Orleans con un auto de fe, en que fueron quemados vivos veintidós herejes, escribía en la primera ley de las Recopiladas de Indias: «Mandamos a los naturales y españoles... que firmemente crean y simplemente confiesen el Misterio de la Santísima Trinidad... los Artículos de la Fe, y todo lo que tiene, enseña y predica la Santa Madre Iglesia, Católica, Romana; y si con ánimo pertinaz y obstinado erraren, y fueren endurecidos en no tener y creer lo que la Santa Madre Iglesia tiene y enseña, sean castigados con las penas impuestas por derecho, según y en los casos que en él se contienen». Como muestra de esas penas citaremos la ley 25 del mismo título I, libro I, en que el grave y poro risueño rey don Felipe IV, castiga el pecado cometido en contravención al segundo precepto del Decálogo, con diez días de cárcel y veinte mil maravedís, por la primera vez; con treinta días de cárcel y cuarenta mil maravedís, por la segunda; y con cuatro años de destierro o presidio o galeras por la tercera, sin perjuicio de que, cuando el no tuviera bienes, se conmutase la pena pecuniaria en otra pena, sin poderse moderar, ni hacer remisión alguna de ellas.

Decíamos que esta ley es de don Felipe IV; pues bien, en otra, que se dice ser del emperador Carlos V y del Príncipe Gobernador, de fecha 3 de Octubre de 1543, hallamos esta redacción, que por sí sola recomienda a los que formaron el Código: «Por la ley 25, tít. I, lib. I de la Recopilación, está ordenado lo conveniente sobre prohibir los juramentos... Y porque conviene que los blasfemos sean castigados, Mandamos, etc.». Poner en boca y nombre de Carlos V, una referencia   a un Código que se formó siglo y medio después y la cita de una ley promulgada por su biznieto, es desacierto que ni en la Nueva Recopilación de Castilla se cometió.

Las otras leyes del tít. I, lib. I, de donde tomamos las dos referidas, se ocupan de recomendar que se bautice a los indios y de reglamentar las fiestas del Santísimo Sacramento; entre otras se encuentra una (la 26) que merece una especial mención. Mándase en ella: «que los Virreyes, Oidores, Gobernadores y otros Ministros y todos los demás cristianos que vieren pasar por las calles al Santísimo Sacramento, sean obligados a arrodillarse en tierra, y hacer la reverencia y a estar así hasta que el Sacerdote haya pasado y a acompañarle hasta la iglesia de donde salió; y no se excuse, dice la ley (que también es de don Felipe IV), por polvo, ni lodo, ni otra causa alguna y el que no lo hiciere pague seiscientos maravedís, que se dividirán, dos partes para los clérigos que fueron con Nuestro Señor, y la tercera parte para la justicia que la ejecutare. Y a los indios infieles castíguelos la justicia con pena arbitraria». Tenemos, pues, en este título asentados estos principios: se manda CREER; se castigan los ERRORES; se penan los PECADOS y se abate la dignidad de los altos funcionarios, de los representantes de la autoridad real, hasta obligarlos a arrastrarse por el lodo delante de un sacerdote, a quien se pace partícipe del producto de la pena pecuniaria que se impone. Ésta y otras muchas leyes no fueron, sin duda, dictadas por el sentimiento religioso; no fueron inspiradas por el respeto a la Divinidad, que en ellas se halla subalternada al sacerdote; fueron inspiradas por éste y para éste, que es el que alcanza medra y provecho del desacato y de la sanción penal.

El título II dedica sus 22 leyes a dar reglas sobre la erección y fundación de las catedrales y parroquias. En los primeros tiempos -y no hay que contar estos por siglos-   la Real Hacienda proveyó en gran parte a esas fundaciones; pero ya en 1552 se mandó que las catedrales y parroquias se edificasen dividiendo los gastos de la obra y edificio en tres partes: la una, a cargo de la Real Hacienda, la otra a cargo de los indios del Arzobispado u Obispado, y la tercera, por cuenta de los encomenderos, que eran señores de indios, que formaban su patrimonio de los tributos por éstos pagados. Era de cargo exclusivo de los indios la construcción de las casas para los clérigos, anexas a las iglesias, y de los encomenderos proveer de lo necesario al culto y ornamento de las iglesias. Vemos, pues, que con una tercera parte de los costos, y eso por una sola vez (ley 5.ª) con que contribuía la Real Corona, los Reyes de España, a vuelta de la reputación de piadosos, alcanzaban el título canónico de fundadores, título, que como veremos después, era un elemento importante de la política de la Metrópoli en las colonias.

 

Consecuente con ella, en el título III sobre la Fundación de Monasterios, los Reyes de España no aparecen para con las órdenes religiosas tan dadivosos en hacienda y protección. Prohibieron la erección de conventos sin la previa, expresa y formal licencia real; mandaron que estuviesen los edificios seis leguas distantes unos de otros; se reservaron el derecho de construirlos por su cuenta y previnieron que las casas fueran moderadas y sin exceso. Al primer aspecto, estas leyes parecen encarnar el pensamiento de acortar en beneficio de los pueblos la influencia de los Regulares; y sería de difícil explicación tal conducta, si no se tuvieran en cuenta otros antecedentes, en época en que en España aquella influencia era poderosa, y en un país cuya conquista se había afirmado, más que bajo la espada del soldado, bajo la cruz del misionero. Pero esta última circunstancia es la que explica esa frialdad, esa tendencia restrictiva de los reyes españoles. Los religiosos que no predicaban en nombre del rey   de España, sino en nombre de un Dios de clemencia y perdón; los religiosos que contaron en su seno a esos apóstoles de la humanidad, que se llamaron las Casas y Serra y Gante y que defendieron, y protegieron, y consolaron al pueblo vencido, eran una entidad poderosa en América, no querida de los encomenderos, mal avenida con el alto clero, y de la que recelaban los monarcas españoles. Preciso y justo es no olvidar que el misionero, el religioso, el fraile, fue en los primeros tiempos de la conquista el único amigo del pueblo conquistado, con quien estaba en contacto, y por eso fue al que menos protegió la ley, pero el que a pesar de ella asentó más sólidamente su influencia.

No nos detendremos en los dos títulos siguientes sobre Hospitales y Cofradías e Inmunidad de las iglesias, porque respecto de los primeros, no hallamos más que disposiciones reglamentarias de poco interés, siendo aun de menor las que se refieren a la inmunidad local eclesiástica. El título VI, sí contiene mucho de importante, aunque sus disposiciones no pasan tampoco de la esfera de reglamentarias.

Es materia de este título el Patronazgo Real de Indios, y tal derecho se dice derivado, tanto de haberse descubierto y adquirido el Nuevo Mundo y haberse edificado en él Iglesias por los Reyes de España y a su costa, como de haberse concedido expresamente por Bulas de los Sumos Pontífices. En las cincuenta y una leyes de que este título se forma, se dan reglas y preceptos sobre el número de beneficios eclesiásticos, formas y requisitos de su provisión, comprendiéndose en esos beneficios los Arzobispados, Obispados, Abadías, Dignidades, Canongías, Raciones y medias raciones de las Catedrales y Colegiatas, Sacristías, Curatos y Doctrinas. Ese derecho de Patronazgo fue la piedra angular del gobierno de los monarcas españoles en América. Su origen histórico tal vez se remonte a los primeros siglos de nuestra era, que a falta de   escritores contemporáneos, el panegírico y la leyenda católica llenan con el lábaro y las dudosas virtudes de Constantino; pero el inmediato y próximo se hacía derivar, según hemos visto, conforme a la doctrina canónica, de haber los reyes de España descubierto y adquirido el Nuevo Mundo y de haber fabricado en él iglesias y monasterios, y de las Bulas de los Sumos Pontífices. Examinemos, aunque sea someramente, la legitimidad de estos títulos.

Decíamos poco antes que a poca costa alcanzaron los reyes de España la importante calidad de fundadores de iglesias; pero la importancia de este servicio no puede ser debidamente apreciada, sino teniendo en cuenta una circunstancia trascendental e importante. El dadivoso papa Alejandro VI, que en ejercicio de la autoridad apostólica, concedió a los reyes españoles el dominio de las Américas, en la Bula Eximiae derotionis sinceritas de 10 de Diciembre de 1501, les concedió también, aunque no motu propio, sino a petición de los reyes don Fernando y doña Isabel, el derecho de cobrar y aplicar a su provecho los DIEZMOS, cuya cobranza y aprovechamiento tuvo siempre la Iglesia católica, como un derecho inalienable del sacerdocio. Los reyes de España aprovecharon poco para sí de esta concesión, pero de ella usaron trasladando a las catedrales, por vía de graciosa donación, este derecho, cuyos productos sirvieron también para edificar los templos, que daban ser al patronato. Respecto del otro título que se invoca, a saber, las Bulas pontificias, no ha llegado a ser conocida más que la del belicoso Julio II, Universalis Eclesiae regimini, que contiene la concesión expresa del patronato, de una manera especial a los reyes don Fernando y a su hija doña Juana, pero que no está de acuerdo con las decisiones posteriores contenidas en la sess. 25, cap. 9 de Reformat. del Concilio de Trento.

Indicamos estos méritos irritantes de los títulos del Patronazgo   o Patronato, como se llama en nuestro idioma moderno, porque ellos hacen resaltar el verdadero carácter de la política de los reyes de España. En la primera ley del tít. VI que examinamos, se da a ese derecho un origen independiente, exento de todo menoscabo; la concesión pontificia se tiene más bien como un reconocimiento, que como fuente y origen del derecho, y con él se pretendió llevar a cabo la absorción completa de los poderosos elementos religiosos, que se ponían en juego como medios de mando y de gobierno. La doctrina y la predicación vinieron en apoyo de esa política; ya Gregorio López, en la ley 1.ª, tít. I, Part. 2.ª, llama a los Reyes de España Vicarios Apostólicos y los religiosos Manuel Rodríguez, Alfonso de Veracruz, Juan Bautista, Luis Miranda y otros muchos, en obras de diversa importancia, derramaron la doctrina de ser el rey VICARIO NATO APOSTÓLICO, LEGADO PONTIFICIO. El último de los citados, en su Manual de Prelados, exprésase así: «Quod Romani Pontifices quoad Indias Occidentales, et earum causas, fecerunt reges Castellae et Legionis suos Legatos, et Commisarios, CUM PLENARIA POTESTATE ADMINISTRANDI TEMPORALIA, VERUM ETIAM SPIRITUALIA»10.

 

Con estos antecedentes, puede fácilmente ya comprenderse el mecanismo de la rueda motriz del gobierno español. Era el Papa vicario de Jesucristo; el rey de España, vicario nato del Papa; la personificación en consecuencia de Jesucristo, se refundía en la del monarca, y la religión fue el elemento principal del gobierno, como el gobierno tuvo por necesidad, para cubrir su absorción, que vestirse del ropaje y de las formas clericales. Así, el principio religioso no pudo asentarse en América sino bajo la forma, con los medios y con los fines, demasiado mundanos por cierto, de la política conquistadora, y así también, el gobierno tuvo que ser el hipócrita   pero decidido defensor de la fe, de la disciplina y del sacerdocio católico. De este impuro consorcio nació ese monstruo lanzado a España por Sixto V y los Reyes Católicos, con cien bocas más insaciables que las de los leones de Venecia; sin vida, ni corazón; con la cabeza erizada de serpientes, que silbaban entre nubes tempestuosas, a que se llamaba el cielo; con los pies apoyados sobre hogueras, símbolo del infierno; con un brazo que se llamaba espiritual y el otro secular, adornados con los instrumentos de mil horrorosos suplicios, vestido de hierro y púrpura, coronado de la triple diadema, que se llamó TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN, EL SANTO OFICIO11.

De ese mismo consorcio nació el tribunal de la Santa Cruzada, encargado de recaudar para el Rey de España, el precio de indulgencias, perdones, composiciones de ricos y difuntos, vendiéndose así los tesoros del cielo, y poniéndose precio al derecho aun de comer lacticinios y carnes en ciertas épocas del año, todo en nombre de Dios, de San Pedro y de los Papas. Dícese que Julio II y Gregorio XIII hicieron tal concesión respecto de América a los Reyes de España, que de inmemorial costumbre la tenían en sus antiguos dominios; pero don Fabián de Fonseca y don Carlos de Urrutia en su Historia de la Real Hacienda, dicen no haber podido encontrar su diligencia en los monumentos de la Metrópoli, las bulas   Juliana y Gregoriana; refiérense a antiguos usos; trasladan una Cédula de 1.º de Octubre de 1611, en que se hace mención de otra Bula de Clemente VIII; copian el auto acordado de la audiencia de México, de 1614, y haciendo referencia a la Bula de Benedicto XIV, de 4 de Marzo de 1760, transcriben el Reglamento expedido por don Juan Güemes de Horcasitas, Conde de Revillagigedo, en el que se hallan insertas la Cédula Real y la Bula en virtud de las que, la recaudación y aprovechamiento de esa venta de indulgencias y perdones, quedó definitivamente secularizada, cesando el Tribunal y Comisaría, que antes tenían carácter eclesiástico12.

Tenemos ya traspasado así el poder real hasta el controvertido derecho de cobrar el precio de las gracias espirituales; nada, pues, faltaba al rey de España para ser el Sumo Sacerdote, y con tal carácter vemos, en la legislación de Indias, reglamentarse la manera de ser de los Arzobispos y Obispos, de los concilios provinciales, de los jueces eclesiásticos y conservadores, de las dignidades y prebendas, de los clérigos, de los religiosos, de los curas y de los misioneros, de los diezmos, de las mesadas eclesiásticas, de las sepulturas y derechos eclesiásticos, de los qüestores y limosnas, del Santo Oficio y de la Santa Cruzada, y al último, para poner aún bajo su protección opresora la inteligencia de las generaciones del porvenir, la creación de las Universidades y reglamento de estudios de Indias, y en el título final, quince leyes todas de restricción y prohibición, sobre «los libros que se imprimen y pasan a Indias».

 

Cuando al doblar la última página de ese libro 1.º de la Recopilación de Indias que hemos brevemente analizado,   dirigimos la vista sobre el cuadro de la historia y buscamos en ella la personalidad de esos Vicarios natos Apostólicos, de esos legados del Pontificado; de esos REYES CATÓLICOS, vemos, no más que cinco años después de la conquista de México, al condestable de Borbón y a Jorge de Frundsberg, asaltando las murallas de Roma, en nombre de Carlos V; vemos caer muerto al uno, y apoplético al otro de esos jefes de un ejército feroz, y a éste, que llevaba preparadas sogas de seda y oro para ahorcar a los cardenales y al último Papa, lanzarse en la ciudad eterna, degollar a todos los defensores de ésta, forzar conventos y robar religiosas que caían en brazos de la soldadesca desenfrenada; profanar los templos y los altares, convirtiéndolos en mesas de banquete, en las que servían de vajilla los vasos sagrados; arrojar las Bulas de los Pontífices a los establos; y en farsa, parodia de los cónclaves, degradar al Pontífice y proclamar a Lutero en su lugar. Y en el fondo de este cuadro de exterminio, vemos destacarse la figura del Vicario de Jesucristo, del papa Clemente VIII, refugiado primero, y preso después en el Castillo de San Angelo, contemplando desde sus torres la devastación de la Metrópoli del mundo, en nombre del rey católico; devastación que en barbarie excedió a la de las hordas conducidas por Alarico.

Pero poco más tarde, vemos también al Duque de Alba segunda vez bajo los muros de Roma, amenazando al iracundo Paulo IV; vemos a éste abandonado del Duque de Guisa, el que decía que «Dios se había vuelto español»13, reducido a la última extremidad, pero vigoroso y alérgico, vencido, dictar a Felipe II las condiciones de un tratado que parecían dictadas por el vencedor. Estipulose en él que el Duque de Alba   demandase públicamente perdón, por haber hecho armas contra la Santa Sede. La altivez del Duque de Alba lastimose de humillación tan cruel, que fue a herir en el corazón al monje de San Yuste en su retiro, al ver tan pronto opacarse sus guerreras glorias. ¿Esta humillación importó la exaltación del principio religioso? No: Julio II y con él sus sucesores, quisieron trocar el cayado de San Pedro, por la espada de San Pablo; Felipe II recogió ese cayado y en él embotó su espada de guerrero. Cuando los Papas se hicieron capitanes, los Reyes Católicos quisieron hacerse Papas.

Creímos importante estudiar el mecanismo del gobierno español, sobre la base religiosa, que da en nuestro concepto la clave para explicar la razón de graves acontecimientos jurídicos y sociales que se han consumado en nuestro país, tres siglos después, y por eso nos hemos detenido más de lo que hubiéramos querido en el libro I de la Recopilación de Indias. Pasemos al segundo, que nos presenta en sus 34 títulos la completa organización administrativa y judicial desde la forma de la ley (Cédulas) hasta la creación de esas entidades, representantes del poder absoluto, que se llaman «Visitadores», y que en algunas ocasiones tantos males causaron a las Colonias. Vemos, pues, creado y reglamentado el Consejo Real de Indias, con facultades legislativas, administrativas y judiciales, aunque reducidas éstas al conocimiento de los recursos extraordinarios; tenemos pormenorizadas su organización y en ella las funciones del Presidente, del Gran Canciller, del Fiscal, de los Secretarios, del Tesorero, del Alguacil mayor, de los Relatores, del Cronista, del Cosmógrafo y Catedrático de matemáticas y de los Alguaciles, Abogados y Procuradores, porteros y demás empleados del Consejo Real de Indias. ¿Qué fue éste, qué influencia ejerció en el Gobierno Colonial? De las leyes que tenemos a la vista, mera y nimiamente reglamentarias, no es posible deducirlo, y   el estudio histórico nos está prohibido por los límites de esta Introducción. Diremos, sin embargo, que en nuestro concepto, el Consejo Real de Indias, fue en mucho benéfico a las Colonias, si no de una manera, directa y positiva, sí haciendo prevalecer en muchas ocasiones los principios de justicia y de equidad, sobre graves y arraigados abusos.

Subordinados a ese Real Consejo se hallaban las Audiencias, y a éstas, dentro de sus distritos jurisdiccionales, los gobiernos, corregimientos y alcaldías mayores, que formaban el conjunto de la máquina administrativa, en todas sus ramas, de las que una era el poder judicial. La Audiencia y Cancillería Real de México en la Nueva España, fue creada por Cédulas de Carlos V, de 29 de Noviembre y 13 de Diciembre de 1527, y confirmada por los reyes sucesores, hasta Felipe IV, en la Recopilación de Indias que examinamos. Formaban esa Audiencia un Virrey, Gobernador, Capitán General y Teniente Real, su Presidente, ocho Oidores, cuatro Alcaldes del crimen, dos Fiscales, un Alguacil mayor, un Teniente del Gran Canciller y otros oficiales subalternos. Su distrito jurisdiccional se extendía a lo que propiamente se llamaba Nueva España, comprendiendo las Provincias de Yucatán, Cosumel y Tabasco; por el Seno Mexicano hasta el Cabo de la Florida, y por el Sur hasta los límites de la Audiencia de Guatemala. En la ciudad de Guadalajara había otra Audiencia con un Presidente, cuatro Oidores, un Fiscal, un Alguacil mayor, un Teniente de Cancillería y los demás oficiales necesarios; tenía por Distrito jurisdiccional las Provincias de Nueva Galicia, las de Culiacán, Copala, Colima y Zacatula; por el Oriente, la Audiencia de Nueva España; por el Sur, el mar del Sur; y por el Norte y Poniente, las Provincias no descubiertas. El Presidente de esta Audiencia, y en su defecto la Audiencia misma, tenían a su cargo el gobierno de esas Provincias.

 

Tal fue la primitiva organización de las Audiencias en este país; su poder puede medirse por el tenor de la contradictoria Ley 15 del tít. 15, del lib. II de la Recopilación que examinamos. Carlos V mandó que todas las autoridades, Municipios y personas de las Indias, cuando por los Presidentes y Oidores de las Audiencias fueren requeridos de paz o de guerra, hagan y cumplan todo lo que mandasen y proveyesen, pena de caer en mal caso, y en las otras penas en que caen e incurren los súbditos y vasallos que no acuden a sus reyes y señores naturales. Esta disposición fue modificada en las Ordenanzas de Audiencias, previniéndose, que donde el Presidente fuese Capitán General, sólo él hiciese convocatorias de guerra. La Audiencia de Guadalajara quedó sujeta al Virrey de Nueva España14, y las dos Audiencias, a éste, en negocios de gobierno, guerra y hacienda15, dejando a aquélla el derecho de vigilar, avisar y advertir. Reducida la competencia de las Audiencias, fue ésta más expresamente definida, previniéndose que no se entrometerían a conocer en primera instancia de las causas civiles y criminales16, con excepción de los casos expresamente prevenidos por la ley. De este género eran los negocios relativos a encomiendas, repartimiento y despojo de indios, a protección a éstos impartida en caso de abuso de los encomenderos, a negocios de la Real Hacienda, y a los casos de Corte, conforme a las leyes de Castilla. En medio del desorden con que las leyes de este libro están compiladas, se percibe el pensamiento de orden, de organización y de justicia, que presidió a ellas. Detallados los deberes y obligaciones de todos y cada uno de los funcionarios del orden judicial; fijados los límites de sus atribuciones, se encuentran cuantas disposiciones preventivas se tuvieron por necesarias, para hacer   expedita, en lo posible, y atenta la índole de los procedimientos, la administración de justicia. Si en ello no se siguió el mejor de los sistemas, fue el adoptado sin duda el que en los tiempos en que se puso en ejecución, prestaba mayores garantías. Comparada la organización de las Audiencias en las Colonias españolas, aun con las de la Metrópoli, y más que con ellas, con los Parlamentos de Francia, se percibe una ventaja manifiesta en favor de aquéllas. La benéfica influencia de esa institución ha dejado sentirse en nuestro país, creando costumbres jurídicas, que mucho es de temerse acaben de olvidarse y de perderse.

De los 16 títulos de que se forma el libro III, diez, del 4.º al 13.º, pueden considerarse como el primitivo Código Militar, de que no nos ocuparemos, si no es llamando la atención sobre la ley 8.ª de ese título 13.º, en la que se impone la pena de muerte a todo el que tratare o contratare con extranjeros de los reinos de España, de cualquiera nación que sean, o cambiaren o rescataren oro, plata, perlas, piedras, frutos y otros cualesquiera géneros o mercaderías. Esta ley, que se encuentra en el título de Corsarios y Piratas, es característica; iguala al pirata con el extranjero, y funda el sistema de monopolio, cuidadosamente seguido por el Gobierno español, y desarrollado en las leyes del título 27 del libro IX de la Recopilación, de que nos ocuparemos en su lugar.

La declaración legal de ser los Reyes de España, los dueños y señores de las Indias, y la promesa formal, bajo su real palabra de no enajenar, ni apartar, en todo o en parte, ni sus ciudades, ni poblaciones, por ninguna causa o razón en favor de ninguna persona, hállanse consignadas bajo los nombres de Carlos V, Felipe II y Carlos II, en la primera ley del título 1.º del libro III que examinamos, título que en lo   demás se ocupa sólo de precaver los derechos de patronato y regalías.

Reglamentada la manera de proveer oficios en el tít. 2.º, en que esmeradamente se combate el nepotismo, que ya desde entonces era sin duda enfermedad endémica de las Américas, en el tít. 3.º se define la personalidad de los Virreyes, cuyas facultades, honores y prerrogativas, como representantes de la persona del Rey, pormenorizadamente se detallan, siendo de notarse la prohibición expresa de que esos funcionarios trajesen consigo parientes, la limitación a tres años de la duración de su encargo17 y la autorización amplia que se les concedía para abrir caminos, hacer puentes e imponer comisiones para ese importante objeto. He aquí la barrera levantada contra la absorción, en las familias, de los cargos públicos; el celo de la autoridad real para que no se arraigase en la América la influencia de los altos funcionarios, algo de benéfica largueza para el adelanto de esas obras imperiales, para las que ahora nos encontramos débiles, consolándonos con la fantástica teoría de que los grandes monumentos, son el libro de la historia de las grandes tiranías. Ocúpanse los tres últimos títulos, de los informes y relaciones de servicios del ceremonial en los actos públicos y privados de los funcionarios y de la inmunidad y forma de la correspondencia con el Rey. Si mucho de curioso se encuentra en ellos, poco hay de importante para nuestro objeto.

 

Los libros IV y VI merecen, por el contrario, bajo el punto de vista histórico y tradicional, bajo el aspecto filosófico y social, un estudio más extenso, cuyos resultados nos vamos a atrever a apuntar. Esas leyes están en su mayor parte tomadas de las Ordenanzas de Poblaciones, formadas por Felipe II y que sin duda constituían un cuerpo de legislación   más ordenado, más preciso y consecuente que esos libros de la Recopilación. No hemos podido, a pesar de empeñosas averiguaciones, no ya tener a la vista, pero ni alcanzar noticias precisas de este importante Código; habremos por lo mismo de contentarnos con los datos que nos ministra el que analizamos.

Al asentarse el poder absoluto en España, al morir en Villalar las que se llamaron sus libertades municipales, y cuando sus hijos, guerreros y audaces, eran arrastrados bajo la bandera austríaca, a las guerras sostenidas en Europa por Carlos V, natural fue que se despertase la sed de descubrimientos en el Nuevo Mundo, campo abierto a las aspiraciones de la gloria, de la libertad perdida, y sobre todo de la avaricia y de la ambición. El esfuerzo individual de esos aventureros, debiose la conquista de México y del Perú. En la primera especialmente, desde el armamento con sus propios recursos, la dirección y los medios, el plan y la ejecución, el intento y la obra, todo fue exclusivamente de Cortés, que tal hacía, en nombre de un soberano que ni siquiera sabía que existiera un vasallo que tan inmensos servicios le prestaba18. Pues bien, ante este hecho histórico, que reconoce la sanción expresa de Carlos V en su Cédula de 1.º de Mayo de 1543 19, viene el precepto expreso de Felipe II, en esas Ordenanzas, en que prohíbe todo descubrimiento, entrada, población o ranchería sin licencia o provisión suya, bajo la pena de muerte, y por un exceso de pudor, difícil de concebir, manda que en las capitulaciones con los descubridores se excuse la palabra conquista, y se use la de pacificación y población, no siendo en ningún caso los gastos de esos descubrimientos y poblaciones a costa de la Real Hacienda20.

Fijadas así las bases de los futuros descubrimientos -cuyo objeto principal era, por supuesto, la predicación y enseñanza de la Religión Católica- diéronse las reglas para los descubrimientos por mar y por tierra, determinándose las facultades de los Adelantados 21 y se dictaron curiosas disposiciones sobre la forma y manera con que debían construirse las poblaciones. Quería Felipe II que una vez resuelta la fundación de una Ciudad, Villa o Pueblo, se tuviera en cuenta que el terreno fuera saludable, reconociendo «si se conservaban en él hombres de mucha edad, y mozos de buena complexión, disposición y color; que el cielo fuera de buena y feliz constelación, el aire puro y suave, sin impedimento ni alteraciones, el temple sin exceso de calor o frío y habiendo de declinar en una u otra calidad, se escogiese el frío», con otras muchas recomendaciones, que hacen recordar las poéticas pinturas que el ciego puritano hace del Paraíso. Se recomienda y manda por el mismo Rey que los vecinos solteros se casen, y se concede al poblador principal, jurisdicción civil y criminal en primera instancia por los días de su vida y de su hijo o heredero 22. Más adelante concédense algunas preeminencias a los descubridores, pacificadores o pobladores, entre ellas la de ser Hijosdalgo en las Indias, y se entra a reglamentar la formación de las Ciudades, Villas y Pueblos. Recomendadas deben ser como curiosas e interesantes bajo el punto de vista arqueológico las reglas contenidas en el tít. 1.º del libro IV de la Recopilación; pero nosotros pasamos a asunto más importante y congruente con nuestro objeto: a la legislación relativa a la creación de los Municipios y a la repartición de la tierra conquistada.

El elemento municipal, esa semilla de la libertad de los pueblos, salvada de la opresión de la Edad Media, no fue trasplantado a América por la ley española, sino por los   aventureros conquistadores. Apenas fundada la ciudad de Veracruz en la Nueva España, los soldados españoles eligieron un Cuerpo municipal, y de él recibió Cortés la autorización para proseguir la conquista. Esa planta de libertad que se segaba en España, brotaba en América, bajo la planta de los primeros españoles que la pisaron. Era la santa tradición de sus fueros, borrados por la espada del Rey Austríaco. Pero por eso era necesario matar ese germen; era preciso que no se desbordasen en América los elementos de resistencia y de libertad, que en España murieron con los comuneros, y a ese fin se miran encaminadas esas leyes que hablan de las «preeminencias de las Ciudades», entre las que se encuentran mezquinas prevenciones de policía sobre abastos y pulperías, y concedida a la Justicia Mayor de la Ciudad de México, jurisdicción ordinaria en quince leguas en contorno.

 

La población española se construía en esta forma. «En tanto que la nueva población se acaba, procuren los pobladores todo lo posible evitar la comunicación y trato con los indios; no vayan a los pueblos, ni se dividan, o diviertan por la tierra, ni permitan que los indios entren en el círculo de la población, hasta que esté acabada y puesta en defensa, y las casas de forma, que cuando los indios las vean, les cause admiración, y entiendan que los españoles pueblan allí de asiento, y los teman y respeten, para desear su amistad y no los ofender». El principal poblador o Adelantado, nombraba a los Regidores, y demás oficiales públicos 23, disposición manifiestamente derogatoria de la de Carlos V, que concedía a los vecinos el derecho de elegir, cuando no se hubiera concedido este derecho en las capitulaciones, a los Adelantados. Así, en esas poblaciones-fortalezas, matábase en su germen el verdadero elemento municipal, mucho más   menguado con la venta de los Oficios Concejiles que hizo la Corona y que quitó al régimen de las Ciudades y Poblaciones, todos los elementos de vida propia que pudieran haber creado los intereses locales, representados en la elección. Empeñosamente evitada la fusión y aun mezcla de los conquistadores con los conquistados; representando aquéllos los fueros individuales de descubridores o pacificadores, que nunca tuvieron forma colectiva, las poblaciones españolas tuvieron en su origen y en su forma, un carácter tal, que no permitió desarrollarse, como en las naciones de Europa, el elemento municipal. Éste faltó, como faltaron los tres órdenes sociales, la nobleza, el clero y el estado llano. El clero y el español eran conquistadores; los demás conquistados. Los Reyes de España procuraron y consiguieron que esa línea divisoria no se borrase, y que se esterilizase la simiente del derecho foral, que sin duda trajeron consigo los conquistadores.

Así, las poblaciones españolas, ni por su origen, ni por sus elementos de existencia, pudieron tener los de vida propia. Sujetas a la misma ley, al mismo poder, nacieron y se desarrollaron bajo el sistema de unificación, que era el que dominaba en España al tiempo de la conquista. El Municipio, pasando por la unidad del poder absoluto, cedió en España, siglos más tarde, su lugar a la nacionalidad; tal fue allá la ley de fusión de la civilización moderna; en las Américas españolas, el Municipio se refundió en los elementos del poder absoluto; más bien, no existió, ni ha sido posible crearlo después. Esto tal vez explique el fenómeno de que en nuestro país se haya formado una Federación en orden inverso, no ex pluribus unum, como la de los Estados Unidos, la Helvética, etc., sino ex uno plures, como sólo entre nosotros se conoce.

Respecto de las poblaciones indígenas, las reglas que encontramos   en las leyes de Indias indican un sistema completamente inverso. Las reducciones hechas por el misionero, tenían un carácter absoluto de aislamiento y de independencia 24 bajo el que, segregadas de la ley general, fueron formadas esas que se llamaron Repúblicas, en las que, conservadas las pocas tradiciones de los antiguos cacicazgos, todo fue excepcional, todo tendiendo a conservar la raza y sus poblaciones en mayor estado de abyección del que guardaban bajo el régimen tiránico anterior a la conquista. Hacíase la reducción bajo la influencia del doctrinero 25; los indios reducidos, que formaban el capital del encomendero, levantaban el primer edificio, que era la iglesia 26, dedicada a un Santo, que daba su nombre al pueblo, edificio que siempre tenía las proporciones de una fortaleza; a los pies de ese templo, se extendía la población, formada de casas débiles, pequeñas y miserables, que tenían por modelo el xacal, y esas casas, y los terrenos de labranza y pastoría concedidos a cada población, no representaban la propiedad individual sino la de comunidad, sistema creado para quitar al indio el último perfil de su personalidad. Su trabajo, en sus productos, pertenecía al encomendero, al Rey, a quienes pagaba el tributo; a la comunidad, a la que dedicaban una parte de sus labores; al Santo tutelar y al doctrinero o cura, que era el poder discrecional de esas miserables sociedades. A los pueblos primeramente formados sobre las ruinas de los antiguos, se conservaron los terrenos que antes les pertenecían, pero con calidad de comunales; a ellos se sujetaban las nuevas reducciones, que al crecer se independían, pero sin contacto entre sí, sin interés común, sino divididos por rivalidades de origen y sobre todo, por la avaricia de la tierra común.

 

En la repartición o repartimiento de las tierras, la regla marcada por la ley parece ser la siguiente: 1.º Tierras pertenecientes a los pueblos y a los particulares indios, por título anterior a la conquista; propiedad respetada por los Reyes de España y confirmada por cédulas especiales 27. 2.º Tierras de fundos de reducciones o nuevos pueblos 28. 3.º Peonías y caballerías mercedadas a los pacificadores, con las encomiendas de indios 29. 4.º Compras a la Real Corona de terrenos baldíos 30; y 5.º Composiciones por excesos y posesiones sin título 31.

La falta casi absoluta de conocimientos topográficos, la confusión ocasionada por la diversidad de idiomas, todo ello en un país desolado por la conquista, dio ocasión a que los linderos de esas propiedades de diverso origen no se fijasen ni con mediana exactitud, a que las medidas fuesen incorrectas y algunas veces monstruosas. Concedida a los indios la facultad de vender su propiedad particular, la más indefinida de todas 32, pronto quedó ésta refundida en la de los conquistadores, y quedaron así, una frente a otra, la propiedad comunal de los pueblos indios, con la particular de los colonos, representada en su mayor parte, por los Mayorazgos y Comunidades religiosas. Esa indeterminación de la propiedad, dio origen a esa lucha, sostenida por tres siglos, entre el propietario y los pueblos y entre los pueblos entre sí, que ha constituido un cúmulo enorme de pleitos seculares, fomentados tal vez para evitar la unificación de los pueblos indígenas, para escusar su coalición con los propietarios, y para procurar medra y provecho a ese otro linaje de conquistadores, que vino con el soldado y con el misionero, el de los sabidores del derecho que han explotado y aún explotan, arruinándolos, a los pueblos de indígenas, en   los que fomentan la avaricia de la tierra comunal. Pero la confusión vino a aumentarla, el abuso en las composiciones. Éstas, en su origen, en sus medios y en su fin, no representaban más que un título posesorio, interino, sin perjuicio de tercero, y que proporcionaba una renta pingüe e inagotable. Eran el precio del perdón por el despojo o la invasión. El manantial de donde brotaba esa renta, se habría agotado si la propiedad se hubiera definido. Por eso hubo interés en no hacerlo y no se hizo.

La refundición de la familia en la comunidad; la absorción del trabajo por el tributo; la aplicación de ese trabajo personal, a objeto extraño a la familia, y el aislamiento y segregación completa de las poblaciones indígenas de las de españoles, sujetas aquéllas a la influencia exclusiva del doctrinero, son los rasgos característicos de la política de los Reyes de España, respecto de la raza indígena. A vueltas de ellos vienen las innumerables leyes protectoras, explanación del testamento de la Reina Católica, y que tiendan todas a precaver a los indios de la crueldad de los conquistadores, denunciada al mundo por el Obispo de Chiapas. Esas leyes protectoras, casi nunca ejecutadas, produjeron, en la aureola de humanitarios que crearon a los Reyes de España, dos resultados, uno social, otro político, de influencia decisiva en esa raza y en el futuro destino de los pueblos Hispano-americanos: conservaron a esa raza en tutela, evitando su refundición en la de los colonos; elevaron la personalidad del poder absoluto a la altura de un ser superior, lejano, como un Dios, como él benéfico y protector del desvalido y miserable.

Hemos examinado en sus puntos prominentes los títulos principales de los libros IV y VI. Los finales del IV contienen algunas leyes sobre Comercio, y otras más sobre Minería. La mayor parte de éstas quedaron abrogadas por las   Ordenanzas del ramo promulgadas después. Excusamos examinar esos títulos, por lo mismo que lo hicimos de los finales del libro III, a los que las Ordenanzas Militares vinieron a nulificar.

El libro V tiene en su conjunto algo de más homogéneo y ordenado. Con excepción del tít. 6.º, que se ocupa de los Médicos y Boticarios, en los restantes se encuentra determinada la jurisdicción de los Gobernadores, Corregidores, Alcaldes mayores, Ordinarios, de la Hermandad y de la Mexta, y la de los alguaciles; agentes todos que representaban en aquel sistema de gobierno, la autoridad administrativa, la judicial ordinaria, la de policía, y en ésta las especiales encargadas de la persecución de ladrones y guarda de los caminos, y del cuidado de la cría y aumento de los ganados. Los siete últimos títulos, se refieren especialmente y contienen disposiciones importantes, referentes a los procedimientos judiciales. Defínese la competencia de los tribunales y manera de dirimir los conflictos; se fija la forma de los juicios según su cuantía; se establece y reglamenta el recurso de recusación, así como los de apelación, súplica y segunda suplicación, siguiéndose en éste el orden jerárquico que ya hemos apuntado; las justicias locales, el Virrey y el Corregidor en sus casos, la Audiencia, el Real Consejo de Indias y el Rey. Fíjanse las bases para la ejecución de las sentencias y detenidamente se reglamentan los juicios de responsabilidad o residencia de los empleados y funcionarios. Sin formar un cuerpo regular de legislación, esos títulos, sí constituyen uno de reglas de aplicación de las leyes españolas, y bajo este punto de vista, indudablemente habrían influido en su época de una manera benéfica, expeditando en lo posible la administración de justicia, si no se hubieran echado en olvido.

 

En los ocho títulos del libro VII, tenemos en el desorden   característico de la compilación, dadas las reglas sobre nombramiento de Jueces Pesquisidores y especiales de comisión, recomendándose que ese nombramiento se excusase lo más posible y no se hiciese sino en circunstancias apremiantes; leyes contra los jugadores; reglas para que los casados en España, residentes en Indias, se uniesen a sus mujeres; disposiciones contra vagabundos y gitanos; y la dura y cruel legislación contra mulatos, negros, berberiscos e hijos de judíos, al lado del título de cárceles y carceleros, en el que hallamos prevenciones, que sentimos se hayan olvidado en nuestro tiempo. Mándase en ellas que los presos pobres no sean detenidos en la prisión por costas y derechos, ni se les quiten prendas por carcelaje y costas, ni se les apremie a dar fiador, y que al indio nada se le cobre 33, con otros preceptos reglamentarios sobre visitas de cárcel, de importancia humanitaria y jurídica. Concluye este libro con un título que tiene el enfático «de los delitos y penas», en el que se habla de la blasfemia, se igualan las razas en el adulterio, se dan algunas reglas sobre penas de galeras y sobre penas de Cámara, imponiendo ésta a los introductores de rezo sin licencia. Poco material, por cierto, presenta este título para el estudio del derecho penal, cuyas leyes principales se hallan, parte en la legislación española, y la mayor en la del Santo Oficio.

El lib. VIII puede considerarse como el resumen de las bases primitivas del sistema tributario del gobierno español, poco modificado en los tiempos posteriores de su dominación. Los ocho primeros títulos, se refieren a la organización de los agentes fiscales, sus atribuciones y libros. Del noveno al trigésimo, se pormenorizan los ramos que formaban la Real Hacienda. Esta materia, que como otras, es objeto de las disposiciones del Código que analizamos, merecería   un estudio especial, que no podemos más que indicar.

Ha sido entre nosotros tradicional la creencia de la bondad del régimen hacendario del gobierno español; achaque común ha sido también lamentar la pérdida de esas buenas tradiciones, y a su olvido atribuir el mayor número de nuestros males, que se consideran aumentados por la adopción de teorías económicas, que no son, ni pueden ser una verdad absoluta, y que por lo mismo no son aplicables en nuestro país. Con tal motivo, recuérdanse los buenos tiempos en que, cubiertos religiosamente todos los gastos, había sobrantes cada año en las cajas del tesoro, además de las enormes sumas que pasaban a España, en las flotas, que en diversas ocasiones fueron apresadas por corsarios afortunados. Mucho hay, en nuestro concepto, de exagerado, y mucho más de inexacto en tales apreciaciones, especialmente con referencia al primer período de la denominación española. Pero cuestión es esta en la que la demostración de lo que para nosotros es la verdad, no podríamos condensarla hasta el punto de encajonarla en los límites de este escrito, y por ello nos reduciremos a consignar los resultados, en productos ciertos, de ese sistema, referentes a un año común del quinquenio corrido de 1785 a 1789, y a hacer algunas observaciones a que esos resultados sirvan de premisas.

Según los datos que a la vista tenemos, esos productos, de treinta y seis diversos títulos de exacción, inclusos los estancos de sal, pólvora, cordobanes, nieve, la venta de oficios, los derechos de composición de tierras, los novenos de vacantes, etc., dieron una suma líquida de ocho millones ochocientos cincuenta y cinco mil ciento dos pesos. El de los ramos especiales, propiedad de los Reyes de España, a saber: estanco de naipes, azogue, tabaco, penas de Cámaras, Bulas de la Cruzada, diezmos, vacantes mayores y menores y Annata y media Annata, $111.063. De los $8.855.102   de productos generales, consignáronse a gastos del reino $5.843.448; los $5.011.662 restantes se remitieron a España, en unión de los $111.063, del patrimonio real; pero como de esos cinco millones, no se invertían en los gastos del reino sino poco más de cuatro millones, fue el resultado que hubiese un sobrante anual en ese quinquenio de $1.752.740; siendo lo cierto que el producto bruto anual nunca llegó a once millones de pesos, y eso, que el territorio era, con mucho, mayor que el de la República Mexicana.

Examinados uno a uno esos títulos de exacción, hallaremos que le servían de base el abuso del principio religioso, el monopolio, el estanco, las penas arbitrarias, la confusión en la propiedad, el vasallaje y la venta de los destinos públicos, y todo para alcanzar menos de $11.000.000 anuales, de los que $4.000.000 iban a llenar las arcas del Rey de España; quiere decir, en fórmula concreta: para alcanzar pequeño producto, se aplicaban medios enormemente opresivos, se sacrificaban desde la base sagrada de la libertad de conciencia, hasta los elementos de vida material, en la amplia esfera mercantil de estas Colonias, que no explotaban ni ingeniosamente siquiera.

 

El libro IX presenta un interés meramente histórico. Ocúpase en su mayor parte del establecimiento y organización del Consulado y casa de Contratación de Sevilla, centro del monopolio español del comercio marítimo con las Colonias. No seremos nosotros quienes primeramente describamos y califiquemos ese sistema y esa institución. «El comercio con España -dice Alamán 34-, único que fuese permitido, estuvo limitado hasta el año de 1798 a sólo el puerto de Cádiz, en el que se reunían bajo la inspección de la Audiencia y casa de la Contratación de Sevilla todos los efectos destinados a América, a la que despachaban en las flotas que salían cada   año, y cuyo derrotero estaba menudamente prefijado por las leyes, y en el intermedio no había más comunicación que la de los buques de avisos y las urcas destinadas a conducir azogue. A la llegada de las flotas se hacía una gran feria en Panamá para la América del Sur, y otra en Jalapa para la Nueva España; de donde le vino a esta Villa el nombre de Jalapa de la Feria. Este orden de cosas daba lugar a un doble monopolio: el que ejercían las casas de Cádiz y Sevilla que hacían los cargamentos, y el que después aseguraban en las ferias los comerciantes de América, poniéndose de acuerdo para hacerse dueños de determinados renglones, que no habiendo de volver a venir en largo tiempo, estaba en su mano hacer subir a su voluntad, de donde procedían los altos precios que algunos llegaban a tener, especialmente cuando las guerras marítimas impedían por algunos años las llegadas de las flotas».

Con tan poca sospechosa apreciación, creemos que no se tendrán por apasionadas las que en otro lugar y ocasión nos hemos permitido hacer, al reseñar y juzgar el estado del comercio de la Nueva España. Vamos a trascribirlas como el complemento de nuestro estudio sobre la Recopilación de las Leyes de Indias.

«Los Romanos dejaron por mucho tiempo el comercio en manos de sus siervos, esto es, de los pueblos conquistados; en la Edad Media fue la ocupación de los judíos; los españoles en América la reservaron para sí; cercaron sus colonias con una barrera más insuperable que la de China, y así secuestradas aquéllas del resto del Viejo Mundo, no fue durante tres siglos la mayor parte del Nuevo, descubierto por Colón, otra cosa, que el patrimonio de los Reyes Católicos. No tocaban a los puertos de la Nueva España mas que las flotas españolas; los frutos de esta tierra, sus metales preciosos, iban directamente a las arcas reales; y sobre el monopolio   de un continente entero, a donde no llegaban más que productos españoles, se amontonaron monopolios sobre monopolios, privilegios sobre privilegios. Las leyes de la Recopilación de Indias, las instrucciones de los Virreyes y la tradición de nuestros padres, ponen de manifiesto como una verdad, que en la América española, en la Nueva España con especialidad, no existió el comercio sino en ese círculo mezquino de las pequeñas transacciones, casi domésticas, que no exigían la sanción de principios jurídicos muy complicados. Y sin embargo, la Nueva España presentaba en su inmensa extensión la vía buscada con tanto afán por los navegantes del siglo XV. La España con sus colonias y establecimientos en Filipinas pudo haber formado en tres siglos de pacífica dominación de la Nueva España, el carril del comercio del mundo. Pero lejos de eso, no abre más que un puerto en el Pacífico, Acapulco; otro en el Atlántico, Veracruz; y una sola flota, la 'Nao de Filipinas', tocaba una vez en cada año en aquél, como sólo dos flotas llegaban en el mismo periodo al segundo. Y para tan mezquino tráfico, cuántas y cuántas restricciones, cuántas minuciosas cautelas y cuán laborioso trabajo legislativo, para evitar los fraudes a la Real Hacienda, como se llamaba todo lo que tender pudiera a dar vida propia al comercio de América.

»Las 35 leyes del tít. 27, y las 89 del tít. 45 del lib. IX de la Recopilación de Indias, que abrazan un periodo desde 1569 hasta 1672, las cédulas reiteradas en Octubre de 769, en Agosto de 770, en Marzo de 784 y en Octubre de 803, con otras intermedias y posteriores, son un monumento levantado al monopolio. No sólo se prohibió el tráfico con Europa, sino con las otras partes del continente americano, aun las que estaban sujetas a la dominación de la España, como el Perú. Las prohibiciones reiteradas, bajo gravísimas penas, de llevar ropa de China al Callao y Guayaquil; las órdenes   para que se tomase cuenta hasta de la ropa de uso de los marineros; las prevenciones para que a la Nueva España no se introdujese más que $250.000 de mercancías en cada año; la forma en que se hacía la cobranza, de los derechos fiscales sobre todas las ventas y sobre valúos verificados en México, todo ello constituía un sistema de absorción de parte de la Metrópoli, no sin ejemplo en épocas contemporáneas, pero que era la antítesis de los principios económicos que rigen hoy en la esfera de la ciencia.

»Si tal era el comercio exterior en la Nueva España, fácil es concebir cuál sería el comercio interior. Pocos años apenas después de terminada la conquista, cuando aún no se desarrollaba en su plenitud el sistema de absorción de los elementos de vida de las Américas, los colonos de la Nueva España dirigieron al Rey una representación que encabezaba el Cabildo, justicia y regimiento de México, manifestando que el comercio en Nueva España había tomado un incremento y actividad asombrosos; que se suscitaban a cada paso, pleitos y debates sobre grandes negocios de compañías, quiebras, seguros, etc., etc., en cuyo curso, por la forma común y general de los tribunales comunes, se padecían nuevos perjuicios, dilaciones y desembolsos, y suplicando, por lo mismo, que se concediese la erección en la ciudad, de un Consulado como lo había en las de Burgos y Sevilla. Por cédula de 15 de Julio de 1592 se accedió a esta petición; se concedió después que ese Consulado se rigiese por las Ordenanzas de los de Sevilla y Burgos; treinta años más tarde, en 1636 se formaron las Ordenanzas del Consulado de México, Universidad de mercaderes de la Nueva España, y como aclaratorias se expidieron las leyes que forman el tít. 4.º, libro IX de la Recopilación de Indias: 'De los Consulados de México y Lima'.

»Hasta aquí lo cierto fue que existía un tribunal especial, pero no una legislación que protegiera el comercio. Las Ordenanzas del Consulado de México eran, como las de Burgos y Sevilla, más bien orgánicas, reglamentarias de esos tribunales, que cuerpos de legislación mercantil, de cuyo género lo primero que en la práctica vino a tener aplicación, fueron las Ordenanzas de Bilbao, cuyo vigor legal fue alguna vez contestado y que no tuvieron promulgación especial en España. El Consulado de México las adoptó para fundar sus resoluciones, apoyándose en la ley 1.ª de Toro, no obstante que las mandadas guardar por la ley 75 del tít. 46, libro IX de la Recopilación de Indias, eran las de Burgos y Sevilla».

 

* * *

 

Hemos concluido con el estudio rápido de la Recopilación de Indias, el del primer periodo de la legislación española en sus Colonias; tenemos que pasar al segundo, caracterizado especialmente por la política desarrollada por Carlos III; pero antes de ocuparnos de esta nueva faz de la legislación, necesitamos dejar consignados algunos hechos, sin los cuales no sería fácil de comprender la índole de las primeras y trascendentales reformas que marca ese periodo.

Tomar como un dato histórico de la manera de ser de las Colonias, la legislación que acabamos de reseñar, sería sin duda el medio más seguro de incurrir en graves errores. La ley dictada en España, al pasar el mar, perdía mucho de su prestigio y de su eficacia, y sobre ella y contra ella se levantaban entidades sociales, y abusos administrativos, que resistían al precepto legal. Esa aparente restricción impuesta a las Órdenes Religiosas fue del todo ineficaz; la influencia de los religiosos no dejó de aumentarse de día en día,   produciendo el acopio de riquezas y el acrecimiento de poder y con ello la relajación de costumbres y el olvido de las primeras virtudes35. En pocos años, el misionero, el amigo del indio, estaba convertido en el señor feudal, rico y omnipotente. Al mismo tiempo la Compañía de Jesús, trasplantada de España, aquí como allá adelantó en su sistema, encaminado especialmente a independer el Papado de la dominación de los Reyes, absorbiendo a su vez para sí los elementos físicos, morales y sociales del poder. De esta manera la preponderancia eclesiástica dejose sentir en las Colonias, no sin luchas terribles con la Compañía de Jesús, en las que en la Nueva España aparece en primer término el nombre de don Juan de Palafox y Mendoza. A su vez, las leyes protectoras de Indios, eran escandalosamente conculcadas, sin que bastasen a ponerlas en vigor los esfuerzos de Virreyes, a quienes, como don Luis de Velasco, honra su buen intento, pero que fueron escasos en resultados. Los hijos de los conquistadores, ni olvidaban las tradiciones de rudeza de los españoles comuneros, ni renunciaban a sus aspiraciones de altos mandos. Esas tentativas de usurpación quedaron sofocadas al caer la cabeza de Ávila; pero la situación   de los indios, bajo la férula de los encomenderos, no mejoró por ello.

En los ramos de la administración se introdujeron abusos y en pos de ellos viciosas granjerías, desvergonzados peculados, que más que lastimaban a los intereses de la Real Hacienda, pesaban sobre los habitantes de las Colonias, viniendo a ser más penosa la situación de éstos, ya los motines y asonadas como los provocados en tiempo del Marqués de Gelves, ya la inseguridad en los caminos y poblaciones plagados de ladrones, ya los saqueos de los puertos, llevados a cabo por corsarios audaces y feroces. Tal era la manera de ser de las Colonias al morir el último representante de la casa de Austria, hijo de confesión del jesuita Nithard. Pasemos ya al segundo periodo legal, y de él al importante reinado de Carlos III.

No son ya leyes de diversos tiempos torpemente compiladas las que tenemos que examinar, sino cuerpos ordenados de legislación o leyes importantes que tienen un objeto conocido, una tendencia manifiesta, trayendo consigo elementos eficaces de ejecución. Aceptada con franqueza la lucha del poder secular con el poder eclesiástico, bajo la influencia de la escuela regalista; aplicadas a la administración las nacientes teorías económicas y colocados al lado del Monarca hombres de ciencia y acción, hombres que habían aspirado una atmósfera diversa de la tradición fanática de los tiempos de Felipe II, el impulso reformista de la Metrópoli hízose sentir en las Colonias, y dejó una huella profunda en la legislación. Resultado de ese espíritu de reacción del poder real contra la dominación eclesiástica, fueron la Cédula en virtud de la cual se acortaron los fueros de la Inquisición, mandándose que no procediese a la ejecución de sus sentencias sin previo consentimiento de los Virreyes 36;   las en que se fijaron las reglas sobre su competencia 37; y de ella se apartaron algunos delitos, como el de bigamia 38; la célebre Real Orden de 27 de Febrero de 1767, en que se decretó la expulsión de los jesuitas, que se llevó a cabo bajo la dirección del Conde de Aranda, en España, en la noche del 31 de Marzo al 1.º de Abril, y en la Nueva España en la del 25 de Junio de ese mismo año.

 

El ramo de Hacienda, y con él el sistema tributario, recibió una reforma radical y benéfica en las Ordenanzas de Intendentes, sancionadas en 4 de Diciembre de 1785, Código homogéneo, reducido a 306 artículos 39. El importante ramo de Minería, que ya había merecido especial atención, y el particular estudio del sabio don Francisco Javier Gamboa, en su célebre comentario al tít. 13, lib. VI de la Recopilación de Castilla u Ordenanzas del Nuevo Cuaderno, recibió un gran impulso con la promulgación hecha en Cédula de 25 de Mayo de 1783 de las Ordenanzas de Minería, divididas en 19 títulos y éstos en artículos 40. Las Ordenanzas de Milicias Provinciales, de 30 de Mayo de 1767, dieron organización determinada al ejército, en época en que pasaban a las Colonias cuerpos regulares, que antes no habían existido.

Pero una de las disposiciones que más caracterizaban esta época, es el Reglamento de Comercio libre expedido en Reales Cédulas de 17 de Enero de 1774 y de 12 de Octubre de 1778, por el que se alzaron las odiosas prohibiciones de comerciar entre sí las provincias y reinos de América; quedó suprimida la Casa de Contratación de Sevilla y su Tribunal; el comercio quedó libre para todos los buques españoles   que saliesen de los puertos de la península, pero haciéndose solamente en la Nueva España por el de Veracruz, y se estableció el Consulado de México, adoptando, como hemos anticipado ya, las Ordenanzas de Bilbao, Código Mercantil el menos imperfecto de su época 41.

Creemos que bosquejado con alguna detención, como lo ha sido por nosotros, el cuadro del primer periodo de la legislación española en la Nueva España, no tenemos necesidad de detenernos a demostrar las variaciones que la de este segundo periodo introdujo en la manera de ser de esa Colonia. El impulso dado por Carlos III, se hizo sentir en el desgraciado reinado de Carlos IV, y en el orden moral y científico, la historia de esa influencia poderosa está escrita en el adelanto material de las poblaciones, en los monumentos de ese siglo XVIII, que son los que más alto ponen el influjo civilizador de la España en las Américas, y en los primeros ensayos de una literatura, cuyos pálidos destellos se habían refugiado antes en la obscuridad de un claustro o en el centro de la Metrópoli.

No se crea, por esto, que tenemos como modelos de perfección a esas Ordenanzas y a esas leyes a que nos hemos referido. Ellas disminuyeron el mal y modificaron algo el sistema de la antigua legislación; pero ni destruyeron aquél, ni variaron radicalmente éste, no obstante que los Reinos del Perú y Nueva España, no se consideraron ya como el patrimonio de los Reyes de León y de Castilla, sino como Colonias españolas; que el poder real vio por sus propios ojos los intereses de éstas, salvando el conducto del Consejo de Indias, y que la comunicación de esas Colonias, fue ya   con el pueblo español y no monopolizada por el Gobierno de la Península. Así la Nueva España pudo ser revelada al mundo y a la ciencia por el ilustre viajero, el Barón de Humboldt, a quien debemos el respetuoso tributo de gratitud de un pueblo hacia el patriarca de su civilización.

«Si las cosas hubieren llegado al punto a que las encaminaban Campomanes, Florida-Blanca, y demás defensores de las regalías del trono, la Iglesia española hubiera venido a ser muy semejante a la Iglesia episcopal de Inglaterra o a la griega de Rusia, al mismo tiempo que todos los fondos que antes salían para Roma, se encaminaban al fisco con diversos nombres». Así opinaba don Lucas Alamán al juzgar en su conjunto la política de los Ministros de Carlos III. Pero no fueron, por cierto, a alcanzar tan mezquinos resultados, a los que se dirigía ese impulso vigoroso. La reforma, que tomó un nombre y un pretexto para ser desde que apareció en Alemania, si halagó el poder de los Reyes, si atacó el de los Papas, si excitó la avaricia de muchos, encarnó una idea vivificadora en los pueblos, idea que mal se tradujo en la filosofía trascendental del siglo XVIII, hostil a las formas religiosas y al poder discrecional, pero que aún no ha sido hasta hoy comprendida, porque ha tenido que luchar con todos los poderes de la tierra, y ella, que no es enemiga de nadie, ha tenido por enemigas a todas las tiranías religiosas o ateístas, aristocráticas o demagógicas, que no le han permitido pronunciar su última palabra.

Bajo la influencia de esa idea, pero no escudado con el ropaje de las regalías, se desarrolla el tercer periodo de la legislación española en la Nueva España. Es ya la nación la que legisla, no son los Reyes de Castilla los que mandan. La Constitución de 1812 cría esa base, y sobre ella las Cortes suprimen el Tribunal de la Inquisición y la Orden de Jesús; borran los nombres de señor y de vasallo, extinguen los   mayorazgos y vinculaciones, prohíben el tormento, los azotes y la pena de horca, dan forma y elementos de existencia propia a los municipios, organizan el poder judicial, con su gradación jerárquica, dan libertad a la imprenta, levantan las prohibiciones que fundaban el monopolio del azogue y el estanco de varias mercancías, y en su corta existencia cambian la faz de la Península y de las Colonias. Si las cosas hubieran llegado al punto a que las encaminaban las Cortes, el pueblo español hubiera asentado su existencia sobre las bases sólidas de la justicia universal, que se llama libertad, y sus colonias habrían sido emancipadas por la madre patria, y alcanzado una posición en el mundo que aun hoy, al influjo de enérgicas reacciones, a las pocas que le quedan, niega aquélla, en nombre del patriotismo y de la integridad del territorio nacional.

 

- III -

 

La ya considerable extensión de este estudio, nos obliga a concretarlo. Los detalles de la legislación mexicana se encontrarán en el libro que vamos a formar, y como esta introducción no es más que la portada, podemos aplicarle las palabras de Plinio el joven:

«Materiam ex titulo cognosces, coetera liber explicabit». Desentendámonos, pues, de los pormenores, y fijémonos en el espíritu de nuestra legislación moderna.

Supuestos los antecedentes que hemos minuciosamente estudiado, ¿cuál era la situación de las Colonias al emanciparse de la España? Suprímase el Patronato Real, rómpase el consorcio de la Iglesia y el Estado, fundados en las Bulas de Sixto V, Alejandro VI, Julio II y Clemente VIII, y dígasenos ¿cuál era la manera de ser posible del nuevo gobierno,   producto de la independencia, sin las armas del poder absoluto, sin los elementos eclesiásticos? Esa situación no admitía más que una de dos soluciones: o la teocracia del Paraguay, o la independencia del elemento religioso del político, practicado en los Estados Unidos. Los términos medios del Patronato y las Regalías, eran imposibles en los países de América, donde las naciones, entidades nuevas y desconocidas para el Papado, con representantes que cambiaban de forma y nombre cada día, no tenían las tradiciones seculares de los Reyes cristianos o católicos, a quienes, de potencia a potencia, se hicieron tantas y tan exorbitantes concesiones.

Pero ¿era posible el gobierno esencialmente teocrático en la Nueva España? Al establecer el principio religioso en nombre del Rey de España; al encarnarse en el pueblo la idea de éste con su poder y sus derechos, como representante, Vicario nato, Legado pontificio, esa base religiosa echó raíces sobre el terreno deleznable de los derechos políticos de la Corona de España. Al independerse de ella las Colonias, tuvieron que troncharse esas raíces, y el edificio religioso quedó alto, preponderante, pero aislado y sin base.

¿Teníala acaso en las virtudes y ciencia del clero? Oigamos al Duque de Linares en su Instrucción, que ya hemos citado. Recomendaba ese Virrey a su sucesor la vigilancia sobre el clero, y a este propósito decía: «Porque son capaces de atropellar el respeto de la persona, e inquietar el ánimo de los seglares, pues la cantidad de eclesiásticos ignorantes no es poca, y el todo del pueblo de la voz de católico en apariencia, es mayor». ¿Esta base estaba tal vez en el principio religioso encarnado en las masas? Son de don Lucas Alamán las palabras que responden a esta cuestión. «El pueblo, poco instruido en el fondo de la religión, hacía consistir ésta en gran parte en la pompa del culto, y careciendo   de otras diversiones, se las proporcionaban las funciones religiosas, en las que, especialmente en la semana santa, se representaban en multiplicadas procesiones, los misterios venerables de la religión. Las fiestas de la religión que debían ser todas espirituales, estaban convertidas todas en vanidad, habiendo muchos cohetes, danzas, loas, toros y juegos de gallos, y aun los vedados naipes, para celebrar a gran costa las solemnidades de los santos patrones de los pueblos, en cuyos objetos invertían los indios la mayor parte del fruto de su trabajo».

Pues bien, fórmese el catálogo de los derechos sociales de que estaba en posesión el clero; retírese la base del Patronato y las Regalías, que bien se cuidó el Papado de reconocer, y dígase si era posible cohonestar la existencia del poder secular con la preponderancia eclesiástica. La base de toda sociedad, la definición del individuo, el origen de la familia, estaba monopolizada en su mano; el diploma de catolicismo, el comprobante de la gracia de un sacramento, eran los títulos de la existencia, de la forma social del individuo y de la familia. Refundido en el clero el derecho de exacción sobre los productos de la tierra, bajo la coacción civil, la percepción del diezmo, sujetaba a vasallaje la industria agrícola, a la vez que la absorción secular de la propiedad raíz, colocaba en la situación de colonos a los que habitaban los campos y las ciudades. Cedida al poder espiritual una parte de la jurisdicción civil, los pecados, como los delitos, las cosas, como las personas, iban a esa jurisdicción especial, que representó una soberanía incrustada en otra, desde el momento en que quedó roto el lazo que formaba el vínculo de consorcio entre la Iglesia y la Corona de España. Pero en esa soberanía ya parásita, se incrustaban otras entidades exentas del poder secular; las órdenes religiosas, con sus constituciones, sus inmensas propiedades, sus extensos claustros,   que gozaban del derecho de asilo para todas las gangrenas sociales. No era, pues, posible la existencia de ningún poder frente a ese, que no reconocía centro alguno que le diese títulos bastantes de ser.

 

Aludimos poco ha a la petición del Ayuntamiento de México del año de 1644 dirigida a Felipe IV; no hay que sospechar de la influencia de los jansenistas, de los filósofos ni de los ateos en esa exposición; pues bien, en ella se hallan pedidas las principales de las reformas que dos siglos más tarde se consumaron; reformas que no han originado la guerra religiosa, porque como hemos dicho, la religión no tuvo en América bases propias; que han ocasionado luchas políticas graves y trascendentales, porque el interés político es el que las ha dominado, y que al fin han quedado sancionadas como base de la legislación civil, política, fiscal y penal, que quedará explicada en los artículos de este Diccionario. Independencia de la Iglesia y el Estado, y libertad de conciencia; nacionalización de bienes eclesiásticos; extinción de órdenes religiosas; establecimiento del Registro Civil, y con él la secularización del nacimiento, del matrimonio y de la filiación; he aquí los elementos de la legislación moderna que van a exponerse en este libro.

Hemos pretendido hasta aquí bosquejar a grandes trazos el cuadro histórico de la legislación española y de la especial de sus colonias americanas, buscando más bien su espíritu y su tendencia, que su forma y su letra. Menos pormenorizado ese cuadro en lo relativo a los tiempos modernos, hemos dejado delineado, sin embargo, en él la genealogía de nuestra legislación actual; genealogía que en nuestro concepto demuestra que ésta, nacida a la sombra de una bandera política, en medio de odios irreverentes, y algunas veces con el carácter de opresiva y tiránica, ha sido el efecto indeclinable de un designio providencial, como la consecuencia   lógica de la manera de ser dada a esta sociedad por los que la fundaron. Y si algún testimonio auténtico necesitáramos para robustecer la demostración de esta verdad, lo hallaríamos en el mudo, pero elocuente, de las instituciones que han desaparecido para no volver, y cuya ausencia es, en esta privilegiada tierra de América, una promesa casi de los altos destinos que la Providencia le tiene reservados.

Las huellas de la Edad Media no se han borrado aún, en nuestro siglo, del suelo ni de las costumbres de la Europa septentrional. Las raíces de la tiranía seudo-teocrática viven todavía en la Europa meridional y especialmente en España, donde en estos momentos se amenaza a ese pueblo y al mundo con encender de nuevo las hogueras de la Inquisición. La monarquía, cediendo su lugar al Cesarismo, hace imposible el desarrollo del elemento democrático en esas sociedades, donde muerta la fe religiosa, se invoca aún en ellas el nombre del Dios que presidió a las matanzas de las Cruzadas en el Oriente, al exterminio de los Albigenses, a los asesinatos de la noche de San Bartolomé y al sacrifico de los judíos, de los protestantes, de los herejes, en las hogueras de la Inquisición, para contener el desarrollo de las nacionalidades. En éstas, las reacciones han engendrado gérmenes de muerte, barbarie latente bajo la costra de la civilización que, a la manera que brotan lavas mefíticas del cráter de un volcán mal apagado, se levanta, ya en forma de inmensos surtidores de sangre humana en las matanzas de 93 en Francia, o ya en gigantescas columnas de fuego, producido por los petroleros de 1870. Y ese germen destructor que toma vida, «no es la marea, sino el diluvio», al decir del poeta de la Francia.

Pues bien; apenas pasado hoy medio siglo desde que México se independió de España, pregúntese a los hombres de la generación actual ¿dónde estaba el quemadero de la   Inquisición, dónde la picota; qué es un entredicho, qué fue la Bula de la Santa Cruzada; qué manera de ser tenían los negros esclavos; dónde están los títulos de nobleza, dónde la jerarquía social del nacimiento; cuánto valen los puestos públicos para adquirir su propiedad a título de manifiesta ineptitud? Y responderán que nada de eso conocen, que ninguna de esas instituciones ha dejado huella. Pregúntese a la juventud que pone el pie en los primeros peldaños de la escala social, ¿qué ha sido de esas ricas y poderosas órdenes religiosas, cuyos conventos ocupaban un tercio de las ciudades, cuyas propiedades se extendían del uno al otro extremo del país? Y responderá que no sabe de ellas más, sino que existieron, y sólo conoce a varios grupos de venerables ancianas consagradas a Dios, sobre las que ha pesado y pesa la doble tiranía, santas mujeres que son, en su sufrimiento, la representación viva de una sociedad que pasó. Pero ¿ello es así porque la idea religiosa ha muerto en este país, más católico hace dos siglos, que el Católico Rey que era su dueño? No: es que la idea religiosa no ha existido; es que ha existido solamente la forma, el sacerdote y el altar, pero el tabernáculo del Dios ha estado vacío. Y como no es posible la existencia de una sociedad atea, necesario es que ese tabernáculo se ocupe. ¿Cómo y cuándo? Para contestar a estas preguntas volvamos a nuestro objeto, del que aparentemente nos hemos desviado.

 

En la larga peregrinación que hemos hecho al través de más de quince siglos, estudiando los monumentos legales de España, hemos visto, desde los Concilios de Toledo hasta la última forma de nuestra legislación actual, y si más nos hubiéramos remontado, veríamos en los monumentos de Roma y de la Grecia, del Egipto y de la India, algo que es uno en su esencia, sin nombre, sin contornos, superior a las leyes y a los legisladores, superior a los sacerdotes y a los   Reyes, a las crueles teocracias, a las aristocracias soberbias y a las democracias turbulentas. Es un precedente que toda ley ha supuesto, al que han rendido culto todas las legislaciones de la tierra; pero a quien, inconsecuentes, contradictorias, todas han desconocido y atropellado. A ese ser alguien le dio el nombre de Espíritu de la ley; nosotros le llamamos el DERECHO. Es la libertad del hombre en el orden moral; es el destino y su misión en el orden social. Es el derecho de que la ley no es más que el intérprete, y la justicia la forma. Bajo la santa égida de ese Deus ignotus, que presintieron los Romanos y a quien tenían dedicado un templo, se abrigan sin chocarse, sin herirse, todas las formas internas y externas de la adoración a la Divinidad, desnuda de la liga impura de las pasiones de la tierra. Desarróllanse a su sombra los gérmenes fecundos de la vida social, con la fórmula tutelar: amare, non nocere, que es también la que preside sin duda en el orden físico a la ley universal de las atracciones, y la que engendra la santa ley del amor. Ante él no tienen más que un nombre los seres humanos sacrificados a los dioses aztecas, los devorados por las fieras en los circos de Roma, los consumidos por las llamas que encendía el Santo Oficio, los guillotinados en la plaza de La Gréve y los niños fusilados en nuestros días en La Habana: VÍCTIMAS. Comprobemos el hecho de la existencia de esa inspiración tutelar.

Para no apartarnos de nuestro estudio, busquemos los gérmenes de ese derecho -que se hallan en la legislación romana, heredados ya de otras- en la de los godos, y en ella encontraremos consignado este solemne principio: «Formandarum artifex legum non disceptatione debet uti, sed jure. Lex est aemula divinitatis. Lex regit omnem civitatis ordinem hominis aetatem, quae sic faeminis datur et maribus... tam prudentibus, quam   indoctis, tam urbanis quam rusticis»42. He aquí la generación de la ley; antes que ella, el derecho; por eso Plutarco la llamaba «reina de los mortales e inmortales». ¿Y cuáles son sus elementos? La igualdad y el equilibrio de la propiedad. Examínese en la naturaleza la ley del concurso de las fuerzas, y se hallará la base del sistema social. Desde el germen de la familia, el matrimonio, hasta el de las nacionalidades, el patriotismo, todo reconoce por base la propiedad, por motor la fusión. La propiedad del pensamiento y de la conciencia; la propiedad de la voluntad; la propiedad del cuerpo y de las fuerzas físicas; la propiedad de la tierra y del capital, todo ello en su libre acción, sin más barrera que el daño ajeno, esto es, el respeto a las otras propiedades, sin más excepción que la de la vida, a la que no alcanza ese derecho, ni en el individuo, ni en la sociedad.

He aquí el gran criterio de las legislaciones; he aquí el punto objetivo de la marcha de todas las civilizaciones. Cuando sobre el mundo se encuentran las ruinas de las que han desaparecido, y se pregunta a esos monumentos colosales que apenas se elevan sobre la superficie de la tierra, por qué murieron las civilizaciones de los asirios, de los persas, de los griegos y de los romanos, no hay uno solo de esos monumentos que no responda: faltó el espíritu de Dios a la justicia de los hombres y esas civilizaciones desaparecieron.

Ese espíritu, que envuelto en la nube luminosa, debiera haber guiado a la humanidad en su peregrinación, ha pasado de una civilización a otra, desconocido, pero venerado. Hoy se hace sentir en el seno de las sociedades modernas, más claro, más preciso; pero para su desarrollo necesita el terreno libre de esas instituciones, de esos monstruos que en veinte siglos lo han combatido. La civilización, esa serpiente simbólica, ha recorrido la extensión de la tierra con la regularidad     asombrosa de un viajero; se asentó en el Asia, tocó el África, hace su larga mansión en Europa. Allá alcanzó el monumento, el jeroglífico, la palabra escrita; aquí encarnó el verbo, la imprenta.

Pero las civilizaciones desaparecen donde el derecho no halla elementos de vida y de ensanche. Y cuando los Dioses se van, cuando los Césares vienen, y la fe se refugia en las esferas indefinidas de lo maravilloso, es síntoma de que la hora de agonía se acerca para una civilización.

¿Serán esos síntomas los precursores de la agonía de la actual? No somos nosotros los que nos atribuimos la misión de profetas; pero desde el fondo de nuestra pequeñez, cuando sentimos el advenimiento del Derecho en nombre de la humanidad; cuando en nuestro suelo, y como en él y más que en él, en los otros pueblos de América, vemos desaparecer o del todo borradas las huellas de las grandes tiranías, nuestra fe profunda engendra en nosotros la esperanza de que ese soberano del mundo, ese padre de la ley y espíritu de la justicia, alcance aquí su última victoria, y arraigue aquí la gran civilización de la humanidad.

Vengan los predestinados a levantar el trono a ese soberano; los redactores del Diccionario, pequeños como son, van a agrupar, y nada más, los materiales del edificio, sin pretender otra cosa, que respeto para su intención e indulgencia para sus errores.

 

Notas

1 Ley 4, tít. I, lib. 2. Recopilación de Indias. (N. del A.)

2 Lucrec., lib. 1. De rerum natura, ver, 931. (N. del A.)

3 [«denominación» en el original. (N. del E.)]

4 Ley 3, tít. 8, lib. 1.º. (N. del A.)

5 Leyes del tít. 5.º. (N. del A.)

6 Es digno de notarse que en las Leyes del Estilo (leyes 43 y 44), ya se hace referencia a las de Partida. En opinión de algunos, esas leyes fueron escritas en tiempo de don Fernando IV. Cuestión es ésta de poco interés cuando se trata, no de saber por qué leyes se regían tales o cuales Provincias en o tal cual año, sino de conocer el espíritu y tendencias dominantes en la legislación, reflejo de la marcha social. (N. del A.)

7 Villemain, Tableau de la literature au moyen age. (N. del A.)

8 Algo mejor tenía el pueblo español: su noble espíritu de independencia y el ardimiento con que durante siete siglos acabó contra la conquista agarena; pero estas virtudes del pueblo conquistado, que sacude el yugo que le oprime, no pudieron trasplantarse a América, donde, invertidos los papeles, lo que era virtud respecto del sarraceno, era un crimen respecto del cristianismo español. Convertido éste en conquistador, tuvo en el Nuevo Mundo que renegar de sus más altos títulos de gloria. (N. del A.)

9 Por creerlo para algunos de importancia, y para otros curioso, ponemos en seguida un cuadro numérico de la legislación española, que no cabría bien en nuestro texto. (N. del A.)

10 Solórzano, de Jure Ind., lib. 3.º, cap. II. (N. del A.)

11 El Tribunal de la Inquisición está juzgado ya. Sus orígenes, sus tendencias, sus resultados, son hechos históricos que pertenecen más bien a la historia de España, que a la del derecho americano. Ese Tribunal, no tuvo en la Nueva España la importancia que en su metrópoli, y como procuraremos demostrarlo más adelante, ésa, como otras instituciones trasplantadas de España, degeneraron, palidecieron aquí, y no fueron tan destructoras como allá. La historia de la Inquisición en la Nueva España, puede tener el interés literario que se quiera y del que pueden sacar partido los escritores de romances y novelas. En un trabajo del género del que nos ocupa, sería una digresión inútil, esa historia, en la que nada tendríamos que decir, que no fuera una repetición de lo que otros han dicho. Nos contentamos, por lo mismo, al hablar de ese tribunal, con bosquejar la forma en que se presenta a nuestra imaginación, cada vez que encontramos ese nombre o su huella en nuestro camino. (N. del A.)

12 Los productos de este ramo en el decenio corrido de 1779 a 1789, ascendieron a 82.631.073, según Fonseca y Urrutia. Solórzano asegura que en su tiempo, en el Perú, ascendieron de 600 a 800.000 ducados cada año. (N. del A.)

13 Al despedirse el Duque de Guisa de Paulo IV, díjole éste estas palabras, que han sido repetidas después, en tiempos y país muy distantes: «Idos en buena hora, pues que habéis hecho poco por vuestro rey, menos por la Iglesia y nada por vuestra honra». (N. del A.)

14 Ley 52, tít. 18, lib. 2, R. I. (N. del A.)

15 Íd. 50, íd. (N. del A.)

16 Ley 67 cit. (N. del A.)

17 Ley 75, tít. 3.º, lib. III, R. I. (N. del A.)

18 Alamán, Disert. 2.ª y 5.ª. (N. del A.)

19 Ley 1.ª, tít. 6, lib. IV, R. I. (N. del A.)

20 Leyes 1.ª y 3.ª, tít. I, lib. IV, R. I. (N. del A.)

21 Títulos 2, 3 y 4, lib. IV, R. I. (N. del A.)

22 Tít. 5, lib. IV, R. I. (N. del A.)

23 Ley 1.ª, tít. 3.º, lib. IV, R. I. (N. del A.)

24 Leyes 17, 18 y 19, tít. 3.º, lib. IV, R. I. (N. del A.)

25 Ley 2, tít. 3.º, lib. IV, R. I. (N. del A.)

26 Ley 3, tít. 3.º, lib. IV, R. I. (N. del A.)

27 Ley 2, tít. 3.º, lib. VI, R. I. (N. del A.)

28 Ley 14, tít. 7.º, lib IV, R. I. (N. del A.)

29 Ley 1, tít. 9.º, lib. IV, R. I. (N. del A.)

30 Ley 16, tít. y lib. cit. (N. del A.)

31 Ley 15, tít. y lib. cit. (N. del A.)

32 Leyes 16 y 18, tít. 3, lib. 6. (N. del A.)

33 Leyes 16, 17, 18 y 21, tít. 6.º, lib. VII, R. I. (N. del A.)

34 Alamán, Historia de México, tomo 1.º, cap. III, pág. 110. (N. del A.)

35 La instrucción del Duque de Linares, presenta con más vivos colores el estado que guardaba la Colonia. «En este reino -dice- todo es exterioridad; viviendo poseídos de los vicios, les parece a los más, que en trayendo el rosario al cuello y besando la mano a un sacerdote, son católicos, que los diez mandamientos no sé si los conmutan en ceremonia». El Ayuntamiento de México, viendo la multitud de conventos que se iban levantando, la muchedumbre de personas que se destinaban al estado eclesiástico, así como las grandes sumas invertidas en fundaciones piadosas, pidió a Felipe IV en 1644 «que no se fundasen más conventos de monjas ni de religiosos, siendo demasiado el número de las primeras, y mayor el de las criadas que tenían; que se limitasen las haciendas de los conventos de religiosos y se les prohibiese el adquirir de nuevo, lamentándose de que la mayor parte de las propiedades estaban con dotaciones y compras en poder de religiosos, y que, si no se ponía remedio en ello, en breve serían señores de todo; que no se enviasen religiosos de España y se encargase a los Obispos no ordenasen más clérigos que los que había, pues dice se contaban más de seis mil en todos los obispados sin ocupación ninguna, ordenados a títulos de tenues capellanías, y por último, que se reformase el excesivo número de fiestas, porque con ellas se acrecentaban la ociosidad y daños que ésta causaba». Véase a Alamán, Historia de México, Cap. II. (N. del A.)

36 Revillagigedo, Instrucción, párrafos 96 y 97. (N. del A.)

37 Autos acordados de Beleña, 390 a 401. (N. del A.)

38 Real Cédula de 5 de Febrero de 1790. (N. del A.)

39 Autos acordados de Montemayor y Beleña, tomo 2.º, donde se hallan 86 de esos artículos, suscritos por el Marqués de Sonora. (N. del A.)

40 Autos acordados cit., tomo 2.º, página 214. (N. del A.)

41 Las Ordenanzas de tierras y aguas, que se dicen promulgadas en 1536, no fueron conocidas ni puestas en ejecución, sino a consecuencia de la publicación que de ellas se hizo en los Autos acordados de Montemayor, en el tercer foliaje. Estas Ordenanzas habían caído en desuso, tal vez porque a ellas se oponían los intereses bastardos que tuvieron confundida y no deslindada la propiedad. (N. del A.)

42 Leyes 1, 4 y 5, tít. 1.º, libro I, Forum Judicum. (N. del A.)  

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