GENEALOGÍA DEL RACISMO

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Michel Foucault

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Genealogía del racismo

ENSAYOS

© Editorial Altamira Calle 49 N° 540 La Plata, Argentina

Título Original: Il faut défendre la société

Traducción: Alfredo Tzveibel

Prólogo: Tomás Abraham

ISBN: 987-9017-01-3

 

Novena lección

3 de marzo de 1976

Nobleza y barbaree de la revolución

La vez pasada les he mostrado cómo, en el inicio del siglo xviii, se formó un discurso histórico político, un campo histórico político, en torno de la reacción nobiliaria. Quisiera ahora ubicarme en el reverso de la Re­volución Francesa, en el momento en que se pueden registrar, creo, dos procesos.

Ante todo, se observa que este discurso, ligado originalmente con la reacción nobiliaria, se ha generalizado, no tanto y no sólo por haberse vuelto la forma regular, canónica, del discurso histórico, sino más bien porque se reveló como un instrumento táctico utilizable incluso en estra­tegias del todo diferentes de aquellas seguidas por la nobleza. Efectivamen­te, en el curso del siglo xviii, con algunas modificaciones en sus propo­siciones fundamentales, el saber histórico terminó siendo una especie de arma discursiva utilizable por todos los contendientes del campo político. Quisiera mostrarles que el discurso histórico no debe ser visto ni como el producto ideológico ni como el efecto de la posición de clase de la noble­za. De hecho, aquí no se trata tanto de la ideología, sino de una táctica discursiva, de un dispositivo de poder-saber que, justamente como táctica, puede ser transferible y se convierte así en la ley de formación de un saber y al mismo tiempo en la forma común del combate político.

El segundo proceso que toma forma en la época de la revolución con­cierne al modo en que esta táctica se ha desplegado: tres direcciones dis­tintas, correspondientes a tres batallas diferentes, y que han producido tres tácticas a su vez diferentes. La primera gira en torno de las nacionali­dades y tiene, en una de sus vertientes, una continuidad con los fenóme­nos de la lengua. Tiene que ver, en consecuencia, con la filología. Una segunda dirección está centrada, en cambio, en las clases sociales, y exhi­be como fenómeno central el ámbito de la acción económica. De ello deri­va necesariamente que guarda una relación fundamental con la economía política. La tercera concierne a la raza y presenta, como fenómeno central, las especificaciones y las selecciones biológicas. Estará pues caracte­rizada por la continuidad entre este discurso histórico y la problemática biológica. Filología, economía política, biología. Hablar, trabajar, vivir. Veremos que todo esto se inviste o se articula en torno del saber histórico y de las tácticas con él ligadas.

La generalización táctica del saber histórico es la primera cosa de la que quisiera hablar hoy. Propongo el siguiente problema: ¿en qué modo el saber histórico se desplazó desde su lugar de nacimiento, que era el de la reacción nobiliaria, para llegar a ser el instrumento general de todas las luchas políticas a fines del siglo xviii, desde todos los puntos de vista? La primera cuestión, relativa a la razón de la polivalencia táctica, puede ser formulada de este modo: ¿cómo y por qué este instrumento tan particular, este discurso a fin de cuentas tan singular, que consistía en cantar el elo­gio de los invasores, pudo llegar a ser un instrumento general en las tácti­cas y en los enfrentamientos políticos del siglo xviii? Creo que se puede encontrar la razón en el hecho de que Boulainvilliers había hecho de la dualidad nacional el principio de inteligibilidad de la historia.

Inteligibilidad significaba tres cosas:

En primer lugar hacer inteligible quería decir encontrar el conflicto inicial (batalla, guerra, conquista, invasión), el núcleo bélico a partir del cual podían derivar las otras batallas, las otras luchas, todos los enfrenta­mientos, ya como consecuencia directa, ya mediante una serie de despla­zamientos, modificaciones e inversiones de las relaciones de fuerza. Se trata entonces de una gran genealogía de las luchas, reconstruida a lo largo de varios combates atestiguados por la historia, donde -para unir el hilo estratégico de todas las batallas- se debía encontrar la lucha funda­mental.

En segundo lugar, hacer inteligible significaba reconocer las traicio­nes, las alianzas contra natura, los engaños de unos y las cobardías de los otros, todos los favoritismos, los cálculos inconfesables, los olvidos imperdonables que habían hecho posibles la transformación y el adulteramiento de las relaciones de fuerza y de los choques fundamenta­les. En suma, se trataba de hacer, de algún modo, una suerte de gran examen histórico ("Quién tiene la culpa?") y por tanto no sólo de re-anudar un hilo estratégico, sino también de trazar, a través de la historia, la línea tal vez sinuosa, pero ininterrumpida, de las separaciones morales.

En tercer lugar, hacer inteligible quería decir encontrar, más allá de todos los desplazamientos tácticos y de todas las malversaciones histórico-morales, una relación de fuerza que fuera la buena y la verdadera. Ver­dadera, en el sentido de que debía ser una relación de fuerzas real, efecti­vamente depositada o inscrita en la historia durante una prueba de fuerza decisiva: como ejemplo, la invasión de Galia por parte de los francos. Buena, en el sentido de que debía ser una relación de fuerzas liberada de todas las alteraciones que las distintas traiciones y desplazamientos le habían hecho sufrir. En suma, se trataba de encontrar un estado de cosas que fuera un estado de fuerza en su linealidad original.

 

Este proyecto aparece claramente formulado en Boulainvilliers y en sus sucesores. Boulainvilliers afirmaba, por ejemplo: se trata de conectar nuestras actuales costumbres con su origen verdadero, de descubrir el prin­cipio del derecho común de la nación y de examinar lo que se ha transfor­mado en el curso del tiempo. Algo más tarde, du Buat-Nançay afirmará que sobre la base del conocimiento del espíritu primitivo del gobierno se debe restituir vigor a ciertas leyes, moderar aquellas cuyo excesivo vigor pudiera alterar el equilibrio, y restablecer la armonía y la relación.

Son tres entonces las tareas en esta especie de proyecto de análisis de la inteligibilidad de la historia: unir el hilo estratégico, trazar la línea de las separaciones morales y restablecer la linealidad de algo que se podría llamar el punto constituyente de la política y de la historia, el momento de constitución del reino. Digo punto constituyente, momento de constitu­ción, para evitar, aunque sin cancelarla del todo, la palabra constitución. En realidad, como verán, se trata justamente de constitución. Se hace his­toria para restablecer la constitución, pero no la constitución entendida como un conjunto explícito de leyes formuladas en determinado momen­to. Tampoco se trata de encontrar una especie de convención jurídica fun­dadora, dejada atrás en el tiempo, o estipulada al inicio de los tiempos entre el soberano y sus subditos. Se trata, en cambio, de encontrar algo que tiene consistencia y ubicación histórica; que no es tanto del orden de la ley como del orden de la fuerza, no tanto del orden de un documento escrito como del orden de equilibrio, algo que sea una constitución tal como la entenderían los médicos: relaciones de fuerza, equilibrio y juego de proporciones, asimetría estable, desigualdad congruente. Justamente de esto hablaban los médicos del siglo xviii cuando decían constitución.

En la literatura histórica que se forma en torno de la reacción nobiliaria, esta idea de constitución es de alguna manera médica y militar: relación de fuerza entre el bien y el mal, relaciones de fuerza entre adversarios. Este momento constituyente que hay que encontrar debe ser alcanzado mediante el restablecimiento de una relación de fuerza fundamental. Se debe instaurar una constitución que sea accesible, no tanto por medio del restablecimiento de viejas leyes, sino por medio de una revolución de las fuerzas, revolución en el sentido de que es un juego de fuerzas pasar pro­piamente de la noche más profunda a la culminación del día, desde el punto más bajo al más alto.

Esto significa -y es éste el aspecto fundamental- que a partir de Boulainvilliers fue posible asociar las dos nociones de constitución y de revolución. En tanto en la literatura histórico-jurídica (sobre todo en la de los parlamentarios) se entendía como constitución básicamente las leyes fundamentales del reino, es decir, un aparato jurídico, algo del orden de la convención, resulta evidente que el retorno a la constitución no podía ser sino el restablecimiento, de algún modo decisivo, de las leyes actualiza­das. Por el contrario, desde el momento en que la constitución ya no es una armadura jurídica o un conjunto de leyes, sino una relación de fuerza, está claro que esta relación no puede ser restablecida a partir de nada, sino sólo si existe una suerte de movimiento cíclico de la historia, sólo desde que existe, en todo caso, algo que permite hacer girar la historia sobre sí misma y reconducirla a su punto de partida.

 

En consecuencia, mediante la idea de una constitución que es médico-militar, esto es, relación de fuerzas, ven ustedes que se introduce algo así como una filosofía de la historia cíclica o en todo caso la idea de que la historia se desarrolla en círculos. Dije que esta idea se introduce. En ver­dad se re-introduce, para articular el viejo tema milenarista de la vuelta de las cosas con un saber histórico complejo.

Esta filosofía de la historia como filosofía del tiempo cíclico se hace posible a partir del siglo xviii, es decir, desde el momento en que se ponen en juego las dos nociones de constitución y de relación de fuerza. En todo caso, creo que la idea de una historia cíclica inserta en un discurso histó­rico articulado aparece por primera vez precisamente en Boulainvilliers, quien decía: los imperios se desarrollan y decaen del mismo modo en que la luz del sol ilumina la Tierra. Revolución solar, revolución de la histo­ria: ven que las dos cosas están ahora ligadas. Tenemos así un vinculo entre estos tres elementos -constitución, revolución, historia cíclica- que es, creo, uno de los aspectos del instrumento táctico que Boulainvilliers había puesto a punto.

Pero, ¿qué piensa hacer Boulainvilliers al buscar el punto constituyen­te bueno y verdadero en la historia? Por el momento, piensa rechazar la búsqueda de este punto tanto en la ley como en la naturaleza. Por lo cual, aparte del carácter antijurídico del que ya hablamos, tenemos también un antinaturalismo. De hecho, el gran adversario de Boulainvilliers y de sus sucesores será la naturaleza; el gran adversario de este tipo de análisis (ésta es una de las razones por las cuales los análisis de Boulainvilliers serán instrumentales y tácticos) es el hombre de la naturaleza, es el salva­je, entendido en dos sentidos, el salvaje (bueno o malo) y el hombre de naturaleza que los juristas, o teóricos del derecho, aducían, como previo a la sociedad, para constituir la sociedad, como elemento a partir del cual el cuerpo social pudiera constituirse.

Boulainvilliers y sus sucesores, al buscar el punto de articulación de la constitución, no intentan encontrar al salvaje, anterior de algún modo respecto del cuerpo social. Lo que quieren conjurar, además, es el otro aspecto del salvaje, ese hombre de naturaleza que representa el elemento ideal inventado por los economistas, ese hombre sin historia y sin pasado, movido sólo por su interés y que cambia el producto de su trabajo por otro producto. En suma, el discurso histórico-político de Boulainvilliers quie­re conjurar no sólo al salvaje histórico jurídico (salido de los bosques para estipular el contrato y fundar la sociedad), sino también al salvaje homo oeconomicus, entregado al intercambio.

Creo que la cupla formada por el salvaje y el intercambio es funda­mental. No sólo en el pensamiento jurídico, no sólo en la teoría del dere­cho. En realidad esta cupla reaparece continuamente. Ya en el pensamiento jurídico del siglo xviii, ya en el pensamiento antropológico de los siglos xix y xx, el salvaje será esencialmente el hombre del intercambio: el que intercambia derechos o el que intercambia bienes. En tanto intercambia derechos, funda la sociedad y la soberanía. En tanto intercambia bienes, forma un cuerpo social y un cuerpo económico. Pues bien, precisamente contra este salvaje como sujeto del intercambio elemental (su importancia en la teoría jurídica del siglo xvi era enorme) el discurso histórico-político inaugurado por Boulainvilliers levantó otro personaje, quizá tan elemen­tal como el salvaje de los juristas (y en seguida de los antropólogos), pero de constitución muy diferente por cierto. Es el bárbaro.

 

¿En qué modo el bárbaro se opone al salvaje? En primer lugar por el hecho de que, en el fondo, el salvaje es siempre tal en el estado salvaje, con otros salvajes; y desde que se encuentra en una relación de tipo social, el salvaje deja de ser tal. En cambio, el bárbaro es alguien que sólo puede ser comprendido, caracterizado y definido en relación con una civilización, con la cual se encuentra en una situación de exterioridad. No hay bárbaro si no existe en alguna parte un elemento de civilización contra el cual se enfrenta: elemento despreciado por él, pero codiciado; respecto del cual, de todos modos, se encuentra en una relación de hostilidad y de guerra permanente. No hay bárbaro sin una civilización que él trata de destruir y de la cual quiere apropiarse. El bárbaro es siempre el hombre que merodea en las fronteras de los Estados, es el que se echa contra los muros de las ciudades.

A diferencia del salvaje, el bárbaro no se apoya en un fondo de natura­leza del cual forme parte. El se recorta sobre un fondo de civilización, contra el cual choca. El bárbaro no entra en la historia fundando socieda­des: entra más bien penetrando, incendiando y destruyendo una civiliza­ción. Creo, por tanto, que el primer punto es éste: la diferencia entre el bárbaro y el salvaje consiste en la relación con una civilización, por ende con una historia precedente. No hay bárbaro sin una historia anterior, que es la de la civilización que incendiará. Por otra parte, el bárbaro no es, como el salvaje, vector de intercambio. El bárbaro es vector de algo total­mente diferente: es vector de dominación. A diferencia del salvaje, el bár­baro se adueña, se apropia; practica no tanto la ocupación primitiva de la tierra como la rapiña. Esto significa que su relación de propiedad es siem­pre secundaria: solamente se adueña de una propiedad preexistente; pone a los otros a su propio servicio; hace cultivar la tierra, hace custodiar sus propios caballos, hace preparar sus propias armas. Asimismo, su libertad siempre se apoya en la libertad perdida de los otros. En la relación que mantiene con el poder, a diferencia del salvaje, el bárbaro nunca cede su libertad. El salvaje es el que tiene en sus manos una suerte de plétora de libertad, que sin embargo cede para garantizar su vida, su seguridad, sus bienes. El bárbaro, en cambio, jamás cede su libertad. Si se dota de un poder, se da un rey, elige un jefe, no lo hace para disminuir su parte de derechos. Lo hace, al contrario, para multiplicar su propia fuerza, para ser más fuerte en sus rapiñas, en sus hurtos y en sus estupros, para ser un invasor más seguro de su fuerza. El bárbaro instaura un poder como multiplicador de la propia fuerza individual. Esto significa que el modelo de gobierno es para el bárbaro un gobierno necesariamente militar, y que no se funda en esos contratos de cesión civil que caracterizan al salvaje. Este es el personaje del bárbaro que creo que instauró, en el siglo xviii, la historia al estilo de Boulainvilliers.

Ahora se entiende mucho mejor por qué, en el pensamiento jurídicoantropológico de nuestros días, y hasta en las utopías bucólicas y ameri­canas actuales, pese a todo, incluso reconociéndole alguna maldad y algu­nos defectos, el salvaje es siempre bueno. ¿Cómo podría no serlo, ya que tiene justamente la función de intercambiar, de dar, naturalmente según sus intereses, pero en una forma de reciprocidad donde reconocemos, pro­bablemente, la forma aceptable, y jurídica, de la bondad?

 

El bárbaro, en cambio, incluso si se le reconocen cualidades, no puede sino ser malvado. Debe estar lleno de arrogancia y ser inhumano porque no es el hombre del intercambio y de la naturaleza, sino el hombre de la historia, es el hombre del saqueo y del incendio, es el hombre de la domi­nación. Un pueblo altivo, brutal, sin patria, sin ley, decía Mably (que sin embargo quería mucho a los bárbaros), que tolera violencias atroces, por­que éstas son, para él, el orden de las cosas públicas. En el bárbaro el alma es grande, noble y altiva, pero siempre está asociada con la astucia y con la crueldad. De Bonneville, hablando de los bárbaros, decía que estos aven­tureros sólo respiraban el aire de la guerra; que la espada era su derecho y que la utilizaban sin remordimientos. Marat, también él muy amigo de los bárbaros, los describe pobres, toscos, sin comercio, sin armas, pero libres.

El bárbaro, ¿hombre de naturaleza? Sí y no. No, en el sentido de que siempre está ligado con una historia preexistente. El bárbaro se recorta sobre un fondo de historia. Pero, si se ligara con la naturaleza, decía du Buat-Nancay (que apuntaba así contra su íntimo enemigo Montesquieu, aunque sin nombrarlo), si fuera un hombre de naturaleza, ¿en qué consis­tiría la naturaleza de las cosas? En la relación del sol con el fango que seca, en la relación del cardo con el asno que nutre.

Creo que en el campo histórico-político, donde el saber de las armas (el saber histórico) es utilizado constantemente como instrumento políti­co, se puede en el fondo llegar a caracterizar cada una de las grandes tácticas que se instauran en el siglo xviii, según el modo en que se ponen en juego los cuatro elementos ya presentes en el análisis de Boulainvilliers: la constitución, la revolución, la barbarie y la dominación. El problema será entonces saber cómo se puede establecer el punto de conjunción ópti­mo entre el desencadenamiento de la barbarie, por un lado, y por el otro el equilibrio de la constitución que se quiere encontrar. En suma, ¿cómo poner en juego, en una justa regulación de las fuerzas, lo que el bárbaro puede llevar consigo de violencia, de libertad? ¿Qué hay que conservar y qué hay que eliminar del bárbaro para hacer funcionar una constitución justa? ¿Qué hay que se pueda encontrar, en realidad, de barbarie útil? El problema es, en el fondo, el de filtrar el bárbaro y la barbarie: ¿qué cosa hay que filtrar y cómo (de la dominación bárbara) para llevar a su cumpli­miento la revolución constituyente? Este es el problema, y las distintas soluciones ofrecidas definen -en el campo del discurso histórico, en el campo histórico-político- las diversas posiciones tácticas de los diferen­tes grupos, de los diferentes intereses, de los diferentes centros de la bata­lla. Y esto vale tanto para la nobleza y el poder monárquico como para la burguesía y sus varias tendencias.

Me parece que este problema, que no es exactamente el de revolución o barbarie, sino de la barbarie en la revolución, preside todo este conjunto de discursos históricos del siglo xviii. Creo que, no tanto una prueba, sino una especie de confirmación de que es éste el problema, se la tiene en un texto que me hizo llegar la vez pasada, al final de la clase, alguien que no conozco. El texto es de Robert Desnos. Creo que muestra perfectamente cómo, aun en el siglo xix, el problema: revolución o barbarie (estaba por decir: socialismo o barbarie) es un falso problema, y que en cambio el verdadero problema es revolución y barbarie. Tomaré entonces como tes­timonio este texto de Robert Desnos, que supongo (ya que, no sé por qué, no hay referencias) ha aparecido en La révolution surréaliste. He aquí el texto, que parece salido directamente del siglo xviii: "Llegados del este tenebroso, los civilizados siguen el mismo camino hacia el oeste de Atila, de Tamerlán y de tantos otros desconocidos. Quien dice civilizados, dice antiguos bárbaros, es decir bastardos de los aventureros de la noche, o sea aquellos que el enemigo (romanos, griegos) corrompe. Echadas de las costas del Pacífico y de las pendientes del Himalaya, estas grandes com­pañías, infieles a su misión, se encuentran ahora frente a aquellos que los echaron en los días no muy lejanos de las invasiones. Hijos de Calmuco, nietos de los hunos, desembarazaos de las ropas tomadas en préstamo en los vestuarios de Atenas o de Tebas, de las corazas rescatadas en Esparta o en Roma, y surgid desnudos, como estaban vuestros padres sobre sus pe­queños caballos. Y vosotros, normandos laboriosos, pescadores de sar­dinas, fabricantes de sidra, subid a las barcas venturosas que, más allá del círculo polar, trazaron una larga estela, antes de llegar a estos prados húmedos y a estos bosques ricos en cetrería. Blanco, reconoce a tu patrón, tú que creías escapar de él, ese Oriente que te echaba, invistiéndote del derecho de destrucción que no has sabido conservar, y que ahora encuen­tras a tus espaldas, una vez cumplida la vuelta al mundo. No imites al perro que quiere morderse la cola: correrás perpetuamente detrás de Occidente. Detente. Ríndenos cuenta un poco de tu misión, gran armada orien­tal, convertida hoy en los occidentales".

 

Para intentar reubicar concretamente los diferentes discursos históri­cos y las tácticas de donde proceden, Boulainvilliers había introducido en la historia el bárbaro rubio, el acontecimiento jurídico e histórico de la invasión y de la conquista violenta, la apropiación de la tierra y el avasa­llamiento de los hombres, y finalmente un poder real extremadamente limitado. Pero, entre todos los rasgos masivos y solidarios que constituían la irrupción de la barbarie en la historia, ¿cuáles serán eliminados? ¿Y qué se conservará para reconstituir la justa relación de fuerza que debe sostener el reino? Tomaré en consideración tres grandes modelos de fil­trado. Hay muchos otros en el siglo xviii. Pero examino sólo éstos porque fueron sin duda política y epistemológicamente los más importantes. Ade­más, cada uno de ellos corresponde a tres posiciones políticas bastante diferentes.

El primer filtrado del bárbaro, el más riguroso, el filtrado absoluto, es el que consiste en no querer dejar pasar nada del bárbaro a la historia. El que se coloca en esta posición debe mostrar que la monarquía francesa no tiene detrás de sí una invasión germánica que la haya introducido y que haya sido de algún modo su portadora; debe mostrar que la nobleza no tiene como antepasados a conquistadores venidos de la otra orilla del Rin y por ende que los privilegios de que goza y que la colocan entre el sobe­rano y los demás subditos, o le fueron concedidos tardíamente, o los ha usurpado por oscuras vías. En suma, en vez de ligar la nobleza privilegia­da con una horda bárbara fundadora, debe suprimir precisamente el nú­cleo bárbaro, hacerlo desaparecer y dejar de algún modo a la nobleza en suspenso, haciendo de ella una creación tardía y artificial. Se entiende que ésta es la tesis de la monarquía, y se la puede encontrar en toda una serie de historiadores que va de Dubos a Moreau.

Esta tesis, articulada en una proposición fundamental, da lugar aproxi­madamente a este esquema: los francos -dirán Dubos y Moreau- son en el fondo un mito, una ilusión, una creación inocente de Boulainvilliers. Los francos no existen. Esto, en primer término, equivale a decir que no hubo invasión. ¿Qué sucedió en realidad? Que sí hubo invasiones, pero hechas por otros: los burgundios y los godos. Contra estos invasores los romanos no podían hacer nada. Por eso recurrieron a los francos -una pequeña población que tenía algún mérito militar- como aliados. Los francos, en­tonces, no fueron recibidos precisamente como invasores, como grandes bárbaros capaces de dominación y de rapiña, sino como una pequeña po­blación, aliada y útil. De modo que en seguida recibieron los derechos de ciudadanía galo-romana y los instrumentos de poder político (a propósito de esto Dubos recuerda que, después de todo, Clodoveo fue cónsul roma­no). Por tanto, sostiene esta tesis, no hubo ni invasión ni conquista, sino inmigración y alianza.

En rigor no se debería siquiera decir que hubo inmigración de un pue­blo franco, con su legislación y sus costumbres. Los francos eran demasia­do escasos, dice Dubos, para poder imponer a los galos (...) sus propios usos y costumbres. Dispersos como estaban, en medio de la masa galo-romana, no pudieron siquiera conservar sus costumbres. En conse­cuencia, se disolvieron literalmente. Además, ¿cómo no iban a disolverse dentro de la sociedad y del aparato galo-romano, si no tenían realmente ningún conocimiento, ni de la administración, ni del gobierno? Dubos sostiene que los francos habían sacado de los romanos hasta su arte de la guerra. En todo caso, dice Dubos, los francos se guardaron muy bien de destruir los mecanismos de la administración, que en la Galia romana eran admirables. Nada fue desnaturalizado por los francos, dice Dubos, y el orden triunfó. Los francos, en consecuencia, se integraron y su rey per­maneció, de algún modo, en la superficie de este edificio galo-romano apenas infiltrado por algunos inmigrantes de origen germánico. En la cúspide del edificio quedó sólo el rey, que heredó así los derechos del emperador romano. Esto significa que no hubo en absoluto, como creía Boulainvilliers, una aristocracia de corte bárbaro, sino una monarquía absoluta desde el comienzo. Sólo muchos siglos después se habría produ­cido una ruptura equivalente a la invasión, pero de origen interno.

En este punto el análisis de Dubos se traslada hasta el final del período carolingio y comienzos de la dinastía Capeto para poder reconocer un debilitamiento del poder central. Frente al debilitamiento del poder abso­luto de tipo cesáreo, del cual se habían beneficiado al principio los mero­vingios, los oficiales delegados del rey se arrogan cada vez más poder: de lo que era su competencia administrativa hacen un feudo, como si se tra­tase de su propiedad. De esta descomposición del poder central nace el feudalismo.

 

El feudalismo, como ven, es pues un fenómeno tardío, no ligado con la invasión, sino con la destrucción interna del poder central. Tiene los mis­mos efectos que una invasión, pero es una invasión hecha desde dentro por hombres que usurpan un poder del cual eran simplemente delegados.

"El desmembramiento de la soberanía y la transformación de los oficios en señoríos produjeron efectos -lo que estoy leyendo es un texto de Du­bos- totalmente similares a los de la invasión extranjera, han permitido que se levantara entre el rey y el pueblo una casta dominadora, haciendo de Galia un verdadero país de conquista". Dubos encuentra entonces los mismos elementos -invasión, conquista, dominación- que caracteriza­ban, según Boulainvilliers, lo acaecido en la época de los francos, pero esta vez como fenómeno interno, debido o correlativo al nacimiento de una aristocracia. Sin embargo, como se ve, se trata de una aristocracia artificial y completamente independiente de la invasión de los francos y de la barbarie que ella traía consigo. Por lo tanto las luchas se desencade­narán contra esta conquista, contra esta invasión interna: el monarca y las ciudades que habían conservado las libertades de los municipios romanos lucharán juntos contra los feudatarios.

En este discurso de Dubos, de Moreau y de todos los historiadores monárquicos, tenemos la destrucción, pieza por pieza, del discurso de Boulainvilliers, pero con esta transformación importante: el ardor de los análisis se desplaza desde el hecho de la invasión y los primeros merovin­gios hacia el acontecimiento formado por el nacimiento del feudalismo y los primeros Capetos. Se observa además, y también esto es importante, que la invasión de la nobleza es analizada no tanto como efecto de una victoria militar o de la irrupción de la barbarie, sino más bien como resul­tado de una usurpación interna. Se sigue afirmando el hecho de la con­quista, pero despojado de su paisaje bárbaro y de los efectos de derecho que la victoria militar podía comportar: los nobles no son bárbaros, sino estafadores, estafadores políticos. Esta es la primera posición, la primera utilización táctica -por inversión- del discurso de Boulainvilliers.

Pasemos ahora a otro modo de filtrado del bárbaro, el que se hace mediante el discurso que disocia la libertad germánica o bárbara del ca­rácter exclusivo de los privilegios de la aristocracia, aunque sin embargo -y en esto esta táctica permanece bastante cercana a la de Boulainvilliers-sigue haciendo valer contra el absolutismo del rey la libertad que traían consigo los francos. Es verdad que las bandas hirsutas venidas de la otra orilla del Rin trajeron con ellas sus libertades, pero no eran bandas de guerreros que formasen un núcleo aristocrático mantenido como tal en el cuerpo de la sociedad galo-romana. Los que cayeron en Galia no fueron sólo guerreros, sino todo un pueblo en armas. La forma política y social introducida en ese momento en Galia no es una aristocracia sino una democracia, acaso la más amplia democracia posible. Encontramos esta te­sis en Mably, en de Bonneville y también en Marat (Les châines de l'esclavage).

Los francos, que no conocían ninguna forma de aristocracia porque eran un pueblo de soldados-ciudadanos que vivían en un régimen de igual­dad, eran por tanto portadores de una democracia bárbara. Un pueblo al­tivo, brutal, dice Mably, sin patria, sin ley, donde cada ciudadano-soldado vivía sólo del botín y no aceptaba el freno de ningún castigo. Sobre este pueblo no pesaba ninguna autoridad continua, razonada o constituida. Pues bien, según Mably, fue esta democracia bárbara lo que se estableció en Galia a través de los francos. Pero esto, que era una cualidad cuando se debía cruzar el Rin e invadir Galia, se vuelve un defecto en el momento en que se instalan: los francos no hacen otra cosa que entregarse a saqueos y apropiaciones. Descuidan así el ejercicio del poder y desertan de las asam­bleas de marzo y de mayo que habían controlado regularmente el poder del rey. Dejan a éste, por tanto, en libertad de acción; es decir, dejan que se forme, por encima de ellos, una monarquía que tiende a hacerse absolu­ta mientras el clero, ignorando sin duda todas estas astucias, interpreta -según Mably- las costumbres germánicas en términos de derecho roma­no: los germanos, que se creían subditos de una monarquía, eran en reali­dad el cuerpo de una república.

En cuanto a los funcionarios oficiales del soberano, conquistaron cada vez más poder, de modo que -abandonada la democracia general traída por la barbarie franca- se entró en un sistema al tiempo monárquico y aristocrático. Se trata de un largo proceso, contra el cual hay, sin embargo un movimiento de reacción. Es cuando Carlomagno, al sentirse cada vez más dominado y amenazado por la aristocracia, se apoya nuevamente en ese pueblo que los reyes anteriores habían descuidado. Carlomagno res­taura así el campo de Marte y las asambleas de mayo dejando que en éstas participen también los que no son guerreros. Con ello tenemos un breve instante de retorno a la democracia germánica, antes de que desaparezca la democracia (...).

 

Pero, ¿cómo llega a asentarse la monarquía? Por un lado los aristócra­tas aceptan, actuando contra la democracia bárbara y franca, elegir un rey, que tenderá cada vez más al absolutismo; por el otro los Capetos, para recompensar la consagración real en la persona de Hugo, concederán a los nobles, como feudo, las competencias administrativas y los oficios que se les había encargado. Las figuras gemelas de la monarquía y de la aristocracia nacen pues, por encima de la democracia bárbara y sobre el fondo de la democracia germánica, como consecuencia de la complicidad entre los nobles que hicieron al rey y el rey que formó el feudalismo. Por cierto, la aristocracia y la monarquía un día se enfrentarán, pero no hay que olvidar que son, en el fondo, hermanas gemelas.

Tenemos por fin lo que es al mismo tiempo un tercer tipo de discurso, un tercer tipo de análisis y una tercera táctica. Se trata de la tesis más sutil y que tendrá la mayor fortuna histórica, a pesar de que en la época en que es formulada tiene mucho menos lustre que la de Dubos o la de Mably. En esta tercera operación táctica se distinguen dos barbaries: una, la de los germanos -que será la barbarie mala, de la cual hay que liberarse- y otra, la de los galos, una buena barbarie que es la única, verdaderamente, que aporta libertad. De este modo se hacen dos operaciones importantes. Por un lado, se disocia libertad y "germanidad" que habían sido unificadas por Boulainvilliers, por el otro se disocia romanidad y absolutismo. Esto significa que se descubren en la Galia romana esos elementos de libertad que todas las tesis anteriores habían admitido, más o menos, como impor­tadas por los francos.

Se puede afirmar que, en tanto la tesis de Mably sobre la explosión democrática de las libertades germánicas era obtenida gracias a una trans­formación de la tesis de Boulainvilliers, la nueva tesis de Bréquigny y de Chapsal es obtenida mediante una intensificación o un desplazamiento de lo que había sido de algún modo dejado al margen por Dubos, cuando éste afirmaba que el rey y las ciudades que habían resistido la usurpación de los nobles se habían levantado a un tiempo contra el feudalismo.

La tesis de Bréquigny y de Chapsal, que será adoptada por los histo­riadores burgueses del siglo xix (de Augustin Thierry a Guizot), consiste en sostener que en el fondo el sistema político de los romanos estaba arti­culado en dos planos. A nivel del gobierno central de la gran administra­ción romana, por lo menos a partir del imperio, tenemos un poder absolu­to. Sin embargo, los romanos (...) no habían confiscado a los galos sus libertades originarias. De modo que Galia es en cierto sentido parte de ese gran imperio absolutista, pero la Galia romana también está diseminada, penetrada, por toda una serie de focos de libertad que son, en el fondo, las viejas libertades gálicas o célticas. Estas libertades, que los romanos con­servaron, continuaron funcionando en las ciudades. Esto significa que las libertades arcaicas, las libertades ancestrales de los galos y los romanos, siguieron funcionando en los famosos municipios del imperio romano en una forma que es, mutatis mutandi, la de la vieja urbs romana.

La libertad (y creo que es la primera vez que aparece en estos análisis históricos) es entonces un fenómeno gálico, pero compatible con el abso­lutismo romano. La libertad es sobre todo un fenómeno urbano y podrá luchar y llegar a ser una fuerza política e histórica en la medida en que pertenece a las ciudades. Las mismas, sin embargo, habían sido destrui­das durante las invasiones de los francos y los germanos. Pero éstos, al ser campesinos nómades, o bárbaros en todo caso, prefirieron establecerse en la libre campiña. Por eso, descuidadas por los francos, las ciudades se fueron reconstituyendo y comenzaron a beneficiarse con un nuevo enri­quecimiento.

Cuando, a fines del reinado de los carolingios, se instaura y organiza el feudalismo, los grandes señores laico-eclesiásticos intentarán echar mano a las riquezas nuevas de las ciudades, las que sin embargo -habiéndose fortalecido en el curso de la historia gracias a sus riquezas y a sus liberta­des, y gracias al hecho de formar una comunidad- podrán resistir, rebe­larse. Desde los primeros Capetos se asiste al desarrollo de este gran mo­vimiento rebelde de las comunas, que lograrán imponer en los siglos xv o xvi, tanto al poder real como a la aristocracia, el respeto de sus derechos y, al menos hasta cierto punto, sus leyes, su tipo de economía, su forma de vida, sus costumbres.

 

Tenemos entonces que vérnoslas -como es evidente- con una tesis que, mucho más que las precedentes o incluso que la de Mably, podrá llegar a ser la tesis del tercer Estado, porque es la primera vez que la historia de las ciudades, de las instituciones urbanas, la historia de la riqueza y de sus efectos políticos, podrán ser articuladas en el análisis histórico. De hecho, lo que en esta historia se forma, o al menos se deli­nea, es un tercer Estado que se constituye no sólo mediante las concesio­nes del rey, sino que se viene formando gracias a su energía, a sus rique­zas, a su comercio, gracias a un derecho urbano muy elaborado y tomado en parte del derecho romano, aunque articulado sobre la antigua libertad o barbarie gálica.

Esa romanidad que en el pensamiento histórico y político del siglo xviii siempre había tenido el color de absolutismo y siempre había estado de parte del absolutismo, se teñirá en adelante de liberalismo y, gracias a los análisis de los que vengo hablando, lejos de ser la forma teatral en la que el poder real refleja su propia historia, llegará a ser para la misma burguesía una pieza en juego. Es decir, la burguesía podrá recuperar la romanidad como lo que constituye la nobleza del tercer estado. El tercer Estado reivindicará justamente esta municipalidad, esta forma de autono­mía y de libertad municipales. Se entiende que todo esto hay que reubicar­lo en el debate que tuvo lugar en el siglo xviii en torno, precisamente, de las libertades y autonomías municipales. Baste como ejemplo la (Mémoire sur les Municipalités) que publicó Turgot en 1776. Pero lo que cuenta es que, en vísperas de la revolución, la romanidad haya podido ser despojada de todas las connotaciones monárquicas y absolutistas que había tenido incluso en el siglo xviii. Así, podrá existir una romanidad a la cual pueda volverse incluso cuando no se es monárquico ni absolutista. En suma, se puede volver a la romanidad también siendo burgués, y la revolución no dejará de hacerlo.

Otra razón de la importancia del discurso de Bréquigny y Chapsal es que permite un formidable ensanchamiento del campo histórico. En el fondo, con los historiadores ingleses del siglo xvii, pero también con Boulainvilliers, se partía de un pequeño núcleo: el dato de la invasión o bien las pocas décadas -un siglo como mucho- en que las hordas bárbaras se habían esparcido en Galia. Después, poco a poco, se asiste a toda una ampliación del campo. Hemos visto la importancia que adquiere, en Ma­bly, un personaje como Carlomagno: hemos visto también cómo, con Du­bos, el análisis histórico se extendió hacia los primeros Capetos y hacia el feudalismo. Y he aquí finalmente que, con los análisis de Bréquigny, Chap­sal y otros, saltando hasta la organización de los romanos y las antiguas libertades gálicas y célticas, el análisis históricamente útil y políticamente fecundo se extiende a las alturas. Al mismo tiempo la historia procede hacia abajo: se extiende a través de todas las luchas que, desde el inicio del feudalismo, conducirán (mediante las revueltas comunales) al advenimiento, parcial posiblemente en los siglos xv y xvi, de la burguesía como fuerza económica y política. Lo que se vuelve un campo de debate histórico y político es a partir de ahora un milenio y medio de historia. El hecho jurídico e histórico de la invasión ha estallado totalmente y hay que vérselas con un inmenso campo de luchas que recorren mil quinientos años de historia poniendo en escena a los actores más diversos: los reyes, la nobleza, el clero, los soldados, los oficiales reales, el tercer Estado, los burgueses, los campesinos, los habitantes de las ciudades. Se trata de una historia que descansa en instituciones como las libertades romanas, las libertades municipales, la Iglesia, la educación, el comercio, la lengua, etc. Se asiste, como dije, a un estallido general del campo de la historia, y los historiadores del siglo xix retomarán su trabajo precisamente dentro de este campo.

Se preguntarán simplemente la razón de todos estos detalles y el por­que de la instauración de las diversas tácticas en el campo de la historia. Habría podido, muy sencillamente, pasar a Augustin Thierry, a Montlo­sier y a todos los que, partiendo de esta instrumentación del saber, inten­taron pensar el fenómeno de la revolución. Me he demorado en todo esto por dos razones. En primer lugar, por una razón de método. Creo que se puede reconocer fácilmente de qué modo, a partir de Boulainvilliers, se formó un discurso histórico y político cuyo ámbito de objetos, cuyos ele­mentos pertinentes, cuyos conceptos, cuyos métodos de análisis, resultan bastante próximos unos de otros. Esto es, durante el siglo xviii se formó una especie de discurso histórico común a toda una serie de historiadores, que están sin embargo en fuerte contraposición en cuanto a sus tesis, sus hipótesis y sus sueños políticos. Sería posible recorrer, sin solución de continuidad, toda la red de proposiciones fundamentales que subtienden cada tipo de análisis, así como las transformaciones mediante las cuales se puede pasar de una historia que (elimina) los francos (Dubos) a la his­toria de la democracia franca. Quiero decir que se podría pasar muy fácil­mente de una de estas historias a otra detectando sólo unas simples trans­formaciones en las proposiciones fundamentales.

 

Tenemos entonces una trama epistémica extremadamente cerrada de todos los discursos históricos, independientemente de cuáles puedan ser las tesis históricas y los objetivos políticos que tales discursos se dan. Pero que esta trama sea tan cerrada no significa que todos piensen del mismo modo. Al contrario. Pero la condición de que se pueda pensar de un modo o de otro es la misma, y es la que hace que esta diferencia sea políticamen­te pertinente. Hacía falta justamente que este campo fuera tan cerrado, que fuera tan cerrada esta red destinada a regular el saber histórico, para que los sujetos históricos hablasen, para que pudiesen ocupar posiciones tácticamente contrapuestas, pudieran encontrarse unos frente a otros en posición de adversarios y para que, en consecuencia, la oposición fuera tal al mismo tiempo en el orden del saber y en el orden de la política. Cuanto más regularmente se forme el saber, tanto más será posible, para los suje­tos que hablan en él, separarse según líneas rigurosas de enfrentamiento, y tanto más será posible hacer funcionar los discursos así enfrentados como conjuntos tácticos diferentes dentro de estrategias globales (donde no sólo se tratará de discursos y realidades, sino también de poderes, de estatutos, de intereses económicos). En otras palabras, la reversibilidad táctica del discurso es una función directa de la homogeneidad de sus reglas de formación. La regularidad del campo epistémico, y la homoge­neidad en el modo de formación del discurso, es lo que hace que éste sea utilizable en las luchas, que son, por su parte, extradiscursivas. Por esta razón de método he insistido en el reparto de diversas tácticas discursivas en un campo histórico-político coherente, regular y formado de modo ex­tremadamente compacto.

Pero también insistí sobre esto por otras razones -razones de hecho-relativas a lo que sucedió justamente en el momento de la revolución. Se trata de esto: con excepción de la última forma de discurso de la que hablé (la de Bréquigny o Chapsal) se puede ver que los miembros de la burgue­sía o del tercer Estado eran los menos interesados en investir sus proyec­tos políticos en la historia. Volver a la constitución o buscar la vuelta a un equilibrio de las fuerzas implicaba de algún modo estar seguro de poder encontrarse a sí mismo en las relaciones de fuerza. Ahora bien, era evi­dente que la burguesía no podía reconocerse a sí misma como sujeto histó­rico en este juego de relaciones de fuerza anterior a la mitad del Medioevo. ¿Cómo encontrar algo que formara parte del tercer Estado o de la burgue­sía mientras se interrogaba a los merovingios, a los carolingios, a las invasiones francas o a Carlomagno? Por eso, al revés de lo que se sostiene, la burguesía fue con seguridad la más reticente, la que más rechazaba las confrontaciones de la historia. La historiadora era probablemente la aristo­cracia. También la monarquía lo era, así como lo habían sido los parla­mentarios. En cambio, la burguesía permaneció por muchos años anti­historicista o si se quiere anti-histórica. Esto se manifiesta de dos modos. En primer término, a lo largo de la primera mitad del siglo xviii, la bur­guesía fue más bien favorable al despotismo ilustrado, es decir a una for­ma de moderación del poder monárquico que no se funda en la historia, sino en una limitación que proviene del saber, de la filosofía, de la técni­ca, de la administración. Además, en la segunda mitad del siglo xviii, y sobre todo inmediatamente antes de la revolución, la burguesía trató de escapar al historicismo difuso buscando una constitución que no fuera una reconstitución, sino una constitución, si no anti-histórica, por lo me­nos ahistórica; de donde, se comprende fácilmente, el recurso al derecho natural, al contrato social. De hecho el rousseaunismo de la burguesía de fines del siglo xviii, y más aún el de antes de la revolución, era exactamente una respuesta al historicismo de los otros sujetos políticos que se batían en el campo de la teoría y del análisis del poder. Ser rousseauniano, recu­rrir a los salvajes, apelar al contrario, significaba escapar a todo ese paisa­je definido a través del bárbaro, mediante su historia y sus relaciones con la civilización.

Obviamente, el anti-historicismo de la burguesía no permaneció inmu­table y no impidió toda una rearticulación de la historia. De hecho, desde el momento de la convocatoria de los Estados generales, se puede obser­var cómo los cahiers des doléances están llenos de referencias históricas. Sin embargo, las referencias históricas más importantes son las utilizadas por la nobleza. Simplemente para responder a la cantidad de referencias hechas en las capitulares (...) la burguesía reactivó toda una serie de sabe­res históricos. En otras palabras, sólo como respuesta polémica a la canti­dad de referencias que se encuentra en los cahiers de la nobleza. La otra reactivación historicista es indudablemente más importante y más intere­sante: insertar, en la revolución misma, cierto número de momentos y de formas históricas que funcionaron como fastos de la historia, cuyo retorno en el vocabulario, en las instituciones, en los signos, en las manifestacio­nes, en las fiestas, permitía asignar una figura visible a una revolución entendida como ciclo y como retorno.

 

Es así como en la revolución -justamente a partir de ese rousseaunismo jurídico que por mucho tiempo había sido su hilo conductor- se reactivaron dos grandes fuerzas históricas. Por un lado tenemos la reactivación de Roma o más bien de la ciudad romana, es decir de la Roma arcaica, repu­blicana y virtuosa, y también de la ciudad galo-romana, con sus libertades y su prosperidad, de ahí la fiesta romana, como reactualización política de esta forma histórica que volvía como constitución, de algún modo funda­mental, de las libertades. Por el otro lado tenemos una reactivación de la figura de Carlomagno (ya hecha por Mably), que es pensado como con­junción de las libertades francas y las galo-romanas. Carlomagno es el hombre que convocaba al pueblo al campo de Marte; es el soberano gue­rrero, pero al mismo tiempo es el protector del comercio y de las ciudades; es rey germánico y al mismo tiempo emperador romano. Desde el comien­zo y a lo largo de la revolución se desarrolló todo un sueño carolingio, del cual se habla sin embargo mucho menos que de la fiesta romana. La fiesta del 14 de julio de 1790 es una fiesta carolingia que se hace en el campo de Marte, donde -al menos hasta cierto punto- se trata de rehacer o reactivar una relación del pueblo unido con su soberano y por tanto una relación que tiene modalidades carolingias. En todo caso, esta especie de vocabu­lario histórico implícito es el que está presente en la fiesta de julio de 1790. Y la mejor prueba de esto es el hecho de que en el club de los jacobinos, en junio de 1790, algunas semanas antes de la convocatoria, alguien había pedido que, en el curso de la fiesta, Luis XVI fuera privado de su título de rey y recibiera el de emperador, y que a su paso no se gritase "Viva el rey", sino "Viva Luis el emperador". El emperador en realidad "imperat sed non regit", manda pero no gobierna, no es rey. Hace falta -decía este proyecto- que Luis XIV vuelva del campo de Marte con la corona imperial en la cabeza. En el punto de convergencia del sueño caro­lingio (algo desconocido) y del sueño romano encontraremos, por supues­to, el imperio napoléonico.

Otra forma de reactivación histórica de la revolución está presentada por la execración de feudalismo, que D' Antraigues, noble alineado con la burguesía, había llamado el más espantoso flagelo con el cual el cielo, en su cólera, hubiera golpeado a una nación libre. La execración de la noble­za asume diversas formas. En primer lugar la de la inversión pura y sim­ple de la tesis de Boulainvilliers sobre la invasión. Escribe (un historia­dor) para indicar que el tercer Estado había debido decir a la nobleza: "Señores francos, somos mil contra uno. Fuimos mucho tiempo vasallos vuestros. Ahora la situación se invierte. Queremos volver a estar en pose­sión del patrimonio de nuestros padres". Y Sieyés, en su famoso texto, decía: "¿Por qué no mandar a los bosques de Franconia a todas estas fami­lias que conservan la loca pretensión de haberse originado en la raza de los conquistadores y de tener derechos de conquista?". En 1795 o 1796, no recuerdo bien, Boulay de la Meurthe decía que los emigrados represen­tan los vestigios de una conquista de la cual la nación francesa poco a poco se liberó.

Como ven, se vino formando algo que será muy importante en los comienzos del siglo xix: la reinterpretación de la Revolución Francesa, y de las luchas políticas y sociales que la habían atravesado, en términos de historia de las razas. Y es necesario volver a poner la ambigua valoriza­ción del gótico que se ve emerger en los famosos relatos medievales de la época de la revolución sobre esta vertiente: esos relatos góticos que son seguramente novelas de terror, de miedo y de misterio, pero son también novelas políticas. De hecho, siempre son relatos de los abusos de poder, de las exacciones: fábulas de soberanos injustos, de señores despiadados y sanguinarios, de sacerdotes arrogantes. Una novela gótica es un relato de ciencia-ficción y de política-ficción. Es una novela de política-ficción en la medida en que está centrada en el abuso de poder. Es de ciencia-ficción en cuanto reactiva, a nivel de lo imaginario, todo un saber sobre el feuda­lismo, todo un saber sobre el gótico, que ya tiene en el fondo un siglo de edad.

No son la literatura y la imaginación las que introdujeron, a fines del siglo xviii, como una novedad o una renovación absoluta, los temas del gótico y del feudalismo. De hecho estos temas se inscribieron en el orden de lo imaginario justamente en la medida en que habían sido lo que estaba en juego en una lucha secular a nivel del saber y de las formas de poder. Mucho antes de la novela gótica -casi un siglo- se peleaba a propósito de qué eran, histórica y políticamente, los señores, sus feudos, su poder, sus formas de dominación. En el nivel de derecho, de la historia y de la polí­tica, todo el siglo xviii fue atravesado por el problema del feudalismo. Sólo en el momento de la revolución -después de este enorme trabajo en el nivel del saber y el de la política- se hicieron cargo del mismo, en el nivel imaginario, las novelas de ciencia-ficción y de política-ficción. En este ámbito emergió la novela gótica, pero hay que ubicar las razones de su aparición en la historia del saber y de las tácticas políticas que hace posibles.


Décima lección

10 de marzo de 1976

Totalidad nacional y universalidad del Estado

Creo que en el curso del siglo xviii el principal, si no exclusivo, instru­mento de análisis de las relaciones políticas que hizo la guerra, no fue ni el discurso del derecho, ni el de la teoría política (con sus contratos y sus salvajes, con sus hombres de los prados y de los bosques, con sus estados de naturaleza y su guerra de todos contra todos) sino sobre todo el discur­so de la historia. Quisiera ahora mostrar de qué modo (un modo en verdad algo paradojal) justamente a partir de la revolución del elemento de la guerra, que en el siglo xviii era constitutivo de la misma inteligibilidad histórica, es, si no totalmente eliminado del discurso de la historia, por lo menos reducido, delimitado, colonizado, implantado, repartido, civiliza­do y hasta cierto punto aplacado.

El desplazamiento fue posible porque la historia (y poco importa si es la que cuenta Boulainvilliers o du Buat-Nançay) había hecho surgir un gran espectro: el peligro de quedar involucrados en una guerra infinita; el riesgo de reconocer que todas las relaciones entre los hombres, de cual­quier naturaleza que sean, pertenecen siempre al orden de la dominación. Esta doble amenaza (la guerra sin fin como trasfondo de la historia y la relación de dominación como elemento principal de la política) será, en el discurso histórico del siglo xix, reducida y retranscrita. Será reducida a una serie de disturbios regionales y de episodios transitorios; será retranscrita en forma de crisis y violencias. Sin embargo lo que cuenta -y quizás esté aquí la esencia del problema- es que esta amenaza estará des­tinada a aplacarse, no tanto por encontrar el equilibrio bueno y verdadero que habían buscado los historiadores del siglo xviii, sino porque hallará una reconciliación.

No creo que esta inversión del problema de la guerra en la historia sea efecto de un desplazamiento territorial o, mejor, del control de la historia por parte de cierta filosofía dialéctica. Creo más bien que se trata de una suerte de dialectización interna, una auto-dialectización del discurso histórico que corresponde a su aburguesamiento. Una vez admitido el desplaza­miento (si no la decadencia) del papel de la guerra en el discurso históri­co, el problema será saber cómo reaparece la relación de guerra dominada dentro del discurso histórico. Pues bien, reaparece, ejerciendo un papel negativo, de algún modo extremo, que ya no es constitutivo de la gloria sino protector y conservador de la sociedad. La guerra ya no figurará como condición de existencia de la sociedad y de las relaciones políticas, sino como condición de su supervivencia en sus relaciones políticas. Aparece entonces la idea de una guerra intestina como defensa de la sociedad con­tra los peligros que nacen en su mismo cuerpo y por su propio cuerpo. Se trata de la gran inversión de lo histórico-biológico en el pensamiento de la guerra social, del paso del constituyente al médico.

Hoy intentaré describir el movimiento de auto-dialectización, y por ende de aburguesamiento, del discurso histórico. La vez pasada he inten­tado mostrarles cómo y por qué, en el campo histórico-político formado durante el siglo xviii, la burguesía fue la que estuvo en la posición más difícil y la que tuvo mayores dificultades para servirse de la historia como arma de lucha política. Después de haberles ilustrado las razones de estas dificultades, quisiera ahora hacerles ver que el desbloqueo no se produjo a partir del momento en que la burguesía se dio o reconoció una historia, sino a partir de la reelaboración, no tanto histórica como política, de la noción de nación, de la cual, en el siglo xviii, la aristocracia había hecho el sujeto y el objeto de la historia.

Tomaré, si no exactamente como punto de partida, al menos como ejemplo de esa transformación (de la idea de nación) que hizo posible un nuevo tipo de discurso histórico, el famoso texto de Sieyés sobre el tercer Estado. Como saben, en el texto se hace tres preguntas: "¿Qué es el Esta­do? Todo. ¿Qué fue hasta ahora? Nada. ¿Qué pide ser? Algo". Es un texto tan famoso como gastado. Sin embargo, si lo consideramos un poco más de cerca, revela algunas transformaciones esenciales.

 

Resumamos lo ya dicho acerca de la noción de nación. La tesis de la monarquía era, más o menos, que la nación no existía, o por lo menos que no podía existir si no encontraba su condición de posibilidad y su unidad sustancial en la persona del rey. No hay nación sólo porque hay un grupo, una multitud de individuos que viven en la misma tierra y tienen la mis­ma lengua, las mismas costumbres, las mismas leyes. No es esto lo que constituye la nación. Si una nación existe es porque hay individuos que unos junto a otros no son sino individuos y no forman siquiera un conjunto, pero que tienen, todos y cada uno, una relación, a un tiempo jurídica y física, con la persona real, viviente, corpórea del rey. Lo que forma el cuerpo de la nación es el cuerpo del rey, en su relación físico-jurídica con cada uno de sus súbditos. Un jurista de fines del siglo xviii decía que cada particular sólo representa a un individuo en las confrontaciones con el rey. Por lo tanto, la nación no hace cuerpo y consiste enteramente en la persona del rey. Pues bien, justamente de esta nación, simple efecto jurídi­co del cuerpo del rey, es decir, de una nación que extraía su realidad ex­clusivamente de la realidad única e individual del rey, la reacción nobiliaria había hecho derivar una multiplicidad de naciones -por lo menos dos-entre las cuales había establecido relaciones de guerra y de dominación. No es entonces el rey el que constituye la nación, sino que es una nación la que se da un rey para luchar contra otras. Esta historia, escrita por la reacción nobiliaria, había hecho de estas relaciones la trama de la inteli­gibilidad histórica.

Con Sieyés tendremos una definición totalmente diferente, o más bien desdoblada, de la nación. Por un lado, un Estado jurídico. Sieyès sostiene que, para que haya una nación, dos cosas son necesarias: una ley común y un cuerpo legislativo. Esta primera definición de nación (o mejor de un primer conjunto de condiciones necesarias para la existencia de la nación) exige entonces mucho menos, para que se pueda hablar de nación, de lo que exigía la definición de la monarquía absoluta. Para que haya nación, no es necesario que haya un rey. Más aún. Ni siquiera es necesario que haya un gobierno. La nación existe antes de la formación de todo gobier­no, antes del nacimiento del soberano, antes de la delegación del poder, pero con la condición de que haya una ley común por medio de una ins­tancia destinada a establecer las leyes. Esta instancia es el cuerpo legisla­tivo.

Si por un lado la nación (de Sieyés) es mucho menos de lo que pedía la definición de la monarquía absoluta, por el otro es mucho más de lo que exigía la definición de la reacción nobiliaria. Para esta última, por lo me­nos en Boulainvilliers, para que hubiera una nación era suficiente que hubiera hombres unidos por un determinado interés y que hubiera entre ellos algunas cosas comunes: costumbres, hábitos y eventualmente una lengua.

Segun Sieyés, para que haya una nación debe haber leyes explícitas e instancias que las formulen. La cupla de ley y cuerpo legislativo es la condición formal para la existencia de la nación. Pero éste es sólo el primer nivel de la definición. Para que una nación subsista, para que su ley sea aplicada y su cuerpo legislativo reconocido (no sólo en el exterior, por parte de otras naciones, sino también internamente), para que permanez­ca y prospere no sólo como condición histórica de su existencia en la historia, son menester otras condiciones, justamente aquellas en las que Sieyés se detiene. Se trata de las condiciones, por así decirlo, sustanciales de la nación. Sieyés aisla dos grupos. Primero vienen los "trabajos" es decir la agricultura, el artesanado y la industria, el comercio y las artes liberales. Pero aparte de estos "trabajos" son también necesarias las que él llama las "funciones": el ejército, la justicia, la Iglesia y la administra­ción.

Para designar estos dos conjuntos de requisitos históricos de la nación, en lugar de "trabajos" y "funciones", nosotros diremos, sin duda en forma más verosímil, funciones y aparatos. Lo importante es que las condiciones de la existencia histórica de la nación sean definidas en el nivel de las funciones y los aparatos. Ahora bien, creo que al añadir a las condiciones jurídico-funcionales estas condiciones histórico-funcionales (y esto es pri­mordial) Sieyés invierte la tendencia de todos los análisis hechos hasta ese momento: ya los de la tesis monárquica, ya los que podrían llamarse de tipo rousseauniano.

 

Mientras duró la definición jurídica de la nación, ¿qué habían sido en el fondo los elementos -agricultura, comercio, industria- aislados por Sieyés como condición sustancial de la nación? No eran por cierto la con­dición para que la nación existiese. Eran, por el contrario, el efecto de la existencia de la nación. Cuando los hombres dispersos como individuos en la superficie de la tierra, en los límites de los bosques o en los prados, habían buscado desarrollar la agricultura, emprender comercios y mante­ner entre ellos relaciones de tipo económico, habían debido darse -justa­mente por esto- una ley, un Estado, un gobierno. Esto significa que, res­pecto de la constitución jurídica de la nación, estas funciones no pertene­cían sino al orden de las consecuencias, o de las finalidades; que habían podido desplegarse sólo cuando la organización jurídica de la nación se consolidó. En cuanto a los aparatos -ejército, justicia, administración-tampoco éstos eran condición para que la nación existiese. Si sólo eran sus efectos, eran de todos modos sus instrumentos y su garantía. Sólo era posible dotarse de un ejército y una justicia después de la formación de la nación.

Sieyés invierte este análisis. Pone a los trabajos y las funciones (o funciones y aparatos) antes de la nación, si no antes en el tiempo, por lo menos como condición de existencia. Una nación sólo puede ser tal, sólo puede entrar y permanecer en la historia, si es capaz de comercio, de agricultura, de artesanía; sólo si tiene individuos que puedan formar un ejército, una magistratura, una Iglesia, una administración. Esto significa que un grupo de individuos puede reunirse, darse leyes, un cuerpo legisla­tivo y una constitución; pero, si no puede practicar el comercio, las artes, la agricultura -aparte de formar un ejército y una magistratura- podrá ser jurídicamente una nación, pero nunca lo será históricamente, dado que lo que crea en los hechos la nación no es el contrato, ni la ley, ni el consenso. Aparte, puede darse el caso de que un grupo de individuos pueda dar vida a sus propios "trabajos" y ejerza sus propias "funciones" y no tenga sin embargo una ley común y un cuerpo legislativo. Estos mismos poseerán los elementos sustanciales y funcionales de la nación, pero no sus elemen­tos formales. Es decir, serán capaces de ser una nación, pero no lo serán.

¿Qué sucede en Francia, según Sieyés, a fines del siglo xviii? Que hay agricultura, comercio, artesanado y artes liberales. Pero, ¿quién asegura el desarrollo de estas funciones? Unica y exclusivamente el tercer Estado. ¿Y quién hace funcionar el ejército, la Iglesia, la administración, la justi­cia? En las cúspides se puede encontrar personas pertenecientes a la aris­tocracia, pero es el tercer Estado el que garantiza en un noventa por ciento el funcionamiento de estos aparatos. Sin embargo el tercer Estado, que se hace cargo de las necesidades primarias de la nación, no recibió el estatu­to formal. En Francia no hay leyes comunes. Hay sólo leyes para la noble­za, para el tercer Estado, para el clero. Ninguna ley común y además ningún cuerpo legislativo, dado que las leyes, dice Sieyés, fueron estable­cidas por el "sistema de la corte", es decir, por el arbitrio real.

Creo que de estos análisis se pueden extraer algunas consecuencias de naturaleza inmediatamente política. Son inmediatamente políticas por­que -estando así las cosas- Francia no es una nación. Le faltan, para serlo, las condiciones formales, jurídicas: leyes comunes y cuerpo legisla­tivo. Y sin embargo en Francia hay una nación, es decir, un grupo de individuos que pueden asegurar la existencia sustancial e histórica de la nación. Son portadores de las condiciones históricas de existencia de la nación. De aquí nace la fórmula central del texto de Sieyés. Esta, que sólo puede ser entendida en la relación explícitamente polémica que guarda con las tesis de Boulainvilliers o de du Buat-Nançay, afirma que el tercer Estado es una nación completa. Esto significa que el concepto de nación, que la aristocracia había querido reservar a un grupo de individuos que sólo tenían costumbres y un estatuto en común, no es suficiente para com­prender la realidad histórica de la nación. Pero por otra parte el complejo estatal formado por el reino de Francia, en tanto no comprende exacta­mente las funciones históricas necesarias y suficientes para constituir una nación, no es realmente una nación. En consecuencia, el núcleo histórico de una nación, que será la nación, será reconocido por Síeyés pura y ex­clusivamente en el tercer Estado. El tercer Estado es una nación completa y lo que hace la nación subsiste en él. Si queremos retraducirlo de otra manera, obtenemos: "Todo lo nacional es nuestro" afirma el tercer Esta­do, "y todo lo nuestro es nación".

Esta formulación política, que Sieyés no inventó y que no usa él solo, será la matriz de todo un discurso político (...) Creo que esta matriz pre­senta dos características. En primer lugar, mantiene una relación nueva con una vieja experiencia, una relación exactamente inversa de la que caracterizaba al discurso de la reacción nobiliaria. En el fondo la reacción nobiliaria no hacía otra cosa que extraer del cuerpo social, formado por el rey y sus subditos, un determinado derecho, acuñado por los francos y establecido en el curso de su historia: el derecho particular de los nobles. Cualquiera fuera la estructura del cuerpo social que la circundaba, la re­acción nobiliaria pretendía conservar para la nobleza el absoluto y singu­lar privilegio de sus derechos. Por eso se trataba de abstraer, de la totali­dad del cuerpo social, este derecho particular, y hacerlo funcionar en su singularidad.

 

Aquí, en cambio, se trata de otra cosa. Se trata de decir, como lo hará el tercer Estado: "Somos sólo una nación en medio de otros individuos. Es cierto. Pero la nación que formamos es la única efectiva. No constituimos, nosotros solos, la totalidad del cuerpo social. Es verdad. Pero somos ca­paces de garantizar la función totalizadora del Estado. Acaso seamos ca­paces de la universalidad estatal". El segundo carácter de este discurso consiste en que se registra una inversión del eje temporal de la reivindica­ción. Esta, en adelante, ya no se articulará sobre la base o en nombre de un derecho pasado, establecido mediante un consenso, una victoria, una in­vasión. La reivindicación podrá articularse más bien sobre una virtuali­dad, sobre un provenir que es inminente y que ya está inscrito en el pre­sente. Se trata de una función de universalidad estatal ya asegurada por una nación en el cuerpo social, la cual, precisamente por esto, reclama que su estatuto de nación única sea efectivamente reconocido, y reconoci­do en la forma jurídica del Estado.

Este tipo de análisis y de discurso tiene no sólo consecuencias políti­cas, sino también teóricas. Helas aquí: las condiciones de formación de una nación no están dadas por su arcaísmo, por su fondo ancestral, por su relación con el pasado. Están dadas por su relación con el Estado.

Esto significa, en primer término, que la nación no se caracteriza bási­camente en relación con otras naciones. Lo que caracterice a la nación no será una relación horizontal con otros grupos (que serían las naciones adversas, o contrapuestas, o yuxtapuestas) sino una relación vertical que parte de ese cuerpo de individuos capaz de formar un Estado y llega a la existencia efectiva del Estado mismo. La nación será ubicada entonces a lo largo del eje vertical que va de la nación al Estado, de la virtualidad estatal a la realización estatal.

Esto significa, en segundo lugar, que lo que hace la fuerza de una nación ya no serán tanto su vigor físico, sus capacidades militares o esa intensidad bárbara que los historiadores del siglo xviii habían querido describir. Ahora, lo que constituye la fuerza de una nación son las capaci­dades o virtualidades referidas, todas, a la figura del Estado. Una nación será tanto más fuerte cuantas más capacidades estatales posea.

Esto significa, en tercer lugar, que la especificidad de una nación no reside en el hecho de dominar a otras, que lo principal de la función y del papel históricos de la nación no consiste en ejercer una dominación sobre otras, sino más bien en administrarse a sí misma, gestionar, gobernar, asumir la constitución y el funcionamiento de la figura y del poder estatal. No la dominación entonces, sino la estatalización.

Por ende la nación ya no es básicamente un antagonista en medio de relaciones bárbaras y belicosas de dominación. La nación es el núcleo activo, constitutivo, del Estado. La nación es el Estado en potencia, el Estado naciente, que se está formando y va encontrando sus condiciones históricas de existencia en un grupo de individuos.

Después de haber examinado las consecuencias teóricas del discurso en lo que se refiere a la nación, examinemos ahora las consecuencias rela­tivas al discurso histórico que reintroduce, y hasta cierto punto vuelve a poner en el centro, el problema del Estado. Tendremos así un discurso histórico que, al menos en parte, se acoplará al discurso histórico que existía en el siglo xvii y que podría ser considerado (es lo que traté de mostrar) como un modo, para el Estado, de organizar y proferir un discurso sobre sí mismo: un discurso que tuviera funciones justificadoras, litúrgicas. En suma, se trataba del Estado que relataba su propio pasado, establecía su propia legitimidad y se reforzaba en el plano de sus derechos fundamentales. Contra este discurso de la historia, la reacción nobiliaria lanzó su desafío y propuso un tipo de discurso histórico donde la nación fuera el medio a través del cual se pudiera desmembrar la unidad estatal y mostrar que, detrás de la apariencia formal del Estado, existían fuerzas que no eran las del Estado, sino las de un grupo particular: un grupo que tenía su historia propia, su peculiar relación con el pasado; que tenía sus leyendas, su sangre, sus relaciones de dominación.

Ahora tendremos, en cambio, un discurso de la historia que se recues­ta sobre el Estado y que, en sus funciones principales, ya no será antiesta­tal. Sin embargo, esta nueva historia ya no se jmpone tanto la tarea de conferirle al Estado un discurso que sea exclusivamente suyo y que lo justifique, sino de registrar las relaciones que se tienden infinitamente entre la nación y el Estado, entre las virtualidades estatales de la nación y la totalidad efectiva del Estado. Esto permitirá escribir una historia que ya no esté capturada como sucedía en el siglo xviii en el círculo de la revolu­ción y la reconstitución o bien del retorno (...) al orden primitivo de las cosas. Ahora podrá haber una historia de tipo rectilíneo, cuyo momento decisivo será el pasaje de lo virtual a lo real, de la totalidad nacional a la universalidad del Estado. Tendremos, por tanto, una historia polarizada hacia el presente y hacia el Estado; que culminará en la inminencia del Estado, de la figura total, completa y plena del Estado (...). Todo esto permitirá, además, escribir una historia donde la relación de fuerzas en juego ya no sea bélica, sino de tipo enteramente civil.

 

Traté de mostrarles que, en el análisis de Boulainvilliers, el choque de las naciones dentro del mismo cuerpo social se producía a través de las instituciones (economía, educación, lengua, saber). Pero las instituciones civiles sólo eran utilizadas como instrumentos para una guerra que seguía siendo tal, para una dominación que continuaba siendo siempre de tipo bélico y que estaba calcada sobre el modelo de la invasión. Ahora tendre­mos en cambio historias donde la guerra por la dominación será sustitui­da por una lucha de distinta naturaleza: no un choque armado, sino un esfuerzo, una rivalidad, una tensión, hacia la universalidad del Estado, que resulta ser al mismo tiempo lo que está en juego y el campo de batalla de la lucha; de una lucha que, al no tener como fin y como expresión la dominación, y poniendo como objeto y como espacio al Estado, llegará a ser esencialmente civil. Esta lucha, en adelante, será llevada a cabo fun­damentalmente a través y hacia la economía, las instituciones, la produc­ción, la administración. Se tratará por ende de una lucha civil respecto de la cual la lucha militar, cruenta, no será sino un momento excepcional, una crisis o un episodio. Más aún, la guerra civil misma, lejos de ser el trasfondo de todos los enfrentamientos y todas las luchas, sólo será en realidad un episodio, una fase de crisis, en relación con una lucha que no hay que considerar en términos de guerra o dominación, sino en términos civiles.

Creo que aquí se hace -y no sólo en relación con el siglo xx- una de las preguntas fundamentales de la historia y de la política. ¿Cómo se pue­de entender una lucha exclusivamente en términos civiles? Lo que defini­mos como lucha -económica, política o por el Estado-, ¿puede efectiva­mente ser analizado en términos no militares, sino económico-políticos, o acaso por detrás de todas las luchas habrá que encontrar algo que sería justamente ese trasfondo ilimitado de la guerra y de la dominación que los historiadores del siglo xviii habían procurado detectar? A partir del siglo xix y de la redefinición de la idea de nación, tendremos una historia que buscará una especie de trasfondo civil de la lucha que sustituya a ese tras-fondo militar y sangriento de la guerra puesto por los historiadores del siglo precedente.

Todo esto concierne a las condiciones de posibilidad del nuevo discur­so histórico. Pero, ¿qué forma adquiere concretamente la nueva historia? Podría decirse que la nueva historia se caracteriza por el juego y la adap­tación de dos patrones de inteligibilidad que se yuxtaponen, se entrecru­zan en parte y se corrigen mutuamente.

El primero de ellos es el preparado y utilizado en el siglo xviii. Es decir que una historia como la que escriben Guizot, Augustin Thierry o Thiers asume como punto de partida justamente una relación de fuerza expresada en la misma forma que en el siglo xviii había distinguido clara­mente. O sea: en la forma de la guerra, de la batalla, de la invasión, de la conquista. Los historiadores de tipo, digamos, doxográfico, como Mont­losier (pero esto vale también para Thierry y Guizot), proponen siempre la lucha como matriz de la historia. Thierry, por ejemplo, dice: "Creemos ser una nación, dos naciones enemigas por sus recuerdos, inconciliables por sus proyectos, porque alguna vez una ha conquistado a la otra. Segu­ramente algunos señores pasaron al lado de los vencidos, pero el resto, es decir, ios que permanecieron en la categoría de señores (...) sigue su camino, sin ocuparse (...)". Y Guizot dice que desde hace más de trece siglos Francia puede contener dos pueblos: uno vencedor y uno vencido. Queda firme entonces, en esta etapa, el mismo patrón de inteligibilidad del siglo XVIII.

A este primer patrón se agrega pronto otro, que completa y al mismo tiempo invierte la dualidad originaria. Se trata de un patrón que en lugar de funcionar poniendo la primera guerra, la primera invasión, la primera dualidad nacional, como momento originario, funciona inversamente, es decir a partir del presente. En otras palabras, en el segundo patrón, que es puesto a punto con una reelaboración de la idea de nación, el momento fundamental (de la historia) ya no es el origen, y el punto de partida de la inteligibilidad ya no es el elemento arcaico sino el presente. Nos encon­tramos aquí con un fenómeno de notable relieve: el de la inversión del valor del presente en el discurso histórico y político. En la historia y en el campo histórico-político del siglo xviii, el presente siempre había repre­sentado el momento negativo, siempre había sido el momento de la tre­gua, de la calma aparente, del olvido. El presente era el momento en que, a través de toda una serie de desplazamientos, de traiciones, de modifica­ciones de las relaciones de fuerza, el estado primitivo de guerra quedaba como ofuscado y parecía casi irreconocible, o hasta olvidado sin más, y profundamente, por los mismos que habrían podido sacar provecho de su utilización.

 

La ignorancia de los nobles -su distracción, su ociosidad, su avidez-Íes había hecho olvidar la relación de fuerza fundamental que definía sus relaciones con los otros habitantes de su tierra. Además, los clérigos, los juristas, los administradores del poder real, habían ocultado la relación de fuerza inicial, de modo que, para la historia del siglo xviii, el presente siempre había representado el momento del olvido más profundo. De ahí la necesidad de salir del presente con un despertar violento e imprevisto, un despertar que debía pasar, en principio y ante todo, por la reactivación del momento primitivo en el orden del saber. En suma, un despertar de la conciencia desde ese punto de olvido extremo que era el presente.

Ahora, al contrario, a partir del momento en que la historia se polariza en la relación entre nación y Estado, entre virtualidad y actualidad, entre totalidad funcional de la nación y universalidad del Estado, en el patrón de inteligibilidad de la historia el presente será el momento más pleno, el momento de mayor intensidad, el momento solemne en que se cumple el ingreso de lo universal en lo real. El punto de contacto de lo universal y lo real en el presente (un presente que apenas ha llegado y está por esfumar­se) o en la inminencia del presente, es lo que dará al mismo presente su valor y al mismo tiempo su intensidad, y lo que hará de él un principio de inteligibilidad. El presente ya no es el instante del olvido. Es en cambio el momento en que podrá relumbrar la verdad, el momento en el cual lo oscuro, lo virtual, se revelarán por fin en plena luz. Esto hace que el pre­sente sea al mismo tiempo modo de revelación e instrumento de análisis del pasado.

Creo que la historia que funciona en el siglo xix, o por lo menos en su primera mitad, utiliza estos dos patrones de inteligibilidad: tanto aquel que, desplegado a partir de la guerra inicial, atraviesa todos los procesos históricos y provoca sus desarrollos, como el que sale de la actualidad del presente, de la realización totalizadora del Estado, y va hacia el pasado al cual reconstituye (...). Estos dos patrones, en realidad, no funcionan nun­ca el uno sin el otro: son utilizados casi siempre en concurso, siempre uno va hacia el otro, se superponen más o menos exactamente y se entrecruzan parcialmente en sus bordes. Se trata en suma de una historia que por un lado es escrita en forma de dominación, teniendo como trasfondo la gue­rra; y por el otro en forma de totalización, teniendo como trasfondo (en la dirección del presente o bajo la presión de lo que sucedió o está por suce­der) la emergencia del Estado. Una historia escrita, entonces, al mismo tiempo en términos de un comienzo desgarrado que ha visto una división y en términos de un cumplimiento que reconstruye una totalidad. ¿Qué otra cosa define la utilidad o la utilizabilidad de un discurso histórico sino el modo en que ambos patrones se hacen jugar uno en relación con otros, el modo en que se privilegia uno u otro?

La ventaja reconocida al primer patrón de inteligibilidad -el del co­mienzo con una ruptura- dará lugar a una historia definida como reaccio­naria y aristocrática; en tanto el privilegio concedido al segundo -el del presente y la universalidad- producirá una historia de tipo liberal o bur­gués. En realidad ambas, cada una con sus específicas posiciones tácticas y cada una según sus modalidades, no podrán menos que utilizar ambos patrones. A propósito de esto, quisiera traerles dos ejemplos. El primero está tomado de una historia típicamente de derecha, típicamente aristo­crática. De una historia, entonces, que hasta cierto punto, se mueve en línea directa con la historia del setecientos y después -con un desplaza­miento notable- hace funcionar también el patrón de inteligibilidad que se despliega a partir del presente. El segundo ejemplo, de signo contrario, está sacado de un historiador considerado liberal o burgués, que nos mos­trará cómo se puede hacer funcionar también el patrón de inteligibilidad histórica a partir de la centralidad de la guerra.

El primer ejemplo que traigo -la historia escrita a comienzos del siglo xix por Montlosier- se ubica, como dije, a lo largo de la línea de la reac­ción nobiliaria del siglo anterior. De inmediato podemos reconocer en ella el privilegio asignado a las relaciones de dominación: en el curso de toda la historia, siempre se encuentran relaciones de dualidad nacional y rela­ciones de dominación inherentes a la dualidad nacional. El libro de Mon­tlosier está sembrado de relatos referidos al presente, que él dirige al ter­cer Estado, "raza de libertos, de esclavos, de tributarios que nunca podrán ser nobles" (...). La dualidad nacional es sostenida por los historiadores de la emigración que, al volver a Francia, ven en la reacción una suerte de momento privilegiado de la invasión.

 

Considerado más de cerca, el análisis de Montlosier muestra sin em­bargo que funciona en forma muy diferente de las historias del siglo xviii. "Lo esencial" dice Montlosier "no es tanto lo sucedido en el momento de la invasión de los francos, ya que, en realidad, ya existía una relación de dominación (...). Lo que cuenta es que en la alta Edad Media, cuando se formó el primer feudalismo, no hubo una superposición pura y simple de un pueblo vencedor y uno vencido, sino una mezcla de tres sistemas de dominación interior: el de los galos, el de los romanos y el de los germanos". La nobleza feudal del Medioevo es el resultado de la fusión de tres aristo­cracias, que constituyeron una nueva aristocracia y ejercieron una rela­ción de dominación sobre gentes que eran a su vez una mezcla de tributa­rios galos, de clientes romanos y de súbditos germanos. De modo que se instituyó una relación de dominación entre algo que era una nación, pero que también era la nación entera, es decir la nobleza feudal y (exterior-mente respecto de esta nación, como objeto, como partner en su relación de dominación), todo un pueblo de tributarios, de siervos, etc., que no representan sin embargo la otra parte de la nación, sino que están en rea­lidad fuera de la nación. En cierto sentido, Montlosier hace jugar un monismo a nivel de la nación (que beneficia a la nobleza) y un dualismo a nivel de la dominación.

Pero en relación con todo esto, ¿cuál fue, según Montlosier, el papel de la monarquía? Pues bien, fue el de tomar la masa que había quedado fuera de la nación como resultado de la mezcla de tribus germánicas, de clientes romanos, de tributarios galos, y constituirla como nación, hacer de ella otro pueblo. La monarquía liberó a los tributarios, concedió derechos a las ciudades haciéndolas independientes de la nobleza, liberó a los siervos, creando inocentemente algo que Montlosier considera un nuevo pueblo, igual por derecho al antiguo, es decir, a la nobleza, pero muy superior en número. El poder del rey, concluye Montlosier, formó una clase inmensa.

En este tipo de análisis aparece, obviamente, la reactivación de todos los elementos ya utilizados en el siglo xviii. Pero con una modificación fundamental: el proceso de la política, lo que sucedió a partir del Medioevo y hasta los siglos xvii y xviii, no consistió simplemente en la modificación o el desplazamiento de relaciones de fuerza entre dos contendientes que existieran desde el inicio y que a partir de la invasión se habrían enfrenta­do. En realidad, vale la creación, en un conjunto que era uninacional y concentrado en torno de la nobleza, de algo totalmente diferente: una nue­va nación, un nuevo pueblo. Montlosier habla explícitamente de una "nueva clase". Pero, ¿qué sucedió una vez formada esta nueva clase en el cuerpo social? Que el rey se sirvió de ella para quitar a la nobleza sus privilegios económicos y políticos. ¿Con qué medios? Montlosier retoma las palabras de sus predecesores: con las mentiras, las traiciones, las alianzas contra natura. El rey utiliza la fuerza viva de las ciudades y de la nueva clase; los levantamientos de las ciudades contra los señores; las jacqueries de los campesinos contra los propietarios territoriales. Montlosier se pregunta: ¿Qué hay que ver detrás de estas rebeliones? Obviamente el descontento de la nueva clase. Pero sobre todo la mano del rey. De hecho era el rey el que alimentaba las rebeliones, porque cada una de éstas debilitaba el po­der de los nobles y por ende reforzaba su poder. Y siempre era el rey el que incitaba a los nobles a hacer concesiones. A través de un proceso circular, cada medida real de liberalización aumentaba la arrogancia y la fuerza de la nueva clase. En consecuencia, cada concesión que el rey le hacía provo­caba nuevos levantamientos. Hay entonces un vínculo esencial, a lo largo de toda la historia de Francia, entre la monarquía y las revueltas popula­res. Monarquía y revueltas populares hacen una unidad. La transferencia a la monarquía de todos los poderes que la nobleza antes había tenido se realiza principalmente gracias al arma de las revueltas populares, concer­tadas, provocadas, animadas, o en todo caso alimentadas y favorecidas por el poder del rey.

En suma: el poder del rey (...) ya no podía ejercerse sin apelar a la nueva clase. A ella, por tanto, confiará su justicia, su administración. Así, la nueva clase tendrá a su cargo todas las funciones del Estado. Al final del proceso no podrá haber otra cosa que una revuelta final: habiendo caído en manos del pueblo, el Estado entero escapa al poder del rey. En ese momento quedarán enfrentados sólo un rey, que no tiene en realidad otro poder que el que le otorgaron las rebeliones populares, y una clase popular, que detenta en sus manos todos los instrumentos del Estado. La revuelta final se hará justamente contra el que ha olvidado que era el último aristócrata que aún tenía un poder: el rey.

 

En el análisis de Montlosier, la Revolución Francesa aparece entonces como el último episodio de ese proceso de transferencia que formó el ab­solutismo real. La más perfecta realización de la constitución del poder monárquico es pues la revolución. ¿Acaso la revolución ha derribado al rey? En absoluto. La revolución consumó la obra de los reyes, dijo literal­mente su verdad. Por lo tanto, la revolución debe ser interpretada como el cumplimiento de la monarquía; cumplimiento trágico, tal vez, pero políti­camente verdadero. El 21 de enero de 1793 fue decapitado el rey y corona­da la monarquía al mismo tiempo.

La convención nacional representa la verdad develada de la monar­quía, y la soberanía, que los reyes sustrajeron a la nobleza, está ahora en manos de un pueblo que se cree, dice Montlosier, heredero legítimo del rey. Montlosier, aristócrata, emigrado, adversario encarnizado de toda liberación, puede escribir: "Que no se vitupere tan amargamente al pueblo soberano. No hace sino llevar a su cumplimiento la obra de los soberanos, sus predecesores. El pueblo es por tanto el heredero, el heredero legítimo, de los reyes; no hace otra cosa que continuar la obra de los soberanos que lo han precedido. Ha seguido pues punto por punto el camino que le había sido marcado por los reyes, los parlamentos, los hombres de ley y los doctos".

Tenemos en Montlosier, como ven, la formulación, que de algún modo encuadra al mismo análisis histórico, según la cual todo partió de un esta­do de guerra y de una relación de dominación. Por supuesto, en esta reivindicación política de la época de la restauración está comprendida la afirmación según la cual la nobleza debe recuperar sus propios derechos, los bienes nacionalizados, y rehacer las relaciones de dominación que había ejercido anteriormente en relación con todo e¡ pueblo. Pero el discurso histórico (organizado por Montlosier) permite afirmar que este discurso, cualesquiera sean los temas políticos o los elementos de análisis que remi­ten, directamente transpuestos, a la historia de Boulainvilliers o de du Buat-Nançay, funciona en realidad sobre la base de otro modelo.

Quisiera ahora, para terminar, considerar otro tipo de historia, en opo­sición directa con la de Montlosier, la historia de Augustin Thierry. A Thierry -adversario explícito de Montlosier- el elemento de inteligibili­dad de la historia le será provisto sobre todo por el primer modelo. El segundo patrón, es decir, el que parte del presente para revelar los ele­mentos y los procesos del pasado y por ello permite ver en el pasado la génesis de la totalización estatal, es el que utiliza de manera explícita. Thierry dice que la revolución -como momento de reconciliación- es el "momento pleno". Thierry pone la reconciliación, o la constitución de una totalidad estatal, en la famosa escena en que, acogiendo a los repre­sentantes de la nobleza y del clero en los locales donde estaban los repre­sentantes del tercer Estado, Bailly había exclamado: "He aquí por fin la familia reunida".

Se trata entonces de partir del presente, que ve en acto el proceso de totalización nacional en la forma del Estado, totalización que sin embargo sólo se pudo cumplir en la violencia revolucionaria y por ende ha marca­do, en el momento pleno de la reconciliación, la figura y la huella de la guerra. La Revolución Francesa -afirma Augustin Thierry- no es, en el fondo, sino el último episodio de la lucha que duró más de trece siglos, entre vencedores y vencidos. En consecuencia, el problema del análisis histórico, según Augustin Thierry, es el de mostrar en qué forma la lucha pudo atravesar toda la historia, llevar a algo que ya no tiene la forma de la guerra y de una dominación asimétrica (la cual continuaría a las prece­dentes o las desviaría en otra dirección), conducir a la génesis de una universalidad donde la lucha, o por lo menos la guerra, sólo puede des­asprece­

¿Cómo fue posible que, de las dos partes, una sola haya sido la porta­dora de la universalidad? Según Thierry, justamente éste es el problema de la historia. El análisis de Thierry consistirá entonces en la tentativa de encontrar la formación de un proceso que en su origen es dual y que ter­minará siendo monista y universalista a un tiempo. Lo principal para Thierry es que lo que sucedió encuentra su origen en algo que conserva la naturaleza de una invasión. Si a lo largo de todo el Medioevo, y aun en la época actual, hubo lucha y enfrentamiento, no es porque vencedores y vencidos se hayan enfrentado a través de determinadas instituciones, sino porque se formaron dos tipos económico-jurídicos de sociedad, que entra­ron en conflicto por la administración y gestión del Estado.

Muy tempranamente, incluso antes de la formación de la sociedad medieval, se había constituido una sociedad rural, que después se organizó a continuación de la conquista y que será en poco tiempo la del feudalismo. Al mismo tiempo, junto al feudalismo, se constituyó también una socie­dad urbana que tenía un modelo romano y gálico. Y aun si es verdad que el enfrentamiento fue el resultado de la invasión y de la conquista, en su íntima esencia representa la lucha entre dos sociedades. Los conflictos entre las sociedades podrán ser también, en determinados momentos, con­flictos armados, pero por lo común serán enfrentamientos de orden políti­co y económico. Podrá haber guerra, pero será siempre la guerra del dere­cho y de las libertades contra los privilegios y la riqueza.

 

Lo que funciona como motor de la historia son precisamente los cho­ques entre dos tipos de sociedad que quieren formar un Estado. Hasta los siglos ix y x, las perdedoras en la lucha por el Estado y la universalidad serán las ciudades. A partir de los siglos x y xi, asistiremos al renacimien­to de las ciudades, que se realiza sobre la base del modelo italiano (y después del nórdico en las regiones septentrionales). En todo caso, apare­ce una nueva forma de organización jurídica y económica. Si finalmente prevaleció la sociedad urbana, no fue gracias a una victoria militar. Fue, muy simplemente, porque la sociedad urbana tuvo siempre más de su par­te no sólo la riqueza, sino también las capacidades administrativas, una moral, un cierto modo de vivir, una manera de ser, una voluntad, instintos renovadores, dice Augustin Thierry. En suma: una actividad que le sumi­nistraba bastante fuerza como para que sus instituciones pudieran dejar un día de ser locales y convertirse en las instituciones mismas del derecho político y civil del país. Universalización, entonces. Pero no tanto a partir de una relación de dominación que habría jugado a su favor, sino a partir de que todas las funciones constitutivas del Estado estaban, o en todo caso pasaban, a sus manos.

La burguesía -a menos que se vea obligada a ello- no hará de esta fuerza, que es la fuerza misma del Estado y ya no de la guerra, un uso militar. Dos grandes episodios, dos grandes páginas, se inscriben en esta historia de la burguesía. El primero aparece en el momento en que el tercer Estado esté en posesión de todas las fuerzas del Estado. Pues bien, lo que el tercer Estado propone a la nobleza y al clero es una especie de pacto social que constituye al mismo tiempo la teoría y las instituciones de los tres órdenes. Pero se trata de una unidad ficticia, que no corresponde ni a la realidad de las relaciones de fuerza, ni a la voluntad de la parte adversaria, ya que de hecho el tercer Estado ya tiene todo en la mano, en tanto la nobleza no quiere reconocer ni un derecho al tercer Estado. En ese momento empezará un nuevo y más violento proceso de enfrentamiento.

La revolución será el último episodio de una guerra violenta que reactiva los antiguos conflictos. Sin embargo, no podrá ser sino el instrumento militar de un conflicto y una lucha que no pertenecen al orden guerrero, sino que son parte integrante del orden civil, es decir que tienen como objeto y como espacio al Estado. La desaparición del sistema de los tres órdenes, los estremecimientos violentos de la revolución, serán en el fon­do un solo y único fenómeno: es el momento en que el tercer Estado, hecho nación, más aún, hecho la nación, mediante la asunción de todas las funciones estatales, tomará efectivamente a cargo, por sí solo, la na­ción y el Estado. Esto significa asegurar las funciones de universalidad que hacen desaparecer la antigua dualidad y las relaciones de dominación que habían podido funcionar hasta entonces. La burguesía, el tercer Esta­do, llega a ser entonces el pueblo, llega a ser el Estado. Tiene la potencia de lo universal. Y el momento presente -aquel en el cual escribe Thierry­es justo el momento de desaparición de la dualidad, de las naciones y de las clases. "Inmensa revolución", dirá Thierry, "que hizo desaparecer del suelo en que vivimos todas las ilegalidades violentas e ilegítimas. Esta­mos en el momento en que desaparecen el patrón y el esclavo, el vencedor y el vencido, el señor y el siervo. Debemos ahora mostrar cómo en su lugar nació un solo y mismo pueblo, una ley igual para todos, una nación libre y soberana".

Como ven, con análisis de este tipo se produce en primer lugar la eliminación (o por lo menos la rigurosa limitación) de la función de la guerra en cuanto instrumento de análisis de los procesos histórico-políticos. En adelante sólo es momentánea e instrumental en relación con enfrenta­mientos que, a su vez, no son de tipo bélico. En segundo lugar, se observa que el elemento esencial ya no está formado por esa relación de domina­ción que iría de unos a otros, de una nación a otra, de un grupo a otro, por cuanto desde ahora la relación fundamental está representada por el Esta­do. En tercer lugar, nos podemos dar cuenta de cómo, en análisis simila­res, se viene perfilando algo que es, diría yo, inmediatamente asimilable o transferible a un discurso filosófico de tipo dialéctico.

La posibilidad de una filosofía de la historia (es decir la aparición a principios del siglo xix de una filosofía que encontrará en la historia y en la plenitud del presente el momento en que lo universal se enuncia en su verdad) digo no sólo que está preparada por el discurso histórico, digo incluso que funciona ya dentro del discurso histórico. Hubo una auto­dialectización del discurso histórico que se realizó independientemente de toda transferencia o utilización explícitas de una filosofía dialéctica en dirección al discurso histórico. La utilización por parte de la burguesía de un discurso histórico, la modificación por parte de la misma burguesía de los elementos fundamentales de inteligibilidad histórica que había toma­do del siglo xviii, representó al mismo tiempo la auto-dialectización del discurso histórico. Se entiende entonces cómo pudieron anudarse relacio­nes entre el discurso histórico y el discurso de la filosofía. En el fondo, en el siglo xviii la filosofía de la historia existía sólo como especulación sobre las leyes fundamentales de la historia. A partir del xix, en cambio, co­mienza algo nuevo y, creo, fundamental. La historia y ¡a filosofía llegarán a hacerse las mismas preguntas. ¿Qué cosa en el presente lleva consigo lo universal? ¿Qué cosa en el presente es la verdad de una guerra? Los pro­blemas de la historia son desde ahora los problemas de la filosofía. Ha nacido la dialéctica. 

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