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Michel Foucault 

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Genealogía del racismo

ENSAYOS

© Editorial Altamira Calle 49 N° 540 La Plata, Argentina

Título Original: Il faut défendre la société

Traducción: Alfredo Tzveibel

Prólogo: Tomás Abraham

ISBN: 987-9017-01-3

 

Tercera lección

21 de enero de 1976

La guerra en la filigrana de la paz

La última vez intenté hacer ver que la teoría de la soberanía no puede ya ser propuesta como método de análisis de las relaciones de poder, y traté de mostrarles cómo el modelo jurídico de la soberanía no es apto para fundar un análisis concreto de la multiplicidad de las relaciones de poder. Trataré ahora de resumir en pocas palabras mis razones.

Me parece, antes que nada, que la teoría de la soberanía busca nece­sariamente constituir lo que yo llamaría un ciclo, el ciclo que va del sujeto al sujeto, mostrando de qué modo un sujeto -entendido como individuo dotado por naturaleza de derechos y capacidades- puede y debe hacerse sujeto, pero entendido esta vez como elemento sojuzgado dentro de una relación de poder. La soberanía es por lo tanto la teoría que va del sujeto al sujeto, que establece la relación política del sujeto con el sujeto.

En segundo lugar, me parece que la teoría de la soberanía fue dotada, en origen, de una multiplicidad de poderes que no son todavía poderes en el sentido político del término, sino capacidades, posibilidades, "poten­cias", a las cuales puede constituir como poderes, en el sentido político del término, sólo con la condición de haber establecido mientras tanto, entre las posibilidades y los poderes, aquel momento de unidad funda­mental y fundante que es la unidad del poder. Poco importa que esta uni­dad del poder tome el aspecto del monarca o la forma del Estado, puesto que en todos los casos, a partir de esta unidad del poder, derivarán los diferentes aspectos, mecanismos e instituciones de poder. La multiplici­dad de los poderes, entendidos como poderes políticos, puede ser estable­cida y puede funcionar sólo a partir de esta unidad establecida y fundada por la teoría de la soberanía.

En tercer lugar, me parece que la teoría de la soberanía muestra, o al menos trata de mostrar, cómo un poder puede constituirse, no tanto según la ley, sino según una cierta legitimidad fundamental, más fundamental que todas las leyes, una especie de ley general de todas las leyes que puede permitir a las diferentes leyes funcionar como tales. En otros términos, la teoría de la soberanía representa el ciclo del sujeto al sujeto, el ciclo del poder y de los poderes, el ciclo de la legitimidad y de la ley. Me parece que de modos diversos -y evidentemente según los diferentes esquemas teóri­cos dentro de los cuales se despliega- la teoría de la soberanía presupone de todos modos al sujeto, apunta a fundar la unidad esencial del poder y se desarrolla en el elemento preliminar de la ley. Tres presupuestos enton­ces: el del sujeto a sojuzgar, el de la unidad del poder a fundar y el de la legitimidad a respetar. Sujeto, unidad del poder y ley son los elementos entre los cuales juega -y que sin embargo al mismo tiempo asume y trata de fundar- la teoría de la soberanía.

Mi proyecto era mostrarles cómo el instrumento del cual se valió el análisis político-psicológico desde hace cerca de tres cuartos de siglo -es decir, la noción de represión- y que parece extraída del freudismo o del freudo-marxismo, se inscribe en realidad dentro de un desciframiento del poder efectuado en términos de soberanía. Pero, dado que todo esto nos habría hecho volver a cosas ya dichas, es preferible proceder de otro modo y retomar eventualmente el argumento, si a fines de año queda algo de tiempo.

¿En qué consiste entonces el proyecto general en que se inscribe el curso de este año? En tratar de desligar o liberar este análisis del poder del triple supuesto de sujeto, de la unidad y de la ley, para hacer emerger, en lugar de este elemento fundamental de la soberanía, lo que llamaría las relaciones o los operadores de dominación. En suma: en vez de hacer derivar los poderes de la soberanía deberemos individualizar, histórica y empíricamente, los operadores de dominación dentro de las relaciones de poder. Hablar de teoría de las dominaciones más que de teoría de la sobe­ranía significa que, en lugar de partir del sujeto (o también de los sujetos) y proceder a partir de elementos que serían preliminares con respecto a la relación (y localizables), se parte de la relación misma de poder, de la relación de dominación en lo que ella tiene de factual o de efectivo, y se ve cómo hace esta relación para determinar los elementos sobre los cuales se mueve.

 

No se trata entonces de preguntar a los sujetos cómo, por qué, en nom­bre de qué derecho pueden aceptar dejarse sojuzgar (sujetar), sino de mos­trar cómo hacen las relaciones efectivas de sujeción para fabricar sujetos. Además, se trata de hacer emerger las relaciones de dominación y de de­jarlas funcionar en su multiplicidad, en su diferencia, en su especificidad y en su reversibilidad. En consecuencia no se debe buscar, como fuente de poderes, algo como una soberanía. Al contrario: es necesario mostrar cómo los diferentes operadores de dominación se apoyan en algunos casos los unos sobre los otros y remiten unos a otros; en otros casos, en cambio, se refuerzan mutuamente y convergen unos hacia otros; a veces, incluso, se niegan recíprocamente o tienden a anularse. Entiendo que con esto no afirmo por supuesto que no existan, o que no se puedan comprender y describir, los grandes aparatos de poder. Sólo digo que éstos funcionan siempre sobre la base de esos dispositivos de poder.

Tomemos un ejemplo. Se puede por cierto describir concretamente el aparato escolástico o el conjunto de los aparatos de enseñanza dentro de una determinada sociedad, pero se puede analizarlos eficazmente sólo con la condición de que no sean concebidos como una unidad global y que no se trate de hacerlos derivar directamente de algo así como la unidad esta­tal de soberanía; sólo con la condición de que se vea cómo funcionan y se sostienen, de qué modo el aparato -a partir de una multiplicidad de suje­ciones (la del niño al adulto, de hijos a padres, de los ignorantes a los doctos, del aprendiz al maestro, de la familia a la administración)- define cierto número de estrategias globales. Son todos estos mecanismos y todos estos operadores de dominación los que representan la base efectiva de aquel aparato global constituido por el aparato escolástico. Conviene en­tonces considerar las estructuras de poder como estrategias globales que atraviesan y utilizan tácticas locales de dominación.

Cuando afirmo que es necesario hacer emerger las relaciones de domi­nación más que la fuente de soberanía, digo que no se deberá tanto tratar de interrogarlas sobre lo que constituye su legitimidad fundamental como tratar de individualizar los instrumentos técnicos que permiten asegurar su funcionamiento. Para que la cuestión se presente, si no cerrada, al me­nos un poco más clara, podría resumirla en estos términos: sostengo que en lugar del triple preliminar de la ley, de la unidad y del sujeto -que hace de la soberanía la fuente del poder y el fundamento de las instituciones-es necesario adoptar el triple punto de vista de las técnicas, de la hetero­geneidad de las técnicas y de sus efectos de sujeción, que hacen de los procedimientos de dominación la trama efectiva de las relaciones de po­der y de los grandes aparatos de poder. Por lo tanto, si se quiere, el tema general podría ser enunciado así: nos interesa la fabricación de los sujetos más que la génesis del soberano.

Si está claro entonces que las relaciones de dominación deberán constituir la vía de acceso al análisis del poder, ¿cómo es posible desarrollar este análisis? Si es verdad que lo que debe ser estudiado no es la soberanía sino la dominación, o mejor dicho las dominaciones, los operadores de dominación, ¿cómo se procede para el estudio de las relaciones de domi­nación? ¿En qué una relación de dominación puede ser remitida y asimi­lada a una relación de fuerza? ¿En qué y cómo la relación de fuerza puede ser remitida a una relación de guerra?

 

He aquí entonces la primera cuestión que quisiera examinar como pre­liminar este año: ¿puede la guerra efectivamente valer como análisis de las relaciones de poder y como matriz de las técnicas de dominación? Se me dirá que no se puede, de entrada, confundir relación de fuerza y rela­ción de guerra. Es verdad. Pero aceptaré este dato sólo en su valor extre­mo. Vale decir: considerando la guerra como punto de máxima tensión de la fuerza, o bien como manifestación de las relaciones de fuerza en estado puro. La relación de poder, ¿no es tal vez -detrás de la paz, del orden, de la riqueza, de la autoridad- una relación de enfrentamiento, de lucha a muerte, de guerra? Detrás del orden calmo de las subordinaciones, detrás del Estado, detrás de los aparatos del Estado, detrás de las leyes, ¿no será posible advertir y redescubrir una especie de guerra primitiva y perma­nente? Este es el problema que quisiera proponer de inmediato, sin olvi­dar por eso todas las otras cuestiones que será necesario afrontar en los próximos años. Por ejemplo: la guerra, ¿puede y debe ser efectivamente considerada como el hecho primario respecto de otras relaciones (la des­igualdad, la asimetría, las divisiones del trabajo, las relaciones de usu­fructo, etc.)? Los fenómenos de antagonismo, de rivalidad, de enfrenta­miento, de lucha entre individuos, grupos o clases, ¿pueden y deben ser reagrupados dentro de aquel mecanismo general, de aquella forma gene­ral, que es la guerra? Y aun: las nociones derivadas de aquello que en los siglos xviii y xix era todavía llamado arte de la guerra (por ejemplo: estra­tegia, táctica), ¿pueden de por sí constituir un instrumento válido y sufi­ciente para analizar las relaciones de poder? Además deberemos pregun­tarnos si las instituciones militares -y en general todos los procedimien­tos puestos en acción para hacer la guerra- no son, directa o indirecta­mente, de algún modo, el núcleo de las instituciones políticas. La última y principal pregunta que debemos hacernos puede ser formulada así: ¿cómo, a partir de cuándo y por qué se comenzó a percibir o imaginar que lo que funciona detrás y dentro de las relaciones de poder es la guerra? ¿Cómo, a partir de cuándo y por qué se llegó a pensar que una especie de combate ininterrumpido que trabaja la paz y el orden civil -en sus mecanismos esenciales- no es otra cosa que un tipo de batalla? Este es pues el proble­ma que quisiera encarar este año en mis lecciones: ¿quién ha imaginado que el orden civil es un orden de batalla; quién, en 1? filigrana de la paz, ha descubierto la guerra; quién, en el clamor y la confusión de la guerra, en el fango de las batallas, ha buscado el principio de inteligibilidad del orden, del Estado, de sus instituciones y de su historia?

Al comienzo había formulado el problema de modo mucho más sim­ple. Me preguntaba: "¿quién tuvo la idea de invertir el principio de Clausewitz y decir que, si la guerra es la política continuada con otros medios, la política es la guerra continuada con otros medios?" Ahora en cambio sostengo que el problema de fondo no es tanto saber quién ha invertido el principio de Clausewitz, sino saber cuál era el principio in­vertido por Clausewitz y quién lo había formulado. De hecho creo (y de todos modos trataré de demostrarlo) que el principio según el cual la polí­tica es la guerra continuada con otros medios es muy anterior a Clausewitz, quien ha invertido una tesis difusa y nada genérica que circulaba ya a partir de los siglos xvii y xvii.

Entonces: la tica es la guerra continuada con otros medios. Hay en esta tesis -en la existencia misma de esta tesis- una especie de paradoja histórica. De hecho se puede decir, de modo esquemático y algo aproxima­tivo, que con el crecimiento y desarrollo de los Estados, en el curso de todo el Medioevo y hasta los umbrales de la época moderna, las prácticas y las instituciones de guerra han sufrido una evolución que puede ser caracterizada así: las prácticas y las instituciones de guerra se fueron con­centrando cada vez más en manos del poder central y poco a poco sucedió que, de hecho y de derecho, sólo los poderes estatales han podido empren­der la guerra y controlar los instrumentos de guerra. Se consiguió la esta­talización de la guerra. Al mismo tiempo, a causa de esta estatalización, fue cancelado del cuerpo social, de la relación entre hombre y hombre, entre grupo y grupo, lo que se podría llamar la guerra cotidiana y que era justamente llamada "guerra privada". Las guerras y las instituciones de guerra tienden cada vez más a existir de algún modo sólo en las fronteras, sólo en los límites extremos de las grandes unidades estatales, como rela­ción de violencia o de amenaza entre Estados. De hecho, el cuerpo social en su conjunto se fue poco a poco despojando de las relaciones belicosas que lo atravesaban integralmente durante el período medieval.

 

A través de esta estatalización del conflicto, la guerra devino no sólo una practica que funciona desde entonces sólo en los limites del Estado, sino la ocupación profesional y técnica de un aparato militar cuidadosa­mente definido y controlado. Asistimos así al nacimiento del ejército como una institución que en el fondo no existía como tal en pleno Medioevo. Sólo a fines del Medioevo se ve en realidad emerger un Estado dotado de instituciones militares que sustituyen a la práctica cotidiana y global de la guerra. En suma: una sociedad atravesada enteramente por relaciones gue­rreras es sustituida por un Estado dotado de instituciones militares. Sin duda deberemos volver sobre esta evolución. Pero creo que, a fin de cuen­tas, se la puede admitir como primera hipótesis histórica.

¿En qué consiste la paradoja que señalaba antes? En el hecho de que, cuando la guerra se vio al mismo tiempo centralizada y enviada a las fronteras del Estado, apareció cierto discurso, un discurso extraño, un discurso nuevo. Nuevo, en primer lugar, porque creo que ha sido el primer discurso histórico-político sobre la sociedad. Nuevo, además, porque me parece muy diferente del discurso filosófico-jurídico sostenido hasta aquel momento. El discurso histórico-político aparecido entonces es un discur­so sobre la guerra entendida como relación social permanente y al mismo tiempo como sustrato insuprimible de todas las relaciones y de todas las instituciones de poder.

¿Cuál es la fecha de nacimiento del discurso histórico-político sobre la guerra entendida como sustrato de las relaciones sociales? Diría que poco después del fin de las guerras civiles y religiosas del siglo xvi. Este discur­so, que todavía no aparece propiamente como registro o análisis de las guerras civiles o religiosas, resulta, aunque no aún constituido, por lo menos claramente formulado al inicio de las grandes luchas políticas in­glesas del siglo xvii y en la época de la revolución burguesa. Se lo verá seguidamente emerger en Francia a fines del siglo xvii en el contexto de luchas políticas de tipo muy diferente -me refiero a las luchas de reta­guardia de la aristocracia francesa contra el establecimiento de la gran monarquía absoluta y administrativa. Se trata entonces de un discurso ambiguo. Se lo ve inmediatamente. En Inglaterra fue de hecho uno de los instrumentos de lucha, de polémica, de organización política contra el poder (un instrumento de lucha de los grupos políticos burgueses, pequeño-burgueses, tal vez hasta populares) contra la monarquía absolu­ta. En cambio en Francia fue un discurso aristocrático contra la monar­quía absoluta.

Los titulares de este discurso tienen naturalezas bastante diferentes:

en Inglaterra encontramos personajes como Edward Coke o John Lilburne, que son exponentes de los movimientos populares; en Francia, en cambio, encontramos nombres como los de Boulainvilliers o de Fréret o del conde d'Estaing, que pertenecen a la más alta aristrocracia. Posteriormente este discurso fue retomado por Sieyés, pero también por Buonarroti, por Augustin Thierry o Courtet y finalmente por lo biólogos racistas y eugenistas de fines del siglo xix. Discurso sofisticado, discurso docto, dis­curso erudito, sostenido por gente con las manos empolvadas en libros. Discurso que ha tenido, sin embargo, también, un número inmenso de locutores populares y anónimos.

Pero, ¿qué dice este discurso? Dice que, contrariamente a lo que sos­tiene la teoría filosófico-jurídica, el poder político no comienza cuando cesa la guerra. La organización, la estructura jurídica del poder, de los Estados, de las monarquías, de las sociedades, no encuentra su principio allí donde calla el clamor de las armas. La guerra nunca desaparece por­que ha presidido el nacimiento de los Estados: el derecho, la paz y las leyes han nacido en la sangre y el fango de batallas y rivalidades que no eran precisamente -como imaginaban filósofos y juristas- batallas y riva­lidades ideales. La ley no nace de la naturaleza, junto a las fuentes a las que acuden los primeros pastores. La ley nace de conflictos reales: ma­sacres, conquistas, victorias que tienen su fecha y sus horroríficos héroes; la ley nace de las ciudades incendiadas, de las tierras devastadas; la ley nace con los inocentes que agonizan al amanecer.

 

Todo esto no significa, empero, que en esta guerra la sociedad, la ley y el Estado sean una suerte de armisticio o la sanción definitiva de las victo­rias. La ley no es pacificación, porque detrás de la ley la guerra continúa enfureciendo, y de hecho enfurece, dentro de todos los mecanismos de poder, hasta de los más regulares. La guerra es la que constituye el motor de las instituciones y del orden: la paz, hasta en sus mecanismos más ínfimos, hace sordamente la guerra. En otras palabras, detrás de la paz se debe saber ver la guerra; la guerra es la cifra misma de la paz. Estamos entonces en guerra los unos contra los otros: un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de nosotros en un campo o en otro. No existe un sujeto neutral. Somos nece­sariamente el adversario de alguien.

Una estructura binaria atraviesa la sociedad. A la gran descripción piramidal que el Medioevo o las teorías filosófico-políticas daban del cuerpo social, a la gran imagen hobbesiana del cuerpo humano, a la organización ternaria de Francia y otros países europeos que continuará articulando algunos discursos y la mayor parte de las instituciones, se contrapone un discurso que articula por primera vez de modo histórico una concepción binaria de la sociedad: hay siempre dos grupos, dos categorías de indivi­duos, dos ejércitos que se enfrentan. Y detrás de los olvidos, de las ilusio­nes, de las mentiras que tratan de hacernos creer en la existencia de un orden ternario, de una jerarquía de subordinaciones, de un organismo, detrás de todas las mentiras que procuran hacernos creer que el cuerpo social está dominado o por necesidad natural o por exigencias funciona­les, hay que reencontrar la guerra que continúa, la guerra con sus acciden­tes y sus peripecias. Pero, ¿por qué hay que reencontrarla? Porque esta guerra antigua es también una guerra (...) permanente. Debemos ser los eruditos de las batallas. Debemos serlo justamente porque la guerra no ha concluido, porque todavía se están preparando las batallas decisivas, por­que la misma batalla decisiva debemos ganarla. Esto significa que los enemigos que tenemos ante nosotros continúan amenazándonos, y que podremos alcanzar el término de la guerra, no a través de una reconcilia­ción o una pacificación, sino sólo con la condición de resultar efectiva­mente vencedores.

He aquí entonces una primera caracterización de este tipo de discurso. Pese a la indeterminación de mi definición, se puede comprender ya por qué este discurso es tan importante: es quizás el primer discurso, en la sociedad occidental salida del Medioevo, que puede ser definido rigurosa­mente como histérico-político. Esto es así, en primer lugar, porque es evidente que el sujeto que habla en este discurso, que dice "yo", que dice "nosotros", no puede ocupar (y además tampoco trata de hacerlo) la posi­ción del jurista o del filósofo, vale decir, la posición del sujeto universal, totalizante o neutral. El que habla, el que dice la verdad, el que cuenta la historia, el que reencuentra la memoria y conjura los olvidos, está necesa­riamente -dentro de esta lucha general cuyo relator es- situado de un lado o del otro: está en la batalla, tiene adversarios, se bate para obtener una victoria particular. Indudablemente tiene el discurso del derecho, lo rei­vindica. Pero lo que reclama y hace valer es su derecho: un derecho singu­lar, fuertemente marcado por una relación de propiedad, de conquista, de victoria, de naturaleza. Puede tratarse de los derechos de su familia o de su raza, de los derechos de su superioridad o de la anterioridad, de los derechos de las invasiones triunfantes o de las ocupaciones recientes y efímeras. En todo caso, tenemos que habérnoslas con un discurso anclado en una historia y al mismo tiempo descentrado con respecto a una univer­salidad jurídica. Si el sujeto que habla del derecho (o más bien de sus derechos) habla de la verdad, será de aquella verdad que no es la verdad universal del filósofo. El discurso de la guerra general, el discurso que intenta descifrar la guerra detrás de la paz o trata de restituir la batalla al curso global de la guerra, no es de hecho un discurso de la totalidad o de la neutralidad. Es siempre, en cambio, un discurso perspectivo. Tiene como objetivo la totalidad. Pero la entrevé, la atraviesa y traspasa sólo desde su propio punto de vista. La verdad es, en suma, una verdad que sólo puede desplegarse a partir de su posición de lucha o de la victoria que quiere obtener, de algún modo, en el límite de la misma supervivencia del sujeto que habla.

Esto significa que este discurso establece un vínculo fundamental en­tre relaciones de fuerza y relaciones de verdad. Esto significa además que la pertenencia de la verdad a la neutralidad, a la posición media (que J. P. Vemant mostró como constitutiva, en gran medida, de la filosofía griega), se disuelve. En un discurso como éste, tanto más se dirá la verdad cuanto más se esté situado dentro de determinado campo. Es la pertenencia a un campo -la posición descentrada- la que permite descifrar la verdad y de­nunciar las ilusiones y los errores a través de los cuales se hizo creer (los adversarios hacen creer) que nos encontramos en un mundo ordenado y pacificado: "Cuanto más me descentro, más veo la verdad; cuanto más acentúo la relación de fuerza y más me bato, tanto más la verdad se des­pliega efectivamente ante mí, según esta perspectiva de la lucha, de la supervivencia o de la victoria".

 

Inversamente, si la relación de fuerza libera la verdad, la verdad a su vez entrará en juego -y será buscada en último análisis- sólo en la medida en que pueda llegar a ser efectivamente un arma dentro de la relación de fuerza. La verdad pone a disposición la fuerza, o incluso provoca un des­equilibrio, acentúa la asimetría y finalmente hace inclinar la victoria ha­cia una parte más que a otra; la verdad es un "plus" de fuerza y se desplie­ga sólo a partir de una relación de fuerza. La pertenencia esencial de la verdad a la relación de fuerza, a la asimetría, al descentramiento, a la lucha, a la guerra, está inscrita también en este tipo de discurso. A partir de la filosofía griega, esta universalidad pacificada puede siempre supo­ner el discurso filosófico-jurídico, pero en todos los casos es profunda­mente puesta en entredicho o incluso, muy simplemente, cínicamente ig­norada.

Hay un discurso histórico (y tal vez es ésta la razón por la cual está históricamente arraigado y políticamente descentrado) que aspira, y con buen derecho, a la verdad a partir de una relación de fuerza y para el desarrollo mismo de esta relación de fuerza (y que en consecuencia exclu­ye ai sujeto -el sujeto que habla del derecho y busca la verdad- de la universalidad jurídico-filosófica). Por lo tanto la función del que habla en este lugar no es la del legislador o del filósofo por encima de las partes o el personaje de la paz y del armisticio que ocupa la posición soñada desde Solón a Kant. No se trata en absoluto de establecerse entre los adversa­rios, en el centro y por encima de la mezcla, de imponer a cada uno una ley general y de fundar un orden que reconcilie, sino más bien de instituir un discurso marcado por la asimetría, de fundar una verdad ligada con una relación de fuerza, de establecer una verdad-arma y un derecho sin­gular. El sujeto que habla es un sujeto no tanto polémico como propia­mente beligerante.

Este tipo de discurso toma espesor e introduce una laceración en el discurso de la verdad y de la ley el cual había sido proferido por milenios (...) Además invierte los valores, los equilibrios, las polaridades tradicio­nales de la inteligibilidad y postula, exige una explicación desde lo bajo. Pero lo que es bajo, en esta explicación, no coincide necesariamente con lo que es más claro y más simple. Al revés: comporta dar una explicación a través de lo más confuso, más oscuro, más desordenado, mayormente ligado con el caso. Lo que debe valer como principio de desciframiento de la sociedad y de su orden visible es la confusión de la violencia, de las pasiones, de los odios, de las cóleras, de los rencores, de las amarguras; la oscuridad de los casos, de las contingencias, de las circunstancias que generan las derrotas y aseguran las victorias. Lo que en el fondo este dis­curso pide al dios elíptico de las batallas es que aclare las largas jornadas del orden, del trabajo, de la paz, de la justicia. Es deber del furor dar cuenta de la calma y del orden.

¿Qué es entonces lo que es puesto en el origen de la historia? En pri­mer lugar una serie de hechos brutos (hechos que podrían ser definidos, si se quiere, como físico-biológicos: vigor, fuerza, energía; proliferación de una raza, debilidad de otra) y una serie de casos, de contingencias (derro­tas, victorias, éxitos o fracasos de las revueltas, de las conjuras o de las alianzas). Después hará valer un conjunto de elementos psicológicos y morales (coraje, miedo, desprecio, odio, olvido, etc.). Según este discurso, lo que constituya la trama permanente de la historia y de las sociedades será un trenzado de cuerpos, de pasiones y de casos. Y sólo por encima de esta trama de cuerpos, de casos, de pasiones, por encima de esta masa, de este enredo, de este hormiguero oscuro y tal vez sangriento, se constituirá algo frágil y superficial, una racionalidad progresiva: la de los cálculos, de las estrategias, de las astucias; de los procedimientos técnicos para conservar la victoria, para acallar -al menos en apariencia- la guerra, para mantener o derribar las relaciones de fuerza. Se trata entonces de una racionalidad que, a medida que surge y se desarrolla, se hace abstrac­ta, cada vez más ligada con la fragilidad y con la ilusión, con la astucia y con la malicia de aquellos que, habiendo obtenido provisoriamente la vic­toria -y en tanto favorecidos en la relación de dominación- tienen todo el interés de no volver a ponerla en juego.

En este esquema de explicación hay entonces un eje vertical que, a causa de los valores que distribuye, resulta muy diferente del tradicional. Es un eje en cuya base se encuentra una irracionalidad fundamental y permanente, una irracionalidad bruta y desnuda, pero en la cual se mani­fiesta la verdad. En cambio, hacia la extremidad superior, hay una racio­nalidad frágil, transitoria, siempre comprometida y ligada con la ilusión y con la maldad. La razón se encuentra del lado de la quimera, de la astucia, de los malvados, mientras del otro lado, en la otra extremidad del ejemplo tenemos una brutalidad elemental: el conjunto de los gestos, actos, pasio­nes, furores cínicos y puros. Una brutalidad que se encuentra, sin embar­go, en la parte de la verdad. Pero, si la verdad se sitúa en la parte de la sinrazón y de la brutalidad y la razón, por el contrario, en la parte de la quimera y de la maldad, aquí aparece formulado exactamente lo opuesto de lo que hasta aquel momento había constituido el discurso del derecho y de la historia. El esfuerzo explicativo del discurso del derecho y de la historia consistía de hecho en liberar de todos los casos superficiales y violentos, ligados con el error, una racionalidad fundamenta] y perma­nente, ligada de modo esencial con lo justo y con el bien. Por lo tanto, asistimos justamente a la inversión del eje explicativo de la ley y de la historia.

 

Otro motivo de importancia del discurso que quisiera analizar en el curso de este año consiste en el hecho de que tenemos ante la vista un discurso qué se desarrolla enteramente en la dimensión histórica, un dis­curso que se despliega dentro de una historia carente de bordes, fines, límites. En un discurso como éste no se trata de considerar lo gris de la historia como un dato superficial que deba remitimos a algunos principios estables y fundamentales: no se trata de juzgar a los gobiernos injustos, los abusos y las violencias, refiriéndolos a cierto esquema ideal (como la ley natural, la voluntad de Dios, los principios fundamentales y así en más). Por el contrarío, detrás de las formas de lo justo tal como ha sido instituido, de lo ordenado tal como ha sido impuesto, de lo institucional tal como ha sido aceptado, se trata de descubrir y de definir el pasado olvidado de las luchas reales, de las victorias efectivas, de las derrotas que dejan su signo profundo incluso si han sido disimuladas. Se nos impone reencontrar la sangre seca en los códigos, y no lo absoluto del derecho, detrás de la fugacidad de la historia. No es cuestión de referir la relativi­dad de la historia a lo absoluto de la ley o de la verdad, sino de encontrar lo infinito de la historia detrás de la estabilidad del derecho, los gritos de guerra detrás de las fórmulas de la ley y la asimetría de las fuerzas detrás del equilibrio de la justicia. Dentro de un campo histórico, que ni siquiera puede ser definido como un campo relativo puesto que no está en relación con ningún "absoluto", hay un infinito de la historia que puede ser de algún modo "irrelativizado", lo infinito de la eterna disolución en meca­nismos y acontecimientos que son los de la fuerza, del poder y de la gue­rra.

Se dirá que se trata de un discurso triste y lúgubre, que es un discurso para aristócratas nostálgicos y estudiosos de biblioteca. En realidad este discurso encuentra sostén y a menudo se expresa en formas míticas tradi­cionales: se encuentran allí conjugados saberes ingeniosos y mitos que yo no llamaría groseros sino graves, densos y sobrecargados. De hecho, tal discurso puede articularse (y ha sido articulado) en toda una gran mitolo­gía (...). En ella se revela que las grandes victorias de los gigantes poco a poco fueron olvidadas y ocultadas, que existió el crepúsculo de los dioses, que los héroes fueron heridos o muertos y que los reyes fueron sumidos en el sueño dentro de cavernas inaccesibles. Se habla además de los derechos y los bienes de la primera raza pisoteados por invasores astutos; de la guerra secreta que continúa; del complot cuya trama hay que reanudar para reanimar esta guerra y expulsar a los invasores y enemigos; o de la inminencia de la batalla, que invertirá finalmente las fuerzas y transfor­mará a los derrotados seculares en vencedores que no conocerán ni practi­carán el perdón.

Así, durante todo el Medioevo y más tarde aún, ligada con este tema de la guerra perpetua, renacerá sin cesar la esperanza del día de la nueva victoria, la espera del emperador de los últimos días, del dux novus, del nuevo jefe, de la nueva guía, del nuevo Fuhrer; la idea de la quinta mo­narquía, del tercer imperio, del tercer Reich -el que será a un tiempo la bestia del Apocalipsis o el salvador de los pueblos. Se trata de la vuelta de Alejandro perdido en las Indias; de la vuelta, tanto tiempo esperada en Inglaterra, de Eduardo el Confesor; de Carlomagno dormido en la tumba que se despertará para resucitar la guerra justa; de Federico Barbarroja y de Federico II, que esperan en su antro el despertar de su pueblo y de su imperio; del rey de Portugal, olvidado entre las arenas de Africa, que volverá para una nueva batalla, para una nueva guerra y para una victoria que será esta vez definitiva.

Este discurso de la guerra perpetua no es entonces sólo la triste inven­ción de algunos intelectuales por mucho tiempo tenidos al margen. De hecho conjuga, más allá de los grandes sistemas filosófico-jurídicos que deshace, un saber que es quizás el de los aristócratas nostálgicos y deca­dentes, con grandes pulsiones míticas y con el ardor de las victorias popu­lares. Repito, estamos quizá frente al primer discurso exclusivamente his­tórico-político de Occidente en oposición al discurso filosófico-jurídico: un discurso en el cual la verdad funciona deliberadamente como arma para una victoria que es explícitamente partidaria. Es un discurso oscura­mente crítico pero también, sin embargo, intensamente mítico, es el dis­curso de las amarguras encubadas, pero también el de las más locas espe­ranzas.

Este discurso es, en sus elementos fundamentales, extraño a la gran tradición de los discursos filosófico-jurídicos. Es más, para los filósofos y juristas es la exterioridad del discurso. No es tomado en consideración ni siquiera como discurso del adversario, con el cual no se discute. Es sólo aquel discurso descalificado que es tenido al margen y que debe permane­cer marginal si se quiere que el discurso justo y verdadero pueda por fin instalarse -en la mezcla, entre los adversarios, por encima de ellos- como ley. Este discurso de partido, este discurso de la guerra y de la historia, es quizás análogo al que había aparecido en la antigua Grecia en la forma del astuto discurso sofista. En todo caso, o será denunciado como discurso de lo histórico parcial e ingenuo, del político encanecido, del aristócrata desposeído, o será acusado de ser un discurso grosero que sostiene reivin­dicaciones no elaboradas.

 

Creo que -tenido (fundamental y estructuralmente) al margen del dis­curso de los filósofos y juristas- este discurso ha iniciado su curso (o qui­zás un nuevo curso) en Occidente (...) entre fines del siglo xvi y mediados del xvii, en relación con la doble rebeldía -popular y aristocrática- hacia el poder real. Además, estoy convencido de que a partir de esta época se desarrolló notable y rápidamente hasta llegar al siglo xx. No hay que creer, sin embargo, que la dialéctica pueda funcionar como la gran reconversión -en última instancia filosófica- de este discurso. Si bien la dialéctica pue­de aparecer como el discurso universal e histórico de la contradicción y de la guerra, creo empero que en realidad ésta no es precisamente la convalidación filosófica de ese discurso. Por el contrario, me parece que ha funcionado más bien como desplazamiento y recuperación de este dis­curso en la vieja forma del discurso filosófico-jurídico. En el fondo, la dialéctica codifica la lucha, la guerra y los enfrentamientos dentro de una lógica (o pretendida lógica) de la contradicción: ella los reintegra en el doble proceso de totalización y actualización de una racionalidad con­juntamente final y fundamental, en todo caso, irreversible. En definitiva, la dialéctica asegura la constitución, a través de la historia, de un sujeto universa], de una verdad reconciliada, de un derecho en el cual todas las particularidades tendrán finalmente su lugar bien ordenado.

La dialéctica hegeliana -y con ella, pienso, todas las que la han segui­do- debe ser comprendida (eso es lo que trataré de mostrarles) como la colonización y la pacificación autoritaria, por parte de la filosofía y del derecho, de un discurso histórico-político que ha sido al mismo tiempo una constatación, una proclamación y una práctica de la guerra social. La dialéctica ha colonizado este discurso histórico-político que había trazado su camino en el curso de los siglos en Europa, a veces con clamor, a me­nudo en la penumbra, a veces en la erudición y a veces en la sangre. La dialéctica es la pacificación, por parte del orden filosófico y tal vez tam­bién por parte del orden político, del discurso amargo y partidario de la guerra fundamental. He aquí entonces el marco de referencia general den­tro del cual quisiera colocarme este año para rehacer a grandes rasgos la historia de este discurso.

Quisiera decirles de qué modo pienso desarrollar esta investigación y de qué punto quisiera partir. En primer lugar quisiera eliminar algunas falsas paternidades que son atribuidas habitualmente al discurso históri­co político. Apenas se piensa en la relación entre poder y guerra, entre poder y relaciones de fuerza, vienen rápido a la mente dos nombres: Ma­quiavelo y Hobbes. Quisiera mostrarles que la cosa no se presenta precisa­mente en estos términos porque el discurso histórico-político no es (y no puede ser) el de la política del príncipe o el de la soberanía absoluta. El discurso histórico-político sólo puede considerar al príncipe como una ilusión, un instrumento o, como mucho, como un enemigo. En suma, no olvidemos que tenemos ante nosotros un discurso que en el fondo decapita al rey; un discurso que en todo caso prescinde del soberano y lo denuncia.

Después de haber eliminado estas falsas paternidades, les mostraré cuál ha sido el punto de emergencia de este discurso, que yo ubicaría en el siglo xvii, y pondré de manifiesto sus principales características. En pri­mer lugar, señalaré el doble origen del discurso: por un lado, se lo verá emerger hacia 1630, con las reivindicaciones populares y pequeño-bur­guesas, en la Inglaterra prerrevolucionaria y revolucionaria -y tendremos así el discurso de los puritanos y el de los levellers-; por el otro, se lo verá aflorar en Francia, cincuenta años después, es decir, a fines del reinado de Luis XIV, siempre como discurso de lucha contra el rey, pero en un senti­do totalmente contrario, en tanto es sostenido por la acritud aristocrática.

A partir de esta época, es decir, a partir del siglo xvii, se exterioriza la idea según la cual la guerra constituye la trama ininterrumpida de la his­toria. Esta idea aparece en forma precisa: la guerra que no para de desa­rrollarse detrás del orden y la paz, la guerra que trabaja nuestra sociedad y la divide de un modo binario es, en el fondo, la guerra de las razas. Los elementos fundamentales que hacen siempre posible la guerra y aseguran su mantenimiento, su prosecución y su desarrollo, son individualizados muy rápidamente. Más que de conquista y de esclavización de una raza por parte de otra, se habla de pronto de diferencias étnicas y de lengua; de diferencias de fuerza, vigor, energía y violencia; de diferencias de feroci­dad y de barbarie. En el fondo, el cuerpo social está articulado en dos razas. Esta idea, según la cual la sociedad es recorrida de un extremo a otro por este enfrentamiento de razas, la encontramos formulada a partir del siglo xvii y actúa como matriz de todas las formas en las cuales, en adelante, serán investigados el aspecto y los mecanismos de la guerra so­cial.

 

Quisiera seguir la historia de esta teoría de las razas o, más bien, de esta teoría de la guerra de razas durante la Revolución Francesa y sobre todo al comienzo del siglo xix, con Augustin y Amedée Thierry, para ver cómo a partir de este momento adquiere de pronto dos transcripciones. Por un lado, una transcripción explícitamente biológica, operada por otra parte mucho antes de Darwin, y que tomará su discurso (todos sus ele­mentos, sus conceptos, su vocabulario) de una anátomo-fisiología. Esto dará lugar al nacimiento de la teoría de las razas en el sentido histórico-biológico del término. Se trata de una teoría -tan ambigua como la del siglo anterior- que se articulará por un lado sobre movimientos de las nacionalidades en Europa y sobre sus luchas contra los grandes apara­tos de Estado (especialmente austríacos y rusos); por el otro, sobre la po­lítica europea de colonización. Esta es la primera transcripción -biológi­ca- de la teoría de la lucha permanente y de la guerra de razas. Hay ade­más una segunda transcripción, la que tendrá lugar a partir del gran tema y de la teoría de la guerra social, que se desarrollan desde los primeros años del siglo xix y que tenderán a cancelar todas las huellas del conflicto de razas para definirse como lucha de clases.

Tenemos entonces aquí una especie de bifurcación esencial, que corres­ponde a una recuperación del análisis de las luchas en la forma de la dialéctica y a un retomar el tema de los enfrentamientos de razas en la teoría del evolucionismo y de la lucha por la vida. A partir de aquí, si­guiendo preeminentemente esta segunda rama, trataré de mostrarles de qué modo se produjo el desarrollo de un racismo biológico-social. Este racismo se funda sobre la idea (que es absolutamente nueva y hará funcio­nar el discurso en un modo diferente) según la cual la otra raza no es la que llegó de afuera, no es la que por determinado tiempo ha triunfado y dominado, sino aquella que en forma permanente, incesante, se infiltra en el cuerpo social (o mejor dicho, se reproduce ininterrumpidamente dentro y a partir del tejido social). En otras palabras: lo que en la sociedad se nos aparece como polaridad, como fractura binaria, no sería tanto el enfrenta­miento de dos razas extrañas una a la otra, como el desdoblamiento de una sola y misma raza en una super-raza y una sub-raza; o también, a partir de una raza, la reaparición de su propio pasado. Brevemente: el revés y la parte inferior de la raza que aparece en ella.

Tendremos por ende esta consecuencia fundamental: el discurso de la lucha de razas -que en la época en que apareció y comenzó a funcionar (siglo xvii) constituía esencialmente un instrumento de lucha para cam­pos descentrados- será re-centrado y se convertirá en el discurso del po­der, de un poder centrado, centralizado y centralizador. Llegará a ser el discurso de un combate a conducir, no entre dos razas, sino entre una raza puesta como la verdadera y única (la que detenta el poder y es titular de la norma) y los que constituyen otros tantos peligros para el patrimonio bio­lógico. En ese momento aparecerán todos los discursos biológico-racistas sobre la degeneración y todas las instituciones que. dentro del cuerpo social. harán funcionar el discurso de la lucha de razas como principio de segregación, de eliminación y de normalización de la sociedad.

Por lo tanto, el discurso cuya historia quisiera hacer abandonará la formulación fundamental de los orígenes, que sostenía la necesidad de defenderse contra los enemigos porque los aparatos del Estado, la ley y la estructura del poder no sólo no nos defienden contra nuestros enemigos sino que son instrumentos por medio de los cuales nuestros enemigos nos persiguen y sojuzgan. Este discurso -decía- desaparecerá. No se dirá más: "debemos defendemos contra la sociedad", sino que se enunciará el hecho de que "debemos defender a la sociedad contra todos los peligros bioló­gicos de aquella otra raza, de aquella sub-raza, de aquella contra-raza que, a pesar nuestro, estamos constituyendo".

La temática racista no aparecerá ya, en ese momento, como instru­mento de un grupo social contra otro, sino que servirá a la estrategia glo­bal de los conservadorismos sociales. Se asiste entonces a la aparición paradojal -y se trata realmente de una paradoja respecto de la forma origi­naria del discurso del cual les hablaba- de un racismo de Estado; de un racismo que una sociedad ejercerá contra sí misma, contra sus propios elementos, contra sus propios productos; de un racismo interno -el de la purificación permanente- que será una de las dimensiones fundamentales de la normalización social.

He aquí entonces delineado el proyecto: volver a recorrer la historia del discurso de las luchas y de la guerra de razas a partir del siglo xvii para llegar hasta la aparición del racismo de Estado a comienzos del si­glo xx.


Cuarta lección

28 de enero de 1976

La parte de la sombra

Alguno podría pensar que la vez pasada yo he comenzado a hacer la historia y a tejer el elogio del discurso racista. Por eso es necesaria una precisión: no he querido ni hacer la historia ni tejer el elogio del discurso racista, sino de aquel que yo llamaría más bien el discurso de la guerra y de la lucha de razas. De hecho, creo que se debe reservar la expresión "racismo" o "discurso racista" a algo que en el fondo fue sólo un episodio, particular y localizado, de este gran discurso de la guerra o de la lucha de razas. En realidad, el discurso racista no fue otra cosa que la inversión, hacia fines del siglo xix, del discurso de la guerra de razas, o un retomar de este secular discurso en términos sociobiológicos, esencialmente con fines de conservadurismo social y, al menos en algunos casos, de domina­ción colonial.

Una vez ubicado claramente el problema de la ligazón y la diferencia entre discurso racista y discurso de la guerra de razas, puedo decir que he querido hacer el elogio del discurso de la guerra de razas. ¿Por qué? Por­que, al menos por un cierto período, vale decir hasta fines del siglo xix, esto es hasta el momento en que se invierte en un discurso racista, este discurso -del cual hoy hablo- ha funcionado como una contrahistoria. Lo que quisiera decirles, de un modo tal vez algo apresurado y esquemático, pero a fin de cuenta bastante justo en lo esencial, es que creo poder afir­mar que el discurso histórico, en tanto práctica consistente en contar la historia, ha permanecido por mucho tiempo emparentado con los rituales del poder, como sucedió sin duda en la Antigüedad y aun en el Medioevo. Es decir, me parece que el discurso de lo histórico puede ser entendido como una especie de ceremonia, hablada o escrita, que debe producir en la realidad una justificación y un reforzamiento del poder existente. En suma, tengo la impresión de que desde los primeros analistas romanos hasta el Medioevo avanzado y directamente hasta después del siglo xvii, la función tradicional de la historia fue la de enunciar el derecho del poder y de intensificar su esplendor.

El discurso histórico -relatando la historia de los reyes y los podero­sos, de los soberanos y de sus victorias (y eventualmente también de sus derrotas pasajeras)- tiene entonces una doble función: por un lado, se propone ligar jurídicamente a los hombres a la continuidad del poder a través de la continuidad de la ley, que se muestra justamente dentro del poder y de su funcionamiento; por el otro, se propone fascinarlos median­te la intensificación de la gloria de los ejemplos del poder y de sus gestas. El yugo de la ley y el esplendor de la gloria me parecen ser los dos aspec­tos a través de los cuales el discurso histórico procura obtener un efecto de reforzamiento del poder. De hecho la historia, como los rituales, como las consagraciones, como los funerales, como las ceremonias, como las na­rraciones legendarias, es un operador, un intensificador del poder.

Es posible encontrar esta doble función del discurso histórico a lo lar­go de tres ejes tradicionales durante todo el Medioevo.

El eje genealógico relataba la antigüedad de los reinos, resucitaba a los grandes antepasados, reencontraba las gestas de los héroes fundadores de los imperios o de las dinastías. En esta suerte de función genealógica, era necesario hacer de modo que la grandeza de los acontecimientos y de los hombres del pasado pudiese legitimar el valor del presente, transfor­mar su irrelevancia y su cotidianeidad en algo igualmente heroico y justo. Este eje genealógico de la historia -que se encuentra esencialmente en las formas del relato histórico sobre los antiguos reinos y los grandes antepa­sados- debe anunciar la antigüedad del derecho; mostrar el carácter ininterrumpido del derecho del soberano, y, en consecuencia, la fuerza inextirpable que posee aún en el presente; hacer ilustre el nombre del rey y de los príncipes con los fastos que les han precedido. Entonces, los gran­des reyes fundan el derecho de los soberanos que les suceden y transmiten el esplendor propio a la pobreza de sus herederos. He aquí, a grandes rasgos, lo que se podría llamar la función genealógica del relato histórico. Existe también la función de memorización, que veremos actuar no tanto en los relatos concernientes a la Antigüedad y en la resurrección de los antiguos reyes y héroes, sino más bien en los anales y las crónicas registradas día a día, de año en año, en el curso de la historia. También este registro permanente de la historia practicado por los analistas sirve para reforzar el poder. También éste es una especie de ritual del poder: muestra que todo lo que hacen los soberanos nunca es vano, inútil o insignificante: muestra sobre todo que nunca es indigno de ser relatado. Por el contrario, merece siempre ser recordado y conservado eternamente. Esto significa que del más insignificante entre los hechos y los gestos de un soberano se puede y se debe hacer una acción deslumbrante y una proeza. Al mismo tiempo significa que cada uno de sus actos se convierte en una especie de ley para sus súbditos y una especie de obligación para sus suce­sores. Entonces: la historia hace memorable algo, y haciendo así inscribe los gestos en un discurso que los ordena; la historia inmoviliza los hechos más insignificantes en monumentos que los cristalizarán y harán que sean, de algún modo, algo indefinidamente presente.

 

La tercera y última función de la historia como intensificación del poder es la de poner ejemplos en circulación. El ejemplo -que es la ley viviente o resucitada- permite juzgar el presente y someterlo a una ley más fuerte. El ejemplo es de algún modo la gloria de la ley en vigor, es la ley que funciona en el esplendor de un nombre. Precisamente gracias al acoplamiento de la ley y del esplendor de un nombre, el ejemplo tiene la fuerza de, y funciona como, una suerte de elemento a través del cual el poder saldrá reforzado.

Se podría decir, esquemáticamente, que las dos funciones que se ha­llan detrás de las diferentes formas de la historia practicadas en la civili­zación romana y en el Medioevo son las de vincular y vislumbrar, subyu­gar haciendo valer obligaciones e intensificando el esplendor de la fuerza. Ahora bien, estas dos funciones corresponden exactamente a los dos as­pectos del poder tal como era representado en las religiones, en los ritua­les, en los mitos, en las leyendas indoeuropeas. En el sistema indoeuropeo de representación del poder están de hecho siempre presentes y son ínti­mamente correlativos el aspecto jurídico (el poder vincula precisamente a través de la obligación, el juramento, la promesa y la ley) y una función, un papel, una eficacia que son mágicos (el poder deslumhra, el poder petrifica). Júpiter, dios supremamente representativo del poder, dios por excelencia de la primera función y del primer orden en la tripartición indoeuropea, es al mismo tiempo el dios de los deberes y el dios de los fulgores. Y bien, creo que la historia que se hacía en el Medioevo (esta historia con sus búsquedas de antigüedad, sus crónicas día a día, su reco­lección de ejemplos para divulgar), siguió siendo la representación (indoeuropea) del poder. Es preciso advertir, empero, que representar el poder no significa solamente dar una imagen del poder. Significa además poner a punto los procedimientos para reforzarlo. La historia es por cierto el discurso del poder y de los deberes a través de los cuales el poder some­te, pero es también el discurso del esplendor a través del cual el poder fascina, aterroriza, inmoviliza. En síntesis, si el poder, obligando e inmovilizando, es fundador y garante del orden, la historia no es otra cosa que el discurso a través del cual las dos funciones que aseguran el orden serán intensificadas y hechas más eficaces.

Creo que se puede decir -hablando más bien en general- que la histo­ria, hasta los umbrales de nuestro tiempo, fue una historia de la soberanía, una historia que se desplegó en la dimensión y en la función de la sobera­nía. Se trata por así decirlo de una historia jovial. En este sentido, la historia que se practicaba en la Edad Media estaba todavía en relación de continuidad directa con la historia que venía siendo relatada por los ro­manos, la de Tito Livio o la de los primeros analistas, no tanto por la forma de la narración o porque los historiadores del Medioevo no perci­bieran diferencias, discontinuidades, rupturas, entre la historia romana y la relatada por ellos, sino más bien porque el relato histórico de los roma­nos, como el del Medioevo, tenía la función política de un ritual de refor­zamiento de la soberanía.

Aunque delineado aproximativamente, éste me parece que es el punto de vista a partir del cual se puede resituar y caracterizar, en sus rasgos específicos, la nueva forma de discurso de fines del Medioevo y hasta fines del siglo xvi y comienzos del xvii. El discurso histórico no será ya entonces el de la soberanía y el de la raza, sino el de las razas y del enfren­tamiento de razas a través de las naciones y las leyes. Justamente por esta razón creo que se debe decir que tenemos entre manos una historia abso­lutamente antitética de la historia de la soberanía tal como se había cons­tituido hasta ese momento. Es la primera historia no romana o anti-romana que Occidente haya conocido. ¿Por qué digo historia anti-romana y por qué, respecto del ritual de soberanía del que hablaba hace poco, digo que se trata de una contrahistoria? En primer lugar porque, en la historia de las razas y del enfrentamiento permanente de las razas por detrás de las leyes y a través de ellas, sucede que desaparece la identificación implícita entre el pueblo y su comarca, entre la nación y su soberano, que la historia de la soberanía, en cambio, había hecho emerger. En este nuevo tipo de discurso y de práctica histórica, la soberanía no ligará más el conjunto (pueblo y monarca) en una unidad como la ciudad, la nación, el Estado. La soberanía tiene ahora una función particular: no unifica, sino que so­juzga. Y el postulado según el cual la historia de los grandes contiene a fortiori la historia de los pequeños, el postulado según el cual la historia de los fuertes lleva consigo la historia de los débiles, es sustituido por un principio de heterogeneidad: la historia de unos río es la historia de los otros.

Se descubrirá, o en todo caso se afirmará, que la historia de los sajones, vencidos después de la batalla de Hastings, no es la de los normandos, que en esa batalla salieron vencedores. Se verá que, si la victoria de unos fue derrota de otros, la victoria de los francos y de Clodoveo constituye la derrota y la esclavitud de los galo-romanos. Lo que, considerado del lado del poder, es derecho, ley y obligación, según el nuevo discurso valdrá como abuso, violencia, extorsión. La posesión de la tierra por parte de los grandes feudatarios y el conjunto de privilegios económicos reclamados por ellos aparecerán así como actos de violencia y en tanto tales serán denunciados como confiscaciones, saqueos, exacciones impuestas por la fuerza a las poblaciones sometidas. En consecuencia, la gran forma de la obligación general, cuya fuerza la historia intensificaba cantando la glo­ria del soberano, comienza a disolverse, dejando que aparezca en su lugar una ley con dos caras: lo que es el triunfo de unos, es la sumisión de los otros.

 

Pero la historia de la lucha de razas que se constituye a comienzos de la Edad Moderna no es ciertamente una contrahistoria sólo por esta ra­zón. Lo es, también y quizá sobre todo, porque infringe la continuidad de la gloria y deja ver que la fascinación del poder no es algo que petrifica, cristaliza, inmoviliza el cuerpo social en su integralidad y lo mantiene por tanto en el orden. Pone de relieve que se trata de una luz que en realidad divide y que -si bien ilumina un lado- deja empero en la sombra, o recha­za hacia la noche, a otra parte del cuerpo social. Y bien, la contrahistoria que nace con el relato de la lucha de razas hablará justamente de parte de la sombra, a partir de esta sombra. Será el discurso de los que no poseen la gloria o -habiéndola perdido- se encuentran ahora en la oscuridad y en el silencio. Todo esto hará que, a diferencia del canto ininterrumpido a tra­vés del cual el poder se perpetuaba y reforzaba mostrando su antigüedad y su genealogía, el nuevo discurso sea una irrupción de la palabra, un lla­mado, un desafío: "No tenemos detrás continuidad alguna y no poseemos la grande y gloriosa genealogía con la cual la ley y el poder se muestran en su fuerza y en su esplendor. Nosotros salimos de la sombra. No teníamos derechos y no teníamos gloria, y justamente por eso tomamos la palabra y comenzamos a relatar nuestra historia".

Este tomar la palabra asimila el tipo de discurso emergente no tanto a la búsqueda ininterrumpida, por parte de la gran jurisprudencia, de un poder fundado desde mucho tiempo atrás, sino más bien a una especie de ruptura profética. De este modo el nuevo discurso histórico se parece a aquellas formas épicas, míticas o religiosas que. en lugar de narrar la gloria sin ofuscaciones y sin eclipses del soberano, se dedican a relatar las desventuras de los antepasados, los exilios y las servidumbres. Por lo tan­to, enumerará menos las victorias que las derrotas bajo las cuales se doblega durante todo el tiempo en el cual se espera la tierra prometida y el Cumpli­miento de las obligaciones que deberán restablecer los antiguos derechos y la gloria perdida. Con este nuevo discurso de la guerra de razas, se ve entonces perfilarse algo que se acerca mucho más a la historia mítico­religiosa de los hebreos que a la historia político-legendaria de los roma­nos; algo que se ubica más del lado de La Biblia que del lado de Tito Livio y que por tanto está más dentro de una forma (discursiva) hebraico-bíblica, que cercana a la del analista que relata, día a día, la historia y la gloria ininterrumpida del poder.

Creo que no se debe olvidar que La Biblia, al menos a partir de la segunda mitad del Medioevo, fue la gran forma en la cual se presentaron las objeciones religiosas, morales, políticas, al poder del rey y al despotis­mo de la Iglesia. Esta forma, así como a menudo la misma referencia a los textos bíblicos, ha funcionado, la mayoría de las veces, como cuestiona­miento, crítica, oposición. Jerusalén, en el Medioevo, siempre ha sido opuesta a todas las Babilonias resucitadas, a la Roma eterna, a la Roma imperial que derramaba en los circos la sangre de los justos. Jerusalén, en el Medioevo, es la objeción religiosa y política. La Biblia ha sido el arma de la miseria y de la insurrección: ha sido la palabra que subleva (a la gente) contra la ley y contra la gloria, contra la ley injusta del rey y contra la bella gloria de la Iglesia. Por estas razones, no es sorprendente ver aparecer, a fines del Medioevo, pero sobre todo en la época de la Reforma (siglo xvi) y de la Revolución Inglesa (siglo xvii), una forma de historia rigurosamente opuesta a la historia de la soberanía y de los reyes, es decir, a la historia romana. Y tampoco debe sorprender ver cómo esta nueva historia se emparenta con la gran forma bíblica de la profecía y de la promesa.

 

El discurso que aparece hacia el fin de la Edad Media y en la primera Edad Moderna puede ser considerado como una contrahistoria y puede ser contrapuesto a la historia romana también por la razón de que la función de la memoria cambia aquí totalmente de sentido. En la historia de tipo romano el deber de la memoria -recordando la permanencia de la ley y siguiendo el afirmarse del esplendor del poder en el curso de su dura­ción- era esencialmente el de asegurar el olvido. En la nueva historia que viene emergiendo se deberá desenterrar algo que ha sido escondido, no sólo porque fue descuidado, sino también porque fue cuidadosamente, deliberadamente, disfrazado y enmascarado con maldad. En el fondo, la nueva historia quiere mostrar que el poder, los poderosos, el rey, las leyes, han ocultado el hecho de haber nacido de la casualidad y de la injusticia de las batallas. Si Guillermo el Conquistador no quería que se lo llamase el conquistador, ¿no sería acaso porque quería enmascarar el hecho de que los derechos ejercidos o las violencias perpetradas en Inglaterra eran de­rechos conquistados? Guillermo quería aparecer como legítimo sucesor en un cuadro dinástico y debía por lo tanto ocultar el nombre de conquis­tador. Exactamente como Clodoveo, que se paseaba con un pergamino para hacer creer que su propia realeza era debida al reconocimiento de un emperador romano. Estos reyes injustos y parciales tratan de hacerse va­ler como soberanos de todos y como soberanos que reinan en nombre de todos; quieren que se hable de sus victorias, pero no quieren que se sepa que a sus victorias corresponde la derrota de los otros: "nuestra derrota" La función de la historia será entonces la de mostrar que las leyes enga­ñan, que los reyes se enmascaran, que el poder ilusiona y que los historia­dores mienten. Por consiguiente, no tenemos que vérnoslas con una histo­ria de las continuidades, sino con una historia del desciframiento, de la revelación del secreto, de la reversión del engaño, de la reapropiación de un saber sustraído y oculto, de la irrupción de una verdad sigilosamente guardada.

En cuarto lugar, finalmente, creo que la historia de la lucha de razas, aparecida en el siglo xvi-xvii, es una contrahistoria incluso en aquel signi­ficado más simple y elemental del término, pero también más fuerte. De hecho, lejos de ser un ritual inherente al ejercicio, al despliegue y al refor­zamiento del poder, ella es la crítica, el ataque y la reivindicación del poder. El poder es injusto, no tanto porque ha decaído respecto de sus más elevados ejemplos, sino porque no nos pertenece. En cierto sentido se podría decir que también esta nueva historia ha intentado enunciar el de­recho a través de las peripecias del tiempo. Pero, en vez de establecer la larga jurisprudencia de un poder que habría conservado siempre sus dere­chos, o de mostrar que el poder está ahí donde se encuentra y que siempre estuvo ahí donde todavía está, reivindica derechos no reconocidos y por ello declara la guerra declarando derechos (menoscabados). El discurso histórico de tipo romano pacifica la sociedad, justifica el poder, funda el orden tripartito que constituye el cuerpo social; el discurso que se desplie­ga a fines del siglo xvi, y que puede ser definido como un discurso histó­rico de tipo bíblico, lacera en cambio a la sociedad y habla de derecho justo sólo para declarar la guerra a las leyes.

Quisiera resumir todo lo que he dicho formulando la siguiente propo­sición: al menos hasta el fin del Medioevo hubo una historia -en el senti­do de un discurso y una práctica histórica- que representaba uno de los grandes rituales discursivos de una soberanía que emergía y se constituía, precisamente a través de ella, como una soberanía unitaria, legítima, ininterrumpida y fulgurante; a esta historia (con el inicio de la Edad Mo­derna), comenzó a contraponerse otra: una contrahistoria de la servidum­bre oscura, de la decadencia, de la profecía y de la promesa, del saber secreto que hay que reencontrar y descifrar, de la declaración conjunta y simultánea de los derechos y de la guerra.

La historia de tipo romano estaba profundamente inscrita en el esque­ma indoeuropeo de representación y de funcionamiento del poder; estaba sin más ligada con la organización de los tres órdenes en cuyo vértice se encontraba el de la soberanía: estaba, en consecuencia necesariamente unida con cierto campo de objetos y con cierto tipo de personajes -con la leyenda de los héroes y de los reyes- puesto que constituía el discurso del doble aspecto, mágico y jurídico, de la soberanía. Esta historia, basada sobre el modelo romano y sobre las funciones indoeuropeas, se halló en determinado momento (estamos hacia fines del Medioevo) en contraste con la historia de tipo bíblico o hebraico que definimos como el discurso del levantamiento y de la profecía, del saber (antagonista) y del llamado a la reversión violenta del orden de las cosas. Este nuevo discurso ya no está ligado con una organización ternaria, como el discurso histórico de las sociedades indoeuropeas, sino con una percepción y con un reparto bina­rio de la sociedad y de los hombres: de un lado los unos y del otro los otros, los injustos y los justos, los amos y los que les están sometidos, los ricos y los pobres, los poderosos y los que sólo tienen sus brazos, los inva­sores de tierras y los que tiemblan ante ellos, los déspotas y el pueblo que rumorea, las gentes de la ley presente y las de la patria futura.

 

Petrarca, en plena Edad Media, hizo una pregunta que me parece estu­penda, y en todo caso considero fundamental: "¿Hay algo, en la historia, que no sea el elogio de Roma?" Sostengo que, con esta sola pregunta, Petrarca caracterizó la historia practicada no sólo en la sociedad romana, sino también en la sociedad medieval a la cual él mismo pertenecía. Algu­nos siglos después, apareció en Occidente una historia que tenía fines muy distintos: desenmascarar a Roma como una nueva Babilonia; reivin­dicar, contra Roma, los derechos perdidos de Jerusalén. Nacía así una forma totalmente distinta de historia, se originaba una función totalmente distinta del discurso histórico. Se podría decir que con esta nueva historia comienza el fin de la historicidad indoeuropea, o sea de cierto modo indo­europeo de narrar y ver la historia. En el límite se podría afirmar que cuando nace el gran discurso sobre la historia de la lucha de razas termina la Antigüedad, si por Antigüedad entendemos la conciencia de continui­dad con el mundo antiguo que la Edad Media tardía aún poseía. El Medioevo ignoraba ciertamente el ser una edad del medio. Pero ignoraba también, si se puede decirlo, que ya no era la Antigüedad. En el Medioevo Roma estaba todavía presente y funcionaba como una especie de presen­cia histórica permanente y actual. Era percibida como el punto de salida de mil canales que atravesaban Europa y reconducían todos al origen. No se debe olvidar que todas las historias políticas nacionales (o pre-nacionales si se quiere) que se escribían en esta época, tenían siempre como punto de partida un mito troyano. Todas las naciones de Europa reivindicaban el hecho de haber nacido de la caída de Troya. Reivindicar este origen signi­ficaba que todas las naciones, los Estados y las monarquías de Europa eran hermanas de Roma. Por esta razón la monarquía francesa sostenía que derivaba de Francus y la monarquía inglesa de un tal Brutus. En todos los casos, los hijos de Príamo eran señalados como antepasados de las grandes dinastías, para asegurar un vínculo de parentesco con la Roma antigua. Todavía en el siglo xiv un sultán de Constantinopla escribía al dux de Venecia preguntándole por qué venecianos y turcos, siendo herma­nos, debían hacerse la guerra: "Los turcos, se sabe, nacieron del incendio de Troya y descienden también ellos de Príamo, en tanto provienen de Turcus, hijo de Príamo, como Eneas, como Francus". En suma: Roma permanece siempre presente, incluso a través de los reinos que aparecen a partir de los siglos v y vi, en la conciencia histórica del Medioevo.

Ahora bien, lo que el discurso de la lucha de razas hace emerger es justamente esa ruptura que hará de la Antigüedad otro mundo. Aparece así la conciencia de una fractura que hasta entonces no existía; afloran a la conciencia acontecimientos que hasta ese momento no habían sido sino inciertas y vagas peripecias incapaces de lesionar la gran unidad, la gran legitimidad, la gran fuerza esplendorosa de Roma. Con las invasiones de los francos y los normandos estamos frente al comienzo de Europa, que nace en la sangre y en la conquista. Hace así su aparición algo que será precisamente individualizado como Medioevo (por lo demás habrá que esperar el comienzo del siglo xviii para que en la conciencia histórica pueda ser aislado el fenómeno del feudalismo). Emergen también nuevos personajes -los francos, los galos, los celtas; las gentes del Norte y las del Sur, los dominadores y los sometidos, los vencedores y los vencidos- que entran en el teatro del discurso histórico y constituyen su principal referente. Europa se puebla de recuerdos y de antepasados cuya genealogía no había sido hecha hasta ese momento. Europa se fisura según una separación binaria hasta entonces ignorada. A través del discurso sobre la guerra de las razas y el llamado a reanudarla se constituye una conciencia histórica totalmente diferente. Esta nos permite ver aparecer los discursos sobre la guerra de razas, con toda otra organización del tiempo, en la conciencia, en la práctica, en la política misma de Europa. Y justamente a partir de aquí quisiera hacer algunas observaciones.

 

En primer lugar quisiera insistir sobre el hecho de que sería erróneo considerar el discurso histórico de la guerra de razas como algo que perte­nece, de derecho y totalmente, a los oprimidos, y sostener que, al menos en su origen, haya sido esencialmente el discurso de los dominados, el discurso del pueblo, una historia reivindicada y narrada por el pueblo. En realidad, estamos frente a un discurso dotado de un gran poder de circula­ción, de una gran capacidad de metamorfosis, de una especie de polivalencia estratégica. Es verdad que, por lo menos en sus comienzos, aparece deli­neado por temas escatológicos y se nuclea en mitos que acompañaron los movimientos populares a fines del Medioevo. Es preciso notar, sin embar­go, que se lo encuentra muy pronto -diría casi de inmediato- en la forma de la erudición histórica, del romance popular o de las especulaciones cosmo-biológicas. Se presentó por mucho tiempo como un discurso de los diferentes grupos de oposición y, pasando rápidamente de uno al otro, fue un instrumento relevante de crítica y de lucha contra una determinada forma de poder. Pero se trató siempre de un instrumento compartido por demasiados enemigos y demasiadas oposiciones. De hecho servirá al pen­samiento radical inglés durante la revolución del siglo xvii y algunos años después, poco transformado, servirá a la reacción aristocrática francesa contra el poder de Luis XIV. En los comienzos del siglo xix, estuvo por cierto ligado con los proyectos posrevolucionarios de escribir una historia cuyo verdadero sujeto fuera el pueblo. Sin embargo, sólo unos pocos años después, servirá para descalificar a las sub-razas colonizadas. Entonces: discurso móvil y polivalente porque, desde su origen, a fines del Medioevo, no estuvo consignado a funcionar políticamente en un solo y único senti­do.

Segunda observación: en el discurso de la guerra de razas el término "raza" aparece tempranamente. Por supuesto la palabra "raza" no está ligada de inmediato con un significado biológico estable. Sin embargo, esto no significa que se trate de una palabra incierta e indeterminada. Ella designa, en último análisis, un corte histórico-político sin duda amplio, pero relativamente fijo. Se dirá, y en este discurso efectivamente se dice, que hay dos razas cuando se hace la historia de dos grupos que no tienen el mismo origen local; de dos grupos que no tienen, por lo menos en su origen, la misma lengua y a menudo tampoco la misma religión; de dos grupos que han formado una unidad y un todo político sólo al precio de guerras, invasiones, conquistas, batallas, victorias y derrotas, violencia. Se dirá además que hay dos razas cuando haya dos grupos que, a pesar de la cohabitación, no se hayan mezclado a causa de diferencias, asimetrías, obstáculos debidos al privilegio, a las costumbres y a los derechos, al re­parto de las fortunas y al modo de ejercicio del poder.

Tercera observación: se pueden reconocer dos grandes morfologías, dos grandes funciones políticas del discurso histórico. Por un lado la his­toria romana de la soberanía, por el otro, la historia bíblica de la servi­dumbre y del exilio. No creo que la diferencia entre ambos tipos de histo­ria coincida exactamente con la diferencia que existe entre un discurso oficial y, digamos, un discurso basto o condicionado a tal punto por los imperativos políticos que sea incapaz de producir saber, ya que, en reali­dad, esta historia, que se tomaba el trabajo de descifrar los secretos y desmistificar el poder, ha producido por lo menos tanto saber como aquel que trató de reconstituir la gran jurisprudencia ininterrumpida del poder. Se podría sin más decir que las grandes eclosiones, los momentos fecun­dos de la constitución del saber histórico en Europa, pueden ser ubicados, aproximadamente, en el momento en que se verifica una especie de interferencia o de colisión entre la historia de la soberanía y la historia de la guerra de razas.

 

Por ejemplo, a comienzos del siglo xvii en Inglaterra, el discurso que relataba las invasiones y la gran injusticia de los normandos contra los sajones interfirió en todo un trabajo histórico que los juristas monárquicos habían emprendido para relatar la historia ininterrumpida del poder del rey de Inglaterra. El cruzamiento de estas dos prácticas históricas provocó la explosión de todo un campo de saber. Del mismo modo, entre fines del siglo xvii y comienzos del xviii, la nobleza francesa comenzó a hacer la propia genealogía rechazando la forma de la continuidad y poniendo en cambio la de los privilegios perdidos y pendientes de recuperación. Todas las investigaciones históricas conducidas a lo largo de este eje interfirie­ron con la historiografía de la monarquía francesa constituida por Luis XIV, produciendo una formidable extensión del saber histórico. A comien­zos del siglo xix hubo otro momento fecundo. Fue cuando el discurso sobre la historia del pueblo, la historia de su servidumbre, de sus sujecio­nes, la historia de los galos y de los francos, de los campesinos y del tercer Estado, interfirió con la historia jurídica de los regímenes. A partir de esta colisión entre historia de la soberanía e historia de la lucha de razas, tenemos entonces interferencias perpetuas y producciones de campos y de contenidos de saber.

Una última observación: a través o a pesar de todas estas interferen­cias, el discurso revolucionario inglés del siglo xvii y el francés (y euro­peo) del xix, se ubicaron precisamente del lado de la historia que si no es (como estaba por decir) bíblica, es en todo caso historia-reivindicación e historia-insurrección. La idea de la revolución, que recorre todo el funcio­namiento político y toda la historia de Occidente desde hace más de dos siglos, y que por otra parte es bastante enigmática en su origen y en su contenido, no puede ser disociada de la aparición y de la existencia de la práctica de una contrahistoria. A fin de cuentas, ¿qué podrían significar, qué podrían ser la idea y el proyecto revolucionarios sin el desciframiento preliminar de las asimetrías, que funcionan más allá del orden de las le­yes, a través y gracias al orden de las leyes? ¿Qué serían la idea, la prácti­ca y el proyecto revolucionarios sin la voluntad de sacar a la luz una gue­rra real, que se desarrolló y continúa desarrollándose, pero a la cual el orden silencioso del poder tiene la función y el interés de sofocar y enmas­carar? ¿Qué serían la práctica, el proyecto y el discurso revolucionarios sin la voluntad de reactivar la guerra a través de un saber histórico preciso y sin la utilización de este saber como instrumento de guerra o como ele­mento táctico en la guerra real que se está haciendo? ¿Qué querrían decir el proyecto y el discurso revolucionarios sin el objetivo de la inversión final de la relación de fuerzas y el desplazamiento definitivo en el ejerci­cio del poder?

Desciframiento de las asimetrías, reactivación de la guerra, inserción táctica del saber en la guerra. Todo esto, por lo menos desde fines del siglo xviii, no ha cesado de trabajar a Europa. Por cierto no es toda la historia, pero de todos modos constituye una parte relevante de esa trama que ha­bía sido formada, definida, instaurada, organizada en la gran contrahistoria que, desde fines del Medioevo, relataba la lucha de razas. No hay que olvidar, después de todo, que Marx, hacia el final de su vida, en 1882, recordaba a Engels el lugar donde habían encontrado la lucha de clases: en los historiadores franceses que relataban la lucha de razas. La historia del proyecto y de la práctica revolucionarios no es, creo, disociable de la de esa contrahistoria que rompió con la forma indoeuropea de la práctica histórica ligada con el ejercicio de la soberanía; no es disociable de la aparición de la historia de las razas y de las funciones que sus enfrenta­mientos han tenido en Occidente.

En suma, se podría decir que a fines del Medioevo, y después, en los siglos xvi y xvii, fue como disuelta una sociedad que tenía aún una con­ciencia histórica de tipo romano, y por ende estaba centrada en rituales y mitos de la soberanía. Sucesivamente se fue entrando en una sociedad de tipo, digamos, a falta de otra palabra, moderno (pero evidentemente tal palabra carece de significado). De hecho, la conciencia histórica de esta sociedad moderna no está ya centrada en la soberanía y en el problema de su fundación, sino en la revolución, en sus promesas y profecías de libera­ción futura. Entonces, a partir de aquí se comprende, pienso, cómo y por­qué el discurso sobre la lucha de razas pudo llegar a ser, a mediados del siglo xix, una nueva apuesta en juego. En ese período, el discurso sobre la lucha de razas estaba a punto de desplazarse, traducirse o convertirse en un discurso revolucionario y la noción de lucha de razas estaba a punto de ser sustituida por la de lucha de clases, aunque es verdad, en rigor, que el proceso se verifica ya en la primera mitad del siglo, dado que la operación de transformación de la lucha de razas en lucha de clases fue efectuada por Thiers.

 

Sin embargo, justamente cuando se venía realizando la conversión de la lucha de razas en lucha de clases, era natural que -en otra vertiente- se intentara, pero asumiendo la noción de raza en un sentido biológico y médico, recodificar la antigua contrahistoria en términos de lucha de ra­zas. Así, en la época en que se constituye una contrahistoria de tipo revolucionario va formándose otra contrahistoria que reducirá, dentro de los límites de una perspectiva médico-biológica, la dimensión histórica que estaba siempre presente en el discurso originario. Aparecerá de este modo el racismo, que retoma y reconvierte, aunque desviándolos, la for­ma, el objetivo, la función misma del discurso de la lucha de razas. Se trata de un racismo que se caracteriza por lo siguiente: el tema de la gue­rra histórica -con sus batallas y sus invasiones, sus saqueos, sus victorias y derrotas- es sustituido por el tema biológico, posevolucionista, de la lucha por la vida. No habrá más batallas en sentido guerrero, sino lucha en sentido biológico: diferenciación de las especies, selección del más fuerte, conservación de las razas mejores. Del mismo modo, el tema de la sociedad binaria dividida en dos grupos extraños por lengua o derechos será sustituido por el de una sociedad biológicamente monista. Vale decir: amenazada por algunos elementos heterogéneos, que no son empero esen­ciales, puesto que no dividen el cuerpo social o el cuerpo viviente de la sociedad en dos partes hostiles, sino que son - casi se podría decir- acci­dentales. He aquí, entonces, cómo emergerá la idea de los extraños que están infiltrados o el tema de los desviados como subproducto de esta sociedad.

Finalmente, el tema del Estado necesariamente injusto se transforma­rá en su contrario: el Estado no es el instrumento de una raza contra otra, sino que es, y debe ser, el protector de la integridad, de la superioridad y de la pureza de la raza. Así, la idea de raza, con todo lo que comporta al mismo tiempo de monista, de estatal y de biológico, sustituirá a la idea de lucha de razas.

Creo, justamente, que el racismo nació cuando el tema de la pureza de la raza sustituyó al de la lucha de razas, o mejor aun, en el momento en que estaba por cumplirse la conversión de la contrahistoria en un racismo de tipo biológico. El racismo, entonces, no está ligado de modo accidental con el discurso y con la política contrarrevolucionarios de Occidente; no es simplemente una construcción ideológica adicional aparecida en cierta época dentro de un gran proyecto contrarrevolucionario. En el momento en que el discurso de la lucha de razas se transformó en un discurso revo­lucionario, el racismo fue el pensamiento invertido, el proyecto invertido, el profetismo invertido de los revolucionarios. Pero la raíz de la cual se parte es la misma: el discurso de la lucha de razas. El racismo representa, literalmente, el discurso revolucionario, pero lo representa invertido.

Si el discurso de las razas, de la lucha de las razas, fue el arma utilizada contra el discurso histórico-político de la soberanía romana, el discur­so de la raza (de la raza en singular) fue una forma de invertir esta arma, para utilizar su incisividad en provecho de la soberanía del Estado, de una soberanía cuyo esplendor y cuyo vigor son ahora asegurados no por ritua­les mágico-jurídicos, sino por técnicas médico-normalizadoras. La sobe­ranía del Estado invistió, tomó a su cargo, reutilizó, dentro de su propia estrategia, el discurso de la lucha de razas, pero al precio de la transferen­cia de la ley a la norma, de lo jurídico a lo biológico; al precio del pasaje del plural de las razas al singular de la raza; al precio, por fin, de la transformación del proyecto de liberación en gestión de la pureza. La so­beranía del Estado transformó ese discurso en el imperativo de la protec­ción de la raza, como una alternativa y un dique al llamado revolucionario que también, a su vez, derivaba del viejo discurso de las luchas, de los desciframientos, de las reivindicaciones y de las promesas.

 

A todo esto, quisiera finalmente agregar otra cosa. A partir de fines del siglo xix aparece ya lo que se podría llamar un racismo de Estado: un racismo biológico y centralizado. Este tema fue, si no profundamente mo­dificado, por lo menos transformado y utilizado en las estrategias especí­ficas del siglo xx. Se pueden reconocer esencialmente dos transformadores. Por un lado, la nazi, que retoma el tema de un racismo de Estado encarga­do de proteger biológicamente la raza. Este tema, sin embargo, es asumi­do y convertido de manera regresiva, para volver a implantarlo, y hacerlo funcionar, dentro de un discurso profético, aquel en el cual, en un tiempo, había aparecido el tema de la lucha de razas. Así, el nazismo utilizará toda una mitología popular, y casi medieval, para hacer funcionar el ra­cismo de Estado dentro de un paisaje ideológico-mítico que se aproxima al de las luchas populares, las cuales, en cierta época, habían podido sos­tener y permitir que se formulara el tema de la lucha de razas. De este modo, en el período nazi el racismo de Estado está acompañado de conno­taciones como la de la lucha de la raza germánica esclavizada, por cierto tiempo, por vencedores provisorios identificados con las potencias euro­peas, los eslavos, los aliados que impusieron el tratado de Versalles. Pero éstos son también acompañados por los temas de los héroes (el despertar de Federico y de todos los que habían sido los Fuhrer de la nación); por la reanudación de una guerra ancestral; por el advenimiento de un nuevo Reich que representa el imperio de los últimos días y debe asegurar el triunfo milenario de la raza. Esta es entonces la reconversión, el reasentamiento, la reinscripción nazi del racismo de Estado en la leyenda de las razas en guerra.

Frente a la transformación nazi está la de tipo soviético, que consiste en hacer, de algún modo, lo contrario: no una transformación dramática y teatral, sino una transformación silenciosa, sin dramaturgia legendaria, y difusamente "cientificista". El discurso revolucionario de las luchas sociales —aquel que había justamente salido, gracias a muchos de estos elementos, del viejo discurso de la guerra de razas- será retomado y adaptado a la gestión de una policía que asegura la higiene silenciosa de una sociedad ordenada. Lo que el discurso revolucionario designaba como enemigo de clase, en el racismo de Estado llegará a ser una especie de peligro biológi­co. ¿Quién es ahora el enemigo de clase? Y bien, es el enfermo, es el desviado, es el loco. En consecuencia, el arma que en un tiempo debía luchar contra el enemigo de clase (dialéctica, persuasión, guerra) se con­vierte en policía médica que elimina como un enemigo de raza al enemigo de clase.

Tenemos entonces, por un lado, la reinscripción nazi del racismo de Estado en la antigua leyenda de las razas en guerra, y por el otro, la reinscripción soviética de la lucha de clases en los mecanismos silencio­sos de un racismo de Estado. Así, el sordo cántico de las razas que se enfrentan a través de la mentira de las leyes y de los reyes, ese cántico que había ofrecido, a fin de cuentas, la forma primitiva del discurso revolucio­nario, llegó a ser la forma administrativa de un Estado que se protege a sí mismo en nombre de un patrimonio social a conservar en estado puro.

Entonces, gloria e infamia del discurso de las razas en lucha. Y he querido justamente mostrarles este discurso que nos separó de una concien­cia histórico-jurídica centrada en la soberanía y nos hizo entrar en una forma de historia, en una forma de tiempo, al mismo tiempo soñado y sabido, soñado y conocido, donde la cuestión del poder no puede ya ser disociada de aquella de las servidumbres y de las liberaciones.

Petrarca se preguntaba si en la historia había existido algo diferente de las loas de Roma. Nosotros, que tenemos una conciencia histórica ligada con la aparición de la contrahistoria y de la contrahistoria caracterizada, nos preguntamos en cambio: "¿Hay, en la historia, algo diferente del lla­mado y del miedo a la revolución?" Y añadimos simplemente esta pre­gunta: "¿Y si Roma de nuevo conquistara a la revolución?" 

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