LA FILOSOFÍA DE MAIMÓNIDES

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José Gaos 

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     En ocasión del VIII centenario del nacimiento de Maimónides celebrado en 1935, realizó José Gaos el presente trabajo en forma de conferencia, trabajo que apareció luego en la Revista de Occidente, y que se reúne ahora en volumen por la dificultad de encontrarlo y por varias razones más. Entre ellas cuenta como muy importante la de una indudable actualidad en nuestros días de todo lo medieval. Y este estudio de la filosofía de Maimónides -que discrepa bastante de la manera usual de examinar una concreta figura filosófica- es, además, y sobre todo, un estudio del hombre de la Edad Media, fundamento y contrafigura en cierto modo del hombre moderno. Nuestra vida es segunda potencia de un tipo de vida que la medieval realizó primeramente. Y esta perplejidad entre una fe y una convicción en que se debatía Maimónides, es muy de nuestro tiempo. Quizá muchos de nosotros más que perplejos estemos descarriados, para emplear el propio término del pensador cordobés.

     Tiempo de aniversarios, centenarios y aun milenarios, podríamos definir el nuestro.(1) Porque al conmemorarlos con tanta frecuencia no cedemos simplemente a las razones circunstanciales en cada caso aducidas, sino que procedemos conforme a la estructura esencial de nuestra vida. Nuestra vida es segunda potencia de un tipo de vida que la medieval realiza primeramente: la vida superpuesta en forma histórica a otras vidas, uno de cuyos componentes esenciales es, por ende, el habérselas con éstas. Modalidad de este habérselas es la conmemoración. No menos, pues, que esta estructura de vidas superpuestas determina que conmemoremos aquí la filosofía de Maimónides. Y la misma estructura determina la forma en que vamos a conmemorarla.

     Entender por filosofía lo que quiera que sea, es necesariamente entenderlo un sujeto -singular o plural- determinado. Lo que un sujeto entienda por la filosofía de otro dependerá, por tanto, de lo que en general entienda por filosofía. Una consecuencia es que lo que el uno entienda por la filosofía del otro no concuerde con lo que éste entienda por filosofía en general, ni por su propia filosofía. Un caso en que se realiza esta posibilidad es, justo, el de las vidas históricamente superpuestas. La vida históricamente superpuesta a otras se las ha con las reliquias de aquellas a que se superpone y que éstas le trasmiten con sus nombres. Sigue, pues, aplicando estos nombres a las cosas trasmitidas, aun cuando debiera aplicarlos a otras originales suyas, porque la aplicación del nombre a aquéllas le hace no advertir éstas o confundirlas con las otras. Pero la vida superpuesta en segunda potencia a otras se define no sólo por ser superpuesta, por habérselas con otras, sino por darse cuenta de que se las ha con ellas, por tener conciencia o preocuparse temáticamente de su superposición -como nosotros al conmemorar en estos términos la filosofía de Maimónides-, y rectifica a la anterior.

     Tal nos sucede con Maimónides. Lo que nosotros no podemos menos de entender por la filosofía de Maimónides, no concuerda exactamente con lo que él hubiera entendido por su propia filosofía -si, como el libro que nosotros consideramos encarnación de la filosofía de Maimónides, el que se designa ya tradicionalmente en español con el nombre de Guía de los descarriados, no es, según declaración reiterada en él, un libro de filosofía, su autor se hubiese propuesto componer uno de esta materia-. Para Maimónides la filosofía es la que le trasmite la historia y con que él lleva a cabo la obra de conciliarla con la Sagrada Escritura -que no es para él obra de filosofía. Para nosotros su filosofía es precisamente esta obra de conciliación entre la Sagrada Escritura y aquella filosofía- como vamos a exponer.

     Una obra de conciliación supone el antagonismo de los términos conciliados. Sagrada Escritura y filosofía lo son -en ciertas vidas contemporáneas de Maimónides-. Había en tiempos de éste vidas en que Sagrada Escritura y filosofía eran los objetos respectivos de la fe y la convicción en que aquellas vidas fundamentalmente consistían: fe en la verdad de la palabra de la Sagrada Escritura, convicción de la verdad de ciertas doctrinas filosóficas. Pero aquella palabra y estas doctrinas eran contradictorias -y, como consecuencia, las vidas mismas eran contradictorias y antagónicas- en el sentido que el propio Maimónides sugiere con las expresiones que emplea. Una es la que figura en el título original de su libro y en los de aquellas traducciones más fieles que la española descarriados o la francesa égarés, como son las latinas perplexorum, neutrorum, dubitantium, la francesa indécis, la alemana Unschlüssigen. Recogiéndolas todas, se encuentra que no se trata de los descarriados, extraviados o errados, esto es, de los que han emprendido decidida, resueltamente, un camino falso, sino de los errantes de un lado para otro, o de los que, por estar inseguros o inciertos del camino a emprender, se hallan fluctuantes, dudosos, perplejos, indecisos, irresolutos, y a quienes la prolongación de este estado llega a poner inquietos, temerosos y finalmente oprimidos de ánimo y dolidos de corazón, conturbados o contristados. La situación descrita por estos tres grupos de palabras en su triple estrato constitutivo, la situación de estos perplejos -como en adelante diremos, prefiriendo el término latino más fielmente expresivo- entre conservar o abandonar, ante una convicción irrefragable, una fe con la que se sienten unidos en su vida y el abandono de la cual sienten, por ende, como una muerte, esta situación, si no pasada por Maimónides y recordada con la emoción de la crisis propia, compartida por él con la compasión del maestro nato y del espíritu religioso hacia el discípulo o el simple prójimo en trance de perdición y descarrío, esta situación es una situación vital insostenible -la vida no admite la persistencia en la perplejidad, sino la transición por ella: o resolución, o suspensión de la vida-. La resolución fue en este caso, como en otros igualmente críticos que constan en la Historia, obra de filosofía: la obra de conciliación llevada a cabo por Maimónides, que por haberla llevado a cabo se les ofrece propiamente en su libro como guía.

 

     Cómo eran más determinadamente antagónicas en las vidas de los perplejos la fe y la convicción indicadas, sólo pudiera acaso inferirse de la forma en que sus respectivos objetos, la Sagrada Escritura y la filosofía, se presentan en la obra de conciliación expuesta en el libro de Maimónides. A esta exposición hemos, pues, de atenernos, y así vamos a hacerlo.

     La Sagrada Escritura se presenta ante todo como la palabra de la Ley y los Profetas, y por presentarse ante todo como palabra, funda un ámbito de posibilidades y de limitaciones, dentro del cual, únicamente, habrá de operar Maimónides. Como todas, esta palabra tiene, en general, un sentido, o sea, es menesterosa de interpretación, y como muchas, tiene en particular muchos sentidos, uno literal y otros figurados, o sea, es susceptible de distintas interpretaciones: una literal y otra que llamaremos aquí alegórica. En el ser susceptible de interpretación literal radica su efectivo antagonismo con la filosofía. En el serlo de interpretación alegórica, la posibilidad de su conciliación con ésta. Pero una palabra no es susceptible de otra cosa. Lo más que se puede hacer con ella es interpretarla alegóricamente. Donde no se pueda hacer esto con ella, o haya que hacer más que esto, como en el punto decisivo de la obra de conciliación de Maimónides, o no se hace nada, o hay que renunciar a ella.

     Porque esta palabra de la Ley y los Profetas se presenta, en un plano más profundo y amplio, no como letra muerta en unos textos objeto de conservación e investigación meramente filológicas, sino como voz viva de personajes, aunque ha muchos siglos fenecidos, objeto de fe, esto es, de la convicción y el gozo de ser como se lo representan aquello que al conjuro de esta voz se representan las almas de los miembros integrantes de la comunidad duradera y -para esta su fe- perdurable del judaísmo. Hay una continuidad histórica judía, y en su seno bíblico-rabínica, y a su vez en el seno de una y otra el texto de la Ley y los Profetas se trasmuta en la realidad histórica del profetismo -porque dentro de éste puede hacerse entrar la Ley de Moisés y a este mismo, desde luego en el sentido del propio Maimónides, para quien Moisés es el «maestro de los profetas» o aquel cuya profecía es por sus caracteres primera sobre todas las demás. Ahora bien, el profetismo, aunque en tiempo de Maimónides hiciera ya muchos siglos que la raza de los profetas bíblicos se había extinguido, era entonces, como sigue siendo ahora, lo que será mientras haya un auténtico judaísmo: esencia viva de éste. El ser y la existencia del judaísmo están vinculados al cumplimiento mesiánico de la intención profética, en su conexión con la Alianza pactada con el Dios cumplidor de la profecía si Israel cumple por su parte la Ley que le constituye en el pueblo sal religiosa de los pueblos de la Tierra.

     De nada menos, pues, que de la vida del judaísmo en cuanto tal se trataba para los perplejos y su guía, y en tanto ellos mismos convivían esta vida, se trataba, como vimos, de la suya propia. El judaísmo perdurable de la historia se presenta en el libro de Maimónides en un momento crítico. Interesa recoger aún los aspectos que asoman sólo entre las páginas, porque únicamente sobre el fondo constituido por todos ellos se dibuja en su integridad la obra de Maimónides. Así, hay un materialismo contra cuyo interpretar literalmente los términos de sentido primitivo corpóreo referentes en la Sagrada Escritura a Dios tiene Maimónides que ordenar el despliegue de su interpretación alegórica de los mismos. Este materialismo consiste en la incapacidad de los más de los humanos para concebir la existencia de lo incorpóreo como tal, y no como la de un cuerpo a lo sumo más sutil que los demás, y la vida y actividades u operaciones vitales de lo inorgánico -no por muerto, sino por incorpóreo- de otro modo que por medio de órganos. En atención justamente a esta incapacidad de los más y a la capacidad de unos, muy pocos, aptos y preparados, emplea la Sagrada Escritura términos de doble sentido en todos los puntos esenciales -menos uno-, para que todos la entiendan en algún sentido, cada cual en el que corresponda a su capacidad, e incluso para que sólo la entiendan en éste -pues hay en la Sagrada Escritura toda una preocupación y una técnica de esoterismo, de suerte que el empleo de tal lenguaje tiene el fin de hacer inteligibles e ininteligibles al mismo tiempo, pero a distintos sujetos, las mismas cosas-. Pues bien, la persistencia de la interpretación literal, sugerida por la propia Sagrada Escritura en atención a este materialismo, en aquellos que llegan a conocer la filosofía, es una de las raíces de la perplejidad cuya resolución procura Maimónides. Por entre las alusiones desafectas u hostiles de éste se columbra, en segundo lugar, todo un panorama de hábitos generalizados que llamaremos de trasgresión de los límites rituales. Hay sermones y poemas en que proliferan y pululan, exuberantemente los nombres y epítetos aplicados a la Divinidad. Hay míseros predicadores y exegetas que creen que la ciencia es el conocimiento de la significación literal de los versículos -lo que pertenece al punto anterior- y que estiman colmo de la perfección las consideraciones prolijas y latas -lo cual se refiere al presente-. El rabino que es Maimónides siente, notoriamente, todas esas extralimitaciones como tales. Pero en el sentir la proliferación de nombres y la prolijidad verbal toda no menos notoriamente como blasfemia, Maimónides se revela como un hombre afecto a la religiosidad de la distancia y del silencio, lo que induce a presumir el fondo religioso personal de una parte tan considerable en su obra como es la teología negativa. Mas, sobre todo, el judaísmo contemporáneo de Maimónides se encuentra en convivencia con otras religiones y sectas religiosas y filosófico-religiosas y con la que para Maimónides y muchos de sus contemporáneos, no judíos los unos, pero también judíos, es la filosofía por excelencia y a secas. De esta convivencia, el libro de Maimónides destaca, aparte, naturalmente, la filosofía, el cabalismo judío y la secta de los mutacálimes o dialécticos árabes y de sus secuaces judíos. El cabalismo, con el que Maimónides se ocupa en cuanto especula con los nombres divinos, constituye con el ritualismo los dos términos entre los cuales, como entre las dos deformaciones extremas comportadas por su propia esencia, oscila históricamente el judaísmo. Los dialécticos, persiguiendo un fin análogo o idéntico al de Maimónides, pero utilizando medios inadecuados a juicio de éste, representan el mayor, por más cercano, peligro de extravío contra el cual tiene que poner en guardia a los perplejos a punto de extraviarse.

 

     En cuanto a la filosofía, se encuentra en Maimónides, aunque sumarísima, toda una Historia de la Filosofía a que hay que referirse. Maimónides es expresamente de los creyentes en una dependencia de los más antiguos filósofos griegos, prearistotélicos, respecto de los antiguos sabios del pueblo hebreo, los patriarcas y Moisés. Abraham contempla los astros y llega por la especulación a la segunda doctrina fundamental de la Sagrada Escritura, inmediatamente después de la doctrina de la unidad de Dios, a saber, la de Dios creador. Moisés no sólo es llamado el «maestro de los profetas», sino también el «maestro de los sabios». Platón está muy cerca de la Sagrada Escritura, mucho más que Aristóteles, en el punto decisivo de la creación. Tomando, pues, por la filosofía griega al pueblo hebreo su fondo de sabiduría adquirida por la especulación o por la revelación, que le daba el verdadero sentido de todas las doctrinas de la Sagrada Escritura, este fondo se extinguió en él, poco menos, por dos causas: su opresión por pueblos menos cultos y su destierro entre ellos -y el secreto en que los depositarios de sabiduría la habían mantenido, en obediencia a preceptos coincidentes con aquel fin de no hacer inteligibles a todos todas las cosas a que nos referimos anteriormente. Entretanto, prosperaba y degeneraba a la vez en el pueblo griego. De él pasó a unos primeros dialécticos, cristianos que se propusieron la defensa de su fe frente a la filosofía gentil con la misma dialéctica que era arma de ésta, y a los filósofos árabes. De aquellos primeros dialécticos pasó a los dialécticos árabes, que en situación análoga a la de los cristianos imitaron a éstos, y de los filósofos y los dialécticos árabes, pasó, por último y respectivamente, a los filósofos y los dialécticos judíos.

     Esta historia ha decantado un complejo doctrinal cuyas fuentes inmediatas son las obras de Aristóteles conocidas en el mundo islámico, alguna obra neo-platónica atribuida a Aristóteles y los comentarios a las obras de éste y las otras obras más originales de los filósofos árabes de Oriente y Occidente, esto es, de Al-Andalus. Ingrediente judío de importancia no lo hay en este complejo. La recepción del aristotelismo en el mundo judío es precisamente obra de los judíos españoles, en la cual sólo descuella antes del nombre de Maimónides el nombre secundario de Ibn Daud de Toledo.

     Este complejo doctrinal se presenta en el libro de Maimónides como siendo, por un lado, simplemente la filosofía de Aristóteles o su exégesis, no ya para Maimónides, sino para el mundo filosófico árabe y el judío, que es un mero reflejo simétrico del árabe -salvo, como punto más importante, aquel en que Maimónides limita esta filosofía-. Mas para el mundo filosófico arábigo-judaico esta no es, por otro lado, simplemente la filosofía de Aristóteles y su exégesis, sino la filosofía por excelencia y a secas, según ya dijimos.

     Para Maimónides, empero, hay que distinguir en un punto entre la auténtica filosofía de Aristóteles y la filosofía de los aristotélicos, que lo son en él más que el propio Aristóteles. La filosofía de este es, en todos los puntos, en algún sentido la verdad. En todos menos uno lo es por su contenido y por su método, que confiere a aquél su carácter de verdadero. Con perfecta escuela del más auténtico aristotelismo, distingue Maimónides expresamente entre sofística, polémica, dialéctica y filosofía, por la índole y valor de los métodos y pruebas empleados, y se atiene a su distinción, en efecto, al discutir los ajenos y aducir los propios. En el punto excepcional de la eternidad del mundo, Maimónides trata de probar, no sin fortuna, que Aristóteles no afirmó nunca, ni siquiera creía, que sus pruebas fuesen verdaderas demostraciones de la tesis, sino que da a entender que las considera como meros argumentos probables a favor de ella. Si en este punto la tesis de Aristóteles no es verdadera por su contenido, lo es, al menos, en cuanto a la apreciación de su valor. La verdadera filosofía tiene conciencia de este su límite y en última instancia no deja de identificarse también aquí con la verdad.

     Muy distinto es con los aristotélicos, que tienen los argumentos de Aristóteles en este punto por verdaderas demostraciones. Al hacerlo así, la filosofía se extralimita. Deja de ser la verdad en todos sentidos. Deja, en definitiva, de ser la filosofía y se convierte en tan seudofilosofía como las filosofías divergentes de la aristotélica conocidas por la Historia y aun supervivientes en los tiempos de Maimónides. Una causa de tal errar en materia de filosofía que interesa particularmente a éste, es el conocimiento forzosamente imperfecto de ella que adquieren quienes no se sujetan al método que requiere su perfecto conocimiento. Hay que guardar un orden riguroso en el sucesivo estudio de las distintas partes de la Filosofía y no abordar la Metafísica antes de haber dominado la Matemática y Lógica y la Física. Pero hay, además, que perfeccionar el carácter mediante una severa disciplina de purificación moral. El interés material, la voluptuosidad, la pasión, el hábito, la imaginación, no son condiciones favorables a la posesión de la verdadera filosofía.

 

     Pues bien, como por su parte el otro término, la palabra de la Sagrada Escritura, también éste de la filosofía profunda, por los caracteres con que se presenta, al par la efectividad del antagonismo y la posibilidad de la conciliación. Ésta, en cuanto verdad en algún sentido; aquélla, en cuanto extralimitación y error. En suma, el antagonismo entre la Sagrada Escritura y la filosofía radica, por parte de aquélla, en su interpretación literal en todos los puntos menos en el de la creación, que la pone en contradicción con la filosofía; y por parte de ésta, en considerar demostrada la eternidad del mundo, lo que le hace contradecir la doctrina fundamental de la creación. Congruentemente, la obra de conciliarlas la lleva a cabo Maimónides mediante dos operaciones complementarias: la interpretación alegórica de la Sagrada Escritura en todos los puntos menos el de la creación y la reducción de la filosofía a sus verdaderos límites en cuanto a la tesis correspondiente de la eternidad del mundo. Obra que evoca la oscilación entre la letra y la alegoría, entre el Talmud y la Cábala, ya señalada como esencial al judaísmo.

     Por razón del lenguaje que emplea para hacerse inteligible a los humanos según su distinta capacidad, la Sagrada Escritura está llena de misterios. Los más altos se contienen en la historia de la creación en el Génesis y la visión de Ezequiel. Maimónides las identifica, respectivamente, con la Física y la Metafísica. La Guía de los descarriados se presenta expresamente como un libro cuyo fin es la revelación del verdadero sentido oculto de los misterios de la Sagrada Escritura, en particular de los más altos. Y en efecto, desde el punto de vista de la composición literaria, el libro entero gravita sobre la revelación del sentido de éstos. Así, los setenta y seis capítulos de su primera parte y los veintinueve primeros de la segunda, que contienen la interpretación de los principales términos y pasajes de la Sagrada Escritura que interesan a la obra de Maimónides, mas la exposición de la teoría de la creación que éste profesa, con todas las disquisiciones y controversias que requiere, pueden considerarse como mera, bien que integral preparación del capítulo treinta de la segunda parte, en que se comenta la historia de la creación. Esta composición del libro se debe a la situación en que Maimónides se encuentra, entre la necesidad de revelar el sentido de los misterios, incluso, o mejor, principalmente de los más altos, para mostrar la identidad de este sentido con la filosofía y sacar a los perplejos de su propia situación, y el deber de obediencia a los preceptos que prohíben revelar a la masa del vulgo el sentido de estos misterios y sólo permiten hacerlo en forma inteligible para los pocos dignos y preparados. Tras la exhaustiva preparación bastan concisas insinuaciones, hechas con los términos mismos de la Sagrada Escritura, para que se aprehenda la relación entre estos términos y los conceptos filosóficos correspondientes. Pero es menester relacionarlos, esto es, seguir la indicación de referir continuamente unos a otros los capítulos y pasajes del libro, hecha al comienzo de éste, y fundada, como se ve, en su composición.

     La Guía de los descarriados empieza, pues, con una serie de unos cincuenta capítulos en que se despliega la interpretación alegórica de aquellos términos y pasajes de la Sagrada Escritura que, teniendo una significación primitiva corpórea, se refieren a Dios. La interpretación se hace con toda una verdadera técnica, rigurosa, fina, de aire de ciencia filológica moderna. Hay, si no la formulación de principios generales, sí la aplicación constante de ciertos métodos. En unos casos, se muestra la existencia de dos términos, aparentemente sinónimos, el uno exclusivo para la significación corpórea y nunca referido a Dios. El que se refiere a éste es siempre el falso sinónimo, cuya significación es exclusivamente incorpórea. En otros casos, se prueba que el término es homónimo y, que sólo en la significación incorpórea se refiere a Dios. Primero se aducen frases en las cuales es la única posible la significación primitiva y corpórea del término. Luego, frases en que la única posible es una significación figurada e incorpórea del mismo término y que no se refieren a Dios. De esta suerte, al aducir en tercer lugar frases referentes a Dios y mostrar que la significación todavía del mismo término en ellas es esta segunda y no la primera, no cabe la réplica de que el dar en ellas al término una significación figurada e incorpórea se debe exclusivamente a la idea preconcebida de la incorporeidad de Dios, propiamente no fundada por los términos de la Sagrada Escritura. Entre varias significaciones figuradas, efectivas en distintas frases no referentes a Dios y posibles por ende en una misma referente a él, decide en cada caso el contexto -al cual y al tema hay que atender en todos-. Otros métodos y principios responden más a peculiaridades de las lenguas semíticas o a convicciones personales de Maimónides. Así, la identificación de las cosas designadas por términos empleados uno por otro en expresiones en lo restante idénticas o simplemente paralelas. O que la expresión  «Dios llamó» se usa en la Sagrada Escritura, y particularmente en la historia de la creación, para distinguir la cosa en cada caso llamada de otra homónima.

 

     Esta técnica de interpretación alegórica se aplica sin más excepción importante que el término de creación y los pasajes en que figura referentes a Dios. El resultado de la indicada cincuentena de capítulos es doble. Por lo pronto, mostrar el sentido en que la Sagrada Escritura predica de Dios la corporeidad o le atribuye órganos corporales. La predicación de la corporeidad equivale a la predicación de la existencia. La atribución de los órganos del movimiento de los sentidos de la vista y del oído, del habla y del tacto, a la atribución, respectivamente, de la vida, el pensamiento y conocimiento, la emanación y la creación, ya en cuanto propiedades o actividades que en nosotros son perfecciones y se atribuyen a Dios por lo que tienen de perfecciones, no por lo que tienen de propiedades o actividades, ya en cuanto propiedades o actividades que aluden a los efectos y obras de Dios y se atribuyen a éste por lo que aluden más que por lo que son, pues en Dios no hay, aparte de la esencia, atributos, y así sólo pueden atribuírsele propia y positivamente sus obras y sus efectos. Al predicar de Dios la corporeidad o atribuirle órganos corporales en este sentido, la Sagrada Escritura no hace sino deferir a los principios que rigen todo su lenguaje y a que ya nos referimos.

     Pero al ir interpretando alegóricamente términos y pasajes de la Sagrada Escritura y mostrar el sentido en que ésta predica de Dios la corporeidad o le atribuye órganos, el resultado es, por consecuencia, ir tocando y planteando toda la serie de problemas filosóficos conexos con la significación figurada e incorpórea de los términos, empezando por la cuestión de la esencia y de los atributos divinos. Su resolución requiere todo un sistema filosófico. Maimónides lo tiene en la filosofía aristotélica. Ésta se incorpora a su obra tan orgánicamente como engendrada en la inicial interpretación alegórica de la Sagrada Escritura. Y así es como Maimónides la hace suya.

     No es posible aquí sino enumerar los puntos principales de este sistema. Aquellos en que se articula la idea del universo que tiene Maimónides, idéntica en su mayor parte con la de Aristóteles modificada o completada por el injerto neoplatónico, y aquellos en que se manifiesta su judaísmo. Tampoco tiene superior interés otra cosa. Una exposición de la filosofía de Maimónides centrada en la de estos filosofemas atendería a lo que Maimónides entendía por la filosofía, pero no a lo que nosotros no podemos menos de entender por la suya propia. Los aludidos puntos son, pues, los siguientes. Dios incorpóreo, uno y existente. La demostración de su incorporeidad es el lazo que une la parte hermeneútica a la parte filosófica de la Guía de los descarriados. La unidad de Dios implica su unicidad, su simplicidad y su incomparabilidad absolutas. Es tal, que excluye la posibilidad de predicar de Dios incluso la propia unidad y la existencia como atributos distintos de su esencia. Dios es, sin duda, uno, y es, pero no por la unidad ni por la existencia, sino por que esencia exclusivamente. En general, los atributos que se predican de Dios son positivos o negativos por su forma (existente, incorpóreo). Pero los que de Dios pueden con propiedad y verdad predicarse sólo son los simples o doblemente negativos por su significación (eterno = no causado, existente = no existente) y aquellos que significan positivamente y por homonimia los efectos y perfecciones de su esencia. Los demás representan o tautologías, o errores. El conocimiento de Dios es un conocimiento por negaciones y el conocimiento por negaciones es la ignorancia de la esencia. De la de Dios sólo se conoce la existencia necesaria, que es lo que significa el nombre Iahvé y que Maimónides demuestra a la aristotélica. Incluso a base de la eternidad del mundo, para no hacer depender esta demostración de la imposible de la creación, o sea, en una especie de argumentación a fortiori. El mundo, concéntrica serie de las esferas celestes y sublunar, producidas y movidas por la serie correspondiente de inteligencias, que Maimónides identifica con los ángeles. La interpretación de las formas sensibles que estos entes inmateriales toman en los sueños o en las visiones según el grado de perfección de la imaginación del sujeto, puede servir de lindo ejemplo de la hermeneútica de Maimónides. Las alas con que se los representa significan su situación ontológica intermedia entre Dios y los demás seres vivientes. A Dios se le simboliza con un cuerpo humano. El símbolo del ángel son las alas, órgano no humano, sino animal, pero del más rápido y noble de los movimientos de los seres vivientes, el vuelo. La última de estas inteligencias, la inteligencia agente. Por su acción, los hombres, dotados de una inteligencia posible, adquieren, entre otros conocimientos referentes a objetos al par reales e inmateriales, como es la inteligencia agente, y transforman su inteligencia posible en una inteligencia adquirida, que es idéntica con aquellos conocimientos y acaba por identificarse con la inteligencia agente. Esta es inmortal, como en general el universo, cuya aniquilación por Dios no admite Maimónides; pero la inmortalidad de las inteligencias adquiridas de los hombres, identificadas en ella, no es personal. Como en el Antiguo Testamento y en el judaísmo no es la inmortalidad personal el dogma fundamental que en el cristianismo, Maimónides puede no hacer de ésta cuestión comparable a otras. -El profetismo, descrito en una fenomenología acabada, certera, fina y explicado por la teoría general de Dios y del mundo. La descripción y explicación niegan a los fenómenos, sueños y visiones, toda realidad que no sea la fenoménica en la imaginación del profeta dormido o vidente y la trascendente de su causa. -Una exposición de la doctrina de la materia, el mal y la Providencia y de los mandamientos de la Ley y sus fundamentos pone una extensa coda ética a la gran suma de la Escolástica judía, cuya morfología difiere de la morfología de la suma de la Escolástica cristiana, a pesar de su interferencia en la historia de ésta, lo que hace tanto más sugestivo el caso-. En cuanto a la creación y la emanación, nexo a lo largo de todos estos puntos, son aquel en que Maimónides practica la segunda operación de su obra conciliadora.

 

     Este sistema encierra una interpretación filosófica del judaísmo. No tanto porque el verdadero sentido oculto de los misterios de la Sagrada Escritura resulte ser la filosofía aristotélica, cuanto porque el sistema encierra, por obra original de Maimónides, una explicación del profetismo, del que ya hemos señalado la significación en el seno del judaísmo. Con esta explicación, la Guía de los descarriados cierra un círculo perfecto de congruencia y plenitud doctrinal. Habiendo comenzado por la interpretación de la palabra de la Sagrada Escritura, llega al lugar en que el desarrollo de esta interpretación explica la génesis de esta palabra misma en y por quienes la pronuncian. La significación objetiva de la palabra explica su producción subjetiva. La palabra se ha explicado a sí propia.

     En el proceso del universo que se refleja en el curso de la exposición hay un momento relevante: el que corresponde al tránsito de Dios al mundo. En él se inserta la segunda operación de la obra conciliadora de Maimónides: la limitación de la filosofía. Es menester subrayar desde el principio lo excepcional de esta segunda operación. El antagonismo entre la Sagrada Escritura y la filosofía consiste, en general, en que la letra de la primera se contradice con la segunda. En este momento surge una contradicción más de esta índole. La Sagrada Escritura habla de la creación del mundo por Dios de la nada. La filosofía afirma la eternidad del mundo, coexistente con Dios por necesidad que afecta a ambos. Pero hasta este momento el peso del antagonismo gravitaba sobre la letra de la Sagrada Escritura, y, congruentemente, la interpretación se lograba mediante la interpretación alegórica del judaísmo, en último término, por la filosofía. En este momento, por el contrario, el peso del antagonismo va a gravitar sobre la filosofía y la conciliación a lograrse limitándola -en última instancia, por el judaísmo- a favor de la letra de la Sagrada Escritura. ¿Por qué Maimónides sacrifica en este momento la filosofía a la letra de la Sagrada Escritura y no acomoda como siempre a aquélla ésta, mediante un acto más de interpretación alegórica? ¿Por qué priva aquí la letra sobre la filosofía? El propio Maimónides se da cuenta, naturalmente, de lo excepcional de su proceder en esta cuestión y de la necesidad de aducir las razones de ser del mismo. Y, así, aduce tanto las que para él no lo son, cuanto las que lo son.

     Por lo pronto, no es razón de él la imposibilidad material de hacer otra cosa, es decir, de interpretar alegóricamente la Sagrada Escritura también en esta cuestión, Maimónides declara que esta interpretación le hubiera sido, no ya sólo materialmente posible, sino incluso más fácil que la interpretación alegórica de la corporeidad de Dios. La referencia a esta última doctrina es sumamente significativa. La doctrina de la unidad de Dios -y la de su incorporeidad está esencialmente trabada con ella- y la doctrina de la creación son llamadas por Maimónides la primera y la segunda doctrinas fundamentales, respectivamente, de la Sagrada Escritura y de la fe de la comunidad judía. La Sagrada Escritura habla, pues, diferente lenguaje en cada una: alegóricamente, o en términos de corporeidad, de Dios incorpóreo; literalmente, sobre la creación. Sin embargo, hubiese podido materialmente hablar en ambas del mismo modo, ya también literalmente de la incorporeidad de Dios, ya también alegóricamente de la creación- y Maimónides no hubiese tenido que proceder a su labor de interpretación alegórica o podría extenderla a la doctrina de la creación. ¿Por qué, pues, el diferente lenguaje de la Sagrada Escritura? ¿Por qué hay en ésta letra que debe ser interpretada alegóricamente, letra que debe serlo literalmente? Sabemos el porqué de la primera. Todos deben entender el lenguaje de la Sagrada Escritura en algún sentido, pero cada cual sólo en aquel que corresponda a su capacidad, a su preparación, a sus merecimientos. Necesitamos saber el porqué de la segunda. ¿Es que no le será aplicable el principio acabado de repetir? ¿O es que la creación sólo de un modo podrá o deberá ser conocida por todos? En definitiva, sí, como la interpretación alegórica de la corporeidad de Dios no fue violenta, aun superando una mayor dificultad, la interpretación literal de la creación no ha de ser arbitraria y preferir la mera máxima facilidad, es menester que, materialmente posible su interpretación alegórica, no lo sea razonablemente, por decirlo así. Otras dos razones, en efecto, la imposibilitan.

 

     La primera consiste, según Maimónides, en que, mientras que la incorporeidad de Dios está demostrada por la filosofía, no lo está la eternidad del mundo. Aquellas pruebas no son demostraciones, sino sólo argumentos probables. El propio Aristóteles lo apreciaba así. La creación es, por ende, racionalmente posible. Pero si bien se demuestra de hecho su racional posibilidad, no es posible demostrar su realidad efectiva. Las pruebas a favor de la creación contra la eternidad del mundo tampoco son demostraciones, sino sólo argumentos probables. La creación no es, por tanto, racionalmente demostrable. Únicamente la probabilidad de los argumentos en pro suyo es superior a la de los argumentos contrarios. Tratándose de la corporeidad de Dios, había que rendirse ante la demostración y acomodar la letra a la filosofía. Al tratarse de la creación, cabe no ceder a la filosofía y sus pruebas y atenerse a la letra; pero, además, así debe hacerse. A falta de una demostración, y mientras ésta no sea aportada, lo que sin duda no espera Maimónides, la razón debe decidirse por lo más probable y la fe perseverar en la tradición de la comunidad, autorizada por el padre Abraham y el maestro Moisés, los dos pilares fundamentales de ella.

     En general se trataría de la existencia de tesis filosóficas demostradas y de otras, no sólo no demostradas, sino indemostrables. O de la existencia de grados y límites del conocimiento y de la razón humanas. Maimónides los señala reiterada y expresamente, universales y esenciales unos, contingentes y particulares otros. Ya encontramos la imposibilidad de conocer la esencia divina. Otro límite es el que hallamos en la cuestión presente. Y él es el porqué del lenguaje de la Sagrada Escritura en ella. La Sagrada Escritura habla en ella literalmente por la incapacidad de la razón humana para llegar por sí sola sin la revelación a conocer que el mundo ha sido creado por Dios. La creación sólo puede ser conocida igualmente por todos.

     Se trataría, por otra parte y en suma, tocante a la primera razón aducida por Maimónides para justificar su proceder, de razones exclusivamente filosóficas: primero, lógicas, de técnica en la apreciación de la prueba; luego, metafísicas, sobre los límites de la razón humana; todas, puramente racionales, valga la redundancia. Y, como corroborándolo, hay una concisa, pero inequívoca declaración de Maimónides: éste emigraría de su fe a otra, si la filosofía demostrase lo contrario de lo que cree su fe.

      Desde la posición de la filosofía actual, no necesitamos negar la existencia de las dos clases de tesis filosóficas, ni la de los límites de la razón. Pero nos resistiremos a admitir la superioridad de las pruebas de la incorporeidad de Dios -o de su unidad, o de su existencia, o las de cualquier otra tesis de las presuntamente demostradas en aquella filosofía medieval- sobre las pruebas todas que se cruzan en la cuestión de la eternidad del mundo y la creación. Todas estas pruebas han de parecernos igualmente insuficientes. Por consiguiente, tenemos que explicarnos de otro modo que Maimónides la diferente apreciación por él hecha de las unas y las otras. A Maimónides se le mostraba como pura diferencia de valor lógico lo que a nosotros ha de presentársenos bajo otra faz. Esta se descubre de hecho al penetrar en las razones por que a su vez considera Maimónides superiores los argumentos en favor de la creación a los argumentos en pro de la eternidad del mundo.

     La filosofía explica perfectamente el mundo sublunar, mas no así el celeste. Maimónides se complace, es fundado decir, en enumerar las incongruencias entre los fenómenos celestes y los principios y proposiciones con que pretende explicarlos la filosofía. Pero si es así, es por la diferencia que existe entre los dos mundos. Maimónides los considera justamente a la inversa de como los consideraríamos nosotros. Para nosotros, este nuestro mundo sublunar sería un mundo lo bastante complicado para ser un mundo de desorden; pero en todo caso el mundo de la Astronomía es el mundo de un orden nada menos que matemático. Para Maimónides el mundo sublunar es el mundo de la causalidad necesaria. La generación, alteración y corrupción de las cosas todas de este mundo está necesariamente causada por la mezcla de los elementos, y ésta a su vez por la acción del mundo celeste sobre el sublunar. La filosofía lo demuestra en forma perfectamente congruente con los fenómenos observados. El cielo, bien a la inversa, es para Maimónides un mundo de fenómenos absolutamente irregulares. Las estrellas fijas se distribuyen irregularmente en su esfera, acumulándose muchas en un paraje, aisladas otras en sendos puntos, a pesar de la perfecta homogeneidad de la esfera. Una esfera más veloz es intermedia a otras que lo son menos, con lo que se prueba al par la incongruencia de la explicación de la velocidad de las esferas por la distancia a la superior con los fenómenos observados. Estos y otros muchos fenómenos celestes son análogamente incomprensibles como efectos de una causalidad necesaria. Pero el cielo es el mundo superior de los cuerpos inmateriales de las esferas y de las inteligencias incorpóreas. La irregularidad de sus fenómenos tampoco puede ser, pues, la manifestación de un mero azar. Mientras que los fenómenos naturales de este mundo sublunar son, pues, los concertados efectos uniformes de la causalidad necesaria, las acciones humanas resultan con frecuencia heteróclitas y desconcertantes. No por ello las atribuimos, empero, al azar. Por el contrario, en la irregularidad que nos desconcierta vivimos su génesis en la libre voluntad del agente. Más aún. Acciones particularmente anormales e incomprensibles en una persona las achacamos a una segunda intención o finalidad de ella arcana para nosotros. Pues bien, como en general vivimos las acciones humanas, así vive Maimónides en especial los fenómenos celestes. Su incomprensible irregularidad no es sino su carácter como obras de la ignota voluntad divina. Al iniciar el desarrollo más importante del tema de la emanación -cuyo nexo con el de la creación vamos a encontrar inmediatamente- instituye Maimónides los cuatro principios a que va a ajustarse en él. Dos son genuinamente aristotélicos. El cuarto es un axioma sin carácter -lo compuesto es más compuesto que lo mezclado-. El tercero distingue entre el que es autor por virtud de su naturaleza y el que por serlo por reflexión y voluntad es capaz de producir efectos numerosos y variados. Instituyendo éste, privativamente suyo, Maimónides se limita, en realidad, a formular como principio su vivir los cielos como los humanos vivimos las acciones voluntarias.

 

     El concepto que concentra en sí esta numerosidad y variedad de los fenómenos celestes que la causalidad necesaria no puede producir, ni por la causalidad necesaria pueden explicarse, es el de contingencia. Maimónides designa este concepto, siguiendo a los mutacálimes y muy significativamente, con el término de determinación porque entiende por ésta la determinación por una voluntad, al modo como nosotros hacemos cuando nos referimos a las determinaciones que tornamos. Ahora bien, es esencial a la determinación, según Maimónides, el ser previa a la acción efecto suyo. Por lo mismo, el cielo, obra de la determinación de la voluntad divina, no puede coexistir eternamente con esta determinación, constriñéndola por su parte. La determinación ha de precederle -en una nada-. De ésta son, pues, creados mundo y tiempo a una en un inicio que ni siquiera él, este inicio, es tiempo. Con esta sutileza puede Maimónides conservar la idea aristotélica del tiempo -accidente del accidente del movimiento, inseparable de su sustrato, el móvil, el cielo- y escapar a la argumentación aristotélica pro eternidad del mundo, fundada precisamente en esta idea y en que el comienzo del mundo en un momento del tiempo presupondría ya éste. La sutileza es simplemente aplicación particular de un principio general a que habremos de referirnos. En suma, el vivir los fenómenos celestes como obras de la determinación de la voluntad divina se articula y traduce en el concepto de creación. Las notas con que éste se define en la Guía de los descarriados son idénticas con las que concentra en sí el concepto de contingencia o determinación: exclusión de la necesidad y causalidad, exclusión del azar, finalidad previa, etc.

     La doctrina de la emanación corrobora lo acabado de decir acerca de la creación. Este término metafórico de emanación es la única expresión posible para la acción de lo incorpóreo. Esta acción es lo que une entre sí los distintos entes integrantes del universo, desde Dios hasta el mundo sublunar. Dios produce la primera de las inteligencias, y cada una de éstas, pensándose a sí misma y pensando a su autora, produce, respectivamente, la esfera que le corresponde y la inteligencia que le sigue. Esta acción de lo incorpóreo pudiera parecernos relativamente comprensible entre los entes incorpóreos; no tanto ya entre las inteligencias y las esferas, de no tener en cuenta que éstas son unos cuerpos que sólo son cuerpos por homonimia; pero el punto crítico de la emanación estaría en el tránsito de lo incorpóreo o lo corpóreo en sentido propio, la acción de las inteligencias por respecto al mundo sublunar. En rigor, todo el proceso de la emanación es igualmente incomprensible, desde el punto de vista de la necesidad, y hay que referirlo igualmente a la determinación de la voluntad divina. Es que las obras de la emanación son las mismas de la creación; ambas acciones, algo esencialmente unitario. La creación es el inicio de la emanación y como el elemento en que ésta ulteriormente se produce. La acción de las inteligencias flota, digámoslo así, en el elemento de la voluntad divina. Si ésta faltase, aquella acción, privada de su sostén, se desharía en el vacío. Por eso los efectos inmediatos de la acción de las inteligencias, el cielo y sus fenómenos, no son menos manifestaciones de la voluntad divina. En fin, el mundo sublunar de la necesidad es como el extremo opuesto al libérrimo inicio creador. Lo que dentro de él acontece está necesariamente causado y es demostrativamente explicable por la acción de lo externo, anterior y superior a él sobre él. Pero con su interna necesidad se encuentra en el seño de la universal y fundamental contingencia. En este sentido, los grados de la emanación resultan grados de la determinación o contingencia a la necesidad.

     Mas en sentido inverso resultan grados de la racionalidad a la irracionalidad. Para Maimónides hay una esencial relación entre la necesidad y la racionalidad, por un lado; entre la determinación o la voluntariedad y la irracionalidad, por otro. Afirmar que algo es necesariamente como es, es comprometerse a plantear y resolver el problema de demostrar cómo es lo que es necesariamente -pues que quien ignore cómo sea-, no está autorizado para afirmar que es necesariamente como es. La necesidad ha de ser penetrable por la razón o inteligible. Por el contrario, afirmar que algo es como es porque Dios lo ha determinado así, autoriza a rehusar el planteamiento de más problemas. La voluntad divina, libérrima e incomprensible, pone término al afán de conocimiento de la razón humana. Propiamente no se trata, pues, de que la determinación haga nada más comprensible y conocido que la necesidad, sino de que ésta se compromete a hacerlo así y aquélla no.

 

     El vivir los fenómenos celestes -y, al depender de éstos los sublunares, el mundo todo- como obra de la voluntad arcana de Dios, pone a la razón un límite y lo traspone como fe religiosa. Porque se trata, manifiestamente, del modo como el hombre religioso que es Maimónides vive el universo. Lo confirma la relación, repetidamente señalada por Maimónides, entre la doctrina de la creación y la idea de la Divinidad. Aquélla es el muro que rodea y defiende ésta. La necesidad eterna, es la negación de Dios. Dios es la perfección y un Dios imposibilitado por una necesidad para querer y obrar libremente no sería perfecto. Maimónides vive la Divinidad y su perfección y dignidad -consistente en su libre voluntad determinante, creadora- en el mundo contingente, obra de esta voluntad.

     Lo confirma, además, la relación entre la doctrina de la creación y la religión entera del judaísmo -la segunda de las razones aducidas por Maimónides para justificar su proceder en la cuestión de la creación-. La interpretación alegórica de la creación -la doctrina de la eternidad y necesidad del mundo- aniquilaría el milagro, la Ley, la profecía, la revelación- lo que no acaece con la interpretación alegórica de la corporeidad de Dios o con la idea de Dios incorpóreo, uno, existente por su esencia. Si ello es así, es porque la interpretación filosófica del milagro y de la profecía -a que pueden reducirse la Ley y la revelación-, no simplemente su interpretación literal, implica la emanación y la creación a la letra. Maimónides refiere el milagro a la creación, sumiso al principio -tal es para él con el Talmud- del nada nuevo bajo el sol. Desde la creación está creado cuanto ulteriormente se limita a manifestarse, incluso lo prometido y lo profetizado. No cabe, por ende, alteración de la naturaleza de las cosas radical y permanente, sino sólo transitoria y puesta en esta naturaleza misma de la creación. El signo milagroso de la profecía no consiste propiamente en que el profeta produzca lo que se manifiesta, sino que consiste en revelarle Dios el momento en que va a manifestarse. Pero nada de esto sería posible si Dios y el mundo estuviesen constreñidos por una eterna necesidad. Así, o creación, u otra fe que la judaica.

     Aquí se apela expresamente, contra la eternidad del mundo y en favor de la creación, a la instancia de la realidad religiosa del judaísmo -particularmente en la forma en que es real en la religiosidad de Maimónides, cuyos ingredientes y caracteres, así puramente religiosos como racionalistas, hemos ido señalando y aun acabaremos de indicar. Nada, a la postre, de razones puramente racionales en esta cuestión de la creación. Creado y creación se revelan últimamente como los conceptos con que Maimónides aprehende los correlatos objetivos de su religiosidad. Creado es el mundo en cuanto vivido como hecho, contingente o determinado por el acto de la libre e ignota voluntad divina. Creación es este acto -creído, esto es, vívido-, por la fe, en su obra. Sólo dentro de este ámbito de fe que se expande en torno a los límites de la razón, se colma de todo su sentido el más decisivo de los principios utilizados por Maimónides en el desarrollo entero de esta cuestión de la creación: la ilegitimidad de inferir del mundo en su estado actual al origen del mundo de la nada -el principio con que refuta la argumentación aristotélica-. Generación y corrupción son inmanentes al mundo actual o ya creado. Lo que vale para ellas no es válido, pues, para la creación, que es anterior, ni la aniquilación, que sería posterior, o sea, que son trascendentes a este mundo. La creación ha dado el ser al orbe dentro del cual son aquéllas con lo que para ellas vale. -El sentido auténtico de la doctrina de la creación en Maimónides es ceñir la filosofía a sus límites estrictos para insertarla definitivamente en la fe.

     La doble operación en que consiste la obra conciliadora de Maimónides arroja este resultado: el verdadero sentido de la palabra de la Sagrada Escritura -el sentido mentado por quienes, divinamente inspirados, la profirieron- es la filosofía verdadera -la filosofía demostrada, no la fundada en meros argumentos dialécticos o en sofismas-. El sentido de la palabra de la Sagrada Escritura y la filosofía son idéntica cosa. La obra de conciliarlas no ha consistido propiamente, por tanto, en llevar a cabo su identificación, sino en poner de manifiesto su identidad, velada por el doble error de una interpretación literal de la palabra y de una extralimitación de la seudofilosofía, que no de la filosofía verdadera. No hay, como consecuencia, que decidirse entre conservar la fe en la palabra de la Sagrada Escritura, a pesar de la convicción de la verdad de la filosofía, o abandonarla, ante esta convicción. Todo lo contrario. Hay que perseverar en la fe, justamente porque la significación de su objeto, la palabra de la Sagrada Escritura, es la verdad misma de la filosofía reducida a su contenido demostrado.

 

     Esta obra de conciliación está sustentada y alentada toda ella por una idea de la verdad -y correlativamente del error-. La verdad es una. Si la palabra de la Sagrada Escritura es verdadera, como certifica la fe, y si la filosofía es verdadera, como la razón demuestra, ambas tienen que ser una cosa. Esta idea de la verdad tiene una significación ontológica, una manifestación histórica y la inspiración religiosa que estas dos tienen. La unidad de la verdad se reduce a la unidad misma del universo, oriunda de la unidad de Dios, creador del mundo y fuente de la emanación, que hace hablar al profeta y actuar la razón que aprehende el mundo. Los velos echados sobre esta verdad por el lenguaje alegórico de la Sagrada Escritura y por las desviaciones en el curso de la historia de la filosofía se deben, por un camino u otro, a la naturaleza necesariamente limitada y deficiente de la criatura humana y a las diferencias en la capacidad de comprender y de razonar que se derivan de ella. En estos errores interviene de un modo singular la imaginación, cuya perfección es la de las potencias del profeta, pero que en lo demás es lo contrario de la razón y la raíz incluso del mal. A la imaginación habla el lenguaje de la Sagrada Escritura y con la pura razón hay que interpretar ésta y filosofar. -El judaísmo primitivo es la unidad histórica de la palabra de la Sagrada Escritura y de la filosofía, del saber obtenido por la razón especulativa y por la revelación divina-. La conciliación entre la Sagrada Escritura y la filosofía puede considerarse como la devolución hecha por la filosofía griega al judaísmo del fondo de saber que a éste tomara aquélla muchos siglos antes. Por esto al volver así al seno del judaísmo de donde saliera, lo hace con el carácter de la verdad, que es originariamente propio de la fe de aquél. La verdad una puede residir al par en la Sagrada Escritura y en la filosofía, porque en ambas ha persistido desde un común origen a través de una sucesión de vicisitudes históricas. Por esto también el sentido del apelar a las autoridades, que acompaña, paralelo, al que se hace a las razones: es un apelar asimismo a la razón y la verdad. Por esto, en fin, el sentido de la autoridad preeminente de Aristóteles: entrañar su filosofía del modo más perfecto aquel fondo de saber -y el sentido del esfuerzo hecho para salvarla en el punto del valor de las pruebas de la eternidad del mundo: mostrar a la verdadera filosofía conocedora de sus límites y comedida a ellos y no atentar a la verdad encarnada en esta filosofía. -Así, aunque el sentido de la manifestación histórica de la verdad sea en la clara intención de Maimónides ahistórico, la historicidad de la manifestación, y, en general, la Historia de la Filosofía que encontramos en Maimónides, actúa en su obra, justificándola para él en un oscuro fondo de rudimentaria conciencia histórica -como para nosotros la hace menos falta de sentido histórico y más comprensible. Pero esto atañe a la estructura misma de la vida de Maimónides, que le impone la forma de su filosofía.

     La obra de conciliación de la Sagrada Escritura y la filosofía aristotélica es la filosofía de Maimónides -para nosotros y en general para cuantos especifican hablando de «la filosofía religiosa» de Maimónides, pues los filosofemas aristotélicos recibidos en la filosofía de Maimónides, no son una filosofía religiosa, ni por ende, la de Maimónides. Nos queda, pues, definir y valorar esta filosofía religiosa de Maimónides, situándola entre las formas y en la historia de la filosofía, así como por respecto a nosotros, para poner el debido término a su conmemoración.

 

     Pues que se trata de una filosofía religiosa, bastará referirse a las formas de la filosofía desde el punto de vista de las relaciones de ésta con la religión. Desde este punto de vista, habría que distinguir entre una filosofía externa a la fe y una filosofía interna a la fe. La primera es la propia de quien, no habiendo estado nunca dentro de la fe, o saliéndose de ella por obra de la razón, desde esta razón, propia y actual, se ocupa con la fe ajena o la propia pasada. En este caso la fe es simplemente el objeto muerto de la razón, en cuya actividad consiste la vida de este filósofo en cuanto filósofo. -La filosofía interna a la fe es la propia de quien desde dentro de una fe se ocupa mediante su razón propia y actual con esta su fe también propia y actual. La vida del filósofo está constituida en este caso así por el alentar de la fe como por el ejercicio de la razón, bien que en la diferente forma propia de una estructura complicada; la razón es instrumento de la fe viva, objeto de la actividad refleja de su instrumento. -Ahora bien, la razón instrumento de una fe puede estar integrada por categorías y conceptos oriundos de otras patrias que esta fe: la razón puede ser una razón extraña a la fe -y puede estar integrada por categorías y conceptos nacidos de la fe misma cuyo instrumento es: la razón puede ser una razón autóctona en la fe. Es, en efecto, posible ocuparse con una fe mediante conceptos que estén ahí y de los que se eche mano- y hacer segregar a las propias posibilidades conceptuales de la fe las categorías mediante las cuales ocuparse con ella. Poco menos que necesario será que la primera de estas dos posibilidades se inicie o se agote con una obra de conciliación entre la fe y la razón extraña a ella. Ni a la razón externa a una fe, ni a la razón autóctona en una fe puede planteárseles sin contrasentido el problema de su conciliación con esta fe. Pero la razón extraña a una fe es lo más probable que no pueda entrar en la fe, ni ser utilizada para ocuparse con ésta, sin una obra de conciliación. Es lo más probable asimismo que a esta obra se reduzca el ocuparse con la fe mediante la razón introducida en ella. -Ahora bien, la operación con que cabe conciliar dos cosas es la interpretación. La conciliación supone la extrañeza de dos cosas, pero al propio tiempo la posibilidad de reducir esta extrañeza. Si las dos cosas fuesen simples, unívocas, no habría, empero, operación que las redujese. Es menester, por lo menos, que una de las dos sea dual o equívoca, presentándose en una apariencia y poseyendo un sentido oculto. La extrañeza puede darse entonces entre la apariencia de una de las cosas y la otra cosa o también su apariencia. Y la reducción de la extrañeza podrá conseguirse mostrando la equívoca dualidad de una de las cosas, o de las dos, y la identidad del sentido oculto de la una con la otra o con su sentido oculto. La operación de mostrar tal dualidad e identidad es la interpretación. -Poco menos que necesario será asimismo desarrollar en esta obra de conciliación e interpretación siquiera un rudimento de razón autóctona. Difícilmente los conceptos y categorías con que se opere la conciliación entre la fe y la razón extraña podrán ser de un modo exclusivo los integrantes de ésta, aun en el caso de que la interpretación gravite sobre el lado solo de la fe. Pero si se desarrolla siquiera un rudimento de razón autóctona, en sus conceptos y categorías se habrá de ver la filosofía propia de la vida correspondiente, más que en los introducidos en ésta y su fe con la razón extraña-. La interpretación de la fe, para conciliarla con la razón extraña, puede extenderse sobre más o menos superficie y profundidad del cuerpo de la fe, y en principio cubrirlo y penetrarlo todo. Pero quien decida en última instancia el límite o la plenitud de esta extensión será la fe misma -más o menos rudimentariamente servida por una razón autóctona. En la razón interna a la fe, puesto que la razón supone en todo la fe, ésta ha de ponerse en todo a sí misma-. Por último, la posibilidad de ocuparse con una fe mediante una razón extraña a ella, y la consiguiente probabilidad de tener que conciliarlas por medio de su interpretación, sólo pueden darse en una vida superpuesta a otras, pero en esta vida será muy probable aquella posibilidad y muy elevada esta probabilidad. En general, la vida superpuesta a otras se les ha con éstas y sus reliquias en ella, en cuanto extrañas a ella, en forma de conciliación y de interpretación. Vida superpuesta es esencialmente vida plural y equívoca, vida conciliadora, vida hermenéutica. Y este su habérselas con las infrapuestas, su conciliar e interpretar, no es una actividad u operación parcial de ella, sino su esencia, que toma todas las formas que la vida misma toma. La filosofía es una de estas formas, aquella en que la general actividad conciliadora y hermenéutica de esta vida se practica por medio del rudimento siquiera de razón autóctona.

 

     Sólo las distinciones anteriores permiten despejar los equívocos en que de continuo se incurre al emplear el término de racionalismo. Racionalismo es ocuparse mediante la razón con la fe desde fuera de ésta. Pero racionalismo es también ocuparse desde dentro de una fe con la razón -cuando ésta es extraña a la fe-. Sólo estas distinciones permiten comprender, además, la equívoca impresión que este último racionalismo causa sobre el primer racionalismo, por un lado, y, por otro, sobre aquel que, dentro de una fe, ejercita ésta, sin ocuparse con ella mediante ninguna razón, ni preocuparse en general de razones, el puro creyente. El primer racionalismo no tiene por racionalismo al segundo. El puro creyente lo tiene, al contrario, por un racionalismo que amenaza destruir su fe y en lo que se refiere a la pureza y autenticidad de ésta, ella no le engaña.

     Sólo estas distinciones permiten, por último, entender hasta su raíz y calificar justamente la filosofía de Maimónides y la obra en que consiste. Esta obra no es posible con sentido sino dentro de una fe. Mas que ésta es lo que constituye el ámbito en que todo lo restante se mueve, no sólo se manifiesta en la obra entera de Maimónides, sino que se declara en su doctrina de las relaciones entre la fe y la razón. La perfección de la fe es la fe ilustrada por la razón -donde en el término de ilustrada resumimos las operaciones de interpretarla, sobreponerla a la razón, en la parte en que ello es obra de esta misma, y mostrar su identidad con la filosofía; pero esta fe es inasequible a la mayoría de los humanos, y ni siquiera en aquellos a quienes es asequible puede llegar como fe ilustrada por la razón, sino sólo como fe, a donde tampoco puede llegar la razón misma. Por la necesidad de los límites de la razón y -en el otro sentido del vocablo necesidad- de saber lo que los rebasa, le ha sido dada al hombre, con otras fuentes de saber -como el conocimiento de lo meramente probable, el conocimiento moral del bien y del mal-, la revelación, la fe. En Maimónides esta es, en resumen, aquello que decide en última instancia si atenerse o no a la letra, es decir, el límite de la interpretación y, en general, de la actividad de la razón sobre ella, la fe; aquello, estante por sí, en que la razón se sustenta y en que, en cuanto fiel de ella, de tal fe, se afirma a sí mismo el propio Maimónides, en una situación y actitud bien distinta de la de los perplejos, que puede proponerse a éstos como guía; aquello que da a la declaración de hallarse dispuesto a cambiar de fe si la razón lo requiere, su fondo de certeza de no ser requerido ni tener que confirmar la disposición. -La obra de Maimónides tampoco es posible con sentido, si la razón instrumento de la fe no es extraña a ésta. Pero judaísmo y filosofía habían venido a ser profundamente extraños entre sí en su apariencia -aunque fueran siempre idéntica cosa en el sentido oculto y originario-. Una obra como la de Maimónides requiere también que fe y razón sean duales y equívocas. Y, en efecto, el judaísmo vierte su fe sobre lo dual y equívoco por excelencia y lo que es objeto de la interpretación en su sentido más estricto: la palabra. Y a la filosofía le es no menos esencial la peculiar dualidad de la verdad y el error, que la divide en auténtica y en seudofilosofía. Hemos visto a Maimónides aprovechar esta doble dualidad y practicar la conciliación mediante una doble operación inversa. -En conclusión, su filosofía es el racionalismo interno a la fe que es propio de una vida históricamente superpuesta a otras-. Y los filosofemas en que se condensa y decanta esta filosofía no son los conceptos y proposiciones aristotélicos o neo-platónicos históricamente bien acuñados y hasta desgastados que Maimónides recoge, sino las categorías y principios que él emplea en su obra conciliadora, pero que no forja de un modo temático y que por esto se han reflejado sólo de un modo análogo en esta exposición.

 

     ¿Cuál es la significación histórica y actual de esta filosofía? Los perplejos serían, según Maimónides, «pocos». En efecto, si la fe en la palabra de la Sagrada Escritura es general a la comunidad judía, la convicción de la verdad de la filosofía es privativa de aquellos escasos miembros de ella que han adquirido conocimiento de la filosofía. Mas a estos pocos los han hecho posibles cuantos han colaborado con sus vidas a la confluencia de la cultura grecorromana con las culturas orientales en la vida medieval. De esta confluencia son meros sucesos particulares la repetida confrontación de helenismo y judaísmo desde la primera que tuvo lugar en Alejandría. Y la recepción de la filosofía aristotélica por árabes, judíos y cristianos. Los pocos perplejos a quienes se dirige Maimónides, con otros pocos árabes y cristianos, se presentan, pues, como la incorporación más plena y rigurosa de la vida superpuesta que conviven todos -se presentan, en suma, como el hombre de la Edad Media. La Guía de los descarriados es un argumento a favor de la unidad de este evo como unidad de triple vida, árabe, judía y cristiana, engendrada por la común superposición a la vida antigua clásica y oriental. No bastantes a romper esta unidad, sino sólo a diferenciarla internamente, son las peculiaridades por lo cristiano, lo judío, lo islámico -como la diversa receptividad de la fe de Cristo, la fe de la Alianza, la fe del Islam, para la razón griega, y las consecuencias de esta diversidad sobre la forma efectiva de la recepción en sus aspectos hermenéutico y filosófico en sentido restringido-. Para el hombre de esta Edad era, pues, vital, en un muy riguroso y concreto sentido, conciliar, interpretándolas, su fe judía, islámica, cristiana, y su saber griego. A quien colaboró en esta vida común de interpretación y conciliación con la obra que la llevó en una de sus tres direcciones a la plenitud y que para el proceso ulterior de la Edad fue ejemplar, le corresponde máximo rango histórico.

     Pero el hombre moderno es histórica prolongación del hombre de la Edad Media, que aún pervive en su fondo. Nuestra vida es segunda potencia de la superpuesta vida medieval. En este sentido, los pocos de Maimónides bien pudiéramos ser aún nosotros mismos. Más de uno de nosotros se habrá sentido, se sentirá aun, acaso, conturbado por perplejo entre una fe y una convicción comparables a aquellas entre las cuales fluctuaban los contristados de Maimónides. Quizá muchos de nosotros estemos en este instante, más que perplejos, descarriados, por haber abandonado toda fe y convicción como aquellas de las cuales siquiera una no necesitaban abandonar los perplejos de Maimónides. En fin, es posible que alguno de nosotros haya dejado de estar perplejo, no por haberse descarriado, sino por haber vislumbrado la superación de su perplejidad y hasta de su descarrío en una obra de conciliación e interpretación de su propia vida que imite en esto el ejemplo remoto de Maimónides. En cualquiera de los tres casos y en la esencial conjunción de todos ellos, no es casual, está justificado por la estructura de nuestra vida, habérselas con aquellas a que está superpuesta, habérselas consigo misma, que conmemoremos a Maimónides al sonar en nuestra memoria histórica la hora de su centenario.

 

Notas

1. Bajo el título de este volumen, y en ocasión del VIII centenario del nacimiento de Maimónides (30 de marzo de 1135), dio el autor una conferencia que iba a ser publicada por la Academia de las Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, con las ampliaciones y referencias debidas. La Revista de Occidente, en sus números 141 y 142, de marzo y abril de 1935, anticipó un fragmento de este trabajo que no llegó nunca a ver la luz completo.

Siendo cada vez más difícil encontrar la Revista de Occidente, ha parecido útil editar en volumen el texto que dio. Toda ampliación resulta imposible, privado el autor de los papeles concernientes a él. Releído el texto no ha sugerido modificación alguna y en su estado primero se reproduce aquí.  

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