Para una guerrilla semiológica
No hace mucho tiempo que para adueñarse del poder político en un país era suficiente controlar el ejército y la policía. Hoy, sólo en los países subdesarrollados los generales fascistas recurren todavía a los carros blindados para dar un golpe de estado. Basta que un país haya alcanzado un alto nivel de industrialización para que cambie por completo el panorama: el día siguiente a la caída de Kruschev fueron sustituidos los directores de Izvestia, de Pravda y de las cadenas de radio y televisión; ningún movimiento en el ejército. Hoy, un país pertenece a quien controla los medios de comunicación.
Si la lección de la historia no parece lo bastante convincente, podemos recurrir a la ayuda de la ficción que, como enseñaba Aristóteles, es mucho más verosímil que la realidad. Consideremos tres películas norteamericanas de los últimos años: Seven Days in May (Siete días de mayo), Dr. Strangelove (Teléfono rojo, volamos hacia Moscú) y Fail Safe (Punto límite). Las tres trataban de la posibilidad de un golpe militar contra el gobierno de Estados Unidos, y, en las tres, los militares no intentaban controlar el país mediante la violencia de las armas, sino a través del control del telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión.
No estoy diciendo nada nuevo: no sólo los estudiosos de la comunicación, sino también el gran público, advierten ahora que estamos viviendo en la era de la comunicación. Como ha sugerido el profesor McLuhan, la información ha dejado de ser un instrumento para producir bienes económicos, para convertirse en el principal de los bienes. La comunicación se ha transformado en industria pesada. Cuando el poder económico pasa de quienes poseen los medios de producción a quienes tienen los medios de información, que pueden determinar el control de los medios de producción, hasta el problema de la alienación cambia de significado. Frente al espectro de una red de comunicación que se extiende y abarca el universo entero, cada ciudadano de este mundo se convierte en miembro de un nuevo proletariado. Aunque a este proletariado ningún manifiesto revolucionario podría decirle: «¡Proletarios del mundo, uníos!» Puesto que aún cuando los medios de comunicación, en cuanto medios de producción, cambiaran de dueño, la situación de sujeción no variaría. Al limite, es lícito pensar que los medios de comunicación serían medios alienantes aunque pertenecieran a la comunidad.
Lo que hace temible al periódico no es (por lo menos, no es sólo) la fuerza económica y política que lo dirige. El periódico como medio de condicionamiento de la opinión queda ya definido cuando aparecen las primeras gacetas. Cuando alguien tiene que redactar cada día tantas noticias como permita el espacio disponible, de manera que sean accesibles a una audiencia de gustos, clase social y educación diferentes y en todo el territorio nacional, la libertad del que escribe ha terminado: los contenidos del mensaje no dependerán del autor, sino de las determinaciones técnicas y sociológicas del medio.
Todo esto había sido advertido hace tiempo por los críticos más severos de la cultura de masas, que afirmaban: « Los medios de comunicación de masas no son portadores de ideología: son en sí mismos una ideología.» Esta posición, que he definido en uno de mis libros como «apocalíptica», sobreentiende este otro argumento: No importa lo que se diga a través de los canales de comunicación de masas; desde el momento en que el receptor está cercado por una serie de comunicaciones que le llegan simultáneamente desde varios canales, de una manera determinada, la naturaleza de esta información tiene poquísima importancia. Lo que cuenta es el bombardeo gradual y uniforme de la información, en la que los diversos contenidos se nivelan y pierden sus diferencias.
Recordaréis que ésta es también la conocida posición de Marshall McLuhan en Understanding Media. Salvo que, para los llamados «apocalípticos», esta convicción se traducía en una consecuencia trágica: el destinatario del mensaje de los mass-media, desvinculado de los contenidos de la comunicación, recibe sólo una lección ideológica global, un llamado a la pasividad narcótica. Cuando triunfan los medios de masas, el hombre muere.
Por el contrario, Marshall McLuhan, partiendo de las mismas premisas, llega a la conclusión de que, cuando triunfan los medios de masas muere el hombre gutenbergiano y nace un hombre diferente, habituado a «sentir» el mundo de otra manera. No sabemos si este hombre será mejor o peor, pero sabemos que se trata de un hombre nuevo. Allí donde los apocalípticos veían el fin de la historia, McLuhan observa el comienzo de una nueva fase histórica. Pero es lo mismo que sucede cuando un virtuoso vegetariano discute con un consumidor de LSD: el primero ve en la droga el fin de la razón, el otro el inicio de una nueva sensibilidad. Ambos están de acuerdo en lo que concierne a la composición química de los psicodélicos.