LOS DESAFÍOS DE LA POSMODERNIDAD A LA FILOSOFÍA LATINOAMERICANA 

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Santiago Castro Gómez

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Introducción

La crítica de la filosofía latinoamericana a la posmodernidad

La posmodernidad como "estado de la cultura" en América Latina

América Latina y los "clichés" a la posmodernidad

 

Introducción

En el año de 1979 Horacio Cerutti presenta en Caracas una ponencia en el IX Congreso Interamericano de Filosofía, que titula: "posibilidades y límites de una filosofía latinoamericana después de la filosofía de la liberación". En esta comunicación, Cerutti reconoce la intención de la "filosofía de la liberación" en asumir decididamente la realidad latinoamericana como problema filosófico, retomando de esta manera la preocupación por el sentido y la necesidad de un pensamiento comprometido con la realidad de nuestros pueblos, tal como había sido ya esbozado desde el siglo XIX por Juan Bautista Alberdi y los próceres de la "emancipación mental". Reconoce también el gran esfuerzo de este movimiento por asumir filosóficamente los aportes de las otras dos corrientes intelectuales aparecidas en la primera y segunda mitad de la década de los 60 respectivamente: la teoría de la dependencia y la teología de la liberación. Pero a pesar de todos estos logros, el filósofo argentino piensa que ya para esa época (1979), los tres discursos liberacionistas se habían esterilizado en su productividad. Entre las razones aducidas por Cerutti para esta decadencia se encuentran la distorsión que tanto la filosofía como la teología realizaron de la teoría de la dependencia, separándola del núcleo de reflexión teórica que la sustenta y constituye, así como la caducidad de un cierto pensamiento "cristiano" que colocaba la fe como exigencia previa para filosofar liberadoramente.

Hoy día, quince años después de estas reflexiones, valdría la pena retomar las cuestiones planteadas por Cerutti y reformularlas de la siguiente manera: ¿qué tipo de transformaciones socio-estructurales han apresurado el envejecimiento de las categorías filosóficas, sociológicas y teológicas de los discursos liberacionistas?; ¿cuáles aportes nos es posible retomar de estos discursos para un diagnóstico contemporáneo de las sociedades latinoamericanas?; y, ¿qué clase de reajuste categorial tenemos que realizar para consolidar un nuevo tipo de discurso crítico en América Latina?

Dudo mucho de que exista algún pensador o pensadora en Latinoamérica, que afiliado(a) todavía a la filosofía o a la teología de la liberación, deje de preguntarse por el inevitable reajuste ideológico que implica el derrumbe de los regímenes socialistas en Europa del Este. Pues, aún teniendo en cuenta las diferencias existentes al interior de ellos, casi todos los discursos liberacionistas estuvieron fuertemente influenciados por la retórica que animó la consolidación ideológica del socialismo. La liberación de los oprimidos, la tesis de que el imperialismo es el único culpable de la pobreza y miseria de las naciones latinoamericanas, la fe en las reservas morales y revolucionarias del pueblo, el establecimiento de una sociedad en donde no existieran antagonismos de clase, todos estos fueron motivos centrales de la reflexión filosófica y teológica en la América Latina de los años sesenta y setenta. Eran los días de la guerra fría y de la consecuente polarización ideológica en todo el continente; del temor ante la amenaza atómica que se cernía sobre toda la humanidad; de los procesos emancipatorios en Africa; del movimiento estudiantil y el auge de las guerrillas de liberación nacional; de la revolución cubana y el comportamiento valiente de Fidel en la Sierra Maestra y en Bahía de Cochinos; del sacrificio del Ché Guevara y Camilo Torres en Sudamérica; del apoteósico regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina; del martirio de monseñor Romero y de muchos otros cristianos comprometidos en Centroamérica; del triunfo de la Unidad Popular en Chile y del movimiento sandinista en Nicaragua; de la resistencia popular a las brutales dictaduras que ensangrentaron al sur del continente. En no pocos sectores se respiraba un ambiente de esperanza en que ya pronto se lograría realizar la revolución verdadera y derrocar finalmente el poder de la burguesía capitalista, sacando de este modo a nuestros países de la pobreza y el subdesarrollo.

Pero los años ochenta transcurrieron sin que la anhelada revolución apareciera por ninguna parte. Y allí donde se insinuó de cerca su presencia, fué aplastada sin piedad por las fuerzas poderosas del orden establecido, que demostraron ser inmunes a los "saltos cuantitativos" de orden estructural. Se incrementó, por el contrario, la pobreza, el endeudamiento externo y el crecimiento desordenado de las grandes ciudades, hasta el punto de que aquellos años pasaron a la historia con el nombre poco honroso de la "década perdida". Pero lo que se perdió en Latinoamérica no es mensurable solamente en términos cuantitativos (decrecimiento de la renta per cápita, del producto social bruto, de las exportaciones, etc.), sino que incluye también un desencanto ideológico que permea el tejido entero de nuestras sociedades.

¿Cómo interpretar fenómenos tales como el fracaso del socialismo y el cambio de sensibilidad que se observa actualmente en casi todos los países de Occidente, incluyendo, por supuesto, a la América Latina? Creemos que un diálogo con los teóricos de la posmodernidad contribuiría a darnos luces al respecto. Sin embargo, un diálogo semejante demanda, en primer lugar, confrontarnos con la gran avalancha de críticas a la posmodernidad, provenientes sobre todo de ciertos sectores filosóficos en América Latina que se resisten todavía a repensar su discurso según las nuevas exigencias de los tiempos. Nos ocuparemos, entonces, de examinar el contenido de estas críticas, para luego pasar a un diálogo con las nuevas tendencias de las ciencias sociales en América Latina respecto al cambio de sensibilidad ya mencionado. Finalmente examinaremos algunas de las propuestas teóricas posmodernas, enfatizando aquellos elementos que pueden servirnos para revitalizar un discurso crítico en América Latina.

 

1. La crítica de la filosofía latinoamericana a la posmodernidad

En opinión del mexicano Gabriel Vargas Lozano, el debate sobre la posmodernidad alude a los nuevos fenómenos que aparecen en la fase actual del desarrollo capitalista. Siguiendo los análisis del marxista norteamericano Frederic Jameson, Vargas Lozano afirma que la posmodernidad es la forma como se ha denominado a la lógica cultural del "capitalismo tardío". La emergencia de nuevos rasgos en las sociedades industrializadas tales como la popularización de la cultura de masas, el ritmo y complejidad en la automatización del trabajo y la creciente informatización de la vida cotidiana, hace que el sistema capitalista desarrolle una ideología que le sirva para compensar los desajustes entre las nuevas tendencias despersonalizadoras y las concepciones de la vida individual o colectiva. Para enfrentar estos desajustes, el sistema capitalista precisa deshacerse de su propio pasado, es decir, de los ideales emancipatorios propios de la modernidad, y anunciar el advenimiento de una época posmoderna, en donde la realidad se transforma en imágenes y el tiempo se convierte en la repetición de un eterno presente. Nos encontraríamos, según Vargas Lozano, frente a una legitimación ideológica del sistema, acorde con la orientación actual del capitalismo informatizado y consumista.

Adolfo Sánchez Vázquez adhiere también a Jameson y opina que la posmodernidad es una ideología propia de la "tercera fase de expansión del capitalismo" que se inicia después de terminada la segunda guerra mundial. A diferencia de las dos anteriores, esta tercera fase ya no conoce fronteras de ninguna clase, llegando a penetrar incluso en ámbitos como la naturaleza, el arte y el inconciente colectivo. Para lograr sus objetivos, el "capitalismo tardío" engendra una ideología capaz de inmovilizar por completo cualquier intento de cambiar la sociedad. En opinión de Sánchez Vázquez, el pensamiento posmoderno arroja por la borda la idea misma de "fundamento", con lo cual se arruina todo intento de legitimar un proyecto de transformación social. Al negar el potencial emancipatorio de la modernidad, la postmodernidad descalifica la acción política y desplaza la atención hacia el ámbito contemplativo de lo estético. Además, mediante el anuncio de la "muerte del sujeto" y del "fin de la historia", los filósofos posmodernos liberan al artista de la responsabilidad por la protesta que la estética moderna le había otorgado. Asímismo, la reivindicación de lo fragmentario y lo ecléctico elimina cualquier tipo de resistencia y sume al hombre en una espera resignada del fín.

El economista y filósofo Franz Hinkelammert vé en la posmodernidad un peligroso regreso a las fuentes del nazismo. La influencia de Nietzsche en los filósofos posmodernos no es gratuita, pues de lo que se trata es de corroer los cimientos mismos de la racionalidad. Al igual que su maestro, los autores posmodernos identifican a Dios con el "gran relato" de la ética universal y anuncian a cuatro vientos su muerte. Y así como Nietzsche legitimaba el poder de los más fuertes al considerar que la ética universal es la ética de los pobres, los esclavos y los débiles, la posmodernidad se coloca del lado de los países ricos al socavar los fundamentos de una ética universalista de los derechos humanos basada en la razón. De esta manera, la posmodernidad se presenta como el mejor aliado de las tendencias neoliberales contemporáneas, que se orientan a la expulsión del universalismo ético del ámbito de la economía.

Hinkelammert piensa también que el "anti-racionalismo" de la posmodernidad se coloca en la línea de una tradición anarquista que va desde los movimientos obreros del siglo XIX hasta las protestas estudiantiles de los años sesenta. Se trata de una protesta anti-sistema que tiende a chocar contra todo tipo de institucionalidad, y cuyo objetivo final es construir una sociedad ideal sin Estado. Sin embargo - advierte -, el anti-institucionalismo de los movimientos anarquistas les impide proponer algún tipo de proyecto político, lo cual les obliga siempre a buscar soluciones extremistas. Es el caso de los grupos terroristas y guerrilleros, que al no encontrar una vía para abolir al Estado desde la izquierda, se orientaron entonces en la dirección señalada por Bakunin: la destrucción como pasión creadora.

El neoliberalismo de hoy - continúa Hinkelammert - ofrece a todos los anarquistas una nueva perspectiva de abolición. No es extraño que un buen número de Hippies, maoistas y demás militantes de los antiguos movimientos de protesta hayan aterrizado en el neoliberalismo. De este encuentro nace el "anarco-capitalismo", la nueva religión del mercado fundada por Milton Friedman y entre cuyos predicadores se encuentran Nozick, Glucksman, Hayek, Fukujama, Vargas Llosa y Octavio Paz. Todos ellos persiguen el antiguo sueño de la abolición del Estado, esta vez sobre las bases realistas de un capitalismo radical y ya no sobre las bases románticas imaginadas por Bakunin. Pero el resultado final es el mismo: abolir el Estado mediante la totalización del mercado, sin importar el número de sacrificios humanos que ello pueda costar. La batalla posmoderna por erradicar la racionalidad es, a los ojos de Hinkelammert, un mecanismo para eliminar a los enemigos de la totalidad: ninguna utopía más, ninguna teoría capaz de pensar la realidad como un todo, ninguna ética universal.

El filósofo cubano Pablo Guadarrama advierte, por su parte, acerca del grave peligro que representa la negación de dos conceptos básicos para América Latina: el progreso social y el sentido lineal de la historia. La crítica posmoderna al teleologismo persiste en desconocer un hecho innegable: jamás ha habido un proceso histórico que no se edifique sobre estadios inferiores o menos avanzados. Otra cosa es que unos pueblos „avancen" a ritmos más acelerados que otros, o que alcancen mayores o menores niveles de vida en el órden económico o cultural. Pero lo cierto, afirma Guadarrama, es que existen „momentos ascencionales de humanización de la humanidad". Y América Latina no constituye la excepción, sino la confirmación de esta regla. En algunas áreas del continente se observa una persistecia de formas precapitalistas de producción, mientras que en otras hay procesos bastante avanzados de industrialización. La existencia de diversos „grados de desarrollo" en la estructura social de los países latinoamericanos resulta, entonces, innegable.

Justamente por esta razón, Guadarrama piensa que no puede hablarse de una „entrada" de América Latina a la posmodernidad. Mientras Latinoamérica no termine de arreglar sus cuentas con la modernidad, esto es, mientras no se haya realizado una experiencia plena de este proceso histórico, resulta inoficioso e inútil pensar en una vivencia posmoderna. „El criterio habermasiano de que la modernidad es un proyecto incompleto - escribe Guadarrama - ha encontrado justificados simpatizantes en el ámbito latinoamericano, donde se hace mucho más evidente la fragilidad de la mayor parte de los paradigmas de igualdad, libetad, fraternidad, secularización, humanismo, ilustración, etc., que tanto inspiraron a nuestros pensadores y próceres de siglos anteriores. Se ha hecho común la idea de que no hemos terminado de ser modernos y ya se nos exige que seamos posmodernos".

Una de las críticas más interesantes es la del filósofo argentino Arturo Andrés Roig, para quien la posmodernidad, además de ser un discurso alienado de nuestra realidad social, es también alienante, pues invalida los más excelentes logros del pensamiento y la filosofía latinoamericana. Proclamar el agotamiento de la modernidad implicaría sacrificar una poderosa herramienta de lucha, de la cual han echado mano todas las tendencias liberadoras en América Latina: el relato crítico. Roig afirma que la modernidad no fué solamente violencia e irracionalidad, sino también apertura a la función crítica del pensamiento. La llamada "filosofía de la sospecha" (Nietzsche, Marx, Freud) nos enseña que "detrás" de la lectura inmediata de un texto se encuentra escondido otro nivel de sentido, cuya lectura deberá ser mediatizada por la crítica. Y es justamente esta idea del "desenmascaramiento" la que ha dado sentido a la filosofía latinoamericana, interesada en mostrar los mecanismos ideológicos del "discurso opresor". Renunciar a la sospecha, como pretenden los posmodernos, equivale a renunciar a la denuncia y, con ello, caer en la trampa de un "discurso justificador" proveniente de los grandes centros del poder mundial.

Roig señala que este "discurso justificador", interesado en hacernos creer que hemos quedado en una especie de "orfandad epistemológica", nos dice que todas las utopías han quedado definitivamente desacreditadas y que la historia ha llegado a su culminación. Pero la filosofía latinoamericana se ha caracterizado, en su opinión, por ser un tipo de pensamiento "matinal", cuyo símbolo no es el búho hegeliano sino la calandria argentina. Es decir que se trata de un discurso que no mira hacia atrás justificando el pasado, como en el caso de Hegel, sino que mira siempre hacia adelante, firmemente asentado en la función utópica del pensamiento. Por ello mismo, renunciar a este "discurso de futuro" sería negar la esperanza por una vida mejor, que es el anhelo de los sectores oprimidos en América Latina. Caer en el nihilismo posmoderno equivale a renunciar a la política en favor de un "dejar hacer" en lo económico, incorporando una voluntad débil y autosatisfecha mediante las caseteras y los estéreos.

 

2. La posmodernidad como "estado de la cultura" en América Latina

Quizá la mejor forma de comenzar a responder estas críticas sea mostrando que lo que se ha dado en llamar "posmodernidad" no es un fenómeno puramente ideológico, es decir, que no se trata de un juego conceptual elaborado por intelectuales deprimidos y nihilistas del "primer mundo", sino, ante todo, de un cambio de sensibilidad al nivel del mundo de la vida que se produce no sólo en las regiones "centrales" de Occidente, sino también en las periféricas durante las últimas décadas del siglo XX. Las elaboraciones puramente conceptuales a nivel de la sociología, la arquitectura, la filosofía y la teoría literaria serían, entonces, momentos "reflexivos" que se asientan sobre este cambio de sensibilidad. Me propongo mostrar, entonces, que la posmodernidad no es una simple "trampa" en la que caen ciertos intelectuales que se empeñan en mirar nuestra realidad con los modelos ideológicos de una realidad ajena, sino que es un estado generalizado de la cultura presente también en América Latina.

Para llevar adelante este propósito me apoyaré en algunos de los más recientes estudios realizados por diferentes ensayistas y científicos sociales latinoamericanos, entre cuyos nombres podría mencionar a José Joaquín Brunner, Néstor García Canclini, Jesús Martín-Barbero, Roberto Follari, Norbert Lechner, Nelly Richard, Beatriz Sarlo y Daniel García Delgado, entre otros muchos. Estos nuevos enfoques superan lo que podríamos llamar el "síndrome de las venas abiertas", en tanto que el acento ya no se coloca en investigar las causas estructurales del subdesarrollo a nivel de las relaciones económicas internacionales, es decir privilegiando los factores exógenos, sino que la atención se dirige hacia la forma como los procesos de modernización han sido asimilados y transformados en los "patios interiores" de la cultura.

Quisiera comenzar respondiendo a la pregunta por la necesidad y/o la pertinencia de una discusión sobre la posmodernidad en América Latina. Casi todos los autores discutidos anteriormente coinciden en señalar que un debate latinoamericano sobre la posmodernidad, u obedece a un interés extranjerizante por parte de élites alienadas que buscan estar "a la moda" de la discusión internacional, o es la expresión ideológica del "capitalismo tardío" en su actual fase de expansión planetaria. En los dos casos, la crítica se basa en una misma presuposición: el desnivel económico-social entre las sociedades donde reina el hiperconsumo de bienes, y las sociedades latinoamericanas, marcadas por la pobreza, el analfabetismo y la violencia, haría imposible o sospechosa una transferencia de los contenidos teórico-críticos de la discusión. La filósofa chilena Nelly Richard ha señalado, sin embargo, que este argumento se mantiene dentro de un esquema ilustrado que subordina los procesos culturales a los desarrollos económico-sociales. Si partimos, en cambio, de un esquema de análisis en el que los ámbitos de la cultura y la sociedad se relacionan asimétricamente, en una dialéctica no resuelta de contradicción y desfase, tendremos entonces que el cumplimiento estructural de las sociedades primermundistas no tendría que reproducirse en América Latina para que en ella aparezcan los registros culturales de la posmodernidad. Estos habrían entrado en la escena latinoamericana por razones y circunstancias muy diferentes a las observadas en los países del "centro", pues se remiten a una experiencia periférica de la modernidad. Por ello, tomar el modelo de desarrollo económico-social del primer mundo como garante referencial a partir del cual tendría o no sentido una discusión sobre la posmodernidad en América Latina, significa continuar atrapados en el eurocentrismo conceptual del cual pretenden librarse muchos de los autores arriba mencionados. Pues de lo que se trata no es de imitar o transcribir un debate sobre la crisis de la modernidad en las sociedades europeas, sino de reflexionar sobre la manera como América Latina se ha apropiado de esa modernidad (y de esa crisis), viviéndolas de una manera diferente.

Nelly Richard resalta dos factores que, a su juicio, explicarían la reticencia de una parte de la intelectualidad latinoamericana al debate posmoderno. El primero es el trauma de la marca colonizadora, que hace que muchos intelectuales miren con desconfianza todo lo que viene de "afuera", estableciendo una línea divisoria entre lo importado y lo "propio", entre lo extranjero y lo nacional. El segundo factor tiene que ver con la crítica implícita del discurso posmoderno a los ideales heróicos de aquella generación que proclamó su fe latinoamericanista en la revolución y en el "hombre nuevo". No es extraño, entonces, que en lugar de sacar provecho de la crítica posmoderna al sistema dominante de la modernidad centrada, reintencionalizando su significado desde una perspectiva latinoamericana, buena parte de nuestros intelectuales hayan optado por mirar esta crítica como una nueva "ideología imperialista". Por fortuna, no son pocos los autores que han argumentado a favor de un interés latinoamericano en el debate posmoderno, a sabiendas de que allí se están tratando problemas de gran interés para un diagnóstico de la ambigüedad con que América Latina vivió siempre la modernidad.

Examinemos primero el diagnóstico del politólogo argentino Daniel García Delgado, para quien América Latina experimenta un tránsito de la "cultura holista" - vigente entre los años 40 y los 80 - hacia la "cultura neoindividualista" de los años 90. La cultura holista era aquella que definía "identidades amplias" basadas en la pertenencia a colectivos y solidaridades de "clase", en el seno de una comunidad política en donde se destacaba la función integradora de la nación, el papel revolucionario de la cultura popular y la clase trabajadora, así como el papel de la justicia redistributiva asegurada por el Estado. La cultura neoindividualista, por el contrario, se caracteriza por una tendencia global a la formación de "identidades restringidas", en donde se valora lo micro-grupal y lo privado. La identificación con lo "nacional", que antes actuaba como elemento integrador y de reconocimiento, se disuelve frente al impulso de una cultura transnacional jalonada por los medios de comunicación. Esta pérdida de las certezas tradicionales obliga al individuo a replegarse en lo pequeño, en el ámbito donde puede controlar la formación de su propia identidad.

García Delgado nos dice que esta pérdida de las certezas tradicionales no se produce solamente debido a la quiebra del Estado nacional frente al "imperialismo económico" de los poderes transnacionales, sino que obedece, entre otras cosas, a la disolución de los antagonismos ideológicos vigentes durante todo el siglo XIX y parte del XX a raíz de las guerras civiles, y que fueron reforzados posteriormente con la guerra fría. Si los anteriores procesos de integración posicionaban a los individuos y colectivos frente a "enemigos" tales como los conservadores, los liberales, la oligarquía, el imperialismo o el comunismo, que aglutinaban y daban sentido a la política de masas, esta modalidad pierde fuerza en la medida en que, desaparecidos los bloques ideológicos, la lógica del poder se vuelve cada vez más compleja y difusa. Las "ideologías pesadas" dejan ya de funcionar como elementos de integración, abriendo paso a una cultura escéptica frente a los "grandes relatos". La integración social se desplaza al ámbito de las "ideologías livianas", que ofrecen al individuo la oportunidad de ejercer protagonismo sobre su propia vida. El culto del cuerpo mediante la práctica del deporte, el disfrute intenso de momentos y sensaciones a través de la música "Rock" o del consumo de drogas, la cultura ecológica, la religiosidad privada de las sectas evangélicas, serían algunas de estas micro-prácticas.

Buscando las causas de este cambio de sensibilidad en América Latina, el sociólogo argentino Roberto Follari señala dos factores principales: en primer lugar, la brutalidad inusitada con que las dictaduras en el cono sur eliminaron las organizaciones políticas o las debilitaron, sembrando una huella inevitable de temor. Esto ha hecho que se propague una fuerte descreencia en las posibilidades de un cambio estructural de la sociedad, pues de antemano se conoce el altísimo coste social que implicaría la intentona. El "ablandamiento" de las opiniones políticas resulta inevitable desde esta perspectiva, lo mismo que la adherencia a cualquier proyecto de "liberación integral". El segundo factor mencionado por Follari es la falta de alternativas sociales. La miseria de amplias capas de la población, la creciente restricción de los ingresos en los sectores medios, la corrupción de la clase política, todos estos factores desembocan en una cultura de la inmediatez, en donde lo importante es aprender a sobrevivir hoy, que mañana ya veremos lo que ocurre. Amplios sectores de la población se han visto obligados en los últimos años a sobrevivir mediante la economía informal, quedando de este modo sin protección ni representación social, librados enteramente a su suerte. El presente se convierte así en el horizonte único de significación, por falta de un proyecto futuro.

En estas condiciones no resulta extraño que se haya propagado en América Latina una sensibilidad pesimista que, a diferencia de lo que piensan algunos, no nos viene desde "afuera", a la manera de un producto importado por las élites intelectuales, sino que surge desde adentro como resultado de una larga decantación histórica: la experiencia de haber convivido durante 500 años con el retraso socio-económico, con el autoritarismo y con la desigualdad en todos los niveles de la vida cotidiana, sin que ningún proyecto político haya sido hasta el momento capaz de evitarlo. Las promesas de reforma económica y de justicia social, que desde los días de la independencia han enarbolado todos los partidos políticos, han fracasado rotundamente en América Latina; y este fracaso hace parte ya de la memoria colectiva, de tal manera que a la gran mayoría de la población le es indiferente cualquier oferta política de hacer realidad el orden prometido. Vivimos, entonces, una creciente pérdida de confianza en las instituciones políticas y en la efectividad de la participación en el espacio público, lo cual, como dijimos, conduce a la búsqueda de la realización personal en el ámbito de lo privado.

Un ejemplo de este desencanto es la fuerte oposición al mesianismo de los movimientos revolucionarios en las décadas anteriores. Si la izquierda revolucionaria se orientaba a identificar la utopía de la igualdad con el futuro posible, la tendencia en este momento, como bien lo muestra el sociólogo chileno Norbert Lechner, es "descargar" la política de todo elemento redencionista, despojándola de cualquier motivación ético-religiosa. Es decir, frente a una visión heróica de la política y un enfoque mesiánico del futuro, se replantea ahora la política como "arte de lo posible". El resultado es, entonces, un desencanto político, en el sentido de que se reacciona contra una serie de ilusiones creadas por la llamada "inflación ideológica" de los años sesenta. Lo importante ahora no es "romper con el sistema" sino reformarlo desde adentro, y ello mediante el reestablecimiento de la política como espacio de negociación.

Esta des-heroización implica también que la política ya no se entiende más como una actividad orientada por ideales racionales, sino que se ha convertido en un espectáculo montado por los mass media. El factor decisivo para que un candidato o un partido accedan al poder ya no es la racionalidad de sus ideales políticos, sino la habilidad para crear una realidad ficticia, haciéndola pasar por verdadera. El estilo, la gesticulación, el tono de la voz, en una palabra: el "carisma" de un candidato presidencial, es "producido" según criterios estético-publicitarios, de tal manera que pueda ser "vendido" con éxito en el mercado de imágenes. La argentina Beatriz Sarlo menciona el caso de las elecciones presidenciales en el Perú, en donde tanto Fujimori como Vargas Llosa se presentaron ante el público utilizando imágenes cuidadosamente diseñadas. Fujimori aparece vestido de karateca, con un kimono blanco ajustado a la cintura, en el acto de partir un ladrillo con el canto de su mano derecha. Vargas Llosa aparece visitando una villa miseria, saludando conmovido a personas aindiadas y mal vestidas. En ambos casos se produce una sustitición del discurso político por una escenografía construida para la contemplación de los mass-media, en la que los candidatos buscan parecer lo que no son. Fujimori no quiere ser asociado con clase política peruana, y para no parecerse a un político se disfraza de karateca. Vargas Llosa, por su parte, quiere parecerse a un intelectual cuyos principios morales lo impulsan a identificarse con el sufrimiento de los más pobres. El manifiesto político queda integrado, de este modo, en una hiperrealidad simbólica en la que la imágen ya no hace referencia a realidad alguna, sino que es un producto comercializable de caracter autoreferencial. La política deviene en simulacro, en imágen de imágenes cuya única realidad es la de un mundo ocupado por la retórica de los medios electrónicos.

Esta influencia ejercida en el imaginario social latinoamericano por los medios de comunicación ha sido uno de los temas abordados con más frecuencia por las ciencias sociales en los últimos años. Ciertamente no se trata de un interés gratuito: si hasta los años cincuenta las identidades personales y colectivas en América Latina se formaban todavía según modelos tradicionales de socialización, con la popularización de los mass media esta situación ha cambiado radicalmente. La televisión, el cine, la radio y el video conllevan el descubrimiento de otras realidades sociales, de numerosos juegos de lenguaje y, con ello, la relativización de la propia cultura. El sociólogo chileno José Joaquín Brunner opina que los mass media han conformado en América Latina una hiperrealidad simbólica, en donde los significantes ya no remiten a significados sino a significantes desterritorializados. Esto implica que la socialización del individuo se remite en gran parte a criterios y pautas transnacionales de comportamiento, todo ello a costa de un distanciamiento crítico frente a la propia tradición cultural. La cultura de masas promueve la disolución de certezas tradicionales que antes funcionaban como garantes de la integración social, conformando así una escena compleja en donde conviven lo nacional y lo transnacional.

Profundizando sobre este fenómeno del desencanto de la tradición, Brunner señala una consecuencia de la modernización que no fue siquiera pensada por los teóricos de la dependencia: la escolarización masiva en América Latina. A partir de la modernización del sistema escolar, los sectores subalternos quedan sometidos a una nueva dinámica: son desarraigados del medio cultural tradicional y sometidos a una socialización intensiva y sistemática a través de la escuela. El ámbito primario de socialización se translada de la familia a la institución escolar, encargada ahora de introyectar una disciplina corporal y mental que capacite al individuo para asumir un papel específico en la sociedad. La escuela transmite una concepción moderna del mundo, cuya base descansa en las tradiciones humanistas de Occidente y en el modelo científico de concebir los procesos naturales. Todo esto implica, nos dice Brunner, que la distinción entre cultura "alta" y cultura "popular" tiende a desaparecer en Latinoamérica. La cultura popular, entendida como universo simbólico que transmite el acervo religioso, moral y cognitivo del pueblo, ya no puede resistir más el avance de la escolarización, de la industria cultural y de los medios de comunicación. Las formas de cultura popular que resistan lo harán cada vez más bajo la modalidad del "folclor", que ya no permanece impoluto sino que es modificado por el mercado internacional de imágenes y símbolos. A esto se suma el hecho de que la llamada "educación formal" es considerada como una fuente de prestigio social, de tal manera que aprender la lengua y el saber oficial de la escuela incrementa la seguridad del indígena y el campesino, aumentando sus horizontes de posibilidad.

Llegados a este punto se hace preciso aclarar que diagnosticar un "desencanto" político y cultural en América Latina no significa estimular el abandono de la lucha política en aras de asumir formas de vida nihilistas, como pretenden los detractores de la posmodernidad. No olvidemos que no es el hartazgo del consumo ni la deshumanización resultante del desarrollo científico-técnico lo que entre nosotros ha desembocado en el escepticismo del que venimos hablando, sino el fracaso de todos los proyectos de transformación social afiliados a una concepción iluminista del mundo. No se trata, por ello, de un desencanto "ontológico", sino que está definido por relación a una cierta forma de entender la política y el ejercisio del poder. De ahí la conformación de nuevas formas organizadas de lucha que procuran redefinir su participación en el espacio público.

El sociólogo colombiano Orlando Fals Borda es uno de los teóricos latinoamericanos que mejor ha venido trabajando el tema de los Nuevos Movimientos Sociales (NMS). Se trata de organizaciones ciudadanas en busca de un poder alterno que les permita decidir autónomamente sobre formas de vida y de trabajo que respondan a sus necesidades más personales. En ellos, nos dice Fals Borda, se observa una desconfianza casi total en lo político-formal. Miran con recelo a las instituciones definidas según los modelos expuestos por los filósofos ilustrados del siglo XVIII: el Estado-nación, los partidos políticos, la democracia representativa, el sistema económico internacional, la legalidad del poder público, etc. Procuran, por ello, la construcción de un espacio público en donde se puedan ensayar formas autogestionarias de economía, expresiones de federalismo libertario y democracia directa, salida de la mujer a la escena pública, eliminación de la división sexual del trabajo y otras formas alternativas de participación política. Al orden del día se encuentra la tarea de sustituir las redes verticales del poder político - que se mueven jerárquicamente de arriba hacia abajo - por redes transversales orientadas según valores pluralistas y policlasistas. En una palabra, los NMS representan una descentralización del poder político, en el sentido de que las soluciones a problemas concretos no son dictadas desde algún tipo de instancia "central", sino que se apoyan en decisiones tomadas al interior de pequeñas agrupaciones ciudadanas.

Este rápido sondeo de las más recientes propuestas teóricas del subcontinente nos permite alcanzar por lo menos dos conclusiones: una, que la postmodernidad es un "estado de ánimo" profundamente arraigado entre nosotros, si bien por causas diferentes a la manera como este mismo fenómeno se presenta en los países centro-occidentales. Esto bastaría ya para hacernos cargo (al menos en parte) de la opinión simplista según la cual, la postmodernidad sería una "ideología del capitalismo avanzado" adoptada en América Latina por intelectuales alienados de su propia realidad cultural. Esto significa, en segundo lugar, que la posmodernidad no viene de la mano con el neoliberalismo, pues una cosa es el desencanto que se da en el nivel del mundo de la vida, y otra muy distinta es la tendencia homogenizadora de una racionalidad sistémica y tecnocrática, como la que representada el neoliberalismo. La posmodernidad no puede ser equiparada sin más con el despliegue de la „razón instrumental", como pretende Hinkelammert, ya que ella expresa precisamente una actitud de profunda desconfianza frente a los proyectos de modernización burocrática. Como bien lo ha mostrado Martín Hopenhayn, el desencanto posmoderno no es el correlativo ideológico de una ofensiva transnacional neoliberal (bajo el lema del "anything goes"), sino la expresión de una apertura cultural en donde los sujetos sociales constituyen identidades que ya no son determinadas por la hipertrofia estatal y el gigantismo del sector público.

 

3. América Latina y los "clichés" a la posmodernidad

Habiendo visto que una discusión sobre la posmodernidad en América Latina no es solamente una moda intelectual sino que se funda en un particular "estado de la cultura", pasaré ahora a considerar con mayor profundidad algunas de las críticas esbozadas anteriormente, buscando responderlas a partir de un diálogo "desde adentro" con las propuestas posmodernas. Digo "desde adentro" porque estoy convencido de que la mayoría de estas críticas se basan en cuatro o cinco "clichés", mas no en una consideración seria y rigurosa de lo que intentan decirnos pensadores tan diferentes como Vattimo, Lyotard, Derrida, Rorty, Foucault, Baudrillard, Welsch, Bauman, Deleuze o Guattari. Desgraciadamente, suele suceder entre nosotros que las polémicas filosóficas sucitan mas bien adhesiones y rechazos personales que reflexiones profundas. Convencido, entonces, de la ligereza de tales aseveraciones, voy a realizar mi presentación basándome en cuatro de los rótulos más generalizados:

1) el "fín de la modernidad"

2) el "fín de la historia"

3) la "muerte del sujeto"

4) el "final de las utopías".

1) Quizás el más difundido de los "clichés" sea el de presentar la postmodernidad como el "fín de la modernidad". Cierto que el prefijo "pos" sugiere una periodización en el tiempo y que el libro más conocido de Vattimo lleva justamente este nombre: el fín de la modernidad. Pero nada más inexacto que entender este "fin" como el cumplimiento de una epoca y el comienzo de otra. La posmodernidad no es lo que viene después de la modernidad, sino que es la asunción de la conciencia de crisis que caracteriza a la modernidad misma. Arturo Roig lo ve muy claro esta vez al decir que "el posmodernismo sería el modo como en nuestros días la modernidad ejerce algo que siempre ejerció de sí misma: la crítica". Y Leopoldo Zea describe maravillosamente la posmodernidad como la "modernidad de la modernidad". Se trata, entonces, de un retorno reflexivo de la modernidad sobre sí misma y no de su rebasamiento epocal. De ahí la falacia de creer que en América Latina el proyecto de la modernidad tendría primero que "cumplirse" - según la conocida formulación de Habermas -, para luego sí entrar a considerar el sentido de la posmodernidad entre nosotros (P. Guadarrama).

Ahora bien, es cierto que la modernidad, en tanto que edad histórica de transformaciones y quebrantamientos, es por ello consustancial con la crisis. Pero la crisis hacia la que apunta la reflexión posmoderna reviste una dimensión diferente y más profunda a las que pudieron originar, por ejemplo, la astronomía copernicana, el novum organum de Bacon o la crítica de Kant a la metafísica. La crisis de la que hablamos es la de una cierta autoimágen de la modernidad, a saber, la concepción ilustrada que suponía una especie de "armonía preestablecida" entre el desarrollo científico-técnico, ético-político y estético-expresivo de la sociedad. Esta concepción unitaria del progreso constituyó el fundamento ideológico sobre el que se definió la conciencia moderna desde el siglo XVII hasta nuestra época. Tal era la convicción de las burguesías liberales en Europa y América Latina durante el siglo XIX: el ideal de una síntesis entre la acumulación del capital, el avance tecnológico y las necesidades éticas y artísticas de la cultura. Se creía que detrás de todos estos procesos existía un "orden racional" capaz de garantizar la unidad indisoluble entre lo verdadero, lo bueno y lo bello.

Pues bien, ya desde finales del siglo XIX se empieza a tomar conciencia del caracter esencialmente antagónico y escindido de la modernidad. Marx, Bergson, Dilthey, Husserl, Ortega y Gasset en Europa; Rodó, Martí, Vasconcelos en América Latina: todos ellos se dan cuenta de la crisis de la cultura moderna, pero aferrados todavía al ideal ilustrado, buscan por distintos caminos recuperar para siempre la unidad perdida. Habría que esperar hasta la experiencia de las dos guerras mundiales en Europa y el desenlace del conflicto ideológico resultante, para tomar conciencia de que cualquier intento de "reconciliar" la dinámica inherente a los diversos planos de la sociedad desemboca en terror militar, discriminación social de las minorías, tecnificación de la vida cotidiana, destrucción de la naturaleza e intolerancia política.

Los filósofos posmodernos nos enseñan que el ideal unitario de la modernidad no puede seguir funcionando como "metarelato" legitimador de la praxis política y que nos urge ensayar otro tipo de legitimación ideológica. Es, entonces, a la pérdida de credibilidad en este tipo de relatos a la que se refiere la expresión "el fín de la modernidad" y no a la cancelación de la modernidad como edad histórica. Lo que se busca no es despedir el proyecto moderno sino proseguirlo en base a otro tipo de legitimación narrativa proveniente también de la modernidad. La posmodernidad no implica un abandono de los ideales emancipatorios de la modernidad, como lo afrman Hinkelammert y Sánchez Vázquez, sino el rechazo del lenguaje totalizante y esencialista en que esos ideales habían sido articulados. Como bien lo dice Ernesto Laclau, lo que se discute no es la validez de los contenidos emancipatorios de la modernidad, sino de el status ontológico de sus discursos. De lo que se trataría, entonces, es de despojar al lenguaje ilustrado de su lastre fundamentalista, para reubicarlo en un nuevo contexto discursivo.

2) Una distinción similar a la anterior se hace necesaria cuando utilizamos la expresión "el fín de la historia", puesto que ella tiene poco que ver con la posmodernidad. Esta tesis del "fin de la historia" presenta dos variantes: una es el teorema de la "poshistoria", esbozado en los años cincuenta por el sociólogo alemán Arnold Gehlen como una crítica a la incapacidad de innovación de las sociedades industriales avanzadas. Estas sociedades, según Gehlen, han alcanzado un estado de reproducción material tan sofisticado, que la creación de nuevos impulsos y valores se encuentra ya completamente agotada. Lo único que avanza es la maquinaria técnico-institucional que garantiza perpetua satisfacción a unas masas ya incapacitadas para pensar.

La otra variante es la del politólogo estadounidense Francis Fukujama, quien a partir de una lectura nietzscheana de Hegel, nos dice que el "fín" de la historia universal no es otro que la democracia liberal-capitalista. Aquí la palabra "fín" es utilizada tanto en el sentido de "finalidad" (telos, Zweck), como en el sentido de "término" (eschaton, Ende). La tesis es, entonces, que todo el devenir humano conduce necesariamente a una cultura universal del consumismo mediada por la democracia liberal y la economía de mercado. Fukujama se apoya en Hegel para afirmar que el conflicto entre amos y esclavos, es decir la lucha irracional de todos contra todos por su reconocimiento como superiores a los demás, constituye el sentido y el motor de la historia. El deseo de reconocimiento es también la base psicológica de dos pasiones extremadamente poderosas que han impulsado el fanatismo, la guerra y el odio durante siglos: el nacionalismo y la religión. Pero hacia mediados del siglo 17 comienza a surgir en Inglaterra una concepción del Estado que establecía la superioridad del frío cálculo de la razón sobre el deseo irracional de reconocimiento. Es la tradición liberal de Hobbes y de Locke, empeñada en infundir en la población una serie de hábitos racionales, a fín de vivir con éxito en una sociedad pacífica y próspera. Pues bien, nos dice Fukujama, a finales del siglo XX parece haber un consenso general que acepta las reivindicaciones de la democracia liberal-capitalista como la forma más racional de gobierno. La monarquía, la aristocracia, la teocracia, el fascismo, el comunismo, todas estas formas de gobierno, que enfatizaban todavía la lucha por el reconocimiento, han dejado de ser rivales ideológicos para la democracia liberal. El triunfo de la democracia liberal significa, entonces, la racionalización del deseo de reconocimiento y, con ello, el fín de aquello que había constituído el motor de la historia. La historia ha llegado a su fín, pues el anhelo de ser reconocidos se ve satisfecho a través de un consumo masivo garantizado por la economía de mercado.

Como podrá verse enseguida, la tesis del "fin de la historia" - en cualquiera de sus dos variantes - está muy lejos de la crítica postmoderna, pues lo que esta pretende señalar no es el término de la historia como tal, sino la crisis profunda de una determinada concepción de la historia: aquella que miraba el desenvolvimiento de todas las sociedades humanas en base a unos mismos criterios de transformación. Tomemos el caso de Foucault, quien basado en el estado de las ciencias humanas y especialmente de la antropología de los años 50 a 70, nos dice que las nuevas concepciones epistemológicas de la historia no piensan ya en términos de continuidad y de globalidad, sino en términos de discontinuidad y particularidad. Los documentos sobre los que trabaja el historiador contemporáneo no son mirados ya como significados sino como significantes, esto es, como interpretaciones suceptibles a siempre nuevas y diferentes interpretaciones. Esto quiere decir que los sucesos en los diferentes planos de la sociedad ya no pueden ser inteligidos en base a un principio material o formal que les de coherencia y unidad. Por ello, es imposible hablar ya más de una „lógica inherente de la historia", como pretende Fukujama, y tampoco de un modelo de desarrollo social por el cual deban atravesar necesariamente todos los pueblos de la tierra. Lo que queda, según Foucault, es una multiplicidad de "pequeñas historias" que coexisten al mismo tiempo, sin que el historiador pueda acudir a un criterio trascendental que le permita ordenarlas jerárquicamente.

La crítica de Foucault - también reivindicada por Vattimo, Lyotard y Derrida - nos deja ver, por un lado, que las sociedades humanas no son el resultado de un proceso histórico cuantitativamente ascendente que conduciría necesariamente de lo tradicional a lo moderno, del mitos al logos y de la barbarie a la civilización. Esta había sido justamente la creencia de las élites liberales en América Latina durante los siglos XIX y XX, quienes estaban convencidas de que los programas de modernización bastarían para dejar atrás toda la irracionalidad inherente al ethos de la sociedad hispano-colonial. La teoría de la dependencia reaccionó críticamente frente a esta pretensión, pero sólo para caer en una interpretación igualmente totalizante de la historia. La dialéctica desarrollo-subdesarrollo se convierte ahora en la "lógica inherente" que explica no sólo la riqueza y la pobreza de las naciones, sino también el sentido de todas las manifestaciones artísticas, filosóficas y culturales de una sociedad.

De otro lado, la crítica posmoderna, al mostrar que las diferentes sociedades humanas funcionan no pueden ser pensadas como incrustadas en una corriente única de la historia, corta de raiz cualquier pretensión de elevar una historia particular - la europea - como paradigma de la "Historia universal". Este había sido el caso de los grandes relatos históricos de Hegel y Marx, que buscaban explicar el devenir humano en su totalidad, sin darse cuenta de que lo que ellos consideraban "universal" estaba en realidad determinado por circunstancias históricas particulares. Ciertamente la filosofía latinoamericana del siglo XX, tanto en su versión historicista como en su versión liberacionista, realizó una fuerte y merecida crítica al eurocentrismo de Marx y de Hegel. Pero cegados por un tercermundismo romántico - muy en boga por aquellos días -, algunos "filósofos de la liberación" optaron simplemente por invertir los papeles: en lugar de mirar todo el acontecer humano desde el punto de vista de los conquistadores, decidieron mirar las cosas desde lo que ellos llamaron "el reverso de la historia", esto es, desde el punto de vista de los conquistados y oprimidos.

Con todo esto queremos mostrar que tanto la teoría de la dependencia como la filosofía de la liberación permanecen atrapadas todavía en el pathos ilustrado que la posmodernidad busca dejar atrás, pues de lo que se trata justamente es de mirar el pasado sin la intención de buscar en él un punto arquimédico fijo, evitando de este modo la idealización de cualquier particularidad. Pero, ¿no significaría esto la negación de todo el trabajo historiográfico en el que se había empeñado la filosofía latinoamericana del siglo XX, tal como lo deja entrever Arturo Roig? De ninguna manera, pues, ya lo hemos dicho, la posmodernidad no conlleva la cancelación del pasado sino, todo lo contrario, el renacimiento de las "pequeñas historias". Y aquí radica justamente el desafío para las nuevas generaciones de filósofas y filósofos latinoamericanos que se dedican a la tarea de interpretar nuestra „historia de las ideas": buscar y desempolvar esas "pequeñas historias", pero sin procurar integrarlas en discursos omnicomprensivos; lo cual significa, evitar subsumirlas en categorías abstractas tales como "pueblo", "nación", "dependencia económica", o leerlas en base a esquemas dualistas de interpretación (opresor / oprimido, centro / periferia, razón instrumental / razón popular), pues detrás de esos esquemas y categorías se esconden luchas que deben ser entendidas en su particularidad. Es hora ya de que entendamos que las sociedades latinoamericanas no son un tejido homogéneo de sucesos que puedan observarse desde un sólo punto de vista, sino el collage de múltiples e irreductibles historias que se reflejan mutuamente.

3) Otro de los rótulos a la posmodernidad es el de la "muerte del sujeto", lo cual implicaría, según algunos, la neutralización de toda oposición reflexiva y crítica frente a la racionalidad instrumental dominante. De ahí que Habermas se refiera a los posmodernos como los "jóvenes conservadores", asociándolos a posiciones de la derecha política. Pero, ¿qué significa en realidad esto de la "muerte del sujeto"? ¿Se tratará quizás de una consecuencia lógica de la "muerte de Dios" anunciada por Nietzsche - tal como lo supone Hinkelammert -, o acaso de una nueva estrategia ideológica de los centros de poder para "desarmar las conciencias", como lo sospecha Arturo Roig?

Cuando Foucault nos dice, por ejemplo, que el hombre es una invención reciente que está a punto de borrarse "como un rostro de arena en los límites del mar", no se está refiriendo al sujeto como tal, sino a la visión ilustrada del hombre tal como había sido expresada por las ciencias naturales y las ciencias humanas desde el siglo XVIII. Foucault nos está hablando del sujeto monológico y todopoderoso, capaz de descifrar todos los misterios del universo con las solas fuerzas de la razón. Es el sujeto fáustico concebido como un "Yo pienso", que se coloca a sí mismo en el centro de la historia y que puede transformar el mundo según su propia voluntad. Es el sujeto patriarcal que anima la conquista y subordinación de otros pueblos y culturas bajo el prurito de llevar los beneficios de la "civilización". Y es, en últimas, el sujeto autoritario que se encuentra en la base de una sociedad disciplinaria cuyo modelo de control es, según Foucault, el Panóptico de Bentham.

Pero las nuevas orientaciones de las ciencias humanas han venido demostrando que este tipo de sujeto es un gigante con los pies de barro. Freud enseña que el sujeto pensante no se ubica en el centro de la actividad humana, sino que la razón interactúa con fuerzas inconcientes que determinan en gran medida nuestro comportamiento. La linguística muestra que la distinción entre el objeto y el sujeto es un efecto contingente de la combinación entre determinados juegos de lenguaje. El mismo Foucault ha mostrado que la relación entre poder y verdad es mucho más compleja de lo que se creía, pues la ciencia misma se sustenta sobre relaciones de poder. La clínica, la psiquiatría y la pedagogía son sistemas disciplinarios que conforman un campo de saber, una técnica de investigación y recolección de datos sobre los que se "crea" el estatuto epistemológico del objeto. Y ni siquiera las ciencias naturales trabajan ya en base a una concepción especular de la verdad, sino sabiendo que nuestros edificios teóricos están sometidos al juego del azar y la casualidad.

¿Estaríamos entrando por esta vía al irracionalismo anarquista que tanto temen algunos intelectuales latinoamericanos? Creemos que no, porque la crítica posmoderna no busca aniquilar al sujeto sino descentralizarlo. Si el sujeto ilustrado - sea en la forma solipsista del cogito cartesiano, sea en la forma del "sujeto colectivo" marxista - se colocaba como centro del poder cognitivo, político y moral, de lo que se trata ahora es de abrir el campo a una pluralidad de sujetos que no reclaman centralidad alguna, sino participación en la vida pública de una sociedad cada vez más multipolar e interactiva, como es la que nos disponemos a vivir en el siglo XXI. Ni el Estado, la Iglesia, el mercado, los partidos políticos, el ejército, los intelectuales, el parlamento, los obreros y campesinos o ningún otro grupo en particular pueden seguir reclamando el derecho a la centralidad, sino que las relaciones de poder y el protagonismo de la vida pública deben extenderse a todos los sectores de la sociedad. En tiempos de la modernidad tardía el sujeto no desaparece sino, todo lo contrario, se multiplica; y tampoco desaparece la razón, sino que se abre el espacio para la coexistencia de diferentes tipos de racionalidad. La descentralización de la razón ilustrada no le deja el camino libre a la irracionalidad, sino que favorece una visión más amplia con respecto a la heterogeneidad socio-cultural, político-ideológica y económico-productiva, así como una mayor indulgencia frente a las diferencias de todo tipo.

Ahora bien, es preciso reconocer que la filosofía latinoamericana - y en especial la filosofía de la liberación - inició una toma de distancia crítica muy oportuna con respecto al sujeto ilustrado de la modernidad primera. Antes que lo hicieran Lyotard, Vattimo y Derrida en Europa, el argentino Enrique Dussel había sacado ya las consecuencias de la crítica de Heidegger a la metafísica occidental, señalando la relación intrínseca entre el sujeto ilustrado de la modernidad y el poder colonialista europeo. Detrás del ego cogito cartesiano, con el que se inaugura la modernidad, se halla oculto un logocentrismo por el cual el sujeto ilustrado se diviniza, convirtiéndose en una especie de demiurgo capaz de constituir el mundo de los objetos. El ego cogito moderno deviene así en voluntad de poder: "Yo pienso" equivale a "Yo quiero" y a "Yo conquisto". Son estas las bases ideológicas sobre las que se asienta la expansión europea sobre el mundo, responsable directa de la miseria que soportan millones de personas en todo el planeta. Por eso, nos dice Dussel, se hace preciso avanzar hacia la constitución de un nuevo tipo de sociedad que no pase por los caminos de la subjetividad moderna. Será, por ello, una sociedad posmoderna, que tendrá como característica fundamental lo que Emmanuel Levinas ha llamado "el humanismo del Otro". Una sociedad en la que las diferencias no sean vistas ya más como parte de una totalidad, sino como valiosas por sí mismas.

Hasta este punto, la crítica de Dussel anticipa en casi todos sus motivos a la de los autores posmodernos europeos y norteamericanos. Inicialmente podría reprochársele el haber reducido la modernidad europea a una versión puramente „instrumental", sin reconocer en ella el despliegue de otros modelos alternativos de racionalidad y subjetividad. Pero el verdadero problema comienza cuando Dussel empieza a profundizar en el concepto levinasiano de la alteridad a partir de la teoria de la dependencia y la teología de la liberación. El otro de la „totalidad" es el pobre, el oprimido, el que, por encontrarse en la "exterioridad" del Sistema, se convierte en la fuente única de renovación espiritual. Allí en la "exterioridad", en el ethos del pueblo oprimido, se viven otros valores muy diferentes a los prevalecientes en el "centro": amor, comunión, solidaridad, relación cara-a-cara, sentido de la justicia social. Con lo cual incurre Dussel en una segunda reducción: la de convertir a los pobres en una especie de sujeto trascendental, a partir de la cual la historia latinoamericana adquiriría "sentido". Aquí ya nos encontramos en las antípodas de la postmodernidad, pues lo que Dussel procura no es descentralizar al sujeto ilustrado sino reemplazarlo por otro sujeto absoluto.

A pesar de lo justas que puedan sonar las revindicaciones de Dussel en favor de los oprimidos, me parece bastante problemático hablar de algo así como de un "poder bueno" y un "poder malo", el uno proveniente "de abajo", del mundo de los pobres, y el otro proveniente "de arriba", de los intereses egoístas del capitalismo. En primer lugar porque el poder, como bien lo ha demostrado Foucault, no es un atributo que se hallaría vinculado al Estado, a una clase social opresora o a un determinado "modo de producción", sino una relación de fuerzas que atraviesa tanto a dominantes como a dominados. Las relaciones de poder no dependen de la "mala voluntad" de nadie en particular, pues, a partir de la modernidad, el discurso y la verdad han estado siempre indisolublemente unidos a ellas. Por eso no existe "exterioridad" alguna entre las formas del saber - incluyendo el saber práctico-moral - y las estrategias de poder. En segundo lugar, y en estrecha relación con lo anterior, porque en la sociedad planetaria en que vivimos ya no se puede hablar de las formas culturales como si fueran un "velo" que oculta el funcionamiento "real" de las relaciones económicas. Las imágenes, las representaciones y los símbolos culturales no son emanaciones de algún „ámbito fundamental" (la política, la economía, las clases burguesas), sino que se han convertido en signos autónomos. Es decir que los signos culturales, ahora transnacionalizados por los mass media y la informática, ya no encubren o pervierten una supuesta "realidad básica" de la cual habría que "tomar conciencia", pues el capital mismo se ha vuelto signo y el signo se ha vuelto capital. Lo cual significa que no es posible volver la mirada nostálgicamente a una cultura des-capitalizada (la "cultura popular"), como quiere Dussel, pues la identificación con los signos del capital es una aspiración internalizada por todos los sectores de la sociedad, principalmente por los más pobres.

Nos queda todavía por resolver el interrogante planteado por Arturo Roig, de si la crisis del sujeto ilustrado significa también la neutralización de la racionalidad crítica. A esto podríamos responder simultáneamente con un sí y un no. Sí, cuando por "racionalidad crítica" estamos refiriéndonos a la tradición filosófica de la Ideologiekritik, esto es, a la idea de una razón capaz de descubrir las causas y los mecanismos últimos de todas las "alienaciones" humanas. No, cuando por "racionalidad crítica" entendemos la resistencia frente a todas aquellas formas de organización política, ideológica o social que impiden al ser humano ser sujeto de su propia vida. En el primer caso, el ejercisio de una crítica semejante presupone la figura de un sujeto capaz de ubicarse en la "exterioridad" de todas las alienaciones. Pero, como ya lo hemos visto, tal perspectiva resulta insostenible puesto que no existe ninguna forma de saber que pueda sustraerse a las relaciones estratégicas de poder que conforman el tejido social. Las consecuencias ya las sabemos: suponer la posibilidad de un conocimiento moral ubicado por encima del bien y del mal equivale a plantear la necesidad de un sujeto absoluto (encarnado en la Iglesia, el Estado, el pueblo, el caudillo, los oprimidos, el partido, etc.) capaz de legislar incondicionalmente los asuntos referentes a la moral y la justicia social. Por el contrario, en el segundo caso se recurre a sujetos contingentes que luchan desde diferentes perspectivas por configurar de otra manera las relaciones existentes de poder, pero sin reclamar pretensiones absolutas de tipo cognitivo, ético o estético. La crítica ya no se realiza, entonces, a partir de una razón trascendental, única y absoluta, ante cuyo tribunal deberán ser juzgadas las aspiraciones de todas las racionalidades particulares, sino que se orienta hacia la posibilidad del tránsito entre unas formas de racionalidad y otras, pero garantizando al mismo tiempo su diferencialidad. En este sentido podemos hablar, con Wolfgang Welsch, de una crítica transversal que no apela a la unidad sino a la pluralidad y al poli-perspectivismo. Se trata, pues, de una crítica que no plantea la resignación frente a lo establecido, sino que enseña nuevas maneras de entender y afrontar la lucha por una vida autónomamente configurada.

4) Por último quisiera referirme a uno de los reproches más populares que se han hecho a la posmodernidad: el de haber proclamado el "final de las utopías". Nuevamente habrá que preguntar a cuáles autores y a qué tipo de utopía se refiere la crítica. Examinemos el caso específico de Lyotard, por tratarse de uno de los autores más controvertidos. Partiendo de los análisis de Wittgenstein, Lyotard advierte que los juegos del lenguaje humano están estructurados de tal forma, que a partir de ellos resulta imposible pensar una comunidad humana en donde no exista el conflicto y, por tanto, la injusticia. Juegos tales como "argumentar", "describir" o "preguntar" se construyen sobre la base de complejísimas cadenas de enunciados, en donde existen diferentes posibilidades de interconectar unas proposiciones con otras. No existiendo ningún tipo de metacriterio linguístico que nos permita saber cuáles interconexiones debemos realizar, la elección de una o varias posibilidades se hace siempre a costa de todas las demás. El resultado es el conflicto inevitable entre varios tipos de discursos y formas discursivas, o lo que es lo mismo, entre diferentes formas de vida. La heterogeneidad y el diferendo son, pues, consubstanciales al habla humana y no se pueden eliminar. Según Lyotard, todo intento de "reconciliar" las diferencias existentes entre los juegos de lenguaje y entre las diferentes formas de vida configuradas por ellos, termina necesariamente en dictadura y terror.

Ahora bien, casi todas las "utopías de futuro" que se situaron en el umbral mismo de la racionalidad moderna concebían la sociedad ideal como aquella en donde reinaría la unidad, en donde no existirían ya más las diferencias de ningún tipo y en donde la comunicación entre las personas no estaría mediada por relaciones de poder. La felicidad en esta sociedad futura sería vivida como ausencia absoluta de diversidad. La armonía y la homogeneidad serían las características de una comunidad en donde ya no habría lugar para la presencia de valores de orientación divergentes entre sí. Pero si la heterogeneidad y la diferencia se encuentran ínsitas en toda comunicación humana, como lo ha mostrado Lyotard, entonces resulta claro que este tipo de utopías tendrían que degenerar en modelos autoritarios de convivencia social, en donde la homogeneidad y el consenso podrían ser asegurados solamente a partir del ejercisio despótico de un metacriterio religioso, económico, político y social.

¿Qué puede significar el final de este tipo de utopías totalizantes para la filosofía latinoamericana? Será quizás la negación del "discurso de futuro" como forma esencial de narrativa sobre la que se organiza gran parte de nuestro pensamiento, tal como lo teme Arturo Roig? Seguramente que sí, cuando ese "discurso de futuro" se identifica sin más con lo que se ha dado en llamar la "utopía americana", cuya génesis ha estudiado muy bien el ensayista uruguayo Fernando Ainsa. En la elaboración de esta forma narrativa, Ainsa distingue cuatro niveles diferentes: 1) La transposición al nuevo mundo de tópicos y mitos clásicos como el paraiso bíblico, la edad de oro, la primitiva comunidad cristiana y la bucólica arcadia, donde el ser humano vivía en reconciliación absoluta consigo mismo y con la naturaleza. 2) La noción de alteridad, es decir, la concepción de América con un mundo totalmente diferente y convertido, por ello, en el depositario de todas las esperanzas de perfección que no habían podido ser cumplidas en Europa. 3) Los sueños milenaristas de las órdenes religiosas que buscaban probar en América un modelo teocrático de sociedad. 4) El sueño de mejora de la situación individual y colectiva del indio mediante su conversión al cristianismo, esto es, bajo su asimilación a formas de vida dictadas por una instancia superior. Por desgracia, este discurso fundacional de la "utopía americana", que se caracteriza por su pretensión integral y totalizante, ha sido reproducido desde entonces por una gran parte de nuestra intelectualidad como la utopía social por excelencia: América Latina entendida como el "otro absoluto" de la racionalidad europea, como el continente de la gran síntesis, como la reserva espiritual de la humanidad, como el futuro de la Iglesia cristiana, como la tierra del misterio, la magia y la poesía. Si es este el "discurso de futuro" al que se refiere Roig, saludamos entonces su despedida, pues se trata de una retórica que ha servido para legitimar regímenes autoritarios y populistas de todos los colores en América Latina.

Pero, al proclamar el final de las utopías unitarias y totalizantes, ¿no estaremos minando también un concepto irrenunciable en América Latina, cual es el de "justicia social"? ¿Acaso este no se basa justamente en la idea de una sociedad en donde no exista más la opresión y la desigualdad? Pienso que este concepto de justicia como "ausencia de todo mal" es una herencia de la escatología quialística judeo-cristiana que es preciso abandonar - la creencia en el advenimeinto del milenio, en la reconciliación del hombre con la naturaleza, en el surgimiento de un hombre redimido - , y creo, con Lyotard, que todo intento de transponer esta idea a la realidad social degenera casi siempre en su contrario: en nombre de la "igualdad" y de la "justicia social" se han establecido algunos de los regimenes más autoritarios conocidos en la historia de América Latina. Por eso, de lo que se trata ahora es de reconocer que no podemos ir más allá de nosotros mismos, (estamos condenados al diferendo), y de saber que la justicia es pensable solamente en el marco de unas estructuras políticas que hagan posible la confrontación de las diferencias. Unas estructuras que no estén legitimadas en base al relato de la "emancipación integral", sino en base a estrategias de acción en donde se es conciente de que el combate a la injusticia genera necesariamente nuevas formas de injusticia. La pregunta sería entonces: ¿cuáles injusticias son más o menos tolerables para el conjunto de la sociedad? Pero esta es una cuestión que ya no puede ser decidida a priori en base a ningún tipo de metalenguaje universal, sino que deberá ser sometida a la consideración de un debate público, en donde las partes en conflicto puedan hacer valer sus argumentos legítimamente y en donde el disenso pueda ser pacíficamente regulado.

Por supuesto que imaginar un tipo de sociedad semejante implica necesariamente el recurso a la utopía. Pero, por fortuna, la dimensión utópica no se reduce solamente a los relatos unitarios de la modernidad. Existen otro tipo de formas narrativas, que aunque siguen cumpliendo una función utópica, no enfatizan valores tales como la unidad, el consenso, la armonía, la homogeneidad, la ausencia de injusticia y la reconciliación. La utopía de un mundo policéntrico desde el punto de vista económico-político y pluralista desde el punto de vista cultural. La utopía de la coexistencia pacífica, aunque necesariamente conflictiva, entre diferentes formas de conocimiento y entre diferentes criterios morales de acción. La utopía de un mundo en el que corran paralelamente diferentes rutas alternativas hacia la modernidad. La utopia de una sociedad que sea capaz de modernizar la tradición sin destruirla. La utopía de una religiosidad vivida intensamente sin pretender re-encantar el espacio público. La utopía de un orden político en donde todas las personas tengan oportunidad para hacer oir su voz y luchar legítimamente por mejorar su calidad de vida. La utopía de un desarrollo económico que no conlleve la destrucción de la naturaleza. Por no estar ligados a pretensiones mesiánicas y sobrehumanas, estos modelos utópicos pudieran servir de base narrativa para políticas de caracter no totalitario. El "final de las utopías" anunciado por la posmodernidad no significa, entonces, el resecamiento absoluto de la dimensión utópica sino, todo lo contrario, la re-escritura y re-interpretación de viejas utopías según las nuevas necesidades del hombre contemporáneo. Atreverse a imaginar utópicamente el futuro continúa siendo un estatuto regulador de cambio y de lucha por el cambio. Pero después de Auschwitz, Hiroschima y Ayacucho , sólo podemos entender ese cambio bajo el paradigma de la diversidad y la heterogeneidad, a riesgo de repetir la tentación a convertir la razón en irracionalidad.

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