ESCRITOS DE FILOSOFÍA POLÍTICA I - CRÍTICA DE LA SOCIEDAD

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Mijail
Bakunin

Compilación de G.P. Maximoff 

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PARTE II
CRÍTICA DE LA SOCIEDAD EXISTENTE

 

1. LA PROPIEDAD SOLO PODÍA SURGIR EN EL ESTADO 

Los filósofos doctrinarios, como los juristas y economistas, suponen siempre que la propiedad surgió antes de aparecer el Estado. Pero es evidente que la idea jurídica de la propiedad, como la ley familiar, sólo pudo surgir históricamente dentro del Estado, cuyo primer acto inevitable fue el establecimiento de esta ley y de la propiedad[184].

La propiedad es un Dios. Este Dios tiene ya su teología (denominada política y Derecho), y también su moralidad, cuya más adecuada expresión se resume en la frase: «Este hombre vale mucho».

Teología y metafísica de la propiedad. El Dios propiedad tiene también su metafísica: es la ciencia de los economistas burgueses. Como cualquier metafísica, es una especie de oscuridad crepuscular, un compromiso entre la verdad y la falsedad, del cual se beneficia esta última. Intenta proporcionar a la falsedad el aspecto de la verdad, y conduce la verdad a la falsedad. La economía política busca santificar la propiedad a través del trabajo y presentarla como realización o fruto del trabajo. Porque el trabajo humano es sagrado, y todo cuanto se base en él es bueno, justo, moral, humano, legítimo. Sin embargo, es preciso tener una fe terca para tragarse esta doctrina, pues vemos a la gran mayoría de los obreros privados de toda propiedad; y, lo que es más, tenemos las confesiones de los economistas y sus propias pruebas científicas en el sentido de que, bajo la actual organización económica, tan apasionadamente defendida por ellos, las masas jamás accederán a la propiedad; en consecuencia, su trabajo no las emancipa ni las ennoblece, porque a pesar de él están condenadas a permanecer sin propiedad para siempre, es decir, fuera de la moralidad y la humanidad.

Sólo el trabajo no-productivo desemboca en la propiedad. Por otra parte, vemos que los más ricos propietarios, por consiguiente los ciudadanos más valiosos, humanos, morales y respetables, son precisamente los que menos trabajan o los que no trabajan en absoluto. Se suele responder que actualmente un hombre no puede seguir siendo rico, preservar y menos aún incrementar sus posesiones sin trabajar. Por eso mismo vale la pena ponerse de acuerdo sobre el uso adecuado de la palabra trabajo: hay trabajo y trabajo. Hay trabajo productivo y trabajo explotador.

El primero es el esfuerzo del proletariado; el segundo es el de los propietarios. El que se embolsa el producto de tierras cultivadas por otro, se limita a explotar su trabajo. Y el que incrementa el valor de su capital con la industria y el comercio, explota el trabajo de otros. Los bancos que se enriquecen como resultado de miles de transacciones crediticias, los especuladores de la Bolsa, los tenedores de acciones que obtienen grandes dividendos sin levantar el dedo; Napoleón III, que se hizo tan rico que fue capaz de enriquecer a todos sus protegidos; el Kaiser Guillermo I que, orgulloso de sus victorias, se está preparando para confiscar miles de millones a la pobre y desgraciada Francia, y que ya se ha hecho rico y está enriqueciendo a sus soldados con el botín; todas esas personas son trabajadores, ¡pero qué tipos de trabajadores! ¡Salteadores de caminos! Los ladrones y los que se dedican al simple hurto son «trabajadores» en mucha mayor medida, porque a fin de enriquecerse a su manera, deben «trabajar» con sus manos. Es evidente para todos los que no estén ciegos en este tema que el trabajo productivo crea riqueza y entrega a los productores sólo miseria; mientras que el trabajo no productivo y explotador es el único capaz de otorgar propiedad. Y como la propiedad es moralidad, se deduce de ello que la moralidad, según la entienden los burgueses, consiste en explotar el trabajo de otro[185].

La propiedad y el capital son esencialmente explotadores del trabajo. ¿Es necesario repetir aquí los argumentos irrefutables del socialismo, que ningún economista burgués ha conseguido refutar hasta el presente? ¿Qué son la propiedad y el capital en su forma contemporánea? Para el capitalista y el propietario significan el poder y el derecho, garantizados por el Estado, de vivir sin trabajar. Y puesto que ni la propiedad ni el capital producen nada cuando no están fertilizados por el trabajo, esto significa poder y derecho para vivir explotando el trabajo de otro, derecho a explotar el trabajo de quienes no poseen propiedad ni capital y se encuentran, por lo tanto, forzados a vender su fuerza productiva a los afortunados propietarios.

La propiedad y el capital son inicuos en su origen histórico y parasitarios en su actual funcionamiento. Obsérvese que he prescindido por completo de la siguiente cuestión: ¿cómo llegaron la propiedad y el capital a caer en manos de sus presentes poseedores? Esta es una pregunta que, concebida desde la perspectiva de 1a historia, la lógica y la justicia, no puede responderse sino de un modo acusatorio para los propietarios actuales. Me limitaré por eso a afirmar que los propietarios y capitalistas viven todos a expensas del proletariado mientras no obtengan la subsistencia a partir de su propio trabajo productivo sino de rentas rústicas o urbanas, intereses del capital, o por la especulación sobre tierras, edificios y capital, o mediante la explotación comercial e industrial del trabajo manual del proletariado. (La especulación y la explotación también constituyen sin duda una especie de trabajo, pero enteramente no-productivo.

 

 La prueba crucial de la institución de la propiedad. Sé de sobra que este modo de vida es muy estimado en todos los países civilizados, que resulta expresa y amorosamente protegido por todos los Estados; y que los Estados, las religiones y todas las leyes jurídicas, tanto criminales como civiles, así como todos los gobiernos políticos, monárquicos y republicanos —con sus inmensos aparatos judiciales y policíacos y sus ejércitos en pie de guerra— no tienen más misión que consagrar y proteger tales prácticas. En presencia de esas autoridades poderosas y respetables no puedo permitirme siquiera preguntar si este modo de vida es legítimo desde la perspectiva de la justicia, la libertad, la igualdad y la fraternidad humana. Me pregunto simplemente: en tales condiciones, ¿son posibles la fraternidad y la igualdad entre el explotador y el explotado? ¿Son posibles la justicia y la libertad para los explotados?

La insuficiencia de la reivindicación teórica del capitalismo. Supongamos incluso, como defienden los economistas burgueses —y con ellos todos los abogados, todos los adoradores y creyentes en el derecho jurídico, todos los sacerdotes del código civil y penal— que esta relación económica entre explotador y explotado es enteramente legítima y constituye la consecuencia inevitable, el producto de una ley social eterna e indestructible. De todas formas, seguirá siendo cierto siempre que la explotación excluye la hermandad y la igualdad.

Y no hace falta decir que dicha relación excluye la igualdad económica[186].

El monopolio clasista de los medios de producción es un mal básico. ¿Puede significar la emancipación del trabajo algo distinto de su liberación del yugo de la propiedad y el capital? ¿Y cómo podemos impedir que ambos dominen y exploten el trabajo cuando, separados de él, son el monopolio de una clase que continúa oprimiendo al mundo del trabajo cobrando las rentas de la tierra y los intereses del capital sin necesidad de trabajar para vivir, debido precisamente al uso exclusivo de ese capital y esa propiedad? Tal clase, que extrae su fuerza de su propia posición monopolística, se apodera de todos los beneficios de las empresas industriales y comerciales, dejando a los obreros —oprimidos por la competencia mutua en torno a los empleos a que se ven obligados— solo el mínimo necesario para no morir de hambre.

Ninguna ley política o jurídica, por severa que sea, puede evitar esta dominación y explotación; ninguna ley puede enfrentarse al poder de este hecho profundamente enraizado; ninguna puede evitar que esta situación produzca sus resultados naturales. De aquí se deduce que mientras existan la propiedad y el capital, por una parte, y el trabajo por la otra, constituyendo los primeros la clase burguesa y el segundo el proletariado, el obrero será el esclavo y el burgués el amo.

Abolición del derecho a la herencia. ¿Pero qué es lo que separa la propiedad y el capital del trabajo? ¿Qué produce las diferencias económicas y políticas entre las clases? ¿Qué es lo que destruye la igualdad y perpetúa la desigualdad, los privilegios de un pequeño número de personas y la esclavitud de la gran mayoría? Es el derecho a la herencia.

Mientras el derecho a la herencia conserve su fuerza, nunca habrá igualdad económica, social y política en este mundo; y mientras exista la desigualdad, existirán también la opresión y la explotación.

Por consiguiente, desde la perspectiva de la emancipación integral del trabajo y los trabajadores, hemos de tender a la abolición del derecho a la herencia.

Lo que queremos y lo que debemos abolir es el derecho a heredar, fundado sobre la jurisprudencia y base misma de la familia jurídica y el listado.

Estrictamente hablando, la herencia asegura a los herederos, completa o parcialmente, la posibilidad de vivir sin trabajar cobrando un tributo al trabajo colectivo bien como renta de la tierra o como interés del capital. Desde nuestra perspectiva, el capital y la tierra, todos los instrumentos y materiales necesarios para el trabajo, deben convertirse para siempre en propiedad colectiva de todas las asociaciones de productores y dejar de ser transmisibles por la ley de la herencia.

Sólo a ese precio es posible conseguir la igualdad y, en consecuencia, la emancipación del trabajo y de los trabajadores[187].


2. EL RÉGIMEN ECONÓMICO ACTUAL

Tendencias generales del capitalismo. La producción capitalista y la especulación bancaria —que a la larga devora esta producción— deben ampliarse sin cesar a expensas de las empresas especulativas y productivas menores tragadas por ellas; deben convertirse en unos pocos monopolios universales con poder sobre toda la tierra[188].

En el campo económico, la competencia destruye y devora a las empresas capitalistas, fábricas, fincas rústicas y casas comerciales pequeñas y medias en beneficio de concentraciones capitalistas, empresas industriales y firmas mercantiles de grandes dimensiones[189].

Creciente concentración de la riqueza. Esta riqueza es exclusiva y cada día tiende a serlo más, concentrándose en manos de un número cada vez más pequeño de personas y arrojando al estrato inferior de la clase media —la pequeña burguesía— al estatuto del proletariado, con lo cual el desarrollo de esta riqueza está directamente ligado a la pobreza creciente de las masas de trabajadores. De aquí se deduce que el abismo establecido entre la minoría afortunada y privilegiada y los millones de trabajadores que mantienen a esta minoría mediante su propio trabajo se amplía sin cesar, y que cuanto más ricos se hacen los explotadores del trabajo, más miserable va pasando a ser la gran masa de trabajadores[190].

Proletarización del campesinado. La pequeña propiedad campesina, abrumada por deudas, hipotecas, impuestos y todo tipo de recaudaciones, se derrite y escapa del propietario ayudando a redondear las posesiones siempre crecientes de los grandes terratenientes; una ley económica inevitable fuerza al campesinado a entrar en las filas del proletariado[191].

En su forma actual, ¿qué son la propiedad y el capital? Para el capitalista y el propietario significan el poder y el derecho, garantizados por el Estado, de vivir sin trabajar. Y puesto que ni la propiedad ni el capital producen nada si no están fertilizados por el trabajo, esto implica el poder y el derecho de vivir explotando el trabajo de otro, el derecho a explotar el trabajo de quienes no poseen ni propiedad ni capital y se ven forzados a vender su fuerza productiva a los afortunados propietarios de ambas cosas...

La explotación es la esencia del capitalismo. Supongamos incluso, como defienden los economistas burgueses —y con ellos todos los abogados, todos los adoradores y creyentes en el derecho jurídico, todos los sacerdotes del código civil y penal—, que esta relación económica entre explotador y explotado es enteramente legítima y constituye la consecuencia inevitable, el producto de una ley social eterna e indestructible. De todas formas, seguirá siendo cierto siempre que la explotación excluye la hermandad y la igualdad para los explotados.

Los obreros, forzados a vender su trabajo. No hace falta decir que excluye la igualdad económica. Supongamos que yo soy el obrero y que tú eres mi patrón. Si ofrezco mi trabajo al precio más bajo y permito que vivas de él, no es ciertamente por devoción o por un amor fraterno. Y ningún economista burgués se atrevería a decirlo, aunque su razonamiento se haga idílico e ingenuo cuando comienza a hablar de los afectos recíprocos y las relaciones mutuas que debieran existir entre patronos y empleados. Lo hago por mi familia y para no morirme de hambre. En consecuencia, me veo forzado a venderte mi trabajo al precio más bajo posible, y me veo forzado a ello por la amenaza del hambre.

Vender la fuerza de trabajo no es una transacción libre. Pero —nos dicen los economistas— los propietarios, capitalistas y patronos también se ven forzados a buscar y comprar el trabajo del proletariado. Sí, es cierto, se ven forzados a ello, pero no en la misma medida. De haber existido igualdad entre quienes ofrecen su trabajo y quienes lo compran, entre la necesidad de vender el pro00pio trabajo y la necesidad de comprarlo, no existirían la esclavitud ni la miseria del proletariado. Pero entonces tampoco existirían los capitalistas, ni los propietarios, ni el proletariado, ni los ricos, ni los pobres: sólo habría trabajadores. Precisamente porque tal igualdad no existe, tenemos y estamos destinados a seguir teniendo explotadores.

El crecimiento del proletariado desborda la capacidad productiva del capitalismo. Esta igualdad no existe porque en la sociedad moderna, donde la riqueza se produce gracias a los salarios que el capital paga al trabajo, el crecimiento de la población desborda la capacidad productiva del capitalismo, lo cual desemboca en que el suministro de trabajo excede necesariamente la demanda y conduce a un hundimiento relativo en el nivel de salarios. La producción así constituida, monopolizada y explotada por capital burgués, se ve empujada por la competencia entre capitalistas a concentrarse cada vez más en manos de un número progresivamente menor de capitalistas poderosos, o en manos de compañías por acciones, cuya acumulación de capital les permite ser más poderosas que los más grandes capitalistas aislados. (Los capitalistas pequeños y medianos, incapaces de producir al mismo precio que los grandes capitalistas, sucumben naturalmente en esta lucha a muerte). Por otra parte, todas las empresas se ven forzadas por la competencia misma a vender sus productos al precio más bajo posible.

El monopolio capitalista sólo puede alcanzar este doble resultado forzando la desaparición de un número creciente de capitalistas pequeños o medios, especuladores, comerciantes o industriales, y lanzándoles al mundo del proletariado explotado, mientras al mismo tiempo rebaña dividendos cada vez mayores de los salarios de ese mismo proletariado.

 

La creciente competencia en la búsqueda de trabajo fuerza el descenso en los niveles salariales. Por otra parte, la masa del proletariado, al crecer como resultado del incremento general de la población —cosa que, como sabemos, ni siquiera la pobreza puede detener eficazmente— y a través de la creciente proletarización de la pequeña burguesía, ex-propietarios, capitalistas, comerciantes e industriales —con un ritmo, como ya he señalado, mucho más rápido que las capacidades productivas de una economía explotada por capital burgués— se encuentra en una situación en la que los mismos trabajadores se ven obligados a una competencia desastrosa entre ellos.

Puesto que no poseen medio alguno de existencia salvo su propio trabajo manual, el miedo a verse sustituidos por otros les fuerza a venderlo al precio más bajo. Esta tendencia de los obreros, o más bien la necesidad a que les condena su propia pobreza, combinada con la tendencia de los patronos a vender los productos de sus obreros, y por consiguiente a comprar el trabajo de éstos, al precio más bajo, reproduce y consolida constantemente la pobreza del proletariado. Al encontrarse en un estado de pobreza, el obrero se ve forzado a vender su trabajo por casi nada, y como vende este producto por casi nada, se va hundiendo en una pobreza cada vez mayor.

La explotación intensificada y sus consecuencias. ¡Desde luego, en una miseria cada vez mayor! Porque en este trabajo propio de galeotes, la fuerza productiva de los trabajadores, al ser mal usada, explotada despiadadamente, derrochada en exceso y alimentada de modo deficiente, se agota rápidamente. Una vez que el obrero queda agotado ¿cuál puede ser su valor en el mercado? ¿Qué valor tiene este único bien poseído por él, y de cuya venta diaria depende su sustento? ¡Ninguno! ¿Y entonces? Entonces al obrero no le queda más que morir.

En un país dado, ¿cuál es el salario más bajo posible? Es el precio de lo que los proletarios de ese país consideran absolutamente necesario para subsistir. Todos los economistas burgueses están de acuerdo en este punto...

La ley de hierro de los salarios. El precio efectivo de los bienes primarios constituye el nivel predominante constante, sobre el cual los salarios del proletariado nunca pueden elevarse durante mucho tiempo, pero por debajo del cual caen muy a menudo; esto suscita constantemente inanición, enfermedad y muerte, hasta que desaparece un número de obreros suficiente como para igualar de nuevo la oferta y la demanda de trabajo.

No hay igualdad de poder negociador entre patrono y obrero. Lo que los economistas llaman equilibrio de la oferta y la demanda no constituye una verdadera igualdad entre quienes venden su trabajo y quienes lo compran. Supongamos que yo, un productor de manufacturas, necesito cien obreros y que se presentan exactamente cien al mercado de mano de obra; sólo cien, porque si viniesen más, la oferta superaría la demanda y produciría una reducción en los salarios. Dado que sólo aparecen cien y yo, el productor, solo necesito ese número —ni uno más ni uno menos—, parecería establecida inicialmente una completa igualdad; siendo numéricamente iguales la oferta y la demanda, podrían del mismo modo ser iguales en otros aspectos.

¿Se sigue de ello que los obreros pueden exigirme un salario y las condiciones de trabajo acordes con una existencia verdaderamente libre, digna y humana? ¡En absoluto! Si les garantizo esas condiciones y esos salarios, yo, el capitalista, no me beneficiaré más que ellos. Pero ¿por qué habría de perjudicarme y arruinarme ofreciéndoles los beneficios de mi capital? Si quiero trabajar como los obreros, invertiré mi capital en otra parte, allí donde pueda conseguir el interés más elevado, y ofreceré mi trabajo a algún capitalista, tal como hacen mis obreros.

Si, beneficiándome de la poderosa iniciativa que me permite mi capital, pido a esos cien obreros que fecunden dicho capital con su trabajo no es porque sienta simpatía hacia sus sufrimientos, ni tampoco por un espíritu de justicia, ni por amor a la humanidad. Los capitalistas no son en modo alguno filántropos; se arruinarían si practicasen la filantropía. Mi móvil es extraer del trabajo de los obreros un beneficio suficiente para vivir cómodamente, incluso de modo lujoso, mientras incremento al mismo tiempo mi capital; y todo ello sin necesidad de trabajar yo mismo. Naturalmente, yo también trabajaré, pero mi trabajo será de un tipo completamente distinto, y seré remunerado con una cantidad muy superior a la de los obreros. No será un trabajo de producción, sino de administración y explotación.

Monopolización del trabajo administrativo. Pero, ¿no es el trabajo administrativo también un trabajo productivo? Indudablemente, porque falto de una administración buena e inteligente, el trabajo manual no producirá nada, o producirá muy poco y muy mal. Pero desde el punto de vista de la justicia y las necesidades de la propia producción, no es en modo alguno necesario que este trabajo lo monopolice yo ni, sobre todo, que deba ser recompensado con una cantidad muy superior al trabajo manual. Las asociaciones cooperativas han demostrado ya que los obreros son bastante capaces de administrar empresas industriales; lo pueden hacer trabajadores elegidos en su propio seno y con el mismo salario. En consecuencia, si concentro en mis manos el poder administrativo, no es porque los intereses de la producción así lo exijan, sino para cumplir mis propios fines, los fines de la explotación. Como patrón absoluto de mi establecimiento, obtengo por mi trabajo diez o veinte veces más, y si soy un gran industrial puedo conseguir cien veces más que mis obreros, aunque mi trabajo sea incomparablemente menos penoso que el suyo[192].

 

Mecánica del ficticio contrato libre de trabajo. Pero puesto que la oferta y la demanda son iguales, ¿por qué aceptan los obreros las condiciones propuestas por el patrono? Si el capitalista tiene una necesidad de emplear a los obreros idéntica a la necesidad que los cien obreros tienen de ser empleados, ¿no se deduce de ello que ambas partes se encuentran en una posición igual? ¿No se encuentran en el mercado como dos comerciantes iguales —al menos, desde el punto de vista jurídico— uno con el bien denominado salario diario para cambiarlo por el trabajo diario del obrero sobre la base de tantas horas por día, y el otro con su propio trabajo como bien a intercambiar por el salario ofrecido? Puesto que, en nuestra suposición, la demanda es de cien obreros y la oferta es idéntica a cien personas, podría parecer que ambos lados tienen una posición paritaria.

Naturalmente, nada de esto es cierto. ¿Qué trae al capitalista al mercado? La prisa por enriquecerse, por incrementar su capital, por satisfacer sus ambiciones y vanidades sociales, por llegar a permitirse todos los placeres concebibles. ¿Y qué trae al obrero al mercado? El hambre, la necesidad de comer hoy y mañana. En consecuencia, aunque son iguales desde el punto de vista de la ficción jurídica, el capitalista y el obrero son absolutamente dispares desde la perspectiva de la situación económica, que es la situación real.

El capitalista no se ve amenazado por el hambre cuando acude al mercado; sabe muy bien que si no encuentra hoy a los obreros, tendrá todavía suficiente para comer durante largo tiempo gracias al capital que felizmente posee. Si los obreros a quienes encuentra en el mercado presentaran exigencias aparentemente excesivas para él, porque en vez de permitirle incrementar su riqueza y mejorar todavía más su posición económica, esas propuestas y condiciones podrían no digamos igualar, pero sí acercar algo la posición económica de los obreros a la suya propia, ¿qué hace en ese caso? Rechazar esas proposiciones y esperar.

Después de todo, no estaba movido por una necesidad urgente, sino por un deseo de mejorar cierta posición que, comparada con la de los obreros, es ya bastante cómoda. Por ello, puede esperar. Y esperará, porque su experiencia comercial le ha enseñado que la resistencia de los obreros, quienes, al carecer de capital, de bienes o de cualquier ahorro, se ven apremiados por la ineluctable necesidad del hambre, no puede durar mucho, y al final el patrono podrá encontrar los cien obreros que busca —porque se verán forzados a aceptar las condiciones que él considere rentable imponerles. Si se niegan, otros vendrán a aceptar con todo gusto tales condiciones. Así es como se hacen las cosas cotidianamente, sabiéndolo todos y a plena luz...

Un contrato de amo-esclavo. Así, el capitalista viene al mercado si no con la capacidad de un agente absolutamente libre, al menos con la de un agente infinitamente más libre que el obrero. Lo que acontece en el mercado es el encuentro entre un impulso de lucro y el hambre, entre amo y esclavo. Jurídicamente las dos partes son iguales, pero económicamente el obrero es el siervo del capitalista, incluso antes de haberse concluido la transacción mercantil mediante la cual el obrero vende su persona y su libertad por un tiempo determinado. El obrero está en la posición del siervo por la terrible amenaza de hambre que gravita diariamente sobre su cabeza y su familia; esta amenaza le obligará a aceptar cualquier condición impuesta por los ávidos cálculos del capitalista, el industrial, el patrono.

El derecho contra la realidad económica. Y una vez que se ha concertado el contrato, la servidumbre del obrero se incrementa doblemente... El Sr. Karl Marx, ilustre jefe del comunismo alemán, observó con justicia en su magnífico trabajo Das Kapital que si el contrato pactado libremente por los vendedores de dinero —en forma de salario— y los vendedores de su propio trabajo —es decir, entre el empresario y los trabajadores— no se concluyera sólo por un tiempo definido y limitado, sino a perpetuidad, constituiría una auténtica esclavitud. Habiéndose pactado a plazo fijo y reservando al obrero el derecho a abandonar su empleo, este contrato constituye una especie de servidumbre voluntaria y transitoria.

Transitoria y voluntaria desde el punto de vista jurídico, sí, pero no desde el punto de vista de la posibilidad económica. El obrero tiene siempre el derecho de abandonar a su patrono. Pero ¿tiene los medios para hacerlo? Y si de hecho le deja, ¿es para llevar una existencia libre, sin otro amo excepto él mismo? No, lo hace a fin de venderse a otro patrono. Se ve impulsado a ello por la misma hambre que le forzó a venderse al primer empresario.

De este modo, la libertad del obrero —tan exaltada por los economistas, juristas y burgueses republicanos— es sólo una libertad teórica que carece de medio alguno para su realización. En consecuencia, es sólo una libertad ficticia, una completa falsedad. La verdad es que toda la vida del obrero constituye simplemente una serie continua y descorazonadora de servidumbres —voluntarias desde el punto de vista jurídico, pero forzosas en el sentido económico— rota por breves intervalos de libertad acompañados de hambre; en    otras    palabras, es    una    verdadera   esclavitud.

El patrono sólo se preocupa de los contratos de trabajo para incumplirlos. Esta esclavitud se manifiesta cotidianamente de innumerables maneras. Prescindiendo de las vejaciones y las condiciones opresivas del contrato, que convierten al obrero en un subordinado, un sirviente pasivo y sumiso, y al patrono en un amo casi absoluto; prescindiendo de todo cuanto es bien sabido, apenas existe una empresa industrial cuyo propietario no incumpla los términos pactados en el contrato y se arrogue concesiones adicionales en su propio favor, impulsado por el doble instinto de una insaciable codicia de beneficios y poder absoluto y aprovechándose de la dependencia económica del obrero. Ahora pedirá más horas de trabajo, es decir, un horario superior al estipulado en el contrato; más tarde reducirá los salarios con algún pretexto; luego impondrá multas arbitrarias, o tratará a los obreros de modo áspero, brusco e insolente.

Pero podríamos decir que en ese caso el obrero tiene la puerta libre para irse. Es más fácil decirlo que hacerlo. A veces el obrero recibe parte de su salario adelantado, o su esposa o los hijos pueden estar enfermos, o quizá su trabajo está pobremente pagado en todo el sector industrial. Otros patronos pueden estar pagando aún menos que el suyo propio, y después de dejar su trabajo, a lo mejor no encuentra ningún otro. Y quedarse sin empleo significa la muerte para él y su familia. Además, hay un acuerdo entre todos los patronos, y todos ellos se parecen. Todos ellos son prácticamente igual de irritantes, injustos y ásperos.

¿Es esto una calumnia? No, está en la naturaleza de las cosas y en la necesidad lógica de la relación existente entre los patronos y sus obreros[193].


3. INEVITABILIDAD DE LA LUCHA DE CLASES EN LA SOCIEDAD

Ciudadanos y esclavos: tal era el antagonismo existente en el mundo antiguo y en los Estados esclavistas del Nuevo Mundo. Ciudadanos y esclavos, es decir, obreros a la fuerza, esclavos no de derecho, pero sí de hecho; tal es el antagonismo del mundo moderno. Y al igual que los Estados antiguos sucumbieron por la esclavitud, así perecerán también los Estados modernos a manos del proletariado.

Las diferencias de clase son reales a pesar de la falta de delimitaciones claras. En vano intentaríamos consolarnos pensando que este antagonismo es ficticio y no real, o que resulta imposible trazar una línea clara de demarcación entre las clases poseedoras y las desposeídas, ya que ambas se mezclan a través de muchos matices intermedios e imperceptibles. Tampoco existen tales líneas de delimitación en el mundo natural; por ejemplo, es imposible mostrar en la serie ascendente de los seres el punto exacto donde termina el reino de las plantas y comienza el reino animal, donde cesa la bestialidad y comienza la humanidad. Sin embargo, existe una diferencia muy real entre una planta y un animal, y entre un animal y el hombre.

Lo mismo acontece en la sociedad humana: a pesar de los vínculos intermedios que hacen imperceptibles la transición de una situación política y social a otra, la diferencia entre las clases es muy marcada, y todos pueden distinguir a la aristocracia de sangre azul de la aristocracia financiera, a la alta burguesía de la pequeña burguesía, o a esta última del proletariado fabril y urbano —lo mismo que podemos distinguir al terrateniente, al rentier, del campesino que trabaja su propia tierra, y al granjero del proletario rústico común (la mano de obra agrícola a sueldo).

La diferencia básica entre las clases. Todos esos diferentes grupos políticos y sociales pueden reducirse ahora a dos categorías principales, diametralmente opuestas y naturalmente hostiles entre sí: las clases privilegiadas, que comprenden a todos los privilegiados en cuanto a posesión de tierra, capital, o incluso sólo de educación burguesa, y las clases trabajadoras, desheredadas en cuanto a la tierra y al capital, y privadas de toda educación e instrucción[194].

La lucha de clases en la sociedad existente no admite conciliación. El antagonismo existente entre el mundo burgués y el de los trabajadores asume un carácter cada vez más pronunciado. Todo hombre sensato —cuyos sentimientos e imaginación no estén distorsionados por la influencia, a menudo inconsciente, de sofismas tópicos— debe comprender que es imposible cualquier reconciliación entre ambos mundos. Los trabajadores quieren igualdad, y la burguesía quiere mantener la desigualdad. Obviamente, una cosa destruye a la otra. En consecuencia, la gran mayoría de los capitalistas burgueses y los propietarios con valor para confesar abiertamente sus deseos manifiestan con la misma franqueza el espanto que les inspira el actual movimiento laboral. Son enemigos resueltos y sinceros; los conocemos, y bien está que así sea[195].

Indudablemente, no puede haber reconciliación entre el proletariado, irritado y hambriento, movido por pasiones social-revolucionarias y obstinadamente determinado a crear otro mundo sobre los principios de verdad, justicia, libertad, igualdad y fraternidad humana (principios tolerados en la sociedad respetable sólo como tema inocente de ejercicios retóricos), y el mundo ilustrado y educado de las clases privilegiadas que defienden con desesperado vigor el régimen político, jurídico, metafísico, teológico y militar como última fortaleza en la custodia del precioso privilegio de la explotación económica. Entre esos dos mundos, entre el sencillo pueblo trabajador y la sociedad educada (que combina en sí misma, como sabemos, todas las excelencias, bellezas y virtudes) no hay reconciliación posible[196].

La lucha de clases en términos de progreso y reacción. Sólo han persistido dos fuerzas reales hasta el presente: el partido del pasado, de la reacción, que comprende a todas las clases poseedoras y privilegiadas y que ahora busca refugio, a menudo expresamente, bajo la bandera de la dictadura militar o la autoridad del Estado; y el partido del futuro, el partido de la emancipación humana integral, el partido del Socialismo Revolucionario, del proletariado[197].

Hemos de ser sofistas o completamente ciegos para negar la existencia del abismo que separa actualmente a ambas clases. Como acontecía en el mundo antiguo, nuestra civilización moderna —regida por una minoría relativamente limitada de ciudadanos privilegiados— tiene como base el trabajo forzado (forzado por el hambre) de la gran mayoría de la población, condenada inevitablemente a la ignorancia y la brutalidad...

El comercio libre no es solución. En vano podemos decir con los economistas que el mejoramiento de la situación económica de las clases trabajadoras depende del progreso general de la industria y el comercio en todos los países y de su completa emancipación de la tutela y la protección estatal. La libertad de industria y comercio es, por supuesto, una gran cosa, y constituye uno de los fundamentos básicos para la unión internacional futura de todos los pueblos del mundo. Siendo amigos de la libertad a cualquier precio, y de todas las libertades, debiéramos ser igualmente amigos de tales libertades. Pero hemos de reconocer, por otra parte, que mientras exista el Estado actual, mientras el trabajo siga siendo siervo de la propiedad y el capital, esta libertad, al enriquecer a una sección muy pequeña de la burguesía a expensas de la gran mayoría de la población, producirá un buen resultado: debilitará y desmoralizará más completamente al pequeño número de personas privilegiadas, e incrementará la pobreza, el resentimiento y la justa indignación de las masas trabajadoras, acercando así la hora de la destrucción de los Estados.

 

El capitalismo del libre comercio es un suelo fértil para el crecimiento de la pobreza. Inglaterra, Bélgica, Francia y Alemania son sin duda los países europeos donde el comercio y la industria disfrutan de una mayor libertad relativa y han alcanzado el nivel más alto de desarrollo. Por lo mismo, son precisamente los países donde la pobreza se siente de modo más cruel, y donde parece haberse ensanchado en una medida desconocida para los demás países la distancia que separa a los capitalistas y propietarios de las clases trabajadoras[198].

El trabajo de las clases privilegiadas. De este modo, nos vemos llevados a reconocer como regla general que en el mundo moderno —aunque no sea en la misma medida que en el mundo antiguo— la civilización de un pequeño número se basa todavía sobre el trabajo forzado y el barbarismo relativo de la gran mayoría. Sin embargo, sería injusto decir que esta clase privilegiada es totalmente ajena al trabajo. Por el contrario, en nuestros días muchos de sus miembros trabajan a fondo. El número de personas absolutamente ociosas decrece perceptiblemente, y el trabajo está empezando a provocar respeto en esos círculos; porque los miembros más afortunados de la sociedad están empezando a comprender que para mantenerse en el alto nivel de la civilización actual, para ser capaces al menos de disfrutar de sus privilegios y conservarlos, es preciso trabajar mucho.

Pero existe una diferencia entre el trabajo de las clases acomodadas y el de los obreros: el primero, al estar pagado en una medida proporcionalmente muy superior al segundo, proporciona ocio a las personas privilegiadas, y el ocio constituye la condición suprema de todo desarrollo humano, intelectual y moral — una condición jamás disfrutada hasta ahora por las clases trabajadoras—. Además, el trabajo de las personas privilegiadas es casi exclusivamente de tipo nervioso, es decir, de imaginación, memoria y pensamiento, mientras que el trabajo de los millones de proletarios es de tipo muscular; a menudo, como acontece en el trabajo fabril, no desarrolla todo el sistema humano, sino sólo una parte en detrimento de todas las demás, y por lo general se verifica bajo condiciones dañinas para la salud corporal y opuestas a su desarrollo armonioso.

En este sentido, el trabajador de la tierra es mucho más afortunado: libre del efecto viciante del aire mal ventilado y a menudo emponzoñado de las fábricas y talleres, y libre del efecto deformante de un desarrollo anormal en algunas de sus potencias a expensas de las otras, su naturaleza se mantiene más vigorosa y completa. Pero, a cambio, su inteligencia es casi siempre más fija, indolente y mucho menos desarrollada que la del proletariado fabril y urbano.

Recompensas respectivas en ambos tipos de trabajo. Los artesanos, los obreros fabriles y los trabajadores de granjas forman una sola categoría, la del trabajo muscular, que se opone a los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál es la consecuencia de esta división real que constituye la base misma de la situación presente, tanto política como social?

A los representantes privilegiados del trabajo nervioso —que, incidentalmente, están llamados en la actual organización de la sociedad a desempeñar este tipo de trabajo sólo porque nacieron en una clase privilegiada, y no por ser más inteligentes— corresponden todos los beneficios, pero también todas las corrupciones de la civilización existente. Hacia ellos fluyen la riqueza, el lujo, la comodidad, el bienestar, las alegrías familiares, y el disfrute exclusivo de la libertad política, junto con el poder para explotar el trabajo de millones de obreros y gobernarlos a voluntad en aras del propio interés; es decir, todas las creaciones, todos los refinamientos de la imaginación y el pensamiento... que les proporcionan el poder necesario para hacerse hombres completos —y todos los venenos de una humanidad pervertida por el privilegio.

¿Y qué queda para los representantes del trabajo muscular, para los incontables millones de proletarios, o incluso pequeños propietarios rurales? Una inevitable pobreza, donde faltan incluso las alegrías de la vida familiar (porque la familia se convierte pronto en una losa para el pobre), ignorancia, barbarie y casi podríamos decir una forzada bestialidad, con el «consuelo» de servir como pedestal para la civilización, para la libertad y para la corrupción de una pequeña minoría. Pero, a cambio, los trabajadores han preservado la frescura de mente y corazón. Fortalecidos en lo moral por el trabajo, aunque les haya sido impuesto, han conservado un sentido de la justicia mucho más alto que el de los juristas instruidos y los códigos legales. Viviendo una vida de miseria, abrigan un cálido sentimiento de compasión para todos los desdichados; han preservado su sensatez sin corromperla con los sofismas de una ciencia doctrinaria o las falsedades de la política; y puesto que no han abusado de la vida, puesto que ni siquiera la han usado, han mantenido su fe en ella.

El cambio de situación producido por la gran revolución francesa. Pero, se nos dice, este contraste o abismo entre la minoría privilegiada y el gran número de desheredados ha existido siempre y sigue existiendo. Entonces, ¿qué tipo de cambio se produjo? El cambio consiste en que antes este abismo estaba envuelto en una densa niebla religiosa y oculto así a las masas del pueblo; desde que la Gran Revolución comenzó a despejar esta niebla, las masas se han hecho conscientes de la distancia, y empiezan a preguntarse por el motivo de su existencia. El significado de tal cambio es inmenso.

Desde que la Revolución trajo a las masas su Evangelio —no el místico, sino el racional; no el celestial, sino el terrenal; no el divino, sino el humano, el Evangelio de los Derechos del Hombre—, desde que proclamó que todos los hombres son iguales, que todos los hombres tienen derecho a la libertad y a la igualdad, las masas de todos los países europeos y de todo el mundo civilizado, tras despertar gradualmente del sopor que les había mantenido en la servidumbre desde que el cristianismo los drogara con su opio, empezaron a preguntarse si no tenían ellas también derecho a la libertad, la igualdad y la humanidad.

El socialismo es la consecuencia lógica de la dinámica de la Revolución Francesa. Tan pronto como se planteó esta cuestión, guiado por su admirable sensatez y por sus instintos, el pueblo comprendió que la primera condición de su emancipación real, o de su humanización, era un cambio radical en la situación económica. La cuestión del pan cotidiano era para ellos simplemente la primera cuestión porque, como había observado hace mucho tiempo Aristóteles, el hombre debe ser liberado de las preocupaciones de la vida material para poder pensar, para poder sentirse libre, para llegar a ser hombre. En cierto modo, los burgueses que vociferan tanto en sus ataques contra el materialismo del pueblo y le predican las abstinencias del idealismo, lo saben muy bien, pues  lo predican  solo de palabra, y no con el ejemplo.

La segunda cuestión para el pueblo era el ocio tras el trabajo, condición indispensable para la humanidad. Pero el pan y el ocio nunca podrán obtenerse sin una transformación radical de la organización presente de la sociedad, y esto explica por qué la Revolución, empujada exclusivamente por las consecuencias de su propio principio, dio origen al Socialismo[199].


4. HISTORIA HETEROGÉNEA DE LA BURGUESÍA

Hubo un tiempo en que la burguesía, dotada de poder vital y formando la única clase histórica, ofreció un espectáculo de unión y fraternidad tanto en sus actos como en sus pensamientos. Fue el mejor período en la vida de esa clase, sin duda siempre respetable, pero a partir de entonces impotente, estúpida y estéril como clase; fue la época de su desarrollo más vigoroso. Así era antes de la Gran Revolución de 1793; así era también, aunque en mucha menor medida, antes de las revoluciones de 1830 y 1848. Por entonces la burguesía tenía un mundo que conquistar, necesitaba asumir su puesto en la sociedad; organizada para la lucha, siendo inteligente y audaz y sintiéndose más fuerte que nadie en cuanto al derecho, poseía un poder irresistible, omnipotente. Por sí sola engendró tres revoluciones contra el poder unido de la monarquía, la nobleza y el clero.

La francmasonería: internacional de la burguesía en su pasado heroico. Por entonces, la burguesía creó también una asociación internacional, universal y formidable: la francmasonería.

Sería un gran error juzgar por el presente de la francmasonería lo que fue durante el siglo pasado o incluso a comienzos de éste. Siendo una institución primordialmente burguesa, la francmasonería reflejó en su historia el desarrollo, el poder creciente y la decadencia de la burguesía, intelectual y moral... Antes de 1793, e incluso antes de 1830, la francmasonería unificaba en su seno, salvo escasas excepciones, a todos los espíritus escogidos, a los corazones más ardientes y a las voluntades más osadas; constituía una organización activa, poderosa y verdaderamente benéfica. Fue la vigorosa encarnación y la realización práctica de la idea humanitaria del siglo xviii. Todos los grandes principios de libertad, igualdad, fraternidad, razón y justicia humana —elaborados teóricamente por la filosofía del siglo— se transformaron en dogmas prácticos dentro de la francmasonería, así como en bases de una nueva moralidad y una nueva política. Se convirtieron en alma de un gigantesco trabajo de demolición y reconstrucción...

Desintegración de la francmasonería. El triunfo de la revolución mató a la francmasonería; al ver sus deseos cumplidos parcialmente por la revolución, y tras asumir, como consecuencia de ella, el lugar de la nobleza, la burguesía se convirtió en una clase privilegiada, explotadora, oprimentemente conservadora y reaccionaria, después de haber sido durante largo tiempo una clase explotada y oprimida... Tras el coup d'Etat de Napoleón I, la francmasonería se convirtió en una institución imperial en la mayor parte del continente europeo.

El epígono del sentimiento revolucionario burgués. En cierta medida, la revivió la Restauración. Viéndose amenazada por el retorno del viejo régimen, forzada también a entregar a la coalición de los nobles y la Iglesia el lugar que había ganado con la primera Revolución, la burguesía se hizo revolucionaria otra vez por necesidad. ¡Pero qué diferencia entre esta rebeldía recalentada y la rebelión ardiente y poderosa que la había inspirado a finales del siglo pasado! La burguesía era sincera entonces, creía seria e ingenuamente en los derechos del hombre, estaba inspirada y movida por un genio para la destrucción y la reconstrucción. En ese momento se encontraba en plena posesión de su inteligencia y en pleno desarrollo de su poder. No sospechaba el abismo que la separaba del pueblo; se creía y sentía —y en cierto modo lo era realmente el auténtico representante del pueblo. La reacción de Thermidor y la conspiración de Babeuf la curaron de esta ilusión. El abismo que separa al pueblo trabajador de la burguesía explotadora, dominante y próspera, se ha ensanchado cada vez más, y ahora sólo el cuerpo muerto de toda la burguesía y de toda su existencia privilegiada será capaz de llenar tal vacío[200].

El antagonismo de clases desplazó a la burguesía de su posición revolucionaria como dirigente del pueblo. La burguesía del siglo pasado creía sinceramente que emancipándose del yugo monárquico, clerical y feudal, emanciparía al mismo tiempo a todo el pueblo. Esta creencia sincera, pero ingenua, fue la fuente de su audacia heroica y de todo su maravilloso poder. Los burgueses se sentían unidos con todos, y marchaban al asalto llevando con ellos el poder y el derecho para todos. Debido a este derecho y a este poder que estaban, por así decirlo, encarnados en su clase, los burgueses del siglo pasado pudieron escalar y tomar las fortalezas del poder político que sus padres codiciaron durante tantos siglos.

Pero en el momento mismo de plantar allí su bandera, una nueva luz inundó sus mentes. Tan pronto como conquistaron ese poder, comprendieron que en realidad nada tenían en común los intereses de la burguesía y los de las grandes masas del pueblo, sino que, por el contrario, estaban radicalmente opuestos entre sí, y que el poder y la prosperidad exclusiva de la clase poseedora sólo podían descansar sobre la pobreza y la dependencia política y social del proletariado.

Tras ello las relaciones entre la burguesía y el pueblo cambiaron radicalmente, pero antes de que los obreros se dieran cuenta de que los burgueses eran sus enemigos naturales —debido a la necesidad, más que a una voluntad perversa— la burguesía se había hecho consciente de este inevitable antagonismo. Esto es lo que llamo la mala conciencia de la burguesía[201].

 

Huida del pasado revolucionario. En la actualidad la situación es totalmente distinta: la burguesía tiene un temor absoluto a la revolución social en todos los países de Europa; sabe que contra esta tormenta no dispone de otro refugio que el Estado. Por eso desea y exige siempre un Estado fuerte o, dicho en lenguaje simple, una dictadura militar. Y con el fin de embaucar más fácilmente a las masas populares, intenta vestir esta dictadura con el disfraz de un gobierno representativo popular, que le permitiría explotar a las grandes masas del pueblo en nombre del propio pueblo[202].

La alta burguesía. En los estratos superiores de la burguesía, tras la consolidación de la unidad estatal, ha nacido y se desarrolla cada día con más fuerza la unidad social de los explotadores privilegiados del trabajo de la clase obrera.

Esta clase [la alta burguesía] comprende los altos cargos, las esferas de la alta burocracia, los oficiales del Ejército, los funcionarios principales de la policía y los jueces; el mundo de los grandes propietarios, industriales, comerciantes y banqueros; el mundo legal oficial y la prensa; y, del mismo modo, el Parlamento, cuya ala derecha disfruta ya de todos los beneficios del gobierno, mientras el ala izquierda intenta tomar en sus propias manos ese mismo gobierno[203].

La pequeña burguesía. Comprendemos bien que el conocimiento no está distribuido paritariamente, ni siquiera entre la burguesía. Aquí también existe una jerarquía, condicionada por la riqueza relativa del estrato social al cual pertenecen por nacimiento los individuos y no por su capacidad. Así, por ejemplo, la educación recibida por los niños de la pequeña burguesía —apenas superior a la recibida por los hijos de los obreros— es insignificante en comparación con la educación recibida por los niños de la burguesía alta y media. ¿Y qué vemos? La pequeña burguesía, que se considera clase media por una ridícula vanidad y por su dependencia respecto de los grandes capitalistas, se descubre muchas veces en una posición todavía más miserable y humillante que la del proletariado.

Por consiguiente, cuando hablamos de clases privilegiadas, no queremos incluir a esta miserable pequeña burguesía, que de tener más valor e inteligencia no dejaría de unirse a nosotros para luchar en común contra la gran burguesía, que la oprime tanto como oprime al proletariado. Y si el desarrollo económico de la sociedad continúa en la misma dirección otros diez años, veremos que la mayor parte de la burguesía media se hundirá primero en la posición actual de la pequeña burguesía para perderse gradualmente más tarde en las filas del proletariado. Todo ello será resultado de la concentración inevitable de propiedad en manos de un número cada vez menor de personas, lo que implica necesariamente la división del mundo social en una pequeña minoría, muy rica, educada y dirigente, y la gran mayoría de proletarios y esclavos miserables e ignorantes.

El progreso técnico sólo beneficia a la burguesía. Hay un hecho que debiera sorprender a toda persona consciente, a toda persona que defienda de corazón la dignidad y la justicia humana; es decir, la libertad de cada uno en la igualdad para todos. Este hecho notable es que todas las invenciones de la mente, todas las grandes aplicaciones de la ciencia a la industria, al comercio y, en general, a la vida social, sólo han beneficiado hasta el presente a las clases privilegiadas y al poder de los Estados, esos eternos protectores de las iniquidades políticas y sociales. Nunca han beneficiado a las masas del pueblo. Basta con aludir, como ejemplo, a las máquinas para que todo obrero y todo partidario sincero de la emancipación del trabajo coincida con nosotros en este punto.

El Estado es una institución controlada por la burguesía. ¿Qué poder mantiene ahora a las clases privilegiadas, con todo su insolente bienestar y su inicuo goce de la vida, frente a la legítima indignación de las masas populares? Ese poder es el poder del Estado, donde sus hijos mantienen, como siempre, todas las posiciones dominantes, medias e inferiores, exceptuando las de trabajadores y soldados[204].

La administración de la economía en el lugar del Estado. La burguesía es la clase dominante y la única inteligente porque explota al pueblo y lo mantiene en un estado de hambre. Si el pueblo llegara a ser próspero y tan culto como la burguesía, la dominación de esta última terminaría; y no habría lugar en lo sucesivo para un gobierno político, que  se  habría  transformado  entonces  en  un simple aparato para la administración de la economía[205].

Desintegración moral e intelectual de la burguesía. Las clases educadas, la nobleza, la burguesía —que en un tiempo florecieron y estuvieron a la cabeza de una civilización viva y progresiva en Europa— se han hundido actualmente en  el  sopor  vulgarizándose, haciéndose obesas  y cobardes hasta el extremo de representar únicamente los atributos más despreciables y viles de la naturaleza humana. Vemos que esas clases no son siquiera capaces de defender su independencia en un país tan  virtuoso como Francia ante la invasión alemana. Y en Alemania vemos que todas esas clases muestran el más abyecto servilismo hacia  su Kaiser[206].

Ningún burgués —ni siquiera el más rojo— desea una igualdad económica, porque esa igualdad implicaría su muerte[207].

La burguesía no ve ni comprende nada exterior al Estado y a los poderes reguladores del Estado. La altura de su ideal, de su imaginación y heroísmo, es la exageración revolucionaria del poder y la acción estatal en nombre de la seguridad pública[208].

 

Agonía fatal de una clase históricamente condenada. Como organismo político y social, tras haber rendido descollantes servicios a la civilización del mundo moderno, esta clase está condenada actualmente a muerte por la propia historia. Morir es el único servicio que todavía puede hacer a la humanidad, a quien sirvió durante su vida. Pero no quiere morir. Y esta negativa a la muerte es la única causa de su estupidez presente y de esa vergonzosa impotencia que ahora caracteriza a todas sus empresas políticas, nacionales e internacionales[209].

¿Está la burguesía en una completa bancarrota? ¿Ha llegado ya a la bancarrota la burguesía? Todavía no. ¿Ha perdido el gusto por la libertad y la paz? En absoluto. Sigue amando la libertad, a condición, naturalmente, de que esta libertad exista sólo para ella; es decir, que la burguesía conserve la libertad de explotar la esclavitud de las masas, las cuales —aun poseyendo bajo las constituciones actuales el derecho a la libertad, pero no los medios para disfrutarla— permanecen forzosamente esclavizadas bajo su yugo. En cuanto a la paz, jamás sintió la burguesía tanto su necesidad como actualmente. La paz armada, que gravita pesadamente sobre el mundo europeo, perturba, paraliza y arruina a la burguesía[210].

Reacción burguesa contra la dictadura militar. Gran parte de la burguesía está cansada del reinado de cesarismo y militarismo, que surgió en 1848 como consecuencia de su miedo al proletariado...

No hay duda de que la burguesía en su conjunto, incluyendo a la burguesía radical, no cree en el sentido propio del término en el cesarismo y el despotismo militar, cuyos efectos está ya deplorando. Tras haberse aprovechado de esta dictadura en su lucha contra el proletariado, expresa ahora el deseo de liberarse de ella. Nada más natural, pues este régimen la humilla y arruina. Pero ¿cómo puede liberarse de esta dictadura? En un tiempo fue valiente y poderosa; tenía el poder de conquistar mundos. Ahora es cobarde y débil, y afligida por la impotencia de la senectud. Es agudamente consciente de esta debilidad, y siente que por sí sola nada puede hacer. Necesita ayuda. Esta ayuda sólo puede proporcionársela el proletariado, y por eso piensa la burguesía que debe ganárselo para su bando.

La burguesía liberal y el proletariado. ¿Pero cómo puede ganarse al proletariado? ¿Con promesas de libertad e igualdad política? No, esas son palabras que ya no conmueven a los obreros. Han aprendido a su propia costa, y tras una dura experiencia, que esas palabras sólo significan la preservación de su esclavitud económica, a menudo más dura de lo que fue antaño... Si queréis conmover el corazón de esos miserables millones de esclavos del trabajo, habladles de su emancipación económica. Apenas hay un trabajador incapaz de comprender que ésta es la única base seria y real de todas las demás emancipaciones. En consecuencia, la mejor forma de aproximarse a los trabajadores es desde la perspectiva de las reformas económicas de la sociedad.

 Socialismo burgués. Los miembros de la Liga para la Paz y la Libertad se dirán: «Pues bien, llamémosnos también socialistas. Prometámosles reformas económicas y sociales, pero a condición de que respeten las bases de la civilización y la omnipotencia burguesa: propiedad individual y hereditaria, intereses para el capital y rentas de la tierra. Persuadámosles de que sólo a partir de esas condiciones —que, incidentalmente, aseguran nuestra dominación y la esclavitud del proletariado— podrán emanciparse los obreros.

Hemos de convencerles también de que para llevar adelante tales reformas sociales, es necesaria primero una buena revolución política, exclusivamente política, y tan roja como quieran en sentido político, con muchas cabezas cortadas si es necesario, pero con un respeto todavía mayor hacia la sacrosanta propiedad. En resumen, una revolución puramente jacobina que nos haga dueños de la situación; y una vez que nos hayamos hecho dueños y señores, daremos a los obreros lo que podamos y queramos darles. »

Rasgos distintivos de un socialista burgués. He aquí el signo infalible para que los obreros detecten a un falso socialista, a un socialista burgués. Si hablándole de la revolución o de la transformación social, dice que la transformación política debe preceder a la transformación económica; si niega que ambas cosas deben hacerse al mismo tiempo, o mantiene que la revolución política debe separarse en cierto modo de una plena y completa liquidación social emprendida de modo inmediato y directo, los obreros deben volverle la espalda: porque quien está hablando es un necio o un explotador hipócrita[211].

La burguesía no tiene fe en el futuro. Algo muy notable, observado y manifestado además por gran número de escritores de varias tendencias, es que actualmente sólo el proletariado posee un ideal constructivo, hacia el que aspira con la pasión todavía virgen de todo su ser. Ve delante de él una estrella, un sol que ilumina y ya le calienta (por lo menos, de modo imaginario) en su fe, que le muestra con una cierta claridad el camino a seguir, mientras todas las clases privilegiadas y supuestamente ilustradas se encuentran hundidas en una oscuridad pavorosa y desoladora. Estas últimas no ven nada por delante, no creen en nada ni aspiran a nada, salvo a la preservación perpetua del statu quo, mientras reconocen al mismo tiempo que este statu quo carece en absoluto de valor. Nada prueba mejor que esas clases están condenadas a morir y que el futuro pertenece al proletariado. Son los «bárbaros» (los proletarios) quienes representan ahora la fe en el destino humano y en el futuro de la civilización, mientras las «personas civilizadas» sólo encuentran su salvación en la barbarie, en la masacre de los comuneros y el retorno al Papa. Tales son los dos requerimientos finales de la civilización privilegiada[212].


5. LA LARGA ESCLAVITUD DEL PROLETARIADO

Al principio los hombres se devoraban entre sí como bestias salvajes. Entonces los más listos y fuertes empezaron a esclavizar a los demás. Más tarde, los esclavos se convirtieron en siervos. Y en un estadio posterior, los siervos se convirtieron en asalariados libres[213].

El proletariado es una clase de características bien definidas. El proletariado urbano y el campesinado constituyen el pueblo verdadero, aunque el proletariado esté naturalmente más avanzado que los campesinos. El proletariado... constituye una clase muy desgraciada y muy oprimida, pero al mismo tiempo una clase con características propias claramente marcadas. Como clase definida, está sujeta a la acción de una ley histórica e inevitable que determina el curso y la duración de toda clase de acuerdo con lo que ha hecho y cómo ha vivido en el pasado. Las individualidades colectivas, todas las clases, se agotan en la larga carrera, igual que los individuos[214].

Crisis económicas y proletariado. En países con industrias muy desarrolladas, especialmente Inglaterra, Francia, Bélgica y Alemania, desde la introducción de una maquinaria perfeccionada y la aplicación del vapor en la industria, y desde que apareció la producción fabril a gran escala, se hicieron inevitables las crisis comerciales, recurrentes en intervalos periódicos cada vez más breves. Donde la industria ha florecido en mayor grado, los obreros han debido enfrentarse con la amenaza periódica de morir de hambre. Naturalmente, esto dio lugar a crisis laborales, movimientos obreros y huelgas, primero en Inglaterra (en la década de 1820), luego en Francia (en la década de 1830), y por último en Alemania y Bélgica (en la década de 1840). La miseria generalizada, y su causa general, crearon en esos países poderosas asociaciones, al principio sólo de carácter local, para la ayuda mutua, la defensa y la lucha en común[215].

Internacionalismo proletario. El proletariado urbano y fabril, preso ya por su pobreza —como los esclavos—, a la localidad donde ha de trabajar, carece de intereses locales por carecer de propiedad. Todos sus intereses tienen un carácter general: no son siquiera nacionales, son internacionales. Porque la cuestión del trabajo y los salarios, única cuestión que les interesa de forma directa, real y viva, cuestión cotidiana que se ha convertido en centro y base de todas las demás —tanto sociales como políticas y religiosas— tiende a asumir hoy un carácter incondicionadamente internacional, por el simple desarrollo del poder omnipotente del capital en la industria y el comercio. Esto explica el sorprendente crecimiento de la Asociación Internacional de Trabajadores, que a pesar de haber sido fundada hace menos de seis años, ya tiene sólo en Europa más de un millón de miembros[216].

Aristocracia del trabajo. En todo país, entre los millones de obreros sin especializar, existe un estrato de individuos más desarrollados y cultos, que constituyen por ello una especie de aristocracia laboral. Esta aristocracia laboral está dividida en dos categorías, de las cuales una es muy provechosa y la otra bastante dañina.

La artesanía, residuo del medievo. Comencemos con la categoría dañina. Está constituida básica y casi exclusivamente por artesanos, y no por obreros fabriles. Sabemos que la situación del artesanado en Europa, aunque no pueda envidiarse, sigue siendo incomparablemente mejor que la de los obreros fabriles. Los artesanos no están explotados por el gran capital sino por el pequeño, que carece con mucho del poder para oprimir y humillar a sus obreros en la medida característica de las grandes concentraciones de capital dentro del mundo industrial. El mundo de los artesanos, del trabajo artesanal y no mecánico, representa un vestigio de la estructura económica medieval. Se ve desplazado cada vez más por la presión irresistible de la producción fabril en gran escala, que naturalmente intenta apoderarse de todas las ramas de la industria.

Pero donde subsiste la artesanía, los trabajadores ocupados en ella viven mucho mejor; y las relaciones entre los patronos no excesivamente opulentos, procedentes de la clase trabajadora, y sus obreros son más íntimas, más simples y patriarcales que en el mundo de la producción fabril. Por eso encontramos entre los artesanos a muchos semi-burgueses por hábitos y convicciones que esperan y pretenden, consciente o inconscientemente, convertirse en burgueses cien por cien.

Pero los mismos artesanos se subdividen en tres categorías. La más amplia y menos aristocrática —esto es, la menos afortunada de todas, en el sentido burgués— comprende a los menos especializados y a las profesiones más toscas (como los herreros, por ejemplo), que exigen una considerable fuerza física. Los trabajadores que pertenecen a esta categoría están más cerca que los demás, por sus tendencias y convicciones, de los obreros fabriles. Y entre ellos se mantienen e incluso se desarrollan los valiosos instintos revolucionarios. Allí encontramos frecuentemente a personas capaces de comprender en todas sus perspectivas e implicaciones los problemas de la emancipación universal de los trabajadores.

Hay una categoría intermedia que comprende oficios como carpinteros, tipógrafos, sastres, zapateros y otros muchos semejantes, para los cuales se requiere un cierto grado de educación y unos conocimientos específicos, o por lo menos un esfuerzo físico inferior, y que por ello dejan más tiempo para pensar. Entre esos obreros hay un mayor bienestar relativo y, en consecuencia, más altanería burguesa. Sus instintos revolucionarios son considerablemente más débiles que en la primera categoría, relativamente no especializada. Pero, por otra parte, encontramos allí a un mayor número de hombres que piensan y razonan, aunque a veces de modo errado, y que construyen conscientemente sus convicciones. Al mismo tiempo, esta categoría contiene una proporción notable de retóricos incapaces para la acción, porque su propensión a la charla vacía, y a veces la influencia de la vanidad o ambiciones personales, llegan a bloquear dicha acción, incluso conscientemente.

 

La categoría semi-burguesa. Por último, existe una tercera categoría de oficios manuales que produce bienes de lujo, y está vinculada por lo tanto a la existencia y preservación del mundo burgués adinerado. La mayor parte de los trabajadores pertenecientes a este medio está casi completamente imbuida de pasiones burguesas, de la arrogancia burguesa y de los prejuicios burgueses. Afortunadamente, representan una minoría insignificante dentro de la masa general de trabajadores. Pero donde predominan, la propaganda internacional avanza muy lentamente y con frecuencia asume una tendencia claramente antisocial, puramente burguesa. En esos círculos predomina el ansia de una felicidad exclusivamente personal, de una auto-promoción individual —es decir, burguesa— prescindiendo de la emancipación y la felicidad colectivas.

Los salarios de esta categoría de trabajadores son incomparablemente más elevados, y su trabajo es al mismo tiempo de un tipo más administrativo, ligero, limpio y respetable que en las dos primeras categorías. Este es el motivo de que haya más bienestar, más formación rudimentaria, más soberbia y vanidad entre ellos. Sólo se hacen socialistas durante las crisis comerciales que, en virtud del descenso consiguiente en los salarios, les recuerdan que no son burgueses, sino jornaleros.

El socialismo burgués encuentra su apoyo entre los  trabajadores de la tercera categoría. Se comprende que durante los últimos diez años, mientras el sistema cooperativo pacífico estaba todavía en la fase más alta de sus elevados sueños y esperanzas, el socialismo burgués encontrara su apoyo principal en el mundo de los artesanos, y no en el de los obreros fabriles, y muy especialmente en las dos últimas categorías, las más privilegiadas y próximas al mundo burgués. El fracaso universal del sistema cooperativo fue una lección beneficiosa para la dañina aristocracia laboral.

La verdadera aristocracia laboral: la vanguardia revolucionaria. Pero junto con estos estratos existe también una aristocracia de un tipo distinto, una aristocracia benéfica y útil, no surgida de la posición sino de la convicción, cuyo rasgo es una conciencia de clase revolucionaria y una pasión y una voluntad racionales y enérgicas. Los trabajadores que pertenecen a esta categoría son los mayores enemigos de toda aristocracia y todo privilegio, bien sea de la nobleza, de la burguesía o incluso de algunos grupos de trabajadores. Pueden llamarse aristócratas sólo en el sentido más literal y original de la palabra, en el sentido de ser las mejores personas. Y, en efecto, son las mejores personas, no sólo entre la clase trabajadora, sino en la sociedad en su conjunto. Combinan en sí mismos, en su comprensión de los problemas sociales, todas la ventajas del pensamiento libre e independiente, de los criterios científicos unidos a la sinceridad de un firme instinto popular.

Les resultaría bastante fácil elevarse por encima de su propia clase, convertirse en miembros de la casta burguesa y ascender desde las filas del pueblo ignorante, explotado y esclavizado al afortunado cotarro de los explotadores; pero el deseo de ese tipo de mejora personal es ajeno a ellos. Están imbuidos de una pasión por la solidaridad, y no comprenden libertad ni felicidad alguna salvo la que puede ser disfrutada junto con todos los millones de hermanos humanos esclavizados. Y es razonable que esos hombres disfruten de una influencia grande y fascinadora, aunque no buscada, sobre las masas de trabajadores. Añadid a esta categoría de trabajadores a quienes han roto con la clase burguesa y se han entregado a la gran causa de la emancipación del trabajo, y obtendréis lo que llamamos la aristocracia útil y benéfica del movimiento obrero internacional[217]

El humanismo proletario moderado por la firmeza. Si los verdaderos sentimientos humanos —tan degradados y falsificados en nuestros días por la hipocresía oficial y el sentimentalismo burgués— se conservan todavía en alguna parte, es sólo entre los trabajadores. Porque los trabajadores constituyen la única clase social verdaderamente generosa, demasiado generosa a veces, y demasiado olvidadiza de los crímenes atroces y las traiciones odiosas de que frecuentemente es víctima. El proletariado es incapaz de crueldad. Pero al mismo tiempo está movido por un instinto realista que le lleva directamente hacia la meta adecuada, y por un sentido común que le dice que si quiere poner fin a la maldad, es preciso doblegar y paralizar primero a los malvados[218].

Una clase indomable. No hay ahora poder en el mundo, no hay medios políticos o religiosos existentes capaces de detener el impulso hacia la emancipación económica y la igualdad social en el proletariado de ningún país, y especialmente en el de Francia[219].

La gran masa de obreros no especializados de Italia y otros países constituye en sí misma toda la vida, el poder y el futuro de la sociedad existente. Sólo unas pocas personas del mundo burgués se han unido a los trabajadores, sólo quienes han llegado a odiar con toda su alma el actual orden político, económico y social, han vuelto la espalda a la clase de la cual surgieron y han entregado todas sus energías a la causa del pueblo. Esas personas son pocas y se encuentran muy alejadas entre sí, pero son muy valiosas, por supuesto siempre que hayan matado dentro de sí toda ambición personal; en este caso, repito, son efectivamente muy valiosas. El pueblo les da vida, fuerza elemental y una base a partir de la cual extraer su sustento; a cambio, estas personas traen consigo su conocimiento positivo, el poder de abstracción y generalización, y las aptitudes organizativas, útiles para organizar sindicatos obreros, que a su vez crean la fuerza consciente de lucha sin la cual no es posible la victoria[220].

Posibles aliados del proletariado. Por muy profunda que sea nuestra antipatía hacia la burguesía moderna, por muy grande que sea el desprecio y la desconfianza que nos inspira, sigue habiendo dos categorías dentro de esta clase con relación a las cuales no perdemos la esperanza de verlas, al menos en parte, convertidas más pronto o más tarde por la propaganda socialista a la causa del pueblo. Una de ellas empujada por la fuerza de las circunstancias y las necesidades de su propia posición actual, y la otra por su temperamento generoso, parecen destinadas a tomar parte con nosotros en la liquidación de las iniquidades existentes y la construcción de un nuevo mundo.

Nos estamos refiriendo a la pequeña burguesía y a la juventud de las escuelas y universidades[221].


6. EL DÍA DE LOS CAMPESINOS ESTÁ AÚN POR VENIR

A excepción de Inglaterra y Escocia, donde no hay campesinos en el sentido estricto de la palabra, y a excepción también de Irlanda, Italia y España —donde están castigados por la pobreza, y son revolucionarios y socialistas sin ser siquiera conscientes de ello—, los campesinos de casi todos los países de Europa occidental, en especial los de Francia y Alemania, están contentos a medias con su posición.

Disfrutan o creen disfrutar de ciertas ventajas, e imaginan que sus intereses consisten en preservar tales ventajas frente a los ataques de una revolución social. Si no disponen de los verdaderos beneficios de la propiedad, tienen al menos un fatuo sueño al respecto. Además, están mantenidos sistemáticamente en una total ignorancia por los gobiernos y por todas las iglesias oficiales y oficiosas de los Estados. Los campesinos constituyen el fundamento principal, y casi único, sobre el que reposan la seguridad y el poder actual del Estado. En consecuencia, se han convertido en objeto de especial atención por parte de todos los gobiernos. Y la mente campesina está siendo trabajada por todas las agencias gubernamentales y eclesiásticas, que intentan cultivar en ella las tiernas flores de la fe y la lealtad cristiana hacia los monarcas existentes, y sembrar saludables semillas de odio hacia la ciudad.

Los campesinos son una clase revolucionaria en potencia. Sin embargo, a pesar de todo, los campesinos pueden ser excitados a la acción, y más pronto o más tarde así lo hará la Revolución Social. Esto es cierto por tres razones: 1. Debido a su civilización retrógrada o relativamente bárbara, han retenido en su integridad el temperamento simple y robusto, y la energía afín a la naturaleza popular. 2. Viven del trabajo de sus manos y están moralmente condicionados por ello, lo cual engendra en su interior un odio instintivo hacia todos los parásitos privilegiados del Estado y todos los explotadores del trabajo. 3. Por último, por ser trabajadores, tienen intereses comunes con los trabajadores urbanos, de quienes sólo están separados por sus prejuicios.

Una revolución de obreros y campesinos bajo la dirección del proletariado. Al principio, un gran movimiento, verdaderamente socialista y revolucionario puede sorprenderles; pero su instinto y su sentido común innato les harán comprender pronto que la Revolución Social no pretende despojarlos, sino conducir al triunfo, en todas partes y para todos, al derecho sagrado al trabajo, que debe establecerse sobre las ruinas del parasitismo privilegiado. Y cuando los trabajadores [industriales], inspirados por la pasión revolucionaria y abandonando el lenguaje pretencioso y escolástico de un socialismo doctrinario, vengan a decirles sencillamente y sin ninguna evasiva ni retórica lo que quieren; cuando vengan a las aldeas, no como maestros de escuela, sino como hermanos e iguales, provocando la revolución, pero no imponiéndola a los forzados de la tierra; cuando hayan entregado a las llamas todas las escrituras, pleitos, títulos de propiedad y rentas, deudas privadas, hipotecas y leyes criminales y civiles; cuando hayan hecho una hoguera con todos esos inmensos montones de cintas rojas, signo y consagración oficial de la pobreza y la esclavitud del proletariado; cuando los trabajadores hayan hecho todo esto, podemos estar seguros de que los campesinos les comprenderán y se alzarán junto a ellos.

Pero para que los campesinos se alcen en rebelión es absolutamente necesario que los obreros urbanos tomen la iniciativa en este movimiento revolucionario, pues solo entre los trabajadores de la ciudad se encuentran unidos en la actualidad el instinto, la conciencia clara, la idea y la voluntad consciente de la Revolución Social. En consecuencia, todo el peligro que actualmente amenaza la existencia de los Estados se centra fundamentalmente en el proletariado urbano[222].

El campesinado y los comunistas. Para los comunistas o socialdemócratas de Alemania, el campesinado, cualquier campesinado, toma el partido de la reacción; y el Estado, cualquier Estado, incluso el Estado bismarckiano, es una plataforma para la revolución. No pretendemos difamar a los socialdemócratas alemanes en esta cuestión. Hemos citado a este respecto discursos, panfletos, artículos de revista, y hasta sus cartas, como prueba de nuestro aserto. En general, los marxistas no pueden pensar de otra manera: siendo como son defensores del Estado, han de condenar cualquier revolución de un alcance y carácter verdaderamente popular, en especial una revolución campesina, que es anarquista por naturaleza y avanza en directo hacia la destrucción del Estado. Y en este odio hacia la rebelión campesina, los marxistas entran en una coincidencia llamativa con todos los estratos y partidos de la sociedad burguesa alemana[223].

Solidaridad básica de los campesinos y obreros. No debiéramos olvidar que los campesinos de Francia —o cuando menos una gran mayoría de ellos— viven de su propio trabajo, aunque posean sus tierras. Esto es lo que les separa esencialmente de la clase burguesa, cuya gran mayoría vive de la explotación lucrativa del trabajo de las masas populares. Y esta circunstancia misma unifica a los campesinos con los obreros de la ciudad, a pesar de la diferencia de sus posiciones —diferencia claramente perjudicial para los obreros— y la diferencia de ideas, que desemboca demasiado a menudo en incomprensiones en cuestiones de principios.

El esnobismo proletario, dañino para la causa de la unidad entre los campesinos y los obreros. Lo que aleja, ante todo, a los campesinos de los trabajadores de las ciudades es una cierta aristocracia de la inteligencia bastante mal fundada, que los obreros exhiben jactanciosamente ante los campesinos. Los obreros son, sin duda, bastante más cultos, están más desarrollados en su mente, en sus conocimientos e ideas, y en nombre de esta pequeña superioridad científica tratan a veces a los campesinos con condescendencia, mostrando abiertamente su desprecio hacia ellos. Los obreros están muy equivocados al adoptar esta actitud, porque en este terreno, y en apariencia con mucha mayor razón, los burgueses, que están mucho más civilizados y desarrollados, podrían despreciarles a ellos. Como sabemos, los burgueses no dejan pasar, desde luego, ninguna ocasión de destacar su superioridad[224].

En interés de la revolución, los obreros deberían abandonar todo desdén hacia los campesinos. Frente al explotador burgués, el obrero debería sentirse hermano del campesino[225].

La unidad revolucionaria de los obreros y campesinos conducirá a la abolición de las clases. En la mayor parte de Italia, los campesinos son pobres de solemnidad, mucho más pobres que los obreros de las ciudades. No son propietarios como los campesinos franceses, lo cual es por supuesto muy beneficioso desde el punto de vista de la Revolución. De hecho, sólo en unas pocas regiones los campesinos consiguen ganarse malamente la vida como recolectores de cosechas. Este es el motivo de que las masas del campesinado italiano constituyan ya un ejército grande y poderoso de la Revolución Social. Dirigido por el proletariado urbano y organizado por la juventud socialista revolucionaria, este ejército será invencible.

En consecuencia, queridos amigos, al mismo tiempo que organizáis a los obreros de las ciudades, debéis utilizar todos los medios a vuestra disposición para romper el hielo que separa al proletariado urbano de la población de las aldeas, y para unificar y organizar a ambas clases en una. Y todas las demás clases desaparecerán de la faz de la tierra, no como individuos sino como clases[226].


7. EL ESTADO: PERSPECTIVA GENERAL

¿El Estado es la encarnación del interés general?

¿Qué es el Estado? Los metafísicos y los juristas cultos nos dicen que es una cuestión pública: representa el bienestar colectivo y los derechos de todos, opuestos a la acción desintegradora de los intereses egoístas y las pasiones del individuo. Es la realización de la justicia, la moralidad y la virtud sobre esta tierra. En consecuencia, no hay deber más grande o más sublime por parte del individuo que ofrecerse, sacrificarse y morir, si es necesario, por el triunfo y el poderío del Estado.

Aquí tenemos en pocas palabras la teología del Estado. Veamos entonces si esta teología política no oculta bajo su aspecto atractivo y poético realidades más vulgares y sórdidas.

Análisis de la idea del Estado. Analicemos primero la idea del Estado tal como aparece en sus apologistas. Representa el sacrificio de la libertad natural y los intereses de cada uno —de los individuos y de las colectividades relativamente pequeñas, asociaciones, comunas y provincias— ante los intereses y la libertad de todos, ante la prosperidad del gran conjunto.

Pero esta totalidad, este gran conjunto, ¿qué es en realidad? Es una aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades humanas menores comprendidos en él. Y si este conjunto, para su propia constitución, exige el sacrificio de los intereses individuales y locales, ¿cómo puede entonces representarlos realmente en su totalidad?

Una universalidad exclusiva, pero no inclusiva. No se trata, por tanto, de un conjunto viviente que proporcione a cada uno la oportunidad de respirar libremente y que llegue a ser más rico, libre y poderoso cuanto más amplio resulte el desarrollo de la libertad y la prosperidad de todos en su seno. No es una sociedad humana natural que apoye y refuerce la vida de cada uno mediante la vida de todos. Al contrario, es la inmolación de todo individuo y de las asociaciones locales; es una abstracción destructiva para una sociedad viviente; es la limitación, o más bien la negación completa de la vida y los derechos de todas las partes que integran el conjunto con arreglo al supuesto interés de todos. Es el Estado el altar de la religión política donde se inmola siempre la sociedad natural: una universalidad devoradora que subsiste a partir de sacrificios humanos, como la Iglesia. El Estado, lo repito otra vez, es el hermano menor de la Iglesia[227].

La premisa de la teoría del Estado es la negación de la libertad humana. Pero si los metafísicos afirman que los hombres —en especial quienes creen en la inmortalidad del alma— están fuera de la sociedad de seres libres, llegamos inevitablemente a la conclusión de que los hombres sólo puede unificarse en una sociedad al precio de su propia libertad, de su independencia natural; sacrificando sus intereses personales primero, y sus intereses locales después. Por consiguiente, la auto-renuncia y el auto-sacrificio son tanto más imperativos cuanto más numerosa es la sociedad y más compleja su organización.

En este sentido, el Estado es la expresión de todos los sacrificios individuales. Dado este origen abstracto y al mismo tiempo violento, debe continuar limitando la libertad en una medida creciente, y haciéndolo en nombre de esa falsedad llamada «el bien del pueblo», que en realidad representa exclusivamente los intereses de la clase dominante. De este modo, el Estado aparece como la negación y aniquilación inevitable de toda libertad, y de todos los intereses individuales y colectivos[228].

La abstracción del Estado esconde el factor concreto de la explotación de clases. Es evidente que todos los llamados intereses generales de la sociedad supuestamente representada por el Estado, que en realidad son sólo la negación general y permanente de los intereses positivos de las regiones, comunas, asociaciones, y de gran número de individuos subordinados al Estado, constituyen una abstracción, una ficción y una falsedad, y que el Estado es cómo un gran matadero y un enorme cementerio, donde a la sombra y con el pretexto de esta abstracción todas las aspiraciones mejores y las fuerzas vivas de un país son mojigatamente inmoladas y enterradas. Y puesto que las abstracciones no existen en sí ni por sí, puesto que carecen de pies para andar, manos para crear o estómagos para digerir la masa de víctimas entregada a su consumo, está claro que, lo mismo que la abstracción religiosa o celestial de Dios representa en realidad los intereses muy positivos y reales del clero, el complemento terrenal de Dios —la abstracción política del Estado— representa los intereses no menos positivos y reales de la burguesía, que actualmente es la principal, si no la única clase explotadora...[229]

La Iglesia y el Estado. Para demostrar la identidad del Estado y la Iglesia, pediré al lector que observe que los dos se basan esencialmente sobre la idea del sacrificio de la vida y los derechos naturales, y ambos parten del mismo principio: la maldad natural de los hombres que, según la Iglesia, sólo puede ser vencida por la Gracia Divina y mediante la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, sólo a través de la ley y la inmolación del individuo sobre el altar del Estado. Ambas instituciones intentan transformar al hombre: una en un santo, y la otra en un ciudadano. Pero el hombre natural ha de morir, porque su condena la decretan unánimemente la religión de la Iglesia y la religión del Estado.

Tal es, en su pureza ideal, la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura abstracción; pero toda abstracción histórica presupone hechos históricos. Y estos hechos poseen un carácter enteramente real y brutal: violencia, expolio, conquista, esclavización. La naturaleza del hombre le lleva a no contentarse con la simple realización de ciertos actos; siente también la necesidad de justificarlos y legitimarlos ante los ojos de todo el mundo. Así, la religión vino en el momento oportuno a dar su bendición a los hechos consumados, y debido a esta bendición los hechos inicuos y brutales se transformaron en «derechos».

 

Abstracción del Estado en la vida real. Veamos ahora qué papel jugó y sigue jugando en la vida real, en la vida humana, esta abstracción del Estado, paralela a la abstracción histórica llamada Iglesia. El Estado, como he dicho antes, es efectivamente un gran cementerio donde se sacrifican todas las manifestaciones de la vida individual y local, donde mueren y son enterrados los intereses de las partes integrantes del todo. Es el altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se sacrifican a la grandeza política; y cuanto más completo es este sacrificio, más perfecto es el Estado. De ello deduzco que el imperio ruso es un Estado par excellence, un Estado sin retórica ni sutilezas verbales, el más perfecto de Europa. Por el contrario, todos los Estados donde se permite respirar algo al pueblo son desde el punto de vista ideal Estados incompletos, lo mismo que son deficientes las demás Iglesias en comparación con la Católica Romana.

El cuerpo sacerdotal del Estado. El Estado es una abstracción que devora la vida del pueblo. Pero a fin de que pueda nacer esa abstracción, de que pueda desarrollarse y continuar existiendo en la vida real, es necesario que exista un cuerpo colectivo real interesado en el mantenimiento de su existencia. Esa función no pueden realizarla las masas del pueblo, pues ellas son precisamente las víctimas del Estado. Debe realizarla un cuerpo privilegiado, el cuerpo sacerdotal del Estado, la clase gobernante y poseedora cuya posición en el Estado es idéntica a la posición de la clase sacerdotal en la Iglesia.

El Estado no podría existir sin un cuerpo privilegiado. En efecto, ¿qué vemos a lo largo de la historia? El Estado ha sido siempre el patrimonio de alguna clase privilegiada: la clase sacerdotal, la nobleza, la burguesía; y al final, cuando todas las demás clases se han agotado, entra en escena la clase burocrática y entonces el Estado cae —o se eleva, si lo preferís así— al estatuto de una máquina. Pero para la salvación del Estado es absolutamente necesario que exista alguna clase privilegiada, con interés en mantener su existencia[230].

Las teorías liberales y absolutistas del Estado. El Estado no es un producto directo de la Naturaleza; no precede —como la sociedad— al despertar del pensamiento en el hombre. Según los escritores políticos liberales, el primer Estado lo creó la voluntad libre y consciente del hombre; según los absolutistas, el Estado es una creación divina. En ambos casos domina a la sociedad y tiende a absorberla por completo.

En el segundo caso [el de la teoría absolutista], esta absorción es evidente por sí misma: una institución divina debe devorar necesariamente a todas las organizaciones naturales. Lo más curioso en este caso es que la escuela individualista, con su teoría del contrato libre, conduce al mismo resultado. De hecho, esta escuela empieza negando la existencia misma de una sociedad natural anterior al contrato, pues tal sociedad supondría la existencia de relaciones naturales entre los individuos y, por lo tanto, de una limitación reciproca de sus libertades, contraria a la libertad absoluta supuestamente disfrutada —según esta teoría— antes de concluir el contrato, y que en definitiva no sería más que ese mismo contrato, existiendo como un hecho natural y previo al contrato libre. Con arreglo a esta teoría, la sociedad humana sólo comenzó con la consumación del contrato; pero entonces, ¿qué es esta sociedad? Es la realización pura y lógica del contrato, con todas sus tendencias implícitas y sus consecuencias legislativas y prácticas: es el Estado.

El Estado es la suma de negaciones de la libertad individual. Veamos el asunto más de cerca. ¿Qué representa el Estado? La suma de negaciones de las libertades individuales de todos sus miembros; o la suma de sacrificios hechos por todos sus miembros renunciando a una parte de su libertad en favor del bien común. Hemos visto que, según la teoría individualista, la libertad de cada uno es el límite o, si se prefiere, la negación natural de la libertad de todos los demás. Y es esta limitación absoluta, esta negación de la libertad de cada uno en nombre de la libertad de todos o del bien común, lo que constituye el Estado. Por ello, donde comienza el Estado cesa la libertad individual, y viceversa.

La libertad es indivisible. Se alegará que el Estado, representante del bien público o del interés común a todos, suprime una parte de la libertad de cada uno para asegurar la parte restante de esta misma libertad. Pero este remanente será como mucho seguridad, en modo alguno libertad. Porque la libertad es indivisible; no es posible suprimir en ella una parte sin destruirla en su conjunto. Esta pequeña parte de libertad que está siendo limitada es la esencia misma de mi libertad, es todo. Por un movimiento natural, necesario e irresistible, toda mi libertad se concentra precisamente en esa parte que está siendo reprimida, aunque sea pequeña.

El sufragio universal no es garantía de libertad. Pero se nos dice que el Estado democrático, basado sobre el sufragio universal y libre de todos los ciudadanos, no puede sin duda ser la negación de su libertad. ¿Y por qué no? Esto depende por completo de la misión y el poder delegado por los ciudadanos en el Estado. Y un Estado republicano, basado sobre el sufragio universal, puede ser extraordinariamente despótico, incluso más despótico que un Estado monárquico, cuando bajo el pretexto de representar la voluntad de todos hace caer sobre la voluntad y el movimiento libre de cada miembro el peso abrumador de su poder colectivo.

¿Quién es el árbitro supremo del bien y el mal? Pero el Estado, se nos contestará, restringe la libertad de sus miembros sólo en la medida en que esta libertad está inclinada a la injusticia y a la perversidad. El Estado impide que sus miembros maten, roben y se ofendan entre sí; y en general evita que hagan el mal, dándoles a cambio una plena y completa libertad para hacer el bien. ¿Pero qué es el bien y qué es el mal?[231].


8. ANÁLISIS DEL ESTADO MODERNO

Capitalismo y democracia representativa. La producción capitalista moderna y la especulación bancaria exigen para su pleno desarrollo un gran aparato estatal centralizado, pues sólo él es capaz de someter a su explotación a los millones de asalariados.

Una organización federal establecida de abajo a arriba y formada por asociaciones y grupos de trabajadores, por comunas urbanas y rurales, y por regiones y pueblos, es la única condición de una libertad real y no ficticia, aunque representa justamente lo contrario de la producción capitalista y de todo tipo de autonomía económica. Pero la producción capitalista y la especulación bancaria se llevan muy bien con la llamada democracia representativa; porque esta forma moderna del Estado, basada sobre una supuesta voluntad legislativa del pueblo, supuestamente expresada por los representantes populares en asambleas supuestamente populares, unifica en sí las dos condiciones necesarias para la prosperidad de la economía capitalista: centralización estatal y sometimiento efectivo del Soberano —el pueblo— a la minoría que teóricamente le representa, pero que prácticamente le gobierna en lo intelectual e invariablemente le explota.

El Estado moderno debe tener un aparato militar centralizado. El Estado moderno, en su esencia y en sus metas, es necesariamente un Estado militar, y un Estado militar se ve llevado por su propia lógica a convertirse en un Estado conquistador. Si no conquista, será conquistado por otros, y esto es cierto por el simple motivo de que donde hay fuerza, debe manifestarse de algún modo. De aquí se deduce que el Estado moderno debe ser invariablemente un Estado grande y poderoso; sólo bajo esta condición indispensable puede preservarse a sí mismo.

La dinámica del Estado y la del capitalismo son idénticas. Lo mismo que la producción capitalista y la especulación bancaria, que a la larga engulle tal producción, deben expandirse incesantemente, bajo amenaza de quiebra, a expensas de las pequeñas empresas financieras y productivas, convirtiéndose en empresas monopolísticas universales diseminadas por todo el orbe, también el Estado moderno y forzosamente militar se ve empujado por un impulso irreprimible a convertirse en un Estado universal. Pero un Estado universal, cosa desde luego imposible, sólo puede existir sin iguales; la coexistencia de dos Estados semejantes resulta absolutamente imposible.

Monarquía y república. La hegemonía es sólo una manifestación modesta, posible de acuerdo con las circunstancias, de este impulso irrealizable inmanente a todo Estado. Y la primera condición de esta hegemonía es la impotencia relativa y el sometimiento de todos los Estados vecinos[232]. En la hora actual, de la máxima gravedad en sus implicaciones, un Estado fuerte sólo puede tener un fundamento: la centralización militar y burocrática. En este sentido, la diferencia esencial entre una monarquía y una república democrática se reduce a lo siguiente: en una monarquía el mundo burocrático oprime y explota al pueblo para mayor beneficio de las clases poseedoras privilegiadas, y también para el suyo propio, y todo ello lo hace en nombre del monarca; en una república, la misma burocracia hará exactamente lo mismo, pero en nombre de la voluntad del pueblo. En una república el llamado pueblo, el pueblo legal, supuestamente representado por el Estado, ahoga y seguirá ahogando al pueblo efectivo y viviente. Pero poco mejor se sentirá el pueblo si el palo con el que se le pega se llama El Palo del Pueblo.

Ningún Estado puede satisfacer las aspiraciones del pueblo. Por democrático que pueda ser en su forma, ningún Estado —ni siquiera la república política más roja, que es una república popular en el mismo sentido que la falsedad definida como representación popular— puede proporcionar al pueblo lo que necesita, es decir, la libre organización de sus propios intereses de abajo arriba, sin interferencia, tutela o violencia de los estratos superiores. Porque todo Estado, hasta el más republicano y democrático —incluyendo el Estado supuestamente popular concebido por el señor Marx— es esencialmente una máquina para gobernar a las masas desde arriba, a través de una minoría inteligente y por tanto privilegiada, que supuestamente conoce los verdaderos intereses del pueblo mejor que el propio pueblo.

El inmanente antagonismo hacia el pueblo lleva a la violencia. De este modo, incapaces de satisfacer las exigencias del pueblo o de suprimir la pasión popular, las clases poseedoras y gobernantes sólo tienen un medio a su disposición: la violencia estatal, en una palabra, el Estado, porque el Estado implica violencia, un gobierno basado sobre una violencia disfrazada o, en caso necesario, abierta y sin ceremonias[233].

El Estado, cualquier Estado —aunque esté vestido del modo más liberal y democrático— se basa forzosamente sobre la dominación y la violencia, es decir, sobre un despotismo que no por ser oculto resulta menos peligroso[234].

 

Militarismo y libertad. Ya hemos dicho que la sociedad no puede conservarse como Estado sin asumir el carácter de un Estado conquistador. La misma competencia que en el campo económico aniquila y devora el capital, las empresas industriales y las propiedades inmuebles pequeñas e incluso medianas en favor del gran capital, las grandes fábricas y establecimientos comerciales, actúa también en las vidas de los Estados y conduce a la destrucción y absorción de los Estados medios y pequeños en beneficio de los imperios. Por ello, todo Estado, si quiere disfrutar de una verdadera independencia y no sólo de una independencia nominal sufriendo a sus vecinos, debe convertirse inevitablemente en un Estado conquistador.

Pero ser un Estado conquistador significa verse en la necesidad de someter a muchos millones de personas. Y esto requiere el desarrollo de una enorme fuerza militar. Y donde prevalece la fuerza militar, debe desaparecer la libertad, en especial la libertad y el bienestar del pueblo trabajador[235].

La expansión del Estado conduce a un incremento del abuso. Algunos creen que cuando el Estado se ha ampliado y su población se dobla, triplica o multiplica por diez, va haciéndose más liberal, y que sus instituciones, las condiciones de su existencia y su acción gubernamental se harán más populares en cuanto a su carácter y más en armonía con los instintos del pueblo. Pero ¿sobre qué se basan esta esperanza y esta suposición? ¿Sobre la teoría? Sin embargo, en el terreno teórico es bastante obvio que cuanto mayor sea el Estado, cuanto más complejo sea su organismo y más ajeno se haga al pueblo —inclinándose por ello más sus intereses en dirección opuesta a los intereses de las masas del pueblo— mayor será la opresión popular y más lejos estará el gobierno de una genuina autonomía popular.

¿O es que las expectativas se basan sobre la experiencia práctica de otros países? Para contestar a esta pregunta, basta mencionar el ejemplo de Rusia, Austria, la Prusia expandida, Francia, Inglaterra, Italia, e incluso los Estados Unidos de América, donde todo está bajo el control administrativo de una clase especial y enteramente burguesa, sometido al control de los llamados políticos o comerciantes en política, mientras las grandes masas de trabajadores viven en condiciones que son tan miserables y aterradoras como las dominantes en los Estados monárquicos[236].

El control social del poder estatal como garantía necesaria para la libertad. La sociedad moderna está tan convencida de esta verdad —según la cual todo poder político, sea cual fuere su origen y su forma, tiende necesariamente hacia el despotismo— que en cualquier país donde consigue emanciparse en alguna medida del Estado se apresura a someter al gobierno a un control lo más severo posible, incluso cuando éste ha brotado de una revolución y de elecciones populares. Sitúa la salvaguarda de la libertad en una organización de control real y seria que se ejerce por la voluntad y la opinión popular sobre los hombres investidos de autoridad pública. En todos los países que disfrutan de gobiernos representativos, la libertad sólo puede ser efectiva cuando este control es efectivo. Por el contrario, cuando tal control es ficticio, la libertad del pueblo se convierte también en una pura ficción[237].

Los mejores hombres se corrompen fácilmente, sobre todo cuando el propio medio promueve la corrupción de los individuos por una falta de control serio y oposición permanente[238].

La falta de oposición permanente y de control continuo se convierte inevitablemente en un germen de depravación moral para todos los individuos, que se encuentran investidos con algún poder social[239].

La participación en el gobierno como fuente de corrupción. Muchas veces se ha establecido como verdad general que para cualquiera, incluso para el hombre más liberal y popular, basta pasar a formar parte de la maquinaria gubernamental para sufrir un cambio completo de aspecto y actitud. Si esa persona no se ve frecuentemente fortalecida y revitalizada por los contactos con la vida del pueblo; si no se ve obligada a actuar abiertamente en condiciones de plena publicidad; si no está sometida a un régimen saludable e ininterrumpido de control y crítica popular destinado a recordarle constantemente que no es el amo, ni siquiera el guardián de las masas, sino sólo su delegado o el funcionario elegido, sujeto siempre a revocación; si no se encuentra ante tales condiciones, corre el peligro de corromperse profundamente al tratar sólo con aristócratas como él, y corre también el peligro de hacerse un estúpido vano y pretencioso, saturado enteramente con el sentimiento de su ridícula importancia[240].

El sufragio universal como intento de control popular; el ejemplo suizo. Sería fácil demostrar que en ninguna parte de Europa hay un verdadero control por parte del pueblo. Pero nos limitaremos a Suiza, y veremos cómo se está aplicando este control...

... Hacia el período de 1830 los cantones más avanzados de Suiza intentaron garantizar la libertad introduciendo el sufragio universal... Una vez establecido este sufragio universal, se generalizó la creencia de que desde entonces quedaba firmemente asegurada la libertad para la población. Sin embargo, esto resultó ser una gran ilusión, y podemos decir que la realización de esa ilusión condujo en algunos cantones al hundimiento y en todas partes a la desmoralización, actualmente tan flagrante, del Partido Radical... [este partido] actuó movido realmente por la fuerza de sus convicciones cuando prometió la libertad al pueblo mediante el sufragio universal...

Y, de hecho, todo parecía muy natural y muy simple: si el poder legislativo y el ejecutivo emanan directamente de las elecciones populares, ¿no serán la pura expresión de la voluntad del pueblo, y esta voluntad puede producir algo distinto de la libertad y la prosperidad popular?[241].

 

El sufragio universal bajo el capitalismo. Confieso abiertamente, querido amigo, que no comparto la supersticiosa devoción de sus burgueses liberales o sus republicanos burgueses por el sufragio universal... Mientras el sufragio universal se ejerza en una sociedad donde el pueblo, la masa de trabajadores, está ECONÓMICAMENTE dominada por una minoría que controla de modo exclusivo la propiedad y el capital del país, por libre e independiente que pueda ser el pueblo en otros aspectos o parezca serlo desde el punto de vista político, esas elecciones realizadas bajo condiciones de sufragio universal sólo pueden ser ilusorias y antidemocráticas en sus resultados, que invariablemente se revelarán absolutamente opuestos a las necesidades, a los instintos y a la verdadera voluntad de la población.

El sufragio universal en la historia pasada. Y todas las elecciones celebradas tras el coup d'etat de diciembre*, con participación directa del pueblo francés, ¿no fueron en sus resultados abiertamente contrarias a los intereses del pueblo? ¿Y no ofreció el último plebiscito imperial siete millones de votos positivos para el Emperador? Se alegará sin duda que el sufragio universal no se ha ejercitado libremente jamás bajo el Imperio, en la medida en que la libertad de prensa y la libertad de asociación —condiciones esenciales de la libertad política— han sido proscritas para entregar al pueblo indefenso a la corrupción de una prensa subvencionada y una administración infame. Concedamos esto; pero las elecciones de 1848 para la Asamblea Constituyente y el puesto de Presidente, y también las celebradas en mayo de 1849 para la Asamblea Legislativa fueron, según creo, absolutamente libres. Se produjeron sin presión indebida ni intervención del gobierno, bajo condiciones de la máxima libertad. ¿Y qué produjeron? Nada salvo la reacción[242].

Por qué los trabajadores no pueden hacer uso de la democracia política. Hemos de amar mucho las ilusiones para imaginar que los trabajadores —en las condiciones sociales y económicas en que ahora se encuentran— pueden aprovechar plenamente o hacer un uso serio y real de su libertad política. Para ello les faltan dos «pequeñas» cosas: ocio y medios materiales...

Sin duda, los trabajadores franceses no eran indiferentes ni estaban faltos de inteligencia, pero a pesar del sufragio universal más completo, debieron dejar el campo de acción a la burguesía. ¿Por qué? Porque carecían de los medios materiales necesarios para transformar en realidad la libertad política, porque seguían siendo esclavos forzados a trabajar por el hambre, mientras los burgueses radicales, liberales e incluso conservadores —algunos republicanos de fecha reciente y otros convertidos en vísperas de la Revolución— seguían yendo y viniendo, agitando, arengando y conspirando libremente. Algunos podían hacerlo debido a ingresos procedentes de rentas u otra variedad lucrativa de ingresos burgueses, y otros los recibían del presupuesto estatal, que naturalmente preservaban e incluso incrementaban en una medida inusitada.

Los resultados son bien conocidos: primero los días de junio y más tarde, como secuela necesaria, los días de diciembre[243].

Proudhon y el sufragio universal. «Uno de los primeros actos del Gobierno Provisional [de 1848]», dice Proudhon*, «un acto que despertó el mayor de los aplausos, fue la aplicación del sufragio universal. El mismo día de promulgarse el decreto escribimos precisamente estas palabras que entonces pudieron pasar por una paradoja: el sufragio universal    es la contrarrevolución. Los acontecimientos siguientes permiten juzgar si estábamos en lo cierto. Las elecciones de 1848, en su gran mayoría, las ganaron sacerdotes, legitimistas y partidarios de la monarquía, los elementos más reaccionarios y retrógrados de Francia. Y no podía ser de otro modo».

No, no podía ser de otro modo, y esto será verdad en una medida todavía mayor mientras prevalezca la desigualdad de condiciones económicas y sociales en la organización de la sociedad, y mientras ésta siga dividida en dos clases, una de las cuales —la clase explotadora y privilegiada— disfruta de todas las ventajas de la fortuna, la educación y el ocio, mientras a la otra clase —donde se encuentra toda la masa del proletariado— sólo le corresponde el trabajo forzado y monótono, la ignorancia y la pobreza, con su necesario acompañamiento: la esclavitud de hecho, ya que no de derecho.

Grandes paradojas a las que el proletariado debe hacer frente en la democracia política. Sí, efectivamente la esclavitud; pues por amplios que puedan ser en su horizonte los derechos políticos concedidos a esos millones de proletarios asalariados— verdaderos galeotes del hambre—, jamás lograréis apartarlos de la influencia perniciosa y el dominio natural de diversos representantes de las clases privilegiadas, comenzando por el predicador y terminando por el republicano burgués del tipo más rojo o jacobino. Estos representantes —aunque puedan parecer divididos, o incluso estarlo en cuanto a cuestiones políticas— se encuentran, a pesar de todo, unidos por un interés común y supremo: la explotación de la miseria, la ignorancia, la inexperiencia política y la buena fe del proletariado en beneficio de la dominación económica de las clases poseedoras.

¿Cómo podría resistir el proletariado urbano y rural las intrigas políticas de los clérigos, la nobleza y la burguesía? Sólo tiene un arma de auto-defensa: su instinto, que tiende casi siempre a estar en lo cierto, porque esa clase es la víctima principal —si no la única— de la iniquidad y de todas las falsedades que reinan soberanas en la sociedad existente. Puesto que está oprimida por el privilegio, exige espontáneamente la igualdad para todos.

 

Los obreros carecen de educación, ocio y conocimiento de los asuntos. Pero el instinto no es suficiente como arma para salvaguardar al proletariado de las maquinaciones reaccionarias de la clase privilegiada. Librado a sí mismo, y no transformado en un pensamiento conscientemente reflexivo y claramente determinado, se deja llevar fácilmente por la falsificación, la distorsión y el engaño. Pero es imposible que se eleve a este estado de auto-conciencia sin ayuda de la educación, de la ciencia; y ciencia, conocimiento de los asuntos y las personas, y experiencia política, son cosas de las que carece completamente el proletariado. La consecuencia puede preverse fácilmente: el proletariado quiere una cosa, pero aprovechándose de su ignorancia los astutos le hacen realizar otra bien distinta, sin que sospeche siquiera que está realizando lo contrario de su deseo. Y cuando al fin se da cuenta, suele ser por lo general demasiado tarde para poner coto a ese error, del cual se convierte de forma natural, necesaria e invariable en la primera y principal víctima[244].

Los diputados trabajadores pierden su aspecto proletario. Pero se nos dice que los obreros, instruidos por la experiencia, no volverán a elegir a la burguesía como representante en las Asambleas Constituyente y Legislativa; al contrario, enviarán simples trabajadores. Aunque sean pobres, los trabajadores pueden de algún modo rebañar lo suficiente para el mantenimiento de sus diputados parlamentarios. ¿Y sabéis cuál será el resultado? El resultado inevitable será que los diputados obreros, transferidos a un medio puramente burgués y a una atmósfera de ideas políticas puramente burguesas, dejando de hecho de ser obreros para convertirse en hombres de estado, adoptarán concepciones propias de la clase media, quizá incluso en mayor grado que los mismos burgueses.

Porque los hombres no crean las situaciones; son las situaciones las que crean a los hombres. Sabemos por experiencia que los obreros burgueses no suelen ser con frecuencia menos egoístas que los explotadores burgueses, ni menos dañinos para la Internacional que los socialistas burgueses; y tampoco son menos ridículos en su vanidad que los plebeyos burgueses ascendidos a la nobleza.

La libertad política sin el socialismo es un fraude. Sea lo que sea lo que se diga o se haga, hay una cosa clara: mientras los trabajadores permanezcan en su estado actual, les será imposible libertad alguna. A quienes piden libertades políticas sin tocar la ardiente cuestión del socialismo, sin articular siquiera la frase «liquidación social», que pone a temblar a los burgueses, les convendría escuchar lo siguiente: «Conquistad primero esta libertad para nosotros para que podamos usarla más tarde contra vosotros»[245].

Bajo el capitalismo, la burguesía está mejor equipada que los trabajadores pata hacer uso de la democracia parlamentaria. Es cierto que la burguesía sabe mejor que el proletariado lo que quiere y lo que debe querer. Esto es verdad por dos razones: primero, porque es más culta, porque tiene más ocio y muchos más medios de todo tipo para conocer a las personas a las que elige; y segundo, y esta es la razón principal, porque el propósito que persigue no es nuevo ni inmensamente vasto en sus fines, como acontece con el del proletariado. Al contrario, es un propósito conocido y completamente determinado por la historia y por todas las condiciones de la situación actual de la burguesía; no es más que la preservación de su dominio político y económico. Esto se plantea de modo tan claro que resulta bastante fácil adivinar y saber cuál entre los candidatos solicitantes de los votos electorales burgueses es capaz de servir bien a sus intereses. En consecuencia es seguro, o casi seguro, que la burguesía estará siempre representada de acuerdo con sus deseos más íntimos.

Las clases no renuncian a sus privilegios. Pero no es menos cierto que esta representación, excelente desde el punto de vista de la burguesía, resultará detestable desde el punto de vista de los intereses populares. Al ser los intereses de la burguesía absolutamente opuestos a los de las masas trabajadoras, es seguro que un Parlamento burgués nunca podrá hacer más que legislar la esclavitud del pueblo y votar todas aquellas medidas cuya meta sea la perpetuación de su pobreza e ignorancia. De hecho, hemos de ser extremadamente ingenuos para creer que un Parlamento burgués podría votar libremente en favor de la emancipación intelectual, material y política del pueblo. ¿Ha sucedido alguna vez en la historia que un cuerpo político, una clase privilegiada, se suicidase o sacrificase el menor de sus intereses y de sus llamados derechos por amor a la justicia y la libertad?

Creo haber indicado ya que incluso la famosa noche del 4 de agosto, cuando la nobleza de Francia sacrificó generosamente sus intereses ante el altar de la patria, no fue sino una consecuencia forzada y retrasada de un formidable alzamiento de campesinos que incendiaron los títulos y castillos de sus señores y amos. No, las clases nunca se sacrifican a sí mismas y nunca lo harán, porque es contrario a su naturaleza, a la razón de su existencia, y nunca se ha hecho nada ni se hará contra la Naturaleza o la razón. En consecuencia, sería preciso estar completamente loco para esperar de una Asamblea privilegiada medidas y leyes en beneficio del pueblo[246].

A mi juicio está claro que el sufragio universal constituye la manifestación más amplia, y al mismo tiempo más refinada, de la charlatanería política estatal; es sin duda alguna un instrumento peligroso, que exige de quienes lo utilizan una gran habilidad y competencia, pero que al mismo tiempo, si esas personas aprenden a utilizarlo, puede convertirse en el medio más seguro para hacer que las masas cooperen a la construcción de su propia cárcel. Napoleón III construyó su poder enteramente sobre el sufragio universal, que nunca traicionó su confianza. Y Bismarck hizo de él la base de su Imperio Látigo-Germánico[247].


9. EL SISTEMA REPRESENTATIVO SE BASA SOBRE UNA FICCIÓN

La discrepancia básica. La falsedad del sistema representativo descansa sobre la ficción de que el poder ejecutivo y la cámara legislativa surgidos de elecciones populares deben representar la voluntad del pueblo, o al menos de que pueden hacerlo. El pueblo quiere instintiva y necesariamente dos cosas: la mayor prosperidad material posible dadas las circunstancias, y la mayor libertad para sus vidas, libertad de movimiento y libertad de acción. Es decir, quiere una organización mejor de sus intereses económicos y la ausencia completa de todo poder, de toda organización política, pues toda organización política desemboca inevitablemente en la negación de la libertad del pueblo. Tal es la esencia de todos los instintos populares.

Abismo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Pero las finalidades instintivas de quienes gobiernan —de quienes elaboran las leyes del país y ejercitan el poder ejecutivo— se oponen diametralmente a las aspiraciones populares instintivas debido a la posición excepcional de los gobernantes. Sean cuales fueren sus sentimientos e intenciones democráticas, sólo pueden considerar esta sociedad como un maestro de escuela considera a sus alumnos, dada la elevada posición en la cual se encuentran. Y no puede haber igualdad entre el maestro de escuela y los alumnos. Por una parte está el sentimiento de superioridad inspirado necesariamente por una posición superior; por otra está el sentimiento de inferioridad inducido por la actitud de superioridad del profesor que ejerce el poder ejecutivo o legislativo. Quien dice poder político dice siempre dominación. Y donde existe la dominación, una parte más o menos considerable del pueblo está condenada a ser dominada por otros. Por lo mismo, es bastante natural que quienes estén dominados detesten a los dominadores, y que los dominadores deban reprimir y en consecuencia oprimir necesariamente a quienes les están sometidos.

La posesión del poder induce a un cambio de perspectiva. Tal ha sido la eterna historia del poder político desde el momento mismo de establecerse en este mundo. Esto explica también por qué y cómo hombres demócratas y rebeldes de la variedad más roja mientras formaban parte de la masa del pueblo gobernado, se hicieron extremadamente conservadores cuando llegaron al poder. Por lo general, estos retrocesos suelen atribuirse a la traición. Pero es una idea errónea; en su caso, la causa dominante es el cambio de posición y perspectiva.

El gobierno laborista, sujeto al mismo cambio. Convencido de esta verdad, puedo decir sin miedo a ser desmentido que si mañana hubiera de establecerse un gobierno o un consejo legislativo, un Parlamento compuesto exclusivamente de trabajadores, los obreros mismos que ahora son firmes demócratas y socialistas se convertirían en aristócratas no menos determinados, adoradores audaces o tímidos del principio de autoridad, y que también se transformarían en opresores y explotadores.

El ejemplo de la democracia política más radical. En Suiza, como en todos los demás países, aunque los principios igualitarios se hayan incorporado a sus constituciones políticas, la burguesía es quien gobierna, y el pueblo —trabajadores y campesinos reunidos— es quien obedece las leyes hechas por la burguesía. El pueblo no tiene ni el ocio ni la educación necesarios para ocuparse de los asuntos de gobierno. Poseyendo ambas cosas, la burguesía tiene de hecho, si no de derecho, el privilegio exclusivo de gobernar. En consecuencia, la igualdad política en Suiza, como en todos los demás países, constituye sólo una ficción pueril, una mentira total.

La voluntad popular refractada a través del prisma burgués. Pero estando tan alejada del pueblo por las condiciones de su existencia económica y social, ¿cómo puede la burguesía dar expresión en el gobierno y las leyes a los sentimientos, a las ideas y a la voluntad del pueblo? Esto es imposible, y la experiencia cotidiana nos demuestra de hecho que en la legislación y en la práctica del gobierno, la burguesía está guiada por sus propios intereses y por sus propios instintos, sin preocuparse mucho por los intereses del pueblo.

Desde luego, todos los legisladores suizos, así como los miembros del gobierno de los diversos cantones, son elegidos directa o indirectamente por el pueblo. Y desde luego, en los días de elección hasta los burgueses más soberbios con alguna ambición política se ven obligados a cortejar a Su Majestad: El Pueblo Soberano. Vienen a El con la cabeza descubierta y al parecer no tienen voluntad alguna fuera de la del pueblo. Sin embargo, esto es para ellos sólo un breve intermedio de desagrado. El día siguiente a las elecciones, todos regresan a sus ocupaciones cotidianas; el pueblo a su trabajo, y la burguesía a sus negocios lucrativos y a las intrigas políticas. No se encuentran y no se conocen ya uno y otra. ¿Cómo puede el pueblo —aplastado por su trabajo e ignorando la mayoría de las cuestiones en curso— controlar los actos políticos de sus representantes?

¿No es evidente que el control ejercido en apariencia por los electores sobre sus representantes es, en realidad, una pura ficción? Puesto que el control popular en el sistema representativo constituye la única garantía de libertad popular, es obvio que esta libertad misma no es sino pura ficción.

 

Adviene el referéndum. A fin de evitar este inconveniente, los demócratas radicales del cantón de Zurich proyectaron y llevaron a la práctica un nuevo sistema político, el referéndum o legislación directa del pueblo. Pero el referéndum en sí es sólo un paliativo, una nueva ilusión, una falsedad. A fin de votar con pleno conocimiento del asunto en cuestión y la plena libertad requerida sobre leyes propuestas al pueblo o que el propio pueblo se ve inducido a proponer, es necesario que tenga el tiempo y la educación necesarias para estudiar tales propuestas, reflexionar sobre ellas, analizarlas. El pueblo debe convertirse en un gran Parlamento con sesiones a campo abierto.

Pero rara vez es posible esto; en realidad, sólo en las grandes ocasiones, cuando las leyes propuestas despiertan la atención y afectan los intereses de todos. La mayoría de las veces, las leyes propuestas son de una naturaleza tan especializada que es preciso acostumbrarse a las abstracciones políticas y jurídicas para captar sus implicaciones reales. Como es natural, escapan a la atención y el entendimiento del pueblo, que las vota ciegamente por creer de modo implícito en sus oradores favoritos. Tomadas por separado, cada una de esas leyes parece demasiado insignificante para despertar el interés de las masas, pero en su totalidad forman una red que las atrapa. Así, a pesar del referéndum, el supuesto pueblo soberano sigue siendo instrumento y muy humilde siervo de la burguesía.

Bien vemos, pues, que en el sistema representativo —incluso en el mejorado con ayuda del referéndum— no existe control popular; y puesto que no es posible ninguna libertad verdadera para el pueblo sin este control, nos vemos llevados a la conclusión de que la libertad popular y el auto-gobierno son falsedades[248].

Las elecciones municipales están más cerca del pueblo. Debido a la situación económica en que todavía se encuentra, el pueblo es ignorante e indiferente por fuerza, y sólo conoce las cosas que le afectan de cerca. El pueblo comprende bien sus intereses cotidianos, los asuntos de la vida diaria. Pero por encima de ellos comienza para él lo desconocido, lo incierto y el peligro de la mixtificación política. Puesto que el pueblo posee una buena dosis de instinto práctico, rara vez se deja engañar en las elecciones municipales. Conoce en mayor o menor medida cuáles son los asuntos del municipio, y se toma mucho interés en tales cuestiones, sabiendo elegir de su seno a los hombres más capaces para su gestión. En tales asuntos, el control popular es bastante posible, porque se producen bajo los mismos ojos de los electores y afectan los intereses más íntimos de su existencia cotidiana. Este es el motivo de que las elecciones municipales sean siempre y en todas partes las mejores, las más conformes de un modo real con los sentimientos, los intereses y la voluntad del pueblo[249].

Pero incluso en los municipios la voluntad del pueblo resulta frustrada. La mayor parte de los asuntos y leyes que tienen una relación directa con el bienestar y los intereses materiales de las comunidades se llevan a cabo por encima del pueblo, sin que éste lo perciba, se ocupe de ello o intervenga. El pueblo resulta comprometido, vinculado a ciertos tipos de acción, y a veces arruinado sin ser siquiera consciente de ello. No tiene ni la experiencia ni el tiempo necesario para estudiar todo aquello, y se lo deja a sus representantes elegidos, que naturalmente sirven los intereses de su propia clase, de su propio, mundo, y no los del mundo del pueblo, y cuyo mayor arte consiste en presentar sus medidas y leyes del modo más suave y popular. El sistema de representación democrática es un sistema de hipocresía y mentiras perpetuas. Requiere la estupidez del pueblo como condición necesaria de existencia, y basa sus triunfos sobre ese estado de la mentalidad popular[250].

La república burguesa no puede ser identificada con la libertad. Los republicanos burgueses se equivocan identificando su república con la libertad. En esto está la gran fuente de todas sus ilusiones cuando se encuentran en la oposición, y la fuente de sus decepciones e incoherencias cuando tienen el poder en las manos. Su república se basa enteramente sobre esta idea del poder y de un gobierno fuerte, un gobierno que debe mostrarse tanto más enérgico y poderoso cuanto que brotó de una elección popular. Y no quieren comprender esta simple verdad, confirmada por la experiencia de todos los tiempos y todos los pueblos: que todo poder organizado y establecido excluye necesariamente la libertad del pueblo.

Puesto que el Estado político no tiene otra misión que la de proteger la explotación del trabajo popular por parte de las clases económicamente privilegiadas, el poder de los Estados sólo puede ser compatible con la libertad exclusiva de las clases a las que representa, y por esta misma razón está destinado a oponerse a la libertad del pueblo. Quien dice Estado dice dominación, y toda dominación supone la existencia de masas dominadas. Por consiguiente, el Estado no puede tener confianza en la acción espontánea y en el movimiento libre de las masas, cuyos intereses más queridos militan contra su existencia. Es su enemigo natural, su invariable opresor, y aunque tiene buen cuidado de no confesarlo abiertamente, tiende a actuar siempre en esta dirección.

Esto es lo que no entienden la mayoría de los jóvenes partidarios de la república autoritaria o burguesa mientras permanecen en la oposición, mientras no han probado por sí mismos este poder. Como detestan el despotismo monárquico con todo su corazón y toda la fuerza de que son capaces sus naturalezas miserables, débiles y degeneradas, imaginan que detestan el despotismo en general. Puesto que hubieran querido disponer del poder y de la osadía para acabar con el trono, se creen revolucionarios. Y no sospechan siquiera que lo que odian no es el despotismo, sino sólo su forma monárquica, y que este mismo despotismo, al disfrazarse con una forma republicana, encontrará en ellos los más fervientes seguidores.

 

Desde el punto de vista radical, hay poca diferencia entre la monarquía y la democracia. Ignoran que el despotismo no reside tanto en la forma del Estado o del poder como en el principio mismo del Estado y del poder político; ignoran que, en consecuencia, el Estado republicano tiende por su misma esencia a ser tan despótico como el Estado gobernado por un emperador o un rey. Sólo hay una diferencia real entre ambos. Uno y otro tienen por base y meta esencial la esclavización económica de las masas para beneficio de las clases poseedoras. Difieren, en cambio, en que para conseguir esta meta el poder monárquico —que en nuestros días tiende inevitablemente a transformarse en una dictadura militar— priva de libertad a todas las clases, e incluso a aquélla a la que protege en detrimento del pueblo... Se ve forzado a servir los intereses de la burguesía, pero lo hace sin permitir a esa clase interferir de modo serio en el gobierno de los problemas del país...

De la revolución a la contrarrevolución. Los republicanos burgueses son los enemigos más furiosos y apasionados de la Revolución Social. En momentos de crisis política, cuando necesitan la poderosa mano del pueblo para derrocar al trono, se inclinan para prometer mejoras materiales a esta «tan interesante» clase de los trabajadores; pero dado que al mismo tiempo les anima la más firme decisión de preservar y mantener todos los principios, todos los fundamentos sagrados de la sociedad existente, todas las instituciones económicas y jurídicas cuya consecuencia necesaria es la esclavitud real del pueblo, se comprende que sus promesas se desvanezcan como el humo en un aire puro. Desilusionado, el pueblo murmura, amenaza y se rebela. Entonces, con el fin de detener la explosión del descontento popular, ellos —los revolucionarios burgueses— se ven forzados a recurrir a la represión estatal todopoderosa. De lo cual se deduce que el Estado republicano es tan opresivo como el Estado monárquico; sólo que su opresión no se dirige contra las clases poseedoras, sino exclusivamente contra el pueblo.

La república es la forma favorita del gobierno burgués. En consecuencia, ninguna forma de gobierno ha sido tan favorable a los intereses de la burguesía ni tan amada, por ella como la república; así seguiría siendo si en la situación económica actual de Europa la república tuviese fuerza suficiente para mantenerse frente a las aspiraciones socialistas cada vez más amenazadoras de las masas de trabajadores[251].

Las alas moderadas y radicales de la burguesía. No hay diferencia sustancial entre el partido radical de los republicanos y el partido doctrinario moderado de los liberales constitucionales. Ambos brotan de la misma fuente, y sólo difieren en su temperamento. Ambos ponen como base de la organización social el Estado y la ley familiar, con la ley de la herencia y la propiedad personal resultante, es decir, con el derecho de la minoría propietaria a explotar el trabajo de la mayoría sin propiedad. La diferencia entre ambos partidos está en que los liberales doctrinarios quieren concentrar todos los derechos políticos únicamente en manos de la minoría explotadora, mientras los liberales radicales quieren extender esos derechos a las masas explotadas del pueblo. Los liberales doctrinarios conciben el Estado como una fortaleza creada principalmente para asegurar a la minoría privilegiada la posesión exclusiva de los derechos políticos y económicos, mientras los radicales sostienen a los Estados ante el pueblo como defensores frente al despotismo de esa misma minoría.

El Estado democrático es una contradicción terminológica. Hemos de admitir que la lógica y toda la experiencia histórica apoyan a los liberales doctrinarios. Mientras el pueblo alimente, mantenga y enriquezca a los grupos privilegiados de la población mediante su trabajo, incapaz de auto-gobierno por verse forzado a trabajar para otros y no para sí, estará invariablemente regido y dominado por las clases explotadoras. Esto no puede remediarlo ni siquiera la constitución más democrática, porque el hecho económico es más fuerte que los derechos políticos, que sólo pueden tener significado y realidad mientras reposen sobre él.

Y, por último, la igualdad de derechos políticos o Estado democrático constituye la más flagrante contradicción terminológica. El Estado o derecho político denota fuerza, autoridad, predominio; supone de hecho la desigualdad. Donde todos gobiernan, ya no hay gobernados, y ya no hay Estado. Donde todos disfrutan del mismo modo de los mismos derechos humanos, todo derecho político pierde su razón de ser. El derecho político implica privilegio, y donde todos tienen los mismos privilegios, allí se desvanece el privilegio, y junto a él el derecho político. Por consiguiente, los términos «Estado democrático» e «igualdad de derechos políticos» implican nada menos que la destrucción del Estado y la abolición de todo derecho político[252].

El término «democracia» se refiere al gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y la palabra pueblo se refiere a toda la masa de ciudadanos —actualmente es preciso añadir: y de ciudadanas— que forman una nación.

En este sentido, nosotros sin duda somos todos demócratas.

 

La democracia como «Gobierno del Pueblo» es un concepto equívoco. Pero al mismo tiempo hemos de reconocer que el término democracia no basta para una definición exacta, y que si se le considera aislado, como acontece con el término libertad, sólo puede prestarse a interpretaciones equívocas. ¿No hemos visto llamarse demócratas a los plantadores y propietarios de esclavos del Sur, y a todos sus partidarios en el Norte de los Estados Unidos? Y el cesarismo moderno, que pesa como una terrible amenaza sobre toda la humanidad europea, ¿no se llama también a sí mismo democrático? E incluso el imperialismo moscovita y de San Petersburgo, este «Estado puro y simple», ideal de todos los poderes centralizados, militares y burocráticos, ¿no aplastó recientemente a Polonia en nombre de la democracia?

Por sí misma, la república no presenta solución para los problemas sociales. Es evidente que la democracia sin libertad no puede servirnos como bandera. Pero ¿qué es esta democracia basada sobre la libertad más que una república? La unión de la libertad con el privilegio crea un régimen de monarquía constitucional, pero su unión con la democracia sólo puede realizarse en una república... Todos somos republicanos en el sentido de que, llevados por las consecuencias de una lógica inexorable, advertidos de antemano por las ásperas pero, al mismo tiempo, saludables lecciones de la historia, por todas las experiencias del pasado y, sobre todo, por los acontecimientos que han proyectado sus tinieblas sobre Europa desde 1848, como también por los peligros que nos amenazan hoy, hemos llegado todos igualmente a esta convicción: que las instituciones monárquicas son incompatibles con el reino de la paz, la justicia y la libertad.

Y nosotros, caballeros, como socialistas rusos y eslavos, creemos deber nuestro declarar abiertamente que la palabra «república» sólo tiene un valor enteramente negativo, el de subvertir y eliminar a la monarquía; la república no sólo no nos emancipa sino que, por el contrario, cada vez que se nos presenta como una solución positiva y seria para todos los problemas actuales y como meta suprema hacia la cual debieran tender nuestros esfuerzos, nos sentimos obligados a protestar.

Detestamos la monarquía con todo nuestro corazón; nada mejor podemos pedir que su derrocamiento en toda Europa y en todo el mundo, pues estamos convencidos, como vosotros, de que su abolición es la condición indispensable para la emancipación de la humanidad. Desde este punto de vista somos francamente republicanos. Pero para emancipar al pueblo y darle justicia y paz, no creemos que sea suficiente derrocar a la monarquía. Estamos firmemente convencidos de lo contrario, es decir, de que una gran república militar, burocrática y políticamente centralizada puede convertirse, y necesariamente se convertirá, en un poder conquistador respecto de otros poderes y opresivo para con su propia población, y de que se demostrará incapaz de asegurar a sus súbditos —aunque se llamen ciudadanos— el bienestar y la libertad. ¿No hemos visto a la gran nación francesa constituirse por dos veces como república democrática, y perder por dos veces la libertad, viéndose arrastrada a guerras de conquista?[253].

La justicia social es incompatible con la existencia del Estado. El Estado implica violencia, opresión, explotación e injusticia erigidas en sistema y transformadas en fundamento de la sociedad. El Estado nunca tuvo y nunca tendrá moralidad alguna. Su moralidad y su única justicia es el supremo interés de la auto-preservación y el poder omnímodo, interés ante el cual toda la humanidad debe arrodillarse en adoración. El Estado es la completa negación de la humanidad, una negación doble: lo contrario de la libertad y la justicia humana, y una brecha violenta en la solidaridad universal de la raza humana.

El Estado mundial, tantas veces intentado, siempre ha acabado siendo un fracaso. Por consiguiente, mientras un Estado exista habrá otros varios, y puesto que cada uno tiene como única meta y ley suprema su preservación en detrimento de los demás, se deduce de ello que la existencia misma del Estado implica una guerra perpetua, la negación violenta de la humanidad. Todo Estado debe conquistar o ser conquistado. Todo Estado basa su poder sobre la debilidad de otros poderes, y —si puede hacerlo sin minar su propia posición.... sobre su destrucción.

Desde nuestro punto de vista sería una terrible contradicción y una ridícula ingenuidad declarar el deseo de establecer una justicia internacional, una libertad y una paz perpetuas, y al mismo tiempo querer mantener el Estado. Es imposible hacer que el Estado cambie de naturaleza, porque es Estado únicamente gracias a ella, y abandonándola dejaría de ser un Estado. Por consiguiente, no puede ni podrá haber un Estado bueno, justo y moral.

Todos los Estados son malos en el sentido de que por su naturaleza, es decir, por las condiciones y objetivos de su existencia, representan lo opuesto a la justicia, la libertad y la igualdad humana. En este sentido no hay mucha diferencia, aunque se diga lo contrario, entre el bárbaro imperio ruso y los Estados más civilizados de Europa. La diferencia consiste en que el imperio del zar hace abiertamente lo que los demás hacen de modo subrepticio e hipócrita. Y la actitud franca, despótica y despreciativa del imperio del zar hacia todo lo humano constituye el ideal profundamente escondido hacia el que tienden, y al que admiran profundamente, todos los estadistas europeos. Todos los Estados europeos hacen las mismas cosas que Rusia. Un Estado virtuoso sólo puede ser un Estado impotente, e incluso ese tipo de Estado es criminal en sus pensamientos y aspiraciones.

Es necesaria la creación de una federación universal de productores sobre las ruinas del Estado. Llego así a la conclusión: quien quiera unirse a nosotros en el establecimiento de la libertad, la justicia y la paz, quien desee el triunfo de la libertad, la plena y completa emancipación de las masas populares, debe tender también a la destrucción de todos los Estados y al establecimiento, sobre sus ruinas, de una Federación Universal de Asociaciones Libres de todos los países del mundo[254].


10. LA PARTE DEL PATRIOTISMO EN LA LUCHA DEL HOMBRE

El patriotismo no fue nunca una virtud popular. ¿Ha sido el patriotismo —con el significado complejo que este término recibe habitualmente— una pasión popular o una virtud popular alguna vez?

Basándome en las lecciones de la historia, no dudo en responder a esta pregunta con un resuelto no. Y a fin de probar al lector que no me equivoco dando esa respuesta, le pediré permiso para analizar los elementos principales que, combinados de diversos modos, constituyen el patriotismo.

Los componentes del patriotismo. Tales elementos son cuatro: 1. El elemento natural o fisiológico; 2. El elemento económico; 3. El elemento político; 4. El elemento religioso o fanático.

El elemento fisiológico es la base principal de todo egoísmo ingenuo, instintivo y bestial. Es una pasión natural, que por ser demasiado natural —esto es, enteramente animal— se encuentra en contradicción flagrante con cualquier tipo de política y, lo que es aún peor, limita en gran medida el desarrollo económico, científico y humano de la sociedad.

El patriotismo natural es un hecho puramente bestial, que se encuentra en todo estadio de la vida animal, y se podría decir que incluso hasta cierto punto en el mundo vegetal. Tomado en este sentido, el patriotismo es una guerra de destrucción, la primera expresión humana de la grande e inevitable lucha por la vida que constituye todo el desarrollo y la vida del mundo natural o real; se trata de una lucha incesante, de un universal devorarse el uno al otro que alimenta a todo individuo y especie con la carne y la sangre de los individuos de otras especies y que, renovándose inevitablemente a cada hora, a cada instante, hace posible que las especies más fuertes, más perfectas e inteligentes vivan, prosperen y se desarrollen a expensas de todas las demás.

... El hombre, el animal dotado de lenguaje, introduce la primera palabra en esta lucha, y esa palabra es patriotismo.

Hambre y sexo: los impulsos básicos del mundo animal. La lucha por la vida en el mundo animal y vegetal no es sólo una lucha entre individuos; es una lucha entre especies, grupos y familias, una lucha donde cada uno se ve enfrentado a los otros. En todo ser viviente existen dos instintos, dos grandes intereses dominantes: alimento y reproducción. Desde el punto de vista de la nutrición, todo individuo es el enemigo natural de todos los demás, e ignora en este sentido todo tipo de vínculos para con la familia, el grupo y la especie.

... El hambre es un déspota grosero e invencible; por eso la necesidad de obtener comida que siente el individuo es la primera ley, la condición suprema de la vida. Es el fundamento de toda vida humana y social, como también de la vida de los animales y las plantas. Rebelarse contra ella es aniquilar la vida, condenarse uno mismo a la inexistencia. Pero junto a esta ley fundamental de la naturaleza viviente existe la ley no menos fundamental de la reproducción. La primera tiende a preservar a los individuos, y la segunda a formar familias, grupos, especies. Y los individuos, movidos por una necesidad natural, procuran copular para reproducirse con aquellos individuos que por su organización interna se acercan más a ellos y se les asemejan en mayor medida[255].

Los límites de la solidaridad animal están determinados por la afinidad sexual. Puesto que el instinto de reproducción establece el único vínculo de solidaridad existente entre los individuos del mundo animal, donde cesa esta capacidad para copular, cesa también toda solidaridad animal. Todo cuanto queda fuera de esta posibilidad reproductiva constituye para los individuos una especie distinta, un mundo absolutamente extraño, hostil y condenado a la destrucción. Y todo cuanto está contenido en este mundo de afinidad sexual constituye la vasta patria de la especie, como sucede con la humanidad para los hombres, por ejemplo.

Pero esta destrucción, o el devorarse recíproco de los individuos vivientes, no sólo tiene lugar fuera de los límites del mundo circunscrito, que llamamos patria de la especie. También la encontramos dentro de este mundo, en formas tan feroces o incluso más feroces que las vigentes fuera de él. Esto es así debido a la resistencia y a las rivalidades que encuentran los individuos, y debido también a la lucha promovida por rivalidades sexuales, lucha no menos cruel y feroz que la despertada por el hambre. Además, toda especie animal se subdivide en grupos y familias diferentes, que experimentan modificaciones constantes bajo el influjo de las condiciones geográficas y climatológicas de sus respectivos hábitats.

La mayor o menor diferencia en las condiciones de vida determina la correspondiente diferencia en la estructura de los individuos que pertenecen a la misma especie. Además, es sabido que todo animal tiende naturalmente a unirse con el individuo más parecido a él, tendencia cuyo resultado espontáneo es el desarrollo de un mayor número de variaciones dentro de la misma especie. Como las diferencias que separan esas variaciones entre sí se basan fundamentalmente en la reproducción, y como la reproducción es la única base de toda solidaridad animal, es evidente que la mayor solidaridad de la especie se subdividirá necesariamente en cierto número de esferas de solidaridad con un carácter más limitado, por lo cual la patria más amplia tiende a desintegrarse en una multitud de pequeñas patrias animales, hostiles y destructivas entre sí.

 

El patriotismo es una pasión de solidaridad grupal. He mostrado cómo el patriotismo, en cuanto pasión natural brota de una ley fisiológica; brota, para ser exactos, de la ley que determina la separación de los vivientes en especies, familias y grupos.

La pasión patriótica es manifiestamente una pasión de solidaridad social. Con el fin de encontrar su expresión más clara en el mundo animal es preciso volverse hacia las especies que, como el hombre, poseen una naturaleza predominantemente social: por ejemplo, las hormigas, abejas, castores y muchas otras que poseen moradas fijas en común, así como especies que vagan en rebaños. Los animales que viven en un refugio colectivo y estable representan en su aspecto natural el patriotismo de los pueblos agrícolas, mientras los animales que vagan en manadas representan el patriotismo de los pueblos nómadas.

El patriotismo es una vinculación a pautas establecidas de vida. Resulta evidente que el primer patriotismo es más completo que el segundo, pues éste sólo implica la solidaridad de los individuos de la manada, mientras el primero añade a él los vínculos que atan al individuo al suelo o a su hábitat natural. Constituyendo las costumbres una segunda naturaleza para el hombre y los animales, ciertas pautas de vida están mucho más determinadas y fijadas entre los animales sociales con vida sedentaria que entre las manadas migratorias; y esas costumbres diferentes, esos modos particulares de existencia, son un elemento esencial del patriotismo.

Podemos definir el patriotismo natural como sigue: es una vinculación instintiva, mecánica y acrítica a la pauta de vida socialmente aceptada por herencia o tradición, y al mismo tiempo una hostilidad instintiva y automática hacia cualquier otro tipo de vida. Es amor hacia lo de uno y aversión a todo cuanto tenga un carácter extraño. El patriotismo resulta entonces egoísmo colectivo por una parte, y guerra por la otra.

Sin embargo, su solidaridad no es lo bastante fuerte como para evitar que los miembros individuales de un grupo animal se devoren entre sí al surgir la necesidad; pero es lo bastante fuerte como para hacer que esos individuos olviden sus desacuerdos civiles y se unifiquen cada vez que están amenazados por una invasión por otro grupo colectivo.

Tomemos como ejemplo los perros de alguna aldea. En su estado natural, los perros no constituyen una república colectiva. Abandonados a su instinto viven como lobos, en manadas errantes, y sólo se establecen bajo la influencia del hombre. Pero cuando se ven vinculados a un lugar forman en toda aldea una especie de república basada sobre la libertad individual de acuerdo con la fórmula tan bien amada por los economistas burgueses: cada cual a lo suyo, y que el diablo se lleve al último. Hay allí un ilimitado laissez-faire y una competencia ilimitada, una guerra civil sin piedad y sin tregua, donde el más fuerte muerde siempre al más débil, como acontece en las repúblicas burguesas. Pero dejemos que un perro de otra aldea pase por la calle e inmediatamente veréis que todos esos rugientes ciudada- nos de la república canina se arrojan en masse sobre el infeliz extranjero.

¿Pero no es esto una copia exacta, o más bien el original de las copias que se repiten día tras día en la sociedad humana? ¿No es la manifestación plena de ese patriotismo natural que, como ya he dicho y me atrevo a repetir, constituye una pasión puramente bestial? Es indudablemente bestial en su carácter porque los perros son indiscutiblemente bestias y porque el hombre mismo, siendo un animal como el perro y otros animales de la tierra —aunque el único dotado con la facultad psicológica de pensar y hablar—, comienza su historia en la bestialidad y acaba conquistando y alcanzando la humanidad en su forma más perfecta tras siglos de desarrollo.

Conociendo el origen del hombre, no debiéramos asombrarnos de su bestialidad, que constituye un hecho natural entre otros hechos naturales; ni debe indignarnos, pues lo que se deduce de este hecho es una lucha contra él aún más vigorosa; en efecto, toda vida humana no es sino una lucha incesante contra la bestialidad del hombre en favor de su humanidad.

El origen bestial del patriotismo natural. Querría simplemente establecer aquí que el patriotismo, cantado por los poetas, los políticos de todas las escuelas, los gobiernos y todas las clases privilegiadas como la virtud más alta e ideal, no tiene sus raíces en la humanidad del hombre, sino en su bestialidad.

De hecho, vemos cómo el patriotismo natural reina indiscutido al comienzo de la historia y en los tiempos actuales dentro de los sectores menos civilizados de la sociedad humana. Naturalmente, el patriotismo es una emoción mucho más compleja dentro de la sociedad humana que dentro de otras sociedades animales. Esto es así porque la vida del hombre, animal dotado con las facultades de pensamiento y lenguaje, comprende un mundo incomparablemente más amplio que el de los animales de otras especies. Con el hombre las costumbres y hábitos puramente físicos se ven complementados por tradiciones más o menos abstractas de orden intelectual y moral, por una multitud de ideas y representaciones verdaderas o falsas que se adhieren a diversas costumbres religiosas, económicas, políticas y sociales. Todo esto constituye los elementos del patriotismo natural en el hombre, cuando estas cosas, combinándose de un modo u otro, forman en una sociedad dada un modo específico de existencia, una pauta tradicional de vida, pensamiento y acción que difiere de todas las demás pautas.

Pero sean cuales fueren las diferencias que pueden existir en cantidad y cualidad entre el patriotismo natural de las sociedades humanas y el de las sociedades naturales, tienen esto en común: ambos son pasiones instintivas, tradicionales, habituales y colectivas, cuya intensidad no depende de su contenido. Podríamos decir, al contrario, que cuanto menos complicado sea este contenido, más simple, intenso y vigorosamente excluyente es el sentimiento patriótico que lo manifiesta y expresa.

La intensidad del patriotismo natural está en tazón inversa al desarrollo de la civilización. Obviamente, los animales están mucho más vinculados a las costumbres tradicionales de la sociedad a la que pertenecen que el hombre. Entre los animales, este vínculo patriótico es inevitable. Siendo incapaces para liberarse de él por sus propios esfuerzos, tienen a menudo que esperar a la influencia del hombre para sacudírselo. Lo mismo acontece con la sociedad humana: cuanto menos desarrollada sea una civilización, y menos compleja sea la base de su vida social, tanto más fuertes serán las manifestaciones de patriotismo natural —es decir, la vinculación instintiva de los individuos a todos los hábitos materiales, intelectuales y morales que constituyen la vida tradicional y habitual de una sociedad específica, así como su odio hacia cualquier cosa extraña o diferente de su propia vida. De aquí se deduce que el patriotismo natural está en proporción inversa al desarrollo de la civilización, es decir, al triunfo de la humanidad en las sociedades humanas.

Carácter orgánico del patriotismo en los salvajes. Nadie negará que el patriotismo instintivo o natural de las tribus miserables que habitan la zona ártica —apenas tocadas por la civilización humana y heridas por la pobreza incluso en lo que respecta a las necesidades estrictas de la vida material— es infinitamente más fuerte y más excluyente que el patriotismo de un francés, un inglés o un alemán, por ejemplo. El francés, el alemán y el inglés pueden vivir y aclimatarse en cualquier parte, mientras que el nativo de las regiones polares moriría de nostalgia por su patria si fuera alejado de ella. ¡Y, sin embargo, qué podría ser más miserable y menos humano que su existencia! Esto prueba simplemente, una vez más, que la intensidad de este tipo de patriotismo es un indicio de bestialidad, y no de humanidad.

Junto a este elemento positivo del patriotismo, que consiste en la vinculación instintiva de los individuos al peculiar modo de existencia de la sociedad a la cual pertenecen, existe un elemento negativo, tan esencial como el primero, e inseparable de éste. Se trata de la repulsión igualmente instintiva hacia todo lo extraño, instintiva y por ello enteramente bestial —sí, bestial, porque este horror es tanto más violento y abrumador cuanto menos lo piensa y comprende quien lo experimenta, y cuanta menos humanidad hay en él.

 

La anti-extranjería: aspecto negativo del patriotismo natural. Actualmente esta repulsión patriótica hacia todo lo extraño sólo se encuentra en pueblos salvajes; en Europa puede hallarse entre los estratos semi-salvajes de la población que la civilización burguesa no se ha dignado educar, aunque nunca olvide de explotar. En las grandes capitales de Europa, en la propia París, y sobre todo en Londres, hay barrios bajos abandonados a una población, miserable donde jamás ha llegado un rayo de ilustración. Es suficiente que un extranjero aparezca en esas calles para que un grupo de esos andrajosos miserables —hombres, mujeres y niños que muestran en su aspecto signos de la más pavorosa pobreza y del más bajo estado de depravación— le rodeen, le lancen los insultos más abiertos e incluso le maltraten, sólo porque es un extranjero. ¿No es este brutal y salvaje patriotismo la más flagrante negación de lo que se llama humanidad?

He dicho que el patriotismo, mientras es instintivo o natural, y tiene todas sus raíces en la vida animal, sólo presenta una combinación específica de hábitos colectivos —materiales, intelectuales, morales, económicos, políticos y sociales— desarrollados por tradición o por historia dentro de un grupo limitado de la sociedad humana. Talos hábitos, añadía, pueden ser buenos o malos, porque el contenido objetivo de este sentimiento instintivo no tiene influencia sobre el grado de su intensidad.

Aunque tuviésemos que admitir en este sentido la existencia de ciertas diferencias, habríamos de decir que se inclinan más bien hacia los malos hábitos que hacia los buenos. Pues debido al origen animal de toda sociedad humana, y por efecto de esa fuerza de inercia que ejerce una acción tan poderosa sobre el mundo intelectual y moral como sobre el material, en toda sociedad que progrese y marche adelante en vez de degenerar los malos hábitos tienen prioridad en cuanto al tiempo y han arraigado más profundamente que los hábitos buenos. Esto explica por qué en la suma total de los hábitos colectivos actuales dominantes en los países más avanzados del mundo, nueve décimas partes carecen absolutamente de valor.

Los hábitos son una parte necesaria de la vida social. Pero no debe imaginarse que se pretende declarar la guerra a la tendencia general de los hombres y la sociedad a ser gobernados mediante hábitos. Como acontece en otras muchas cosas, los hombres obedecen necesariamente una ley natural, y sería absurdo rebelarse contra las leyes naturales. La acción de un hábito en la vida intelectual y moral del individuo y las sociedades es idéntica a la acción de las fuerzas vegetativas en la vida animal. Ambas son condiciones de la existencia y la realidad. Lo bueno y lo malo, para convertirse en hechos reales, deben reencarnarse en hábitos para el individuo y para la sociedad. Todos los esfuerzos y estudios que los hombres emprenden no tienen otra meta, y las mejores cosas sólo pueden echar raíces y convertirse en una segunda naturaleza del hombre por la fuerza del hábito.

Sería necio rebelarse contra esta fuerza del hábito, porque es una fuerza necesaria que ni la inteligencia ni la voluntad pueden trastornar. Pero si, iluminados por la razón de nuestro siglo y por la idea que nos hemos formado de la verdadera justicia, deseamos seriamente elevarnos a la plena dignidad de seres humanos, sólo hemos de hacer una cosa: dirigir y entrenar constantemente el poder de nuestra voluntad —es decir, el hábito de desear cosas desarrolladas dentro de nosotros por circunstancias independientes de nosotros— a la extirpación de los malos hábitos y su sustitución por otros buenos. A fin de humanizar completamente a la sociedad, es necesario destruir sin compasión alguna todas las causas, todas las condiciones políticas, económicas y sociales que producen tradiciones malignas en los individuos, y sustituirlas por condiciones que engendren dentro de esos mismos individuos la práctica y el hábito del bien.

El patriotismo natural: Un estadio sobrepasado. Desde el punto de vista de la conciencia moderna, de la humanidad y la justicia que hemos llegado a comprender mejor gracias a los desarrollos pasados de la historia, el patriotismo es un hábito malo, mezquino y dañino, porque constituye la negación de la solidaridad y la igualdad humanas. La cuestión social, que actualmente está planteada de un modo práctico por el mundo proletario de Europa y América —y cuya solución es posible sólo mediante la abolición de las fronteras estatales— tiende necesariamente a destruir este hábito tradicional en la conciencia de los trabajadores de todos los países.

Ya al comienzo del siglo actual [xix] este hábito estaba muy socavado en la conciencia de la alta burguesía financiera, comercial e industrial debido al carácter prodigioso y enteramente internacional del desarrollo de su riqueza y sus intereses económicos.

Pero he de mostrar primero cómo, mucho antes de esta revolución burguesa, el patriotismo instintivo y natural, que por su misma naturaleza sólo puede ser un hábito social muy restringido y de un tipo puramente local, cambió profundamente —distorsionándose y debilitándose— al comienzo mismo de la historia por la formación sucesiva de Estados políticos.

El patriotismo natural tiene necesariamente profundas raíces locales. De hecho, en la medida en que es un sentimiento puramente natural —es decir, un producto de la vida de un grupo social unido por vínculos de verdadera solidaridad todavía no debilitados por la reflexión o por el efecto de los intereses económicos y políticos, así como de las abstracciones religiosas— el patriotismo básicamente animal sólo puede comprender un mundo muy restringido: una tribu, una comuna, una aldea. Al comienzo de la historia, como acontece ahora con los pueblos salvajes, no existía nación, ni lenguaje nacional, ni culto nacional; ni siquiera existía país alguno en el sentido político de la palabra. Toda pequeña localidad, toda aldea tenía su lenguaje particular, su Dios, su sacerdote o su brujo; no era sino una familia multiplicada y ampliada que, al hacer la guerra contra todas las demás tribus, negaba por el hecho de su propia existencia a todo el resto de la humanidad. Tal es el patriotismo natural en su crudeza vigorosa y simple.

Encontramos todavía vestigios de este patriotismo incluso en algunos de los países más civilizados de Europa: por ejemplo, en Italia, en especial en las provincias meridionales de la península, donde el relieve físico de la tierra, las montañas y el mar han dispuesto barreras entre los valles, aldeas y ciudades, separándolos y aislándolos, haciéndolos prácticamente ajenos unos a otros. En su panfleto sobre la unidad italiana, Proudhon observó con mucha razón que esta unidad había sido hasta entonces sólo una idea y una idea burguesa, en modo alguno una pasión popular; que por lo menos la población rural permanecía en gran medida ajena a ella —e incluso hostil, añadiría yo. Por una parte, esa unidad se opone a su patriotismo local, y por otra no les ha traído más que una explotación despiadada, la opresión y la ruina.

Hemos visto que incluso en Suiza, en especial en los cantones más atrasados, el patriotismo local entra a menudo en conflicto con el patriotismo del cantón, y este último con el patriotismo político y nacional de toda la confederación de la república.

La marcha de la civilización destruye el patriotismo natural. En conclusión, repito a modo de resumen que, como sentimiento natural, el patriotismo es un serio obstáculo para la formación de Estados por ser en su esencia y en su realidad un sentimiento puramente local. Por eso mismo, los Estados y la civilización en cuanto tal no pueden establecerse sino destruyendo, —si no por completo, al menos en una medida considerable— esta pasión animal[256].


11. INTERESES DE CLASE EN EL PATRIOTISMO MODERNO

La existencia misma del Estado exige que haya alguna clase privilegiada vitalmente comprometida en el mantenimiento de esa existencia. Y los intereses grupales de esta clase privilegiada son precisamente lo que se denomina patriotismo[257].

Esa flagrante negación de la humanidad que es la esencia misma del Estado es, desde el punto de vista estatal, el deber supremo y la mayor de las virtudes; se denomina patriotismo y constituye la moralidad trascendente del Estado[258].

El verdadero patriotismo es, por supuesto, un sentimiento muy respetable, pero al mismo tiempo un sentimiento mezquino, excluyente, anti-humano y a veces simplemente bestial. Un patriota coherente es quien amando apasionadamente a su patria y a todo cuanto llama propio, odia de igual  manera a todo lo extranjero[259].

El patriotismo sin libertad es un instrumento de la reacción. El patriotismo que tiende a una unidad no basada sobre la libertad es un mal patriotismo; es culpable desde el punto de vista de los intereses reales del pueblo y del país que pretende exaltar y servir. Ese patriotismo se convierte, muy a menudo en contra de su voluntad, en amigo de la reacción y enemigo de la revolución, es decir, de la emancipación de las naciones y los hombres[260].

Patriotismo burgués. El patriotismo burgués, tal como yo lo concibo, es sólo una pasión muy despreciable, muy mezquina, especialmente mercenaria y profundamente antihumana, que tiene por objeto la preservación y el mantenimiento del poder del Estado nacional, es decir, la conservación de todos los privilegios de los explotadores a lo largo de la nación[261].

Los caballeros burgueses de todos los partidos, incluso los del tipo más avanzado y radical, por cosmopolitas que puedan ser en sus puntos de vista oficiales, se muestran políticamente como patriotas ardientes y fanáticos del Estado cuando se trata de ganar dinero explotando en mayor medida todavía el trabajo del pueblo; de hecho, este patriotismo, como bien dijo el Sr. Thiers —ilustre asesino del proletariado parisino y efectivo salvador de la Francia actual— no es más que el culto y la pasión del Estado nacional[262].

El patriotismo burgués degenera cuando se ve enfrentado a un movimiento revolucionario de trabajadores. Los últimos acontecimientos han demostrado que el patriotismo —suprema virtud del Estado y alma que anima su poder— ya no existe en Francia. En las clases superiores sólo se manifiesta bajo la forma de vanidad nacional. Pero esta vanidad es tan débil y ha sido tan minada por la necesidad y el hábito burgués de sacrificar intereses ideales en beneficio de intereses reales que durante la última guerra [el conflicto franco-prusiano] ni por poco tiempo pudo siquiera convertir en patriotas a los tenderos, hombres de negocios, especuladores en bolsa, militares, burócratas, capitalistas y nobles formados jesuíticamente.

Todos ellos perdieron su valor; todos traicionaron a su país al tener sólo una cosa en la cabeza —salvar su propiedad—, y todos ellos intentaron trocar en propia ventaja la calamidad que había caído sobre Francia. Todos ellos, sin excepción, compitieron a la hora de lanzarse a merced del orgulloso vencedor que se convirtió en árbitro de los destinos franceses. Predicaron unánimemente la sumisión y la mansedumbre, pidiendo humildemente la paz... Pero ahora todos esos degenerados charlatanes se han hecho patriotas y nacionalistas otra vez y han vuelto a su jactancia, por más que este engaño ridículo y repulsivo por parte de héroes tan baratos no pueda oscurecer la evidencia de su reciente villanía.

El patriotismo de los campesinos debilitado por la psicología burguesa. Todavía más importante es el hecho de que la población rural de Francia no mostró el más ligero patriotismo. En contra de lo que podría normalmente pensarse, el campesino francés ha dejado de ser un patriota desde el momento mismo de convertirse en un propietario.

En el período de Juana de Arco, fueron los campesinos quienes cargaron con el peso de la lucha que salvó a Francia. En 1792 y más tarde fueron principalmente los campesinos quienes vencieron a la coalición militar del resto de Europa. Pero se trataba entonces de un asunto muy distinto. Debido a la venta barata de las propiedades pertenecientes a la iglesia y la nobleza, el campesino pasó a ser propietario de la tierra que antes cultivaba como un esclavo, y por eso temía justamente que, en caso de derrota, los emigrados que seguían a la retaguardia de las tropas alemanas le arrebatasen su propiedad recién adquirida.

Pero ahora no tenía ese miedo, y mostró la mayor de las indiferencias hacia la vergonzosa derrota de su dulce patria. En las provincias centrales de Francia, los campesinos expulsaban a los voluntarios franceses y extranjeros que habían tomado las armas para salvar a Francia, negándoles cualquier ayuda y traicionándoles frecuentemente ante los prusianos; al mismo tiempo, ofrecían a las tropas alemanas una recepción hospitalaria. Sin embargo, Alsacia y Lorena fueron excepciones. Por extraño que resulte, es allí donde hubo brotes de resistencia patriótica, como pensados para desengañar a los alemanes, que persisten en considerar a esas provincias como puramente germánicas[263].

 

Cuando el patriotismo se convierte en traición. Sin duda, los estratos privilegiados de la sociedad francesa hubieran deseado situar a su país en la posición de un poder imponente otra vez, de un poder espléndido e impresionante entre el resto de las naciones. Pero junto a ello les movía también la codicia, el deseo de amasar dinero, el espíritu del lucro rápido y el egoísmo anti-patriótico, cosas que inclinaban a sacrificar la propiedad, la vida y la libertad del proletariado en aras de alguna ventaja patriótica, pero a estar en contra de todo cuanto implicara renunciar a alguno de sus propios privilegios beneficiosos. Preferirán someterse a algún yugo extranjero que entregar parte de su propiedad o admitir una nivelación general de derechos y patrimonios.

Esto queda plenamente confirmado por los acontecimientos que tienen lugar ante nuestros ojos. Cuando el gobierno del Sr. Thiers anunció oficialmente a la Asamblea de Versalles la conclusión del tratado de paz definitivo con el gabinete de Berlín, en  virtud  del  cual  las  tropas  alemanas  se comprometían a abandonar las provincias ocupadas de Francia en septiembre, la mayoría de esa Asamblea —que representaba una coalición de las clases privilegiadas francesas— estaba visiblemente deprimida. La cotización de los valores franceses, que representan esos intereses privilegiados mejor aún que la propia Asamblea, bajó con el anuncio, como si presagiaran  una  verdadera  catástrofe estatal... Resultó que para los privilegiados patriotas franceses, esos representantes del valor burgués y la civilización burguesa, la presencia odiosa, forzada y vergonzosa del  victorioso ejército de ocupación era una fuente de consuelo, era su tranquilidad y salvación, y en su pensamiento la retirada de ese ejército quería decir ruina y aniquilación.

Es obvio entonces que el extraño patriotismo de la burguesía francesa busca su salvación subyugando vergonzosamente al propio país. Quienes lo duden deben leer las revistas conservadoras. Abrid las páginas de cualquiera de esas revistas y descubriréis que amenazan al proletariado francés con la legítima ira del príncipe Birsmarck y su Emperador. ¡Esto es en verdad patriotismo! Sí, simplemente piden la ayuda de Alemania contra la amenazadora Revolución Social en Francia[264].

Sólo el proletariado urbano es genuinamente patriótico. Podemos decir con pleno convencimiento que el patriotismo sólo se ha preservado entre el proletariado urbano. En París, como en todas las demás ciudades y provincias de Francia, sólo el proletariado exigió armar al pueblo y llevar la guerra hasta el final. Y, cosa extraña, fue precisamente esto lo que despertó el mayor odio entre las clases poseedoras, como si se ofendieran porque sus «hermanos menores» (según la expresión de Gambetta) mostrasen más virtud y lealtad patriótica que los hermanos mayores.

El patriotismo proletario tiene una perspectiva internacional. Sin embargo, las clases privilegiadas estaban parcialmente en lo cierto. El proletariado estaba movido completamente por un patriotismo en el sentido antiguo y estrecho de la palabra.

El verdadero patriotismo es desde luego, un sentimiento muy venerable, pero también mezquino, excluyente, anti-humano y a veces pura y simplemente bestial. Sólo es patriota coherente quien, amando su propia patria y todo lo suyo, odia también apasionadamente a todo lo extraño —cosa que constituye la imagen misma, podríamos decir, de nuestros eslavófilos  [rusos]. No  hay una  sola huella, de  este odio en el proletariado urbano de Francia. Al contrario, en la última década —o, se podría decir, a partir de 1848, e incluso mucho antes— la  influencia de la propaganda socialista hizo surgir en su seno un sentimiento fraternal hacia todo el proletariado, que fue de la mano con una indiferencia no menos decisiva hacia la llamada grandeza y gloria de Francia. Los trabajadores franceses se oponían a la guerra emprendida por Napoleón III, y en la víspera de esa guerra declararon abiertamente, en un manifiesto firmado por los  miembros   de  la   sección  parisina  de  la Internacional, su actitud fraterna hacia los trabajadores de Alemania. Los trabajadores franceses no se armaban contra el pueblo alemán, sino  contra  el  despotismo  militar  alemán[265].

Fronteras de la patria del proletariado. Las fronteras de la patria del proletariado se han ensanchado hasta el extremo de comprender actualmente al proletariado de todo el mundo. Naturalmente, esto es lo opuesto de la patria burguesa. Las declaraciones de la Comuna de París son en este sentido muy significativas, y las simpatías mostradas ahora por el proletariado francés —favoreciendo incluso una Federación basada sobre el trabajo emancipado y la propiedad colectiva de los medios de producción, e ignorando diferencias nacionales y fronteras estatales— prueban que en lo que se refiere al proletariado francés, el patriotismo estatal es cosa enteramente del pasado[266].

 

El patriotismo burgués ejemplificado por 1870. Digan lo que digan los patriotas del Estado francés y por mucho que actualmente alardeen, es obvio que Francia está condenada como Estado a una posición de segundo orden. Además, tendrá que someterse a la jefatura suprema, a la influencia amistosa y solícita del imperio germánico, tal como el Estado italiano debió someterse antes de 1870 a la política de la Francia imperial.

Quizá la situación conviene a los especuladores franceses, que se consuelan con el mercado mundial de títulos cotizables en Bolsa, pero es poco halagadora desde el punto de vista de la vanidad nacional alimentada por los patriotas del Estado francés. Hasta 1870 se podría haber pensado que esta vanidad era lo bastante fuerte para hacer pasar incluso a los campeones más obstinados de los privilegios burgueses al campo de la Revolución Social, aunque sólo fuera para salvar a Francia de la vergüenza de ser ocupada y conquistada por los alemanes. Pero nadie puede esperar esto de ellos tras lo que aconteció en 1870. Todos sabemos ahora que soportarán cualquier humillación, que incluso se someterán a un protectorado germánico, antes de abandonar su provechosa dominación sobre el propio proletariado[267].

La adoración de la propiedad es incompatible con el verdadero patriotismo. [La destrucción de la propiedad] es incompatible con la conciencia burguesa, con la civilización burguesa, construida enteramente sobre una adoración fanática de la propiedad. El ciudadano o burgués abandonará vida, libertad y honor, pero no entregará su propiedad. El pensamiento mismo de su usurpación, de su destrucción por cualquier propósito, le parece sacrílego. Por esto jamás permitirá que sus ciudades o casas sean destruidas, como exigen las finalidades de la defensa. De ahí que los burgueses franceses de 1870 y los ciudadanos alemanes de 1813 se rindieran tan fácilmente a los invasores. Hemos visto cómo bastaba que los campesinos pasasen a ser propietarios para que se vieran correspondidos y perdiesen la última chispa de patriotismo[268].

A los ojos de todos esos ardientes patriotas, como también para la opinión históricamente verificada del Sr. Jules Favre, la Revolución Social supone para Francia un peligro mayor incluso que la invasión por tropas extranjeras. Mucho me gustaría creer que, si no todos, al menos la mayoría de esos valiosos ciudadanos sacrificarían gustosamente sus vidas para salvar la gloria, la grandeza y la independencia de Francia. Pero, por otra parte, estoy seguro de que una mayoría más amplia preferiría ver a su noble Francia sometida al yugo temporal de los prusianos que deber su salvación a una verdadera revolución popular, que inevitablemente destruiría de un solo golpe la dominación económica y política de su clase. De ahí su indulgencia indignante pero forzada ante los partidarios —tan numerosos y desgraciadamente tan poderosos todavía— de la traición bonapartista; y de ahí su apasionada severidad, la persecución sin piedad desatada contra los revolucionarios sociales, esos representantes de la clase trabajadora que fueron los únicos en asumir seriamente la liberación del país del yugo extranjero[269].


12. LA LEY, NATURAL E INVENTADA

La libertad individual deriva de la sociedad. Surgiendo de la condición del gorila, el hombre sólo llega con dificultad a una conciencia de su humanidad y a una comprensión de su libertad. Al comienzo carece de libertad y de conciencia; llega al mundo como una bestia feroz y un esclavo, para humanizarse y emanciparse progresivamente sólo en el seno de una sociedad que necesariamente precede a la aparición del pensamiento, el lenguaje y la voluntad humana. El hombre sólo adquiere esas facultades mediante los esfuerzos colectivos de todos los miembros pasados y presentes de la sociedad, que por eso mismo constituye la base natural y el punto de partida de su existencia humana.

De aquí se deduce que el hombre sólo cumple su libertad individual redondeando su personalidad con ayuda de otros individuos pertenecientes al mismo medio social. Sólo puede conseguirlo gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad, sin los cuales seguiría siendo sin duda el animal más estúpido y miserable de todas las bestias salvajes vivientes sobre la tierra. Según el sistema materialista, que es el único sistema material y lógico, la sociedad crea esta libertad, en vez de limitarla y suprimirla. La sociedad es la raíz y el árbol, y la libertad es su fruto. Por consiguiente, el hombre ha de buscar siempre su libertad al final de la historia y no al comienzo, y podemos decir que la emancipación real y concreta de todo individuo es el objetivo grande y verdadero, y la meta suprema de la historia[270].

El origen de las ideas en general, y de la idea de ley en particular. Este no es el lugar para investigar el origen de los primeros conceptos e ideas de la sociedad primitiva. Todo cuanto podemos decir con plena certeza es que esas ideas -muchas notablemente absurdas, por supuesto— no fueron concebidas espontáneamente por una inteligencia milagrosamente iluminada de individuos aislados e inspirados. Fueron el producto del trabajo mental colectivo, y en muchos casos apenas perceptible, de todos los individuos pertenecientes a tales sociedades. Las contribuciones de descollantes hombres de genio nunca han hecho otra cosa que proporcionar la expresión más fiel y feliz para ese trabajo mental colectivo, porque todos los hombres de genio —según Voltaire— «tomaron todo lo bueno allí donde lo encontraron». Al comienzo esas ideas fueron sólo las representaciones más simples y muchas veces inadecuadas de fenómenos naturales y sociales, así como las conclusiones aún menos válidas deducidas de tales fenómenos.

Tal fue el comienzo  de  todos  los  conceptos, fantasías y pensamientos humanos. El tema de esos pensamientos no fue la creación espontánea de la mente humana, sino que se lo proporcionó al hombre en primer lugar el mundo real, tanto interno como externo. La mente del hombre, —es decir, el funcionamiento puramente orgánico y por eso mismo material de su cerebro, estimulado por sensaciones internas y externas transmitidas por los nervios— sólo introdujo la comparación puramente formal de esas impresiones de hechos y cosas dentro de sistemas verdaderos o falsos. Tal fue el origen de las primeras ideas. A través del lenguaje, esas ideas o primeros productos de la imaginación recibieron una expresión más o menos precisa e invariable al transmitirse de una generación a la siguiente. Y así los productos de la imaginación individual vinieron a controlarse, diferenciarse y completarse unos a otros, mezclándose en mayor o menor medida dentro de un único sistema y acabando por constituir la conciencia general, el pensamiento colectivo de la sociedad. Pasado por la tradición de una generación a otra y cada vez más desarrollado por siglos de trabajo mental, este pensamiento constituye la herencia intelectual y moral de la sociedad, la clase y la nación.

Toda nueva generación recibe en la cuna un mundo entero de ideas, impresiones mentales y sentimientos transmitidos por los siglos pasados. Al principio este mundo no aparece ante el recién nacido en su forma ideal, como un sistema de conceptos e ideas, como una religión o como una doctrina. El niño es incapaz de captarlo y comprenderlo de esta forma. Se le impone más bien como un mundo de hechos encarnados y cumplidos en las personas y las cosas que constituyen su medio desde el primer día de la vida, un mundo que habla al niño a través de todo cuanto éste oye y ve. Porque las ideas del hombre no eran al principio sino el producto de hechos efectivos, tanto naturales como sociales, en el sentido de que eran su reflejo o eco en el cerebro del hombre, su reproducción ideal y más o menos verdadera mediante este órgano positivamente material del pensamiento humano.

Ideas innatas. Más tarde, tras establecerse sólidamente en un sistema bien ordenado en la conciencia intelectual de una sociedad dada, se convierten en agentes causales de nuevos fenómenos: fenómenos de orden social y no puramente natural. Terminan modificando y transformando —desde luego muy lentamente— las costumbres e instituciones humanas, en una palabra todo el campo de las interrelaciones humanas en la sociedad, y a través de su incorporación a objetos comunes se hicieron tangibles y perceptibles incluso para los niños. Este proceso es tan concienzudo que cada nueva generación se ve invadida por él desde la más tierna edad; y cuando alcanza la época de su madurez, cuando el trabajo de su propio pensamiento comienza a afirmarse acompañado por una nueva crítica, descubre dentro de sí y en la sociedad circundante todo un mundo de pensamientos e ideas establecidos que sirven como punto de partida, como material en bruto y textura para su propio trabajo intelectual y moral. Esas ideas comprenden los conceptos tradicionales y cotidianos creados por la imaginación, que los metafísicos erróneamente llaman ideas innatas engañados por el modo enteramente insensible e imperceptible en que esas nociones provenientes del exterior penetran y se imprimen en el cerebro del niño, incluso antes de que éste alcance su plena conciencia. Tales son las ideas generales o abstractas de divinidad y alma, ideas completamente absurdas, pero inevitables y necesarias en el desarrollo histórico de la mente humana, que a través de las edades sólo ha llegado lentamente a una conciencia racional y critica de si misma y de sus propias manifestaciones, que ha comenzado siempre en el absurdo para desembocar en la verdad, y en la esclavitud para conquistar la libertad. Tales son las ideas consagradas a lo largo de los siglos por la ignorancia y estupidez general tanto como por los intereses de las clases privilegiadas; consagradas hasta tal punto que incluso hoy es difícil oponerse a ellas en términos llanos sin despertar en contra a considerables secciones del pueblo y sin correr el peligro de verse llevado a la picota por la hipocresía burguesa.

Junto con estas ideas puramente abstractas, y siempre en estrecha conexión con ellas, la juventud encuentra en la sociedad y también dentro de sí —debido a la influencia todopoderosa ejercida sobre ella por la sociedad en su infancia— muchos otros conceptos o ideas que están bastante más determinados y próximos a la vida real del hombre y a su existencia cotidiana. Tales son los conceptos de naturaleza, hombre, justicia, deberes y derechos de individuos y clases, convenciones sociales, familia, propiedad, Estado y muchas otras ideas que regulan las relaciones del hombre para con el hombre[271].

 

Autoridad y leyes naturales. ¿Qué es la autoridad? ¿Es el poder inevitable de las leyes naturales que se manifiestan en la concatenación y la secuencia necesaria de fenómenos dentro de los mundos físico y social? De hecho, la rebelión contra tales leyes no sólo no puede permitirse, sino que es incluso imposible. Podemos ignorarlas o incluso desconocerlas del todo, pero no desobedecerlas porque constituyen la base y las condiciones mismas de nuestra existencia; nos envuelven y penetran, gobernando todos nuestros movimientos, pensamientos y actos en tal medida que incluso cuando creemos desobedecerlas, nos limitamos en realidad a manifestar su omnipotencia. Sí, somos incondicionalmente esclavos de esas leyes. Pero no hay humillación en esa esclavitud, o más bien no se trata de una esclavitud en absoluto. Porque la esclavitud supone la existencia de un amo externo, de un legislador cuya posición está por encima de aquellos a quienes dirige, mientras que estas leyes no son extrínsecas en relación a nosotros: nos son inmanentes, constituyen nuestra naturaleza, todo nuestro ser, física, intelectual y moralmente. Y sólo a través de esas leyes vivimos, respiramos, obramos, pensamos y deseamos. Sin ellas no seríamos nada, simplemente no existiríamos[272].

Es una gran desdicha que un número considerable de leyes naturales, ya establecidas así por la ciencia, sigan siendo desconocidas para las masas gracias a la vigilancia de los gobiernos tutelares que, como sabemos, existen exclusivamente para el bien del pueblo. Y otra dificultad reside en que la mayor parte de las leyes naturales inmanentes al desarrollo de la sociedad humana —tan necesarias, invaria- bles e inevitables como las leyes rectoras del mundo físico— no hayan sido reconocidas y establecidas debidamente por la propia ciencia.

El conocimiento universal de las leyes naturales significa la abolición  del  derecho  jurídico. La  cuestión de la libertad se resolverá  cuando estas leyes hayan sido reconocidas por la ciencia y hayan ingresado en la conciencia general a través de un amplio sistema de educación popular. Los más convencidos protagonistas del Estado deben admitir que cuando  eso  se  produzca, no  habrá  necesidad de organización política, de administración ni de legislación; esas tres instituciones, emanadas de la voluntad del soberano o del voto de un Parlamento elegido por sufragio universal, incluso aunque sean acordes con el sistema de leyes naturales (cosa que nunca ha sucedido y nunca sucederá) serán siempre igualmente hostiles y funestas para la libertad de las masas, porque les   imponen   un  sistema  de  leyes   externas   y  en esa misma medida despóticas[273].

La legislación política es enemiga de la libertad del pueblo y contraria a las leyes naturales. Un cuerpo científico encargado del gobierno de la sociedad terminaría pronto entregándose a asuntos bien distintos de la ciencia. Y esos asuntos —como es el caso en todos los poderes establecidos— serían los de su propia perpetuación, haciendo que la sociedad confiada a su custodia fuera cada vez más estúpida y necesitara por ello cada vez más su gobierno y dirección[274].

Las instituciones legislativas engendran oligarquías. Y todo lo que es verdad para las academias científicas, es verdad también para todas las asambleas constituyentes y legislativas, incluso para las procedentes del sufragio universal. En este último caso pueden desde luego renovar su composición, pero ello no impide la formación en unos pocos años de un cuerpo de políticos, privilegiado de hecho si no de derecho, que entregándose exclusivamente a la administración de los asuntos públicos nacionales termina formando una especie de aristocracia política u oligarquía, como puede verse por el ejemplo de Suiza y los Estados Unidos de América.

De aquí se deduce que no es necesaria ninguna legislación externa y ninguna autoridad; en realidad, una cosa es inseparable de la otra, y ambas tienden a la esclavización de la sociedad y a la degradación de los propios legisladores[275].

Derechos políticos y estado democrático son términos contradictorios. Por último, los términos mismos igualdad de derechos políticos y Estado democrático implican una contradicción flagrante. El Estado, la raison d'Etat y la ley política denotan poder, autoridad, dominación; suponen de hecho la desigualdad. Donde todos gobiernan nadie es gobernado, y  el  Estado  como  tal  no  existe. Donde  todos   disfrutan de derechos humanos, todos los derechos políticos se disuelven automáticamente. La ley política  implica  privilegio, pero donde todos son igualmente privilegiados, se desvanece e] privilegio y con ello la ley política  se  ve  reducida a nada. Por consiguiente, los términos  Estado democrático e igualdad de derechos políticos implican pura y simplemente la destrucción del Estado y la abolición de todos los derechos políticos[276].

La negación de la ley jurídica. En una palabra, rechazamos toda legislación —privilegiada, autorizada, oficial y legal— y toda autoridad e influencia, aunque puedan emanar del sufragio universal, pues estamos convencidos de que sólo pueden desembocar en ventajas para una minoría dominante  de  explotadores   frente  a   los   intereses   de  la  gran mayoría sometida a ellos. En este sentido es como realmente somos anarquistas[277].

Reconocemos toda autoridad natural y toda influencia fáctica sobre nosotros, pero ninguna autoridad o influencia de derecho; porque toda autoridad y toda influencia de derecho, impuesta oficialmente, se convierte de inmediato en falsedad y opresión, y porque ello trae inevitablemente consigo el absurdo y la esclavitud[278].

 

Los diversos tipos de derechos. Es necesario distinguir claramente entre el derecho histórico, político o jurídico, y el derecho racional o simplemente humano. El primero ha regido el mundo hasta este mismo momento, haciendo de él un receptáculo para injusticias sangrientas y opresiones.  El segundo derecho será el medio de nuestra emancipación[279].

La esencia del derecho. El predominio y el triunfo forzado del poder: tal es el verdadero núcleo del asunto. Y todo cuanto se denomina derecho en el lenguaje de la política no es sino la consagración del hecho realizada por la fuerza[280].

Racionalización de su derecho por parte de la aristocracia y la burguesía. La aristocracia de la nobleza no necesitaba a la ciencia para probar su derecho. Su poder se apoyaba sobre dos argumentos irrefutables basados en la violencia, en la fuerza física brutal y en su consagración por voluntad divina. La aristocracia se conducía con violencia, y la Iglesia otorgaba su bendición a esa violencia. Tal era la naturaleza de su derecho. Fue este vínculo íntimo entre el puño triunfante y la sanción divina lo que proporcionó a la aristocracia su gran prestigio, inspirándola un valor caballeresco que conquistaba a todos los corazones.

La burguesía, que carece de todo valor o gracia, sólo puede basar su derecho en un argumento: el poder muy prosaico, pero muy sustancial, del dinero. Es la negación cínica de cualquier virtud; con dinero cualquier estúpido y bruto, cualquier sabandija, puede poseer cualquier tipo de derechos; sin dinero, todas las virtudes individuales se quedan en nada. Este es el principio básico de la burguesía en su brutal realidad. Es sensato pensar que este argumento, válido quizá en sí mismo, no es suficiente para consolidar y justificar el poder de la burguesía. La sociedad humana está constituida para que las cosas más malignas puedan establecerse en ella bajo el manto de una respetabilidad aparente. De ahí el adagio: la hipocresía es el respeto que el vicio siente por la virtud. Incluso la violencia más poderosa necesita canonizarse.

La nobleza disfrazó su violencia de gracia divina. La burguesía no podía obtener ese alto patronazgo,... y, por tanto, necesitaba buscar sanciones exteriores a Dios y la Iglesia. Y las encontró entre los intelectuales diplomados[281].

La base de la organización social pasada y presente. Todas las organizaciones políticas y civiles del pasado y el presente se apoyan sobre el hecho histórico de la violencia, sobre el derecho a heredar la propiedad, sobre los derechos familiares del padre y el esposo y sobre la canonización de todos esos fundamentos por parte de la religión. Y todos ellos en conjunto constituyen la esencia del Estado[282].

Convencidos de que la existencia del Estado, en cualquiera de sus formas, es incompatible con la libertad del proletariado y no permitirá la unión internacional fraterna de los pueblos, queremos la abolición de todos los Estados.

Con el Estado debe desaparecer también todo cuanto se denomina derecho jurídico, y toda la organización de la vida social de arriba a abajo, por vía de legislación y gobierno; esta organización no tuvo nunca meta alguna, salvo su establecimiento y la explotación sistemática del trabajo del pueblo en beneficio de la clase dominante.

La abolición del Estado y del derecho jurídico tendrá como secuela la abolición de la propiedad personal heredable y de la familia jurídica, basada sobre esta propiedad, pues ambas instituciones excluyen la justicia humana[283].

Abolición del derecho a la herencia. Esta cuestión [de la abolición del derecho a heredar la propiedad] se descompone en dos partes; la primera comprende el principio, y la segunda la aplicación práctica del principio.

Y la cuestión del propio principio debiera considerarse desde dos puntos de vista: el de la conveniencia y el de la justicia.

Desde el punto de vista de la emancipación del trabajo, ¿es conveniente, es necesario, que quede abolido el derecho de herencia?

Creemos que plantear esta cuestión es resolverla. ¿Puede significar la emancipación del trabajo algo distinto a su liberación del yugo de la propiedad privada y el capital? Pero es imposible que ambas cosas sean excluidas de la dominación y explotación del trabajo si, divorciadas de él como están, constituyen el monopolio exclusivo de una clase que, liberada de la necesidad de trabajar para vivir, continuará existiendo y oprimiendo al trabajo por el sistema de obtener a su costa rentas de la tierra e intereses del capital; una clase que, fortalecida por esta posición, se apodera —como ha hecho hasta el presente— de los beneficios de la industria y el comercio, dejando a los obreros oprimidos por la competencia a que se ven llevados sólo lo estrictamente imprescindible para no morir de hambre. Ninguna ley política o jurídica, por drástica que sea, será capaz de detener esta dominación y explotación; y ninguna ley puede prevalecer contra la fuerza de los hechos, ni evitar que una situación dada produzca sus resultados naturales. De lo cual se deduce claramente que mientras la propiedad y el capital estén a un lado y el trabajo al otro —constituyendo uno la clase burguesa, y el otro la proletaria— el obrero será el esclavo y la burguesía el amo.

Pero ¿qué separa la propiedad y el capital del trabajo? ¿Cuál es económica y políticamente la distinción entre las clases? ¿Qué destruye la igualdad y perpetúa la desigualdad, el estatuto privilegiado de un pequeño número de personas y la esclavitud de la gran mayoría? Es el derecho a la herencia.

¿Es preciso invocar prueba alguna para demostrar que el derecho a la herencia perpetúa todos los privilegios económicos, políticos y sociales? Es evidente que las diferencias entre las clases sólo se mantienen en virtud de este derecho. Las diferencias naturales entre los individuos, así como las diferencias pasajeras que son asunto de suerte o fortuna y no perviven a los individuos, se perpetúan —o se petrifican, por así decirlo— como resultado del derecho a la herencia; al convertirse en diferencias tradicionales, crean privilegios de nacimiento, dan nacimiento a clases y se convierten en una fuente permanente de explotación de millones de obreros por unos pocos miles de «noble cuna».

Mientras el derecho a la herencia siga vigente, no puede haber igualdad económica, social o política en el mundo. Y mientras exista la desigualdad, existirán la opresión y la explotación.

Así pues, en principio y desde el punto de vista de la emancipación total del trabajo y los trabajadores, hemos de querer la abolición del derecho a la herencia.

 

No se niega la herencia biológica. Es razonable que no pretendamos abolir la herencia fisiológica, o la transmisión natural de facultades corpóreas e intelectuales; o, para ser más precisos, la transmisión de las facultades musculares y mentales de los padres a sus hijos. Esta transmisión es muy a menudo una desdicha, porque frecuentemente transmite a las generaciones actuales las enfermedades físicas y morales del pasado. Los efectos perjudiciales de esa transmisión sólo pueden combatirse aplicando la ciencia a la higiene social, individual tanto como colectiva, y mediante una organización racional e igualitaria de la sociedad.

Lo que queremos y debemos abolir es el derecho a la herencia, basado en la jurisprudencia y base misma de la familia jurídica y del Estado.

El derecho a la herencia respecto de objetos que tienen un valor sentimental. Pero debe comprenderse que no pretendemos abolir el derecho a heredar objetos que tienen un valor sentimental. Queremos decir con ello la transmisión a hijos o amigos de objetos con pequeño valor [monetario] pertenecientes a padres o amigos conocidos, y que debido a un largo uso retienen una huella personal. La herencia real es aquella que asegura a los herederos, totalmente o sólo en parte, la posibilidad de vivir sin trabajar, apropiándose el trabajo colectivo en forma de rentas de la tierra o intereses sobre el capital. Creemos que el capital y la tierra, y en una palabra todos los implementos y materiales en bruto necesarios para el trabajo, no deben transmitirse en lo sucesivo mediante el derecho a la herencia, sino que deben convertirse para siempre en propiedad colectiva de todas las asociaciones productoras.

La igualdad y, por tanto, la emancipación del trabajo y los trabajadores, sólo puede obtenerse a este precio. Son pocos los trabajadores incapaces de comprender que en la abolición futura del derecho a heredar está la condición suprema de la igualdad. Pero hay obreros que temen que si este derecho quedase abolido en la actualidad, antes de que una nueva organización social hubiera asegurado la situación de todos los niños, sean cuales fueren las condiciones de su nacimiento, sus propios hijos quizá podrían encontrarse en dificultades tras la muerte de sus padres.

«¡Cómo!», dicen. «¡Juntamos con trabajo duro y largas privaciones trescientos o cuatrocientos francos, y privarán a nuestros hijos de esos ahorros!» Sí, serán privados de ellos, pero a cambio recibirán de la sociedad —sin perjuicio de los derechos naturales del padre y la madre— mantenimiento y educación, y una crianza que vosotros seríais incapaces de proporcionarles ni siquiera con treinta o cuarenta mil francos. Porque es evidente que tan pronto como quede abolido el derecho a la herencia, la sociedad tendrá que asumir el coste del desarrollo físico, moral e intelectual de todos los niños de ambos sexos nacidos en su seno. Se convertirá en el guardián supremo de todos esos niños.

 Derecho a la herencia y estímulo para el trabajo. Muchas personas mantienen que al abolir el derecho a la herencia se destruirá el estímulo mayor que impele al hombre a trabajar. Quienes así lo creen siguen considerando el trabajo como un mal necesario o, en la jerga teológica, como el resultado de la maldición de Jehová, lanzada en su cólera contra la infeliz especie humana y dentro de la cual ha incluido por un singular capricho, el conjunto de la creación.

Sin entrar en una discusión teológica seria, y tomando como base el simple estudio de la naturaleza humana, contestaremos a los detractores del trabajo afirmando que, en vez de ser una necesidad maligna o áspera, constituye algo vital para toda persona en plena posesión de sus facultades. Uno puede convencerse de ello sometiéndose al siguiente experimento: condenarse a sí mismo durante unos pocos días a la inacción absoluta, o a un trabajo estéril, improductivo y estúpido; al final empezará a sentir que es el ser humano más infeliz y degradado. El hombre se ve movido por su misma naturaleza a trabajar, al igual que se ve movido a comer, beber, pensar y hablar.

Si el trabajo es actualmente una cosa maldita es porque es excesivo, embrutecedor y forzado, porque no deja lugar para el ocio y priva a los hombres de la posibilidad de disfrutar la vida humanamente; porque todos, o casi todos, se ven forzados a aplicar este poder productivo a un tipo de trabajo nada adecuado a sus aptitudes naturales. Y, por último, porque en una sociedad basada sobre la teología y la jurisprudencia la posibilidad de vivir sin trabajar se considera un honor y un privilegio, mientras la necesidad de trabajar para vivir se considera un signo de degradación, un castigo y una vergüenza.

La sociedad estará salvada cuando el trabajo mental y corporal, intelectual y físico, se considere como el mayor de los honores entre los hombres, signo de su virilidad y humanidad. Pero ese día no llegará nunca mientras reine la desigualdad, y mientras no haya sido abolido el derecho a la herencia.

¿Será justa esa abolición?

¿Pero cómo podría ser injusta si es realizada en interés de todos, en interés de la humanidad como conjunto?

Origen del derecho a la herencia. Analicemos el derecho hereditario desde el punto de vista de la justicia humana. Se nos dice que un hombre adquiere por su trabajo diez mil, cien mil o quizá un millón de francos. ¿Es que no tiene derecho a legar esa suma a sus hijos? [Prohibiendo ese legado] ¿no violaremos el derecho natural de los padres cometiendo un expolio injusto ?

Para empezar, ya hemos probado muchas veces que un trabajador aislado no puede producir casi nada por encima de lo que consume. Desafiamos a que alguien nos enseñe a un trabajador real y sin privilegio alguno capaz de ganar decenas de miles, cientos de miles o millones de francos. Esto es claramente imposible. Por ello, si en la sociedad existente hay individuos que ganan sumas de ese porte no es como resultado de su trabajo, sino debido a su posición privilegiada, es decir, a una injusticia legalizada jurídicamente. Y puesto que lo no derivado del propio trabajo se toma necesariamente del trabajo de otro, tenemos derecho a decir que todas esas ganancias son sólo una forma de robo cometido por personas en posiciones privilegiadas sobre el trabajo colectivo, y cometido con la sanción o bajo la protección del Estado. Continuemos con este análisis.

 

La mano muerta del pasado. El ladrón protegido por la ley muere. Transmite con o sin testamento sus bienes o capital a hijos y demás parientes. Se nos dice que es la consecuencia necesaria de su libertad personal y su derecho individual; su voluntad debe ser respetada.

Pero un hombre muerto está muerto realmente. Prescindiendo de la existencia completamente moral y sentimental construida por los piadosos recuerdos de sus hijos, parientes y amigos (si merecía ese recuerdo) o por el reconocimiento público (si prestó algún servicio real al público), no existe en absoluto. Por lo mismo, no puede disfrutar de libertad, derecho ni voluntad personal. Los fantasmas no debieran regir y oprimir al mundo, que sólo pertenece a los seres vivos.

Para que continúe deseando y actuando tras su muerte es necesaria una ficción jurídica o una mentira política, y este muerto es incapaz de actuar por sí mismo. Es preciso que algún poder —el Estado— tome sobre sí el trabajo de actuar en su nombre y por su bien; el Estado debe ejecutar la voluntad de un hombre que no puede tener voluntad alguna, al haber abandonado la vida.

¿Y cuál es el poder del Estado sino el poder del pueblo en su conjunto, pero organizado en detrimento del pueblo y en favor de las clases privilegiadas? Y, sobre todo, es la producción y la fuerza colectiva de los trabajadores. Resulta, pues, necesario que las clases trabajadoras garanticen a las clases privilegiadas el derecho a la herencia, es decir, la fuente principal de su miseria y esclavitud. ¿Pero acaso han de forjar con sus propias manos los hierros que les mantienen encadenadas?

Secuencia de la abolición de los derechos hereditarios. Concluimos: es suficiente que el proletariado retire su apoyo al Estado, sancionador de su esclavitud, para que el derecho a la herencia, que es exclusivamente político y jurídico —y, por tanto, contrario al derecho humano— se derrumbe por sí solo. Es suficiente abolir el derecho hereditario para abolir la familia jurídica y el Estado.

En este terreno, todo progreso social ha seguido el camino de sucesivas aboliciones de derechos hereditarios.

El primero que se abolió fue el derecho divino de herencia, los privilegios y castigos tradicionales que durante mucho tiempo se consideraron consecuencia de bendiciones o maldiciones divinas.

Luego fue abolido el derecho político a la herencia, cosa que tuvo como resultado el reconocimiento de la soberanía popular y la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

Y ahora hemos de abolir el derecho económico a la herencia para emancipar al trabajador, al hombre, para establecer el reinado de la justicia sobre las ruinas de todas las iniquidades políticas y teológicas...

Medios para abolir el derecho a la herencia. La última cuestión a resolver son las medidas prácticas para abolir el derecho hereditario. Esta abolición puede efectuarse de dos modos: mediante reformas sucesivas o a través de una revolución social.

Podría efectuarse mediante reformas en los países afortunados (muy raros, si no enteramente desconocidos) donde la clase de los propietarios y capitalistas, la burguesía, imbuida de un espíritu de sabiduría que en modo alguno posee en la actualidad y viendo la inminencia de la Revolución Social, intentara llegar a un arreglo con el mundo del trabajo. Es este caso, y sólo en él, el camino de las reformas pacíficas se presenta como una posibilidad. Mediante una serie de modificaciones sucesivas, combinadas inteligentemente y acordadas de modo amigable entre el obrero y la burguesía, sería posible abolir por completo el derecho hereditario en veinte o treinta años, y sustituir la forma actual de propiedad, así como el trabajo y la educación existentes, por una propiedad colectiva y un trabajo colectivo, y por una educación o instrucción integral.

Nos es imposible determinar el carácter preciso de tales reformas, pues tendrán que adecuarse a la situación específica de cada país. Pero en todos los países la meta sigue siendo idéntica: el establecimiento de una propiedad y un trabajo colectivos, la libertad de cada uno con igualdad para todos.

El método de la revolución será naturalmente el más corto y simple. Las revoluciones nunca las hacen individuos o asociaciones. Las provoca la fuerza de las circunstancias. Es preciso que nosotros comprendamos de una vez por todas que el primer día de la Revolución el derecho hereditario será simplemente abolido, y junto a él serán abolidos también el Estado y el derecho jurídico, para que sobre las ruinas de todas esas iniquidades, saltando sobre todas las fronteras políticas y nacionales, pueda surgir un nuevo mundo internacional, el mundo del trabajo, la ciencia, la libertad y la igualdad, mundo organizado de abajo a arriba por la libre asociación de todas las agrupaciones de productores[284].

Derecho humano o racional. Tendiendo a la emancipación efectiva y final del pueblo, mantenemos el siguiente programa:

Abolición del derecho a heredar la propiedad. Igualación de los derechos políticos y socio-económicos de las mujeres con los de los hombres. Por consiguiente, queremos la abolición del derecho familiar y del matrimonio —tanto eclesiástico como civil—, [que están] vinculados inseparablemente al derecho hereditario.

La verdad económica básica se apoya sobre dos premisas fundamentales:

La tierra sólo pertenece a quienes la cultivan con sus propias manos, a las comunas agrícolas. El capital y todos los instrumentos de producción pertenecen a los obreros, a las asociaciones de obreros.

La organización política futura debe ser una federación libre de trabajadores, una federación de asociaciones de obreros agrícolas e industriales.

Por consiguiente, en nombre de la emancipación política, queremos en primer lugar la abolición del Estado y la extirpación del principio estatal, junto con todas las instituciones eclesiásticas, políticas, militares, burocráticas, jurídicas, académicas, financieras y económicas.

Derecho nacional. Queremos plena libertad para todas las naciones, con el derecho a una plena auto-determinación para cada pueblo de acuerdo con sus propios instintos, necesidades y voluntad[285]. Todo pueblo, como toda persona, sólo puede ser lo que es, e indudablemente tiene el derecho a ser él mismo.

Esto resume el llamado derecho nacional. Pero si un pueblo o una persona existe de cierta manera y no puede existir de ninguna otra no se sigue de ello que tengan el derecho (ni que les sea beneficioso) elevar la nacionalidad o la individualidad a principios específicos, o que merezca la pena hacer mucho ruido en torno a esos supuestos principios[286].


13. PODER Y AUTORIDAD

El instinto del poder. Todos los hombres poseen un instinto natural hacia el poder que tiene su origen en la ley básica de la vida, donde todo individuo se ve forzado a mantener una lucha incesante para asegurar su existencia o afirmar sus derechos. Esta lucha entre los hombres empezó con el canibalismo; continuó luego a lo largo de los siglos bajo diversas banderas religiosas, y pasó sucesivamente por todas las formas de la esclavitud y la servidumbre, humanizándose muy despacio, poco a poco, y pareciendo recaer a veces en el salvajismo primitivo. Actualmente esa lucha tiene lugar bajo el doble aspecto de la explotación del trabajo asalariado por parte del capital, y de la opresión política, jurídica, civil, militar y policíaca por el Estado y la Iglesia, y por la burocracia estatal; y continúa brotando dentro de todos los individuos nacidos en la sociedad el deseo, la necesidad y a veces la inevitabilidad de mandar y explotar a otras personas.

El instinto del poder es la fuerza más negativa de la historia. Vemos así que el instinto de mandar a los demás es, en su esencia primitiva, un instinto carnívoro, completamente bestial y salvaje. Bajo la influencia del desarrollo mental de los hombres adopta una forma algo más ideal, y se ennoblece de alguna manera presentándose como instrumento de la razón y devoto siervo de esa abstracción o ficción política que se denomina el bien público. Pero sigue siendo en su esencia igualmente dañino, y se hace todavía más perjudicial cuando, gracias a la aplicación de la ciencia, extiende su horizonte e intensifica el poder de su acción. Si hay un demonio en la historia es el principio del poder. Este principio, junto con la estupidez y la ignorancia de las masas —sobre las cuales se basa siempre y sin las cuales no podría existir— es el que ha producido por sí solo todas las desgracias, todos los crímenes y los hechos más vergonzosos de la historia.

El crecimiento del instinto de poder está determinado por condiciones sociales. E inevitablemente este elemento maldito se encuentra como instinto natural en todo hombre, sin excepción alguna. Todos llevamos dentro de nosotros mismos los gérmenes de esta pasión de poder, y todo germen, como sabemos, según una ley básica de la vida se desarrolla y crece siempre que encuentre en su medio condiciones favorables. En la sociedad humana esas condiciones son la estupidez, la ignorancia, la indiferencia apática y los hábitos serviles de las masas —por lo cual podríamos decir en justicia que son las propias masas quienes producen esos explotadores, opresores, déspotas, y verdugos de la humanidad de los que son víctimas. Cuando las masas están profundamente hundidas en su sueño, resignadas pacientemente a su degradación y esclavitud, los mejores hombres, los más enérgicos e inteligentes, los más capaces de prestar grandes servicios a la humanidad en un medio distinto, se hacen necesariamente déspotas. A menudo mantienen la ilusión de que trabajan por el bien de aquellos a quienes oprimen. Pero en una sociedad inteligente y bien despierta, que guarde celosamente su libertad y esté dispuesta a defender sus derechos, incluso los individuos más egoístas y malévolos se convierten en buenos miembros de la sociedad. Tal es el poder de la sociedad, cien veces mayor que el de los individuos más fuertes[287].

El ejercicio del poder es una determinación social negativa. La naturaleza del hombre está constituida de tal manera que si tiene la posibilidad de hacer el mal, es decir, de alimentar su vanidad, su ambición y su avidez a expensas de otros, hará sin duda pleno uso de tal oportunidad. Por supuesto, todos nosotros somos socialistas y revolucionarios sinceros; no obstante, si se nos diese poder, aunque sólo fuese por el breve plazo de unos pocos meses, no seríamos lo que somos ahora. Estamos convencidos como socialistas, vosotros y yo, de que el medio social, la posición social y las condiciones de existencia son más poderosas que la inteligencia y la voluntad del individuo más fuerte y poderoso; y precisamente por este motivo exigimos una igualdad no natural sino social de los individuos como condición para la justicia y fundamento de la moralidad. Por eso detestamos el poder, todo poder, al igual que el pueblo lo detesta[288].

A nadie debe confiársele el poder, pues cualquier individuo investido de autoridad debe, por la fuerza de una ley social inmutable convertirse en un opresor y explotador de la sociedad[289].

Somos, de hecho, enemigos de toda autoridad, pues comprendemos que el poder y la autoridad corrompen a quienes los ejercen tanto como a quienes se ven forzados a someterse a ellos. Bajo su dañina influencia algunos pasan a ser déspotas ambiciosos, ávidos de poder y codiciosos de ganancia, explotadores de la sociedad en su propio beneficio o en el de su clase, mientras otros se convierten en esclavos[290].

El ejercicio de la autoridad no puede pretender una base científica. La gran desdicha es que muchas leyes naturales ya establecidas por la ciencia siguen siendo desconocidas para las masas gracias a la solícita atención de esos gobiernos tutelares que, como sabemos, sólo existen para bien del pueblo. Y hay también otra dificultad: a saber, que la mayoría de las leyes naturales inmanentes al desarrollo de la sociedad humana —tan necesarias, invariables e inevitables como las leyes rectoras del mundo físico— no han sido debidamente reconocidas y establecidas por la propia ciencia.

Una vez reconocidas, primero por la ciencia y luego por el pueblo gracias a un sistema amplio de educación e instrucción popular —una vez que se hayan convertido en parte de la conciencia general-- la cuestión de la libertad quedará resuelta. Las autoridades más recalcitrantes tendrían entonces que admitir que para lo sucesivo no habrá necesidad de organización, administración o legislación política. Esas tres cosas —emanadas de la voluntad del soberano, de la voluntad de un Parlamento elegido por sufragio universal, o incluso acordes con el sistema de las leyes naturales (cosa que nunca ha sucedido y nunca sucederá) son siempre igualmente dañinas y hostiles para la libertad del pueblo, porque le imponen un sistema de leyes externas, y por tanto despóticas.

Las leyes naturales deben ser libremente aceptadas. La libertad del hombre consiste exclusivamente en obedecer a las leyes naturales porque las ha reconocido él mismo como tales, y no porque le sean impuestas desde alguna voluntad externa —divina o humana, colectiva o individual.

 

Dictadura de los científicos. Supongamos una academia instruida, compuesta por los representantes más ilustres de la ciencia; supongamos que se encargara a esa academia la legislación y la organización de la sociedad, y que inspirada exclusivamente por el más puro amor a la sociedad sólo promulgase leyes absolutamente acordes con los últimos descubrimientos de la ciencia. Pues bien, mantengo que esa legislación y esa organización serían monstruosidades, por dos razones.

En primer lugar, la ciencia humana es siempre y necesariamente imperfecta; comparando lo descubierto con lo que queda por descubrir, podemos afirmar que está todavía en su cuna. Esto es cierto en tal medida que si fuésemos a forzar la vida práctica de los hombres, tanto en lo colectivo como en lo individual, de modo acorde estricta y exclusivamente con los últimos datos de la ciencia condenaríamos a la sociedad y a los individuos al martirio sobre un lecho de Procusto que pronto los dislocaría y ahogaría, ya que la vida es siempre algo infinitamente mayor que la ciencia.

La segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciera una legislación emanada de alguna academia científica no por comprender lo razonable de ella (en cuyo caso la existencia de la academia se haría pronto inútil) sino porque esta legislación emanaba de la academia y se imponía en nombre de una ciencia venerada sin ser comprendida, sería una sociedad de bestias y no de hombres. Sería una segunda edición de la miserable república paraguaya, que durante tanto tiempo se sometió a la regla de la Compañía de Jesús. Tal sociedad se hundiría rápidamente en el más bajo estado de la idiocia.

Pero hay también una tercera razón que hace imposible semejante gobierno. Esta razón es que una academia científica investida de un poder absoluto y soberano acabaría inevitable y rápidamente convirtiéndose en una institución moral e intelectualmente corrompida, aunque estuviera compuesta por los hombres más ilustres. Tal ha sido la historia de las academias cuando los privilegios atribuidos a ellas eran escasos y de poca entidad. El genio científico más grande se deteriora inevitablemente y se hace soberbio tan pronto como se convierte en un académico y en un sabio oficial. Pierde su espontaneidad, su audacia revolucionaria, esa característica salvaje e inquietante de los más grandes genios, cuyo destino ha sido siempre destruir viejos mundos decrépitos y sentar los fundamentos de otros nuevos. Sin duda, nuestro académico gana en buenas maneras, en sabiduría cosmopolita y pragmática lo que pierde en poder de pensamiento.

Los científicos no están exceptuados de la ley de la igualdad. Lo característico del privilegio y de toda posición privilegiada es destruir las mentes y los corazones de los hombres. Un hombre privilegiado política o económicamente es un hombre intelectual y moralmente depravado. Esta es una ley social que no admite excepción, igualmente válida para naciones enteras y para clases, grupos sociales e individuos. Es la ley de la igualdad, condición suprema de la libertad y la humanidad.

Un cuerpo científico a quien se confíe el gobierno de la sociedad terminaría pronto prescindiendo de la ciencia y dedicándose a algún otro empeño. Y este empeño, como ocurre en todos los poderes establecidos, sería intentar perpetuarse haciendo que la sociedad confiada a su custodia se vaya embruteciendo de modo creciente y necesite, por tanto, cada vez más su dirección y gobierno.

Y lo que es cierto de las academias científicas, es también cierto para todas las asambleas constituyentes y cuerpos legislativos, incluso para los elegidos por sufragio universal. Es cierto que la composición de estos últimos cuerpos puede cambiarse, pero eso no impide la formación en unos pocos años de un cuerpo de políticos, privilegiado de hecho si no de derecho, que entregándose exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos de un país, termina por formar una especie de aristocracia política u oligarquía. Piénsese en los Estados Unidos de América y en Suiza.

Por tanto, no es necesaria ninguna legislación externa ni ninguna autoridad; a esos efectos una es separable de la otra, y ambas tienden a esclavizar a la sociedad y a degradar mentalmente a los propios legisladores[291].

En los buenos viejos tiempos, cuando la fe cristiana —todavía inconmovida y representada principalmente por la Iglesia Católica Romana— florecía en toda su fuerza, Dios no tenía dificultad en designar a sus elegidos. Se admitía que todos los soberanos, grandes y pequeños, reinaban por la gracia de Dios, a no ser que estuvieran excomulgados; la propia nobleza basaba sus privilegios en la bendición de la Santa Iglesia. Hasta el protestantismo, que contribuyó poderosamente a la destrucción de la fe —naturalmente, contra su voluntad— dejó en este sentido perfectamente intacta la doctrina cristiana. «Porque no hay poder sino el que procede de Dios», decía repitiendo las palabras de San Pablo. El protestantismo reforzó incluso la autoridad del soberano, proclamando que procedía directamente de Dios sin necesitar la intervención de la Iglesia, y sometiendo a esta última al poder del soberano.

Pero desde que la filosofía del último siglo [el xviii], actuando al unísono con la revolución burguesa, asestó un golpe mortal a la fe y derrocó a todas las instituciones basadas sobre ella, la doctrina de la autoridad tuvo grandes dificultades para volver a establecerse en la conciencia de los hombres. Naturalmente, los soberanos actuales siguen considerándose-gobernantes «por la gracia de Dios», pero esas palabras —que en un tiempo poseían un significado real, poderoso y palpitante de vida— constituyen una frase caduca, banal y esencialmente sin sentido para las clases educadas, e incluso para una parte del propio pueblo. Napoleón III intentó rejuvenecerla añadiéndole otra frase: «Y por la voluntad del pueblo», que unida a la primera o bien anula su significado (con lo cual se anula a sí misma), o significa que Dios quiere en todo caso lo que quiere el pueblo.

Lo que queda por hacer es precisar la voluntad del pueblo y descubrir qué órgano político la expresa fielmente. Los demócratas radicales imaginan que una Asamblea elegida por sufragio universal es el órgano más adecuado para ese propósito. Otros, los demócratas todavía más radicales, le añaden el referéndum, la votación directa de todo el pueblo para cualquier ley más o menos importante. Todos ellos —conservadores, liberales, moderados y radicales extremos— coinciden en un punto: que el pueblo debe ser gobernado; el pueblo puede elegir a sus rectores y maestros, o puede que se le impongan, pero en todo caso ha de tener rectores y maestros. Falto de inteligencia, el pueblo debe dejarse guiar por quienes la poseen.

 

La razón de las clases privilegiadas a la luz de su aceptación de dictaduras bárbaras. Mientras en los siglos pasados se exigía la autoridad en nombre de Dios, los doctrinarios la exigen ahora en nombre de la razón. Quienes piden el poder ahora ya no son los sacerdotes de una religión desintegrada, sino los sacerdotes oficiales de la razón doctrinaria, y esto acontece cuando se ha hecho evidente la ruina de esa razón. Porque nunca el pueblo educado e instruido —y en general las clases ilustradas— mostró una degradación moral, una cobardía, un egoísmo y una falta tan completa de convicciones como en nuestros días. Debido a esta cobardía sigue siendo estúpido a pesar de su formación, y sólo comprende una cosa: conservar lo que existe, esperando detener por pura demencia el curso de la historia con la fuerza brutal de una dictadura militar ante la que se han postrado vergonzosamente esas clases.

Bancarrota moral de la vieja intelectualidad. Lo mismo que en los viejos días los representantes de la razón y la autoridad divina —la Iglesia y los sacerdotes— se aliaron demasiado abiertamente con la explotación económica de las masas, y esta fue la causa principal de su caída, así se han identificado ahora demasiado abiertamente los representantes de la razón y la autoridad humana —el Estado, las sociedades instruidas y las clases ilustradas— con el negocio de la cruel e inicua explotación para retener la más leve fuerza moral o el mínimo prestigio. Condenados por su propia conciencia, se sienten expuestos ante todos, y no tienen recurso alguno contra el desprecio que, como ellos saben, tienen bien merecido salvo los argumentos feroces de una violencia organizada y armada. Una organización basada en tres cosas detestables, la burocracia, la policía y un ejército permanente: esto es lo que constituye ahora el Estado, cuerpo visible de la argumentación explotadora y doctrinaria de las clases privilegiadas.

La aparición de un nuevo razonamiento y el ascenso de una perspectiva libertaria. En contraste con este razonamiento corrompido y moribundo, está comenzando a despertar y a cristalizar en el seno del pueblo un espíritu nuevo, joven y vigoroso. Está lleno de vida y de esperanzas para el futuro; naturalmente, no está del todo desarrollado con respecto a la ciencia, pero aspira ansiosamente a una nueva ciencia despejada de todas las estupideces de la metafísica y la teología. Esta nueva lógica no tendrá profesores diplomados, ni profetas, ni sacerdotes; y tampoco fundará una nueva Iglesia o un nuevo Estado, porque extrae su poder de cada uno y de todos. Destruirá los últimos vestigios de este condenado y funesto principio de autoridad humana y divina, y devolviendo a cada uno su plena libertad realizará la igualdad, la solidaridad y la fraternidad de la humanidad[292].

El verdadero papel y función del experto. ¿Se deduce de ello que rechazo toda autoridad? No; lejos de mi intención mantener tal idea. En asunto de botas, delego en la autoridad del zapatero. Cuando se trata de casas, canales o carreteras, consulto la autoridad del arquitecto o ingeniero. Para cada tipo específico de conocimiento recurro al científico de esa rama. Le escucho libremente y con todo el respeto que me merece su inteligencia, su carácter y sus conocimientos, aunque siempre me reserve el derecho indiscutible a la crítica y el control. Y no quedo satisfecho consultando a un solo especialista que sea una autoridad en cierto campo; consulto a varios. Comparo sus opiniones y elijo la que me parece más sensata.

Pero no reconozco autoridad infalible, ni siquiera en cuestiones de carácter completamente específico. En consecuencia, sea cual fuere el respeto que pueda sentir hacia la honestidad y sinceridad de tales y cuales individuos, no tengo fe absoluta en persona alguna. Tal fe sería funesta para mi razón, para mi libertad y para el éxito de mis empresas: me transformaría inmediatamente en un esclavo estúpido, en un instrumento de la voluntad y los intereses de otros.

Si me inclino ante la autoridad de los especialistas y me declaro dispuesto a seguir en cierta medida y mientras me parezca necesario sus indicaciones generales e incluso sus directrices, no es porque su autoridad me la impongan ni los hombres ni Dios. En otro caso la rechazaría con horror y enviaría al diablo sus consejos, sus direcciones y su conocimiento, cierto de que me harían pagar, con la pérdida de mi libertad y mi propia estima, una cifra desmesurada en comparación con jirones de verdad envueltos en una multitud de mentiras, pues eso es todo cuanto podrían darme.

Si me inclino ante la autoridad de los especialistas porque me la impone mi propia razón. Soy consciente de que sólo puedo abarcar en todos sus detalles y desarrollos positivos una parte muy pequeña del conocimiento humano. Ni siquiera la mayor de las inteligencias sería capaz de abarcar la totalidad. De ello resulta, para la ciencia tanto como para la industria, la necesidad de la división y asociación del trabajo. Tomo y doy: tal es la vida humana. Cada uno es un dirigente competente y a su vez está dirigido por otros. En consecuencia, no hay autoridad fija y constante, sino un intercambio continuo de autoridad y subordinación mutuas, temporales y, sobre todo, voluntarias.

 

El gobierno de superhombres. Esta misma razón me impide reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre universal capaz de abarcar todas las ciencias, todas las ramas de la vida social en su riqueza de detalles, y sólo esto hace posible la aplicación de la ciencia a la vida. Si alguna vez pudiera cumplirse tal universalidad en un hombre singular, y si quisiese hacer uso de ella para imponernos su autoridad sería necesario expulsarlo de la sociedad, porque el ejercicio de esa autoridad por su parte reduciría a todos los demás a la esclavitud y a la idiocia.

No creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio como ha hecho hasta el presente; pero tampoco creo que deba mimarlos, y mucho menos concederles cualesquiera privilegios o derechos exclusivos. Y esto por tres razones: primero, porque ha sucedido frecuentemente que la sociedad tomó por hombre de genio a un charlatán; segundo, porque a través de un sistema de privilegios semejantes, hasta un verdadero hombre de genio puede transformarse en un charlatán, desmoralizado y degradado; y por último, porque así podría la sociedad erigir a un déspota sobre ella.

Resumo: reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia tiene por objeto sólo la reproducción mentalmente elaborada y tan sistemática como resulta posible de las leyes naturales inmanentes a la vida material, intelectual y moral del mundo físico y moral, que constituyen de hecho un solo e idéntico mundo natural. Fuera de esta única autoridad legítima —legítima porque es racional y está en armonía con la libertad humana— declaramos falsas, arbitrarias y funestas a todas las demás autoridades.

La autoridad de la ciencia no es idéntica a la autoridad de los sabios. Admitimos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infalibilidad y universalidad de los representantes de la ciencia. En nuestra Iglesia —si se me permite utilizar por un momento una expresión que por lo demás detesto, pues la Iglesia y el Estado son mis dos espantajos—, en nuestra Iglesia, como en la Iglesia protestante, tenemos un jefe, un Cristo invisible: la ciencia, y, al igual que los protestantes, pero siendo todavía más coherentes que ellos, no toleraremos ningún Papa, ningún Concilio ni cónclave de cardenales infalibles ni a los obispos, ni siquiera a los sacerdotes. Nuestro Cristo difiere del Cristo protestante y cristiano en no ser un ente personal, sino impersonal. El Cristo de la cristiandad, ya completado en un pasado eterno, aparece como un ente perfecto, mientras la realización y perfección de nuestro Cristo —la ciencia— está por completo en el futuro; lo que equivale a decir que esos fines jamás serán realizados. Por ello, al reconocer a la ciencia absoluta como la única autoridad absoluta, no comprometemos en modo alguno nuestra libertad.

La ciencia absoluta es un concepto dinámico de un infinito proceso de devenir. Con las palabras «ciencia absoluta» quiero indicar la ciencia verdaderamente universal que reproduce idealmente, en toda su amplitud y en sus infinitos detalles, el universo, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales manifestadas por el incesante desarrollo de los mundos. Es evidente que dicha ciencia, sublime objeto de todos los esfuerzos de la mente humana, jamás será realizada plena y absolutamente. Así pues, nuestro Cristo quedará eternamente incompleto, circunstancia que debe bajar los humos de sus representantes diplomados entre nosotros. Frente a Dios Hijo, en cuyo nombre quieren imponemos su autoridad insolente y pedante, apelamos a Dios Padre, que es el mundo real, la vida real, de la que él (el Hijo) es sólo una expresión demasiado imperfecta —mientras nosotros, seres reales, que vivimos, trabajamos, luchamos, amamos, aspiramos, disfrutamos y sufrimos, somos sus representantes directos.

Pero si bien rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos con gusto ante la autoridad respetable aunque relativa, temporal y muy restringida de los representantes de ciencias especializadas; nos satisface enteramente consultarles en las ocasiones oportunas, y agradecemos mucho la valiosa información que puedan transmitirnos —a condición de que estén deseosos de recibir consejos semejantes por nuestra parte cuando se trate de asuntos en los cuales tengamos una instrucción superior a la suya.

En general, no deseamos nada mejor que ver a los hombres dotados de gran conocimiento, gran experiencia, grandes mentes, y sobre todo grandes corazones, ejercer sobre nosotros una influencia natural y legítima siempre que esa influencia sea libremente aceptada y nunca impuesta en nombre de autoridad oficial alguna, celeste o terrestre. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, pero ninguna de derecho; porque toda autoridad e influencia de derecho, impuesta oficialmente como tal, pondría inevitablemente... la esclavitud y el absurdo[293].

La autoridad que emana de la experiencia colectiva de individuos libres e iguales. La única autoridad grande y omnipotente, a un tiempo natural y racional, la única que podemos respetar, será la del espíritu colectivo y público de una sociedad fundada sobre la igualdad y la solidaridad, y sobre el respeto humano mutuo de todos sus miembros. Sí, esta es una autoridad en modo alguno divina, enteramente humana, pero ante la cual nos inclinaremos con gusto, seguros de que emancipará a los hombres en vez de esclavizarlos. Será mil veces más poderosa que todas vuestras autoridades divinas, teológicas, metafísicas y judiciales establecidas por la Iglesia y el Estado, más poderosa que vuestros códigos penales, vuestros carceleros y vuestros verdugos[294].

El ideal del anarquismo. En una palabra, rechazamos toda legislación y autoridad privilegiada, diplomada, oficial y legal, aunque provenga del sufragio universal, convencidos de que sólo puede desembocar en beneficio de una minoría dominante y explotadora, frente a los intereses de la gran mayoría esclavizada. En este sentido es en el que somos realmente anarquistas[295].


14. LA CENTRALIZACIÓN ESTATAL Y SUS EFECTOS

La centralización política es destructiva para la libertad. La centralización política creada por el Partido Radical [de Suiza] es destructiva para la libertad... El viejo régimen de autonomía cantonal garantizaba la libertad y la independencia nacional de Suiza mucho mejor que el actual sistema de centralización.

Si la libertad ha hecho recientemente notables progresos en varios de los antiguos cantones reaccionarios, no se debe en absoluto a los nuevos poderes con que fueron investidas las autoridades federales por la Constitución de 1848; esto [el progreso en los cantones atrasados] se debe exclusivamente al desarrollo intelectual producido mientras tanto, y al paso del tiempo. Todo el progreso logrado desde 1848 en el dominio federal es de índole económica, como la introducción de una moneda única, un patrón único de pesos y medidas, obras públicas a gran escala, tratados comerciales, etc.

Centralización económica y política. Se afirmará que la centralización económica sólo es posible a través de una centralización política, que una implica la otra, y que ambas son necesarias y beneficiosas en la misma medida. Nada de eso, decimos. La centralización, económica, condición esencial de la civilización, crea libertad; pero la centralización política la mata, destruye en beneficio del gobierno y las clases gobernantes la vida y la acción espontánea del pueblo. La concentración de poder político sólo puede producir esclavitud, porque la libertad y el poder se excluyen mutuamente. Todo gobierno —incluso el más democrático— es enemigo natural de la libertad, y cuanto más fuerte es, cuanto más se concentra su poder, más opresivo se vuelve. Estas verdades son tan simples y claras que nos avergüenza tener que repetirlas[296].

La lección de Suiza. Las experiencias de los últimos veintidós años [1848-1870] muestran que la centralización política ha resultado funesta para Suiza. Destruye la libertad del país, compromete su independencia, lo transforma en un gendarme complaciente y servil ante todos los déspotas poderosos de Europa. Reduciendo su fuerza moral, la centralización política compromete la existencia material del país[297].

La última palabra en la centralización política. Cavaignac, que prestó un servicio tan valioso a la reacción francesa e internacional, fue a pesar de todo un hombre de sinceras convicciones republicanas. ¿No es significativo que fuera un republicano el hombre destinado a sentar las primeras bases para la dictadura militar en Europa, adelantado en línea directa de Napoleón III y el Emperador alemán, lo mismo que el destino de otro republicano y famoso predecesor, Robespierre, fue preparar el camino para el despotismo estatal personificado por Napoleón? ¿No prueba esto que la absorbente y abrumadora disciplina militar —ideal del Imperio pan-germánico— es la última palabra inevitable en la centralización estatal burguesa, en la civilización burguesa?

La centralización en Alemania. Sea como fuere, los nobles, la burocracia, la casta gobernante y los príncipes le tomaron un gran afecto a Cavaignac, y muy estimulados por su éxito, recobraron visiblemente el valor y empezaron a prepararse para nuevas luchas[298].

Las ricas provincias conquistadas, y la inmensa cantidad de materiales de guerra capturados, han permitido a Alemania mantener un enorme ejército permanente. La creación del Imperio y su sometimiento orgánico a la autocracia prusiana, la erección y preparación militar de nuevas fortalezas y, por último, la construcción de la flota han contribuido mucho al fortalecimiento del poderío alemán. Pero su apoyo principal está sobre todo en la profunda e innegable simpatía popular.

Como dijo uno de nuestros amigos suizos: «Ahora todo sastre alemán que viva en Japón, China o Moscú siente que tiene tras él a la marina alemana y a todo el poder germánico. Y este orgulloso pensamiento le exalta furiosamente. Para el alemán ha llegado al fin el día en que, apoyado sobre la fuerza armada del Estado, puede decir con el mismo orgullo que el inglés o el americano [cuando hablan de su propia nacionalidad], 'soy un alemán'». Desde luego, pero el inglés o el americano, cuando dicen «soy un inglés» o «soy un americano», dicen «soy un hombre libre», mientras el alemán dice «soy un esclavo, pero mi emperador es más fuerte que todos los demás soberanos, y el soldado alemán, que me está estrangulando, acabará estrangulándoos a todos vosotros».

 

El pueblo alemán se inclina hacia la disciplina. ¿Se conformará el pueblo alemán mucho tiempo con este pensamiento? ¿Quién puede decirlo?

Los alemanes han estado echando de menos tanto tiempo un único Estado [totalitario] con un único palo, que probablemente disfrutarán el éxtasis presente durante mucho tiempo. A cada pueblo su gusto, y el gusto del pueblo alemán va en el sentido de un regio palo manejado por el Estado.

Efectos morales de la centralización estatal. Nadie puede seriamente dudar de que con la exuberante centralización estatal comenzarán —en realidad, han comenzado ya— a desarrollarse en Alemania todos los principios del mal, toda la corrupción y todas las causas de desintegración interna que siempre van de la mano con la centralización política.

Esto es tanto menos dudoso cuanto que el proceso de desintegración moral e intelectual ya ha comenzado; basta leer las revistas alemanas de orientación conservadora o moderada para encontrar descripciones de la corrupción esparcida por el pueblo alemán, que hasta el presente, como sabemos, había sido el más honesto del mundo.

Este resultado inevitable del monopolio capitalista se ve acompañado siempre y en todas partes por la intensificación y ampliación de la centralización estatal[299].

La centralización política es un instrumento para distorsionar el progreso político de la nación francesa. Estamos convencidos de que si Francia perdió por dos veces su libertad y vio convertirse su república democrática en una dictadura militar, la culpa no se encuentra en el carácter del pueblo, sino en la centralización política. Esta centralización, preparada mucho tiempo atrás por los reyes y estadistas franceses, personificada más tarde en un hombre al que la aduladora retórica de la corte llamó el Gran Rey, hundida después en el abismo por los vergonzosos desórdenes de una monarquía decrépita, habría perecido en el cieno de no verse alzada por la poderosa mano de la Revolución. Por extraño que parezca, esa gran Revolución que, por primera vez en la historia, había proclamado no sólo la libertad del ciudadano sino la del hombre, haciéndose heredera de la monarquía destruida por ella, revivió al mismo tiempo esta negación de la libertad: la centralización y la omnipotencia del Estado.

Recreada por la Asamblea Constituyente y combatida, aunque con poco éxito, por los girondinos, esta centralización política fue completada por la Convención Nacional. Robespierre y Saint-Just fueron los verdaderos restauradores de la centralización. La nueva máquina gubernamental no prescindió de nada, ni siquiera del Ser Supremo, con el culto al Estado. Esa máquina sólo esperaba a un mecánico ingenioso para mostrar al asombrado mundo las posibilidades de poderosa opresión con que la habían dotado sus imprudentes constructores... y entonces vino Napoleón.

Así, esa revolución, que al principio estaba inspirada por el amor a la humanidad y la libertad, sólo por llegar a creer en la posibilidad de reconciliar ambos conceptos con la centralización estatal, se suicidó y mató a los dos, poniendo en su lugar sólo una dictadura militar, el Cesarismo.

El federalismo es el ideal político de una sociedad nueva. ¿No es obvio, pues, señores, que a fin de salvaguardar la libertad y la paz en Europa hemos de oponer los saludables principios del federalismo a esta monstruosa y opresiva centralización de los Estados militares, burocráticos, despóticos, monárquicos, constitucionales o incluso republicanos?

Por eso mismo todos los que deseen realmente la emancipación de Europa deben tener bien claro que, a pesar de nuestras simpatías por las grandes ideas socialistas y humanitarias proclamadas en la Revolución Francesa, hemos de rechazar su política estatal y adoptar resueltamente la política de libertad perseguida por los norteamericanos[300].


15. EL ELEMENTO DE LA DISCIPLINA

El culto místico a la autoridad en la Francia de Napoleón III. Con la disciplina y la confianza acontece lo mismo que con la unión. Todas ellas son cosas excelentes cuando se ponen en el lugar adecuado, pero desastrosas cuando se aplican a personas que no las merecen. Siendo un apasionado amante de la libertad, confieso desconfiar mucho de quienes tienen siempre la palabra disciplina en los labios. Resulta extremadamente peligrosa, especialmente en Francia, donde la mayor parte del tiempo disciplina significa despotismo por una parte, y automatismo por la otra. El culto místico a la autoridad, el amor a mandar y el hábito de obedecer órdenes ha destruido en la sociedad francesa y en la gran mayoría de sus individuos todo sentimiento de libertad y toda fe en el orden espontáneo y viviente que sólo puede crear la libertad.

Habladles de libertad, y se producirá un clamor en torno al desorden. Porque les parece que tan pronto como dejara de funcionar la disciplina opresiva y violenta del Estado, todos saltarían al pescuezo de su vecino y la sociedad perecería. En ello está el sorprendente secreto de la esclavitud que la sociedad francesa ha construido desde su Gran Revolución. Robespierre y los jacobinos legaron el culto a la disciplina estatal. Y este culto —que encontraréis íntegramente entre vuestros burgueses republicanos, oficiales u oficiosos— está arruinando actualmente a Francia.

La está arruinando por el camino de paralizar la única fuente y el único medio de emancipación que le queda abierto: el desencadenamiento de las fuerzas populares del país. Está arruinando a Francia haciéndola buscar su salvación en la autoridad y en la acción ilusoria del Estado, que en el momento actual sólo representa vanas pretensiones despóticas que van de la mano con una absoluta impotencia.

La libertad es compatible con la disciplina. Siendo hostil, como soy, a todo cuanto se denomina disciplina en Francia, admito a pesar de ello que un cierto tipo de disciplina, una disciplina no automática sino voluntaria y consciente, perfectamente acorde con la libertad de los individuos, es y será siempre necesaria donde un gran número de ellos, libremente unidos, emprendan cualquier tipo de trabajo o acción colectiva. Bajo tales condiciones, la disciplina es simplemente la coordinación voluntaria y consciente de todos los esfuerzos individuales hacia una meta común.

En el momento de la acción, en el seno de una lucha, los papeles se distribuyen espontáneamente de acuerdo con las actitudes de cada uno, evaluadas y enjuiciadas por el conjunto; algunos dirigen y mandan, mientras otros ejecutan las órdenes. Pero no hay funciones fijas y petrificadas, nada se vincula irrevocablemente a una persona. No existe el orden y el escalafón jerárquico, por lo cual el dirigente de ayer puede transformarse en el subordinado de hoy. Nadie se eleva sobre los demás, y si así sucede durante algún tiempo, es sólo para volver después a su antigua posición, como retornan siempre las olas del mar al saludable nivel de la igualdad.

La difusión del poder. En dicho sistema el poder, hablando con propiedad, ya no existe. El poder se difunde colectivamente y se transforma en expresión sincera de la libertad de cada uno en el fiel y serio cumplimiento de la voluntad de todos; cada uno obedece porque quien manda ese día sólo dicta lo que él mismo —es decir, cualquier individuo— desea.

Esta es la única verdadera disciplina humana, la disciplina necesaria para la organización de la libertad. Los estadistas republicanos no predican este tipo de disciplina. Quieren la vieja disciplina francesa, automática, rutinaria y ciega. Quieren un jefe, no una persona libremente elegida para un solo día, sino alguien impuesto por el Estado durante largo tiempo, si no para siempre; este director manda y los demás obedecen. Os dirán que la salvación de Francia —e incluso la libertad de Francia— sólo es posible a este precio. Por ello, la obediencia pasiva —fundamento de todo despotismo— será la piedra miliar sobre la cual fundaréis vuestra República.

Pero si este jefe mío me ordena volver las armas contra esa misma República o traicionar a Francia en favor de los prusianos, ¿debo o no obedecer esa orden? Si obedezco, traiciono a Francia; si desobedezco, violo y rompo la disciplina que deseáis imponerme como único medio para la salvación de Francia.

La disciplina autoritaria ante la profunda crisis política de 1871. Y no me digáis que este dilema, cuya solución os pido, constituye un problema ocioso. No, es un problema de palpitante urgencia, porque los soldados se enfrentan ahora a las dolorosas alternativas de este dilema. ¿Quien no sabe que sus jefes, sus generales y la gran mayoría de sus oficiales superiores están entregados en cuerpo y alma al régimen imperial? ¿Quién no sabe que están en todas partes conspirando y maquinando abiertamente contra la República? ¿Qué han de hacer los soldados? Si obedecen, traicionan a Francia. Y si desobedecen, destruirán lo que queda de vuestro ejército regular.

La Revolución destruye la disciplina ciega. Para los republicanos, para los partidarios del Estado, del orden público y la disciplina, este dilema es insoluble. Para nosotros socialistas revolucionarios, no presenta dificultad alguna Desde luego, deben desobedecer; deben rebelarse, romper esta disciplina y destruir la organización actual del ejército regular; en nombre de la salvación de Francia, deben aniquilar a este Estado fantasma, impotente para hacer el bien, pero poderoso para el mal[301].

 

Fuentes de las notas

CLAVES PARA LAS ABREVIATURAS EN LAS NOTAS:

Cada fuente está indicada por un grupo de iniciales; la lengua en que se publicó el material utilizado aparece señalada por una sola inicial, seguida por el número del volumen, en números romanos, y después por el número de la página. R significa rusa; G significa alemana; F francesa; y S española. Así, la sigla «PHC; F III 216-218» significa «Consideraciones Filosóficas, volumen francés III, páginas 216-218». En algunos casos se hace referencia a fuentes en más de una lengua. [Las abreviaturas corresponden a los títulos en inglés de las obras citadas].

AM- Un miembro de la Internacional contesta a Mazzini; volumen V de la edición rusa; volumen VI de la francesa.

BB- El oso de Berna y el oso de San Petersburgo; ed. rusa, volumen III; ed. francesa, volumen II.

CL- Carta circular a mis amigos de Italia; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.

DS- La doble huelga de Ginebra; ed. alemana, volumen II; ed. francesa, volumen V.

DV- Drei Vortraege von den Arbeitern das Thals von St. Imier im Schweizer, Jura, [Tres conferencias a los trabajadores del valle de St, Lucier en el Jura suizo], mayo de 1871; ed. alemana, volumen II.

FSAT- Federalismo, Socialismo y Antiteologismo; ed. rusa, volumen III; ed. francesa, volumen I.

GAS- Dios y el Estado; Nueva York: Mother Earth Publishing Association, [circa 1915], 86 pp. Véase más abajo, siguiendo la abreviatura KGE, una referencia a la continuación del ensayo incorporada a este panfleto.

IE- Educación integral; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.

IR- Informe de la Comisión sobre el problema del derecho hereditario; ed. francesa, volumen V.

IU- Las intrigas del Sr. Utin; en Golos Truznika, periódico ruso de los trabajadores industriales del mundo, Chicago, 1925; volumen VII, n. ° 3, pp. 19-23; y volumen VII, n. º 4, pp. 9-12.

KGE- El Imperio látigo-germánico y la revolución social; ed. rusa, volumen II; ed. francesa, volúmenes II, III y IV. Parte del texto de esta obra aparece también en el volumen I de la edición francesa bajo el encabezamiento de Dios y el Estado. Como Rudolf Rocker señala en su Introducción, esta parte la encontró Max Nettlau entre los manuscritos de Bakunin, y constituye una continuación lógica del ensayo incluido en el panfleto del mismo título.

LF- Cartas a un francés; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volúmenes II y IV.

LGS- Una carta a la sección ginebrina de la Alianza; ed. francesa, volumen VI.

LP- Cartas sobre el patriotismo; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen I.

LU- Los Lullers; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.

OGS- La  organización y la huelga general; ed. alemana, volumen II; ed. francesa, volumen V.

OI- Organización de la Internacional; ed. rusa, volumen IV.

OP- Nuestro programa; ed. rusa, volumen III.

PA- Afirmación de la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.

PAIR- El programa de la Alianza para la revolución internacional; escrito en francés y publicado en Anarchichesky Vestnik [Correo Anarquista], publicación rusa editada en Berlín; volumen V-VÍ, noviembre de 1923, pp. 37-41; volumen VII, mayo de 1924, pp. 38-41.

PC- La  comuna de París y el Estado; ed. rusa, volumen VI; incluido también en un panfleto titulado La comuna de París y la idea del Estado, París: Aux Bureaux des «Temps Nouveau», 1899; 23 pp.

PHC- Consideraciones filosóficas; ed. alemana, volumen I; ed. francesa, volumen III.

PI- La política de la Internacional; ed. rusa, volumen IV ed. francesa, volumen VI.

PSSI- El programa de la sección eslava de la Internacional, 1872; ed. rusa, volumen III.

PYR- Péchât y Revoliutzia [La palabra impresa y la revolución]; periódico ruso, Moscú, 1921, junio de 1930.

RA- Informe sobre la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.

SRT- La ciencia y la tarea revolucionaria urgente; panfleto en ruso; Ginebra (Suiza): Kolokol, 1870; 32 págs.

STA- Estatismo y Anarquismo; ed. rusa, volumen I; ed. en castellano, volumen V. El título ruso de este volumen es Gosudarstvennost i Anarkhiia, que significa literalmente «Estatismo y Anarquía». Pero por el texto de Bakunin resulta evidente que estaba comparando un sistema organizado con otro, y no comparando un sistema con una situación de confusión y desorden sin ley alguna. De ahí que cuando citamos este trabajo en este libro, nos refiramos siempre a él como Estatismo y Anarquismo.

WRA- Alianza revolucionaria mundial de la Democracia Social; panfleto en ruso; Berlín: Hugo Steinitz Verlag, 1904; 86 pp. 

 

Notas

[184] KGE; R II 230

[185] Ibíd., 250-253

[186] PHC; G I 204-205

[187] IR; F V 199-202

[188] STA; R I 69

[189] Ibíd., 109

[190] IE; F V 137-138

[191] KGE; R II 95

[192] PHC; G I 205-209

[193] Ibíd., 211-214

[194] FSAT; F I 22-24

[195] PI; F V 185-186

[196] STA; R I 78-79

[197] PA; F VI 35

[198] FSAT; F I 26-27

[199] Ibíd., 30-35

[200] LP; F I 208-211

[201] Ibíd., 215-216

[202] STA; R I 209

[203] Ibíd., 94

[204] IE; F V 139-140

[205] CL; F VI 344-345

[206] STA; R I 125-126

[207] Ibíd., 307-308

[208] LF; R IV 87

[209] LU; F V 107-108

[210] Ibíd., R IV 29; F V 113

[211] PI; R IV 187-190

[212] PA; F VI 67-68.

[213] WRA; R panfleto 33

[214] CL; F VI 390-391

[215] WRA; R 54-55

[216] KGE; R II 95-96

[217] WRA; R 61-67

[218] KGE; R II 81

[219] STA; R I 86

[220] Ibíd., 59-60

[221] LU F V 115-116

[222] LF; R IV 211-213

[223] STA; R I 254

[224] KGE; R II 54-55

[225] LF; R IV 183

[226] CL; F VI 399-400

[227] LP; F I 222-224

[228] PC; R IV 260; F panfleto 16

[229] Ibíd., R IV 258-259; F 14

[230] LP; F I 224-227

[231] FSAT; R III 186-187

[232] STA; R I 68-70; S 77-79

[233] Ibíd., R 83-84

[234] Ibíd., R 98-99

[235] Ibíd., R 109

[236] Ibíd., R 124-125

[237] BB; F II 35-36

[238] PA; F VI 15

[239] Ibíd., 18.

[240] Ibíd., 53-54

[241] BB; F II 36-37

* El coup d'etat llevado a cabo por Luis Napoleón (Napoleón III) el 2 de diciembre de 1851, que le convirtió prácticamente en dictador de Francia

[242] KGE; R II 33-34

[243] PI; R IV 193-194

* Idea General de la Revolución en el siglo xix. Bakunin no indica el número de la página.

[244] .    KGE; R II 35-36; FII 312-314

[245] PI; R IV 194-195

[246] KGB; R II 248; F III 169-170

[247] Ibíd., R II 248

[248] BB; F II 35-42

[249] Ibíd., 46-47

[250] Ibíd., 43

[251] KGE; R II 43-46; F II 325-329

[252] WRA; R 10-12

[253] FSAT; F I 8-11

[254] Ibíd., R III 116-125

[255] LP; F I 277-231

[256] Ibíd., 231-246

[257] LP; F I 227

[258] FSAT; R III 251

[259] STA; R I 72

[260] FSAT; R III 20

[261] LF; R IV 216

[262] PA; F VI 38

[263] STA; R I 70-72

[264] Ibíd., 80-81

[265] Ibíd., 72-73

[266] Ibíd., 82

[267] Ibíd., 86-87

[268] Ibíd., 90

[269] KGE; R II 84-85

[270] KGE; R II 262

[271] Ibíd., R II 272-274-, F I, under God and the State, 290-294

[272] Ibíd., R II 164

[273] Ibíd., 165

[274] Ibíd., R II 167; GAS (panfleto en inglés) 31-32.

[275] Ibíd., R II 168; GAS 32

[276] WRA; R 12

[277] KGE; R II 172; GAS 35

[278] KGE; R 171-172

[279] IR; F V 205

[280] STA; R I 285; S V 179

[281] LU; F V 131

[282] SRT; R 96

[283] PSSI; R III 70

[284] IR; F V 199-209

[285] OP; R III 97

[286] STA; R I 115

[287] PA; F VI 16-18

[288] CL; F VI 343-344

[289] STA; R I236

[290] Ibíd., 238

[291] KGE; R   II   165-168; GAS 29-32

[292] KGE; R II 293; F I 320-322

[293] Ibíd., R II 171-172

[294] Ibíd., 177-178

[295] Ibíd., R II 172; F III 60

[296] BB; F II 33-34.

[297] Ibíd., 57

[298] STA; R I 270

[299] Ibíd., 312-313

[300] FSAT; F I 11-13

[301] KGE; R II 23-25; F II 296-299 

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