AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD EN LAS RELACIONES PERSONALES DE FAMILIA 

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“EL PRINCIPIO DE RESERVA Y LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN”

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COMISIÓN N° 5:   FAMILIA
Dra. Lucía María Aseff

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La autonomía de la voluntad en las relaciones personales de familia está íntimamente ligada al principio de reserva que consagra el art. 19 de la Constitución Nacional y consecuentemente a la noción de orden público vigente en una época y en una sociedad determinadas.

Analizar esta noción, variable e inasible, pero generalmente ligada a una determinada concepción sobre la moral y las buenas costumbres es uno de los propósitos del trabajo, que pone de relieve las dificultades que ello supone en una época de trama compleja y plural como la presente, socialmente construida y discursivamente interconectada, propia de un sistema abierto como el que constituyen las sociedades modernas, como también lo es el derecho, que no hace sino reflejar como se resuelven las tensiones, los conflictos y los acuerdos entre los distintos grupos que las integran.

Para ello se considera que las teorías de la argumentación constituyen una importante herramienta para reflexionar adecuadamente sobre esta noción, en tanto legitiman  su construcción, tanto desde la perspectiva de una ética procedimental como desde el punto de vista de una ética material, en tanto se tengan en cuenta para su configuración los derechos humanos básicos de quienes habrán de ser afectados en la limitación de su autonomía. A lo que se agrega que las teorías del análisis crítico del discurso revelan la inevitable relación entre texto y contexto, al mismo tiempo que dan cuenta de cómo el sentido social que circula en las palabras de la ley las inviste y es al mismo tiempo su producto, a partir de la articulación entre la producción, la circulación y el consumo de los mensajes que dimanan de nociones como la de orden público y afines. Y que ello constituye una herramienta apta para construir una sociedad más amplia, justa y tolerante que de cabida integral a la diversidad.


                               El principio de reserva que consagra el art. 19 de la Constitución Nacional, uno de los más importantes de nuestro sistema normativo, dice que “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral  pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley ni privado de lo que ella no prohíbe”         

                       La autonomía de la voluntad, tanto en las relaciones personales de familia como en cualquier otra rama del derecho – típicamente en el derecho del trabajo, por ejemplo – es necesariamente la contracara de la noción de orden público, puesto que como es sabido todo aquello que se considera de orden público constituye el límite infranqueable que el derecho opone a lo que las partes decidan voluntariamente en orden a sus particulares intereses, por lo que estimo necesario comenzar este trabajo analizando sumariamente el concepto de orden público.             

                     La aproximación a la noción de orden público que habré de intentar parte del convencimiento de que la ciencia, los procesos culturales y la subjetividad humana están socialmente construidos y discursivamente interconectados en tanto constituyen sistemas abiertos que coexisten en toda sociedad moderna y como tal, compleja, y que también el derecho es un sistema abierto que participa de estas características aunque ello se vislumbre en menor grado, puesto que, visto desde afuera, se parece más a un sistema cerrado, menos permeable a los cambios y a los entrecruzamientos. Sin embargo, de la intersección entre estos sistemas, sus descentramientos y sus conflictos, surgen las configuraciones científico culturales complejas – en tanto transversales y multidimensionales, heterogéneas y dinámicas - que conforman y caracterizan el espíritu que atraviesa una época.

                La cultura contemporánea, en la que se superponen lenguajes, tiempos y proyectos diversos, tiene una trama plural cuya consecuencia más evidente es la disolución de los discursos homogeneizantes y/o totalizantes de la ciencia y la cultura, característica que se extiende también al ámbito de lo jurídico – que, por otra parte, siempre ha sido plural más allá de los intentos de uniformar su discurso – y que a mi criterio se pone de manifiesto en la conceptualización de nociones como la de “orden público” que atraviesa no solo gran parte de la historia del derecho sino también la de muchas de sus ramas, y que es de tan significativa importancia al momento de considerar una norma jurídica como integrada al sistema, así también como al interpretarla o aplicarla, importancia que a ningún operador del derecho se le escapa.
                
                      La noción de orden público tiene un origen histórico ciertamente remoto: fue tomada del Derecho Romano y pasó al Código Napoleón, y de allí a todo el sistema continental europeo al cual originariamente pertenecemos, más allá de las interpenetraciones que actualmente se advierten entre este sistema y el del common law. Doctrinarios como Salvat consideraban el orden público como el conjunto de principios que en una época y en una sociedad determinada son considerados esenciales para la conservación del orden social, mientras que Busso, por ejemplo, señalaba que se expresa en aquellas leyes que se dictan en interés de la sociedad por oposición a las que se promulgan teniendo en mira el interés individual, existiendo, además, una coincidencia bastante generalizada en que se trata de una noción externa a la norma, que la trasciende y que resulta de su naturaleza específica, y no de que ella así lo determine.

                No será el fin de este trabajo proporcionar un exhaustivo catálogo de las distintas acepciones con las que se ha presentado esta noción según las épocas y los autores. Sin embargo, cabe destacar que se trata de una cuestión de enorme interés práctico porque las leyes de orden público exhiben algunas características que les son propias, de fundamental importancia para el funcionamiento del derecho. En este sentido existe amplia y generalizada coincidencia en señalar que las leyes de orden público presentan, en principio, cuatro elementos distintivos:
1. Que no pueden ser derogadas por las partes por acuerdo de voluntades.
2. Que impiden la aplicación de la ley extranjera no obstante cualquier norma legal que así lo disponga.
3. Que pueden y a veces deben aplicarse retroactivamente ya que no se pueden invocar a su respecto derechos adquiridos.
4. Que no se puede alegar válidamente el error de derecho si ha recaído sobre esta clase de normas.
                     No obstante lo cual la mayoría de los autores acuerda en que es un concepto de muy difícil precisión, motivo por el cual ha tenido infinidad de definiciones y caracterizaciones como las que en forma sumaria y a modo de mero ejemplo se enuncian a continuación: esencialmente vago y hasta misterioso (Japiot), un enigma (Bartin) inaprensible (Fedozzi) y si nos detenemos en lo sostenido por Bibiloni cuando dice que “Los jurisconsultos más famosos no saben que es esto del orden público”, básicamente, una noción singularmente equívoca.

                            Bastaría, según otros autores, atenerse al significado mismo de estas dos palabras para entender que se alude con esta noción a normas que no pueden ser dejadas de lado por convenciones particulares (art. 21 C.Civil) porque responden a un interés público, es decir, general, colectivo, generalmente ligado a la moral y las buenas costumbres, por oposición a cuestiones de orden privado en las que solo juega un interés particular, y cuyo apartamiento trae como sanción la nulidad del acto en cuestión por tratarse, en todos los casos, de normas imperativas (Cf. Borda G., Tratado de Derecho Civil, Parte General, Tomo I, Par. 45 y ss.).  Por eso hay coincidencia casi generalizada en que la mayoría de las normas del derecho público son de orden público aunque no todas las de orden público pertenecen al derecho público.

                           En el ámbito del derecho civil son de orden público, por ejemplo, gran cantidad de normas relacionadas con el derecho de propiedad y también con el instituto de la prescripción, al mismo tiempo que existen ramas como el derecho de familia o más particularmente el derecho de menores, donde se ha llegado a sostener que allí todo es de orden público por el especial interés que el Estado tiene en su protección. Sin embargo, cuando los civilistas que se ocupaban del tema sostenían estas premisas seguramente estaban muy lejos de suponer que pocas décadas después se legalizarían las uniones entre personas del mismo sexo, se estaría discutiendo su derecho a la adopción o se estarían regulando en algunas provincias métodos de anticoncepción y de planificación familiar por fuera de los ideales entonces vigentes de moral y buenas costumbres, al calor de una nueva concepción de familia que poco tiene que ver con aquella que el orden público de entonces pretendía preservar, situación que sin duda ha estado presente en quienes organizaron estas jornadas para incluir un tema como el que nos ocupa, porque si hay algo de carácter estrictamente privado ese algo lo constituyen las relaciones personales dentro de la familia, y porque los cambios sociológicos producidos en las últimas décadas - que no es necesario enumerar por obvios - hacen que exista una nueva concepción de familia producto no solo de la posibilidad de constituir sucesivas familias desde que se acogió en la legislación, por ejemplo, el divorcio vincular, sino también a partir de la emergencia de la diversidad de elecciones en la orientación sexual de las personas, es decir, de la aceptación de esta trama plural que se advierte en las modernas y complejas sociedades actuales a la que hacía referencia al comienzo de este trabajo así como de la modificación sustancial que los conceptos de “moral y buenas costumbres” - que se encuentran en la base de los límites impuestos a la autonomía de la voluntad – necesariamente han experimentado en función de estas nuevas configuraciones.                       

                Como acotación al margen señalo que no es un dato menor a tener en cuenta en este tema la posibilidad de elección en la forma de asumir la procreación que otorgan las nuevas técnicas de manipulación genética que permiten - eventualmente - a las personas elegir el sexo o la raza de el hijo por concebir o incluso prescindir de alguna manera de los padres biológicos si así lo desean, puesto que las técnicas de fertilización asistida y los bancos de embriones pueden proporcionar a quienes acudan a estos métodos la posibilidad de tener un hijo en estas condiciones, y si se trata de parejas de solo mujeres, constituir una familia que prescinda absolutamente del padre, como de hecho sucede también en algunas adopciones, aunque no sean los casos más habituales.

                En este punto resulta incluso interesante preguntarse – he tomado esta idea de R. Vigo, expuesta en su artículo “Orden público y orden público jurídico” (en “Interpretación Jurídica”, Rubinzal Culzoni Editores, Santa Fe, 1999) - si la presencia de la noción de orden público es necesaria en el derecho o si se puede prescindir de ella.  Y aunque tal vez no corresponda referirse a la cuestión en términos de necesidad, es claro que a nadie escapa que se trata de un término de gran utilidad – muchas veces apto tanto para un barrido como para un fregado, para decirlo en términos populares –  del que se podría eventualmente prescindir pero al que casi nadie querría renunciar, porque constituye una formidable herramienta de regulación del sistema social y normativo. Adelantaría entonces en este punto una definición: el orden público es un término estratégico de todo orden jurídico positivo, que funciona también estratégicamente en el discurso de los juristas, perteneciente en primer lugar por legitimidad de origen al ámbito de la política jurídica, pero también, en una instancia posterior pero no de inferior jerarquía, al ámbito de la política propiamente dicha.
                
                    Conforme a lo expuesto, desmenuzar su función y sus articulaciones con el contexto en el cual habitualmente se utiliza puede contribuir a una configuración crítica de la noción que, en definitiva, apunte a su transformación y fundamentalmente a su reconstrucción en orden a una concepción dinámica del sistema normativo y de su aplicación. Y en este sentido he pensado que tomar la noción de orden público para analizar como funciona la autonomía de la voluntad en las relaciones personales de familia era una excelente oportunidad para acometer esta tarea.

                En el Derecho de Familia y en el Derecho de Menores el orden público es uno de los conceptos jurídicos básicos al que se recurre para sostener la preeminencia de algunas normas sobre otras, y principalmente de la norma estatal imbuida de conceptos religiosos por sobre la libertad de los particulares. Es una de las más severas limitaciones que se impone a la autonomía de la voluntad de las partes y está constituido por un mínimo indisponible de condiciones o beneficios inderogables establecidos a favor del mantenimiento de la familia y la defensa de los menores por debajo de los cuales nada se puede convenir, porque  está en juego la idea de insuperabilidad, inderogabilidad e irrenunciabilidad, desplazando la autonomía de la voluntad de los participantes de cualquier relación jurídica que los incluya en beneficio de lo que el Estado considera que debe ser protegido. No implica lisa y llanamente la supresión de la autonomía de la voluntad consagrada por el art. 1197 del Código Civil, pero sí un límite preciso que se considera necesario para no desvirtuar los fines que animan a esta rama del derecho, fundamentalmente el principio protectorio o tuitivo de los derechos de los más débiles, en este caso los menores, razón por la cual todo aquello que afecte sus intereses puede ser fulminado con la sanción de nulidad.
                
                             En pocas materias como en estas se advierte claramente cómo las prácticas sociales son las que van marcando la tónica de los tiempos más allá de lo que sostienen las normas – caso típico la enorme cantidad de parejas de hecho que ya existían aun antes de la consagración legislativa del divorcio vincular (cuyos integrantes no solían considerarse a sí mismos como “concubinos”) -  que los juristas críticos hemos expresado en términos discursivos como la relación entre texto y contexto. Estimo que es precisamente atendiendo a esta recíproca relación, que reiteradamente la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha expresado que “no siempre es método recomendable el atenerse estrictamente a las palabras de la ley”, que “en todos los casos debe buscarse una interpretación valiosa de lo que en las normas, jurídicamente, se ha querido mandar, porque no es posible admitir soluciones notoriamente injustas cuando se pueden arbitrar otras de mérito contrario, ya que esto no resulta compatible con el fin común de la tarea legislativa y judicial” (doctrina de Fallos: 300:317, 302: 1209, 1284; 303:248 y sus citas, entre muchos otros), y concomitantemente a lo expuesto, que no se puede prescindir de las consecuencias que importa la admisión de determinado criterio ya que éste es el mejor medio para verificar su razonabilidad y equidad, puesto que si de la aplicación de un criterio determinado en una causa se derivan consecuencias insostenibles por su iniquidad y es posible arbitrar otras soluciones, debe estarse a ellas en tanto se las debe compatibilizar con el marco de la realidad a la cual están destinadas, ya que corresponde tener en cuenta el contexto general de las normas y los fines que las informan de la forma en que mejor se compadezcan con los principios y garantías constitucionales.            

                            Para quienes pensamos que el derecho es una práctica social específica que expresa los conflictos, las tensiones y los acuerdos que se producen en una sociedad y en una época determinadas, históricamente situados, no hay duda de que el concepto de moral y buenas costumbres que se encuentra en la base de la noción de orden público - que es el que en definitiva pone los límites legales al principio de la autonomía de la voluntad  - está indisolublemente unido a estas prácticas sociales. Será necesario entonces indagar cómo esas costumbres y el concepto de moral han ido variando a través del tiempo para terminar legitimando determinadas prácticas antes consideradas inmorales o disolventes que luego fueron aceptadas.

                Esta modificación de las costumbres que siempre ha sucedido, actualmente aparece con algunas características en algún sentido alarmantes: su carácter vertiginoso impide darles un tratamiento sereno, derivado del necesario sedimento que una las nuevas prácticas a un adecuada reflexión sobre sus efectos, y como con tantas otras cosas, muchas veces nos vemos obligados a resolver sobre hechos ya consumados sin poder responder adecuadamente a estos vínculos novedosos así como a sus consecuencias.
        
                Al carácter vertiginoso que afecta la posibilidad de reflexión se le suma, necesariamente, la cuestión del poder normativo de lo fáctico - que tiene que ver no solo con este tipo de relaciones en el derecho de familia sino con el derecho internacional, el derecho laboral y numerosas materias jurídicas - donde ante los hechos consumados solo cabe o rendirse a ellos sin condiciones en función de un pragmatismo a ultranza que consagra como bueno o admisible todo lo que es por el solo hecho de existir, o ponerle algún límite de carácter axiológico que necesariamente asuma la diversidad, la pluralidad y el respeto a las diferencias.

                En este punto me parece importante rescatar la vocación de diálogo puesta de manifiesto por las teorías de la argumentación elaboradas en la segunda mitad del siglo pasado que proponen una racionalidad procedimental universalista (Perelman, Habermas, Alexy y otros) donde la verdad se construye intersubjetivamente en el intercambio de ideas que sostengan los participantes de un diálogo acerca de determinada cuestión. Para ello deben tener la misma competencia comunicativa y la misma posibilidad de participar introduciendo cualquier aserción o pudiendo asimismo cuestionarla, expresando sus opiniones, deseos y necesidades sin que ningún hablante pueda ser impedido a través de ningún tipo de coacción dentro o fuera del discurso para ejercer sus derechos. Y si bien la observancia de las reglas del discurso no garantiza la bondad de los argumentos, la posibilidad de acordar sobre las reglas del consenso y las del disenso es el primer paso, el fundamental, para delimitar un concepto. Para llegar luego a conformar el contenido de las premisas tendremos que recurrir además  a algunas cuestiones de hecho que a mi criterio se relacionan con los dos elementos que Habermas siempre destaca cuando propone llegar a la legitimidad por la vía de la legalidad: la defensa de los derechos humanos y del principio de soberanía del pueblo.

                Quiero decir con lo expuesto que no se puede imponer concepto alguno de moral y buenas costumbres, ni en su consecuencia, de orden público, que no haya sido sometido a una discusión racional que tenga en cuenta la opinión fundada de los representantes del pueblo y de los sectores afectados, mucho más si constituyen una minoría, porque de eso se trata el sistema democrático de gobierno que nos rige y que adoptamos como el mejor para toda sociedad civilizada. Y porque no habrá discusión racional posible que no tenga en cuenta los derechos humanos puestos en juego cuya protección se solicita, teniendo presente que el Estado debe inmiscuirse lo menos posible en este tipo de relaciones puesto que cuando lo hace infundadamente las prácticas sociales siguen su propio camino al margen de la ley hasta que por su mismo peso e importancia terminan encontrando el amparo que antes se les negaba. Claro ejemplo de ello lo constituyen tanto el ejemplo antes mencionado de las uniones “concubinarias” que abundaban aunque no existiera el divorcio vincular en nuestra legislación, como el reconocimiento de las minorías que se hace cada vez más extendido y se manifiesta, entre otras cuestiones, en la reciente legislación que se ha sancionado en algunas jurisdicciones legalizando las uniones entre personas del mismo sexo otorgándoles derecho y beneficios que antes no los contemplaban.

                Debe quedar claro, entonces, que argumentar (que en definitiva es aquello que hacemos en reuniones como esta) no es sino una forma de legitimar – no solo por el método sino también por los contenidos  - tanto procedimientos como resultados. Y que solo argumentando, es decir, dialogando intersubjetivamente a partir de contenidos mínimos de respeto a los derechos humanos básicos, y a partir de registrar cómo las prácticas sociales se van modificando y qué consecuencias traen esas modificaciones, podremos lograr la expansión de los límites de la autonomía de la voluntad en las relaciones personales de familia.
                       

                        Lo expuesto pone de manifiesto cómo estas nociones – me refiero tanto a la de orden público como a la de moral y buenas costumbres - se sitúan en un terreno que, a mi criterio, tanto le debe a la tópica jurídica como a las teorías del análisis crítico del discurso, en tanto pueden ser considerada como un topoi, como un lugar común o un elemento retórico, que puede ser definido - como toda expresión lingüística - por su uso y por sus connotaciones, pero que más allá de esta asignación no dejará de estar ligada a todo aquello que el Estado, o quienes lo administran en función del sistema representativo de gobierno que nos rige, quiere preservar como zona infranqueable cuya conceptualización se reserva a sí mismo y para lo cual, en función de esta reserva, pretende la exclusividad, tratando de que los otros poderes formales que lo integran – el legislativo y el judicial – actúen en consonancia con él en la sanción de las leyes, pero mucho más en su aplicación.

                 Así, la noción de “orden público”, más allá de sus numerosas y diversas definiciones, constituye una barrera o límite – precisamente la que impone el principio de reserva del art. 19 - que no puede ser traspasado bajo pena de invalidar una argumentación, una creación normativa, una justificación de procederes y consecuencias o una sentencia judicial. Es aquella ante la cual nos detenemos o nos rendimos y si bien no es la única noción que exhibe esta característica liminar - puesto que muchos de los conceptos jurídicos fundamentales también la poseen – estimo que tiene un peso altamente significativo porque, entre otras cosas importantes, marca siempre la presencia de lo público, de lo que pertenece al exclusivo resorte del Estado y que conforme a ello solo el Estado puede definir, sin que los particulares tengan al respecto ni ingerencia ni autonomía ninguna de decisión. Dicho esto sin perder de vista que el Estado no decide sobre este tópico al margen de lo que considera valioso en orden a los clásicos fundamentos ligados a la moral y las buenas costumbres, pero teniendo en cuenta que en la medida en que se constituyen en claros límites a la autonomía de la voluntad de las partes requieren una cuidadosa discusión de carácter público y  plural, donde el “yo pienso” sea necesariamente reemplazado por el “nosotros argumentamos” en el intento de construir una ética procedimental que siempre implica un quehacer colectivo.

                En la medida en que la reflexión alrededor de este delicado tema se desenvuelve, en definitiva, en torno a la tensión entre decisión y justificación, entre lo que es imposición autoritativa de una opción muchas veces superada por el transcurso del tiempo y las nuevas prácticas, y la pretensión de conciliarla con una razonable cuota de objetividad intersubjetivamente construida a fin de que la decisión final sea racional – sea que nos estemos refiriendo a la sanción de una ley o a su interpretación y aplicación por los órganos del derecho – esta operación siempre supone un proceso retórico marcado por la inexistencia de verdades apodícticas que puedan fundar una solución indiscutible y definitiva, admitiendo que toda solución será meramente plausible y que deberá tener en cuenta la opinión de todos los afectados ensanchando, en lo posible, la autonomía de la voluntad de las partes, analizando cuáles son las partes verdaderamente afectadas en las relaciones de familia para poder desplegar esa función de protección que el Estado se reserva a través de la caracterización que le otorga a determinadas normas designándolas como “de orden público” para evitar que los particulares puedan dejarlas de lado en sus relaciones personales.

                
                     Estos criterios se compadecen con la definición que Perelman hace de los principios como la síntesis entre la equidad y la ley que permite flexibilizar esta última merced a la intervención creciente de reglas de derecho no escritas, representadas por los principios generales del derecho y por la toma en consideración de tópicos jurídicos, uno de los cuales sería, precisamente, la noción de orden público. Constituye ya un patrimonio común incorporado a la teoría general del derecho - que no requiere mayor abundamiento por conocido - la significativa contribución que implicó la aparición de la obra de Ronald Dworkin al poner de relieve la importancia de los principios y su relación con las normas, dentro de una concepción sobre el derecho que necesariamente incluye a unos y a otros, por lo que considero innecesario extenderme en este punto, no obstante lo cual quería mencionarlo por su significación.

                      Lo que nos sirve para verificar una de las proposiciones formuladas al comienzo de este trabajo en el sentido de que la noción de orden público casi siempre aparece ligada a una función tutelar que el Estado considera esencial para  sus propios intereses o para los intereses de algunos grupos - sean estos especialmente poderosos o  especialmente vulnerables - que necesitan,  o bien afianzarse, o bien compensar esa vulnerabilidad con una protección especial. De allí el carácter estratégico de la noción, que conforme surge de esta descripción no siempre es neutral como a veces lo pretende.

                Definiendo, entonces, el orden público como un tópico, es necesario entender la importancia de esta calificación, porque como lo indica Juan A. García Amado refiriéndose a Aristóteles, el concepto de topoi remite al carácter instrumental de todo punto de vista argumentativo generalmente aplicable, ya que  “La tópica no constituye para él una disciplina autónoma sino un aspecto común a otros dos disciplinas estrechamente ligadas entre sí: la dialéctica y la retórica, puesto que en ambas se lleva a cabo una actividad argumentativa en campos carentes de verdades necesarias y con fines pragmáticos, a la cual la tópica proporciona un conjunto de argumentos de carácter general y susceptibles de utilización alternativa que proporcionan a la argumentación los puntos de partida necesarios para que pueda estructurarse en torno a un conjunto de criterios, reglas y enunciados comúnmente aceptados y base, por lo tanto, de la ulterior reconstrucción dialógica o retórica de las verdades prácticas…. en tanto los tópicos eran entendidos como recursos para enfrentarnos con cada uno de los problemas” (en “Teorías de la Tópica Jurídica”. Civitas Monografías, Madrid, 1988).

                Considerar al orden público como un tópico es importante porque nos coloca de lleno en el ámbito discursivo. Y si como he sostenido en mi tesis “Teorías de la argumentación, discurso jurídico y semiosis social”, desde un análisis crítico del discurso de los juristas se puede entender al derecho como un texto compuesto de diversas materias significantes, lo que implica un abordaje que remite a aspectos extratextuales, es decir, que no se agota en la mera escritura de la ley, sino que intenta captar la producción social de sentido que se inviste en las distintas manifestaciones de nuestra disciplina al vincularla a lo que en un sentido amplio llamamos las prácticas sociales - siempre atravesadas por la ideología y el poder - es claro que la noción de orden público tal como la hemos analizado en los párrafos anteriores constituye un claro ejemplo de esta investidura, mostrando cómo – y reitero aquí conceptos expresados en otros trabajos - hay una producción de sentido social contenida en lo jurídico que es al mismo tiempo su producto. Porque analizar estos conceptos en clave de semiosis social es lo que nos permite entender cómo circulan en la sociedad, es decir, cómo existe un momento en que se producen, ubicados en un universo discursivo determinado (lo que Eliseo Verón llama gramáticas de producción) y otro momento donde se recepcionan y se consumen tras ese proceso de circulación, con efectos de sentido plural y a veces distintos de los iniciales (lo que el mismo autor denomina gramáticas de reconocimiento). Esta constante mutación del sentido social asignado a la noción que nos ocupa es, en definitiva, lo que explica – tal como lo advierten la mayoría de los autores antes citados - tanto su variabilidad como su carácter inasible y, para algunos, hasta misterioso, que solo podrá ser develado en tanto, para decirlo sencillamente, se pueda desentrañar adecuadamente la relación entre texto y contexto.
                   
                     Porque leer un texto tomando en cuenta la noción de discurso – o desentrañar un concepto como el de orden público – significa interpretarlo en relación con otros discursos (puede ser el del poder, el de la ciencia, el de la religión o cualquier otro que se encuentre vigente en una sociedad determinada) en tanto su proceso de producción muestra una multiplicidad de huellas de valoración, de interpretación, ideológicas, etc., que la condiciones de producción han dejado en el texto, lo que remite necesariamente a la semiosis social, es decir a  la articulación entre producción, circulación y consumo que registran estos textos, propia de una sociedad compleja y plural a la que la noción de orden público no escapa.    

                Cabe preguntarse, además, si la noción de orden público es un núcleo argumentativo, un recurso, un topoi que permite - como lo quiere Viehweg – enfrentarnos con el problema e ir del problema al sistema, o si a la inversa habremos de considerarlo como uno de los conceptos jurídicos fundamentales que define en parte a un sistema jurídico, a partir del cual, entre otros, se puede conceptualizar el concepto mismo de derecho, o, en este caso, la rama que identificamos con el nombre de Derecho de Familia. Conviene recordar en este punto que para este autor un problema es toda cuestión que aparentemente admite más de una respuesta y que necesariamente presupone una comprensión provisional, a partir de la cual aparece como cuestión a considerar seriamente y para la que se busca precisamente una respuesta como solución que siempre constituirá, en definitiva, una elección entre diversas alternativas, en una consideración semejante a la definición que Kelsen hace de la norma jurídica como un marco abierto a varias posibilidades y de la interpretación como un acto de voluntad antes que de conocimiento.

                   A esta altura confío en haber demostrado que la empresa de dilucidar esta cuestión no habrá de ser, entonces, un mero ejercicio teórico, sino la posibilidad cierta de adquirir una herramienta acaso transformadora en la permanente tarea de reconstrucción del orden jurídico vigente que hacen los juristas cuando lo interpretan y lo aplican en sintonía – a veces armónica y a veces discordante - con los tiempos que históricamente se suceden.

                De lo que se trata, en definitiva, es de no otorgar a la noción de orden público un carácter esencialista que impida desmontar su proceso de construcción así como sus usos y sus modos de aplicación –  esto que antes designaba como la articulación entre producción, circulación y consumo - porque sea que lo consideremos como un concepto jurídico fundamental o como un núcleo argumentativo, manteniendo en ambos casos la concepción que lo percibe como un recurso estratégico de política jurídica y general, advierto que la inmensa mayoría de las veces es utilizado como un elemento meramente retórico y funcional apto para diversos usos, que como texto podemos relacionar con el contexto en que se produce, lo que tal vez lo haga tanto más útil cuanto maleable.                         
                            
                       Esta nota de riesgo no es menor y debemos atenderla especialmente,  porque si hay un pecado que a esta altura de las cosas no podemos cometer es el de la ingenuidad, dejando que civilistas, comercialistas o laboralistas definan en apariencia asépticamente qué es esto casi misterioso del orden público, sin reparar como opera en él la producción de sentido social y que importancia capital tiene en la posibilidad de realización de la autonomía de la voluntad, sea en las relaciones de familia o en otras distintas.

                Solo así la noción de orden público dejará de ser un clisé vacío de contenido a la mano para cualquier uso y podrá, eventualmente, adquirir un sentido transformador donde a partir de abandonar el lugar de recurso retórico que tantas veces ha cumplido, casi de mero contenido programático, podrá convertirse - en estrecha relación de significación con el contexto histórico en que se vive - en un concepto enteramente operativo pleno de contenido ético que señale claramente y ponga en funcionamiento ese límite que, en nuestra materia, contemple la emergencia de la diversidad y la pluralidad posibilitando la construcción de una sociedad distinta, más amplia y más justa que la que hemos transitado en los últimos año


DRA. LUCÍA MARÍA
ASEFF

Profesora Titular Ordinaria
Introducción al Derecho e Introducción a la Filosofía y las Ciencias Sociales
Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario
Jueza de Distrito de 1ra. Instancia en lo Civil, Comercial y Laboral de la ciudad de San Lorenzo – Provincia de Santa Fe
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