LA TIRANÍA DE LA COMUNICACIÓN

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SUMARIO 

Prensa, poderes y democracia

Ser periodista hoy

La televisión necrófila

Ideología del telediario

Mitos y desvaríos de los media

La batalla Norte-Sur en la información

Conflictos bélicos y manipulación de las mentes

Nuevos imperios mediáticos

 

Europa, fragilizadas por la caída de los ingresos publicitarios, siguen siendo objetivo de la codicia de estos nuevos amos del mundo.

Este moderno tinglado comunicacional y la vuelta de los monopolios, preocupan lógicamente a los ciudadanos, que recuerdan las llamadas de alerta lanzados por George Orwell y Aldous Huxley contra el falso progreso de un mundo administrado por una policía del pensamiento. Y temen la posibilidad de un condicionamiento sutil de las mentes a escala planetaria.

En el gran esquema industrial concebido por los patronos de las empresas de entretenimiento, puede constatarse ya que la información se considera antes que nada como una mercancía, y que este carácter predomina ampliamente respecto a la misión fundamental de los media (1): aclarar y enriquecer el debate democrático.

A este respecto dos ejemplos recientes han mostrado cómo la sobreinformación no significa siempre buena información: el asunto Diana y el affaire Clinton-Lewinsky.

La muerte en accidente de automóvil a fines de agosto de 1997 en París de lady Diana y de su novio Dodi Al Fayed, dio lugar a la tempestad informativa más fenomenal en la reciente historia de los media. Prensa escrita (diaria y periódica), radios y televisiones otorgaron a este acontecimiento más espacio que el dedicado a ningún otro asunto que afectara a un individuo en toda la historia de los medios de comunicación de masas.

Millares de portadas de revistas, cientos de horas de reportajes televisados (sobre las circunstancias del accidente, las especulaciones sobre su carácter accidental o criminal, las relaciones con la familia real inglesa, con su ex marido, con sus hijos, sus actividades en favor de los desfavorecidos, su vida sentimental, etcétera.) fueron consagrados a la muerte de «Lady Di».

De Nigeria a Sri Lanka, de Japón a Nueva Zelanda, su entierro fue difundido en directo por cientos de cadenas de televisión del mundo entero. En Venezuela y Brasil, miles de personas pasaron toda la noche en vela (a causa del desfase horario) para seguir en directo y en tiempo real sobre la pequeña pantalla las escenas de las honras fúnebres de Diana.

Esta tempestad mediática ha sido comparada con la que el mundo experimentó con motivo de tragedias que afectaron a diversas personalidades: se trata de un error. Ni el asesinato de John Kennedy, ni el atentado contra Juan Pablo II tuvieron una repercusión mediática comparable (por no hablar más que de dos mega-acontecimientos) tratándose además de jefes del Estado y de la Iglesia, responsables políticos o espirituales, a la cabeza de países o de comunidades integradas por cientos de millones de personas que, por su función - presidente de Estados Unidos y Papa de la Iglesia católica - , son personajes habituales de los medios de comunicación y «ocupantes» casi de forma natural de los telediarios del mundo.

 

Dan Rather, Peter Jennings y Tom Brokaw tuvieron que regresar de Cuba, donde cubrían la visita del Papa y su encuentro con Fidel Castro.

Por una vez, los periodistas de la pequeña pantalla tenían varios cuerpos de retraso respecto a sus colegas de la prensa escrita, especialmente el Washington Post y el Newsweek, que estaban preparando el informe sobre las aventuras sentimentales de Clinton desde hacía varios meses.

De hecho, la prensa escrita buscaba su revancha desde los tiempos de la guerra del Golfo, que significó el triunfo, el apogeo y el cenit de una información televisada basada en la potencia de la imagen. Y la obtuvo mediante la incursión en nuevos territorios informativos: la vida privada de las personalidades públicas y los escándalos ligados a la corrupción y a los negocios: lo que podría denominarse periodismo de revelación (y no periodismo de investigación). ¿Por qué? Porque en la revelación de affaires de este tipo lo decisivo es la producción de documentos, y estos son casi siempre textos escritos, papeles comprometedores, cuyo valor-imagen es, por así decirlo, nulo, y de los que la televisión puede sacar muy poco partido. En un terreno como éste, la prensa escrita retoma la iniciativa. Por ello desde hace una década en la mayor parte de los países se ha visto multiplicar los informes y las revelaciones, sobre todo en materia de corrupción. En casi todos los casos es la prensa escrita la que los ha sacado, y prácticamente nunca la televisión.

En el asunto Clinton-Lewinsky, a falta de imágenes (los protagonistas se atrincheraban en sus territorios), las cadenas y la CNN se resignaron a organizar platós en los que aparecían los periodistas de la prensa escrita. Michael Isikoff, autor del artículo de Newsweek y el único periodista norteamericano del momento en haber oído una de las famosas grabaciones de las confidencias telefónicas de Monica Lewinsky, llevaba a cabo en esos días una especie de vaivén entre la CBS, la NBC y la ABC. Únicamente la cadena de televisión pública PBS ofreció una primera imagen realmente interesante: la entrevista-choque entre Clinton y Jim Lehrer, su presentador estrella.

            Todas las demás cadenas interrumpieron inmediatamente sus programas para difundir extractos de la entrevista en la que el presidente norteamericano negó categóricamente haber mantenido relaciones culposas con la joven becaria de la Casa Blanca. A pesar de todo, la prensa del día siguiente tituló: «Sexo, mentiras y cintas magnetofónicas.»

Efectivamente, la televisión ha dado la impresión de estar fuera de juego en todo este asunto. Las revelaciones se iban conociendo a través de fugas y de informadores anónimos, no se dejaban filmar. A pesar de todo, la televisión no dejó de tratar de entrar en el acontecimiento, desdeñando al mismo tiempo el resto de la actualidad internacional. Por ejemplo, durante la rueda de prensa que siguió al encuentro entre Clinton y Yasir Arafat, no retuvo ni difundió más que las preguntas planteadas al presidente norteamericano respecto a...¡sus relaciones con Monica Lewinsky! La imagen de Arafat asistiendo, impasible, a la travesía de Clinton sobre el fuego de sus entrevistadores, constituye una de las pruebas más delirantes de la actual deriva de los media.

Desbordadas por los rumores y carentes de imágenes, las redes de televisión se han visto obligadas a afrontar un dilema sencillo: cómo hablar de la sexualidad presidencial sin hacer «telebasura» (TV trash). El «sexo presidencial»: los periodistas de la televisión sólo hablaban para referirse a éste... En la ABC, Barbara Walters, la gran sacerdotisa de las entrevistas «del corazón», se refería sin pestañear al «semen presidencial» que Monica Lewinsky habría conservado sobre uno de sus vestidos, explicando, con aire grave, que los futuros análisis de ADN podrían traicionar a Clinton.

La televisión norteamericana no aportó ningún elemento nuevo a la investigación. Las cámaras corrían siempre detrás de los reporteros de la prensa. Acabaron por encontrar su salvación en los archivos de la CNN: el famoso achuchón de Clinton a Monica Lewinsky durante una fiesta en los jardines de la Casa Blanca, difundido repetidamente y diseccionado por los expertos del body language («lenguaje del cuerpo»): «La mirada amorosa de Monica», «La palmadita cómplice en su hombro». Estas imágenes venían a confirmar a posteriori que las cadenas de televisión no habían podido mostrar ni una sola imagen significativa desde el inicio del asunto.

A partir de ese momento la rivalidad prensa escrita-televisión llegó al paroxismo. Y los desvaríos mediáticos fueron multiplicándose. Los periódicos empezaron a publicar todo lo que se les ocurría. El Dallas Morning News llegó al extremo de anunciar que poseía «la prueba» de que Clinton había sido sorprendido con Monica Lewinsky en una situación embarazosa, y la CNN no dudó en repicar inmediatamente esta falsa información para la pequeña pantalla. En fin, en la Fox, experta en telebasura, los comentaristas se preguntaban con un aire glotón: «¿Será Clinton un adepto al teléfono sexual?»

La desproporción entre el supuesto acontecimiento y el estrépito de los media, llegó a tal extremo que llevó a hacer sospechar que Clinton había montado todas las piezas de la crisis contra Bagdad para desviar sobre Irak y Saddam Hussein la potencia maléfica de los media. A pesar de todo, después de cinco días de delirios e histerias mediáticas, Clinton obtenía el 57 por 100 de opiniones favorables entre los norteamericanos. Los mismos norteamericanos que se mostraban sin embargo persuadidos de que había mantenido relaciones sexuales con Monica Lewinsky.

Vemos así que, en la era de la información virtual, únicamente una guerra real puede salvar del acoso informacional. Una era en la que dos parámetros ejercen una influencia determinante sobre la información: el mimetismo mediático y la hiper-emoción.

 

El mimetismo es la fiebre que se apodera súbitamente de los media (con todos los soportes confundidos en él) y que les impulsa, con la más absoluta urgencia, a precipitarse para cubrir un acontecimiento (de cualquier naturaleza) bajo el pretexto de que otros - en particular los medios de referencia - conceden a dicho acontecimiento una gran importancia.

Esta imitación delirante provoca un efecto de bola de nieve, funciona como una especie de intoxicación. Cuanto más hablan los media de un tema, más se persuaden colectivamente de que ese tema es indispensable, central, capital, y que hay que cubrirlo mejor todavía, consagrándole más tiempo, más medios, más periodistas. Los media se autoestimulan de esta forma, se sobreexcitan unos a otros, multiplican la emulación y se dejan arrastrar en una especie de espiral vertiginosa, enervante, desde la sobreinformación hasta la náusea.

La hiper-emoción ha existido siempre en los media, pero se reducía al ámbito especializado de ciertos medios, a una cierta prensa popular que jugaba fácilmente con lo sensacional, lo espectacular, el choque emocional. Por definición, los medios de referencia apostaban por el rigor y la frialdad conceptual, alejándose lo más posible del pathos para atenerse estrictamente a los hechos, a los datos, a las pruebas. Todo esto se ha ido modificando poco a poco, bajo la influencia del media de información dominante que es la televisión. El telediario, en su fascinación por el «espectáculo del acontecimiento» ha desconceptualizado la información y la ha ido sumergiendo progresivamente en la ciénaga de lo patético. Insidiosamente ha establecido una especie de nueva ecuación informacional que podría formularse así: si la emoción que usted siente viendo el telediario es verdadera, la información es verdadera.

Este «chantaje por la emoción» se ha unido a la otra idea extendida por la información televisada: basta ver para comprender. Y todo esto ha venido a acreditar la idea de que la información, no importa de qué información se trate (la situación en el Oriente Próximo, la crisis del sureste asiático, los problemas financieros y monetarios ligados a la introducción del euro, conmociones sociales, informes ecológicos, etc.), siempre es simplificable, reductible, convertible en espectáculo de masas, divisible en un cierto número de segmentos-emociones. Sobre la base de la idea, muy de moda, de que existiría una «inteligencia emocional», esta concepción de la información rechaza cada vez más el análisis (factor de aburrimiento) y favorece la producción de sensaciones.

Todo esto convergió y tomó forma de repente a escala planetaria en el asunto Diana. En aquel momento se perdieron todas las referencias, se transgredieron todas las fronteras, todas las secciones y estilos periodísticos se pusieron patas arriba. Diana se convertía en un «fenómeno mediático total»; un acontecimiento a la vez político, diplomático, sociológico, cultural, humano... que afectaba a todas las capas sociales en todos los países del mundo. Esto es lo radicalmente nuevo. Y cada medio (escrito, hablado o televisado) a partir de su propia posición, se sintió en la obligación de tratar este asunto en beneficio de su público.

La consecuencia principal de este mimetismo mediático y de este tratamiento mediante la hiper-emoción es que (sin que incurramos en una paranoia primaria), todo está preparado para la aparición de un «mesías mediático». Como vino a anunciar indiscutiblemente el asunto Diana. El dispositivo está listo, no solamente desde el punto de vista tecnológico, sino sobre todo psicológico. Los periodistas, los media (y, en cierta medida, los ciudadanos) se encuentran a la espera de una personalidad portadora de un discurso de alcance planetario, basado en la emoción y la compasión. Una mezcla de Diana y de la Madre Teresa, de Juan Pablo II y Gandhi, de Clinton y Ronaldo, que hablaría del sufrimiento de los excluidos (4.000 millones de personas) tal como Paulo Coelho de la ascesis del espíritu. Alguien que transformaría la política en tele-evangelismo, que soñaría con cambiar el mundo sin pasar jamás a actuar en esa dirección, que plantearía la apuesta angélica de una evolución sin revolución.

Por otra parte, la prensa escrita está en crisis. En España, en Francia y en otros países está experimentando un considerable descenso de difusión y una grave pérdida de identidad. ¿Por qué razones y cómo se ha llegado a esta situación? Independientemente de la influencia, real, del contexto económico y de la recesión, las causas profundas de esta crisis hay que buscarlas en la mutación que han experimentado en los últimos años algunos conceptos básicos del periodismo.

En primer lugar, la misma idea de la información. Hasta hace poco informar era, de alguna manera, proporcionar no sólo la descripción precisa - y verificada - de un hecho, un acontecimiento, sino también aportar un conjunto de parámetros contextuales que permitieran al lector comprender su significado profundo. Era responder a cuestiones básicas: ¿quién ha hecho qué?, ¿con qué medios?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿cuáles son las consecuencias?

Todo esto ha cambiado completamente bajo la influencia de la televisión, que hoy ocupa en la jerarquía de los medios de comunicación un lugar dominante y está expandiendo su modelo. El telediario, gracias especialmente a su ideología del directo y del tiempo real, ha ido imponiendo, poco a poco, un concepto radicalmente distinto de la información. Informar es ahora «enseñar la historia sobre la marcha» o, en otras palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento. Se trata de una revolución copernicana, de la cual aún no se han terminado de calibrar las consecuencias y supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es suficiente para darle todo su significado.

Llevado este planteamiento hasta sus últimas consecuencias, en este cara a cara telespectador-historia sobra hasta el propio periodista. El objetivo prioritario para el telespectador es su satisfacción, no tanto comprender la importancia de un acontecimiento como verlo con sus propios ojos. Cuando esto ocurre, se ha logrado plenamente el deseo.

Y así se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender y que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe tener forzosamente una parte visible, mostrable, televisable. Esta es la causa de que asistamos a una, cada vez más frecuente, emblematización reductora de acontecimientos complejos. Por ejemplo, todo el entramado de los acuerdos Israel-OLP se reduce al apretón de manos entre Rabin y Arafat...

Por otra parte, una concepción como ésta de la información conduce a una penosa fascinación por las imágenes «tomadas en directo», de acontecimientos reales, incluso aunque se trate de hechos violentos y sangrientos.

Hay otro concepto que también ha cambiado: el de la actualidad ¿Qué es hoy la actualidad? ¿Qué acontecimientos hay que destacar en el maremágnum de hechos que ocurren en todo el mundo? ¿En función de qué criterios hay que hacer la elección? También aquí es determinante la influencia de la televisión, puesto que es ella, con el impacto de sus imágenes, la que impone la elección y obliga nolens volens a la prensa a seguirla. La televisión construye la actualidad, provoca el shock emocional y condena prácticamente al silencio y a la indiferencia a los hechos que carecen de imágenes. Poco a poco se va extendiendo la idea de que la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza de imágenes. O, por decirlo de otra forma, que un acontecimiento que se puede enseñar (si es posible, en directo, y en tiempo real) es más fuerte, más interesante, más importante, que el que permanece invisible y cuya importancia por tanto es abstracta. En el nuevo orden de los media las palabras, o los textos, no valen lo que las imágenes.

 

También ha cambiado el tiempo de la información. La optimización de los media es ahora la instantaneidad (el tiempo real), el directo, que sólo pueden ofrecer la televisión y la radio. Esto hace envejecer a la prensa diaria, forzosamente retrasada respecto a los acontecimientos y demasiado cerca, a la vez, de los hechos para poder sacar, con suficiente distancia, todas las enseñanzas de lo que acaba de producirse. La prensa escrita acepta la imposición de tener que dirigirse no a ciudadanos sino a telespectadores.

Todavía hay un cuarto concepto más que se ha modificado: el de la veracidad de la información. Hoy un hecho es verdadero no porque corresponda a criterios objetivos, rigurosos y verificados en las fuentes, sino simplemente porque otros medios repiten las mismas afirmaciones y las «confirman»... Si la televisión (a partir de una noticia o una imagen de agencia) emite una información y si la prensa escrita y la radio la retoman, ya se ha dado lo suficiente para acreditarla como verdadera. De esta forma, como podemos recordar, se construyeron las mentiras de las «fosas de Timisoara», y todas las de la guerra del Golfo. Los media no saben distinguir, estructuralmente, lo verdadero de lo falso.

En este embrollo mediático, nada más vano que intentar analizar a la prensa escrita aislada de los restantes medios de comunicación. Los media (y los periodistas) se repiten, se imitan, se copian, se contestan y se mezclan, hasta el punto de no constituir más que un único sistema de información, en cuyo seno es cada vez más arduo distinguir las especificaciones de tal o cual medio tomados por separado.

En fin, información y comunicación tienden a confundirse. Los periodistas siguen creyendo que son los únicos que producen información, cuando toda la sociedad se ha puesto frenéticamente a hacer lo mismo. Prácticamente no existe institución (administrativa, militar, económica, cultural, social, etc.), que no se haya dotado de un servicio de comunicación que emite - sobre ella misma y sus actividades - un discurso pletórico y elogioso. A este respecto, en las democracias catódicas, todo el sistema social se ha vuelto astuto e inteligente, capaz de manipular sabiamente los medios y de resistirse a su curiosidad.

A todas estas transformaciones hay que añadir un malentendido fundamental... Muchos ciudadanos estiman que, confortablemente instalados en el sofá de su salón, mirando en la pequeña pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes fuertes, violentas y espectaculares, pueden informarse con seriedad. Error mayúsculo. Por tres razones: la primera, porque el periodismo televisivo, estructurado como una ficción, no está hecho para informar sino para distraer; en segundo lugar porque la sucesión rápida de noticias breves y fragmentadas (una veintena por cada telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y desinformación; y finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión más acorde con el mito publicitario que con la movilización cívica. Informarse cuesta y es a ese precio al que el ciudadano adquiere el derecho a participar inteligentemente en la vida democrática.

Numerosas cabeceras de la prensa escrita continúan adoptando, a pesar de todo, por mimetismo televisual, por endogamia catódica, las características propias del medio audiovisual: la maqueta de la primera página concebida como una pantalla, la reducción del tamaño de los artículos, la personalización excesiva de los periodistas, la prioridad otorgada al sensacionalismo, la práctica sistemática del olvido, de la amnesia, en relación con las informaciones que hayan perdido actualidad, etc. Compiten con el audiovisual en materia de marketing y desprecian la lucha de las ideas. Fascinados por la forma olvidan el fondo. Han simplificado su discurso en el momento en que el mundo, convulsionado por el final de la guerra fría, se ha vuelto considerablemente más complejo.

 Un desfase tal entre este simplismo de la prensa y la nueva complicación de los nuevos escenarios de la política internacional desconcierta a muchos ciudadanos, que no encuentran en las páginas de su publicación un análisis diferente, más amplio, más exigente, que el que les propone el telediario. Esta simplificación resulta tanto más paradójica cuando el nivel educativo continúa elevándose y aumenta el número de estudiantes superiores. Al aceptar no ser más que un eco de las imágenes televisadas, muchos periódicos mueren, pierden su propia especificidad y como consecuencia sus lectores.

Informarse sigue siendo una actividad productiva, imposible de realizar sin esfuerzo y que exige una verdadera movilización intelectual... Una actividad tan noble en democracia como para que el ciudadano decida dedicarle una parte de su tiempo y su atención. Así lo entendemos en Le Monde diplomatique. Si nuestros textos son, en general, más largos que los de otros periódicos y revistas es porque resulta indispensable mencionar los puntos fundamentales de un problema, sus antecedentes históricos, su trama social y cultural y su importancia económica, para poder apreciar mejor toda su complejidad.

Cada vez son más los lectores que se interesan por esa concepción exigente de la información y que son sensibles a una manera sobria, austera y rigurosa de observar el mundo. Las notas a pie de página, que enriquecen los artículos y les permiten eventualmente completar y prolongar la lectura, no les perturban en absoluto. Al contrario, muchos ven en esto un rasgo de honestidad intelectual y un medio para enriquecer su documentación sobre los temas.

De esta forma puede construirse una reflexión exigente sobre este mundo en mutación, donde las referencias sobre el presente se difuminan al tiempo que se oscurecen las perspectivas del futuro. Un mundo más difícil de comprender que exige del periodista humildad, duda metódica y trabajo. Y que pide al lector, como es lógico, más esfuerzo, más atención.

A este precio, y únicamente a este precio, la prensa escrita podrá abandonar las zonas confortables del simplismo dominante y salir al encuentro de todos los lectores que desean entender para poder actuar mejor como ciudadanos en nuestras democracias aletargadas.

«Serán necesarios largos años», escribe Václav Havel, «antes de que los valores que se apoyan en la verdad y la autenticidad morales se impongan y se lleven por delante al cinismo político; pero, al final, siempre acaban venciendo.» Esta debe ser también la paciente apuesta del verdadero periodismo.

 

Prensa, poderes y democracia

La relación entre la prensa y el poder es objeto de debate desde hace un siglo, pero sin duda cobra hoy una nueva dimensión. Para abordar el problema hay que empezar por plantear la cuestión del funcionamiento de los media y, más concretamente, de la información.

Ya no se pueden separar los diferentes medios, prensa escrita, radio y televisión, como se hacía tradicionalmente en las escuelas de periodismo o en los departamentos de ciencias de la información o de la comunicación. Cada vez más, los media se encuentran entrelazados unos con otros. Funcionan en bucles de forma que se repiten y se imitan entre ellos, lo que hace que carezca de sentido separarlos y querer estudiar uno solo en relación con los otros.

Por lo que respecta al poder, él mismo atraviesa una crisis, en el sentido más amplio del término. Constituye, incluso, una de las características de este fin de siglo. Hay crisis y, finalmente, disolución o incluso dispersión del poder, lo que hace que difícilmente podamos determinar dónde se encuentra realmente.

Se ha repetido mucho, y durante mucho tiempo, que la prensa - o la información en un sentido más amplio - era el cuarto poder. Se decía esto para oponerla a los tres poderes tradicionales definidos por Montesquieu, y se precisaba: la prensa es el poder que tiene como misión cívica juzgar y calibrar el funcionamiento de los otros tres.

Pero la prensa, los media, la información ¿constituyen todavía el cuarto poder? En la práctica se da, cada vez más, una especie de confusión entre los media dominantes y el poder (en todo caso el poder político) y esto hace que no cumplan la función de «cuarto poder».

Por otra parte, cabría preguntarse cuáles son realmente los tres poderes. Ya se aprecia que no son precisamente los de la clasificación tradicional: legislativo, ejecutivo, judicial. El primero de todos los poderes es el poder económico. Y el segundo ciertamente es el poder mediático. De forma que el poder político queda relegado a una tercera posición.

Si se quisiera clasificar los poderes, como se hacía en los años veinte y treinta, se vería que los media han ascendido, han ganado posiciones y que hoy se sitúan, como instrumento de influencia (que puede hacer que las cosas cambien) por encima de un buen número de poderes formales.

Este hecho hace que sea necesario reflexionar sobre la información. ¿Cómo funciona? ¿A qué estructuras responde? Y estas estructuras de funcionamiento, estas figuras de expresión, esta retórica, ¿han sido siempre así?

La revista francesa Télérama publicó recientemente un sondeo que demuestra que, desde hace tiempo, existe una desconfianza, una distancia crítica que los ciudadanos sienten, cada vez más, respecto a algunos media. Y en particular, desde hace algunos años, sobre todo desde la guerra del Golfo, respecto a la prensa escrita y la televisión, por la forma en que funcionan respecto a cierto tipo de acontecimientos.

La radio conserva, hasta el momento, un cierto margen de confianza, a pesar de todo. Sobre la prensa escrita se ha hecho un gran trabajo de educación, en particular en los centros escolares, y si uno se toma la molestia de estudiarla a menudo descubre un puñado de horrores. Con respecto a la televisión, y a pesar de lo que se dice, también se ha aprendido, cada vez más, a analizar las imágenes y se acaban por desvelar críticamente...

Y además, existen los magnetoscopios que graban. Mientras que la radio es el único media que no deja huellas. Esto no quiere decir que no existan los magnetófonos, pero ¿quién graba los diarios hablados de las distintas cadenas y emisoras? La impresión general es que el trabajo de la radio resulta globalmente más profesional. Pero cuando se mira de cerca se encuentran tantos motivos de recelo como en los otros dos.

Esta desconfianza respecto a los media es relativamente nueva. El citado sondeo de Télérama se viene haciendo desde hace veinte años y si se analiza su evolución se observa que prácticamente desde su creación hasta finales de los años ochenta no existía globalmente desconfianza hacia los media. A la pregunta «Si respecto a un mismo acontecimiento la prensa escrita, la radio y la televisión, dicen cosas diferentes, ¿a cuál de los media cree usted más?», las respuestas más numerosas eran regularmente para la televisión.

 

Por otra parte, todavía no hace mucho tiempo que la prensa escrita estaba dotada de una capacidad para revelar las disfunciones de la política lo que, en ocasiones, resultaba totalmente espectacular. El asunto Watergate demuestra muy bien cómo dos periodistas menores, Woodward y Bernstein, de un periódico ciertamente serio pero en absoluto dominante en su país, el Washington Post, pudieron hacer caer al hombre más poderoso de la tierra, el presidente de Estados Unidos. Por eso subsistía la capacidad de la prensa para ser radical en su voluntad de decir la verdad o de contar hechos extremadamente duros para los gobiernos. La mayor parte de los periódicos, en todo el mundo y en particular en los grandes países desarrollados y democráticos, intentaron imitar ese tono, ese estilo periodístico, puesto de relieve durante el asunto Watergate. Durante mucho tiempo se admitió la idea de que los periodistas, armados de la verdad, podían oponerse a sus dirigentes, y se recobraba el espíritu de las películas de Capra de los años treinta, o el espíritu del cuarto poder. ¡Cuántas películas se han hecho con un periodista como protagonista principal! Cabe incluso recordar que Superman es un periodista, y Tintín también.

¿Por qué se ha hundido todo esto? ¿Por qué se pasó, a mediados de los años setenta, de una especie de glorificación del periodista, convertido en el héroe de la sociedad moderna, a la situación actual en que el periodista se lleva la palma de la infamia? ¿Por qué fases se ha discurrido?

Creo que han intervenido consideraciones de diferentes órdenes. Hay aspectos de orden tecnológico, de orden político, de orden económico y de orden retórico. El momento de inflexión de este fenómeno, de este cambio en la filosofía de la información, se sitúa en ese año de todos los acontecimientos que es 1989. Al menos se percibe entonces. Aunque es posible que comenzara antes, que se hubieran dado ya elementos anunciadores.

Por otra parte, esta nueva concepción de la información hace que hoy exista un concepto cada vez más importante y al mismo tiempo cada vez más equívoco, el de la verdad. ¿Dónde está la verdad? Se podrá decir: yo vi lo que pasó en Rumania, vi esas batallas, esos combates, etc. ¿Cómo es posible? Pues porque esta concepción de la información plantea un camino que conduce a un efecto equívoco. En el momento en que asisto a una escena que suscita mi emoción ¿dónde está la verdad? ¿En las circunstancias objetivas que rodean a esta escena como acontecimiento y como hecho material, o en el sentimiento que experimento?

¿Qué es lo verdadero? ¿Las circunstancias que hacen que se produzca ese acontecimiento o las lágrimas que caen de mis ojos y que son, realmente, materiales y concretas? Y, además, como mis lágrimas son verdaderas yo creo que lo que he visto es verdadero. Y resulta evidente que se trata de una confusión que la emoción puede crear a menudo y contra la cual es muy difícil protegerse.

Este universo que ha creado tal nivel de confusión concede a la televisión el papel de piloto en materia informativa. Obliga a los otros media a seguirla o a tomar distancia, pero, en todo caso, a situarse respecto a la televisión.

Ya hacia finales de los anos ochenta la televisión, que era el media dominante en materia de diversión y ocio, se convirtió también en el primero en materia de información. La mayoría de las personas se informan, esencialmente, por medio de la televisión. La televisión tomó, pues, la dirección de los media y ejerce su hegemonía, con todas las confusiones que provoca respecto al concepto de actualidad.

¿Cuál es la actualidad hoy? Es lo que la televisión dice que es actualidad. Y aquí aparece otra confusión respecto a la verdad. ¿Cómo podría definirse la verdad? Hoy la verdad se define en el momento en que la prensa, la radio y la televisión dicen lo mismo respecto a un acontecimiento. Y sin embargo, la prensa, la radio y la televisión pueden decir lo mismo sin que sea verdad. Fue el caso de Rumania.

¿Qué medios tengo para averiguar que se falsea la verdad? No puedo comparar unos media con otros. Y si todos dicen lo mismo no estoy en condiciones de llegar, por mí mismo, a descubrir lo que pasa.

Esta supremacía de la televisión está basada no sólo en el directo y en el tiempo real, sino también en el hecho de que impone como gran información la información que tiene, esencialmente su vertiente visible. Cuando un gran acontecimiento no ofrece un capital de imágenes se crea una especie de confusión difícil de desvelar.

Estoy pensando en el genocidio en Ruanda, en 1994, cuando los hutus exterminaron a una gran parte de los tutsis. Oímos hablar de este genocidio. Muy poco, en realidad, porque se estaba celebrando el Festival de Cannes. Pero después se descubrió que se trataba de un genocidio. Y empezaron a avanzarse cifras. Y luego la televisión empezó a mostrar imágenes.

Por tanto, en principio, se oye hablar de un mega-acontecimiento. Un genocidio; no se dan más que tres o cuatro en un siglo. Es, por lo menos, un acontecimiento considerable. Y más tarde se muestran las imágenes. Imágenes de gentes que sufren, de familias, de personas, de niños, de viejos, que caminan, que son víctimas de epidemias, se les ve morir, cómo los entierran. Todo masivamente. Y, como consecuencia, se genera un sentimiento de piedad. Se monta una operación por parte de Francia denominada «operación turquesa», que se hace teóricamente para proteger a las poblaciones. Genocidio, víctimas, protección. Parece que todo eso va encadenado.

Sin embargo, el problema es que el genocidio tuvo lugar pero, en realidad, del propio genocidio no tuvimos imágenes. Lo que, por otra parte, demuestra que los grandes acontecimientos no producen necesariamente imágenes. Del genocidio de Ruanda no hay prácticamente ninguna. Es un gran acontecimiento que tuvo lugar en ausencia de las cámaras. Existen algunas imágenes que se han podido encontrar, filmadas desde muy lejos o de individuos dando machetazos. Pero aparte de eso, se pudo exterminar entre 500.000 y 1 millón de personas en ausencia de cámaras.

Las únicas imágenes son de gentes que sufren y marchan, en una especie de éxodo de tipo bíblico, apocalíptico, que son víctimas de una versión de las siete plagas de Egipto. Y, evidentemente, se tiende a pensar que son las víctimas del genocidio. Pero, como se sabe, eran, por el contrario, los autores del genocidio.

Este tipo de información no puede decir una cosa y su contraria, no puede decir: ha habido víctimas, he aquí los verdugos. Los verdugos son víctimas. No hay forma de entenderlo. Porque, además, hay tropas francesas que en principio para sus conciudadanos son amigos. Y resulta que defienden a los autores del genocidio. Esto no se puede decir. Como consecuencia, lo que se ve resulta extremadamente confuso.

Frente a un acontecimiento tan importante como ése, la información está muy lejos de ser clara. Se encuentra viciada por la idea de que si un acontecimiento se produce hay que mostrarlo. Y se llega a hacer creer que hoy no puede existir un acontecimiento sin que sea grabado y pueda ser seguido, en directo y en tiempo real.

Esa es toda la ideología de la CNN, la nueva ideología de la información en continuo y en tiempo directo, que la radio y la televisión han adoptado. Esa idea de que el mundo tiene cámaras en todas partes y que cualquier cosa que se produzca debe ser grabada. Y si no se graba, no es importante. Lo que hace que, en esa línea, un informe de UNICEF, un informe de la Organización Internacional del Trabajo o un informe de Amnistía Internacional sean mucho menos importantes que cualquier acontecimiento que dispone de un capital de imágenes.

Esta deriva de la información ha tenido consecuencias en otros terrenos y, en particular, en el de la prensa escrita, que hoy trata de reaccionar. Pero hay que ser conscientes de que, incluso cuando existe la mejor voluntad y un sentido crítico agudizado, estamos frente al media que domina los media. La información televisada funciona según un cierto número de principios (que no pueden observarse si no se ha seguido esta evolución, y esta evolución no es perceptible, no está hecha para ser percibida). Principios que crean confusiones incluso entre los demócratas más sinceros, y que crean una dificultad indiscutible para articular la ecuación: información = libertad = democracia.

 

Todo esto plantea la cuestión de la objetividad y de los criterios que determinan la veracidad de los hechos. La búsqueda de objetividad es la propia base de] oficio de periodista, y no debe deducirse que criticar la ecuación «ver es comprender» tendría que conducir, inevitablemente, a elaborar un discurso de propaganda o un discurso de opinión. Lo contrario de esta información espectáculo no es, necesariamente, una información de propaganda o una información puramente ideológica. La tradición, y la propia historia del periodismo, tal y como se ha desarrollado - lo que se llama el periodismo americano; es decir, con la tradición de distinguir los hechos de los comentarios - es la base que permite al lector poder diferenciar bien los hechos establecidos en principio de las opiniones.

En principio, un discurso de propaganda es un discurso que intenta o bien construir hechos o bien ocultarlos. Lo que hay que comprender bien es que está en otra esfera informacional. Tomemos, por ejemplo, una cuestión tan elemental como la de la censura. Se podría decir que un discurso de propaganda es un tipo de discurso de censura. O bien el discurso de censura es un discurso que consiste, esencialmente, en suprimir, amputar, prohibir un cierto número de aspectos de éstos, o el conjunto de los hechos, ocultarlos, esconderlos. Razonar de esta forma es creer que, en la información, estamos en un universo donde los elementos son constantes.

Pero hoy la censura no funciona mediante este principio, salvo en las dictaduras. Pero ya se sabe que esos regímenes, al menos en el período actual, se encuentran en vías de extinción. En los sistemas en que nos encontramos, que son aparentemente democráticos, existen pocos ejemplos de funcionamiento de la censura en los que, de una manera palmaria, se dediquen a ocultar, cortar, suprimir, prohibir los hechos. No se prohíbe a los periodistas decir lo que quieran. No se prohíben los periódicos en los países democráticos europeos. La censura no funciona así. Si nos atuviéramos a este dato se podría decir que vivimos felizmente, y por primera vez desde hace mucho tiempo, en una sociedad política en la que la censura habría desaparecido.

Pero todos sabemos que la censura funciona. ¿Sobre qué criterios? Con criterios inversos (ésta es, al menos, mi idea). Es decir, que la censura no funciona hoy suprimiendo, amputando, prohibiendo, cortando. Funciona al contrario: funciona por demasía, por acumulación, por asfixia. ¿Cómo ocultan hoy la información? Por un gran aporte de ésta: la información se oculta porque hay demasiada para consumir y, por tanto, no se percibe la que falta.

Una de las grandes diferencias entre el universo en el que vivimos y el que le precedió inmediatamente, hace apenas algunos decenios, es que la información fue durante mucho tiempo, durante siglos, una materia extremadamente escasa. Tan escasa que precisamente se podía decir que quien tenía la información tenía el poder. Finalmente, el poder es el control de la información, es el control de la circulación de la comunicación.

Aunque esta situación que se ha mantenido constante durante mucho tiempo (y se puede considerar que todavía hoy existe en un determinado número de países), ya no es sin embargo dominante. ¿Cuál es la característica de la información hoy? Que es superabundante. Ya no es, en absoluto, escasa. La información es uno de los elementos más abundantes de nuestro planeta. Están el aire, el agua de los océanos y la información. Nada es más abundante. ¿Y quiere esto decir que las falsas informaciones, o la censura han desaparecido? Evidentemente no. Tan sólo han cambiado de naturaleza. Nadie las controla. O no se las controla de la misma manera.

Tomemos la guerra del Golfo por ejemplo. Hoy ya sabemos que constituyó una gran manipulación, una fantástica operación de censura y un discurso, en consecuencia, de propaganda. Ésta no se realizó mediante el principio autoritario de la prohibición, la supresión, la no cobertura. No se dijo: «Va a haber una guerra y no os la vamos a enseñar.» Al contrario, se dijo: «La vais a ver en directo.» Y se dio tal cantidad de imágenes, que todo el mundo creyó que veía la guerra. Y después se dio cuenta de que no la veía, que las imágenes eran señuelos, o que se habían grabado antes. Y de hecho, la guerra desaparecía hasta el punto de que Baudrillard pudo escribir un libro: La Guerre du Golfe na pas eu lieu (La guerra del Golfo no se ha producido).

 

Esta superabundancia de información hace incluso la función de un biombo. Es un biombo que oculta, que es opaco y que hace quizá más difícil que nunca la búsqueda de la buena información. Porque antes la propia instancia que creaba la prohibición hacía que se supiera que existían imágenes ocultadas, porque estaban prohibidas. En un país fascista se sabe que la información no circula. Hace algunos años, con el régimen de los militares en Brasil, algunos periódicos publicaban sus páginas con blancos en lugar de los artículos que la censura había prohibido. No los publicaban, pero publicaban la huella del artículo. Las gentes sabían que los artículos habían sido prohibidos. Esta amputación hacía visible la censura.

Nos hallamos en un sistema en el que ha desaparecido la visibilidad de la censura. En consecuencia necesitamos reflexionar más para comprender sobre qué mecanismos funciona. Pero podemos estar seguros de que existe una censura.

Una vez descrito esto, añadiré que no soy de los que creen en la tesis del complot permanente. Yo no pienso que hay, en algún sitio, una especie de orquesta sombría que organiza los acontecimientos que tienen lugar a través del planeta. No creo que las cosas ocurran así.

Por lo que se refiere a Rumania, lo que intento señalar precisamente es que, si bien hubo responsables políticos de los que hoy sabemos que jugaron un papel, el acontecimiento mediático escapó al control de unos y otros. Se trata de un funcionamiento estructural. Lo que intento describir no hay que entenderlo en términos morales, en términos de bien y mal. No es tan simple. No es un proceso debido a la mala fe.

Dan Rather (2) no dijo lo que dijo porque era un «malvado americano» que quería engañar al planeta. Dijo aquello sinceramente, creyendo decir algo muy positivo y creyendo hacer un servicio a todo el mundo al mostrar imágenes espectaculares. Traducía una realidad.

El problema es que, con las mejores intenciones, se puede hacer mucho daño. Y que hoy el propio funcionamiento de esta información dominante carece de control. Como se sabe, un tren que ha perdido la dirección es tan peligroso como un tren conducido con la voluntad de hacer daño. Ambos pueden producir catástrofes.

Los periodistas han reflexionado mucho sobre estos acontecimientos. Y lo han hecho porque ellos fueron los primeros afectados. Pero ¿qué ha ocurrido con todas esas reflexiones y todos esos coloquios? ¡Se produjo la guerra del Golfo! Y después de la guerra del Golfo, ¿qué se hizo? Hubo muchos coloquios y mucha reflexión, y muchos seminarios y muchos libros. ¿Y qué pasó? Pasó lo de Somalia. Y después de Somalia hubo reuniones, etc. Y vinieron Ruanda, Diana, el «Monicagate» de Clinton, etc. Y así sucesivamente. ¿Y quién garantiza que mañana no va a ocurrir lo mismo? Sostengo que ocurrirá. No hay control. Nadie pilota. ¿Por qué? Porque, precisamente, este tipo de información funciona de una cierta manera que es globalmente agradable.

 

Ser periodista hoy

Se basa esencialmente en la convicción de que la mejor manera de informarse es la de ser testigo, es decir, que este sistema transforma a cualquier receptor en testigo. Es un sistema que integra y que absorbe al propio testimonio en el acontecimiento. Forma parte del acontecimiento mientras asiste a él. Ve a los soldados americanos desembarcar en Somalia, ve a las tropas de Kabila entrar en Kinshasa. Está allí. El receptor ve directamente, por tanto, participa en el acontecimiento. Se autoinforma. Si se equivoca, él es el responsable. El sistema culpabiliza al receptor, que ya no puede hablar de mentiras, porque se ha informado solo.

De este modo, el nuevo sistema acredita la ecuación «ver es comprender». Pero la racionalidad moderna, con la Ilustración, se hace contra esa ecuación. Ver no es comprender. No se comprende más que con la razón. No se comprende con los ojos o con los sentidos. Con los sentidos uno se equivoca. Es la razón, el cerebro, es el razonamiento, es la inteligencia, lo que nos permite comprender. El sistema actual conduce inevitablemente o bien a la irracionalidad, o bien al error.

Otro aspecto que se transforma es el propio principio de la actualidad, un concepto importante en materia de información, pero que hoy está esencialmente marcado por el medio dominante. Si éste afirma que algo es actualidad, el conjunto de los media se hará eco. Siendo hoy el dominante esencialmente la televisión, tanto para el entretenimiento como para la información, es evidente que va a imponer como «actualidad» un tipo de acontecimientos que son específicos de su campo, unos acontecimientos especialmente ricos en capital visual y en imágenes. Cualquier otro tema de orden abstracto no será nunca actualidad en un media que es, en primer lugar, visual, porque en este caso no funcionaría la ecuación «ver es comprender».

De la misma forma, el sistema actual transforma el propio concepto de verdad, la exigencia de veracidad tan importante en información. ¿Qué es verdadero y qué es falso? El sistema en el que evolucionamos funciona de la manera siguiente: si todos los media dicen que algo es verdad, es verdad. Si la prensa, la radio o la televisión dicen que algo es verdad, eso es verdad incluso si es falso. Los conceptos de verdad y mentira varían de esta forma lógicamente. El receptor no tiene criterios de apreciación, ya que no puede orientarse más que confrontando unos media con otros. Y si todos dicen lo mismo está obligado a admitir que ésa es la verdad.

Finalmente, otro aspecto que se ha modificado es el de la especificidad de cada media. Durante mucho tiempo se podían oponer prensa escrita, radio y televisión. Ahora es cada vez más difícil contrastarlas, porque los media hablan de los media, los media repiten a los media, los media dicen todo y su contrario. Por eso constituyen cada vez más, una esfera informacional y un sistema que es difícil distinguir. Se podría decir igualmente que este conjunto se complica aún más a causa de la revolución tecnológica, esencialmente de la revolución digital.

Hasta el momento tenemos tres sistemas de signos en materia de comunicación: el texto escrito, el sonido de la radio y la imagen. Cada uno de estos elementos ha sido inductor de todo un sistema tecnológico. El texto ha dado la edición, la imprenta, el libro, el diario, la linotipia, la tipografía, la máquina de escribir, etcétera. El texto se encuentra pues en el origen de un verdadero sistema, lo mismo que el sonido ha dado la radio, el magnetófono y el disco. La imagen, por su parte, ha producido los dibujos animados, el cine mudo, el cine sonoro, la televisión, el magnetoscopio, etcétera. La revolución digital hace que converjan de nuevo los sistemas de signos hacia un sistema único: texto, sonido e imagen pueden ahora expresarse en bytes. Es lo que se llama multimedia. El mismo vehículo permite transportar los tres géneros a la velocidad de la luz.

En este momento asistimos a una segunda revolución tecnológica. Si la revolución industrial consistía de alguna manera en reemplazar el músculo por la máquina, es decir, la fuerza física por la máquina, la revolución tecnológica que vivimos hoy nos lleva a la constatación de que la máquina juega el papel del cerebro. Reemplaza funciones cada vez más numerosas e importantes, mediante una cerebralización de las máquinas (lo que no quiere decir que estén dotadas de inteligencia).

Otro aspecto muy importante es que ahora es posible, gracias a la revolución digital, meter en redes todas la máquinas cerebral izadas. Desde el momento que una máquina tiene un cerebro se puede conectar o hiperconectar, de manera que todas las máquinas informatizadas, todas las máquinas basadas en la electrónica, puedan enlazarse de una manera u otra. Por eso se habla de coches inteligentes, de vehículos ligados al teléfono, a la radio, etc. Todas las máquinas del mundo pueden enlazarse. El sistema de comunicación crea una red, una malla que rodea el conjunto del planeta, lo que permite el intercambio intensivo de información.

 

Información y libertad

Como hemos constatado, estamos en un sistema de producción superabundante de informaciones. Este fenómeno es extremadamente importante. Durante mucho tiempo la información era escasa, casi inexistente. El control de la información permitía dos cosas. En primer lugar, una información escasa era una información cara, que se podía vender y podía estar en el origen de una fortuna. Por otra parte, la información escasa permitía a quienes la poseían ocupar poder. Durante mucho tiempo se dijo que información era poder.

Hoy nos encontramos ante un problema crucial. ¿En qué se convierte la relación con la libertad cuando la información es superabundante? Intentemos expresarlo mediante una curva. Yo puedo afirmar, porque es una idea del racionalismo del siglo XVIII, que si tengo cero información tengo cero libertad. Y mi libertad no aumenta más que a medida que aumenta mi información. Si tengo más información, tengo más libertad. Cada vez que añado información gano en libertad. En nuestras sociedades democráticas existe una especie de reflejo hacia la necesidad de más información para tener más libertad y más democracia. ¿No hemos alcanzado ya un grado de información suficiente? ¿No estamos sobre un punto cero, en el que, aunque añada información, mi libertad no aumenta?

Puede constatarse esto desde 1989, año de la caída del muro de Berlín. Se rompieron las últimas barreras que intelectualmente se oponían al avance de la libertad a escala internacional. La libertad ganó. Tenemos todas las informaciones, estamos en la era de Internet que nos permite acceder a todas ellas. Estamos en una fase de superabundancia. ¿Ha aumentado mi libertad? En la realidad, se puede constatar que no aumenta y que lo que se incrementa en esta época es la confusión.

La cuestión está planteada. Si continúo añadiendo información, ¿no disminuirá mi libertad?, ¿la información hasta el infinito va a provocar la libertad cero, como antes? Es sólo una pregunta, por supuesto, pero hay que plantearla hoy porque el sistema en vigor nos demuestra constantemente que la acumulación de información amputa la información. La forma moderna de la censura consiste en superañadir y acumular información. La forma moderna y democrática de la censura no es la supresión de información, es el agregado de información. De este modo, hoy nos vemos confrontados a una gran interrogante. Es algo nuevo porque desde hace doscientos años, desde el siglo XVIII, habíamos asociado más información a más libertad. Si ahora hay que empezar a decir que más información da menos libertad habrá que desarrollar otro mecanismo intelectual.

Los que creían tenerlo se dan cuenta de que ya no lo tienen. Por jugar con las palabras, lo que antes se llamaba el cuarto poder se ha convertido más bien en el segundo. Pero ya no tiene la misma función. Este cuarto poder era la censura de los otros tres mientras que ahora es el segundo en términos de influencia global y general sobre el funcionamiento de las sociedades.

Lo que hoy se puede entender como poder se ha desplazado esencialmente a la esfera de la economía y dentro de ésta al campo financiero. Son los mercados financieros los que en definitiva dictan y determinan el comportamiento de los políticos. Global-mente hay también un malentendido: los ciudadanos no se movilizan porque piensan que su capacidad de intervención en el campo democrático se limita a votar. Pero una vez que han votado y que han elegido a alguien, éste descubre a su vez que no puede hacer gran cosa.

Por ejemplo, el presidente de Francia, Chirac, fue elegido en mayo de 1995 con un programa y, apenas cinco meses más tarde, en octubre de ese mismo año, vino a decir: «Yo no tenía razón, la tenía Balladur [su antecesor] y ahora yo aplico el programa de Balladur.» Y recientemente, en una conversación con periodistas, dijo que no podía hacer gran cosa «a causa del inmovilismo de la sociedad y de los imperativos europeos».

En resumen, es lo mismo que decirnos: el jefe de un ejecutivo fuerte, uno de los más fuertes del mundo como sistema político, se revela impotente frente a los compromisos adquiridos que son movimientos «tectónico». Esa es la cuestión del poder. Los media juegan un papel secundario en todo ello.

Lo que tenemos que plantearnos es si en este contexto se está poniendo en riesgo a la democracia. Si Chirac tiene razón, podemos preguntarnos entonces para qué sirve elegir un jefe de Estado si luego está obligado a constatar que no puede avanzar.

 

La cuestión es: ¿por qué los políticos tomaron la decisión de permitir que los mercados financieros quedaran fuera de su competencia? ¿Quién les dio el mandato para hacer eso? Pero se trata de decisiones que ya han sido tomadas. Se decidió privatizar el Banco de Francia y no hubo un referéndum. Se decidió que la moneda no dependería ya de la soberanía nacional, aunque la moneda sigue siendo un instrumento de la soberanía.

¿Qué es la soberanía hoy? No son las fronteras, no es la política exterior, no es la seguridad. ¿Dónde está la soberanía? Se ha disuelto, el poder se ha disuelto, y sabemos que hay una especie de proyección hacia el exterior de esas responsabilidades y que incluso la propia estructura del poder, a escala planetaria, está convulsionada.

Porque además estamos en un mundo que ya no es polar, donde las organizaciones internacionales ya no juegan el papel que jugaban antes, donde geopolíticamente Estados Unidos ejerce una hegemonía fáctica. Estamos en un mundo en el que los mercados financieros exigen la aplicación de una cierta política, fijada por la OCDE, el FMI. Y todos los gobiernos del tipo que sean: socialista en Italia, de derecha conservadora en España, de izquierda en Portugal tienen exactamente la misma política, con los mismos condicionantes para la sociedad. Esto demuestra cómo la política hoy va a remolque de la economía. Y no se trata de la economía en el sentido de lo real, sino de la economía financiera, por tanto de una economía de especulación.

¿Qué papel juegan los media en este contexto? Habría que partir de la constatación de que vivimos en una situación nueva de crisis, no de crisis en el sentido económico y social del término, sino una crisis de civilización, de percepción del rumbo del mundo, tropezamos con dificultades que tienen su origen en un cierto número de fenómenos a escala planetaria que han transformado la arquitectura intelectual y cultural en la que nos desenvolvemos, aunque no sabemos describir este edificio en cuyo interior nos encontramos. Es una crisis de inteligibilidad. Sabemos que las cosas han cambiado, pero los instrumentos intelectuales y conceptuales de que disponemos no nos permiten comprender la nueva situación. Estaban hechos para permitirnos desmontar, analizar, desconstruir la situación anterior. Pero ya no nos sirven para comprender la nueva realidad.

Esta crisis de inteligibilidad, de la que al menos debemos constatar que existe y que la vivimos (y por eso hay tal cantidad de problemas que se nos plantean) se basa, en todo caso, en el hecho de que un cierto número de paradigmas han cambiado. Como en las grandes revoluciones científicas.

Un paradigma es un modelo general de pensamiento. Tengo la impresión de que hay dos paradigmas importantes sobre los que reposaba el edificio que habitamos y que hace una decena de años que han cambiado (3).

El primero es el progreso, la idea de progreso, esta idea forjada a finales del siglo XVIII y que finalmente atraviesa un poco todas las actividades de una sociedad. El progreso consiste en hacer desaparecer las desigualdades, en hacer a las sociedades más justas; consiste en creer que la modernidad entraña, por definición, la solución de un cierto número de problemas. Pero la idea de progreso se ha visto vulnerada y puesta en crisis. El progreso es Chernóbil, son las «vacas locas». Un estado progresista es la Rusia estalinista del Gulag; el progreso, se nos ha dicho, es el Estado providencia que conduce a la parálisis social, etcétera.

El progreso es hoy un paradigma general que ha entrado en crisis. ¿Cuál es el paradigma que le reemplaza? La comunicación. El progreso permitía la felicidad a nuestras sociedades, es decir, un plus de civilización. Hoy, a esta pregunta (¿cómo estar mejor cuando se está bien?) la respuesta es: la comunicación. ¡Comunicad, estaréis mejor! Cualquiera que sea la actividad sobre la que se piense hoy, la respuesta masiva que se nos da es: hay que comunicar. Si en una familia las cosas no marchan es porque los padres no hablan con sus hijos. Si en una clase las cosas no funcionan es porque los profesores no discuten bastante con los alumnos. Si en una fábrica, o en una oficina, el asunto no va, es porque no se discute bastante.

La comunicación se propone hoy como una especie de lubricante que permite que todos los elementos que constituyen una comunidad funcionen sin fricciones. Cuanto más se comunica, más feliz se es. Cualquiera que sea la situación. ¿Está usted parado? ¡Comunique y le irá mucho mejor!

El segundo paradigma importante, sobre el que reposaba el edificio anterior, era la idea de que existía una especie de funcionamiento ideal de una comunidad: era la máquina, el reloj. En el siglo XVIII se consideraba que el reloj era la máquina perfecta porque hacía coincidir la medida del tiempo y del espacio. El espacio nos da el tiempo. La medida del espacio nos permite medir el tiempo. Y esa es una ecuación cuasi perfecta, casi divina.

Se consideró, a partir de aquello, que el modelo mecánico, el modelo de esta máquina, había que aplicarlo a todo. Es lo que se llama el funcionalismo. Y se construyeron las sociedades sobre el modelo de una máquina. Una máquina que es un conjunto de elementos que son todos solidarios entre ellos, sin que ninguno sobre.

Y hoy, este modelo ha quedado excluido. Está retirado. En nuestra sociedad se acepta de nuevo que haya marginados, personas que no forman parte de la comunidad, piezas que sobran en el reloj.

¿Y qué es lo que reemplaza a ese modelo de la máquina? ¿Cuál es el principio de funcionamiento que hace que exista una energía que se despliega, a pesar de todo? El mercado. Es el mercado quien hace hoy funcionar las cosas (4).

 Pero el mercado no integra más que los elementos rentables. Quien no es solvente no está en el mercado. No ocurre como con la máquina: con la máquina todas las piezas funcionan. Y es evidente que el mercado no es la solución para todo. No es una invención de hoy. El mercado moderno - nos ha contado Fernand Braudel - se inventó en los albores del Renacimiento. ¿Y qué está pasando hoy? Pues que el mercado tal y como ha funcionado estaba limitado a sectores muy precisos, digamos al comercio. Mientras que hoy el mercado alcanza a todos los sectores.

Incluso esferas que durante mucho tiempo han estado fuera del mercado: la cultura, la religión, el deporte, el amor, la muerte, están hoy integradas en el mercado. El mercado tiene pleno derecho a regular, a regir todos esos elementos.

De esta forma, un edificio que reposaba en dos paradigmas que permitieron la edificación del Estado moderno (el progreso y el reloj) han desaparecido hoy y han sido reeemplazados por la comunicación y el mercado que, evidentemente, soportan un edificio totalmente diferente.

¿En qué se convierte lo político en la nueva situación en que nos encontramos? Es una cuestión de filosofía pero que incide también directamente en la situación incómoda que constatamos en un cierto número de políticos y en los ciudadanos.

 

¿Periodistas o «relacionespúblicas»?

La cuestión de la ética está hoy en el centro de las preocupaciones de los periodistas. Como consecuencia de la industrialización de la información se han visto sometidos a una parcelación de su actividad y está claro que dependen, en la mayoría de los casos (es evidente que hay excepciones), de un sistema, a la vez de jerarquía o de propiedad, que reclama una rentabilidad inmediata. Y están preocupados por lo que se les va a pedir, incluso aunque se trate de objetivos que realmente comparten.

Son problemas bien conocidos: la influencia de la publicidad o de los anunciantes. La influencia de los accionistas que poseen una parcela de la propiedad de un periódico, etc. Todo esto acaba por pesar mucho. Hasta el punto de que si bien hay numerosos casos de resistencia, o de periodistas que intentan a pesar de todo defender su concepción de la ética, también hay muchos casos de abandono.

Cada vez son más los periodistas que se van a ese refugio que constituye la comunicación en el sentido de «relaciones públicas». Una de las grandes enfermedades de la información hoy es esta confusión entre el universo de la comunicación y las relaciones públicas, y el de la información. ¿En qué se convierte, en este nuevo contexto comunicacional, la especificidad del periodista? Esta cuestión se plantea porque vivimos en una sociedad en la que todo el mundo comunica y donde todas las instituciones producen información. La comunicación, en ese sentido, es un mensaje lisonjero emitido por una institución que quiere que ese discurso le favorezca.

Y esa comunicación acaba por asfixiar al periodista. Todas las instituciones políticas, los partidos, los sindicatos, los ayuntamientos, hacen comunicación, tienen su propio periódico, su propio boletín. Las instituciones culturales, económicas, industriales, producen información. A menudo dan esta información a los periodistas y lo que quieren es que los periodistas se limiten a reproducirla. Evidentemente, la demanda no es así de explícita pero puede ser muy seductora.

Por ejemplo, cuando las marcas de automóviles hacen pruebas, las llevan a paraísos, como las Bahamas, porque así pueden invitar a los periodistas durante una semana en un magnífico hotel. Está claro que los periodistas van a hacer su trabajo, pero en un contexto que favorece la «comunicación» en el sentido que desean los organizadores. De esta forma, muchos profesionales se pliegan a ser simplemente el canal que permite que se exprese la comunicación publicitaria, que emite una industria o una institución política, económica, cultural o social. Es un modo de llegar a un compromiso entre su conciencia y su ética.

En cualquier caso, es cierto que las nuevas tecnologías favorecen enormemente la desaparición de la especificidad del periodista. A medida que las tecnologías de la comunicación se desarrollan, el número de grupos que comunican es mayor. Mayo del 68 no hubiera sido posible sin la fotocopiadora, por hacer un chiste. El fascismo no hubiera sido lo que fue sin los altavoces y los micrófonos, porque no se puede llegar sólo con la voz a mil personas a la vez. Son las tecnologías de la comunicación las que produjeron la explosión de las radios libres, o el fax. Hoy Internet hace que cada uno de nosotros pueda, si no convertirse en periodista, sí estar a la cabeza de un media.

¿Qué les queda como especificidad a los periodistas? Es una de las razones del sufrimiento de los media. Y, en particular, de la prensa escrita. Los media que se desarrollan son los ligados a tecnologías del sonido, de la imagen. E incluso cuando se sigue escribiendo, se hace sobre una pantalla.

Los periodistas no constituyen un cuerpo homogéneo. Hay discrepancias, debates. Es una profesión en la que hay que trabajar mucho hoy. Los periodistas son además ciudadanos y consumidores de media en mayor medida que los demás, y son muy conscientes de que estos problemas están planteados, y los discuten permanentemente.

Hay una toma de conciencia, pero ¿se puede hablar de una responsabilidad? ¿Se trata de responsabilidad exclusiva de los periodistas? Los ciudadanos también tienen su responsabilidad. Pues informarse es una actividad, no una recepción pasiva. Los ciudadanos no son simplemente receptores de media. Es evidente que el emisor tiene una gran responsabilidad, pero informarse supone también cambiar de fuentes, resistir a una versión si resulta demasiado simplista, etc. No es muy complicado ahora llegar a la conclusión de que una persona no puede informarse exclusivamente por medio de un telediario. El telediario no está hecho para informar, está hecho para distraer. Está estructurado como una ficción. Es una ficción hollywoodiense. Comienza de una cierta forma, termina en un happy end. No se puede poner el final al principio. Mientras que un periódico escrito puede comenzar a leerse por el final. Al final del telediario uno ya ha olvidado lo que pasaba al principio. Y siempre termina con risas, con piruetas.

La persona que se dice: me voy a informar seriamente viendo el telediario, se miente a sí misma. Porque no quiere reconocer que se deja llevar por su propia pereza.

El medio de comunicación no puede soportar por sí solo el esfuerzo que requiere informarse. Sobre todo hoy, cuando la información es superabundante. Pero hay dos opciones: o uno quiere informarse o quiere saber vagamente lo que pasa. Y si se quiere informar tiene todas las posibilidades de hacerlo recomponiendo las informaciones. No existen únicamente los periódicos, se cuenta con las revistas, los libros. Pero eso supone la voluntad de hacerlo. Es un trabajo.

Para que las cosas estén claras, ni hay que ser demasiado severo con respecto al telediario, que es un género bastante superficial, ni hay que pedirle lo que no puede hacer. En treinta minutos trata una veintena de informaciones.

Sin embargo, la televisión puede hacer muy buenos reportajes o emisiones especiales. El trabajo de la BBC sobre Bosnia constituye un maravilloso ejemplo de un tipo de periodismo que puede hacer este medio. Lo mismo puede decirse del documental en dos partes que emitió sobre la guerra de las Malvinas, que fue una guerra muy importante en la historia mediática, porque es la guerra que sirvió de modelo a la del Golfo, desde el punto de vista negativo.

La información no puede limitarse a un cierto número de campos importantes, la economía, la política, la cultura, la ecología. También hay que indagar en la propia información, en la comunicación. Es necesario que los media analicen el funcionamiento de los media. No pueden hacer como si creyeran que son el ojo que mira pero que no puede verse. Es verdad que el ojo ve y no se ve. Pero no puede aplicarse esta metáfora a los media porque no tienen esa posición de periscopio o de panóptico privilegiado. Todo el mundo les ve y todo el mundo sabe de una u otra forma que no son perfectos. Las gentes esperan que los media hagan su autocrítica, que se analicen a sí mismos. Del mismo modo que pueden ser exigentes respecto a otros sectores y profesiones, ¿por qué no van a serlo respecto a sí mismos?

Los medios de comunicación deben desarrollar, cada vez más, análisis sobre su propio funcionamiento, aunque sólo sea para que sepamos cómo funcionan, y para recordar que no están a salvo de la inspección, de la introspección y de la crítica. Pero este camino se recorre de una forma relativamente lenta porque resulta muy confortable juzgar a los otros sin ser juzgado.

 

La televisión necrófila 

El falso «scoop del siglo», difundido por la televisión italiana el 5 de febrero de 1998, marcará una época sin duda alguna en la historia de los media. Aquel día, Gianni Minoli, presentador del magazine «Mixer», un programa semanal de información de la RAI-2, anunció la difusión de un «documento de primer orden»: la confesión del juez Sansovino, que reconocía haber falseado, con la complicidad de otros miembros del tribunal electoral, los resultados del referéndum de 1946, que permitió a Italia abolir la monarquía y constituirse como una república.

Al final de la emisión, y cuando el país entero se hallaba conmocionado, Minoli desveló la superchería: el juez era un actor, los «documentos antiguos» en blanco y negro habían sido rodados en un estudio con figurantes. En resumen, todo era falso, salvo la profunda emoción experimentada por millones de telespectadores. «Quisimos mostrar», concluía Gianni Minoli, «cómo puede manipularse la información televisada. Hay que aprender a desconfiar de la televisión y de las imágenes que se nos ofrecen.»

Una lección moral como ésta era necesaria efectivamente después de la revelación, a fines de enero de 1990, de las imágenes atroces de las fosas de Timisoara en Rumania, que resultaron ser un montaje (5) en el que los cadáveres alineados bajo los sudarios no eran víctimas de las masacres del 17 de diciembre, sino cuerpos desenterrados del cementerio de los pobres y ofrecidos de forma complaciente a la necrofilia de la televisión.

Rumania era una dictadura y Nicolai Ceaucescu un autócrata. Partiendo de estos datos indiscutibles, una vez más la televisión se dejó llevar en su cobertura de los acontecimientos de diciembre de 1991 en Bucarest por sus peores tendencias morbosas. La carrera del sensacionalismo la condujo hasta la mentira y la impostura, metiendo en una especie de histeria colectiva al resto de los media, e incluso a una parte de la clase política. Las imágenes de las falsas fosas de Timisoara conmocionaron a la opinión pública, víctima de groseras manipulaciones. ¿Cómo es posible todo esto en una democracia, que se define también como una «sociedad de comunicación»?

El falso osario de Timisoara es sin duda el engaño más importante desde que se inventó la televisión. Sus imágenes tuvieron un impacto formidable sobre los telespectadores que seguían apasionadamente, desde hacia varios días, los acontecimientos de la «revolución rumana». La «guerra de las calles» proseguía entonces en Bucarest, y el país parecía correr el riesgo de volver a caer en las manos de los hombres de la Securitate, cuando «la fosa» apareció para confirmar el horror de la represión.

Estos cuerpos deformados se asociaban en nuestra mente a los que ya habíamos visto tendidos, amontonados, en los depósitos de los hospitales, y corroboraban la cifra de «4.000» víctimas de las masacres de Timisoara. «4.063», precisaba por su parte un «enviado especial» del diario Liberation; y algunos artículos de la prensa escrita intensificaban el dramatismo: «Se ha hablado de camiones de basura transportando innumerables cadáveres hacia lugares secretos para enterrarlos o quemarlos allí», informaba un periodista de la revista Nouvel Observateur (28 de diciembre de 1989). «¿Cómo llegar a saber el número de muertos? Los conductores de los camiones, que transportan metros cúbicos de cuerpos, son eliminados con una bala en la nuca por la policía secreta para evitar testigos», relataba el enviado especial de la Agencia France Press (Liberation, 23 de diciembre de 1989).

Viendo en la pequeña pantalla los cadáveres de Timisoara no podía ponerse en duda la cifra de «60.000 muertos» (algunos hablaban incluso de 70.000) que habría provocado en algunos días la insurrección rumana (6). Las imágenes de las fosas comunes otorgaban crédito a las afirmaciones mas delirantes.

Difundidas a las 20 horas del sábado 23 de diciembre de 1989, contrastaban con el ambiente en la mayor parte de los hogares, en los que se preparaban las fiestas de Navidad. ¿Cómo no verse conmocionado por la imagen de ese «testigo», con la camisa de cuadros, que sirviéndose de una cuerda y sujetando por los tobillos, iza a una víctima que, cabe imaginar, ha muerto bajo horribles torturas? (7). Al mismo tiempo, una serie de testimonios escritos confirmaban estas impresiones, añadiendo detalles espantosos: «En Timisoara», destacaba por ejemplo el enviado especial de El País, «el ejército ha descubierto cámaras de tortura en las que, sistemáticamente, se desfiguraba con ácido los rostros de los disidentes para evitar que sus cadáveres fueran identificados» (8).

Ante esta hilera de cuerpos desnudos de torturados, ante ciertas expresiones que se podía leer sobre «metros cúbicos de cuerpos», «camiones de basura transportando cadáveres»... otras imágenes regresaban a la memoria de forma inevitable: las de los documentales sobre los horrores en los campos de exterminio nazi. Era algo insoportable, y lo mirábamos casi incluso como un deber, pensando en la frase de Robert Capa, el gran fotógrafo de guerra: «Los muertos habrían perecido en vano si los vivos se negasen a verlos.»

Los telespectadores dieron prueba de una profunda compasión por los muertos: «Muchos lloraban viendo las imágenes de la fosa de Timisoara», constataba un periodista (9). Otros vieron cómo nacía dentro de ellos un sentimiento irresistible de rebelión y solidaridad: «He visto todos esos horrores en la televisión», cuenta un testigo, «mientras preparaba la fiesta; me sentí prácticamente obligado a hacer algo» (10). «Electrizado por el canal Cinco y Erance-Info», confiesa un periodista, «rabiaba; ¿íbamos a dejar a todo un pueblo en manos de los carniceros de la Securitate?» (11).

Los ánimos se encendían; el editorialista Gérard Carreyrou, después de haber visto tales imágenes, lanzaba desde TF-1 un verdadero llamamiento a la formación de brigadas internacionales para «ir a morir a Bucarest». Jean Daniel, constatando «el divorcio entre la intensidad dramática de los hechos transmitidos por televisión y el tono de los gobernantes», se preguntaba «si nuestros gobernantes carecían de interés en convertir sus sentimientos en acciones» (12). Y Roland Dumas, entonces ministro de Asuntos Exteriores, parecía darle la razón cuando declaraba: «No se puede asistir a tal masacre como simple espectador.»

 

De esta forma, a partir de imágenes cuya autenticidad nadie se había molestado en verificar, se llegó a concebir una acción de guerra, se aludía al derecho de injerencia, y algunos reclamaban incluso una intervención militar soviética para aplastar a los partidarios de Ceaucescu...

Se había olvidado que, hoy en día, una información televisada es esencialmente un divertimento, un espectáculo que se nutre fundamentalmente de sangre, de violencia y de muerte. Por otra parte, la competencia desenfrenada que experimentan las distintas cadenas incita al periodista a buscar lo sensacional a cualquier precio, a querer ser el primero sobre el terreno, a enviar sobre la marcha imágenes duras, incluso aunque le sea materialmente imposible verificar si está siendo víctima de una manipulación, y sin haber tenido tiempo para analizar seriamente la situación (como fue el caso de los acontecimientos de Pekín en la primavera de 1989). Este ritmo frenético, insensato, que impone la televisión, arrastra también a la prensa escrita y le impulsa a buscar lo sensacional a riesgo de incurrir en sus mismos errores (13).

En contrapartida, los poderes políticos no ignoran esa perversión necrófila de la televisión, ni sus temibles efectos sobre los espectadores. En caso de conflicto armado, como es sabido, controlan estrictamente el recorrido de las cámaras y no dejan filmar libremente.

Un ejemplo reciente al que nos referiremos en los capítulos siguientes es la invasión norteamericana en Panamá, que coincidió en el tiempo con los acontecimientos de Bucarest. Mientras que el número de muertos fue muy superior (de 2.000 a 4.000 civiles según las diversas fuentes), nadie habló del «genocidio panameño», ni de «fosas». Porque el ejército norteamericano no permitía a los periodistas filmar las escenas de guerra. Y una guerra «invisible» no impresiona, no hace rebelarse a la opinión pública. «Nada de imágenes de combates», constata un crítico de televisión, decepcionado por los reportajes sobre Panamá, «si acaso algunos planos confusos de soldados apuntando sus armas hacia un puñado de resistentes en el hall de un edificio» (14).

Panamá era mucho menos «palpitante» que Rumania, convertida, como el conjunto de los países del Este tras la caída del muro de Berlín, en una especie de territorio salvaje en el que no existía ninguna reglamentación en materia de rodajes. Rumania era un país cerrado y secreto. Pocos expertos conocían su realidad. Y he aquí que, en el transcurso de los acontecimientos, centenares de periodistas (15) se encontraron en el corazón de una situación confusa y desde allí, en unas pocas horas, y sin la asistencia de los habituales agregados de prensa, tenían que explicar lo que pasaba a millones de telespectadores. El análisis muestra cómo con frecuencia hacían suyos los rumores insistentes que, inconscientemente, reproducían viejos mitos políticos y que, de forma perezosa, razonaban por mera analogía.

Un mito dominó el tema rumano: el de la conspiración. Y una analogía: la que asimila el comunismo al nazismo. Este mito y esta analogía estructuran casi todo el discurso de los media sobre la «revolución rumana». La conspiración es la de los «hombres de la Securitate» descritos como innumerables, invisibles, imperceptibles; surgiendo de la noche, de improviso, de subterráneos laberínticos y tenebrosos o de inaccesibles tejados. Hombres superpotentes, superarmados, principalmente extranjeros (sobre todo árabes, palestinos, sirios y libios) como nuevos jenízaros, huérfanos reclutados y educados para servir ciegamente a sus amos, capaces de la mayor crueldad: por ejemplo, de entrar en los hospitales y disparar sobre todos los enfermos, rematar a los moribundos, destripar a las mujeres embarazadas, envenenar el agua de las ciudades...

Todos los aspectos horribles que la televisión confirmaba eran, como ya se sabe hoy, falsos. Ni subterráneos, ni árabes, ni envenenamientos, ni niños secuestrados a sus madres... Todo eran rumores y puras invenciones. En contrapartida, cada uno de los términos de estas narraciones: «Desde un bunker misterioso», contaba por ejemplo un periodista, «Ceaucescu y su mujer dirigían la contrarrevolución, los batallones negros, caballeros de la muerte, que corrían, invisibles, por los subterráneos...» (16) corresponde exactamente al fantasma de la conspiración, un mito político clásico que sirvió en otros tiempos para acusar a los jesuitas, los judíos o los masones. «El subterráneo», explica el profesor Raoul Girardet, «juega un papel siempre esencial en el sistema de leyendas simbólicas de la conspiración (...). Nunca deja de percibirse la presencia de una cierta angustia, la de las trampillas bruscamente abiertas, laberintos sin salida, corredores que se extienden hasta el infinito (...). La víctima ve cómo cada uno de sus actos es vigilado y espiado por mil miradas clandestinas (...). Hombres de la sombra, del complot, que escapan por definición a las más elementales reglas de la normalidad social (...). Surgidos de otra parte, o de ninguna parte, los secuaces de la conspiración encarnan al extranjero en el estricto sentido de la expresión» (17).

Este mito de la conspiración se ve completado por el del «monstruo». En el país de Drácula era fácil hacer de Ceaucescu (que era, incuestionablemente, un dictador y un autócrata) un vampiro, un ogro, un satánico príncipe de las tinieblas. En el relato mítico propuesto por los media encarna el mal absoluto, «el que se apodera de los niños en la noche y que lleva en sí el veneno y la corrupción» (18). El único medio para combatirlo: el exorcismo, o su equivalente, el proceso (en brujería), puesto que entonces «expulsado del misterio, expuesto a la luz del día y a la mirada de todos, puede al fin ser denunciado, desafiado, enfrentado» (19). Esa fue la función mítica, catártica (y no política) del proceso al matrimonio Ceaucescu, que antaño hubieran sido llevados, sin duda, a la hoguera.

La otra gran imagen del discurso sobre Rumania es la analogía del comunismo y del nazismo.

Los acontecimientos de Bucarest se produjeron después de que los demás países del Este - con la excepción de Albania - hubieran conocido una «revolución democrática».

 

Ideología del telediario

Millones de ciudadanos ven cada noche un tele-diario. En casi todos los países del mundo. Y lo hacen generalmente - las encuestas lo confirman - con gran atención. Esta enorme audiencia (en comparación, supera a la de la prensa diaria, incluyendo todos los rotativos) suscita fundamentalmente dos tipos de codicias: comerciales y políticas.

Publicitarios y políticos ponen sus empeños y sus deseos en este espacio televisivo, polo de atracción de todas las miradas al comienzo de la noche, con el afán de situar, bajo la mirada convergente de los consumidores-electores, productos e ideas, objetos y programas.

Por otra parte, los presentadores de los informativos de televisión, esos «amigos que llegan hasta nuestro hogar», han adquirido, desde hace años, una influencia desmesurada y sus comentarios (o sus humores) pueden condicionar en un momento dado al conjunto de la opinión pública. Fascinados, subyugados por una deslumbrante puesta en escena de la marcha del mundo, los telespectadores, los ciudadanos ¿son capaces acaso de resistir a esa formidable empresa de masificación? 

 

Historia de un género

El telediario nació como género en Estados Unidos. Fue en junio de 1941 cuando se produjeron las primeras emisiones regulares de televisión desde el mítico edifico del Empire State Bulding en Manhattan. El primer telediario se emitió en 1943 en Shenectady. Y a partir de 1947 aparecen programas diarios de información en la parrilla de la programación habitual de la televisión.

La creación de estas emisiones tuvo su origen en una exigencia de la Federal Commission of Communications (FCC) que sólo concedía licencias de explotación de emisoras de televisión comercial (por un período de tres años) a condición de que se comprometieran a producir regularmente programas informativos.

Muy pronto estas emisoras (agrupadas básicamente en tres cadenas o networks: American Broadcasting Company, ABC; Columbia Broadcasting System, CBS; y National Broadcasting Company, NBC) comprenden que las noticias televisadas, como cualquier otro tipo de emisión, pueden convertirse en una fuente importante de beneficios. Se dan cuenta de que la competencia con los demás medios de comunicación de masas, sobre todo la prensa escrita, en el reparto del maná publicitario exige desarrollar precisamente la especificidad de este espacio, la información, y conquistar para el seguimiento de los telediarios a millones de lectores de periódicos.

El sector de la información va a experimentar a partir de entonces un desarrollo espectacular. Al principio, el telediario se parecía a un diario hablado de la radio: la cámara encuadraba a un presentador que, levantando la cabeza de vez en cuando, se limitaba a leer las noticias de la jornada, redactadas por un periodista. Luego se incorporaron imágenes, primero mapas y diagramas, después fotografías y, por último, fragmentos filmados de reportajes de actualidad cuya función primordial era ilustrar el comentario escrito, sin ninguna continuidad entre ellos.

El recurso al material filmado, que debía ser sometido a un lento proceso de laboratorio, privaba a la televisión de la posibilidad de ilustrar inmediatamente los acontecimientos tratados a lo largo del telediario.

 

La invención del vídeo

Hubo que esperar hasta 1957 para que la casa Ampex, al lanzar al mercado el primer magnetoscopio (vídeo), permitiese al fin la grabación magnética de las imágenes y su difusión diferida. La televisión supo entonces sacarle provecho al mito principal que encarnaba: el de la emisión en directo. Multiplicó el número de acontecimientos (sobre todo deportivos y políticos) transmitidos en directo.

En Estados Unidos, una red de repetidores hertzianos hizo posible, desde 1951, la transmisión directa de imágenes desde una costa a otra del país, de Nueva York a San Francisco. En 1952, la política se incorporó a la era de la televisión. «Las convenciones, republicana y demócrata, de 1952 fueron un breve momento de gloria en la infancia de la televisión», cuenta Walter Cronkite, el primer presentador de un noticiario televisivo, «antes de que los políticos descubrieran su inmenso potencial y decidieran intentar controlarla. Por vez primera, millones de estadounidenses vieron la democracia en acción a la hora de elegir a sus candidatos presidenciales» (20). La maravilla de la instantaneidad fascinó a los primeros telespectadores y otorgó a los acontecimientos mostrados en el telediario la fuerza de una evidencia única en los medios de comunicación de masas. La transmisión en directo aumentaba también la credibilidad de las noticias y hacía de la televisión (gracias al telediario) el espejo de la realidad, el fiel reflejo del mundo.

 

El rey de los programas

De esta forma, a lo largo de los años sesenta y setenta, el telediario se transformó en el rey de los programas de televisión, en la locomotora que arrastraba tras ella a toda la programación y que, a primera hora de la noche, concentraba a la audiencia más importante. Su extraordinario éxito entre un público muy amplio (en las grandes democracias, hasta mediados de los años noventa, el 87 por 100 de los ciudadanos lo veía regularmente) reside en parte en la eficacia de técnicas periodísticas absolutamente específicas.

 

Dos limitaciones principales

El telediario tiene que superar dos limitaciones principales de orden estructural:

1)      no puede rebasar demasiado los treinta minutos de duración (veinte en Estados Unidos), ya que el esfuerzo de atención del telespectador es limitado.

2)      tiene que forzar al telespectador a verlo completo, con todas sus secciones, por diferentes que sean (política nacional, internacional, economía, deportes, cultura, etc), mientras que un lector de periódico siempre tiene la posibilidad de saltarse lo que no le interesa y comenzar a informarse por donde quiera.

Estas limitaciones imponen al teleperiodista la necesidad de ser breve pero interesante; tiene que hacerse entender y ser capaz de captar el interés; ser sencillo y espectacular, didáctico y atractivo; tiene que elaborar su texto teniendo en cuenta el mínimo denominador común de la audiencia en materia cultural, para que le entienda el mayor número posible de telespectadores.

Como puede suponerse, se trata de un auténtico reto, ya que treinta minutos de telediario equivalen, en texto escrito, a una sola página del diario El País, por ejemplo. De ahí la necesidad de abordar tan sólo un número muy reducido de acontecimientos y de tratarlos únicamente de forma muy escueta, superficial.

 

Simplificación y síntesis

Generalmente, las informaciones están sintetizadas al máximo, reduciéndose a una pequeña retahíla de frases-clave, con el fin de insistir mucho en el hecho dominante de la jornada y en el ánimo que se trata de inspirar. El telediario dice la noticia y, al mismo tiempo, nos dice lo que hay que pensar de esa noticia.

En ese sentido, se trata claramente de un prét-á-penser que, mediante el carácter espectacular de las imágenes reproducidas y el énfasis del presentador, se nos ofrece bajo la apariencia de un espectáculo atractivo, fruto de una sabia dramaturgia.

Así lo ha reconocido, por ejemplo, uno de los presentadores mas célebres de los telediarios franceses, Roger Gicquel: «La elección de las informaciones se hace en función de una eventual composición dramática con eventuales noticias de impacto. Es esa dramaturgia, inherente a la información, la que yo exploto.»

 

Triunfo de las leyes del espectáculo

Insensiblemente, las leyes del espectáculo mandan sobre las exigencias y el rigor de la información. Las soft news (sucesos, deportes, alegres notas finales, anécdotas...) son, a menudo, mas importantes que las hard news (temas políticos, económicos o sociales de verdadera gravedad). Y la fragmentación sutil de la actualidad en un mosaico de hechos separados de su contexto tiene como objetivo principal distraer, divertir en función de lo accesorio. Y evitar que se reflexione sobre lo esencial a partir de la información.

El recurso a especialistas, a reportajes y entrevistas, pretende dar un sello de autenticidad a lo que no es más que una serie de aseveraciones apresuradas y, a menudo, de un simplismo demoledor. Estas características, que son comunes a los telediarios de la noche (19 h, 20 h, 20,30 h o 21 h), pueden estar más o menos acentuadas. En algunos casos, si las informaciones están muy fragmentadas y dispersas, tendremos un telediario de noticias de corte tradicional, que prescinde de cualquier explicación seria y que abunda en la mayoría de los estereotipos. En otros, si el número de secciones se limita a los temas tratados con mayor profundidad, el telediario se asemeja a una emisión tipo revista de actualidad, donde las cuestiones son planteadas con menor brevedad, dando un papel preponderante al aspecto visual.

 

Las imágenes: un problema

A menudo, las imágenes constituyen un problema porque el aspecto visible de los acontecimientos no explica su esencia o su complejidad. Los hechos realmente serios suelen ser difícilmente representables en imágenes. ¿Cómo ilustrar, por ejemplo, la inflación, si no es mediante los eternos planos de las etiquetas de los precios de los supermercados?

Inevitablemente, el telediario da prioridad a las imágenes espectaculares - incendios, disturbios, violencia en las calles, catástrofes, guerras - y, condicionado por esa selección, realizada en nombre de la calidad visual, se ve condenado a favorecer lo anecdótico y lo superfluo, a especular con las emociones insistiendo en la dramatización.

Ante la carencia de imágenes sobre alguna situación, ciertas cadenas han intentado fabricarlas artificialmente, produciendo falsos documentos. El caso mas célebre de trucaje fue el que organizó, en 1962, la NBC en Berlín, cuando costeó la construcción de un túnel bajo el Muro para filmar todas las fases de una pretendida evasión al Oeste.

También los presentadores de telediarios (o las cadenas de información continua, como Cable News Network, CNN) lanzaron, a finales de los años ochenta, llamamientos a los videoaficionados para que les vendiesen sus imágenes relacionadas con la actualidad. Algunas de ellas tuvieron consecuencias importantes, como las que mostraron al candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Gary Hart, a bordo de un yate en compañía de una amante, y que significaron el final de su carrera política. O las que mostraron en Los Ángeles cómo unos policías blancos apaleaban a un conductor negro, Rodney King, y que desataron los motines raciales más violentos de la historia reciente de Estados Unidos.

 

Información y show-business

En el film de Sidney Lumet Un mundo implacable (Network, 1976) los productores del telediario llegan incluso a firmar un contrato con un grupo de terroristas para tener los derechos exclusivos de filmación en directo de sus fechorías y su secuestro de rehenes. Esta película describe muy bien, por otra parte, los vínculos existentes entre el tratamiento televisado de la actualidad y las reglas del show-business.

En Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, se ve a un operador de noticiarios (interpretado por el propio Coppola) que pide a los soldados en plena batalla que «no miren a la cámara» para que las tomas tengan un aire aún más verídico...

A veces, la presencia in situ de equipos de televisión desencadena, especialmente en casos de manifestaciones masivas, una efervescencia artificial vorazmente filmada por las cámaras. Los reporteros llegan en cierto modo a dirigir cinematográficamente los comportamientos de las masas con objeto de dramatizar mejor el acontecimiento.

 

Un caso de dramatización

Durante la época de la crisis de Irán - de diciembre de 1979 a enero de 1980 - , con motivo del secuestro de unos rehenes norteamericanos por parte de los estudiantes islámicos en el edificio de la embajada de Estados Unidos de Teherán, una multitud de curiosos adquirió la costumbre de congregarse ante las rejas de la embajada. Allí reinaba un clima de feria: tenderetes de comidas, quioscos de té, vendedores de refrescos y de cacahuetes, voceadores de periódicos, ristras de retratos de Jomeini, etc. El ambiente era relajado y pacífico. Pero bastaba la aproximación de una cámara de televisión para que la atmósfera cambiase completamente: los rostros se inmovilizaban y se alzaban los puños. Como habrían hecho los extras profesionales de una superproducción cinematográfica, después de una pausa para tomar café, la muchedumbre volvía a representar, mientras duraba el rodaje, el papel que el telediario deseaba: expresaba el odio y la cólera, la amenaza y la exaltación, en una palabra: el célebre «fanatismo musulmán».

Esto permitió dramatizar el comentario sobre la crisis de Teherán y poner mayor énfasis en el peligro que corrían los rehenes norteamericanos. La complicidad entre la multitud y los periodistas había alcanzado, al cabo de los días, tan alto grado de acuerdo, que la periodista Elaine Sciolino podía describirla así en Newsweek: «La multitud está actualmente tan sofisticada que agita sus puños en silencio mientras el operador regula sus objetivos. Sólo empieza a soltar alaridos cuando entra en escena, con su micrófono, el técnico de sonido...» Gracias a este tipo de imágenes, el telediario puede crear historias, relatos dramáticos, sobre un acontecimiento de actualidad.

 

Agencias de imágenes

Este tipo de imágenes determina el tono, el estilo de la inmensa mayoría de los telediarios, ya que su fuente, su procedencia, es muy limitada.

Básicamente son tres o cuatro las agencias internacionales que se disputan el mercado de las imágenes de actualidad: Visnews (británica), WTN (anglo-norteamericana), CBS (norteamericana) y CNN (norteamericana). La más poderosa y, por tanto, la más influyente, es Visnews (controlada en gran parte por la agencia de prensa financiera Reuters) que envía todos los días a varios centenares de cadenas de televisión de más de cien países las imágenes más espectaculares, las más sensacionales, las más universalistas, filmadas por sus reporteros situados en los más remotos «puntos calientes» del planeta.

Las cadenas públicas europeas dependen de la red de intercambios de la Unión Europea de Radiofusión, el EVN (Electronic Video News). Todas las mañanas tiene lugar en Bruselas una especie de Bolsa de imágenes; las televisiones de los países europeos y las agencias internacionales proponen allí sus reportajes sobre los temas de actualidad. Cada cadena nacional recibe la lista redactada por télex o fax y elige. Inmediatamente se le transmiten las imágenes, que sólo tendrán que ser montadas en el magnetoscopio para darles un cierto tono casero.

 

Espectacular a toda costa

El defecto de este sistema es evidente: para ser ampliamente aceptadas - condición indispensable de rentabilidad - , las imágenes de agencia tienen que ser espectaculares a toda costa e interesar al mayor número de telespectadores. Tienden a poner mayor énfasis en el aspecto exterior del acontecimiento, en la anécdota, el escándalo y la acción (violencia, sufrimiento, sangre, muerte), que en las ideas o en las explicaciones. Por otra parte, evitan la polémica y la controversia, y se presentan como apolíticas y universales lo que, a menudo, reduce su interés.

Por último, su supeditación a la actualidad, en el sentido más coyuntural, les obliga a volver constantemente, cíclicamente, sobre cuestiones y regiones repetitivas (Oriente Medio, el Golfo, Bosnia, Ruanda, el terrorismo, los atentados, los conflictos, las guerras...) descuidando el tratamiento y la información sobre la situación de muchos países, especialmente del Sur, o la información sobre las «catástrofes suaves», como la miseria, el hambre, el analfabetismo, el paro; o los desastres ecológicos «invisibles», como el aire contaminado, el efecto invernadero, la desertificación, etcétera.

 

Un entretenimiento hollywoodiense

Concebido, en definitiva, como un entretenimiento, este telediario de modelo hollywoodiense dedica una atención desproporcionada a las pequeñas noticias que giran en torno a la forma de vida de los individuos y que ofrecen una visión del mundo más apetecible, menos sombría, menos desesperada. Su objetivo es provocar emociones: angustia, dolor, euforia, horror, sorpresa... Esa es la materia esencial de los telediarios.

El ritmo de esta «espectacularización» del mundo no deja nada al azar, es el resultado de una exacta dosificación de tensiones, de dramas, de esperanzas y de consuelos. Esta dosificación adopta como modelo los criterios dramáticos de los films norteamericanos de la serie B, elaborados en Hollywood en los años treinta, según los cuales, la regla de oro para mantener en suspenso a un público muy amplio consiste en introducir un impacto dramático cada diez minutos, seguido de una secuencia más tranquila.

Como en aquellos films, se procura no terminar con una nota trágica o excesivamente grave (la audiencia se quedaría abatida). Las leyes del happy end (final feliz) exigen terminar con una nota optimista, una anécdota divertida. Ya que la función del telediario tiene algo de psicoterapia social debe, por encima de todo, infundir esperanza, tranquilizar sobre las capacidades de los gobernantes nacionales, inspirar confianza, suscitar el consenso, contribuir a la paz social.

 

La estrella principal

La lógica del show-business, de la dramatización y de la transformación del telediario en verdadero espectáculo, ha estimulado la aparición de vedettes. Algunos periodistas de televisión se han convertido en auténticas estrellas. En nombre de esta lógica, y a fin de que el espectáculo gane en coherencia, los telediarios norteamericanos, desde el principio de los años sesenta, están organizados en torno a un presentador único (el anchor-man (21), hombre-ancla), que mantiene la coherencia del informativo.

Esta especie de «arúspice» garantiza la unidad de tono y humaniza el discurso periodístico. Gracias a él, las informaciones dejan de parecer dispersas y ganan en dimensión humana, adquieren, en el sentido estricto de la palabra, un rostro. En Estados Unidos los primeros presentadores únicos fueron Walter Cronkite, de CBS y, después, Barbara Walters, de NCB, verdaderas instituciones, símbolos de la televisión cuya popularidad fue inmensa hasta mediados los años ochenta. Como lo es hoy, por ejemplo, la de Dan Rather, de CBS.

 

Walter Cronkite

Walter Cronkite fue sin duda el periodista más famoso del mundo audiovisual hasta su jubilación en 1983. Durante diecinueve años comentó diariamente (de lunes a viernes) las informaciones de la noche por la cadena Columbia Broadcasting System (CBS) a las 19 horas, desde Nueva York. Su telediario tuvo un índice de audiencia muy superior al de sus competidores de ABC y NBC. Se estimaba que veintidós millones de norteamericanos veían cada noche «el fenómeno Cronkite». A sus sesenta y tres años seguía fascinando a los telespectadores como el primer día, con su encanto de siempre algo pasado de moda, su misma sonrisa tranquilizadora y directa, su mirada franca y maliciosa.

Walter Cronkite poseía un peso político considerable. Durante la crisis de Watergate, la toma de posición de su telediario fue decisiva para la caída del presidente Richard Nixon. Fue Cronkite quien, por primera vez, hizo dialogar, en doble conexión, durante su telediario, al presidente de Egipto Anuar El Sadat y al primer ministro israelí Menahem Begin. Y fue en el transcurso de esta emisión cuando el presidente egipcio se comprometió a acudir a Jerusalén.

En la lista anual de las treinta personas de mayor influencia en Estados Unidos, establecida en 1980 por el semanario US News and World Report tras consultar a mil quinientos sesenta y nueve «importantes» (miembros del Congreso, empresarios, sindicalistas), Walter Cronkite quedó en octavo lugar. Mejor situado que algunas personalidades políticas de primer orden, como Cyrus Vance (que entonces era secretario de Estado), Warren Burger (presidente del Tribunal Supremo), Edward Kennedy (que quedó en decimocuarto lugar) y el propio presidente Ronald Reagan (vigésimo sexto lugar).

 

El presentador: la información principal

Mucha gente elige ver el telediario de una u otra cadena por simpatía hacia su presentador. Lo importante ya no es la situación en Argelia, en Bosnia o en Ruanda, sino cómo Dan Rather, o cualquier otro presentador, va a reaccionar ante estas situaciones. El periodista pasa a ser así la información principal.

Y deja al público fascinado por su maestría intelectual. Da la impresión de estar muy atareado frente a su mesa, donde se ven algunas cuartillas; lleva un bolígrafo en la mano, habla bien. Esto es lo que más impresiona. Algunos telespectadores creen que improvisa o que se ha aprendido el texto del telediario de memoria, lo cual también les llena de asombro. Ignoran que simplemente está leyendo el texto en un aparato inventado en Estados Unidos: el teleprompter o autocue.

 

El teleprompter

El texto del presentador, mecanografiado en una banda de papel de nueve centímetros de ancho (para que el movimiento horizontal de sus pupilas sea prácticamente inapreciable) pasa por el objetivo de una cámara de vídeo en miniatura.

La velocidad de esta cinta es controlada por un asistente, que ha mecanografiado el texto y conoce el ritmo de lectura del presentador. Pasado al revés por un monitor de vídeo colocado horizontalmente, el texto refleja y pasa al derecho, mediante un juego de espejos, por un cristal inclinado a cuarenta y cinco grados. El conjunto monitor-cristal está incorporado a la cámara que encuadra de frente al periodista. La cámara filma a través del cristal, sin la interferencia del texto que el presentador va leyendo mirando directamente al objetivo.

El teleprompter ha liberado al periodista de las cuartillas escritas que antes tenía que consultar constantemente, levantando y bajando la vista. Ahora puede poner su soltura al servicio de una mayor seducción. Se esfuerza por captar la atención, vende su artículo: «Yo soy un vendedor», reconoce Patrick Poivre d'Arvor, el mas célebre presentador de telediarios en Francia, «vendo productos que los demás han preparado, puesto a punto; yo los lanzo lo más honestamente que puedo.»

 

Narrador omnisciente

El presentador se convierte así en el narrador omnisciente del folletín de la vida. Multiplica los seudoacontecimientos (una falsa noticia más una rectificación equivalen a dos informaciones... y dan, además, apariencia de seriedad) no dudando en provocar él mismo los hechos sobre los que, a continuación, reflexiona. Él es, finalmente, la garantía de la credibilidad del telediario. El público confía en él, lo que dice es la verdad.

 

Historia de la credibilidad

La información audiovisual ha pasado por tres fases históricas. A cada una de ellas corresponde un tipo de retórica de la credibilidad.

1)   Por ejemplo, en el noticiario cinematográfico, que en España se llamó No-Do, la credibilidad surgía del hecho de que las imágenes eran comentadas por una voz en off anónima. Esta voz daba el sentido a las imágenes. Decía lo que veían los espectadores, lo que tenían que ver. Su anonimato credibilizaba el discurso cinematográfico, ya que era la voz de una instancia o de una alegoría: la información. Esta voz anónima (masculina en todos los casos) tenía una función casi divina: la de saberlo todo.

2)   En el telediario de tipo hollywoodiense, con presentador único, la credibilidad está basada en un mecanismo exactamente opuesto al precedente. En el no anonimato del informador. Aquí quien me informa - el presentador o la presentadora - tiene nombre y apellidos, tiene rostro. Me mira a los ojos, me habla con franqueza, establece conmigo una relación de fuerte proximidad. Es mi amigo, entra en mi casa todas las noches. Esta relación de confianza es la base de la credibilidad en lo que me dice.

3)   En los informativos de tipo CNN, de información continua, la credibilidad no se basa en ninguno de los dos mecanismos anteriores. Ni en una voz anónima, ni en el rostro amistoso de un presentador, sino en la capacidad tecnológica de conectarse en directo con el acontecimiento. Esta posibilidad asombrosa de realizar la «ubicuidad absoluta» fascina al telespectador, que cree asistir en directo, y en tiempo real, a los hechos. El mismo los ve con sus propios ojos, por tanto no puede equivocarse. El efecto tecnológico le hace pasar de espectador a testigo, y esto le hace creer en lo que ve. 

 

Una fuente de beneficios

La evolución del estilo de los telediarios, el énfasis puesto sucesivamente en la dramatización y en la espectacularización de las informaciones, así como la personalización de los presentadores, transformó esta emisión en un entretenimiento muy apreciado por una audiencia amplísima.

El aumento del índice de audiencia despertó el interés de la publicidad, que comprime a los telediarios entre una interminable serie de anuncios comerciales al principio y al final de cada emisión (en Estados Unidos, hay además dos espacios publicitarios durante el transcurso del telediario) (22). Para algunas cadenas, el 80 por 100 de los ingresos publicitarios procede de los anuncios comerciales emitidos antes y después del telediario de la noche.

Los telediarios son, pues, en primer lugar, una fuente de beneficios para muchas cadenas. Sólo después viene la preocupación de informar.

 

Creíbles y fiables

Contrariamente a lo que podría creerse - ya que la televisión es, para muchos, la expresión del Estado o del gobierno (cuando es pública) o de los intereses comerciales (cuando es privada) - la mayoría de las encuestas revela que, a pesar de un descenso reciente de su credibilidad después de las mentiras de la guerra del Golfo, los telediarios son generalmente considerados como fiables. Mucho más que cualquier otra fuente de información.

 

La CNN

Esta simpatía del público por las informaciones televisadas no pasó desapercibida a un hombre de negocios norteamericano, Ted Turner, que en 1980 creó una cadena de televisión por cable, Cable News Network (CNN), dedicada por entero a la información.

La CNN emite programas de información desde Atlanta, en el estado de Georgia (sede también de la Coca Cola Company...), veinticuatro horas sobre veinticuatro. Sus emisiones comenzaron el 1 de junio de 1980. La CNN fue integrada en 1996 en el grupo Time-Warner, el más importante del mundo de la comunicación. Su financiación está asegurada por la publicidad, y dispone actualmente de concesiones en cinco satélites de telecomunicaciones, que le permiten difundir - caso único en el mundo, junto con el de la cadena musical MTV - en los cinco continentes. Es el primer ejemplo de información global. 

 

El Sur, un infierno y un paraíso

¿Cómo referirse al Sur en este contexto? El Sur está más ausente que nunca, puede decirse que no está presente en nuestros canales digitales si no es como tema, como objeto. Y no como sujeto. No como productor de imágenes, sino como soporte de imágenes en la medida en que es actor de la información. En este sentido, cualquier observador se da cuenta de lo que le supone al Sur carecer de capacidad para producir imágenes.

En las pequeñas pantallas de nuestros países, el Sur está presente esencialmente en dos registros, en dos atmósferas comunicacionales.

1)   La primera es, precisamente, en los telediarios. Con motivo de acontecimientos negativos de cualquier tipo, catástrofes naturales - terremotos, incendios, inundaciones, erupciones volcánicas, huracanes, sequías - el Sur está presente sobre todo cuando esos desastres acarrean drama, sufrimiento y muerte. O bien cuando hay desórdenes de tipo político: guerras civiles, guerrillas, insurrecciones, golpes de Estado, matanzas, ejecuciones. El Sur irrumpe en los telediarios casi exclusivamente en el caso de catástrofes políticas o naturales. Para los ciudadanos-telespectadores que ven los telediarios, el Sur es esencialmente un infierno. Es un lugar donde ocurren todos los cataclismos, todos los desórdenes, todas las violencias.

2)   Hay otro discurso que habla del Sur en el sistema comunicacional: el discurso publicitario. La publicidad habla del Sur de manera simétricamente opuesta. Habla de paisajes maravillosos, de playas impolutas, de cielos majestuosos, de naturaleza virgen, de aborígenes afables, sonrientes y serviciales. Es decir que, en general, la publicidad habla del Sur como de un paraíso.

Por tanto, en nuestro sistema comunicacional, el Sur es un infierno o un paraíso pero jamás un espacio normal, con pueblos normales. Como, por ejemplo, cuando nuestro sistema comunicacional habla de nosotros. Cuando la televisión habla del Norte, habla de huelgas y de conflictos, pero también habla de debates políticos, de resultados electorales, de la situación económica, de la vida cultural, etc.

Del Sur no se habla nunca en términos neutros, ordinarios, porque no tiene la capacidad de emitir su propio discurso sobre sí mismo en dirección al resto del mundo. Esta es una de las consecuencias de su ausencia en el gran contexto comunicacional. Hoy el Sur - pensemos, en particular, en el África negra - ha salido de las preocupaciones del mundo desarrollado.

Por eso el Sur no tiene importancia en sí. Sólo tiene importancia en la medida en que el Norte esté presente o en cuanto los intereses occidentales (en torno al petróleo y el gas) estén involucrados. ¿Quién habla ahora de la guerra del sur de Sudán? ¿Quién habla de la guerrilla de Timor Este? Prácticamente nadie, pese a que son guerras en las que hay muertos cada día. Este es un elemento que verifica lo que se ha señalado antes. No solamente hay muertos que interesan, también hay muertos que no interesan.

Puede haber excepciones, hay ocasiones en las que el discurso humanitario también circula; el telediario tiene siempre un cierto discurso humanitario; pacifista oficialmente, pero pocas veces insistirá en aspectos que proporcionarían una información profunda sobre países en los que «no ocurre nada», es decir, donde no hay cataclismos, desastres, guerra civil, etc. Sin embargo, la televisión realiza en ocasiones excelentes documentales sobre Estados o regiones del Sur, y si uno los ve puede aprender mucho. Pero, claro, la audiencia de este tipo de documentales y la audiencia del telediario no se pueden comparar. La primera es mucho más pequeña. Indiscutiblemente, podemos decir que, en este aspecto, la prensa escrita informa mucho mejor que el telediario. Sin embargo, no contextualiza esa información. Esa es la incapacidad en la que se encuentra la prensa escrita en el panorama informacional de hoy.

 

La información del pobre

La credibilidad de las informaciones televisadas es más elevada en la medida en que el nivel socioeconómico y cultural de los telespectadores es más bajo. Las capas sociales más modestas apenas consumen otros medios de comunicación y casi nunca leen periódicos; por eso no pueden cuestionar, llegado el caso, la versión de los hechos propuesta por la televisión. El telediario constituye la información del pobre. En eso estriba su importancia política. Manipula más fácilmente a los que menos defensa cultural tienen.

 

Una fábrica de opinión pública

Censura, distorsión, personalización y dramatización: estas son las cuatro plagas principales de los telediarios de tipo hollywoodiense. Estas tareas representan otros tantos tributos que hay que pagar para la conversión de la información en espectáculo, y su deriva en «culebrón».

La cascada de noticias fragmentadas produce en el telespectador extravío y confusión. Las ideologías, los valores, las creencias se debilitan. Todo parece verdadero y falso a la vez. Nada parece importante, y esto desarrolla la indiferencia y estimula el escepticismo.

La solución para este estado de cosas no es fácil. Y lo peor es que, probablemente, una apropiación democrática de los telediarios no modificaría fundamentalmente su naturaleza, ya que es su forma natural de desglose y de interpretación del mundo - más que el contenido (transformable) de las informaciones - lo que hace que el telediario masifique. No deja que nadie se forme su opinión. Para que todos reproduzcan la llamada opinión pública.

 

Un género en crisis

¿Van a desaparecer los telediarios? Sin duda alguna. Al menos bajo la forma de esas solemnes misas vespertinas que nos proponen aún en Europa las grandes cadenas. En Estados Unidos este tipo de emisiones ha entrado ya en crisis (y la experiencia nos muestra que en materia de televisión este país siempre va por delante). Entre otras razones, a causa de la competencia de las cadenas digitales especializadas, de Internet, de la bajada importante en la audiencia de las tres principales redes generalistas (ABC, CBS, NBC) y del muy elevado coste de la producción informativa.

Bajo el reinado de la información-espectáculo, la puesta en escena se impone a la realidad, la verdad se configura mediante falsas reglas.

En este sentido, un modelo de televisión aparece ya como condenado. En principio, un pequeño número de grandes cadenas se proponían mostrar, globalmente, el mundo exterior a los telespectadores. Dos tipos de emisiones reinaban entonces: las películas de cine y los telediarios.

Desde hace poco tiempo, la nueva televisión impone un modelo diferente. Es multipolar y el número de estaciones emisoras tiende a aumentar sin cesar. Su principal característica estriba en situar su propio universo en el centro de sus preocupaciones. El mundo de la televisión se convierte en el sujeto principal de esta nueva televisión, de ahí la importancia de las estrellas de la pequeña pantalla, de las emisiones rodadas en el plato y del papel de protagonista que se reserva al telespectador.

En resumen, la televisión se concentra en torno al único tema que interesa al mayor número de telespectadores y que, con frecuencia, constituye su única cultura: la propia televisión. La emisiones dominantes son ya los telefilmes, los juegos y un tipo de programas (reality shows) en los que la vulgaridad se reivindica explícitamente como el lazo fundamental de comunicación con el público.

Este tipo de concentración egocéntrica convierte en cada vez más caducas a las emisiones de información en las que, a pesar de todo, el mundo exterior sigue siendo el objetivo principal (de forma significativa los créditos y el decorado de los telediarios presentan siempre un mapamundi o un globo terráqueo). La mayor parte de las cadenas de más reciente aparición, tanto en Europa como en otros lugares, ya no presentan más que cortos flashes de noticias, con frecuencia leídos por un periodista y con una ausencia casi total de imágenes.

 

La relación con la verdad

¿Cómo se ha llegado a esta situación cuando, hasta el momento, las informaciones televisadas se hallaban en el centro del debate sobre el medio y figuraban a la cabeza de las preocupaciones de los dirigentes de los países? Para muchos de ellos, la conquista del poder significaba, hasta hace muy poco, el dominio de la televisión y la posibilidad, fantasmagórica, de manipular a la opinión pública mediante las informaciones. La fractura del antiguo modelo televisual parece a todas luces haber dado fin a esta quimera.

Sin embargo, también hay que decir que la emisión de informaciones - en primer lugar los telediarios - ha cambiado poco a poco de naturaleza y modificado su propio discurso. Las leyes del espectáculo y de la puesta en escena han ocupado el lugar más importante y conmocionado las relaciones con la realidad y con la verdad.

 El punto de inflexión se sitúa sin duda alguna tras el fin de la guerra de Vietnam. Este conflicto marcó el apogeo de un cierto «voyeurismo» informacional. Las cámaras de los reporteros de la televisión se pegaron al terreno de la acción y mostraron de forma cruda los sufrimientos de los combatientes. Unas imágenes que otorgaron a esa guerra toda su aura épica. Los telespectadores pudieron asistir a la derrota del imperio. Y todo el mundo recuerda aquellas trágicas imágenes de helicópteros derribados sobre el mar durante la caída de Saigón en 1975, que favorecieron un giro en la opinión contra los responsables políticos. Para el poder, la televisión alcanzaba de esta forma los límites de su libertad para mostrar la actualidad.

A partir de ese momento, y no solamente en Estados Unidos, las imágenes de guerra iban a ser objeto de un control estricto. De algunos conflictos sencillamente no habrá imágenes. Y cuando se conoce la pasión obsesiva de los telediarios por la sangre y la violencia, puede imaginarse la frustración de las cadenas emisoras. Por ejemplo, en lo que respecta a la guerra de las Malvinas por parte del Reino Unido, a la invasión del sur de Líbano por Israel, o a la ocupación de Granada por Estados Unidos, nada de imágenes, o en todo caso imágenes «limpias»: soldados correctos, prisioneros respetados, violencia nula.

Podemos citar un ejemplo que implica indirectamente a Francia: la guerra del Chad en 1988. Qué no se habrá dicho de las espectaculares victorias de las tropas de Hisséne Habré sobre las del coronel Gaddafi. Los «raids fulminantes» y el «desastre hollywoodiense» teniendo como telón de fondo «la serena majestad del desierto» iban a tener una magnífica cobertura, plenamente cinematográfica, y permitir tomas sensacionales en la época de la información-espectáculo. Pero, como pudo constatar todo el mundo, las imágenes de estos combates no fueron vistas (los primeros reportajes que ofreció la televisión francesa - rodados por el ejército chadiano - no mostraban [dos semanas después de los hechos] más que tomas de material militar y de prisioneros capturados durante la toma de Faya-Largeau).

Los poderes desconfían de la fuerza de las imágenes, porque pueden empañar las más bellas victorias. ¿Qué impresión habrían producido sobre la opinión pública las imágenes de soldados israelíes, en Tiro o en Sidón, maltratando en 1982 a civiles, encerrando en campos a millares de hombres enjaulados, en resumen, comportándose como cualquier ejército en tierra conquistada? O las de los «heroicos combatientes» de Hisséne Habré, liquidando sistemáticamente a los prisioneros libios.

Las guerras, en un universo supermediatizado, son también grandes operaciones de promoción política, que no podrían llevarse a cabo al margen de los imperativos de las relaciones públicas. Deben producir imágenes límpidas, que respondan a los criterios del discurso publicitario. Y ésta es una tarea demasiado seria para dejarla en manos de los reporteros de la televisión.

 

Únicamente lo falso es estético

Esta preocupación de los políticos coincide en la actualidad con la de los responsables de la televisión.

Éstos desconfían cada vez más de lo real, de su lado sucio, hirsuto, salvaje: no lo encuentran bastante tele-génico, y parecen convencidos de que lo verdadero es difícilmente fumable, de que únicamente lo falso es estético y se presta bien a la puesta en escena. Estiman que, aunque ciertamente el mundo está hecho para ser filmado, no se puede filmar de cualquier manera, porque existe una retórica de lo visual y unas leyes de esa puesta en escena a las que debe plegarse todo lo que vaya a ser mostrado a través de la televisión.

A estas cuestiones se vincula paradójicamente en el caso de las informaciones televisadas, la preocupación por el directo. Porque es el directo lo que crea «la ilusión de la verdad». El telediario se confronta así a un problema muy difícil como mostrar Uve, y con una puesta en escena adecuada, acontecimientos que han sucedido poco antes de la hora de la emisión y que no han sido convertidos en imágenes más que después de que se han producido.

De hecho, tal como sucede en el caso de la prensa escrita, la televisión se ve obligada a reconstruir la noticia y - salvo casos excepcionales - no puede mostrarnos su desarrollo. Lo ideal sería, por supuesto, saber dónde y cuándo se van a producir los acontecimientos y situar adecuadamente a las cámaras. En la película Un mundo implacable, Sidney Lumet relata la guerra que enfrenta a dos grandes redes estadounidenses por superar las audiencias de sus telediarios: hasta el punto de que puede verse a una cadena organizar, en directo y en sus propios estudios, el asesinato del presentador del telediario, cuya cota de popularidad se había hundido...

La información televisada corre cada vez más cerca de lo real. Tiene tendencia a convocarlo a la hora del telediario y en el estudio de la cadena. Con toda seguridad se trata de lograr lo más fácilmente filmable, y en directo.

¿Cómo hacerlo? Hay que reducir antes de manera radical la política a lo concreto. Lo abstracto carece de imagen, ese es su gran defecto ontológico. Únicamente lo real es fumable. No la realidad. Vayamos pues a lo concreto. Por ejemplo, personalizando al máximo la política. Un partido, un país, son un hombre - normalmente, su jefe - , un rostro. La vida pública se convierte en un contraste entre personas localizables, fumables. A las que se puede convocar a los estudios y hacerles hablar. El comentario sobre sus declaraciones ocupa el lugar del comentario sobre la realidad. Sobre ese principio descansan muchas emisiones.

Con frecuencia se produce un efecto ilusorio: las preguntas de varios periodistas, los sondeos en directo, las llamadas de los telespectadores, todo tiende a acreditar la idea de que el líder entrevistado va a ser juzgado respecto a su análisis sobre la situación o respecto a su actuación. Puesto que el sondeo final, el veredicto, determina de hecho si el político ha sido considerado «convincente». Se trata, en efecto, de juzgar al hombre y a su capacidad de convicción, su psicología, su carácter, su habilidad y no a su política. En este sentido no existe diferencia alguna entre una emisión «política» y un programa popular de la noche del sábado. Lo que juzgan los espectadores en los dos casos es la capacidad en el terreno mentira-verdad.

Esta triste concepción de la política (y de la televisión) encanta a algunos: «Mirad a los hombres públicos. Mirad cómo los trata [la televisión]», declara exultante Bernard-Henry Lévy. «Mirad cómo los desvela, los despoja, cómo les perturba, cómo les fuerza a expresarse espontáneamente, a improvisar. En la televisión, ya lo he dicho otras veces, se lee en sus rostros como en un libro abierto, al modo como una jovencita se despoja de su vestido. En esas "horas de la verdad" (23) tan bien tituladas, hay un desnudar al personaje que resulta muy apasionante y que no carece de interés para la democracia, dicho sea de paso» (24).

 

La víctima, el salvador y el dignatario

En los telediarios, las leyes de la puesta en escena crean la ilusión del directo y, por tanto, la de la verdad. En cuanto se produce un acontecimiento, ya sabemos cómo nos va a hablar de él la televisión, según qué normas, qué criterios fílmicos.

El acontecimiento puede ser inesperado, no el discurso que nos lo va a desarrollar. En este caso, más que en otros, se verifica el sustancioso postulado de Osear Wilde: «La verdad es, pura y simplemente, una cuestión de estilo» (25).

Por ejemplo, imaginemos que explota una bomba en Madrid ocasionando víctimas. ¿Cómo nos mostrará este suceso el telediario de la noche? ¿Qué espacio ocupará en el desarrollo del informativo? La violencia y la sangre le permiten aspirar al espacio principal: la apertura de la emisión.

Las imágenes se organizarán en torno a un escenario inmutable: primera parte, un reportero nos indica desde el lugar del suceso (efecto de emisión en directo) en qué circunstancias se ha producido, recordará los destrozos, que la cámara mostrará ampliamente, y luego un primer testigo (perfectamente una de las víctimas o en su defecto alguien que haya asistido a los hechos) relata lo que ha visto (sus ojos han grabado «en directo» el suceso).

Segunda parte: a modo de confirmación de esta narración, la cámara se demora aún sobre los destrozos, incluyendo un segundo testimonio: se trata siempre del de una autoridad que actúa sobre el terreno (bombero, municipal, policía, militar, etcétera - es indispensable el uniforme - ), explica cómo han intervenido sus dotaciones, evalúa sumariamente los desperfectos, define los riesgos, la naturaleza del explosivo, etc.

Última parte: tras una nueva incursión sobre los lugares destruidos y nuevas imágenes de las ruinas, un testimonio final, el de una autoridad superior (jefe de policía, oficial, alcalde, ministro, político...), que se distancia del acontecimiento en su estricto sentido y lo relaciona con un marco general, por ejemplo el del «terrorismo internacional», relativizando, racionalizando, calibrando.

De esta forma, en tres tiempos y por medio de tres figuras emblemáticas (la víctima, el salvador, el dignatario), el acontecimiento es mostrado a la vez en todo el alcance de su horror y explicado en su lógica. No queda nada de irracional. Los telespectadores se sienten conmovidos a la vez por los efectos de la violencia e impresionados por la buena actuación de las autoridades. La información, construida de esta forma, se dirige a la emoción y a la sensibilidad de los espectadores, pero también a su razón.

Un guión como éste permite a la narración funcionar ante cualquier acontecimiento del tipo que sea. Y a los telespectadores «digerir» todas las noticias. Y todo esto cualesquiera que sean las explicaciones propuestas por las autoridades durante el tercer testimonio de los descritos. Que éstas sean verdaderas o falsas importa poco. El telediario propone así un universo en el que todo es verdadero, y también su contrario (26). Lo que cuenta es la lógica del discurso filmado que va a permitir que se insista visualmente sobre las imágenes más dramáticas, las más violentas, las más sangrientas. La televisión es un arte y «la afirmación de hermosas cosas inexactas, el objetivo mismo de su arte» (27).

 

Modificar el orden de las cosas

La culminación de esta lógica (planteamientos razonables, imágenes delirantes) se alcanza en ciertas emisiones que se proponen explicarnos los grandes temas políticos de la actualidad: Argelia, el conflicto israelí-palestino, el Golfo, Cuba, Bosnia, etcétera. Mientras que el comentario - oral, narrado cara a cara por un periodista - es serio, histórico, grave, las imágenes desfilan a un ritmo delirante, puntuadas por una música superdramatizante, y no evocan más que (exclusivamente) el sufrimiento más insostenible (mujeres, niños, viejos, son mostrados de forma detallada en todos los ángulos del dolor), la violencia guerrera, las masacres, los incendios... En resumen, una monstruosa yuxtaposición de Fernand Braudel y Cecil B. de Mille; el tono del ensayo con un fondo de spaghetti-western. El colmo de la teratología fílmica y el ejemplo genuino del desasosiego actual de cierta televisión en materia informativa.

También sucede habitualmente que un acontecimiento sea esperado, programado, previsto, con fecha fija. En ese caso, la puesta en escena se impone a todo lo demás. No solamente en la organización del discurso televisual, sino también en el desarrollo del propio acontecimiento. La lógica de la televisión se impone entonces a la de la vida. La retransmisión está ajustada, es verdadera; lo real es lo que es falso. Porque las necesidades de una buena puesta en escena televisual obligan a modificar el orden de las cosas, incluso de las más íntimas.

Umberto Eco, evocando la retransmisión televisada de la boda del príncipe heredero de Inglaterra con lady Diana, y, en especial un cortejo de jinetes, indicaba hasta dónde puede llegar entre ciertos realizadores de la información televisada la preocupación por la puesta en escena: «Los que han visto la televisión han destacado que el color de las boñigas [de los caballos del cortejo] no era ni oscuro, ni pardo, ni desigual, sino que se presentaba siempre y en todas partes en un tono pastel, entre el beige y el amarillo, muy luminoso, de forma que no llamara la atención y armonizara con los colores suaves de los vestidos femeninos. Pronto hemos podido leer, aunque lo habríamos imaginado igualmente, que los caballos reales habían sido alimentados durante una semana con píldoras especiales para que sus excrementos tuvieran un color telegénico. Nada debía ser dejado al azar, todo estaba al servicio de la retransmisión» (28).

 

Mitos y desvaríos de los media

Durante seis meses (entre agosto de 1990 y febrero de 1991) la atención del mundo se concentró en torno a la crisis del Golfo. Dirigentes del planeta, media y ciudadanos siguieron día tras día la dramática evolución del problema mas grave de la política internacional desde el final de la segunda guerra mundial que desembocó, a partir del 17 de enero de 1991, en un conflicto de gran envergadura.

En numerosos países - Europa occidental, mundo árabe-musulmán, Estados Unidos... - la vida cotidiana se vio conmocionada. En unos casos por el temor a posibles atentados, en otros, por el deseo de acompañar sentimentalmente a las fuerzas enfrentadas en el conflicto. La economía, los transportes, el ocio, sufrieron una fuerte sacudida. Hasta tal punto, que los analistas de la vida política consideraron esta grave crisis como un corte entre dos épocas.

No sólo marcó el verdadero final de la guerra fría, sino también, de forma indudable, el umbral de una nueva era política, cuyos límites no se perciben todavía con claridad, pero que se caracteriza claramente por dos o tres datos-clave.

En primer lugar, el fin del mundo bipolar. Es decir, el fin de un mundo dominado militarmente por la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética (la Rusia que ha sucedido a ésta ha reconocido por su parte que la inmensidad de sus problemas internos le obliga a concentrarse sobre ellos y a desertar de los múltiples frentes abiertos en el planeta).

Segunda característica: sobre las ruinas de este hundimiento ideológico del Este se erige ahora la hegemonía de un sistema de pensamiento, el ultraliberalismo económico, que tiene la vocación de expandirse por todo el planeta y ocupar - en particular en el Este, pero también en el Sur - el espacio que ha dejado libre el socialismo de Estado.

Tercera característica: una guerra comercial de nuevo tipo enfrenta entre sí a los tres polos más ricos de la Tierra: América del Norte (Estados Unidos, Canadá y México), la Unión Europea (UE) y la zona Japón-Asia-Pacífico (a pesar de las crisis financieras que han venido sacudiendo a la región desde el verano de 1997).

Finalmente, hay que destacar que el conjunto de estas características apareció al término de una década, la de los ochenta, cuyas particularidades dominantes habrían sido la globalización de la economía y la irrupción de las nuevas tecnologías informáticas, que ha conmocionado, a través de la inervación de todas las redes, a los ámbitos del poder, la economía, la producción y la cultura. Dicha mutación produce en sí misma un cambio de era y hace envejecer comparativamente a todos los demás modelos, relegando aún más a los países pobres del Sur a la periferia más distante del mundo rico y desarrollado.

El conjunto de estas rupturas políticas, científicas, económicas y culturales no ha sido «pensado» aún, (en el sentido más estricto del término). Ningún filósofo o politólogo ha entrado hasta ahora en una descripción precisa, en una definición de sus perfiles y sus consecuencias en todos los campos. En primer lugar, porque el cambio está teniendo lugar en el mismo momento en que estamos dando cuenta de él.

Galopamos a lomos de este gran cambio, pero ignoramos hacia dónde nos conduce y cuándo se detendrá. ¿Cuál será el paisaje político, económico, social, cultural y ecológico del planeta cuando finalice este formidable seísmo de fin de siglo? Nadie puede describirlo en este momento. En tales circunstancias, una de las cuestiones que puede plantearse es relativa a la función de los grandes medios de comunicación de masas en este contexto.

La mejor manera de responder a esta pregunta es analizar la forma en que los medios han reflejado y repercutido esa extraordinaria conmoción que significó la guerra del Golfo.

Como se constata ante cada tempestad mediática, la sobreinformación entraña una desinformación. La avalancha de noticias - con frecuencia hueras - retransmitidas «en tiempo real» histerizan al espectador y le dan la ilusión de que se informa. Pero la distancia muestra que «el modelo CNN» es una engañifa y confirma que el hecho de hallarse sobre el terreno no basta para saber de un acontecimiento.

Desde el inicio de la guerra del Golfo, los telespectadores sintieron una gran insatisfacción ante las imágenes del conflicto ofrecidas por las cadenas de televisión. Faltaba algo fundamental: la propia guerra, convertida, paradójicamente, en invisible. Reemplazada por toda una serie de sustitutivos decepcionantes, de mediocres sucedáneos: documentos de archivo, maquetas, mapas, narraciones de expertos militares, debates, testimonios telefónicos... en resumen, todo... salvo imágenes de la propia guerra, punto ciego de un gigantesco dispositivo puesto en marcha precisamente para filmarla en primer plano...

¿Qué había sucedido entonces? ¿Por qué esta espera insatisfecha del público? ¿Mentía la televisión, una vez más?

De hecho, la frustración de los telespectadores arrancaba de un gran malentendido que tiene como origen dos prácticas recientes de la televisión, tan espectaculares como contradictorias. En primer lugar, los hábitos creados durante la cobertura de algunos grandes acontecimientos de política internacional que tuvieron lugar en 1989, y, más exactamente, tres de entre ellos: Pekín en junio, Berlín en noviembre, Rumania en diciembre.

Cuando cada una de estas situaciones, completamente imprevistas, irrumpe en la actualidad, su enorme importancia no plantea ninguna duda a la hora de trastocar la programación de las cadenas de televisión en aras de la gran pasión de los telespectadores. Cada uno de estos acontecimientos encerraba una riqueza tal de emociones, de dramas y de tragedias, que constituía en sí mismo una especie de espectáculo completo. La esperanza, la violencia y la muerte, bajo la mirada cautiva del telespectador, se desarrollaba por su parte en un marco político de gran simplicidad, de un maniqueísmo elemental: la lucha del «Bien» contra el «Mal», de la causa justa contra la infamia.

La pugna por esta conmovedora información-espectáculo enmascaraba un hecho capital: con motivo de estos acontecimientos la televisión se impuso a los demás medios de información de masas y tomó la delantera en la jerarquía de los media, dictando su ritmo, a la radio y a la prensa escrita especialmente, obligándoles a seguirla, a dar la misma importancia a los mismos hechos, a suscitar emociones idénticas...

Gracias a la disminución en el volumen de los medios de registro de imágenes en vídeo (el sistema Fly Away, autónomo, pesa menos de 100 kilos), la televisión se convirtió desde el final de los años ochenta en un media realmente ligero y, mediante los satélites de alcance planetario rivalizaba en velocidad con la radio y el teléfono. Esta capacidad para focalizar la atención del mundo entero no había sido utilizada hasta el momento más que para la cobertura de los grandes acontecimientos deportivos (Juegos Olímpicos, Mundiales de fútbol). A partir de ese momento se podía emplear para retransmitir situaciones políticas. La información televisada estaba en condiciones de tratar los acontecimientos con el modelo del deporte: «en directo y en tiempo real». Podía comentarse una situación en el mismo momento en que se desarrollaba. Todo el éxito de la cadena Cable News Network (CNN) descansa en esta potencialidad, que se encuentra ya en vías de generalización.

Pero lo que en el ámbito deportivo no tiene grandes consecuencias - un partido de fútbol se desarrolla según reglas de juego conocidas, el balón es el hilo conductor del partido (seguirlo es «ver» el partido) y sus resultados no admiten al final discusión alguna - presenta temibles riesgos cuando se trata de cubrir de esta forma un hecho político. Porque describir «en directo y en tiempo real» un acontecimiento no permite en modo alguno al periodista adquirir la menor perspectiva, dotarse de tiempo para la reflexión, verificar, simplemente comprender lo que pasa ante sus ojos... tantea, interpreta, adorna... y, nolens volens, equivoca a los telespectadores.

Conformar la información bajo el modelo del deporte, sin conocer - por definición - las reglas del juego de lo real, es confundir información y actualidad, periodismo y testimonio. Y esto conduce a graves meteduras de pata, como pudo constatarse durante los acontecimientos de Pekín en junio de 1989 y, sobre todo, durante los de Rumania en diciembre de 1989.

Por otra parte, con la glasnost soviética, la caída del muro de Berlín y la del régimen de Nicolai Ceaucescu, las cámaras de televisión pudieron pasearse sin trabas detrás del antiguo «telón de acero», visitando los lugares más prohibidos, los más insólitos (prisiones, hospicios, sedes de los servicios policiales, gulags, hospitales, depósitos de cadáveres), mostrando las situaciones más conflictivas: tumultos, enfrentamientos, represión, desórdenes... Acreditando la idea de que el triunfo de la democracia iba a transformar a esos países, antes territorios en los que primaba el secreto y la censura, en edificios de cristal, de total transparencia. Se sugería de esta forma que la función cívica de la información televisada consistía precisamente en atravesar la apariencia de las cosas y desvelar la verdadera naturaleza de la sociedad.

 

Objetos simbólicos para una guerra televisada

Los telespectadores, atentos y fuertemente conmovidos por el conflicto del Golfo, no dejaron de percibir sin duda que, a lo largo de toda esta tragedia, tres objetos, con formas ampliamente identificadas, se impusieron sobre los demás.

En primer lugar, la máscara antigás. Como surgida del fondo de los miedos, este objeto confiere a su portador un rostro de himenóptero, de insecto inquietante con grandes ojos saltones y boca-filtro monstruosa. Recuerda sobre todo la obsesión ancestral de una muerte invisible e inodora, una bruma mortífera que amortajara con su sudario venenoso a los hombres y a las armas para fundirlos en un magma de idéntico y terrorífico rostro.

Desde ese punto de vista, la máscara antigás ha conmovido legítimamente a telespectadores conscientes de que otra de las grandes características de nuestro tiempo es la desmasificación, la crisis de las ideologías de masas y la búsqueda por parte de cada cual, individuos y comunidades, de trazos identificatorios y marcadamente distintivos.

En este sentido, la máscara antigás fue percibida como un objeto espantoso, que amenazaba con abolir al nuevo individuo para reenviarlo al espacio indiferenciado de las masas sin rostro, sin voluntad, obedientes a las órdenes de una jerarquía lejana y omnisciente. Que el uso de la máscara fuera declarado obligatorio a causa de las amenazas ejercidas por un régimen autocrático y de partido único confirmó la idea de que se trataba de un objeto llegado del pasado, de antes de la democracia, de antes de la liberación del hombre. Pero, al mismo tiempo, la máscara fascinaba porque se vio en ella el rostro de lo que amenaza a las democracias que implosionan por la hipertrofia de los media: el rostro anónimo y múltiple del «ciudadano-encuestado», ese ser abstracto que fascina hoy a los poderes y les dicta su conducta.

La máscara antigás, objeto emblemático de la guerra del Golfo, atormentará durante mucho tiempo el ánimo de los ciudadanos porque recuerda los espantos del pasado reciente, pero también porque anuncia los nuevos peligros que amenazan al individuo cercado, rodeado, asediado, agredido por los media.

Otro objeto fuertemente mediatizado: el bombardero norteamericano Fl 17 A Stealth, llamado el «furtivo». Surgido del espacio brumoso de misterio que le envolvía desde hacía años, este avión secreto había sido utilizado ya por primera vez en el transcurso de la invasión de Panamá en diciembre de 1989. Pero, en el sentido estricto de la expresión, no había sido visto. En el Golfo se le pudo percibir por vez primera y constatar que no se parecía a ningún otro objeto volante. Antes que nada por su forma original, inédita (se le creería sacado de un cómic de Batman...), que se convirtió en objeto cautivador para el telespectador, más por su forma que por sus prestaciones técnicas y sus proezas guerreras.

Dicha forma, como se sabe, es angulosa y triangular. Ninguna curva, ninguna redondez, al contrario que todos los demás objetos volantes o circulantes que, sometidos a múltiples tipos de pruebas aerodinámicas, a partir de investigaciones sobre formas que ofrezcan la menor resistencia al aire, han adoptado, gracias asimismo a las investigaciones etológicas, el perfil de los animales (peces y pájaros, especialmente) que han sabido moldear sus cuerpos para penetrar idealmente en un fluido.

El Stealth deroga por primera vez esa ley del diseño dinámico. No busca la velocidad, sino la invisibilidad. No de cualquier tipo, porque no es del ojo humano de lo que trata de ocultarse - aunque vuele sólo por la noche y esté pintado rigurosamente de negro - sino de los instrumentos electrónicos de detección, de los radares. De esta forma, su extraña línea, bicorne y angulosa, fue diseñada para dejar el menor rastro posible en los radares enemigos. Y por supuesto integran su fabricación numerosos materiales nuevos, en particular cerámicas y plásticos de muy alta resistencia, siempre con el mismo objetivo.

Pero lo que más impresiona es su forma. Porque se distancia de una ley general del diseño, que la escuela de La Bauhaus terminó por imponer a lo largo del siglo: un objeto debe tener, estrictamente, la forma de su función. El resto es fioritura, impureza. El bombardero Stealth no posee la forma de su función. Tiene la forma de su eco en el radar...

En este sentido, para los instrumentos de localización es tan fascinante como una pintura en trompe-loeil lo es para la mirada humana. Pero plantea a los creadores del diseño problemas tan apasionantes como las representaciones anamorfoseadas suscitan a los admiradores de ciertos pintores. Se sabe, por ejemplo, que en su cuadro Los embajadores (1553) Hans Holbein El Joven representó una forma alargada, pálida, extraña, que no se torna visible sino con la ayuda de un espejo situado sobre el lienzo: se descubre entonces que se trata del cráneo de un muerto...

 

Ciertos objetos - sobre todo armas - se fabrican hoy con materiales y formas que les permiten atravesar sin problemas los arcos detectores de metales en los aeropuertos y otros lugares especialmente controlados. La invisibilidad hacia las máquinas de vigilancia o de detección condiciona las formas y los materiales del objeto. Y no ya su función. A menos que consideremos que la función «positiva» - para lo que el objeto sirve - tiene una importancia menor que la función «negativa», es necesario que el objeto exista, que no sea destruido. En este caso, la forma es la condición de vida para el objeto; su función deviene secundaria. Mientras que las máquinas de vigilancia se multiplican por todas partes - videovigilancia, sistemas sofisticados de alarma domiciliaria, radares disimulados contra el exceso de velocidad, satélites-espía con zooms superpotentes... - ¿cabe imaginar la próxima aparición de objetos «furtivos», virtualmente capaces de escapar a estos controles y que harían de esta prestación su principal cualidad, sin preocuparse por tener una estética armoniosa para el ojo humano?

En fin, el tercer objeto que atrajo la atención de los telespectadores de la guerra del Golfo fue sin duda el misil antimisil Patriot. En este caso lo que sorprende en primer lugar es la forma «no heroica» del ingenio. Una batería de tubos, banalmente dispuestos a la manera de los antiguos «órganos de Stalin» de la segunda guerra mundial. Nada que recuerde la panoplia futurista de los films de George Lucas, al estilo de La guerra de las galaxias. Una forma minimalista, elemental y tosca de fabricación, como si en este caso (contrariamente al F117) la eficacia de la función hubiera prevalecido sobre cualquier otra consideración.

Objeto fascinante por su funcionamiento mismo y por su rapidez (aunque se sepa hoy que la gran mayoría de los Patriot erraron su objetivo, y que este ingenio está lejos de ser tan eficaz como se ha dicho) que le permiten el estar directamente ligado a un satélite-espía que detecta el lugar desde el que va a lanzarse un misil (el precalentamiento de éste antes de su lanzamiento a muy altas temperaturas traiciona su posición), y le informa de su salida, su velocidad y su trayectoria.

El Patriot, con la información recibida, establece su propia velocidad y trayectoria para interceptar en un punto exacto al misil y destruirlo. Objeto literalmente futurista, puesto que es el resultado de las investigaciones emprendidas en Estados Unidos en el marco del programa denominado «guerra de las galaxias» y que durante mucho tiempo se creyó que era obra de la imaginación delirante de un sabio chiflado.

Pero todas las cualidades del Patriot podríamos decir que se compadecen mal con su forma, tipo arte povera, más high-tech y descarnada que ninguna otra, hasta el punto que podría pensarse que se trata de un objeto aún sin terminar, en fase de experimentación. O a una estética «sin diseño» a lo soviético, como ciertos ingenios espaciales de la base de Baikonur. En este sentido, el Patriot se vincula a la familia de las «formas crudas» (al contrario de las «formas cocidas»), de las que forman parte, de una forma difusa, los aparcamientos subterráneos con pilares bastos del encofrado, los intercambiadores de los suburbios, los buggies de bricolaje, la panoplia Max-mad... Es decir, el universo de formas en las que la modernidad se conjuga con la penuria, la violencia con la desnudez, y donde lo esencial es existir, sobrevivir...

Tres objetos clave - la máscara antigás, el bombardero Stealth, el Patriot - que tienen a la supervivencia como el lazo que les une. La supervivencia del ingenio en sí mismo (Stealth) o, en el caso de los otros dos, la de los que se sirven de ellos. Como si, en este siglo que termina, sobrevivir fuera ya el objetivo razonable. Como si simplemente el hecho de vivir se hubiera convertido en un lujo.

¿Traducen estos tres objetos (que permanecen aún sin duda en el ánimo de los ciudadanos) una visión demasiado pesimista del mundo? Se podría aventurar que sí. Porque los tres pertenecen, por otra parte, a un universo herido e inédito; un mundo en el que los dispositivos de visualización y de interacción multisensorial se desarrollan y nos obligan a mirar hacia nuestro entorno con nuevos ojos. Gracias al progreso de la imaginería digital, los «ambientes virtuales» pueden ser creados ya. Las imágenes de síntesis orientan al Patriot o a los Stealth, pero también a las bombas guiadas mediante láser que la televisión mostró con profusión durante la guerra del Golfo para acreditar la idea (que finalmente se demostró que era falsa) del «ataque quirúrgico» de castigos dado de forma muy exacta a objetivos exactos.

Las máquinas cerebralizadas y dotadas ya de visión - gracias a la inclusión de circuitos integrados - se multiplican. Su proliferación plantea nuevos problemas a las personas, como el de la percepción de lo real, y les conmociona en muchos sentidos. Las propias fronteras de lo real son traspasadas hasta límites que producen una especie de vértigo a la razón. Sumergiéndonos - por la visión y por las sensaciones - en un medio virtual creado gracias a imágenes de síntesis, las nuevas técnicas modifican nuestra percepción del mundo y hacen tambalearse nuestras referencias más sólidas.

¿El propio nombre «Patriot», es fruto del azar? ¿No se trata de decirnos que, en medio de tantas transformaciones, conviene engancharse a un valor seguro: el patriotismo?

Esta puede ser la gran mutación actual que debe poner en guardia a los ciudadanos, porque ante tantos desórdenes la razón vacila y algunos sienten la tentación de agarrarse a ideas vacías, incluso al pensamiento mágico.

¿Es casual que en nuestra época, con todo su gran tecnologismo, florezcan por todas partes los horóscopos y los juegos de azar, y que tengan tanto éxito la astrología y las quiromancias? Ante el avance insólito del progreso científico el ciudadano, perplejo, se ve tentado por el pensamiento regresivo. La vuelta a los «valores» seguros y arcaicos: patriotismo (y sus excesos, el nacionalismo, el chovinismo), fundamentalismo religioso, fanatismo neoliberal...

 

La guerra del Golfo hizo estallar también pasiones exasperadas que daban prueba de la profundidad de un moderno desamparo, más grave que nunca. Porque el ciudadano ha perdido en poco tiempo el sentido mismo de su dimensión cultural.

La cultura aparecía como una especie de hojaldre compuesto de cuatro capas superpuestas: cultura «cultivada», cultura «etnológica», cultura científica y cultura de masas.

La cultura «cultivada» es la que se ha designado tradicionalmente y por definición como «la cultura», es decir, la suma de los conocimientos históricos en materia de artes desde Grecia y Roma hasta nuestros días, clasificados por edades, por escuelas y por autores. Esta cultura ya no la posee nadie o casi nadie.

La cultura «etnológica», folclórica o popular es todo el saber acumulado en el transcurso de la historia por la tradición, desde las vidas de los santos, a las fiestas populares, la vida campesina, las recetas caseras, el arte de sanar con las plantas, los oficios artesanales, etc.. Esta cultura, pletórica en épocas pasadas y durante milenios en el mundo rural, ya no la poseemos una vez convertidos en urbanitas.

La cultura científica es la que domina nuestro tiempo, la que organiza nuestra época, la que determina los cambios fundamentales que vivimos y de la que, sin embargo, lo ignoramos casi todo. ¿Quién sabe por qué se forma una imagen en su televisor? ¿Por qué se enciende una lámpara eléctrica? ¿Por qué se eleva un ascensor? ¿Cómo funciona un motor de automóvil? ¿Qué es un retrovirus? Misterios...

De los cuatro componentes de la cultura, tres escapan a la gran mayoría de los ciudadanos que, paradójicamente, nunca han estado oficialmente tan bien «cultivados», puesto que, por término medio, han pasado más años que sus padres y todos sus antepasados en las escuelas, los institutos y las universidades.

¿Qué cultura domina? La cultura de masas, que desprecia ampliamente a éstas, que no enseña nada, y que, por definición, es efímera, está destinada a desaparecer en el olvido...

Y en el corazón de la cultura de masas: la cultura de la televisión. Espacio nodal en el que se forma el imaginario de nuestro tiempo. Tal es el (triste) panorama cultural, en el momento en que vivimos una gran mutación.

En vísperas del desencadenamiento de las hostilidades en el Golfo, a comienzos de 1991, numerosos telespectadores pensaban que las cadenas de televisión repetirían los despliegues de Pekín, de Berlín y de Rumania (sin sus errores). Que mostrarían el drama, la violencia y los sufrimientos de esta guerra. Los equipos habían tenido tiempo de prepararse, de organizar todos los montajes técnicos para que en la fecha anunciada, los telespectadores pudieran seguir la guerra en directo... Flotaba en el aire una especie de promesa de imágenes fuertes, susceptibles de satisfacer tanto la necrofilia de la televisión como el voyeurismo del público. Periodistas y telespectadores habían olvidado simplemente un detalle: desde el inicio de los años ochenta ninguna potencia occidental implicada en un conflicto ha permitido a la prensa, y aún menos a la televisión, ver la guerra de cerca.

Ni el Reino Unido cuando la reconquista de las Malvinas en 1982, ni Estados Unidos cuando la ocupación de Granada en 1983, ni Francia en el Chad en 1988, ni Estados Unidos durante la invasión de Panamá en 1989, dejaron a los periodistas seguir los acontecimientos. Ninguna imagen se vio de todas estas guerras, o en todo caso algunas tomas bajo el control de los ejércitos. La lección de Vietnam ha sido asimilada por los estados mayores. Nada de permitir que las imágenes-shock de los sufrimientos humanos de la guerra vayan a erosionar la moral de la retaguardia y dar una impresión detestable del ejército en campaña.

Todo esto era sabido, y funcionaba hasta el momento como un sobreentendido. Los estados mayores se contentaban - como en Granada o en Panamá - con prohibir la presencia de la prensa en el perímetro de las acciones para protegerles mejor «del riesgo de los combates» (lo que no impidió a los marines estadounidenses matar al periodista español Juantxu Rodríguez, fotógrafo de El País, durante la invasión de Panamá, porque se interesaba por los detalles desde demasiado cerca) (29).

 

En el conflicto del Golfo esas prácticas de censura se convirtieron en reglas explícitas. Por ejemplo, el ejército francés, recurriendo a una ordenanza de 1944, prohibió ya oficialmente a los periodistas permanecer «en contacto con el fuego». Los directores de informativos de las cadenas de televisión francesas (públicas y privadas) aceptaron que las imágenes del frente fueran filmadas por operadores de la Escuela de cine y prensa de los ejércitos (ECPA) y supervisadas antes de su difusión por el SIRPA, que dirigía entonces el general Germanos.

Los periodistas norteamericanos, sometidos a normas impuestas por el Pentágono, casi tan severas como las francesas, denunciaron a su gobierno y declararon: «Estas restricciones equivalen a una política de censura por primera vez en la historia de la guerra moderna» (30).

De hecho, no era la primera vez que se ponía en práctica este tipo de normas, pero era efectivamente la primera en que eran admitidas públicamente por parte del Pentágono.

De esta forma, las cadenas que habían situado a decenas de periodistas en la región (cada una de las cuatro redes estadounidenses, ABC, CBS, NBC y CNN, habían enviado más de un centenar, con un gasto de 5 millones de dólares por semana...) se quedaron sin imágenes del frente. La guerra del Golfo permaneció como invisible, y los telespectadores, habituados a una frenética cobertura de los acontecimientos del Este, manifestaron una gran decepción. Después de los dos primeros días de información «en continuo», las cadenas constataron que no tenían gran cosa que ofrecer en directo y que el exceso de llamadas telefónicas a corresponsales sin información, que confesaban tener que ver la CNN para saber lo que estaba ocurriendo, había acabado por cansar a los telespectadores y contribuido a degradar aún más en el ánimo de los ciudadanos la imagen del periodista.

El modelo CNN, que tanto fascina a ciertos profesionales de la televisión, apareció como una superchería. Encontrarse sobre el terreno, lastrado con decenas de kilos de material electrónico, inmovilizado con frecuencia en un estudio o en una habitación de hotel, impedía al periodista moverse a la búsqueda de informaciones, y le reducía, en el mejor de los casos, al papel de simple testigo. Éste constató entonces, y los telespectadores con él, lo que Fabricio (el personaje de La cartuja de Parma de Stendhal) en Waterloo: estar allí no bastaba para saber.

El reportero de la CNN John Holliman (que formaba equipo con los dos mejores periodistas de la cadena, Bernie Shaw y el famoso Peter Arnett) se haría célebre por ser el primero en anunciar, la noche del 17 de enero de 1981, el comienzo de los bombardeos sobre Bagdad. Lo hizo por teléfono y mirando desde la ventana de su habitación de hotel, sin conocer con precisión quién bombardeaba, con qué medios, sobre qué objetivos y cuál era la naturaleza de la respuesta iraquí. En resumen: ninguna información, salvo la que cualquier habitante de Bagdad hubiera podido dar igualmente cogiendo el teléfono...

 

La batalla Norte-Sur en la información

 ¿Cómo se refleja el desequilibrio entre el Norte y el Sur en el actual contexto internacional de los medios de comunicación?

Se trata de un problema que estuvo presente en el centro de los debates intelectuales de comienzos de los años setenta. Fue la gran batalla que ensayistas como Armand Matterlart, Herbert Schiller y muchos otros desarrollamos en torno al proyecto del Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación, el NOMIC. La cuestión se debatía oficialmente en el seno de la UNESCO donde el premio Nobel de la Paz Sean McBride elaboró un célebre informe que sigue conservando bastante vigencia, y en el que demostraba que el desequilibrio en materia de información en favor del Norte era de tal magnitud, que amenazaba la singularidad y la diversidad de las culturas, en particular las del Sur.

En cualquier caso, nos parecía importante plantear la cuestión de la propiedad de los medios para saber de dónde venían los mensajes, quién los elaboraba, qué sentido y qué consecuencias podía entrañar la recepción de éstos en los espíritus y en las mentes de aquellos que los recibían. Nos preocupaba el problema de la manipulación de las personas del Sur por parte de los medios de comunicación del Norte.

La batalla se perdió. La UNESCO abandonó este debate y dio por buena la idea de que los flujos transfronterizos de información eran una necesidad que venía impuesta por el mercado internacional y por la propia realidad mundial. En definitiva, se admitió que podía aceptarse una especie de «darwinismo» en el campo de la comunicación. Vencían aquellos que habían logrado constituir grupos emisores dominantes: ellos habían conquistado el derecho a emitir y, por tanto, había que aceptar esa realidad como ley de vida. El NOMIC desapareció de las reflexiones, y nadie volvió a hablar durante la década de los ochenta del problema del desequilibrio Norte-Sur.

 

¿Existe un neoimperialismo cultural norteamericano ?

La cuestión volvió a la actualidad a comienzos de los noventa con motivo de las discusiones del GATT (transformada más adelante en Organización Mundial del Comercio). La posición de los europeos frente al dominio de Estados Unidos se aproximó bastante a la de los países del Sur. De forma inesperada, pudo verse a ministros conservadores, como el de Cultura de Francia en la época, hablando de «imperialismo cultural norteamericano», como lo hubiera hecho veinte años antes un militante de extrema izquierda. En definitiva, se recordaba de pronto que ese imperialismo podía constatarse realmente.

Algunas cifras reflejaban claramente ese dominio. Ya en 1980 observábamos, por ejemplo, que cuatro de cada cinco mensajes emitidos en el mundo provenían de Estados Unidos. En 1990 la situación era similar, especialmente en cuanto a los programas audiovisuales - emisiones de televisión, películas proyectadas en salas o vídeos a la venta en las tiendas - que provenían fundamentalmente de EE UU.

Otra dimensión de la dominación está constituida por su proximidad a los intereses de los poderosos. Cuando, por ejemplo, algún acontecimiento tiene que ver con un centro productor de imágenes, en este caso Estados Unidos, la información adquiere importancia de forma automática. Podemos recordar un artículo de la prensa francesa en el que un periodista comentaba: «Nosotros, siempre que ocurre algo en el mundo conectamos inmediatamente con la CNN, que es el "padrenuestro" actual. Qué es lo que podemos observar en este momento en Haití», decía el periodista con mucha ironía, «la CNN se refiere permanentemente a Haití, donde hay seis fragatas norteamericanas vigilando. De vez en cuando citan a la canadiense, pero nosotros, los franceses, también tenemos un barco en la zona y jamás nos citan.»

Con esto se quería señalar que, cuando la CNN habla de algo que ocurre en el mundo, lo hace desde el punto de vista de los intereses norteamericanos. Se trata de una cuestión muy importante a la hora de analizar la información que circula en el mundo: en la medida en que los productores de las imágenes son fundamentalmente anglosajones, a la hora de dar importancia a una información, se parte del principio de observar previamente si los intereses occidentales se encuentran o no amenazados.

 

Nuevas formas de dominación: la tríada del Norte

Aunque aparentemente la situación general en el campo de la información y la comunicación parecía mantenerse estable desde los años setenta, la situación se vio modificada sustancialmente dos décadas más tarde. Hasta entonces existía un único polo dominante en los aspectos tecnológico, económico y de contenidos. Pero, al igual que en otros campos, fue sustituido por una especie de «tríada» constituida por Estados Unidos, Japón y la Unión Europea.

La tecnología en el mundo de la información y la comunicación para «difusión hacia el gran público» pasó a ser fundamentalmente japonesa.

El capital adquirió un gran componente europeo, apareciendo, como uno de los principales grupos de comunicación del mundo, el alemán Bertelsmann. Los europeos se implantaron en los grandes holdings de comunicación norteamericanos: fue el caso de la Thomson francesa, o de sociedades como la News Corporation de Rupert Murdoch (británico, aunque sea norteamericano de nacionalidad y australiano de nacimiento) y cuyos canales de televisión Sky son británicos con dimensiones y aspiración planetarias.

En lo que respecta a los contenidos y programas, el predominio en la elaboración era de Estados Unidos, aun cuando no siempre pertenecieran ya a ese país. Algunas empresas japonesas compraron grandes compañías norteamericanas de cine. Así, la Columbia fue absorbida por Sony, la Universal por Matshusita. También las empresas francesas se movieron en este sentido: el Crédit Lyonnais se hizo con la propiedad de empresas de producción de cine en Hollywood.

En consecuencia, se produjo una diversificación: donde a principios de los setenta dominaban exclusivamente los norteamericanos, pasaron a dominar los tres polos de la «tríada». En cualquier caso, seguía el control en el Norte.

 

La información como mercancía

La primera enseñanza respecto a los años setenta es que hay que abandonar aquella paranoia absoluta que inducía a creer que una suerte de «comité central» dominaba el mundo de la información y la comunicación, como un manipulador de marionetas desde la sombra.

En los tiempos del neoliberalismo triunfante, el sector de la información constituye un mercado en el que todo se negocia y donde todo tiene un precio. La prueba es que en las reuniones del GATT se contemplaba con el mismo rasero que el comercio de automóviles, de acero o de trigo. Y tratándose de productos que cuentan con un mercado, hay informaciones con más valor que otras. Para obtener las informaciones más rentables conviene saber dónde se encuentran y captarlas, lo cual es difícil. Y, por ejemplo, en la medida en que los acontecimientos pueden producirse en cualquier lugar del mundo, lo ideal sería contar con cámaras en todas partes.

El fenómeno resultante es que cada vez hay más cadenas de televisión y que al mismo tiempo cada vez son más débiles por sí solas. Por ejemplo, antes en España había una sola emisora de televisión con dos cadenas, y era muy poderosa, como es lógico. Ahora hay varias, pero cada una de ellas es menos potente de lo que era la única, y cuenta con muchos menos medios para enviar equipos que estén atentos a lo que pueda ocurrir en cualquier lugar. ¿Quién puede permitirse esta movilidad y presencia? Únicamente las llamadas agencias de imágenes. Si nos centramos en el sector de la información televisada, a escala internacional sólo hay dos agencias de imágenes, además de la CNN, que dominan el mercado mundial y que difunden el mismo material audiovisual a todo el mundo: Visnews y WTN.

Las agencias de imágenes saben que las informaciones rentables son como los yacimientos de oro: se dan únicamente en unos pocos lugares, no en todos. Los yacimientos informacionales rentables son aquellos que tienen tres dimensiones: violencia, sangre y muerte. Y toda información que cuente con ellas se vende automáticamente. Si además se puede transmitir en directo y en tiempo real, entonces puede alcanzar una difusión planetaria, porque es exactamente el tipo de información que las televisiones desean.

 

El dominio de la tríada en cifras

Volvamos a la hegemonía de lo que hemos dominado la tríada que domina los medios de comunicación. Sus integrantes, Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, representan el 70 por 100 del Producto Bruto mundial, lo que constituye ya en sí mismo un abuso de dominación. Ahora bien, si consideramos únicamente la producción de bienes y servicios de información, el nivel de control respecto a la totalidad del planeta se eleva al 90 por 100.

En este sentido es interesante recoger algunas cifras publicadas por la Unesco ya en 1990:

-           De las 300 empresas más importantes de información y comunicación, 144 eran norteamericanas, 80 de la Unión Europea y 49 japonesas, es decir, la inmensa mayoría.

-           De las 75 primeras empresas de prensa, 39 eran norteamericanas, 25 europeas y 8 japonesas.

-           De las 88 primeras firmas de informática, 39 eran norteamericanas, 19 europeas y 7 japonesas.

-           De las 158 primeras empresas fabricantes de material de comunicación, 75 eran de EE UU, 36 europeas y 33 japonesas.

Y «el resto» (cuando se da) tampoco pertenece al Sur, sino a países como Canadá, Australia, Suiza, Austria, Taiwán, Corea del Sur... es decir, al Norte al fin y al cabo, independientemente de su ubicación puramente geográfica. Podemos añadir que, en 1998, la situación es similar, e incluso aún más gravemente desequilibrada, respecto a lo que reflejaban estas cifras de la Unesco.

Por otra parte, en 1990 la economía de la información y la comunicación representaba una cifra global de negocios de 1 billón 185 mil millones de dólares. De esta cantidad, 500 mil millones pertenecían a Estados Unidos, 264 mil millones a la Unión Europea, 253 mil millones a Japón y sólo 168 mil millones al resto del mundo. La dominación a la que nos hemos referido se refleja nítidamente en estas magnitudes.

Si añadiésemos las cifras de las empresas publicitarias que pertenecen al mundo de la comunicación, el desequilibrio sería aún más fuerte a favor del Norte. Excepto algunas publicitarias en América Latina (México, Argentina, Brasil) y en India, no hay grandes empresas publicitarias en el Sur.

Algunos expertos prevén que, hacia el año 2000, en los ocho o diez sectores industriales de la economía desarrollada, particularmente en los de la informática y las telecomunicaciones, no habrá más que siete u ocho redes de empresas multinacionales que dominarán el 75 por 100 del mercado mundial. Evidentemente, estas siete u ocho redes serán de empresas del Norte y, esencialmente de la tríada, porque lo que se observa es precisamente una serie de fusiones y concentraciones en este ámbito: el 80 por 100 de las operaciones de integración son tratos de empresas japonesas con europeas, de europeas con estadounidenses, de estadounidenses con japonesas...

 

La revolución de las comunicaciones interactivas

El mundo de las telecomunicaciones interactivas es uno de los que se ha visto más fuertemente sacudido por las grandes maniobras que agitan la economía mundial en los últimos años.

Por ejemplo, cuando Estados Unidos se dio cuenta de que Japón estaba alcanzando la capacidad suficiente para obtener el liderazgo mundial en la tecnología de las comunicaciones, especialmente en el campo informático, el equipo presidencial Clinton-Gore lanzó el proyecto de construcción de las grandes «autopistas de la comunicación».

Estas autopistas consisten en la interconexión de tres aparatos de comunicación: el teléfono, el ordenador y el televisor, realizándose ésta en doble sentido, en lo que se denomina conexión interactiva.

De esta forma, según estiman algunos expertos, el campo de la industria cultural y de la comunicación podría experimentar una gran transformación, además de constituirse, a principios del siglo xxi, en el principal mercado: un mercado de tres billones y medio de dólares.

Hasta hace poco se pensaba que esto sería difícil de lograr y que, en cualquier caso, sólo se conseguiría si se equipaba mediante cableado de fibra óptica al conjunto de los países desarrollados. Pero en este momento, gracias a los progresos en materia de compresión y descompresión digital de datos, ya se pueden utilizar como vectores, como transportadores de información, los cables telefónicos y coaxiales que difunden actualmente la televisión por cable. Basta con equipar a las redes existentes con una serie de equipos (módem) que permiten esta compresión y descompresión. De esta forma puede enviarse simultáneamente una gran cantidad de mensajes mediante el mismo medio de transporte.

Este es el origen de la cascada de concentraciones y alianzas a la que estamos asistiendo. Por ejemplo, el acuerdo que firmaron el primer grupo de comunicación mundial, Time-Warner, con la US West, una de las compañías telefónicas regionales más importantes de Estados Unidos. O la asociación del gigante ITT con el cableoperador Diatcom, el más importante de California. O los proyectos del magnate Rupert Murdoch, que ya domina la televisión por satélite en gran parte de Europa, especialmente en el Reino Unido, y que actualmente se plantea como objetivo el control de la televisión por satélite en el continente asiático. O, por citar otro caso, la alianza entre Bell Atlantic, principal compañía telefónica de Estados Unidos, con TCI, principal operador por cable de ese país. En términos accionariales y financieros ésta fue en su momento la fusión más importante de la Bolsa de Nueva York: 23.000 millones de dólares.

Lo que constatamos es que los gigantes de la telefonía se asocian a los gigantes de la televisión (de transmisión hertziana o por cable), o bien a los propietarios de las empresas de informática, para tratar de obtener la triple conexión antes mencionada: teléfono, ordenador, televisor.

Todo ello tiene como objetivo la creación de «super-autopistas de las telecomunicaciones» y el impulso al nuevo «reino» de Internet, permitiendo, teóricamente, que el ciudadano disponga de lo que Marshall Mac Luhan describía (cuando definía a las comunicaciones) como «extensiones de cada uno de nuestros cinco sentidos».

De hecho, lo que se persigue hoy es que se pueda disponer en cada hogar de una pantalla que permita consultar, enviar mensajes, documentarse, ver películas, leer CD-Rom, seguir cursos a domicilio... según el deseo de cada cual. Una pantalla que también sirva para la telecompra (consultando directamente los catálogos de venta), que haga posible seleccionar exactamente la película que uno quiere ver, o pedir videoprogramas (programas televisivos ya emitidos, transmitidos el día anterior o diez años antes). Una pantalla a través de la que se pueda acceder, vía Internet, a todo un inmenso caudal de conocimientos mediante el vídeo (las enciclopedias en videodisco digital) y que a la vez permita la «visiofonía», es decir, hablar por teléfono viendo a la persona con la que se está comunicando; que se use para la teleconferencia, o sea, para conectar a varias personas que debaten sobre un mismo tema, sin necesidad de que se desplacen. Una pantalla que se utilice para acceder a la realidad virtual y para videojuegos. En fin, una pantalla que sea capaz de cumplir todas estas funciones a la vez y lo haga con imágenes de alta definición.

 

La guerra de alta definición

Otra de las batallas tecnológicas que se desarrolló a principios de los años noventa fue la de la televisión de alta definición (1.250 líneas). Se planteaban tres modelos de diferentes procedencias y tecnologías. El japonés era de tipo analógico y estaba ya a punto. Tenía el inconveniente (para poder imponerse) de que hacía obsoleta toda la infraestructura existente, al no ser compatible con los televisores domésticos.

Los europeos, por su parte, estuvieron trabajando en un proyecto que ya ha sido abandonado. Su tecnología de televisión de alta definición permitía el mantenimiento del parque existente, aunque, como es lógico, no se podrían ver en los televisores actuales, y en alta definición, programas emitidos como tales que serían vistos en la actual de 625 líneas (la alta definición es del doble y se supone que puede alcanzar la nitidez de una fotografía o una diapositiva).

Pero los norteamericanos, que se encontraban muy retrasados en materia de televisión de alta definición, percibieron que únicamente si eran capaces de dominar esta tecnología podrían liderar en el futuro las autopistas de las telecomunicaciones. De esta forma, impusieron, mediante la Comisión Federal de las Comunicaciones, una serie de normas que incluían la creación de una televisión digital que fuera transportable mediante cable y que fuera compatible con el parque existente. Los estadounidenses lograron culminar su objetivo, y va a ser finalmente la norma norteamericana en materia de televisión de alta definición la que se va a imponer en el mundo entero.

Puede apuntarse también que otra de las apuestas actuales es la de extender el teléfono celular por todo el planeta.

Las maniobras y estrategias descritas, como ha quedado de manifiesto, no sólo tienen que ver con la comunicación sino en general con la industria y la economía. Un gran país industrial del futuro tiene que ser, a partir de ahora, un país presente en estos sectores. Asistimos al desmantelamiento a escala global de la sociedad industrial clásica. La nueva sociedad industrial - según la tesis del vicepresidente norteamericano, Albert Gore - se erige sobre la base de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

 

El triunfo del multimedia

¿Se saldará la nueva batalla del multimedia con una derrota para Europa, tan grave como la que experimentó en su confrontación con Estados Unidos en materia de cine y televisión?

Como se recordará, la conclusión de los acuerdos del GATT en diciembre de 1993 estuvo marcada por los enfrentamientos entre Europa y Estados Unidos en el campo del audiovisual. Se trataba de conseguir que la extensión de los acuerdos del GATT a los servicios dejara fuera el audiovisual, en la medida en que las creaciones culturales no constituyen un producto como los demás.

Si este objetivo, que reclamaban Francia y todos los profesionales europeos del cine, se hubiera logrado, habría podido hablarse de una «excepción cultural». Pero la gran mayoría de los países de la UE eran hostiles a la posición francesa, y mucho más aún lo era la propia Comisión Europea.

La mayor parte de los países europeos, cuyas industrias cinematográficas han desaparecido prácticamente, carecían ya de cualquier interés nacional y no deseaban un enfrentamiento con Washington. Por su parte, la Comisión había sido ganada por las tesis neoliberales.

Resultado: el audiovisual fue incorporado, como el resto de los servicios, a las reglas del GATT, convertida en Organización Mundial del Comercio (OMC). Sin embargo, en el seno de estas reglas no se llegó a un acuerdo entre ambas partes. Estados Unidos amenaza periódicamente con denunciar a la Unión Europea, sobre todo a Francia, como culpable de prácticas de «distorsión de la competencia» por sus ayudas públicas a la industria del cine.

Paradójicamente, basta con dar un vistazo a las cifras para constatar que Estados Unidos es el país más proteccionista del mundo en este campo, y que importa del extranjero menos del 2 por 100 de su consumo audiovisual. En contrapartida, el número de entradas en los cines de la Europa de los Quince para las películas estadounidenses pasó entre 1985 y 1994 de 400 a 520 millones, haciendo progresar su cuota de mercado del 56 al 76 por 100. Las entradas para las películas europeas (cada una sobre su propio mercado nacional) cayeron en el mismo período de 177 a 89 millones, es decir, una bajada en la cuota de mercado del 25 al 13 por 100.

La situación es muy parecida si se analiza la televisión. Sobre las cincuenta cadenas europeas de televisión «en abierto» - lo que excluye las cadenas por cable y codificadas - , las películas estadounidenses representaron en 1993 el 53 por 100 de la programación; las películas nacionales en su país respectivo el 20 por 100 y los films europeos no nacionales el 23 por 100.

Como sucede con la proyección en cines, existen diferencias significativas entre países. Las películas norteamericanas representan únicamente un 12 por 100 del total en la cadena cultural franco-alemana Arte, pero un 91 por 100 en la ITV del Reino Unido. Si se analiza por países y no por cadenas, Francia es el que consume menos películas estadounidenses (30 por 100 frente al 72 por 100 de los Países Bajos, el 64 por 100 para Reino Unido, el 63 por 100 para España, el 53 por 100 para Alemania y el 45 por 100 para Italia).

Los ciudadanos europeos conocen mejor la producción cultural de Estados Unidos que la de sus vecinos de la Unión. Se llega así a la paradoja de una construcción europea que desearía dotarse de una dimensión política, pero que, al mismo tiempo, sólo se mueve por las leyes del mercado.

Porque, en materia audiovisual, la ley del mercado significa siempre más películas estadounidenses y, en consecuencia, la creación de un imaginario colectivo europeo en el que las únicas referencias culturales provienen de otro lado del Atlántico.

Los intelectuales y los creadores franceses se cuentan entre los pocos que se sublevan ante esta cuestión fundamental. Los liberales les replican que, bajo la cobertura de preocupaciones culturales, se oculta una defensa de intereses económicos. Para Hollywood, efectivamente, no se trata de otra cosa, por eso los negociadores norteamericanos son tan obstinados.

Es importante saber que Hollywood obtuvo en 1995 un excedente comercial de más de 4.000 millones de dólares en sus relaciones con Europa, y que cerca del 56 por 100 de la facturación de los filmes estadounidenses proceden de la exportación. Hollywood tiene una necesidad vital del mercado europeo. En diez años, el balance comercial del audiovisual europeo respecto a Estados Unidos se ha degradado sensiblemente (las pérdidas eran de 500 millones de dólares en 1985, y pasaron de los 4.000 millones de dólares en 1995), y ha supuesto para la Unión Europea la desaparición de unos 250.000 empleos...

Para Estados Unidos, la industria del audiovisual y del cine se ha convertido en la primera en capacidad exportadora y el primer proveedor de divisas, por delante de la industria aeroespacial. Por esta razón todo lo que frene la expansión de los productos norteamericanos es combatido desde el departamento de Comercio de Washington, y por parte de Jack Valenti, presidente de la Motion Pictures Association of America (MPAA).

Este el caso de las medidas nacionales de apoyo financiero público a la producción audiovisual - a las que Francia dedicó 594 millones de francos en 1995, ocupando el liderazgo europeo- - y es también el caso de la directiva europea Televisión sin fronteras, adoptada en 1989 y renegociada al nivel de los Quince. Esta directiva pide a los exhibidores tratar «siempre que esto sea realizable y mediante los medios adecuados» de reservar a las producciones europeas «una proporción mayoritaria en el tiempo de difusión». Este es el documento que Estados Unidos califica de peligrosa arma proteccionista.

 

La explosión de las redes

Pero estas batallas en torno al cine y la televisión son ya menores comparadas con las que se preparan en el campo del multimedia. Las formidables transformaciones tecnológicas de los dos últimos decenios lo han condicionado todo. La mundialización de los intercambios de señales ha experimentado una aceleración fabulosa. La revolución de la informática y la comunicación ha entrañado la explosión de los dos verdaderos sistemas nerviosos de las sociedades modernas: los mercados financieros y las redes de información.

La transmisión de datos a la velocidad de la luz; la digitalización de los textos, las imágenes y los sonidos; el recurso a los satélites de telecomunicaciones; la revolución de la telefonía; la generalización de la informática en la mayor parte de los sectores de la producción y de los servicios; la miniaturización de los ordenadores y su interconexión a escala planetaria han trastocado poco a poco el orden del mundo.

Hiperconcentraciones y megafusiones se multiplican, dando origen a empresas de dimensión mundial cuyo objetivo es la conquista mediática del planeta. En Estados Unidos la nueva alianza entre Microsoft y la cadena NBC, que pertenece a General Electric, trata de crear una cadena de información a escala planetaria (MSNBC), que compita con la CNN (intervenida a su vez recientemente por Time-Warner, primer grupo mundial de comunicación). Rupert Murdoch planea asimismo sobre estos horizontes y trata de fusionar sus diferentes redes continentales, Fox (Estados Unidos), Sky News (Europa) y Star-TV (Asia) para crear una «cadena global», cuyo embrión, Fox News Service, fue lanzado en 1996 en Estados Unidos y que está destinada a su captación en el mundo entero.

El paisaje audiovisual mundial va a experimentar profundas transformaciones provocadas por la irrupción de la televisión digital, que permite el uso de un mismo canal para difundir ocho veces más cadenas al mismo tiempo. Esta oferta potencial de más de un centenar de cadenas temáticas se ha denominado en Francia bouquet numerique. En Estados Unidos, Direct-TV y USSB comercializan, por medio de satélite, dos ofertas digitales compuestas respectivamente de 175 y 25 cadenas. En este campo, la empresa francesa Thomson Multimedia dispone de una ventaja indiscutible al suministrar los descodificadores digitales y los sistemas de recepción para DSS, operador de Direct-TV y de USSB. Por otra parte, ha firmado contratos con Indonesia y América Latina. Las ventas mundiales de descodificadores digitales pasarán de 20 millones de unidades en 1997 a 75 millones en 1999. Estas perspectivas estimulan una feroz competencia entre Estados Unidos, Europa y Asia.

La globalización de los mercados, de los circuitos financieros y del conjunto de las redes inmateriales ha conducido a una desreglamentación radical, con todo lo que esto significa de deterioro del papel del Estado y de los servicios públicos. Es el triunfo de la empresa, de sus valores, del interés privado y de las fuerzas del mercado.

 

¿En qué queda la libertad de expresión?

La propia definición de «libertad de expresión» se ve modificada con los fenómenos descritos, ya que viene a ser contrastada con una especie de «libertad de expresión comercial», presentada como un nuevo «derecho humano». Se asiste así a una tensión constante entre la «soberanía absoluta del consumidor» y la voluntad de los ciudadanos garantizada por la democracia.

En torno a esta reivindicación de «la libertad de expresión comercial» se estructuraron las acciones de lobbying de las organizaciones interprofesionales (anunciantes, agencias publicitarias y media) durante los debates que se desarrollaron a lo largo de la segunda mitad de los años ochenta en torno a las nuevas reglas de la «Televisión sin fronteras» en el ámbito de la Unión Europea.

Esta «libertad de expresión comercial» es inseparable del viejo principio, inventado por la diplomacia norteamericana, del freeflow of Information (libre flujo de información) que ha ignorado sistemáticamente el problema de las desigualdades en materia de comunicaciones. La doctrina de la globalización mete en el mismo saco a la libertad, en su sentido estricto, y a la libertad de comerciar.

A partir de la segunda mitad de los años ochenta, organismos como el GATT, convertido luego en OMC, se constituyeron en el ámbito principal de los debates sobre el nuevo orden comunicacional. Considerada como «servicio», la comunicación fue objeto del enfrentamiento directo entre la Unión Europea y Estados Unidos que ha quedado descrito.

La polémica dista mucho de estar cerrada. Al debate sobre las industrias de la imagen se une ahora el de las «autopistas de la información». La idea central es la de la necesidad de dejar fluir la competencia libre en un mercado libre, entre individuos libres, y se expresa más o menos en estos términos: «Dejad a las gentes ver lo que quieran. Dejadles en libertad para juzgar. Confiemos en su buen sentido. El único juicio que puede aplicarse a un producto cultural es el del éxito o el fracaso en el mercado.»

Los políticos no dudan en extraer conclusiones grandilocuentes: los ciudadanos deben prepararse para la inmersión en «un mundo sumergido en la información». Una vez finalizados los condicionantes y las trabas que han sufrido durante mucho tiempo la edición, la cinematografía, la industria del sonido y el audiovisual.

 

La apuesta del ciberespacio

Una cuestión queda planteada en la era del multimedia y del ciberespacio: ¿Vamos a asistir, a la vuelta del próximo milenio, a la sustitución de los media tradicionales por ese nuevo milagro que representa Internet?

El número de ordenadores personales en el mundo era en 1995 de unos 180 millones, para una población global de casi seis mil millones de individuos. La posibilidad de acceso a Internet estaba entonces limitada a un 3 por 100 de esta población. En ese año únicamente un pequeño número de países ricos, que representaba aproximadamente a un 15 por 100 de la población mundial, poseía alrededor del 75 por 100 de las principales líneas telefónicas, sin las cuales no se puede acceder a Internet... Más de la mitad del planeta no había usado nunca un teléfono: en cuarenta y siete países no había más que una línea por cada cien habitantes. En toda África negra hay menos líneas telefónicas que en la ciudad de Tokio o en la isla de Manhattan en Nueva York...

En enero de 1996 se estimaba que un 60 por 100 de los diez millones de ordenadores conectados a Internet pertenecían a estadounidenses. ¿Cuál es el lenguaje dominante en el ciberespacio?: el inglés.

Las diferencias sociales provocadas por la era de la electrónica van a ser pronto comparables a las desigualdades resultantes de las inmensas inversiones financieras transnacionales. En cuanto a las fuerzas económicas que se han apoderado de las redes, tienden a generalizar, o peor aún, a reforzar, los obstáculos que impiden su acceso a la generalidad de la población.

Los retos son cruciales para el futuro. El programa norteamericano The National Information Infrastructure, biblia de William Clinton y de su vicepresidente, Albert Gore, es claro: «Es función de la libre empresa asegurar el desarrollo del programa de las autopistas de la información.»

Martin Bangemann, comisario europeo encargado de las telecomunicaciones, declaraba igualmente que la sociedad de la información no se abrirá camino más que «si dejamos desenvolverse a las fuerzas del mercado» y que la «condición previa» debe ser el «levantamiento» de los actuales monopolios nacionales en las telecomunicaciones y en las infraestructuras y redes. Con la privatización imparable, las redes, y sobre todo Internet, serán progresivamente liberadas de cualquier demanda de servicio público, en beneficio de los intereses particulares.

No menos de 26 compañías telefónicas pertenecientes a países del Sur serán puestas en venta en los próximos años. ¿Cuál será la regla global para el futuro? La propiedad privada de todas las estructuras que constituyen la plataforma del ciberespacio.

Los gigantes de las telecomunicaciones, como ATT, Microsoft y MCI, esperan con fruición colonizar el ciberespacio ligando la notoriedad de sus nombres a las proezas de sus equipos de marketing, lo que les aportará cuantiosos medios en el campo de los servicios a sus clientes y en sus fórmulas de facturación.

¿Dónde se utiliza con mayor intensidad Internet? En el terreno comercial. En octubre de 1996, el apartado «comercial» incluía mas de una cuarta parte de todos los servidores de Internet, superando ampliamente al campo de lo «educativo», utilizado por las instituciones universitarias.

Y, sin embargo, el sueño que encarna Internet, el del intercambio de información universal y sin obstáculos, no ha muerto ni mucho menos. Pero mientras la transmisión del saber siga las pautas impuestas por el poder político-económico, este ideal de una «democracia de la información» seguirá residiendo en el terreno de la utopía.

 

El nuevo complejo industrial-informacional

En el momento de abandonar la Casa Blanca, en 1961, el general Eisenhower declaraba que el complejo militar-industrial constituía una «amenaza para la democracia». ¿Cómo no percibir en 1998 la amenaza de un verdadero vasallaje cibernético, cuando se instala un auténtico complejo industrial-informacional, e incluso cuando ciertos líderes norteamericanos hablan de una virtual democracy con un tono que evoca al integrismo místico?

Por primera vez en la historia del mundo se transmiten mensajes de forma permanente al conjunto del planeta por medio de cadenas de televisión interconectadas por satélite. En la actualidad dos cadenas planetarias - CNN y MTV - pero mañana serán decenas, y conmocionarán costumbres y culturas, ideas y debates. Y parasitarán o cortocircuitarán la voz de los gobiernos, así como su conducta.

Grupos más potentes que los Estados llevan a cabo una razia sobre el bien más precioso de las democracias: la información. ¿Tratan de imponer su ley al mundo entero o, por el contrario, desean abrir un nuevo espacio de libertad para el ciudadano?

Ni Ted Turner, de la CNN; ni Rupert Murdoch, de News Corporation Limited; ni Bill Gates, de Microsoft; ni otras tantas decenas de nuevos amos del mundo, han sometido jamás sus proyectos al sufragio universal. La democracia no se ha hecho para ellos. Se encuentran por encima de sus discusiones interminables en las que conceptos como el bien público, el bienestar social, la libertad y la igualdad conservan aún su sentido. No tienen tiempo que perder, sus productos y sus ideas atraviesan sin obstáculos las fronteras de un mercado globalizado.

En sus esquemas, el poder político no es más que el tercer poder. Por delante se encuentra el poder económico y el poder mediático, y cuando se poseen éstos, hacerse con el poder político no es más que un mero trámite.

Las nuevas tecnologías sólo contribuirán al perfeccionamiento de la democracia si luchamos, en primer lugar, contra la caricatura de sociedad mundial que nos preparan las multinacionales, lanzadas a tumba abierta hacia la construcción de las autopistas de la información.

Procedentes (una vez más) de Estados Unidos, pero alegremente retomadas por los europeos, estas nuevas prédicas sirven a los intereses del capitalismo mundial. La nueva aristocracia planetaria de las finanzas, de los media, de los ordenadores, de las telecomunicaciones, de los transportes y del ocio da saltos de alegría y de suficiencia: se proclama el motor de la sociedad del conocimiento, de la revolución de la inteligencia.

Las redes mundiales de empresas cuentan con las autopistas de la información y de la comunicación para gestionar mejor sus negocios, aplicar sus estrategias de conquista, desarrollar e imponer sus normas y defender sus posiciones de monopolio adquiridas sobre los mercados.

Lo mismo sucede con el capitalismo financiero. Una de las contribuciones más grandes de las nuevas tecnologías a la economía contemporánea ha sido la aceleración de los movimientos de capitales. En este contexto, la «tecnoutopía» de la sociedad de la información sirve a la nueva clase dirigente a nivel planetario para afirmar y hacer aceptar la globalización, es decir, la liberalización total de todos los mercados a escala mundial.

Según los nuevos amos del mundo, la sociedad de la información lleva consigo nuevas formas de desregulación más allá de los Estados: exigen que cualquier reglamentación sea dejada exclusivamente a cargo del mercado global.

Nadie puede afirmar que Europa sufra una carencia de talentos. Lo que le falta todavía es una voluntad política, fuerte y compartida, para respaldarlos por todos los medios: cuotas (o excepciones respecto al libre comercio) para sectores como la cultura, créditos comunitarios más abundantes, capacidad para decir «no» a Estados Unidos cada vez que sea necesario.

 

Conflictos bélicos y manipulación de las mentes

Durante los últimos años la globalización de la información, su instantaneidad y espectacularización, han modificado de manera radical el tratamiento de los conflictos armados.

La Biblia (con el Libro de Josué) y la ¡liada de Hornero fueron probablemente los primeros «reportajes» sobre guerras de la antigüedad. Contar lo que ocurre en un conflicto sangriento es una actividad tan vieja como el mundo, pero los medios masivos de comunicación existen sólo desde mediados del siglo xix.

De la guerra de Crimea a la del Golfo, la evolución de la jurisprudencia ha permitido a las autoridades militares controlar mejor la información. El estudio de los manuales de guerra nos enseña cómo aparecieron y se desarrollaron nociones como «propaganda», «guerra psicológica», «desinformación», etc., que han transformado la relación entre guerra y medios de comunicación.

 

El telégrafo y la fotografía

Todo cambia hacia 1880, cuando aparecen los periódicos de masas como resultado de una doble revolución técnica: la invención de la linotipia y la de la rotativa.

Por otra parte, la prensa incorporó dos invenciones importantes en términos de comunicación, el telégrafo y la fotografía, que le permitieron el acceso a informaciones lejanas en un tiempo corto. Al aumentar su alcance mundial, también pudo incrementarse la tirada de los periódicos.

Los diarios de la segunda mitad del siglo xix empezaron a enviar corresponsales de guerra a los conflictos. Pero los combates también cambiaron con el desarrollo de la era industrial y la aparición de nuevas tecnologías bélicas (entre ellas el uso militar del telégrafo) y nuevas armas (fusil de repetición, ametralladora, cañón de acero y de retrocarga, tren militar, vehículos blindados, aeroplanos, etc.).

Crimea 1854, primeras fotos

Las primeras fotografías - técnica de la era industrial - utilizadas como medio de información, y no para uso militar, fueron las de la guerra de Crimea (1854-1856). En ellas se ven esencialmente objetos estáticos, como fortificaciones, trincheras, o soldados muertos, pero prácticamente ningún combatiente en movimiento o en plena batalla.

En EE UU se desarrolló ampliamente la fotografía durante la guerra de secesión (1861-1865), de la que se sacaron millones de clichés. Fue, de hecho, un conflicto ampliamente fotografiado, lo cual aumentó el interés del público.

Lo mismo ocurrió con la guerra franco-alemana de 1870, con la insurrección revolucionaria de la Comuna de París (1870) y, más tarde, con la guerra de los bóers en África del Sur (1899-1902). La prensa de masas utilizó la fotografía con profusión, pero presentando esencialmente escenas fijas, con soldados inmóviles.

Las guerras de Cuba y de Filipinas de finales del siglo xix (1895-1898) fueron conflictos que las prensas estadounidense y española cubrieron de manera muy importante. Fue la primera vez que el cinematógrafo, recién inventado por los hermanos Louis y Auguste Lumiére, se hizo eco a su manera de un conflicto armado.

El cine llegó a La Habana en 1896, dos años antes del final de la guerra de Cuba, de manos de Gabriel Veyre, operador de los hermanos Lumiére. Con una cámara Lumiére grabó una serie de escenas de maniobras militares, donde se plasmaba la atmósfera bélica que existía entonces en la capital cubana. Esta guerra respondía para EE UU al proyecto del «destino manifiesto», y a su política expansionista.

William Randolph Hearst, el gran patrón de la prensa norteamericana - el personaje que Orson Welles inmortalizó en su película Ciudadano Kane - , movilizó a todos sus periódicos para provocar la intervención de EE UU en Cuba. Una anécdota resume el poder de la prensa escrita en esa época. Cuentan que el magnate envió a un corresponsal a La Habana y que éste, viendo desde allí que todo estaba tranquilo, mandó a Hearst un telegrama diciendo que no había ninguna guerra y que regresaba a Estados Unidos. Hearst le contestó con un telegrama: «Quédese. Mándeme ilustraciones y textos, que yo le mando la guerra.» Entonces tuvo lugar la explosión del acorazado Maine en La Habana, y EE UU aprovechó para declararle la guerra a España.

Es la primera contienda donde se aprecia la influencia excepcional de los nuevos medios de comunicación; la prensa hizo una campaña masiva para movilizar a la opinión pública (el gobierno de William McKinley se vio prácticamente obligado a declararla).

También en esta época EE UU produjo películas montadas a partir de la guerra de Cuba (como la batalla naval de la bahía de Santiago) para mostrar el poderío de la flota estadounidense. De hecho, sobre ese conflicto, posterior a la invención del cinematógrafo (1895), no hay imágenes filmadas. Sólo las de esa reconstrucción realizada en estudios norteamericanos. En aquella época se difundieron como si fueran imágenes documentales, cuando en realidad no había ninguna cámara filmando las batallas.

 

México 1911, el cine en acción

De igual manera, la revolución mexicana (1911-1920) movilizó a los grandes medios de comunicación, reporteros de todo el mundo, fotógrafos y, por primera vez, el cinematógrafo. La revolución mexicana es la primera guerra filmada en directo. Camarógrafos de noticiarios y realizadores de documentales (entre ellos Raoul Walsh) rodaron directamente escenas de la revolución y de sus principales protagonistas: Pancho Villa y Emiliano Zapata.

Durante la primera guerra mundial (1914-1918) fue cuando la opinión pública occidental empezó a seguir los acontecimientos militares con interés, gracias a que la información llegaba rápidamente y en soporte visual. Los propios militares utilizaron la fotografía aérea para identificar las posiciones enemigas antes de ser bombardeadas.

Hasta entonces, la prensa actuaba con las manos libres y el primer conflicto en el que aparece un verdadero desacuerdo entre los intereses de un Estado y la libertad de información es la primera guerra mundial. En ella se va a verificar que «la primera víctima de una guerra es la verdad».

Los hostilidades estallan en agosto de 1914, y todos los periódicos afirman que va a ser «un paseo militar de verano». Los franceses estaban convencidos de que entrarían en Berlín antes de las Navidades. Y los alemanes pensaban que harían lo mismo en París en igual tiempo. Esa atmósfera de entusiasmo y de inconsciencia la crean los periódicos, que se transforman en órganos de propaganda y rivalizan en histeria nacionalista.

Hay que tener en cuenta que es la primera guerra en la que todos los combatientes están alfabetizados, saben leer, escribir y contar. La enseñanza primaria es obligatoria en todos los países europeos desde el último tercio del siglo xix. La escuela, y el estudio de la historia nacional, han hecho de ellos unos patriotas, les han convertido mayoritariamente en nacionalistas convencidos.

Algunos teóricos dicen que «la geografía sirve para hacer la guerra»; pero, en ese caso, hay que añadir que la historia sirve para hacer a los guerreros. Y la confrontación del 14-18 es la primera en la que se da el enfrentamiento entre este nuevo tipo de combatientes. En este ambiente, la prensa tiene el camino fácil, crea entusiasmo hacia la guerra y hace creer en una victoria próxima. Este conflicto va a conducir a los gobiernos alemán y francés a tomar medidas extremadamente severas con respecto a los medios de comunicación.

 

La nueva censura

Por primera vez los gobiernos consideran que el estado de guerra les autoriza a controlar el contenido de la prensa y, por ejemplo, constituyen grupos de oficiales especializados en la información, que son los únicos acreditados para contactar con los periodistas. La prensa no tiene la oportunidad de informar debidamente y, entre otros impedimentos, los reporteros no pueden entrar en las trincheras hasta finales de 1917. Durante tres años, las trincheras son prácticamente invisibles, sólo existen en el relato de los ex combatientes. Para superar estas dificultades, los periódicos más importantes optan por nombrar a oficiales retirados como corresponsales en el frente.

Se empieza a hablar de «la manipulación de las mentes». Aparecen en Francia las primeras publicaciones satíricas - Le Canard Enchainé - que critican la censura y las versiones de la guerra que dan los periódicos. La prensa alemana, como la francesa o la inglesa, combate el pacifismo por considerarlo una forma de derrotismo. La prensa trata de inculcar en la opinión pública la idea de que se está a punto de ganar; como si se avanzara de victoria en victoria... hasta la derrota final.

De esta manera, la guerra de 1914-1918 crea las condiciones en las que los Estados confiscan la libertad de expresión, la libertad de informar, e imponen la censura. Por razones de interés superior.

 

Llega la radio

Desde los años veinte (y antes también: la proclamación de la revolución bolchevique se hizo por medio de la radio del crucero Aurora) un medio de comunicación logra gran alcance y se desarrolla hasta conseguir la supremacía al final de la década de los cuarenta. Se trata de la radio, considerada como un arma terriblemente eficaz de propaganda y desinformación. En esa época, los Estados esencialmente totalitarios, como Italia y Alemania, van a hacer de la radio un instrumento de lucha ideológica. Como la guerra sin cuartel que entablan, en 1933 y 1934, la radio Munich de Goebbels y la radio Viena de Dollfuss...

También el cine resulta extremadamente importante; en España se ve el «No-Do», se proyectan informaciones cinematográficas en la primera parte de la sesión, presentando la contienda, como ocurrió con la conquista de Etiopía-Abisinia, o la de Bilia, por Italia, como un conflicto maniqueo en el que hay buenos y malos: y la población sólo tiene acceso a la versión oficial de la confrontación.

La radio tiene que convencer a la opinión pública. La idea principal es que una guerra no sólo se gana en el campo de batalla, sino también cuando se conquista el corazón de la población, que constituye la retaguardia. De ahí que las guerras mediáticas hayan cobrado tanta importancia con el tiempo, en primer lugar para que los propios combatientes sepan por qué están luchando y, en segundo lugar, para que la opinión pública apoye este tipo de combate.

El cine de los años cuarenta comparte con la radio los objetivos descritos. Durante esa época vimos cómo EE UU decide intervenir en el segundo conflicto mundial, y cómo el propio Pentágono se hace productor de cine, reclutando a los mejores directores de Hollywood para realizar una serie de películas llamadas «Por qué estamos combatiendo» (Why we fight), que se proyectan en todas las salas del país. Estas producciones tratan de explicar al público por qué se ha de intervenir, cuando inicialmente la opinión pública estadounidense no era intervencionista. La principal propaganda se dirige al propio público, para que conozca lo justo del combate y la maldad del adversario. Se crea una relación gobierno-opinión pública tan fuerte, que es difícil tener un criterio contrario u hostil a la intervención.

Los grandes medios de comunicación crean una cohesión nacional respecto a la guerra - que debe evitar cualquier tipo de fractura - y, en particular, una postura generalizada de apoyo al gobierno. Se manejan elementos de carácter emocional, que aparecen en este momento e inducen a silenciar cualquier expresión de disidencia. Esta situación se confirma en la guerra del 39 al 45, con la intervención de EE UU, ampliamente apoyada por los medios de comunicación. Washington prohíbe que se haga propaganda o se dirijan expresiones de solidaridad hacia la Alemania nazi, la Italia fascista o el Japón imperialista. Es decir, se acepta la idea de que hay una plena solidaridad. Dentro de este marco - la tradición estadounidense permite criticar la forma en que se desarrolla la guerra-, la prensa va a denunciar fuertemente, por ejemplo, al general Patton por su violencia y su forma de conducir las ofensivas en las Ardenas y la invasión de Alemania, que cuestan demasiadas vidas.

De hecho, era usual en EE UU permitir a los reporteros acompañar a las primeras avanzadillas en las ofensivas. Esto no es factible en Francia, donde es imposible criticar a cualquier militar en el momento del conflicto. Pero sí en la tradición norteamericana. Y de hecho hay una serie de ejemplos que muestran cómo por ejemplo en las playas de Normandía los reporteros - entre ellos Robert Capa - rodaron las únicas imágenes que podemos contemplar del desembarco de junio de 1944. Esto no existe en el periodismo europeo, donde los reporteros llegan después de que las batallas estén libradas, como si los periodistas fueran elementos que hay que proteger, a los que como máximo se les puede enseñar ciertas cosas, pero no otras. Como dice el almirante Antoine Sanguinetti: «Las guerras son demasiado violentas para que los civiles las puedan contemplar.»

 

Llega la televisión

La guerra de Corea (1950-1953) es la primera en la que la televisión tiene un papel importante. El conflicto estalla en 1950, cuando la televisión es ya en EE UU el medio de distracción y de ocio dominante. Los telespectadores ven en esta guerra una confrontación típica de la guerra fría, de ideologías enfrentadas, comunista/anticomunista y, en el contexto estadounidense, «antiamarilla».

Ya se había dado una especie de «antiamarillismo» contra Japón, durante la segunda guerra mundial, que algunos analistas describen como verdadero racismo. Tanto en las películas, en los cómics, como en los medios de comunicación de masas, la guerra de Corea se presenta excesivamente caricaturizada y, a veces, de forma plenamente racista. Fundamentalmente, es una confrontación en la que la prensa, la radio y la televisión estadounidenses piensan que hay que ganar para evitar la extensión del comunismo en el mundo.

En 1949, los aliados de EE UU habían sufrido una derrota en China con la victoria de Mao Zeodong sobre Chiang Kai-chek, lo que significó la implantación de un régimen comunista en un país de 600 millones de personas. En Corea, el objetivo común de Occidente (declarado por la ONU, ya que participan en ella australianos, neozelandeses y franceses) es el de contener la expansión comunista. EE UU va a movilizar para esta contienda a más de 500.000 hombres.

La versión de la contienda que los medios de comunicación norteamericanos difunden es unánime, tanto la que presentan los periódicos como las del cine y la televisión.

 

Ruptura en Vietnam

La siguiente inflexión mediática se da en la guerra de Vietnam (1962-1975). En la segunda guerra mundial el enemigo (el nazi) no tenía defensores en los medios de comunicación de los países democráticos. La guerra de Vietnam se presenta con otras características: su larga duración hace que EE UU no pueda perderla, pero tampoco ganarla, creándose una situación de estancamiento que conduce a la ruptura de la adhesión. Los propios combatientes acaban por preguntarse: ¿por qué estamos combatiendo?

Sucede lo mismo que en la guerra de Corea, pero la atmósfera ya no es la misma que durante la guerra fría; no estamos en la era del maccarthysmo, por consiguiente, los medios de comunicación no aceptan las consignas de movilización y adoctrinamiento ideológico que el gobierno de Washington quiere imponer.

De hecho, la prensa va a informar con relativa libertad sobre la descomposición del ejército estadounidense, carente de motivación. Es una guerra difícil que se libra contra un adversario relativamente poderoso, hábil e invisible. Los medios de información se niegan a silenciar los abusos del ejército de EE UU, las ejecuciones masivas de civiles, el uso de armas químicas, la tortura, la destrucción del medio ambiente con la utilización de defoliantes químicos, etc.

Hasta entonces, en ningún país del mundo los medios de comunicación habían denunciado el comportamiento de sus propios soldados durante el desarrollo de una guerra. Por primera vez, el juego de dominó es extremadamente importante en esta relación gobierno-ejército-medios de comunicación-opinión pública. La prensa norteamericana acusa a sus propios soldados de ser unos bárbaros y eso provoca un gran impacto en la sociedad civil.

Los reporteros siguen gozando de las condiciones tradicionales que el ejército de EE UU concede a la prensa: cualquier periodista acreditado recibe automáticamente rango de oficial, pudiendo así integrarse en cualquier misión por peligrosa que ésta sea. Los reporteros son testigos y no producen textos o relatos sonoros que se puedan manipular, sino que las cámaras filman la realidad.

Se ha dicho que fue la primera «guerra televisada». Lo fue en efecto, pero no en directo. Se trata de la primera confrontación filmada para la televisión, aunque no en tiempo real, porque se necesitaba enviar las películas (rodadas en 16 mm) por avión a EE UU y éstas se difundían con 24 o 48 horas de distancia respecto a los hechos.

Existen fotografías célebres, como la de la niña corriendo después de haber recibido napalm. Nadie puede pensar que esa niña es el enemigo que pone en peligro la existencia de EE UU. En este sentido, la prensa ejerce una influencia demoledora sobre la sociedad norteamericana, porque evidentemente nadie quiere enviar a sus hijos a esa guerra. Además, la atmósfera en el seno del ejército es de desmovilización, de degradación moral, uso de drogas, etc. Y resulta fundamental el hecho de que esos soldados no sean «caballeros».

Esto provoca una ruptura entre e! gobierno y la opinión pública estadounidense, que no apoya la guerra al ver que se hace por razones ideológicas y no para salvar a la población. Este ambiente gangrena al país y cuando termina la contienda, con la derrota de Estados Unidos en 1975 - la primera en su historia - se plantea la cuestión de por qué no se ha vencido.

Probablemente, la derrota se debió a razones estratégicas militares y a que el único armamento que no utilizaron los norteamericanos fue el nuclear. Pero esencialmente se pensó que la desmotivación de la opinión pública produjo también la del Estado Mayor. El hecho de que los ciudadanos pudieran presenciar paso a paso la evolución del conflicto, los juicios hechos a auténticos criminales de guerra en el propio EE UU o las críticas a ciertos comportamientos suscitaron la reflexión y desembocaron en un cambio en la relación medios de comunicación-guerra-opinión pública, en el que nos encontramos a partir de entonces.

 

El modelo Malvinas

Los primeros que aprenden la lección de la guerra de Vietnam no son los estadounidenses sino los británicos. El Reino Unido comprende, antes que nadie, lo que ha cambiado para la estrategia militar con el desarrollo de los medios de comunicación. El discurso televisivo es ahora muy convincente y la televisión penetra en todos los hogares. El espectador es testigo de un acontecimiento militar, y eso provoca gran perturbación en la manera de concebir el desarrollo de los conflictos. Resulta indispensable reflexionar sobre ello. El primer conflicto que va a ser tratado de otra forma será la guerra de las islas Malvinas en 1982.

Las lecciones de la guerra de Vietnam conducen al Estado Mayor británico a establecer otra estrategia para relacionarse con los medios de comunicación de masas; la zona del enfrentamiento es idónea, ya que por definición está aislada y constituye un escenario muy lejano.

La primera lección es que en un conflicto el papel de bueno - para los medios - es el de la víctima. Uno de los primeros objetivos será, pues, aparecer como víctima. Crear una imagen muy agresiva, muy negativa, muy amenazante, del adversario.

La segunda lección es que la guerra es peligrosa y que los periodistas corren peligro si se acercan al frente. Hay que protegerlos pues, evitando que se aproximen a los lugares donde se intercambian disparos. Los británicos no quieren dejar que el conjunto de la población sea testigo de los combates, basándose en que las guerras son demasiado complicadas para que la opinión pública las pueda conocer directamente.

De este modo, Londres selecciona bajo su criterio, a un grupo de reporteros con el pretexto de la lejanía del conflicto. Los medios van a insistir en el hecho de que en Argentina existe una dictadura militar muy cruel, y también que esa dictadura ha ocupado militarmente las Malvinas.

Con este sistema, los periodistas ingleses sólo pueden cubrir ese conflicto bajo protección del ejército británico. Cuando la escuadra inglesa llega a la zona de enfrentamiento, el buque que transporta a los periodistas queda en la periferia, alejado del lugar de los combates, y allí reciben la información. Por tanto, ésta llega a través del Estado Mayor y los medios de comunicación no van a tener ninguna posibilidad de acceder directamente al lugar del conflicto, por más que se encuentren en el escenario de las Malvinas.

Se libran batallas que demuestran que los británicos no son invencibles, que la aviación argentina es muy eficaz, que utiliza armas modernas. Los medios de comunicación ingleses se refieren a la guerra como a un conflicto fácil, un paseo militar. Menos la BBC (British Broadcasting Corporation), que es la única que no acepta manipulación y amenaza con pedir material a la propia televisión argentina para mostrar otro punto de vista.

Pero en la práctica se presenta globalmente como una guerra ideal para la opinión pública. Una guerra sin violencias gratuitas, sin víctimas inocentes, en la que el comportamiento británico aparece como caballeresco, generoso. Este fenómeno de censura va a funcionar y los británicos serán capaces así de proponer a todos los ejércitos del mundo un modelo de manipulación inteligente de los medios de comunicación.

Es el modelo que se va a aplicar a partir de entonces, en todos los conflictos en los que intervienen las grandes potencias. A partir de ahora la guerra solamente podrá verse cuando los implicados sean pequeños Estados.

Entramos en un universo en el que la idea de que las guerras son transparentes ha sido abandonada. Desde Vietnam, en las guerras sólo se filma la versión que conviene dar del conflicto, la que el «ministro de la guerra» de la potencia correspondiente quiere dar a conocer.

 

Granada, 1983

La siguiente guerra en la que interviene una gran potencia es la invasión de la isla caribeña de Granada por parte de EE UU, en 1983. Todo se presta a la aplicación del modelo de las Malvinas. Los periodistas no pueden acompañar a las tropas en el desembarco, que se desarrolla durante cuatro o cinco días, por lo que no existen imágenes de éste.

El Pentágono se excusa diciendo que es una guerra «peligrosa» para los corresponsales y que «las tropas cubanas» que se encuentran en la isla están ofreciendo una resistencia importante. Así que cuando llegan los reporteros está todo ocupado y la guerra ya no presenta aspectos desagradables. Será la primera vez que las grandes cadenas de televisión estadounidenses llevarán ajuicio al gobierno por haber violado la primera enmienda de la Constitución de EE UU sobre la libertad de prensa.

 

Panamá, 1989

El segundo conflicto en el que el modelo de las Malvinas se aplica ya establemente es la toma de Panamá en 1989, donde los estadounidenses van a utilizar un método más sofisticado.

Al igual que en Granada, en Panamá no hay testigos durante las primeras horas del ataque, el período más difícil; y la nueva estrategia utilizada por EE UU en esa intervención se basa en que se lleva a cabo al mismo tiempo que la caída del régimen de Ceaucescu en Rumania, el 20 de diciembre de 1989, con el mundo entero ocupado en ver en directo por televisión los combates callejeros de Bucarest.

Las cadenas de televisión más importantes rompen su programación, e incluso emiten durante 24 horas lo que está ocurriendo en Rumania.

Mientras el mundo entero está entretenido viendo los hechos de Rumania, EE UU, utilizando lo que se llama un «efecto biombo», interviene en Panamá y sabe que, en realidad, aparte de los países hispanoamericanos, en el resto del mundo el efecto mediático será secundario.

Prácticamente no hay imágenes de lo que ocurrió en Panamá, y la versión estadounidense muestra al presidente Noriega como traficante de drogas, causante de todos los acontecimientos. Hoy día sabemos que si los conflictos de Rumania y Panamá hubiera que medirlos por el número de víctimas, los resultados serían los siguientes: en Rumania los muertos no llegaron a 1.000, mientras que en Panamá resultaron más de 4.000. Sin embargo, la cobertura mediática de Rumania fue infinitamente más importante en número de horas de televisión.

Una vez puesto en práctica este modelo, se aplicará más estrictamente en la guerra del Golfo y actualmente es la pauta oficial de todos los países que pertenecen a la OTAN. En septiembre de 1986 se publicó un informe elaborado por la Alianza Atlántica sobre cómo comportarse con los medios de comunicación en caso de conflicto, siguiendo el modelo exacto de la estrategia británica en las Malvinas.

A los gobiernos no les importa ya que los especialistas acudan después del conflicto a contar lo que en realidad aconteció. Lo que les interesa preservar es que, en el momento en que se desarrolla el conflicto, haya una sagrada unidad de criterios. La que existió en la guerra de Corea, así como en la primera y segunda guerras mundiales: dar una única versión y designar como traidor a todo aquel que aparezca como disidente. En realidad, muchos periodistas no se dieron cuenta de que las guerras ya no se podían filmar. Por eso les pilló desprevenidos la guerra del Golfo (1990-1991).

 

La era de la sospecha 

Escepticismo. Desconfianza. Incredulidad. Tales son los sentimientos dominantes entre los ciudadanos respecto a los media, y muy particularmente a la televisión. Confusamente, se percibe que algo no marcha en el funcionamiento general de la información. Sobre todo desde 1991, cuando las mentiras y las mistificaciones de la guerra del Golfo - «Irak, cuarto ejército del mundo», «la marea negra del siglo», «una línea defensiva inexpugnable», «los ataques quirúrgicos», «la eficacia de los Patriot», «el bunker de Bagdad», etc. - chocaron profundamente a los telespectadores; algo que confirmó la gran impresión de malestar que ya habían suscitado asuntos como el falso enterramiento de Timisoara... y se ha prolongado ad nauseam después en cada mega-acontecimiento: de la Somalia de 1992 a la muerte de Diana en 1997.

Nadie niega la indispensable función de las comunicaciones de masas en una democracia. La información es esencial para la buena marcha de la sociedad. No hay democracia posible sin una buena red de comunicaciones y sin el máximo de informaciones. Gracias a la información el hombre vive como un hombre libre. Todo el mundo está convencido de esto. Y, sin embargo, los media han entrado en una era de sospecha.

No es la primera vez que esto ocurre. Durante decenios - años sesenta y setenta - se reprochó especialmente a la televisión ser un «instrumento del poder» y querer «manipular los espíritus» para el beneficio electoral del partido dominante. Esta primera etapa en la desconfianza, esencialmente política, terminó en numerosos países (en Francia en 1982) con el fin del control directo ejercido por los gobiernos sobre la información televisada, y la creación de instancias de regulación (Alta Autoridad, Comisión Nacional o Consejo Superior) del audiovisual. No es el caso de España y eso es algo que sigue siendo escandaloso.

La segunda era de la sospecha no tiene el mismo carácter. Se basa en la convicción de que el sistema informacional no es fiable, que tiene fallos, que da pruebas de incompetencia y que puede - a veces a pesar suyo - presentar enormes mentiras como verdades. De ahí la inquietud de los ciudadanos.

Nos encontramos ante un giro en la historia de la información. En el seno de los media, desde la guerra del Golfo, en 1991, la televisión ha tomado el poder. Ahora es ella la que da el tono, quien determina la importancia de las noticias, quien fija los temas de la actualidad. Hasta hace poco tiempo, el telediario de la noche se organizaba sobre la base de las informaciones aparecidas el mismo día en la prensa escrita; se encontraba en él la misma clasificación de la información, la misma arquitectura, el mismo orden. Ahora ocurre a la inversa. Es la televisión quien dicta la norma, es ella quien impone su orden y obliga a los otros media, en particular a la prensa escrita, a seguirle. Con motivo del asunto de Timisoara, en diciembre de 1989, los responsables de los periódicos admitieron públicamente que, impresionados por las imágenes vistas en la televisión, habían reescrito el texto de su enviado especial, que no hablaba de la fosa de cadáveres descubierta.

De ese día arranca una nueva etapa en la evolución de la información. Un media central - la televisión - produce un impacto tan fuerte en el ánimo del público que los otros media se sienten obligados a acompañar este impacto, mantenerlo, prolongarlo.

Si la televisión ha conseguido imponerse así no ha sido solamente porque propaga un espectáculo, sino porque se ha convertido en un medio de información más rápido que los otros. Tecnológicamente apta, desde finales de los años ochenta, mediante la emisión por satélite, para transmitir imágenes a la velocidad de la luz.

Poniéndose a la cabeza en la jerarquía de los media, la televisión impone a los otros medios de información sus propias perversiones. En primer lugar, su fascinación por la imagen. Y esta idea fundadora: sólo lo visible merece información. Lo que no es visible y no tiene imagen no es televisable, por tanto, no existe.

Los acontecimientos productores de imágenes fuertes (violencias, catástrofes, sufrimientos) toman, en este contexto, la delantera en la actualidad: se imponen a los otros temas incluso si su importancia es en absoluto secundaria. El shock emocional que producen las imágenes - sobre todo las de dolor y muerte - no puede compararse con el que pueden producir los otros media, incluida la fotografía (basta con observar la crisis actual del fotorreportaje, cada vez más ganado por la prensa del corazón).

 

Obligada a seguirla, la prensa escrita puede recrear la emoción sentida por los telespectadores, en textos que planean sobre el mismo registro afectivo, sentimental, dirigiéndose al corazón y no a la razón. Consecuencia: las crisis, incluidas las más graves, de las que no hay imágenes, son despreciadas, incluso por los media tenidos por serios.

Esta ley de base de la información moderna no es ignorada por los poderes políticos, que intentan usarla en su beneficio. Así, cuando se trata de cuestiones delicadas y comprometedoras, vigilan celosamente a fin de que ninguna imagen circule. Se trata de una forma selectiva de censura. Los relatos escritos, los testimonios orales pueden en rigor difundirse. Jamás producirán el mismo efecto. El peso de las palabras no vale lo mismo que el shock de las imágenes. Pues, como afirman los expertos en comunicación, la imagen desvía o anula el sonido y es el ojo el que lo lleva hacia el oído. También algunas imágenes son hoy objeto de rigurosa vigilancia. O más bien, algunas realidades están estrictamente prohibidas en lo que respecta a su conversión en imágenes. Es el medio más eficaz para ocultarlas. No hay imagen, no hay realidad.

Como se ha señalado en otros capítulos, desde la guerra del Vietnam, los estados mayores de los ejércitos ya habían comprendido esto. Y ninguna guerra después, ni siquiera las conducidas por Estados democráticos, ha sido objeto de transparencia en materia de información. Astucias, mentiras, silencios, se han convertido en la norma, como se pudo constatar con motivo de las crisis de las Malvinas en 1982, de Granada en 1983, de Panamá en 1989 y, en fin, del Golfo en 1991. No ha sido únicamente el ejército quien lo ha entendido de esta forma. La mayoría de los organismos públicos o privados lo saben tan bien que se han dotado masivamente de agregados de prensa y encargados de comunicación. Su función: practicar la versión moderna, «democrática», de la censura. Que reposa en dos figuras de primer orden: la retención, en su forma clásica de información nula; y la saturación, forma contemporánea de la edad de la comunicación: el periodista se hunde, literalmente, bajo una avalancha de datos, dossiers, más o menos interesantes, que le movilizan, le ocupan y, como un señuelo, le distraen de lo esencial. Además, esto estimula su pereza: ya no hay que buscar la información, llega sola.

Dos lógicas se enfrentan: la del «todo imagen» querida por la televisión, y la del «cero imagen» defendida por los poderes. La primera conduce a abusos cada vez más frecuentes, como la elaboración de falsedades, el recurso discreto a los archivos (ejemplo, el cormorán bretón presentado como una gaviota del Golfo víctima de la «marea negra»), la reconstrucción de escenas con ayuda de actores o de imágenes de síntesis, la llamada a los videoaficionados que hayan filmado «en vivo» acontecimientos sin importancia, etc.

La otra lógica tiene un nombre, se llama censura. Pero no solamente porque en un Estado de derecho el estatuto de la imagen esté reglamentado. No se filma cualquier cosa o a cualquier persona. Es necesario contar con autorización para penetrar con las cámaras en los hospitales, en las cárceles, en los cuarteles, en las comisarías, en los asilos... Esto se puede entender; tiene que ver con el respeto a la persona.

Los militares han querido hacer extensible este razonamiento a cualquier zona de combate. Pero la guerra, cualquier guerra, es consecuencia de lo político y afecta directamente a los ciudadanos que tienen el deber de informarse y el derecho a estar informados. Los periodistas en la guerra del Golfo ¿hicieron bien aceptando la lógica de los militares, la de los pools? Era, inevitablemente, hacerse cómplices de sus mentiras.

Tal enfrentamiento de lógicas contradictorias se produce en un momento en que la televisión, que ha experimentado un gran salto tecnológico, puede presentar, en directo e instantáneamente, imágenes de cualquier punto del planeta. Puede seguir ya un acontecimiento (sucesos o crisis internacionales) en toda su extensión. Puede también, gracias a las transmisiones por satélite y a las conexiones múltiples, transformar un acontecimiento en asunto central del planeta, haciendo reaccionar a los principales dirigentes del mundo, a las personalidades más destacadas, obligando a los otros media a seguirla, a amplificar la importancia del acontecimiento, a confirmar su gravedad y a convertir en urgencia absoluta la resolución del problema. ¿Quién puede escapar a este tam-tam planetario? Tiananmen, Berlín, Rumania, el Golfo, Somalia, Ruanda, Diana, etc., sacuden con tal fuerza el curso de la actualidad, que todo el resto de la información se difumina, se amortigua, se disipa. Hasta el punto de que otros hechos importantes pueden disimularse tras el paraguas de los media y escapar a la atención del mundo.

También esto lo han comprendido los poderes y se aprovechan de la distracción de la aldea planetaria, ocupada en seguir con pasión un gran «drama» de la información, para llevar a cabo cualquier acción criticable. Así, Estados Unidos se aprovechó de la emoción despertada por la «revolución» rumana, en diciembre de 1989, para invadir, en las mismas fechas, Panamá; Moscú se servirá de la guerra del Golfo para intentar arreglar sus problemas bálticos y para sacar a Eric Honecker de Alemania. El gobierno israelí explotará los espectaculares ataques de los Scud iraquíes en 1991 para reprimir, de manera aún más severa, a las poblaciones civiles palestinas de Cisjordania y Gaza. Clinton intentará desviar la atención de los media de sus asuntos personales (asunto Lewinski, en enero de 1998) relanzando artificialmente las tensiones militares en la región del Golfo, etcétera.

 

A pesar de estos peligros, la información televisada se abandona a la embriaguez del directo, parece poseída por un furor de conectar, de multiplicar, de enlazar... La guerra del Golfo elevó esta nueva fiebre hasta el paroxismo. La televisión exhibió, literalmente, sus modernas capacidades tecnológicas, su dominio (no siempre perfecto) de las conexiones múltiples: Washington, Ammán, Jerusalén, Dahran, Bagdad, El Cairo... se sucedían vertiginosamente en la pantalla, en una especie de autozapping ensordecedor, enervante, fascinante. Después, todas las cadenas han imitado a la CNN y el menor acontecimiento nacional (matrimonio principesco) o internacional (viaje del papa a Cuba, por ejemplo, en enero de 1998) dan lugar a una histeria de los enlaces, a una locura de conexiones con decenas de «enviados especiales».

Ahí está, por otra parte, la función principal: en esta aptitud para llegar hasta el fin del mundo. Pues, por lo demás, esta «tele-visiófono» suena a hueco. Además, al multiplicar las conexiones, obliga a los corresponsales a permanecer cerca de las antenas móviles, impidiéndoles ir en busca de las fuentes y las informaciones. La permanente solicitud desde los estudios centrales obliga por otra parte a los reporteros a enlazar ellos mismos con otros media llenando así, en bucle, el sistema informacional de rumores diversos, de declaraciones sin importancia y de hechos no verificados. Lo importante, lo esencial, es que el sistema funcione; que la máquina «comunique». Y no que informe. Tal es el principio sobre el que se organiza la cadena CNN convertida desde 1991 en el modelo a imitar.

La consecuencia de esta nueva situación, de esta fascinación por el directo, el Uve, el tiempo real es el cambio de modelo de representación del telediario. Este espectáculo, estructurado como una ficción, ha funcionado (y funciona todavía) sobre una dramaturgia de tipo hollywoodiense. Es un relato dramático en el que se suceden, en una mezcla de géneros, de golpes de teatro y de cambios de tono (en torno a tres registros centrales: amor, muerte, humor) y reposan sobre el atractivo principal de una star, es decir, el presentador único: Walter Cronkite ayer, Dan Rather hoy. En el cine, lo atrayente no es la historia de La dama de las camelias o de Madame Bovary que todos conocen, sino cómo Greta Garbo o Isabelle Huppert reencarnan esos personajes; de la misma manera en el telediario la información principal no es lo que ha pasado sino cómo el presentador nos lo cuenta.

Este modelo está siendo reemplazado actualmente por otro: el del periodismo deportivo. Lo importante son las imágenes del acontecimiento sobre el cual, como en un partido, no hay gran cosa que decir. El comentario es mínimo y el papel del presentador disminuye. El periodista se presta a añadir un mínimo de informaciones pues es la fuerza de la imagen lo que importa. Lo mismo que se puede seguir un partido suprimiendo el sonido, se pueden prácticamente seguir los acontecimientos suprimiendo los comentarios. En el momento de la caída del muro de Berlín, los presentadores de los telediarios que se habían desplazado decían, mirando a la cámara, mientras que detrás de ellos corría la gente del Este hacia el Berlín opulento: «Mirad, estáis viendo cómo se hace la historia ante vuestros ojos.»

La televisión cree que ahora puede mostrar «la historia mientras se hace»; y que cada uno es lo suficientemente adulto como para comprenderla. Como si fuera suficiente ver un acontecimiento para comprenderlo.

Por esto se abre paso una concepción de la información en la que cada vez se valora menos el trabajo del periodista. Así, desde el momento en que un acontecimiento estalla en cualquier lugar, los media - sobre todo la radio y la televisión - han adoptado la costumbre de establecer contacto con alguien que se encuentre allí (basta que hable el idioma del país que se trate) que dice lo que sabe. Incluso aunque sea poco, incluso aunque sea falso, incluso aunque se trate sólo de un rumor. Lo importante es la conexión y su efecto de realidad: el que habla está en el lugar de los hechos y esto es una garantía de autenticidad, es un «verdadero» testimonio, y eso es bastante. Residuo (ruina) de la fascinación por el periodismo de investigación: un «testigo» se convierte, en la ideología del directo, en un valor absoluto. Hasta el punto de que se intenta transformar al periodista en simple testigo (palabra que viene del griego y que quiere decir mártir).

 

Se envía al periodista a lugares que no conoce, de los que no sabe ni el contexto sociopolítico, ni la historia, y apenas ha desembarcado su cadena contacta ya con él, le pregunta, en caliente, sus primeras impresiones. Es necesario que vaya rápido, muy rápido: «Slow news, no news», tal es el eslogan de la CNN. Todo eso lo hace «vivo», todo «comunica». Es lo esencial.

Frente a estos cambios, el telespectador se queda desconcertado, desorientado. De ahí su malestar. Desorientado porque lo que también cambia - sin que las propias cadenas se den cuenta - es la instancia que otorga la credibilidad.

¿Por qué se cree en un discurso audiovisual de información? En la historia de la información audiovisual ha habido dos modos de credibilización, y nos encontramos hoy en el umbral del tercero. Primero fueron los espacios de actualidad antes de las proyecciones cinematográficas. Cada semana, las salas de cine presentaban un acercamiento a la actualidad nacional y mundial en imágenes y sonido. Se creía un discurso a causa del comentario en off, que fijaba el sentido de las imágenes (Chris Marker en Carta de Siberia demostró definitivamente la importancia semántica del comentario sobre las imágenes) y hacía ese sentido aceptable, evidente. El comentario lo profería una voz anónima, no identificada (sin aparecer en los títulos de crédito); era la voz de una abstracción, de una alegoría: la de la información. Esta voz, nítidamente teológica, hablaba a los espectadores en la oscuridad y el silencio de la sala. Y se la creía.

El telediario de modelo hollywoodiense, el que inspiró a comienzos de los años setenta, en Estados Unidos a Walter Cronkite en la CBS, se creía por razones estrictamente opuestas. La voz que hablaba tenía un rostro y un nombre; estaba perfectamente identificada, era la del presentador que hablaba a los telespectadores (gracias al prompter) mirándoles a los ojos; les hablaba cada noche, era recibido en casa. Se establecía con él una relación de confianza, de conocimiento. Y un conocido, que te habla mirándote a los ojos, no puede mentir. Por este hecho, la credibilidad de la información era mayor en la televisión que en los otros media.

En los nuevos formatos, la figura del presentador se difumina. La información «en directo y en tiempo real» no puede reposar en un presentador único, lo desdibuja. Por otra parte, los pasajes por el estudio central son fugaces, funciona sobre todo como centro de selección, como cruce, pero lo importante es la red, la malla de corresponsales, la multiplicación de conexiones, en resumen, el parpadeo permanente de un sistema, que ahora ocupa el espacio central. Es un tinglado de estimulación electrónica el que se muestra, que funciona, que «comunica». Y, por el momento, los telespectadores carecen todavía de signos para establecer con tal maquinaria una relación de confianza, que es indispensable para la credibilidad. Llegará, quizá, cuando la familiaridad y la confianza respecto a los microordenadores, Internet y otras «máquinas inteligentes» hayan convencido de que se puede creer en la máquina informacional.

Pero nada se asemeja, por el momento, en la voz abstracta de la información a la presencia sonriente de un presentador. Frente al ciudadano se conecta, se multiplica, se circula por la red, en resumen, se «comunica», pero el ciudadano siente confusamente que eso le excluye.

La televisión, hay que saberlo, no es una máquina para producir la información sino para reproducir los acontecimientos. El objetivo no es hacernos comprender una situación, sino hacernos asistir a un acontecimiento. A los males de la política, gangrenada por la corrupción y por la debilidad de las ideologías, se han añadido, desde hace algún tiempo, la desconfianza, la repulsión respecto a los periodistas y los media.

 

La guerra del Golfo, Somalia, Ruanda, Diana y tantos otros tele-eventos (repicados por la prensa y la radio) han acabado por desconcertar a los ciudadanos. Además, esta decepción llega en un momento en que el periodismo, en tanto que «cuarto poder», se presentaba como un recurso posible contra los abusos de los otros tres; la garantía, para los ciudadanos, de un control democrático. Adornado con los calificativos más engañosos - independiente, probo, honesto y riguroso - el periodista emergía de la descomposición general y aparecía como un auténtico paladín de la verdad, como el aliado fiel del ciudadano desamparado.

El asunto Watergate, en los años setenta, y el papel que desempeñaron algunos periodistas, vinieron a confirmar que incluso el hombre más poderoso del planeta - el presidente de Estados Unidos - no podía resistir a la fuerza de la verdad cuando estaba defendida por reporteros sin tacha, incorruptibles. Richard Nixon, hundido por las revelaciones del Washington Post, tuvo que dimitir en 1979.

En el curso de los años siguientes el periodista fue, verdaderamente, presentado como el «héroe positivo» de las ficciones del «realismo democrático» (lo mismo que el obrero modelo, «el hombre del mármol» era antes el héroe positivo de las ficciones socialistas). ¿Cuántos films, docudramas, emisiones se han consagrado a su gloria, a su gesta o a su martirio?

A lo largo de todo el decenio de los ochenta, mientras se hundían - se decía - las ideologías y desaparecían la mayor parte de los intelectuales de renombre, se alzaba la figura del valiente periodista. Algunos de ellos, en Francia y en otras partes, se convertían en nuevos maitres á penser. Consultados como oráculos por los grandes media, escuchados por los políticos, seguidos por los ciudadanos, algunos de esos vaticinadores consiguieron incluso aparecer a los ojos de la mayoría (nueva prueba de la derrota del pensamiento) con el estatuto de «verdaderos pensadores de nuestro tiempo».

Hoy caen del pedestal. Y deben afrontar los sarcasmos y la desconfianza de los ciudadanos. Muchos de ellos comparten, además, esta desconfianza (el 84 por 100 de los periodistas estiman haber sido «manipulados» durante la guerra del Golfo). Sin duda la mala imagen actual es, en parte, tan inmerecida como lo era la anterior mitificación. El público siente que su mejor o peor participación en la vida cívica, y, por tanto, la calidad de la democracia, depende de que cuente con una información de calidad. Pero el ciudadano se ha dejado acunar por los halagos de la televisión que le prometía informarle divirtiéndole, presentarle un espectáculo lleno de primeros planos de actualidad, apasionante como una película de aventuras. Se trata evidentemente de una contradicción. Ante una información que sigue hoy hasta el paroxismo la lógica del suspense y del espectáculo, el ciudadano empieza a comprender los riesgos que le hacen correr su abandono y su fascinación. Descubre que informarse cuesta. Y que ese es el precio de la democracia.

 

Nuevos imperios mediáticos

Rupert Murdoch

Magnate de los media de Australia (donde posee un centenar de periódicos y varias cadenas de radio y televisión), Rupert Murdoch se hizo célebre a mediados de los años ochenta rompiendo los sindicatos obreros de artes gráficas (muy ligados al Partido Laborista) con el apoyo firme del gobierno Thatcher. Actualmente controla un tercio de la tirada de los diarios británicos, particularmente con The Sun, el prestigioso The Times y sus respectivos dominicales, News of the World y Sunday Times. Pero todo esto representa sólo una parte muy pequeña del imperio News Corp. (10.000 millones de dólares como cifra de negocios) y que en el Reino Unido controla asimismo la British Sky Broadcasting (BSkyB), una red de televisión de pago por satélite y por cable que cuenta con seis millones de abonados, una de las sociedades más rentables de la Bolsa de Londres, sin ningún competidor local y que posee además el control de la primera oferta de televisión digital por satélite en Gran Bretaña.

News Corporation, de la que Rupert Murdoch posee el 30 por 100 de las acciones, es el ejemplo típico del gran grupo multimedia contemporáneo. En Estados Unidos controla las ediciones Harper Collins (550 millones de dólares de beneficios en 1995) (31); el diario New York Post; varias revistas, entre las que se cuenta TV Guide: la productora Twenty Century Fox (que produce, entre otras, la serie televisiva Expediente X); la red de televisión Fox Network; una cadena popular de televisión por cable, la FX; una cadena de información ininterrumpida, la Fox News Channel (que rivaliza con la CNN del grupo Time-Warner, con la MSNBC, creada por Microsoft y con la cadena NBC de General Electric); una empresa de marketing y promoción, la Heritage Media; así como una veintena de servidores Web en Internet. En el campo de la tecnología digital, Rupert Murdoch acaba de invertir mil millones de dólares para ofrecer, aliado con Echostar y la compañía telefónica MCI, un conjunto de más de 200 cadenas a los telespectadores estadounidenses.

En asociación con las sociedades japonesas Sony y Foftbank, Murdoch ha entrado también en el proyecto de televisión por satélite Japan Sky Broadcasting (JSkyB) y se propone difundir 150 cadenas para el público japonés en la primavera de 1998. Su grupo posee ya una cadena de televisión por satélite, la Star TV, que difunde decenas de programas con dirección a Japón, China, India, el sureste asiático y el este africano.

Esta profusión de alianzas sin fronteras, de fusiones y de concentraciones - de las que Rupert Murdoch es un ejemplar arquitecto - caracteriza el universo actual de los media.

 

La sociedad de la información global

En los tiempos de la mundialización de la economía, de la cultura global (world culture) y de la «civilización única» se pone en marcha lo que algunos denominan la «sociedad de la información global» (Global Information Society). Esta se desarrolla conforme se acelera la expansión de las tecnologías de la información y de la comunicación, que muestran una tendencia a invadir todos los campos de la actividad humana y a estimular el crecimiento de los principales sectores económicos. Como una inmensa tela de araña a escala planetaria, se extiende una «infraestructura de información global» (Global Information lnfrastructure), aprovechándose especialmente de los progresos en materia de digitalización y favoreciendo la posibilidad de interconexión de todos los servicios ligados a la información y a la comunicación. De forma especial estimula la imbricación de los tres sectores tecnológicos - informática, telefonía y televisión - que convergen y se funden en el multimedia y en Internet.

En el mundo hay 1.260 millones de televisores (de los que más de 200 millones están conectados al cable y alrededor de 60 millones abonados a una oferta digital), 690 millones de abonados al teléfono (de los que alrededor de 80 millones son teléfonos móviles o celulares), unos 200 millones de ordenadores personales (de los que cerca de 100 millones están conectados a Internet.) Se calcula que, en el año 2000 o en el 2001 la potencia de la red Internet superará a la del teléfono, que el número de usuarios de la red oscilará entre los 600 y los 1.000 millones y que el sistema contará con más de 100.000 servidores comerciales (32). La cifra de negocios de las industrias mundiales de la comunicación, en sentido amplio, podría elevarse en cinco años a 2 mil millardos de dólares, es decir, el equivalente a, aproximadamente, el 10 por 100 de la economía mundial (33).

Los gigantes industriales de la informática, de la telefonía y de la televisión saben que los negocios del futuro se encuentran en estos nuevos filones que abre ante sus ojos, fascinados y codiciosos, la tecnología digital. Sin embargo, no ignoran que a partir de ahora su territorio ya no estará delimitado, ni mucho menos protegido, y que los mastodontes de los sectores próximos se ciernen sobre él con instintos carniceros. La guerra en el campo de la comunicación se libra sin tregua y sin cuartel. Aquel que se dedica a la telefonía quiere hacer televisión, y viceversa. Todas las redes, en especial las vendedoras de flujos de energía y comunicaciones y que disponen de una malla sobre el territorio (electricidad, telefonía, agua, gas, ferrocarriles, sociedades de autopistas, etc.) aspiran a controlar una parte del nuevo El Dorado: el multimedia.

De una punta a la otra del planeta, los combatientes son los mismos, las empresas gigantes convertidas en los nuevos amos del mundo: ATT (que domina la telefonía a escala planetaria), el dúo MCI (segunda red telefónica estadounidense) - BT (ex British Telecom), Sprint (tercer operador norteamericano de larga distancia), Cable & Wireless (que controla especialmente Hongkong Telecom), Bell Atlantic, Nynex, Us West, TCI (el distribuidor de televisión por cable más importante), NTT (primer grupo japonés de telefonía), Disney (que ha absorbido la red de televisión ABC), Time-Warner (que posee la CNN, la News Corp, IBM y Microsoft - que domina el mercado del software informático - ), Netscape, Intel, etc.

 

Fusiones y concentraciones en Europa

Todas estas batallas enfrentan en el continente europeo a grupos cuyos intereses cruzados y porcentajes recíprocos de participación son múltiples; News Corp, PEARSON {The Financial Times, Penguin Books, BBC Prime), Bertelsmann (primer grupo alemán de comunicación), Leo Kirch, CLT (RTL), Deutsche Telekom, Stet (primer grupo italiano de telefonía), Telefónica, Prisa (primer grupo español de comunicación). France Télé-com, Bouygues, Lyonnaise del Eaux, Genérale des Eaux (que ya domina Canal Plus y Havas en Francia), etc. Las tomas de control y las fusiones se multiplican. Sólo en el año 1993 se habrían producido en Europa un total de 895 fusiones de sociedades de comunicación (34).

En esta nueva mutación del capitalismo, la lógica dominante no es la alianza sino la absorción, de manera que pueda extraerse beneficio de los conocimientos y la competencia de los mejor situados en un mercado que fluctúa al ritmo de aceleraciones tecnológicas imprevisibles o de entusiasmos sorprendentes por parte de los consumidores (véase el boom de Internet). El núcleo central de la nueva situación es el flujo de datos que crece sin cesar: conversaciones, informaciones, transacciones financieras, imágenes, signos de todo tipo, etc. Esto afecta por una parte a los media que producen éstos (editoriales, agencias de prensa, periódicos, cine, radio, televisión, páginas Web, etc.) y, por otra parte, al universo de las telecomunicaciones y de los ordenadores que los transportan, los tratan y los elaboran.

El objetivo que persigue cada uno de los titanes de la comunicación es el de convertirse en el interlocutor único del ciudadano. Quieren estar en condiciones de suministrarle a la vez noticias, entretenimiento, cultura, servicios profesionales, informaciones financieras y económicas... y situarlo en un plano de interconexión potencial a través de todos los medios de comunicación disponibles: teléfono, fax, videocable, pantalla de televisor, red Internet.

En esta línea, el consorcio Iridium (que agrupa a las empresas Stet, Sprint, Lockheed, McDonnell Douglas y Verbacom, alrededor de Motorola) proyecta lanzar 66 satélites de telecomunicaciones de órbita baja (778 kilómetros de la Tierra) a fines de 1999 para envolver al planeta en una malla virtual que permita crear una red de telefonía celular que cubra la totalidad de los cinco continentes de una forma homogénea. Otros diez proyectos de «constelaciones de satélites» prevén el lanzamiento de unos mil satélites en los próximos cinco años (35). Lo que ha puesto en estado de irrefrenable euforia a los fabricantes y concesionarios de sistemas de lanzamiento de satélites, entre los que se encuentran los europeos de Ariane, metidos a su vez en la batalla planetaria por el control de la comunicación.

 

El «libre flujo de la información»

Para que todas estas infraestructuras posean una utilidad es preciso lograr antes que las comunicaciones puedan circular sin trabas a través del planeta, como el viento sobre la superficie de los océanos. Por esta razón y en la corriente de la globalización de la economía, Estados Unidos (primer productor de nuevas tecnologías y sede de las principales empresas) ha puesto toda su influencia en la batalla de la desregularización, para abrir las fronteras de un número de países cada vez mayor al «libre flujo de la información», es decir, a los mastodontes norteamericanos de las industrias de la comunicación y del ocio (36).

Cuatro conferencias internacionales - Ginebra, 1992; Buenos Aires, 1994; Bruselas, 1995; y Johanesburgo, 1996 - permitieron al presidente William Clinton, y sobre todo a su vicepresidente, Albert Gore, popularizar entre los principales mandatarios políticos del mundo sus tesis sobre la «sociedad de la información global». Por otra parte, durante los debates de clausura de la Ronda Uruguay del GATT en 1994, Washington abrió paso a la idea de que la comunicación debe ser considerada como un simple «servicio» y, en este sentido, regirse por las leyes generales del comercio.

Las telecomunicaciones básicas representan un mercado de 552 mil millones de dólares, constituyen uno de los campos más rentables del comercio mundial y su crecimiento se estima entre un 8 y un 12 por 100 anual. En 1985 el tiempo dedicado a escala mundial por parte de los usuarios de las telecomunicaciones (para hablar, usar el fax o transmitir datos) era de 15 mil millones de minutos; en 1995 alcanzaba los 60 mil millones de minutos; y en el 2000 superará los 95 mil millones de minutos (37). Mejor que cualquier argumentación, estas cifras explican las bazas formidables que entraña la liberalización de las comunicaciones. En noviembre de 1996, Estados Unidos logró por fin en Manila, durante la cuarta cumbre de la APEC (Cooperación Económica Asia-Pacífico) la apertura de los mercados de los países de esta región a las tecnologías de la información con el horizonte del año 2000 (38). En esta misma línea, en diciembre de 1997, la reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) recomendaba en Singapur una «completa liberalización del conjunto de los servicios de telecomunicaciones sin ninguna restricción general». Y en marzo de 1997, bajo la jurisdicción de la OMC, 68 países firmaron en Ginebra un acuerdo sobre las telecomunicaciones, que abría los mercados nacionales de decenas de Estados a los grandes operadores estadounidenses, europeos y japoneses.

Por su parte, la Unión Europea ha decidido, a partir del 1 de febrero de 1998, la completa liberalización de los mercados de la telefonía (sin distinción entre los diversos soportes, cable, radio o satélite). Desde esta perspectiva y en previsión de feroces competencias en el seno de cada mercado nacional, han sido desmantelados poco a poco los monopolios y privatiza-dos los operadores públicos. British Telecom, convertida en BT, y Telefónica en España, han sido ya privatizadas. Por su parte, France Télécom situó en el mercado el otoño de 1997 un primer tramo de su capital, reforzando su asociación con el operador público alemán Deutsche Telecom, que también será privatizado antes del año 2000. Por otro lado, los dos operadores están aliados al estadounidense Sprint (del que cada uno posee un 10 por 100 de su capital) y podrían iniciar una aproximación al británico Cable & Wireless, que encara la adquisición del 80 por 100 de Sprint (39).

 

Una feroz competencia

De esta forma, en un momento en el que se hunden los monopolios nacionales, la carrera por la supervivencia en un mercado planetario se acelera y adquiere tonos críticos, al igual que sucede con la búsqueda de diversificación en todos los sectores de la comunicación. Y todo esto en una atmósfera de feroz competición, en la que todo está permitido: «Cada vez que discuto con los grandes de la telefonía», declaraba Luis Gallois, presidente de la Compañía Nacional de Ferrocarriles (SNCF), «tengo la impresión de entrar en una jaula de fieras» (40).

Entre 1996 y 1997 pudo constatarse en este sentido cómo la llegada de ofertas competidoras de televisión digital provocaba confrontaciones violentas en todos los campos de la comunicación. En España condujo a un enfrentamiento brutal y directo entre el gobierno conservador de José María Aznar, que para mantenerse en el poder trata de constituir un influyente grupo multimedia que le apoye, y el principal grupo de comunicación, Prisa (El País, cadena de radio SER y Canal Plus España) (41).

En Francia, una guerra total opone especialmente a los socios de Televisión por satélite (TPS) con los de Canalsatélite. Entre estos últimos, el movimiento más espectacular se produjo el 6 de febrero de 1997, con la toma del poder por parte de la Genérale des Eaux, de Havas y de Canal Plus, con el objetivo declarado de «reunir en el seno de un único grupo de comunicación todas las competencias necesarias para su desarrollo, especialmente en su aspecto internacional», y de crear «un grupo integrado de comunicación de dimensión mundial». Por otra parte, la Genérale consolidó su segundo puesto en la telefonía francesa, convirtiéndose, el 12 de febrero de 1997, en socio de la SNCF, de la que ha conseguido el dominio parcial de su red de 26.000 kilómetros de líneas telefónicas por medio de su filial Cégétel (aliada a British Telecom), 8.600 de los cuales son de fibra óptica.

 

Convergencia de las telecomunicaciones y del multimedia

¿Por qué cambió repentinamente de opinión el presidente de la Genérale des Eaux, Jean-Marie Messier, cuando hasta muy poco tiempo antes no se planteaba ningún tipo de aproximación a Havas? «Había subestimado», respondía, «la rapidez de la convergencia entre las industrias de telecomunicaciones y las de la comunicación. Pronto existirá en cada casa un único punto de entrada para la imagen, la voz, el multimedia y el acceso a Internet. Esta evolución está ya en camino: en un período de entre doce y dieciocho años, será una realidad comercial. Esta aceleración me llevó a concluir que para conservar la rentabilidad hay que ser capaz de dominar toda la cadena: contenidos, producción, difusión y conexión con el abonado» (42).

«Dominar toda la cadena», esta es la ambición de los nuevos colosos de las industrias de la información. Para llegar a este objetivo siguen multiplicando las fusiones, las adquisiciones y las concentraciones. Para ellos, la comunicación es, ante todo, una mercancía que hay que tratar de producir en grandes cantidades, predominando la cantidad sobre la calidad.

El mundo ha producido en 30 años más informaciones que en el transcurso de los 5.000 años precedentes. .. Un solo ejemplar de la edición dominical del New York Times contiene más información que la que durante toda su vida podía adquirir una persona del siglo XVII. Por poner un ejemplo, cada día, alrededor de 20 millones de palabras de información técnica se imprimen en diversos soportes (revistas, libros, informes, disquetes, CD-Rom). Un lector capaz de leer 1.000 palabras por minuto, ocho horas cada día, emplearía un mes y medio en leer la producción de una sola jornada, y al final de ese tiempo habría acumulado un retraso de cinco años y medio de lectura...

El proyecto humanista de leerlo todo y saberlo todo se ha convertido en ilusorio y vano. Un nuevo Pico della Mirándola moriría asfixiado bajo el peso de las informaciones disponibles. La información, durante mucho tiempo difícil y costosa, se ha tornado en prolífica y pululante. Junto con el agua y el aire, se trata indudablemente del elemento que más abunda en el planeta. Cada vez menos cara, en la medida en que aumenta su caudal, pero como sucede con el aire y el agua, cada vez más contaminada.

 

La decepción hacia los media

Se trata de un cambio cualitativo de importancia capital: la decepción de los ciudadanos respecto a los media se incrementa, tal como prueban todas las encuestas recientes (43). En Estados Unidos el 55 por 100 de los ciudadanos estima que los medios de comunicación escritos publican informaciones «con frecuencia inexactas» (44), distanciándose asimismo de los telediarios que ya sólo son seguidos con regularidad por un 42 por 100 de los norteamericanos (frente al 60 por 100 en 1993). En Europa, si bien el 87,9 por 100 de la población se informa principalmente por medio de los telediarios, la desconfianza sigue siendo amplia.

El reproche central es el de la espectacularización, la búsqueda del sensacionalismo a toda costa, que pueden conducir a aberraciones (como las ya citadas de Timisoara o de la guerra del Golfo) y a situaciones ridículas. En Francia, «el ejemplo más célebre fue el reportaje propuesto por Jean Bertolino en el magazine "52 sur la Une", en el que Denis Vicenti hizo rodar a figurantes en una cantera de Meudon, pretendiendo presentar así a noctámbulos que frecuentaban las catacumbas de París (...). El mismo tipo de polémica se produjo en enero de 1992, con el reportaje en el que Regís Faucon y Patrick Poivre d'Arvor simulaban una entrevista con Fidel Castro, grabando extractos de una conferencia de prensa en la que el líder cubano respondía a otras preguntas y otros periodistas» (45)

Un ejemplo más reciente, sucedido en Alemania, acabó con la condena a cuatro años de prisión a un periodista, Michael Born, de treinta y ocho años, reconocido culpable de haber falsificado total o parcialmente treinta y dos reportajes. Este falsario, sabiendo que las cadenas de televisión demandan imágenes sensacionalistas, filmó, con la ayuda de actores y cómplices, cortos «documentales» sobre una pretendida sección alemana del Ku Klux Klan, sobre tráfico de cocaína, sobre neonazis autores de cartas-bomba, sobre el trabajo de los niños explotados en el Tercer Mundo, sobre organizadores para el paso de inmigrantes árabes clandestinos... Comprados por cadenas poco escrupulosas, en particular por Stern TV (filial televisiva del semanario Stern que antes publicara los seudodiarios íntimos de Hitler...), los falsos reportajes, con frecuencia incitadores al odio, fueron vistos por más de cuatro millones de telespectadores y produjeron una cuantiosa facturación de publicidad (46).

Publicitarios y anunciantes ejercen así una influencia innegable y perversa en el propio contenido de la información. Como pudo constatarse en 1995, en Estados Unidos, cuando los productores de la emisión de información considerada como «la más seria», «60 minutos», de la red CBS, realizaron documentales para denunciar a las compañías tabaqueras, demostrando que éstas engañaban sobre el índice de nicotina inscrito en los paquetes de cigarrillos, favoreciendo así la mayor adicción de los fumadores. La cadena CBS censuró la emisión. Como se supo al final, lo hizo por dos razones: en primer lugar, para no meterse en un proceso que habría hecho bajar sus acciones en la Bolsa, en vísperas de su fusión con el grupo Westinghouse; luego, porque una de sus filiales, Loews Corporation, posee una sociedad, Lorillard, productora también de cigarrillos... En ambos casos, los intereses del capital y de las empresas se situaron por encima del interés que podía merecer la salud del público.

Tres meses antes, la cadena ABC experimentó un contratiempo similar. Habiendo acusado, en el programa «Day One,» a Philip Morris de manipular los índices de nicotina, la emisora fue amenazada por el fabricante de tabaco con un proceso por daños y perjuicios e intereses por valor de 15 mil millones de dólares. La ABC se encontraba también en trámites de ser absorbida por Disney, y el proceso hubiera entrañado una bajada sensible de su valor en Bolsa. La cadena optó entonces por una rectificación pública que, aun faltando a la verdad, salvaba la imagen del fabricante de cualquier sospecha.

Cuando las absorciones, las tomas de participación y las fusiones entre grandes grupos de comunicación se multiplican, en una atmósfera de feroz competencia, ¿cómo podemos estar seguros de que la información aportada por un medio no estará orientada a defender, directa o indirectamente, los intereses de su grupo, antes que los del ciudadano? En un mundo pilotado cada vez más por empresas colosales que obedecen únicamente a la lógica comercial fijada por la Organización Mundial del Comercio (OMC), y en el que los gobiernos parecen un tanto desbordados por las mutaciones en marcha, ¿se puede estar seguro de que la democracia será preservada, proyectada? En semejante contexto de guerra mediática encarnizada, a la que se libran gigantes que pesan miles de millones de dólares, ¿cómo podrá sobrevivir una prensa independiente?

 

Notas

( 1 ) El anglicismo media, incorporado ya a diversas lenguas como denominación abreviada de «medios de comunicación de masas», (mass-media), se usará a lo largo de todo el libro ante la ausencia de una expresión adecuada en español que incluya, en una sola palabra, prensa, radio, televisión, cine... (N. del T.)

( 2 ) Periodista «estrella» de la CNN, que cubrió los hechos para esta cadena, la única que estuvo presente en la capital de Irak durante los bombardeos «aliados» en la guerra del Golfo. (N, del T.)

( 3 ) Léase Ignacio Ramonet, Un mundo sin rumbo, Debate, Madrid, 1997, págs. 87 y sgs.

( 4 ) Ignacio Ramonet, op. cit.

( 5 ) Le Fígaro, 30 de enero de 1990.

( 6 ) Como se sabe ya, el número de muertos, incluidos los partidarios de Ceaucescu, no superó los 700. En Timisoara la cifra fue inferior a los 100. (Le Monde, 14 de febrero de 1990.)

( 7 ) Se trataba, de hecho, del cadáver de un desconocido, encontrado en una cloaca y que los bomberos tuvieron que enganchar por los pies para poder izarlo.

( 8 )         El País, Madrid, 29 de diciembre de 1989.

( 9 )         Le Nouvel Observateur, 28 de diciembre de 1989.

(10) Liberation, 27 de diciembre de 1989.

(11) Le Nouvel Observateur, 11 de enero de 1990.

(12) Ibíd.

(13) Léase a este respecto Colette Braeckman, «Je n'ai rien vu á Timisoara», Le Soir, Bruselas, 27 de enero de 1990.

(14) Cahiers du cinema, febrero de 1990.

(15) Le Journal des medias, 5 de febrero de 1990.

(16) Le Nouvel Observateur, 28 de diciembre de 1990.

(17) Raoul Girardet, Mithes et mithologies politiques, Seuil, París, 1986.

(18) Ibíd.

(19) Ibíd.

(20) Walter Cronkite, Memorias de un reportero, El País-Aguilar, Madrid, 1997, págs. 234 y 235.

(21) En su libro de memorias, Walter Cronkite cuenta cómo la palabra anchorman fue creada por el presidente de la CBS Televisión News, Sig Mickelson: «De hecho, probablemente fuera él el primero en utilizar la palabra anchorman, que venía a significar presentador o gancho. Desde luego fue él, o fue nuestro productor para las conversaciones, Paul Levitan. Cada uno tiene sus partidarios. Recuerdo que oí a Paul explicar el término por vez primera. Hacía referencia a la persona de un equipo de relevos que lleva el testigo en el último tramo. Entonces Sig dijo que hacía referencia al ancla fija que mantiene un bote en su sitio. En todo caso, su significado ha quedado alterado para siempre, y yo fui el primero en ostentar el nombre». Ibíd, págs. 230 y 231.

(22) En España, los telediarios de las cadenas privadas Antena 3 y Tele 5, así como de las emisoras autonómicas, son también interrumpidos por la publicidad. (N. del T.)

(23) Título de uno de los programas más populares de la televisión francesa. (TV. del T.)

(24) Bernard-Henry Lévy, Eloge des intellectuels, Grasset, París, 1987.

(25) Oscar Wilde, Le Déclin du mensonge

(26) Cf. Paul Watzlawick, La Réalité de la réalité (sobre todo la segunda parte sobre «la desinformación»), Le Seuil, París, 1978.

(27) Oscar Wilde, op. cit.

(28) Umberto Eco, La Guerre dufaux, Grasset, París, 1986.

(29) Presentada como una «guerra-relámpago, limpia», a base de «golpes quirúrgicos», la invasión de Panamá causó, en diciembre de 1989, alrededor de 4.000 víctimas civiles (cifras reconocidas por el gobierno de Endara, colocado por Estados Unidos), que la televisión no enseñó.

(30) Le Monde, 12 de enero de 1991. Léase también International Herald Tribune, 5 de enero de 1991.

(31) Léase el dossier «The Cruhing Power of Big Publishing». The Nation, Nueva York, 17 de marzo de 1997.

(32) La Correspondance de la presse, 27 de febrero y 11 de marzo de 1997. Léase también «Los mercaderes al asalto de Internet», Le Monde diplomatique, edición española, marzo de 1997.

(33) La Repubblica, Roma, 19 de febrero de 1997.

(34) Ibíd.

(35) Especialmente Globalstar (48 satélites de baja órbita, con France Télécom y Alcatel entre otros accionistas) o el delirante Teledisc de Microsoft y McCaw (840 satélites en órbita baja que permitirán ofrecer el acceso al Web de Internet 60 veces más rápidamente que en la actualidad). La Tribune, París, 8 de enero de 1996.

(36) Léase Armand Mattelart: «Los nuevos escenarios de la comunicación mundial». Le Monde diplomatique, edición española, agosto de 1996; y «La Mondialisation de la communication, PUF, col. Que sais-je?, París, diciembre de 1996. El primero de los trabajos ha sido incluido en el libro Pensamiento crítico vs. pensamiento único. Debate, Madrid, 1998.

(37) Time, Nueva York, 9 de diciembre de 1996.

(38) Le Monde, 26 de noviembre de 1997.

(39) La Tribune, París, 20 de marzo de 1997.

(40) Le Nouvel Observateui; París, 20 de febrero de 1997.

(41) Le Monde, 8 de marzo de 1997.

(42) Le Monde, 8 de febrero de 1997.

(43) Cf. Télérama, París, 29 de enero de 1997.

(44) En 1985 no eran más del 34 por 100. Le Monde, 23 de marzo de 1997.

(45) Arnaud Mercier, Le Journal Televisé. Politique et information politique, Presses de Sciences Po. París, 1997, pág. 13.

(46) El País, Madrid, 24 de diciembre de 1996.  

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