LA REPETICIÓN

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SÖREN KIERKEGAARD 

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Un ensayo de Psicología experimental

Constantin Constantius

 

Prefacio

S0REN kierkegaard (1813–1855), nacido en Conpenhague, estudiante de teología en su ciudad natal, de filosofía en Berlín con Scheling entre 1841 y 1842; escritor, polemista, de existencia agónica —en el sentido de Unamuno—, es hoy día considerado como el fundador de la filosofía existencial. La vigencia de su figura y de su pensamiento es, en todo caso, mucho mayor de lo que fue en su propia época. El pensamiento de Kierkegaard —que debería ser considerado siempre en estrecha unión con sus experiencias vitales— es, en efecto, en gran medida un pensamiento anticipador de los temas de nuestra época.

Kierkegaard polemiza continuamente contra las pretensiones a la vez sistemáticas y racionalistas de aquella filosofía que se le aparece como la negación pura y simple de todo lo existencial: la filosofía de Hegel. Contra el sistema, afirma la distinción, la separación, el abismo. Contra la razón, la existencia. Contra la continuidad, la ruptura. Contra la tranquilidad, la desazón, la angustia.

La identificación del ser con el pensar, la definición por puras esencias son lo superficial, lo engañoso, lo inconsistente frente al carácter pleno, concreto y subjetivo radical de la existencia humana, que es siempre no sólo objeto, sino especialmente sujeto de la filosofía. La abstracción que la filosofía presenta en su universalidad y objetividad como la imagen de la realidad suma, no es más que la parte periférica de la existencia humana, la cual no consiste en el conocer sino en el existir.

El hombre sabe que su ser es existir, y sabe, además, que este existir es temor y temblor, desesperación y angustia. El hombre sabe que vive en el pecado, y que su ser —y aun su «genialidad»— es el pecado. Sabe, en suma, que está suspendido continuamente en la nada. Sabe todo esto, pero se lo oculta a sí mismo porque pretende llevar una vida sapiente y objetiva, porque tiene la ilusión de poder vivir en el estadio «estético», porque aspira a la felicidad, a la endemonia. Semejante aspiración no es, según Kierkegaard, una manifestación del fondo de la existencia; por el contrario, es una manifestación del horror que siente esta existencia hacia su propio vacío. Para colmar este vacío el hombre se oculta. Pretende ignorar que el existir no puede reducirse a ninguna esencia, que la verdad radica en la subjetividad. Pretende, en suma, ignorar el decisivo y tremendo carácter «decisivo» de la existencia. Pues la existencia es una elección.

El hombre aparece ante Kierkegaard como algo muy diferente a un ente de razón, una naturaleza que piensa. El hombre, una vez más, es un «existente» y, en rigor, «este existente». Esta existencia es la que le permite ser automáticamente, lo que le permite llevar —por doloroso que ello sea— una vida humana y no una vida racional o «social».

Lo que se elige no es una cosa, ni una esencia: lo que se elige es la libertad.

Si el hombre deja de elegir, o bien si la elección se inclina hacia lo «estético» (y ambas cosas pueden, en el fondo, reducirse a lo mismo), habrá perdido lo único que es. El hombre, al elegir, se elige a sí mismo, y con la elección absoluta de sí mismo pone la absoluta diferencia.

Su doctrina del pecado, del temor y del temblor, de la desesperación, se halla situada en este terreno. Aquí se vence realmente a la Necesidad. La ética misma queda «suspendida» y desde este instante surge todo lo que parece anonadar al hombre; la crueldad, lo absurdo, todo lo que la distracción había conseguido ocultar sale ahora a la superficie. La nada misma se hace patente.

La esencia de Gentagelsen, de la repetición, la cual no es la reiteración de los acontecimientos, sino, como dice literalmente Kierkegaard, la fuente misma de la eternidad.

Por ello el pensamiento de Kierkegaard ha penetrado en múltiples corrientes y sería, desde luego, muy extenso enunciarlas todas.

*     *    *

Obras principales: Om Begrebet Ironi, med hensyn til Sokrates, 1841 (Del concepto de la ironía, principalmente en Sócrates). –Enten–Eller, 1843 (O lo uno o lo otro). – Stadie paa Livets Vei, 1845 (Estadios en el camino de la vida). – Frygt og Baeven, 1843 (Temor y temblor). –Gjentagelsen, 1843 (La repetición). – Begrebet angst, 1844 (El concepto de la angustia). – Philosophiske Smuler, 1845 (Menudencias filosóficas). –Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, 1846 (Postescritos incientíficos). – Oejebliket, 1845 (El momento). – Diarios (escritos entre 1833 y 1835)–

 

1 

«En los árboles silvestres son las flores

las que despiden un aroma delicioso,

en los de cultivo son los frutos, los que

 huelen bien».

Flavio Filóstrato el Viejo: Heroica

 

Todo el mundo sabe que cuando los Eleatas negaron el movimiento, Diógenes les salió al paso como contrincante. Digo que «les salió al paso», pues en realidad Diógenes no pronunció ni una sola palabra en contra de ellos, sino que se contentó con dar unos paseos por delante de sus mismas narices, con lo que dejaba suficientemente en claro que los había refutado.[1]

Algo semejante me ha acontecido a mí mismo, por cuanto hacía ya bastante tiempo que me venía ocupando, especialmente en determinadas ocasiones, el problema de la posibilidad de la repetición y de su verdadero significado, si una cosa pierde o gana con repetirse, etcétera, hasta que un buen día se me ocurrió de repente la idea de preparar mis maletas y hacer un viaje a Berlín. Puesto que ya has estado allí una vez, me dije para mis adentros, podrás comprobar ahora si es posible la repetición y qué es lo que significa.[2] En mi propia casa, y dentro de las circunstancias habituales, me sentía como estancado en torno a este problema, que por cierto, dígase lo que se quiera sobre el mismo, llegará a jugar un papel muy importante en la nueva filosofía. Porque la repetición viene a expresar de un modo decisivo lo que la reminiscencia representaba para los griegos. De la misma manera que éstos enseñaban que todo conocimiento era una reminiscencia,[3] así enseñará también la nueva filosofía que toda la vida es una repetición. Leibniz ha sido el único filósofo moderno que lo ha barruntado.[4] Repetición y recuerdo constituyen el mismo movimiento, pero en sentido contrario. Porque lo que se recuerda es algo que fue, y en cuanto tal se repite en sentido retroactivo. La auténtica repetición, suponiendo que sea posible, hace al hombre feliz, mientras el recuerdo lo hace desgraciado, en el caso, claro está, de que se conceda tiempo suficiente para vivir y no busque, apenas nacido, un pretexto para evadirse nuevamente de la vida, el pretexto, por ejemplo, de que ha olvidado algo.

Un autor ha dicho que el amor–recuerdo es el único feliz.[5] Esta afirmación, desde luego, es muy acertada, con la condición de que no se olvide que es precisamente ese amor el que empieza haciendo la desgracia del hombre. El amor–repetición es en verdad el único dichoso. Porque no entraña, como el del recuerdo, la inquietud de la esperanza, ni la angustiosa fascinación del descubrimiento, ni tampoco la melancolía propia del recuerdo. Lo peculiar del amor–repetición es la deliciosa seguridad del instante. La esperanza es un vestido nuevo, flamante, sin ningún pliegue ni arruga, pero del que no puedes saber, ya que no le has puesto nunca, si te cae o sienta bien. El recuerdo es un vestido desechado que, por muy bello que sea o te parezca, no te puede caer bien, pues ya no corresponde a tu estatura. La repetición es un vestido indestructible que se acomoda perfecta y delicadamente a tu talle, sin presionarte lo más mínimo y sin que, por otra parte, parezca que llevas encima como un saco. La esperanza es una encantadora muchacha que, irremisiblemente, se le escurre a uno entre las manos. El recuerdo es una vieja mujer todavía hermosa, pero con la que ya no puedes intentar nada en el instante. La repetición es una esposa amada, de la que nunca jamás llegas a sentir hastío, porque solamente se cansa uno de lo nuevo, pero no de las cosas antiguas, cuya presencia constituye una fuente inagotable de placer y felicidad. Claro que para ser verdaderamente feliz en este último caso, es necesario no dejarse engañar con la idea fantástica de que la repetición tiene que ofrecerle a uno algo nuevo, pues entonces le causará hastío.

Para poder esperar y recordar se necesita juventud, pero quien desea la repetición ha de tener, sobre todo, coraje. El que sólo desea esperar es un pusilánime, el que no quiere más que recordar es un voluptuoso, pero el que desea de veras la repetición es un hombre, y un hombre tanto más profundo cuanto mayor sea la energía que haya puesto en lograr una idea clara de su significado y trascendencia. En cambio, el que no ha comprendido que la vida es repetición y que en ésta estriba la belleza de la misma vida, es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morirse en el acto, sin necesidad de aguardar a que las parcas corten el hilo de sus días. Pues la esperanza es un fruto sugestivo que no sacia, el recuerdo un miserable viático que no alimenta, mas la repetición es el pan cotidiano que satisface con abundancia y bendición todas nuestras necesidades. Cuando se ha culminado la navegación por el mar de la vida, deberá mostrarse si se tienen ánimos para comprender que la vida es una repetición e igualmente, si se encuentra placer en gozarla en ese sentido. Quien no esté de vuelta de esa navegación antes de comenzar a vivir, jamás logrará vivir de veras. Quien esté de vuelta y se sienta hastiado o sencillamente harto, demuestra bien a las claras que poseía una naturaleza anormal. Por el contrario, el que elige la repetición, ése vive de veras. No anda, como los niños, a la caza de las mariposas. Ni tampoco, poniéndose de puntillas, se queda extasiado en la contemplación de las maravillas del mundo, porque las conoce de sobra. Ni se está sentado, como una vieja, junto a la rueca en que se tejen los recuerdos. No, nada de esto; nuestro hombre avanza sereno y sigue su camino, contento con ejercitar la repetición.

¿Qué sería, al fin de cuentas, la vida si no se diera ninguna repetición? ¿Quién desearía ser nada más que un tablero en el que el tiempo iba apuntando a cada instante una breve frase nueva o el historial de todo el pasado? ¿O ser solamente como un tronco arrastrado por la corriente de todo lo fugaz y novedoso, que de una manera incesante y blandengue embauca y debilita al alma humana? El mundo, desde luego, jamás habría empezado a existir si el Dios del cielo no hubiera deseado la repetición. Porque entonces una de dos, o Dios había seguido los planes fáciles de la esperanza, o se había contentado con evocar todas las cosas en su memoria, conservándolas en el recuerdo. Pero Dios no hizo ni lo uno ni lo otro, por eso hay mundo y subsiste gracias a que es cabalmente una repetición. La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia. El que quiere la repetición ha madurado en la seriedad. Este es mi firmísimo criterio particular, en virtud del cual opino, además, que la seriedad de la vida no consiste de ninguna manera en estarse cómodamente sentado en un sofá y escarbarse los dientes con un palillo, al mismo tiempo que se es, por ejemplo, abogado del Estado; ni tampoco en pasearse ensimismado por las calles y ser, como ejemplo de otra profesión, jerarquía de la Iglesia. En este sentido de falta de seriedad en la vida daría lo mismo que se fuera caballerizo de las cuadras reales. Todas estas cosas son, a mi juicio, una pura broma, y a veces, en cuanto tal broma, bastante pesada.

 

El amor–recuerdo es el único feliz, ha dicho un autor. Por cierto que este autor, en cuanto yo lo conozco, es con frecuencia bastante insidioso. No porque afirme una cosa y piense otra, sino en cuanto fuerza el pensamiento hasta el extremo y le confiere una prioridad absoluta, de tal suerte que si el lector no lo capta con la misma energía, puede comprender lo dicho en un sentido muy diverso. Esa afirmación suya está hecha de modo que quien la lee por primera vez se siente fácilmente tentado a considerarla exacta en su literalidad, olvidando por completo que lo que el autor ha querido expresar con ella es cabalmente la forma de la más profunda melancolía, hasta tal punto que tan honda tristeza, concentrada en una sola frase dialéctica, no ha podido encontrar mejor expresión.

Hace poco más o menos un año que empecé a interesarme verdaderamente por un joven con el que ya antes me había relacionado con cierta frecuencia. Siempre me habían atraído, casi seducido, su bello aspecto exterior y la expresión espiritual de su mirada. El mismo modo brusco de mover la cabeza y una singular arrogancia en todas sus actitudes me llevaron al convencimiento de que se trataba de una naturaleza especialmente profunda y complicada, de la que se podía sacar mucho partido. De otro lado, una marcada inseguridad en todos sus modales, delataba que el muchacho se encontraba en esa encantadora edad en la que comienza a anunciarse la madurez del espíritu, así como en un período mucho más temprano la madurez del cuerpo se anuncia y manifiesta con los típicos cambios de la voz. Con ayuda de mis descuidadas y divertidas maneras de hombre habituado a las tertulias de café, logré hacer que también él se sintiera atraído hacia mí, frecuentara mi trato y viera en mí un verdadero confidente., Con los mil recursos de mi conversación lograba fácilmente que la melancolía encerrada en su espíritu se desbordase de la forma más violenta y apasionada. En este papel de confidente me consideraba como un Farinelli, que con sus artes arrancaba al enajenado rey del lóbrego escondrijo de su melancolía.[6] Claro que como mi amigo era aún joven y flexible, esta operación no exigía por mi parte mayor esfuerzo.

Así estaba nuestra relación cuando el muchacho, hace de esto aproximadamente un año, según dije antes, se presentó un día en mi casa totalmente fuera de sí y emocionadísimo. Su actitud era más enérgica que de ordinario, su aspecto físico todavía más hermoso y sus grandes ojos, brillantes, querían como salírsele de las órbitas. En una palabra, parecía un iluminado, transfigurado por la emoción que le dominaba. Cuando me explicó que estaba enamorado, no pude por menos que pensar que, necesariamente, tenía que ser muy dichosa la joven que era amada con tanta intensidad y arrebato. Lo de su enamoramiento, según sus propias palabras, era un hecho bastante antiguo, pero había creído oportuno no descubrírselo a nadie, ni siquiera a mí mismo. Ahora, en cambio, ya no había ninguna razón para seguir ocultándolo, puesto que acababa de conseguir el cumplimiento de sus deseos más ardientes, esto es, acababa de declararle su amor a la muchacha y había comprobado que ésta le correspondía con la misma moneda.

Aunque yo, conforme a mis inveterados hábitos, sólo suelo sentirme inclinado a ser mero espectador de la vida de los demás hombres, en el caso de este joven no me fue posible en absoluto comportarme de tal manera. Creo, por más que la idea les parezca a muchos descabellada, que un joven profundamente enamorado es un espectáculo tan bello que la alegría de contemplarlo le hace olvidar a uno todas sus dotes de pura observación. Se puede afirmar, en general, que las emociones profundas de la naturaleza humana le dejan a uno desarmado para jugar el papel de simple espectador. Solamente se desea representar este papel en aquellas circunstancias en que tales emociones son reemplazadas por una cierta vacuidad sentimental, o cuando se disimulan bajo la capa de la coquetería. Si un hombre, por ejemplo, contemplara como testigo oculto a otro hombre en el momento en que éste hacía su oración con todo el fervor de su alma, ¿cómo podría el primero ser tan desnaturalizado que se sintiese a gusto con el pape! de mero espectador? ¿No sería entonces lo más humano que también él se sintiera un poco conmovido y absorto por los efluvios luminosos de la actitud piadosa del orante? Por el contrario, si vamos a la iglesia y oímos a un sacerdote declamar un sermón bien estudiado, en el que con insistencia machacona y rebuscada entonación, sin que el auditorio de la comunidad parroquial se lo pida, no hace más que declarar que lo que predica es el meollo y expresión de la fe sencilla, algo que no tiene nada que ver con los afiligranados estilos oratorios, sino algo que él cabalmente ha encontrado en la oración y que, según sus mismas palabras y sin duda por poderosísimas razones, en vano fue a buscarlo en la poesía, el arte y la ciencia...; entonces, desde luego, recurrimos al microscopio sin el menor escrúpulo de conciencia, procuramos que nuestros oídos no se emboten con semejantes ruidos y ejercitamos despiadadamente la crítica más severa, sopesando cada sílaba y cada palabra.

 

El joven del que os estoy hablando se había enamorado del modo más íntimo, profundo, hermoso y humilde. Hacía ya muchísimo tiempo que yo no había experimentado un gozo tan maravilloso como el que me causaba su contemplación. Porque, la verdad, eso de ser un mero espectador resulta no pocas veces una cosa bien triste. Le hace a uno tan melancólico como lo de ser agente de la policía. Y cuando un espectador ha cumplido a fondo su tarea, se le puede comparar con un policía secreto o un espía al servicio de los más altos intereses de la nación. El arte del espectador, al fin y a la postre, no consiste en otra cosa que en descubrir lo que está oculto.

Mi joven amigo me habló de la muchacha de la que se había enamorado, pero lo hizo sin ninguna verborrea, escuetamente. Su discurso, en este sentido, no se parecía en nada a esas peroratas insípidas a que nos tienen acostumbrados los novios, mientras se deshacen en elogios a la amada. No se daba la menor importancia, como suelen hacerlo muchos mozos presumidos que pretenden convencernos de que acaban de pescar en sus redes una muchacha estupenda. Tampoco se mostraba muy seguro de sí mismo o infatuado. Todo esto demuestra que su amor era puro, sano y, por así decirlo, un amor virgen, completamente intacto. Me confesó, con una franqueza encantadora, que uno de los motivos de su visita era la enorme necesidad que había sentido de confiarse a alguien, en cuya presencia pudiera hablar a sus anchas y en voz alta consigo mismo. Otro de los motivos, también muy decisivo, era que le había entrado un miedo espantoso de poder llegar a aburrir a la muchacha si estaba a todas las horas del día con ella. Más de una vez se había decidido a visitarla en su propia casa e incluso había estado ya a punto de llamar a su puerta, pero en el último instante cambiaba de intención y, haciéndose no poca violencia, se volvía sobre sus pasos.

Después de contarme todas estas cosas, me rogó que saliéramos juntos a dar un paseo en coche, pues necesitaba expansionarse y dejar que corriese el tiempo. Accedí muy gustosamente a sus deseos, ya que el buen muchacho, una vez que se me había confiado con tanta sinceridad, podía y debía estar completamente seguro de que me tenía a su completa disposición. La media hora que tardó el coche en venir a buscarnos, la empleé en escribir algunas cartas de negocios, mientras que a mi amigo, para que no se aburriera, le invité a que fumase una pipada y hojease en un álbum que había sobre la mesa de mi despacho. El joven, sin embargo, no tenía ninguna necesidad de semejantes ocupaciones, por cuanto que estaba demasiado ocupado consigo mismo. No era capaz de estarse sentado ni siquiera un minuto. Lo único que hacía era recorrer la habitación grandes pasos, de un lado para otro. Sus andares, sus movimientos y todos sus gestos eran sumamente elocuentes y expresaban el amor que le ardía en el pecho como una llama viva. Y este amor que lo devoraba por dentro se manifestaba de una manera casi visible en toda su figura, algo así como el racimo de uvas que al término de su sazón se hace transparente y lúcido, mientras su delicioso jugo se rezuma y filtra a través de las finísimas venas, o como cuando se rompe la cáscara de otra fruta plenamente madura.

Yo, mientras escribía mis cartas, no dejaba ni un momento de mirarle de soslayo, casi como si me hubiera enamorado de él. Pues sin duda ver a un joven en semejante estado puede ser tan seductor y atrayente como contemplar a una muchacha en flor.

Los amantes recurren con frecuencia a las palabras de los poetas para expresar de la forma más explosiva y alborozada los dulces tormentos de su amor. Esto mismo es lo que hacía nuestro joven. Mientras recorría la estancia de un lado para otro, repetía incesantemente aquella estrofa de Pablo Móller:[7]

 

Sentado en el sillón de mi vejez,

sueño en el amor primaveral de mi juventud

y siento una íntima nostalgia hacia ti,

oh luz y sol de las mujeres.

 

Estos versos, repetidos una y mil veces, le hacían llorar la lágrima viva, hasta que no pudo resistir más y fue a tumbarse en uno de los sillones de mi estancia. La escena me causó una impresión enorme. ¡Santo Dios —pensé y exclamé para mis adentros—jamás en toda mi vida me he tropezado con un caso de semejante melancolía! Yo, desde luego, sabía muy bien que se trataba de un temperamento melancólico, pero lo que no podía ni siquiera sospechar era que precisamente la pasión de su enamoramiento le iba a producir un efecto de este tipo. Claro que también se puede afirmar que hay mucha lógica en todo estado de alma Incluso cuando es anormal, si se desarrolla normalmente según la propia personalidad de cada uno. La gente les suele aconsejar con mucho énfasis a los melancólicos que se echen novia, como si con ello se curasen de raíz todos sus males. Pero yo me pregunto, si un determinado individuo es realmente de temperamento melancólico, ¿cómo podrá su alma actuar sin melancolía cuando está cabalmente ocupada con aquello que es lo más importante de todo en la vida de tal individuo?

Nuestro joven, pues, estaba profunda e íntimamente enamorado. De esto no podía caber la menor duda. Y, sin embargo, ya en los primeros días de su enamoramiento se encontraba predispuesto no a vivir su amor, sino solamente a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el fondo, había agotado ya todas las posibilidades y daba por liquidada la relación con su novia. En el mismo momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha dejado atrás toda la vida. El que la muchacha muriera de hecho mañana mismo, no representaría ningún cambio esencial para él, porque seguiría haciendo las mismas cosas, arrojarse en el sillón, llorar a lágrima viva y repetir incesantemente los versos del poeta. ¡Qué dialéctica tan extraña! El muchacho desea con todo su ardor a la joven, tiene que hacerse violencia para no estar a todas las horas al lado de ella y, no obstante, ya desde el primer momento se ha convertido en un hombre viejo en lo que concierne a la total relación con su novia.

Yo pienso que el punto de partida de esta relación amorosa tuvo que ser, necesariamente, una incomprensión o error fundamental. A lo largo de toda mi vida pocas cosas me han conmovido e interesado tanto como este episodio. Era evidente que el muchacho se había puesto ya en el camino de ser un desgraciado e igualmente, estaba bien claro que la joven correría la misma oscura suerte, aunque por el momento no se podía prever todavía la forma concreta de su desgracia. En todo caso una cosa era certísima, a saber, que en el mundo entero no había otro ser humano en mejores condiciones que nuestro joven para poder hablar a fondo del amor–recuerdo. La gran ventaja del recuerdo es que comienza con una pérdida, por eso está tan seguro, pues ya desde el principio no tiene nada que perder.

Entretanto había llegado nuestro coche. Por la carretera de la costa[8] nos dirigimos hacia el norte, hasta internarnos en la zona de los espesos bosques. Una vez que, contra mi voluntad, había tenido que adoptar una actitud observadora hacia el muchacho, no me quedaba otro remedio que intentar con toda clase de experimentos y artimañas, como los pescadores que echan sus redes junto a los bancos de sardinas, seguir el rumbo de su melancolía. También intenté sacarle de ésta, pero de nada sirvieron todos los esfuerzos que hice con el fin de suscitar en él las más varias emociones eróticas. Traté de aprovechar los maravillosos efectos del paisaje cambiante que íbamos atravesando, pero nada de esto hacía mella en su ánimo abatido. Ni la furia salvaje del mar, ni la adormecedora quietud del bosque, ni la sugestiva soledad del atardecer lo podían liberar de aquel estado de profunda nostalgia melancólica en el que, más que acercarse a su amada, lo único que hacía era apartarse más y más de ella. Su error era irremediable. Y este error suyo consistía en creer que ya había alcanzado el fin sin haber comenzado todavía. Un error semejante constituye, fatalmente, la ruina del hombre.

 

Sostengo, no obstante, que su estado de ánimo es legítimo en cuanto disposición erótica, tan legítimo que quien no haya experimentado lo mismo cabalmente al comienzo de su enamoramiento, no ha amado en realidad nunca. Lo malo, por tanto, en el caso de nuestro muchacho no estaba en que sintiera tal emoción, típicamente erótica, sino en que junto con ella no tuviera otras disposiciones como recursos defensivos. Porque ese recordar potenciador es como la expresión eterna del amor en sus comienzos y señal evidente de amor auténtico.[9] Pero, por otra parte, también es necesaria una cierta elasticidad irónica para manipular debidamente el recuerdo. Y esta elasticidad irónica es la que le faltaba por completo al muchacho, justamente porque era de un talante demasiado blando. Cada uno debe de hacer verdad en sí mismo el principio de que su vida ya es algo caducado desde el primer momento en que empieza a vivirla, pero en este caso es necesario que tenga también la suficiente fuerza vital para matar esa muerte propia y convertirla en una vida auténtica. En el alborear de la pasión amorosa luchan entre sí el presente y el futuro con el fin de alcanzar una expresión eternizadora. Esta forma de recordar es cabalmente la proyección retroactiva de la eternidad en el presente, en el supuesto de que el recuerdo sea sano.

Después de nuestra frustrada excursión nos volvimos a casa y me despedí de él sin decir apenas palabra. Sin embargo mi simpatía hacia el muchacho se había puesto, por así decirlo, al rojo vivo, y había llegado casi a perder mi control habitual de espectador. Estaba completamente convencido que muy pronto tendría que ocurrir una tremenda explosión.

Durante los quince días siguientes me volvió a visitar de vez en cuando. Empezaba a darse cuenta de que había cometido un gran error y a sentir la sensación de que la adorada muchacha se le estaba convirtiendo en una carga poco menos que insoportable. Y, no obstante, era su amada, la única mujer que él había amado hasta la fecha y, seguramente, la única mujer amada de toda su vida, por muy larga que ésta fuera. Pero, por otro lado, no la amaba en absoluto, sino que lo único que hacía era suspirar por ella.

En medio de esta chocante situación emotiva el muchacho experimentó una curiosa metamorfosis. De repente se despertó en él un enorme afán de actividad poética, y ésta se desarrollaba en tales proporciones que yo jamás lo habría podido imaginar. El conocimiento de esta transformación fue para mí como la clave para descifrar todo el enigma de su intrincada relación amorosa. La muchacha no era en realidad su amada, sino simplemente la ocasión que despertó en él la vena de la actividad creadora y lo convirtió en un poeta. Por esto mismo la amaba, por esto no la podía olvidar mientras viviese, ni nunca sería capaz de amar a otra mujer. Claro que, como hemos dicho, todo esto no significa que la amara, ya que solamente seguía suspirando por ella, como consumido por su nostalgia. La joven había penetrado e impregnado todo su ser, de suerte que el recuerdo de ella permanecería siempre vivo en su memoria, eternamente fresco. Ella lo había sido todo para él, porque lo había transformado en poeta. Pero con esto la joven había firmado también la sentencia de la pena de muerte para el pobre muchacho.

A medida que transcurría el tiempo se fue haciendo su situación cada vez más penosa y atormentada. Su melancolía lo dominaba cada día con mayor intensidad y sus fuerzas físicas se iban agotando a causa de la terrible lucha que sostenía su alma. Comprendía que había hecho desgraciada a la muchacha, pero no por eso se sentía culpable, sino completamente inocente. El hecho, sin embargo, de haber causado la desgracia de la muchacha de una manera completamente inocente era lo que más le alarmaba, llenándole de desazón y poniendo sus pasiones en movimiento salvaje. Confesarle a ella lisa y llanamente todo lo sucedido, los motivos y la manera adecuada de entenderlo, le parecía a él que sólo serviría para mortificarla todavía más e incluso destrozarla por completo. Porque equivaldría a decirle que ella era de naturaleza inferior, que no se acomodaba en nada a la suya, y que, en consecuencia, ya no la necesitaba para nada, pues solamente había sido para él un motivo de inspiración que le había lanzado por unos derroteros muy distintos. ¿Cuál sería, en definitiva, el resultado de una tal confesión? Que la pobre muchacha, una vez que estaba convencida de que el joven no amaría jamás a otra mujer, no tenía más remedio que considerarse ya como su desconsolada viuda, sin más ideal en su vida que el de recordarle a cada instante, siempre pensando en aquella extraña relación que existió entre ambos.

 

No, el muchacho no le podía confesar ni explicar nada a la joven. Se lo impedía un cierto orgullo, algo así como una mezcla de amor propio y de temor a la misma joven, a sus posibles reacciones aniquiladoras. Esto le hacía empecinarse todavía más en su melancolía, hasta que al fin se decidió a continuar el engaño y empleaba todas las dotes de su genio poético en alegrar y divertir a la muchacha. Su genio poético, por cierto, podía haber servido para aliviar a muchísimos otros seres humanos, pero él todo se lo destinaba exclusivamente a ella. La joven, pues, era y seguiría siendo su amada y la única mujer adorada por él en el mundo entero y mientras viviese, aunque esto le ponía al borde de perder la razón, angustiado con la idea de la tremenda falsedad que no servía sino para cautivar aún más íntimamente a la pobre muchacha. La existencia o no–existencia de ésta no tenía, en cierto sentido, ninguna importancia real para él. Su melancolía sólo encontraba gozo en hacer que la vida fuera para ella un hechizo y un encantamiento. En tal situación es bien comprensible que la joven se sintiera a las mil maravillas, pues no sospechaba para nada lo que en realidad estaba sucediendo y, por otra parte, el alimento que se le suministraba no podía ser más apetitoso. Él tampoco deseaba de verdad crear nada poéticamente, en el sentido riguroso de esta expresión, pues en tal caso la habría abandonado en un principio. Por eso prefirió, como él mismo solía decir, mantener bajo el control de la podadera los impulsos de su estro poético, y de esa manera, con las flores que cortaba, ir haciendo algunos ramilletes para ofrecérselos sólo a ella. La joven, como queda dicho, no sospechaba lo más mínimo. De esto estoy completamente seguro. Sería, además, una cosa repelente hasta más no poder que una joven estuviera tan dominada por el amor propio que tomase a broma, profanándola, la melancolía de un hombre. No es, sin embargo, la primera vez que esto ocurre. Yo mismo estuve en cierta ocasión a punto de descubrir una relación de este tipo. También es cierto que no hay nada tan tentador para una joven como eso de ser amada por un hombre de naturaleza poético-melancólica. Y cuando una joven ha encontrado un hombre así y es lo bastante orgullosa y egoísta como para imaginarse que lo ama fielmente por el hecho de que se agarra a él como a un clavo, en vez de abandonarlo y dejarle que siga solo su camino de oscura melancolía, entonces se puede decir que semejante joven ha encontrado también una tarea bien fácil en la vida. Porque, por un lado, puede sentirse con la conciencia bien tranquila y gozar una fama estupenda, puesto que lo ama con tanta fidelidad. Y, por otro lado, saborea la más fina y delicada destilación de los amores. ¡Que Dios nos libre de llegar a ser la presa de una fidelidad tan grande!

Un día llegó a mi casa sobresaltado. Su sombría pasión le tenía ya dominado por completo. De la manera más furiosa empezó a echar maldiciones de la existencia, de su amor y de la muchacha amada. Me dijo que no le volvería a ver más en mi casa. El muchacho, probablemente, no podía perdonarse a sí mismo el haber confesado a un tercero que la joven se le había convertido en una carga insoportable. Con ello lo había echado todo a perder, incluso aquella primera alegría que le proporcionó el proyecto de fomentar y mantener muy alto el orgullo de la joven, haciendo de ella como una diosa. Yo creo que me había tomado hasta odio. Cuando me divisaba por las calles, daba un rodeo para no tener que cruzarse conmigo. Si nos encontrábamos de improviso en algún lugar, no me dirigía nunca la palabra y se esforzaba en mostrarse sereno y contento. Yo estaba dispuesto a espiar todos sus pasos más de cerca y con este fin había ya trabado algunos contactos con aquellas personas subalternas que podían suministrarme alguna información preciosa sobre sus idas y venidas. Pues en estos casos de melancolía no suele haber mejor fuente de información que los subalternos o servidores. El melancólico, de ordinario, sólo le confía sus cuitas a un criado o a una criada. A veces suele tratarse de un viejo servidor de la casa, que pasa desapercibido por su humildad e insignificancia, pero que conoce al dedillo todos los secretos de la familia, desde varias generaciones atrás. En cambio, el melancólico nunca suele comunicarse con las personas de su mismo rango social o cultural. En cierta ocasión conocí a un hipocondríaco que se las pintaba estupendamente para cruzar como un bailarín por la escena de la vida, despistando a todo el mundo sobre su verdadera personalidad, incluso a mí mismo, tan ducho en estos asuntos. Pero un buen día, gracias a un humilde barbero, pude enterarme de su auténtica trayectoria vital. Nuestro barbero era un hombre entrado en años y de muy pocos recursos económicos, por lo que no tenía otro remedio que atender él solo a su clientela. El aludido hipocondríaco, compadecido de la precaria situación económica del barbero, le contó a éste con todo detalle lo mucho que sufría a causa de la melancolía, con lo que el pobre barbero, mientras atendía a su atormentado cliente, se enteró de lo que los demás ni siquiera barruntábamos.

El muchacho, sin embargo, me evitó la molestia de tener que espiarlo valiéndome de aquellas personas que, de una u otra manera, estaban a su servicio. Porque otro de aquellos mismos días se presentó de nuevo en mi casa, aunque jurando y perjurando de entrada que nunca jamás volvería a pisar en ella. Esta vez, desde luego, dijo la verdad, pues jamás volví a verlo en mi domicilio. Me propuso, en cambio, que en adelante nos viéramos en lugares solitarios y a una hora determinada. Como es de suponer acepté la propuesta con mucho gusto y con tal fin compré dos licencias de pesca para los cotos de Stadsgraven.[10] Allí nos reuníamos al filo del amanecer, a esa hora en la que el día lucha con la noche y en la que, incluso a la mitad del estío, una brisa helada taladra toda la naturaleza. Allí, al lado de los canales de los fosos de la ciudadela, permanecíamos juntos como dos sombras envueltas por el espeso manto de la niebla matinal y la humedad de la hierba y de los–matorrales, mientras los pájaros huían despavoridos hacia las lomas cercanas, espantados por los agudos gritos que el muchacho lanzaba de vez en cuando. Y allí mismo nos separábamos a esa otra hora en la que el día sale victorioso y todas las criaturas se alegran con la existencia; a esa hora en la que la muchacha amada, a quien el joven nutría sin cesar con sus dolores y sus penas, levantaba la cabeza de la almohada y abría sus hermosos ojos, al mismo tiempo que el dios del profundo sueño, que la había amparado fielmente durante toda la noche en su tierno lecho, la abandonaba hasta la noche siguiente; y a esa misma hora en la que el dios de la duermevela, con sus breves y ligeros sueños, volvía a cerrar suavemente los dulces párpados de la joven y le contaba cosas que ella no había sospechado jamás, cosas sugestivas y adormecedoras, narradas con una voz casi imperceptible, leve como un susurro, tan leve que la muchacha, al despertarse de nuevo, las había olvidado por completo. Estoy seguro, sin embargo, que por muchos que fueran los secretos que el dios de los ligeros y cortos sueños le confiara, la joven no soñó para nada en lo que estaba aconteciendo entre nosotros dos, su amado y el confidente de éste. ¿Qué milagro, pues, que el muchacho estuviera pálido como la cera? ¿Y qué tiene también de extraño el hecho de que yo haya llegado a ser su confidente y el de tantos otros jóvenes por el estilo?

 

Volvió a transcurrir un cierto tiempo. Yo sufría realmente muchísimo, a causa de la simpatía que le había tomado, con este pobre muchacho que se iba debilitando cada día más. Con todo no me arrepentía lo más mínimo de participar en sus penas, porque en su típica forma de amar estaba siempre la idea, al menos ésta, en constante movimiento. Gracias a Dios, sea dicho entre paréntesis, todavía se ven alguna vez amores de esta clase en la vida, amores que en vano se buscarían en las novelas u otras historias semejantes. Solamente en estos casos, cuando se vive el amor como una idea, tiene aquél sentido. Y se puede afirmar, sin ningún género de dudas, que se hallan excluidos del reino de la poesía todos aquellos individuos que no estén íntima y ardientemente convencidos de que la idea es el principio vital en el amor, hasta tal punto que, en caso necesario, a la idea se le debe ofrecer la vida e incluso, lo que es mucho más, el amor mismo, y esto por muy favorablemente que le sonría a uno en la realidad. Cuando, por el contrario, el amor arranca de la idea, entonces cada movimiento e incluso el más pequeño roce o impulso tienen un significado auténtico. Porque entonces se verifica lo que es esencial en el amor, es decir, esa colisión poética que lo caracteriza y que en verdad puede llegar a ser, según lo que yo sé por experiencia, mucho más espantosa que la que ahora les estoy describiendo en este libro. Claro que el que quiere servir a la idea — lo que en el caso del amor tampoco tiene nada que ver con lo de servir a dos señores— se echa sobre sus hombros una tarea sumamente difícil, pues ninguna beldad exige cuentas tan exactas como lo hace la idea, ni el enfado de ninguna muchacha puede abatirle a uno tanto con la cólera de la idea, la cual es más imposible de olvidar que cualquier otra cosa de este mundo.

Esta historia resultaría más larga que una novela de serie si mi propósito fuera describir de un modo exhaustivo la vida emocional de nuestro joven, tal como yo la llegué a conocer, bastante a fondo por cierto. Y nada digamos si yo, de una manera poética, me hubiera propuesto incorporar a la misma una multitud de detalles que no vienen al caso, como, por ejemplo, los referentes a los salones y al cuarto de estar, a la vestimenta casera y a los trajes de calle, a los parajes bellos, a toda la parentela y al círculo de amigos. La verdad es que esta clase de descripciones superficiales me disgusta sobremanera. Me gusta mucho la lechuga y, en general, las hortalizas, pero solamente como el cogollo, pues pienso que las hojas exteriores son para los cerdos. Siempre preferiré, según decía Lessing,[11] el goce de la concepción a los dolores del parto. Otros, probablemente, serán de otro parecer y echarán pestes contra lo que acabo de decir. ¡Allá ellos, su parecer y su réplica me importan un bledo!

El tiempo seguía transcurriendo. Siempre que me era posible asistía a aquella especie de rito religioso en el que nuestro joven se ejercitaba al filo del amanecer, con unos gritos tan salvajes que parecía como si quisiese acumular en sus pulmones aire fresco para todo lo largo de la jornada, puesto que ésta no la empleaba en otra cosa que en hechizar y embaucar a la muchacha. Como Prometeo que, encadenado a la roca y mientras el buitre picoteaba su hígado, cautivaba a los dioses con sus presagios, así nuestro joven trataba de cautivar y de hecho cautivaba a la amada. Cada día derrochaba todos sus recursos en esta tarea enorme, pues cada día era para él como el último. Pero las cosas no podían continuar así. Mordía la cadena que lo tenía atado y cuanto más espumajeaba su pasión, tanto más dichoso era su canto, más tierno su discurso y más apretada la cadena. Nuestro joven era totalmente incapaz de convertir este lamentable equívoco en una relación real, porque esto, según él, equivaldría a entregar y abandonar a la muchacha en un engaño eterno. Por otra parte, explicarle a la joven en qué consistía el equívoco, diciéndole sencillamente que ella no era para él más que la figura o forma sensible de otra cosa que él mismo andaba buscando con todas las fuerzas de su alma y de su pensamiento, otra cosa que al principio había creído encontrar encarnada en ella, esto, pensaba el joven, sería injuriarla aún más, hasta las raíces de su alma de mujer, al mismo tiempo que era como renunciar cobardemente a su dignidad de hombre. Y en esto el muchacho tenía razón más que sobrada. Por eso este segundo procedimiento le inspiraba el mayor desprecio, pues lo creía el más indigno y demoledor de todos. Es despreciable, desde luego, engañar y seducir a una joven, pero mucho más despreciable es abandonarla de tal manera que uno no tenga que ser considerado como un pícaro de siete suelas, porque ha buscado una retirada estupenda, explicándole con mucha suavidad y comedimiento a la interesada, como para consolarla, que ella no fue otra cosa que el ideal y la musa inolvidable de la propia inspiración poética. Semejante conducta es fácil cuando se tiene alguna práctica en el arte de encantar a las muchachas con una conversación florida e interesante. Así, en caso de necesidad, cuando uno de estos engatusadores desea desentenderse de una joven, la convence en seguida y ella misma se siente un poco orgullosa dejándole marchar tan bonitamente, como si fuera todo un caballero y, por añadidura, una persona encantadora y amable. Claro que la muchacha en cuestión no tarda tampoco apenas nada en sentirse realmente más ofendida que la que se sabe engañada desde el principio. De ahí que en toda relación amorosa que llega a un punto muerto, la peor ofensa sea la delicadeza. El que tiene idea de lo erótico y, por otra parte, no es un cobarde, sabe muy bien que ser indelicado es el único medio que le queda de respetar a la muchacha de la que se separa.

 

Para poner fin a los tormentos de mi joven amigo le propuse con el mayor encarecimiento que se arriesgara a tomar una decisión extrema. Se trataba sencillamente de encontrar un punto de equilibrio y paridad entre los dos jóvenes. Con este fin le dije, empleando toda la autoridad que creía tener sobre él: «¡Eh, muchacho, rompe este intrincado nudo y aniquila todo lo que sea necesario! ¡Conviértete a ti mismo en un ser despreciable, que sólo encuentra alegría engañando y mistificando! Si lo logras, entonces los dos estarán en iguales condiciones y en este caso ya no se podrá hablar más de diferencias de orden estético que te confieran ninguna superioridad sobre ella, superioridad que los hombres suelen conceder con harta frecuencia a las que ellos llaman personalidades poco comunes. Entonces será ella la que vence, la que tiene toda la razón, y tú quedarás desprovisto de todos los derechos. Pero no emplees esta táctica con demasiada rapidez, pues esto sólo serviría para encender todavía más el amor que ella siente por tí. Lo primero que tienes que hacer, en cuanto te sea posible, es mostrarte a sus ojos como un ser más bien desagradable y un poco repelente. No la contraríes abiertamente, pues con ello la excitarías, cosa que debes evitar a todo trance. Muéstrate inconstante y gruñón. Haz un día una cosa y al siguiente otra muy distinta. Pero todo esto sin el menor apasionamiento y como una pura rutina. Lo que no quiere decir que te has de mostrar desatento con ella, como si no te importara nada, al revés, ahora más que nunca has de prestarle una atención exquisita, si bien meramente, como algo que se hace sólo por oficio, sin poner ninguna interioridad ni espontaneidad en ello. Sustituye el placentero goce del amor con la aparente pasión de un semiamor empalagoso e insípido, que no sea indiferencia ni deseo ardiente. Que toda tu conducta provoque un desagrado parecido al que causa el espectáculo de un hombre goloso ante una bandeja de pasteles. Sin embargo, querido amigo, no inicies este plan si no estás completamente convencido de que tendrás fuerzas suficientes para desarrollarlo hasta el fin, pues de lo contrario pierdes inútilmente el tiempo y no sacarás ningún provecho. Porque has de saber que nadie hay tan prudente como una muchacha cuando se trata de dilucidar la cuestión, tan importante para ella, de si es o no es realmente amada. En una operación de éstas no es nada fácil emplear el bisturí, un instrumento que por cierto les exige muchas horas de práctica a los médicos para poder llegar a ser buenos cirujanos.[12] Así que cuando inicies el plan, no tienes más que ponerte otra vez en contacto conmigo y yo me encargaré del resto. Entonces dejas correr el rumor de que tienes una aventura amorosa con otra joven, precisamente de las del montón, vulgar y prosaica hasta más no poder, pues de lo contrario no harías más que estimular y enardecer a la amada. Yo sé muy bien que semejante idea te repugna y que jamás la habrías concebido por tí mismo. Pero no te apures, los dos seguiremos firmemente convencidos de que ella es la única mujer que tú amas, aunque te sea imposible hacer realidad este amor puramente poético. El rumor, por su parte, no ha de carecer de fundamento. Yo mismo, como le he dicho, me encargaré de este asunto. Elegiré una muchacha en la ciudad y concretaré con ella, en una conversación previa, lo que más convenga».

No fue solamente la consideración y el interés por mi joven amigo lo que me movió a elegir este plan y, en cuanto estuviera de mi parte, ponerlo en práctica. He de confesar también que desde un cierto tiempo atrás había empezado a mirar con malos ojos a su amada. ¿Cómo explicar, me preguntaba a mí mismo, que la joven no se diera cuenta de lo que en realidad estaba pasando? ¿Cómo era posible que no sospechara nada de los enormes sufrimientos del muchacho y desconociera los motivos de los mismos? Y si de hecho conocía estos sufrimientos y lo que los motivaba, ¿por qué no intentaba ni hacía nada para salvarlo? Lo único que el joven necesitaba era la libertad y ésta se la podía conceder muy bien la muchacha, dejándole que siguiera solo su camino y sin preocuparse del pasado. La libertad era cabalmente lo único que podía salvarlo, con la condición>de que fuera ella la que se la diese. Porque de esta manera se volvía a mostrar superior a él, gracias a su prueba de magnanimidad, y no tenía por qué considerarse ofendida.

A una joven puedo perdonárselo todo, todo menos una cosa, absolutamente imperdonable. A saber, que precisamente en su amor se equivoque y no realice la tarea y el deber supremo del amor. Cuando una joven no se sacrifica en el amor es porque no es mujer, sino más bien un hombre. Y en este caso siempre será para mí un placer inmenso verla convertida en víctima de la venganza o del ridículo. ¡Ah, qué materia tan magnífica para un poeta cómico! Este poeta, después de habernos descrito cómo semejante tipo de amante con la más ardorosa pasión le había chupado la sangre al hombre adorado, hasta que éste, aburrido y desesperado, no tuvo más remedio que romper con ella, nos la podía representar muy bien haciendo el papel de una nueva Elvira; una Elvira que llena de empuje y bravura se presentaba ante sus parientes y amigos compadecidos; una Elvira que llevaba la voz cantante en el coro de las engañadas; una Elvira que podía declamar con toda su energía y su énfasis contra la infidelidad masculina, infidelidad que sin lugar a dudas le costaría la vida; una Elvira, finalmente, que con el mayor aplomo y seguridad proclamaba todas estas villanías a los cuatro vientos, sin pararse a pensar ni siquiera un segundo que su fidelidad era justamente la que estaba mejor calculada para acabar con la vida del hombre así amado.[13] Grande e impresionante, desde luego, es la fidelidad femenina, especialmente cuando uno no se interesa ya nada por tal fidelidad. Siempre será, hasta el final de los tiempos, algo insondable e incomprensible. La descripción del poeta podía alcanzar su punto culminante, en una escena de verdadera maravilla, si hacía que el amante de esta nueva Elvira, a pesar de toda su desgracia y miseria, conservara el suficiente humor para no decir ni una sola palabra fuera de tono o la más mínima réplica de cólera contra ella, contentándose con una forma de venganza más substancial, esto es, seguir despistándola y afianzándola en la idea que ella se había hecho de que la engañaba vergonzosamente.

 

Si el descrito fuera realmente el caso de la muchacha en cuestión, puede estar segura, se lo prometo, que la venganza hará estragos con ella, y esto sin usar otros recursos que los del arte. A condición, claro está, de que el joven estuviera dispuesto también a ejecutar este segundo plan correspondiente. Él siempre piensa, con toda la sinceridad de su alma, que hace las cosas lo mejor que puede. Ahora bien, con esta honradez suya yo podría, manejándola artísticamente, conseguir que la muchacha sufriera, si es una egoísta del tipo aludido, el más terrible de los castigos. Y lo mismo digamos de ese modo tan solícito con que la trata desde el punto de vista erótico. Este tratamiento, bien dirigido, podría constituir para ella de hecho el más duro golpe asestado a su amor propio.

El muchacho, por lo pronto, aprobó sin la menor reserva mi primitivo plan. En una tienda de modas de la ciudad encontré a la joven que iba buscando, verdaderamente hermosa y que, después de prometerle yo que le suministraría todo lo que necesitase en el futuro, se avino sin otras dificultades a secundar nuestro plan. Mi amigo debería mostrarse con ella en público, en los lugares más concurridos, y de vez en cuando irla a visitaren su propio domicilio, a unas horas muy concretas, de suerte que no hubiese duda de que estaban liados. Con este fin le logré a la modistilla un piso en un edificio que tenía entrada, mediante un pasadizo, por las dos calles paralelas. De esta suerte el muchacho no necesitaba más que cruzar el pasadizo un poco entrada la noche, para que todas las criadas y comadres de la vecindad se enteraran de la nueva aventura y la propalasen por toda la ciudad. Como si esto fuera poco, procuré por otros medios que la muchacha amada tuviera un conocimiento más exacto de las nuevas relaciones del joven. La modistilla no estaba nada mal, pero con todos los rumores que corrían no le dejaban en muy buen lugar, por lo cual la muchacha amada, sin necesidad de sentirse celosa, no podía por menos de sorprenderse de que el mozo prefiriese a la otra. Si mi propósito hubiera sido espiar precisamente a la muchacha, no cabe duda de que tendría que haber elegido otra modistilla un poco diferente. Pero como yo, al fin de cuentas, no sabía nada concreto de las correrías de la modistilla y, por otra parte, no tenía la menor intención de crearle más líos al pobre muchacho, por eso mismo elegí a la que primero encontré, interesado solamente en que el joven alcanzase por este método el fin del plan propuesto.

La modistilla fue contratada por un año. Todo este tiempo debía durar la relación con ella para despistar completamente a la otra. El joven, por su parte, debía tratar a lo largo de este año de terminar para siempre con su existencia–de–poeta. Si lo lograba, entonces no solamente se podía hablar, sino incluso intentar de hecho una redintegratio in statum pristinum.[14] La joven, además, había tenido durante todo el año anterior, cosa que merece señalarse como muy importante, la oportunidad de liberarse y dejar las relaciones con el muchacho. Éste, por su parte, le había indicado con una claridad que no dejaba lugar a dudas, cuál sería el resultado de tal decisión. Si ahora resultaba, en el caso de que llegara el instante de la repetición, que ella se sentía cansada y no deseaba hablar más del asunto, el joven no tendría nada que echarse en cara, pues había obrado honrada y generosamente.

Todas las cosas, pues, estaban preparadas y perfectamente en orden para iniciar la operación. Yo tenía, según suele decirse, los hilos en las manos y esperaba con una impaciencia insólita el desenlace de los acontecimientos previstos. Pero hete aquí que en este preciso momento, como si se lo hubiera tragado la tierra, el muchacho desapareció y no volví a verlo nunca más. Evidentemente le habían faltado ánimos para poner el plan en práctica. Su alma carecía de la elasticidad de la ironía. No tenía fuerzas suficientes para pronunciar el voto secreto de la ironía, ni tampoco las tenía para mantenerlo. Ahora bien, sólo el que guarda silencio podrá llegar a ser algo en la vida. Solamente es un hombre el que es capaz de amar de verdad y realmente. Y solamente es artista quien puede expresar su amor de una manera arbitraria y caprichosa. Hasta cierto punto casi se puede afirmar que lo mejor que pudo hacer nuestro joven fue no comenzar la operación planeada, pues a duras penas había soportado los horrores de la aventura. Ya desde un principio me había yo sentido un poco escéptico en este aspecto, en cuanto verifiqué la necesidad que tenía de un confidente. El que sabe callar, descubre un alfabeto no menos rico que el de las lenguas al uso. En su misteriosa jerga es capaz de expresarlo todo. Porque con ella siempre dispone del recurso de una cierta sonrisa que corresponde de maravilla al suspiro más hondo de un corazón, o de una argucia humorística que excite todavía más las encendidas y reiteradas súplicas, compensándolas con creces. Un tal sujeto vivirá seguramente algunos momentos en los que se sentirá como loco. Sin embargo, por muy terribles que sean para él estos momentos, sólo serán eso, unos momentos pasajeros. Algo parecido a lo que sucede con la fiebre que se experimenta a veces entre las once y media y las doce de la noche, que pasa muy pronto y ya a la una de la madrugada nos encontramos con más ganas de trabajar que nunca. Quien sea capaz de aguantar los ramalazos de esta típica locura, ése está a punto de lograr la victoria.

 

Si me he demorado tanto en la descripción meticulosa de lo que precede, lo he hecho con el único fin de mostrar que es cabalmente el amor–recuerdo el que hace al hombre desgraciado. Mi joven amigo no comprendía la repetición, no creía en ella ni la quería con verdadero coraje. Lo más triste de su historia consistía en que en realidad amaba a la muchacha, pero para realizar de veras este amor tenía que salir primeramente de aquel laberinto poético en el que se había metido. Podía haberle confesado que estaba irremediablemente dominado por el entusiasmo de la poesía, pues una confesión de este tipo suele ser un medio generalmente admitido como bueno y digno para desentenderse de una joven. Pero el muchacho no quería por nada del mundo recurrir a tal medio, pues lo juzgaba, cosa en que yo le daba toda la razón, injusto e indigno de un hombre. De esta manera, en efecto, le habría cortado a ella la posibilidad de seguir creyendo que vivía bajo sus propios auspicios. Además, al liberarse de ella de ese modo, podría suceder que la desdichada joven le hiciese objeto de un desprecio absoluto y él, personalmente, se sintiera presa de un miedo y una angustia invencibles por no poder ya nunca jamás recuperar lo perdido.

¡Ay, de cuántas cosas habría sido capaz nuestro muchacho si hubiera creído en la repetición! ¡Qué interioridad tan grande no podría haber alcanzado en la vida!

Con esto he adelantado acontecimientos que por el momento, lo digo sinceramente, no hubiera deseado descubrir. Mi intención era describir solamente aquellos primeros momentos en que empezó a mostrarse bien a las claras que nuestro joven se había convertido, en el sentido pleno de la acepción, en el caballero atormentado del amor–recuerdo, el único feliz. Ruego al lector que me permita evocar otra vez aquel instante en el que el joven, ebrio de recuerdos, entró en mi habitación y dejó que su corazón se desbordara en aquellos versos de Pablo Móller, mientras me confesaba que se tenía que hacer una violencia enorme para no estar a todas horas junto a la amada. Estos mismos versos los repitió la tarde aquella en que nos separamos para siempre. Jamás lo podré olvidar. El recuerdo de la desaparición súbita podrá muy bien borrarse en mi memoria, pero nunca jamás el de aquel instante último en que estuvimos juntos. Igualmente puedo afirmar que las noticias de su marcha precipitada me angustiaron mucho menos que la situación tensa de aquel último instante. Mi naturaleza, en definitiva, está así hecha. En el primer temblor estremecido del presentimiento mi alma intuye y traspasa todas las consecuencias, las cuales de ordinario necesitan no poco tiempo para manifestarse en la realidad como hechos consumados. La concentración del presentimiento nunca se olvida. Así creo que ha de estar dotado, por la misma naturaleza, todo el que se precie de observador. Claro que quien está dotado y constituido de esta forma no puede por menos que sufrir muchísimo. Porque en el primer momento de pálido desfallecimiento acaba de fecundarle la idea, y en adelante su relación con la realidad es necesariamente observadora e inquisitiva. Para esta observación profunda es completamente inepto todo hombre que no posea esta peculiaridad femenina gracias a la cual pueda la idea entrar en la debida relación con él, relación que siempre será como una cópula. Y la razón es muy sencilla, pues quien no descubre de golpe la totalidad, no descubre propiamente nada.

Cuando nos separamos aquella tarde y el muchacho, una vez más, volvió a darme las gracias por lo mucho le había ayudado a pasar el tiempo —que siempre era para él demasiado lento a causa de su incurable impaciencia—, me hice a mí mismo las siguientes preguntas. ¿Se habrá sentido quizá tan comunicativo que haya contado todo a la muchacha, que entonces le amaría aún más profundamente? ¿Habrá hecho semejante cosa? Si se hubiera aconsejado conmigo sobre este particular, yo le habría dicho que no lo hiciera por nada del mundo, que se «mantuviera tieso al principio, pues en el aspecto puramente erótico es siempre lo más prudente, al menos cuando no se posee la seriedad de espíritu capaz de dirigir nuestros pensamientos hacia metas más altas». En fin, no sé si ha hablado o no a la muchacha en los términos aludidos, pero si lo ha hecho no ha obrado con paciencia.

El que haya tenido ocasión de observar a las muchachas y podido captar sus conversaciones, habrá oído no pocos estribillos del siguiente tenor: «¡Sabes, Fulano es un buen muchacho, pero es más aburrido que una ostra! ¡Zutano, en cambio, es la mar de interesante, si oyeras las cosas que dice, tan escabrosas!». Cada vez que escucho estas palabras en los labios de una tierna doncella, siento ganas de espetarle a ella misma en la cara: ¡Vergüenza te debiera dar, mocosilla! ¿No piensas acaso que es una verdadera pena que una jovencita como tú se exprese de semejante modo?». Desde luego, una pena muy grande y, en cierto sentido, una culpa. Porque si un hombre se ha extraviado en el terreno de lo interesante, ¿quién lo podrá salvar si no es justamente una muchacha? La culpa es todavía mucho más grave si la joven se atreve a tomarle a un hombre la delantera en ese mismo terreno. Pues una de dos: o el hombre está comprometido y no puede aceptar tal cosa, y entonces es una indelicadeza enorme el exigíaselo; o no le ata compromiso alguno y entonces... Una joven debe ser muy precavida en este terreno y no fomentar jamás lo que se dice interesante. La que lo hace, mirando las cosas según la idea, siempre sale perdiendo, ya que lo interesante no se repite nunca. La que no lo hace, triunfa entre todas.

Hace ahora unos seis años que me encontraba yo de viaje a unas ocho millas[15] de la capital, por las tierras del interior de nuestra hermosa comarca. En un pequeño reservado de una de las fondas del camino me acababan de servir una suculenta y abundante comida, rociada con los mejores vinos. He de confesar que me sentía un poco alegre a la hora de tomar el café. Precisamente en el momento en que tenía la taza entre mis manos y me estaba deleitando a mis anchas con su delicioso aroma, veo pasar por delante de la ventana a una linda jovencita, ágil y encantadora, que se dirigía hacia el gran patio interior de la posada, de lo que deduje que iba a solazarse en el bello jardín posterior, muy bien cuidado y que en declive se perdía entre los canales que lo separaban del espeso bosque. Sentí que la sangre me ardía en las venas, pues, ¡qué caramba, uno es todavía joven y le gustan las muchachas! De un sorbo tomé todo el café, encendí un buen cigarro puro y me dispuse sin más a seguir los guiños sugestivos del destino y los pasos de la linda jovencita. Pero, ¡sorpresa!, en ese mismo instante llaman con unos suaves golpecitos a la puerta de mi reservado y veo entrar, tranquila y decidida, a la joven que me tenía electrizado. Lo primero que hizo fue saludarme con una graciosa inclinación de cabeza y con las mismas me preguntó si era mío el carruaje aparcado en el patio central y si pensaba volverme a Copenhague una vez comido. En este caso, dijo, me quedaría muy agradecida si le permitía hacer el viaje conmigo. La manera recatada y digna, completamente femenina, con que me saludó y rogó que la llevara a la ciudad en mi coche, fue más que suficiente para que se borraran como por ensalmo en mi mente todos los proyectos que acababa de hacerme en la dirección de lo interesante y lúbrico. A pesar de que, ¿no me lo negarán?, infinitamente más interesante que encontrarse con una joven en un jardín es tener que viajar solo con ella un trayecto de ocho millas en el propio coche y sin más testigos que el cochero y el criado fidelísimos. La verdad que esto es como tenerla por completo a merced de uno mismo. Sin embargo, estoy totalmente convencido de que ni siquiera otro hombre de carácter más ligero que el mío se habría sentido tentado lo más mínimo en semejantes circunstancias. Aquella confianza con la que ella se había entregado en mi poder era una defensa mucho mejor que toda la prudencia y artimañas femeninas. Así que hicimos el viaje junto. No hubiera viajado más segura ni con su propio padre o uno de sus hermanos. Me mantuve silencioso y reservado durante todo el trayecto. Solamente me mostraba solícito cuando ella hacía alguna advertencia o me preguntaba una cosa. Di órdenes a mi cochero para que azuzase a los caballos, de suerte que el viaje durase lo menos posible. En las paradas consabidas nos deteníamos no más de cinco minutos, lo estrictamente necesario. Yo descendía el primero y, con el sombrero en la mano, le preguntaba si deseaba tomar un refresco o cualquier otra cosa que le apeteciese. Mi criado se hallaba a mi vera, un poco más atrás y también con el sombrero quitado. Cuando estábamos llegando la ciudad, le dije al cochero que desviara un poco la ruta y continuara por una de las carreteras secundarias. Aquí me bajé yo del coche y, solitario, me fui caminando poco a poco la media milla que quedaba para llegar Copenhague. Lo hice con el fin de que ningún encuentro imprevisto o cosa semejante pudiera causar molestias a la joven. Ni entonces ni nunca después he hecho nada para enterarme de quién era, dónde vivía o cuál había sido el motivo de su repentino viaje. Su recuerdo, no obstante, es una de las cosas más agradables que conservo en mi memoria, recuerdo que siempre he procurado mantener intacto y puro, sin mancharlo ni siquiera con el más leve detalle o noticia adquiridos por la curiosidad más inocente.

 

La muchacha que busca lo interesante se echa el lazo a sí misma. La que no lo busca, ésa cree en la repetición. ¡Honra y honor a aquellas jóvenes que desde el principio fueron así! ¡Y también para aquellas que lo llegaron a ser con el tiempo!

Es necesario que repita sin cesar que todas las cosas que estoy diciendo, las digo cabalmente a propósito de la repetición, no como puras digresiones. La repetición es la nueva categoría que es preciso descubrir. Cuando se tiene conocimiento de la moderna filosofía y no se desconoce totalmente la griega, se comprende con facilidad cómo esta categoría viene a aclarar exactamente la relación entre los Eleatas y Heráclito, y cómo la repetición es propiamente lo que por error ha dado en llamarse mediación.[16] Es increíble que en el sistema hegeliano se haya hecho tanto ruido en torno a la mediación y que, bajo esa misma enseña, gocen de honor y gloria las chácharas descabelladas del inmenso coro de sus prosélitos. Mucho mejor hubiera sido repensar a fondo lo que significa esa palabra y de este modo hacerles un poco de justicia a los griegos. Porque el desarrollo que hicieron los griegos de la doctrina del ser y de la nada, de la doctrina del instante y del no–ser,[17] etc., pone fuera de juego a Hegel, dándole, si se me permite la expresión, jaque mate. La palabra mediación es un término extranjero, repetición[18] es una buena palabra danesa y no puedo por menos que felicitar al idioma danés porque posee tal término filosófico. En nuestra época no acaba de explicarse cómo se verifica la mediación, si resulta del movimiento de ambos momentos anteriores o si hay que presuponerla, y en este caso cómo está ya contenida en ellos o es algo absolutamente nuevo que viene a incorporárseles, y en este segundo caso cómo se les incorpora de hecho. En este sentido podemos afirmar que la noción griega de la kinesis,[19] que corresponde a la categoría moderna de la transición, merece la máxima atención. La dialéctica de la repetición es fácil y sencilla. Porque lo que se repite, anteriormente ha sido, pues de lo contrario no podría repetirse. Ahora bien, cabalmente el hecho de que lo que se repita sea algo que fue, es lo que confiere a la repetición su carácter de novedad. Cuando los griegos afirmaban que todo conocimiento era una reminiscencia, querían decir con ello que toda la existencia, esto es, lo que ahora existe, había ya sido antes. En cambio, cuando se afirma que la vida es una repetición, se quiere significar con ello que la existencia, esto es, lo que ya ha existido, empieza a existir ahora de nuevo. Si no se posee la categoría del recuerdo o la de la repetición, entonces toda la vida se disuelve en un estrépito vano y vacío. El recuerdo representa la concepción pagana de la vida y la repetición es la concepción cristiana.[20] La repetición es el interesse de la metafísica, pero al mismo tiempo es el interés en el que la metafísica naufraga. La repetición es la solución de toda concepción ética; la repetición es la condicióname qua non de todo problema dogmático.[21]

Cada cual puede juzgar lo que le venga en gana acerca de lo que acabo de decir sobre la repetición y también puede pensar lo que quiera de que lo diga precisamente en este libro y de la manera en que lo hago, hablando, a ejemplo de Hamann, «toda clase de lenguas, lo mismo la de los sofistas que la de los que solamente emplean juegos de palabras, lo mismo la de los cretenses que la de los árabes, los blancos, los moros y los criollos; y mezclando arbitrariamente toda clase de cuestiones, lo mismo de crítica que de mitología, de hechos y de realidades como de principios; y, finalmente, argumentando tan pronto de una manera humana como de un modo completamente excepcional.[22] Por otra parte, pienso que lo más correcto en mi caso, suponiendo que todo lo dicho no sean puras mentiras, hubiera sido enviar mis aforismos a uno de esos peritos sistemáticos que controlan errores y velan por la pureza déla filosofía, sobre todo en el aspecto formulístico. Entonces, quizá, se habría sacado algo en limpio de estos mis humildes aforismos; por ejemplo, una mención honorífica en algunos de los apéndices del sistema. ¡Qué idea tan sublime! ¿Qué más le podía pedir a la vida, una vez que había llegado a ocupar un puesto de privilegio?

Por lo que se refiere a las innumerables cosas que puede significar la repetición, diré sencillamente que son tan innumerables que el que intente registrarlas no debe tener el menor temor a repetirse. El profesor Ussing, sus buenos tiempos, pronunciaba no pocos discursos en la «Sociedad del 28 de Mayo»[23]. En cierta ocasión una de las expresiones de su discurso no agradó nada a la distinguida concurrencia que le escuchaba. ¿Qué hizo entonces el famoso profesor, que en aquella época era tan decidido y enérgico? Pues muy sencillo, dio un golpe sobre la misma mesa de la presidencia y dijo sin inmutarse: « ¡Repito lo mismo!» En aquella época, pues, el profesor pensaba que sus discursos ganaban con repetirse.

No hace tampoco muchos años que oí a un sacerdote repetir la misma plática dos domingos seguidos. Si hubiera sido de la misma opinión del profesor mencionado, cuando este sacerdote subió al pulpito el segundo domingo debería haber dado también un fuerte golpe sobre el pequeño atril e iniciado la plática con las siguientes palabras: «¡Queridos hermanos..., les repito lo mismo que el domingo anterior!» Pero no lo hizo, ni tampoco se señaló con ningún otro detalle. No era, desde luego, de la misma opinión que el profesor Ussing y, ¿quién sabe?, si el propio profesor no ha cambiado de parecer para estas fechas y se ha arrepentido de haber repetido su discurso de marras.

En otra ocasión, en una de las grandes fiestas de la corte, contó la reina una historieta que hizo reír a todos los cortesanos y demás invitados, incluso a un ministro sordo como una tapia. Cuando se acallaron las risas, se levantó el buen ministro y les rogó a Sus Majestades la gracia de poder contar también él una historia graciosísima..., y contó la misma historia de la reina. ¡Pregunta! ¿Qué idea tenía este ministro del significado de la repetición?

Y, finalmente, si un maestro de escuela le dice a uno de sus discípulos: «¡Óyeme bien, Jespersen, es ya la segunda vez que tengo que repetirte que te estés quieto!»; al mismo tiempo que le pone una mala nota en su libro escolar al distraído Jespersen por sus repetidas distracciones, entonces es evidente que el significado de la repetición es completamente distinto.

Podría traer aquí otros muchos ejemplos como éstos y explayarme en su explicación, pero prefiero decir unas palabras sobre el viaje de descubrimiento que hice para comprobar la posibilidad y el significado verdadero de la repetición. Sin que nadie se enterara, ni siquiera los amigos más íntimos —con el fin de evitar toda clase de habladurías que pudieran perturbarme al hacer el experimento y, por otro lado, quitarme posiblemente el gusto y entusiasmo por la repetición—, tomé el vapor que hace la travesía desde Copenhague a Stralsund y aquí reservé una plaza para la primera diligencia hacia Berlín.

 

Los expertos suelen discutir mucho sobre cuál sea el asiento más cómodo en las diligencias. Para mí, la verdad, todos son igualmente detestables. En el viaje anterior había ocupado una plaza en uno de los ángulos de la parte interior delantera de la diligencia, por cierto la que los expertos, después de muchas discusiones, consideran con mucho como la mejor, una verdadera suerte. Pero nada de eso, sino un auténtico martirio. Porque cuando llegué a Hamburgo, molido por empellones de mis compañeros de viaje durante nada menos que treinta y seis horas, no sólo había perdido la cabeza., sino que tampoco sabía dónde estaban mis piernas. Mis compañeros y yo, en total seis personas, nos habíamos apelotonado y formado como un solo cuerpo en el interior de la diligencia, rodando de un lado para otro como un escarabajo a todo lo largo del trayecto, y durante ese día y medio. Entonces me pude hacer una idea cabal de lo que se cuenta de los ins de la isla de Mols, que después de haber estado sentados mucho tiempo en un apiñado grupo, no saben los pobres qué piernas son las propias y se arman otro lío no menor buscándolas.

Esta segunda vez, con el fin de evitar al menos llegar a sentirme un simple miembro de un pequeño cuerpo, elegí una de las plazas de la parte exterior delantera de la diligencia, detrás del postillón. La cosa, en principio, era bastante diferente, pero pronto volvió a repetirse todo como la vez anterior. El postillón atronaba los aires con la corneta, mientras yo cerraba los ojos, me sentía en brazos de la desesperación y pensaba para mis adentros, como suelo hacerlo siempre que me encuentro en las mismas o parecidas circunstancias apuradas: «Sólo Dios del cielo sabe si resistirás este tormento y si podrás llegar hasta Berlín; y en caso de que llegues, sólo Él sabe si podrás ser hombre de provecho en toda tu vida, convencido y libre en tu calidad elemental de individuo único, o si no tendrás que conservar, por el contrario, el recuerdo obsesivo de que no eres más que un simple miembro de un cuerpo enorme».

Después de todas estas peripecias espantosas llegué, sano y salvo, a Berlín. Inmediatamente me dirigí a mi antigua posada para convencerme cuanto antes de la posibilidad y límites de la repetición. A mis compadecidos y misericordiosos lectores les puedo asegurar que en mi primera estancia en Berlín tuve la suerte de encontrar un alojamiento agradable y magnífico. Esto lo puedo asegurar con tanta mayor razón cuanto en mi corta vida he visto y padecido otros muchos detestables. Mi alojamiento berlinés, por otra parte, estaba estupendamente situado. La Plaza de los Gendarmes es sin duda una de las más bellas de la ciudad, con el gran teatro y las dos iglesias que elevan sus esbeltas torres hacia lo infinito y forman con todo el conjunto un cuadro maravilloso, especialmente cuando se lo contempla desde una ventana en las noches claras de luna.[24]

Este último recuerdo fue una de las cosas que más me animaron a hacer mis maletas y soportar las incomodidades de tan largo viaje. La posada de que les hablo ocupaba un primer piso. Se subía por una gran escalera iluminada con luz de gas, se abría una pequeña puerta y se entraba en la salita o recibidor. A la izquierda una puerta de vidrio que daba al cuarto de baño. De frente al final del pasillo, un salón más amplio por el que se cruzaba a otras dos habitaciones totalmente idénticas y amobladas del mismo modo, de suerte que una parecía el espejo de la otra o ésta vista en un espejo. La única diferencia consistía en que la habitación del extremo se hallaba iluminada con mucho gusto y profusión. Sobre la mesa de escritorio destacaba un candelabro de airosos brazos y frente a la mesa un cómodo sillón de líneas muy elegantes y guarnecido de terciopelo rojo. La habitación anterior, por el contrario, no estaba nada iluminada artificialmente. En ella se mezclaban fantasmagóricamente la pálida luz de la luna y la intensa y brillante que se irradiaba desde la habitación contigua. Si uno tomaba una silla en esta habitación medio a oscuras e iba a sentarse junto al alféizar de la ventana, podía solazarse a maravilla contemplando en la gran plaza las sombras de los transeúntes, que se proyectaban fugaces sobre uno de los muros fronteros, que se convertía a aquellas horas primeras de la noche en el escenario de una impresionante representación teatral. El alma entonces se sentía como transportada a un mundo quimérico o de realidades soñadas y le entraban a uno ganas de ponerse la capa y deslizarse furtivamente a lo largo del muro, acechando con la mirada los rostros de los paseantes y escuchando cualquier conversación intima. Realmente el espectador de la ventana, mientras se había fumado un delicioso cigarro puro, no había hecho ninguna de estas cosas, pero había experimentado una sensación de rejuvenecimiento al imaginárselas y le parecía que había vivido de verdad la situación imaginada. Entonces se volvía a la habitación de al lado y se ponía a trabajar con ahínco. Pasada la medianoche apagaba la luz de gas y encendía una vela que había en la mesita de noche. La luna lo inundaba todo con su luz pura y triunfante. La silueta del transeúnte tardío se dibujaba limpiamente en el muro y el eco de sus pasos se perdía lentamente en la lejanía de la ciudad solitaria. La bóveda del firmamento, sin una nubecita siquiera, aparecía entristecida y ensoñada como si acabara de acaecer el fin del mundo y el cielo ya no tuviera otra cosa de qué ocuparse fuera de sí mismo. El huésped, entonces, volvía a atravesar el salón central y la salita del recibidor, hasta el cuarto de baño. Y en seguida a dormir, si tenía la suerte de pertenecer al número de los seres dichosos que fácilmente concilian el sueño.

¡Ay!, pero apenas llegué a mi antiguo alojamiento me di perfecta cuenta que aquí no era posible ninguna repetición. Mi posadero, que además era el dueño de una droguería en el mismo edificio, había cambiado muchísimo, es decir, «se había cambiado» en el sentido concreto en que los alemanes emplean con frecuencia esta expresión, sentido que suele coincidir plenamente con el que tiene la palabra «cambiarse» en los barrio de Copenhague.[25] En definitiva, que mi posadero se había casado. Quise expresarle de viva voz mis más sinceras felicitaciones, pero como no estoy muy fuerte en el idioma alemán y me cuesta bastante encontrar en el momento los términos adecuados, ni tampoco me venían a los labios las fórmulas habituales y corrientes en estas circunstancias, tuve que contentarme con hacerle algunos gestos pantomímicos. Así que puse la manos sobre el corazón y le miré con unos ojos enternecidos que le decían bien a las claras lo mucho que me alegraba de que hubiera contraído matrimonio. El buen hombre me apretó la mano con toda su fuerza, como dándome las gracias por mi sentida y amical felicitación, y, sir decir palabra, se fue a su cuarto de recién casado para probar la validez estética del matrimonio.[26] Sin duda que realizaría la prueba de una manera extraordinaria, no menos perfecta que las que me había dado la vez anterior en su calidad de empedernido y admirable solterón. Porque sabrán ustedes que cuando hablo alemán soy el hombre más campechano del mundo y se me confían los secretos más íntimos.

Mi antiguo posadero, por lo tanto, se sintió muy contento con tenerme otra vez como huésped suyo. Esto era precisamente lo que yo deseaba, poder ocupar de nuevo la habitación y la antecámara de la primera vez. Pero cuando volví a mi cuarto aquella misma noche y, después de encender las luces, me tumbé en el sillón de terciopelo rojo, se apoderaron de mi alma los más sombríos pensamientos. ¿Qué tiene que ver todo esto, me decía a mí mismo, con la dichosa repetición? ¡No, estoy convencido, no se da ninguna repetición! Mi espíritu estaba mustio, muy en consonancia con la tristeza que se respiraba aquel día en toda la ciudad. Porque el destino había querido que llegara a Berlín exactamente en uno de los días dedicados por completo a la oración y penitencia cuaresmales. Berlín, de hecho, se encontraba desolado, como en ruinas. Es verdad que las gentes no se echaban ceniza a la cara con la fórmula litúrgica del primer miércoles de la cuaresma: memento homo, quia pulvis es et inpulverem reverteris; pero lo cierto es que toda la ciudad se hallaba envuelta en una espesa capa de polvo y ceniza. Primeramente pensé que se trataba de una orden general del gobierno o de las autoridades eclesiásticas, pero pronto caí en la cuenta de que el causante de semejante estrago era el viento despiadado que se había desencadenado sobre la ciudad y, sin ningún cuidado por las personas, seguía en todas direcciones sus caprichos y hábitos perversos. Pues en Berlín, como he podido comprobar ahora, siempre es Miércoles de Ceniza cada dos días, si no más. Esto, sin embargo, no afectaba en nada mis proyectos de viaje, pues tal descubrimiento no tenía en absoluto nada que ver con la repetición. La primera vez que estuve en Berlín fue durante el invierno y por ese motivo, indudablemente, el fenómeno descrito me resultaba totalmente nuevo.

 

Cuando el viajero se ha instalado en un alojamiento tan cómodo y confortable, experimenta la impresión agradabilísima de que posee un trampolín admirable para lanzarse a la caza de acontecimientos importantes y un estupendo escondrijo al que volver con el botín de sus presas y poderlas devorar a solas en su seguro rincón, algo en lo que por cierto este viajero encuentra uno de sus mayores gozos, ya que a él, como les sucede a algunos animales de rapiña cuando devoran su presa, tampoco le gusta que le estén mirando durante la faena. Esta creo yo que es la mejor manera de llegar a conocer de veras las cosas más típicas de una gran ciudad. Los viajeros ex professo, es decir, los turistas y otros hombres de negocios, no parece en realidad que buscan otra cosa que ver, tocar y oler lo mismo que hicieron los turistas que les precedieron, poniendo todo su interés en anotar con pelos y señales todas las características y especialmente los nombres de los principales monumentos visitados, sin olvidar nunca, como recompensa de su meticuloso esfuerzo, estampar sus firmas en los álbumes de visita de los reseñados monumentos. Para facilitar un poco el esfuerzo se ha contratado antes un Lohndiener,[27] que es lo mismo que comprarse das ganze Berlín por cuatro centavos. Este método convierte al turista en un observador completamente imparcial, tan imparcial que sus testimonios son dignos de toda fe en el caso de cualquier intervención policial.

En cambio, cuando no se es un turista o un viajero de profesión, se deja uno guiar gustoso por el azar y descubre con frecuencia muchas cosas que los profesionales no han visto siquiera. Entonces se deja de lado lo esencial, lo que todo el mundo se precia de haber visitado, y siguiendo la aventura logra no pocas noticias y conocimientos de sabor personalísimo. Un viajero así de despreocupado y arbitrario tiene, por lo general, muchas cosas que contarles a los demás, pero si lo hace, corre fácilmente el peligro de levantar no pocas sospechas sobre su conducta moral en los ánimos delicados de sus intachables oyentes. Lo primero que piensan estas buenas personas es que debe quedar excluido inmediatamente de la sociedad civilizada todo aquel que ha salido al extranjero y no ha estrenado todavía el ferrocarril.[28] ¡Y no se diga nada del que ha estado en Londres y no ha viajado por el túnel bajo el Támesis![29] ¡O del que estuvo en Roma y se encariñó con pasarse las horas muertas en uno de sus distritos recoletos, gozando lo indecible, aunque sin dignarse visitar antes de su partida ni una sola de sus colosales maravillas arquitectónicas o museos! Berlín tiene tres teatros. Todo el mundo dice que las óperas y los ballets que se representan en el Teatro de la Ópera son algo verdaderamente grossartig. Las obras que se ponen en escena en el Teatro Real son, según programa, instructivas y formativas, «no sólo para deleite».[30] Yo, personalmente, no puedo decir si esto es verdad o mentira, pues nunca he asistido a tales representaciones. Conozco, en cambio, muy bien otro de los teatros berlineses, el Konigstadter Theater. Los turistas no suelen asistir a las representaciones que se dan en este teatro, aunque a decir verdad —cosa que no carece de cierta importancia— lo visitan con más frecuencia que otros dos establecimientos culinarios no muy alejados del teatro y en los que un danés puede refrescar deliciosamente sus recuerdos en torno a Lars Mathiesen y Kehlet.[31]

Cuando desembarqué en Stralsund leí en el periódico que el Konigstadter tenía en cartel para toda la temporada EL talismán.[32] Esta noticia me causó una inmensa alegría y me hizo recordar particularmente las representaciones que ya había visto en este teatro durante mi primera estancia berlinesa. Todo esto suscitaba en mi alma los más profundos recuerdos de mi pasada juventud. Porque sin duda no hay ningún joven, a no ser que carezca por completo de fantasía, que no se haya sentido alguna vez cautivado por el encanto fascinante del teatro y no haya deseado con ardor representar en las tablas algún papel importante, con el fin de poder contemplarse a sí mismo, como si fuera su propio doble, al encarnar la realidad soñada. Y no sólo contemplarse, sino también oírse y verse multiplicado o dividido en un sinfín de personajes distintos, aunque con todo, arraigados y dimanados de alguna manera de lo más entrañable de su personalidad. Este gusto por el teatro suele surgir, naturalmente, en los primeros años de la juventud, cuando todavía no se ha empezado propiamente vivir y, en consecuencia, se desconoce la realidad de la vida. En esa edad feliz sólo la fantasía ha despertado en su sueno típico de la personalidad, mientras las demás facultades siguen durmiendo tranquilamente. Y en semejante visión fantástica de uno mismo, el individuo no es aún una figura real, sino una sombra o, mejor dicho, un haz de sombras. Pues la figura real de uno mismo está ya presente de un modo invisible e impalpable, por lo que el individuo no se contenta con proyectarse en una sola sombra, sino que prefiere hacerlo en una variada multitud de sombras, si bien todas ellas son imagen y semejanza suya y en los diferentes momentos vienen a expresar legítimamente su propio ser. Todavía no se ha descubierto la personalidad y solamente se barrunta la energía y el coraje de la misma en la pasión que provoca la posibilidad. Se puede afirmar que en la vida espiritual acontece un fenómeno que es típico en el desarrollo de algunas plantas, a saber, que lo último que se forma es el cogollo.

A pesar de todo es muy conveniente y necesario que esta existencia en forma de sombras alcance su desarrollo adecuado y plena satisfacción. Para un hombre jamás será una ventaja el no haber tenido la ocasión de vivir durante cierto tiempo esta forma de existencia. Claro que, por el lado contrario, también resulta una cosa bastante trágica o cómica, según se la mire, el que un hombre se equivoque lamentablemente y gaste toda su vida en existir de esa forma. En este último caso la pretensión de que se es un hombre real y se vive de verdad es tan discutible y poco fundada como la reclamación de inmortalidad hecha por aquellos hombres que son del todo incapaces de afrontar en persona el veredicto del juicio final y se creen que basta con que los represente en tan solemne circunstancia una pequeña delegación de sus buenas intenciones, sus estupendos propósitos de un día o sus planes de media hora. Lo esencial en la vida consiste en que cada cosa suceda a su tiempo debido. Todo tiene su tiempo en la juventud y se puede asegurar que lo que ha encontrado su tiempo en la juventud, vuelve a aparecer más tarde en la madurez de la vida. Al hombre maduro, desde luego, tan saludable le puede ser tener que recordar algo en su pasado que le mueva a la risa, como algo que le haga llorar.

Cuando en un paraje montañoso uno oye noche y día el bramido imperturbable y monótono del viento, se siente quizá tentado por unos instantes —sin caer en la cuenta de la imperfección de la metáfora— a regocijarse sobremanera por haber encontrado un símbolo o imagen de la consecuencia y seguridad con que se desenvuelve la libertad humana. No piensa, probablemente, en que este mismo viento que ahora, después de tantos años y años, tiene instalada su morada en altas montañas, no existía para nada y llegó a ellas completamente como un desconocido, desatando de repente toda su furia salvaje y su indómita fuerza por sus gargantas y desfiladeros, ora produciendo silbidos impresionantes de los que él mismo se sobrecogía, ora un rugido espantoso del que él mismo parecía huir amedrentado, ora un lamento quejumbroso del que él mismo ignoraba el origen, ora un suspiro hondo como si hubiera brotado de la angustia escondida del abismo, un suspiro tan hondo que al mismo viento le entraba miedo y dudaba si seguir habitando en tales parajes inhóspitos, ora exhalando el grito lírico de una repentina alegría desbordada, hasta que al fin logró dominar y modular los tonos de su propio instrumento y consiguió armonizarlos en esta melodía monótona e imperturbable que viene ejecutando, día y noche, después de tantos siglos.

 

Así yerra la posibilidad del individuo entre sus propias posibilidades, tan pronto descubriendo unas como otras. Pero la posibilidad del individuo no es algo que solamente quiere ser oído, algo que pasa y huye como el vendaval, sino algo que además configura y, en consecuencia, quiere también ser visto y contemplado con los propios ojos. Por eso mismo cada una de sus posibilidades es para el individuo como una sombra sonora. El individuo escondido tiene tan poca fe en los grandes sentimientos y emociones ruidosas como en los astutos y susurrantes murmullos de la maldad, tan poca fe en el júbilo dichoso de la alegría como en los lamentos infinitos de la pena. El individuo oculto no desea otra cosa sino contemplarse y oírse patéticamente a sí mismo, sólo a sí mismo, pues todo lo demás le trae sin cuidado. En otro sentido, sin embargo, no quiere realmente oírse a sí mismo, lo que al fin de cuentas es una imposibilidad.

En ese mismo momento, cuando el individuo se encontraba errante entre sus propias posibilidades, se oye el primer canto del gallo, las figuras vaporosas del crepúsculo empiezan a desaparecer y todas las voces de la noche guardan profundo silencio. Si no es así, si las formas crepusculares y las voces nocturnas permanecen, entonces hemos entrado en un dominio totalmente distinto, en el dominio en que todo acaece bajo la mirada angustiosa y vigilante de la responsabilidad, en el dominio que podemos llamar de lo demoníaco. Y entonces, para no tener que contemplar ni recibir la más mínima impresión de su propio yo real, el individuo oculto elige y reclama un contorno de circunstancias leves y efímeras como el de las imágenes y las sombras que huyen fantasmales, como el de las palabras zumbantes y abigarradas que suenan sin eco.

Un contorno tal es el escénico, que por eso precisamente se adapta de maravilla al juego de sombras del individuo oculto.[33] Bajo una de las sombras, en las cuales se descubre a sí mismo y cuya voz es la suya propia, hay quizá un capitán de ladrones. Y tal individuo necesita reconocerse a sí mismo bajo este disfraz, encarnando la figura valiente del ladrón, con su mirada rápida y penetrante, con los rasgos de sus mismas pasiones reflejadas en el rostro surcado de arrugas y con todas sus demás características, sin que falte ni una sola. Y, como el mismo ladrón en persona, se pondrá al acecho en los desfiladeros y pasos de montaña, espiando la llegada de–la diligencia y tocando el silbato en cuanto la atisbe, para que toda su cuadrilla se reúna inmediatamente en torno a él, como una jauría de perros bulliciosos y atentos a la voz de su amo. Será cruel e implacable al desmantelar la diligencia, asesinará sin piedad a todo viajero que ofrezca la menor resistencia y solamente se mostrará cortés con la jovencita aterrorizada, a quien saludará caballerosamente mientras se aleja impávido del lugar del crimen para ir a esconderse en su guarida de la montaña y repartir el botín con su cuadrilla.

Otro de los lugares en que el ladrón suele guarecerse a gusto es exactamente en el corazón del bosque sombrío y tenebroso. El ladrón de verdad se encuentra aquí como en su propia casa. Pero yo creo que nuestro individuo, nuestro héroe de la fantasía, iba a perder hasta el habla si lo situáramos en medio de un gran bosque y le pidiéramos que permaneciese allí tranquilo, sin expresar en modo alguno su colosal furia, mientras no nos hubiéramos apartado una o dos millas del siniestro lugar. Le acontecería, poco más o menos, lo que le aconteció hace unos cuantos años a un buen señor que tuvo la humorada —¡y yo el honor!— de escogerme como confidente de sus impresionantes proyectos literarios. Un buen día me vino a visitar, lamentándose de que la superabundancia de ideas le desbordaba de tal forma que le era completamente imposible consignar nada en el papel, por la sencilla razón de que escribía demasiado despacio con relación a la velocidad de las caudalosas ideas. Me rogó con el mayor encarecimiento que tuviese a bien ser su secretario y escribiese todo lo que él me fuera dictando. Comprendía que era una gran molestia para mí y que no me la pagaría con nada del mundo. Yo le tranquilicé en seguida y le dije que no se preocupara lo más mínimo, pues precisamente una de las cosas para las que me pintaba era ésa de escribir de prisa, tan de prisa que, salvando la diferencia de la comparación, no tenía miedo que me ganase a correr un caballo desbocado. Había adquirido en esto

tal facilidad que me bastaba escribir la primera letra de cada palabra y podía leer después, sin el menor temor a equivocarme, todo lo que había escrito, por muy profundo y extenso que fuera. El buen señor se sintió muy complacido y yo servicial hasta más no poder. Ordené que trajeran a mi escritorio inmediatamente una mesa más grande que la de mi trabajo personal y mientras tanto fui numerando un montón de folios, que sólo serían usados por una cara, con el fin de no perder el tiempo dándolos vuelta, y recogiendo todos los lápices y plumas de mi ajuar en una caja a propósito. En cuanto todo estuvo listo y yo pluma en ristre, el buen señor inició su discurso de la siguiente manera: «¡Como podéis ver, honorables y dignísimos señores, lo que yo propiamente quería decirles es que...!». Cuando el orador hubo terminado su largo discurso, se lo volví a leer entero con una voz y énfasis no muy distintos..., y desde aquel entonces no ha vuelto nunca más a rogarme que fuera su secretario.

Una cosa parecida, según dije, le habría acontecido a nuestro imaginario ladrón en cuanto lo hubiéramos dejado solo en medio del espeso y sombrío bosque. Porque este escenario, probablemente, le parecería demasiado grande, si bien en otro sentido demasiado pequeño. No, a nuestro héroe no le va semejante escenario, le tienen que pintar una decoración de bosque, desde luego, pero con un solo árbol. Frente a la decoración, cuelgan una gran lámpara que la ilumine de una manera extraña y sugestiva. Y este bosque pintado será para él mucho mayor que aquel bosque real, e incluso mayor que las grandes selvas vírgenes de Norteamérica, y esto a pesar de que con su voz puede llenar y hacer retumbar, sin ninguna necesidad de enronquecer, el inmenso bosque en que se encuentra. He aquí unos de los peculiares placeres sofísticos de la fantasía, que se imagina tener el mundo entero encerrado en una cáscara de nuez e incluso algo aún mayor que el mundo entero y, sin embargo, no tan grande que el individuo no pueda llenarlo por completo.

Semejante deseo de aparecer y expectorar como un personaje teatral no indica en modo alguno que se tenga una vocación para el arte escénico. Cuando de veras se da esta vocación, entonces el talento se manifiesta en seguida como disposición y aptitud para determinados papeles muy concretos. Ni siquiera en el talento más rico de promesas en este orden se ha visto nunca el afán de querer representarlo todo. Semejante afán no es otra cosa que la prueba evidente de la inmadurez de la fantasía. La cuestión es muy diferente cuando el individuo siente afán de brillar y está plenamente orientado hacia aquellas cosas que sólo sacian su vanidad. Porque en este caso el principio que mueve al individuo no es otro que la vanidad misma, la cual, por desgracia, puede destrozarlo no menos profundamente que cualquier otro vicio.

Aunque este momento de la vida individual llega a desaparecer con los años, vuelve a reproducirse con todo en un determinado período de la edad madura, cuando el alma ya se ha concentrado en la seriedad y tornado pensativa. Puede acontecer que el arte ya no represente entonces nada serio para el individuo, pero esto no impide que sienta de vez en cuando el deseo de retornar a aquella típica situación juvenil de que estamos hablando y la descubra rediviva en muchas de sus emociones. Entonces vuelve a estar bajo la influencia del teatro y se siente, personalmente, como un actor o autor dentro del género cómico puramente bufo. Por eso no le pueden agradar, a causa de su perfección y sublimidad, ni la tragedia, ni la comedia, ni siquiera la farsa de altura, y se entrega con el mayor gusto a la pura farsa y al sainete.[34]

 

El mismo fenómeno se repite también en otras esferas. Así, por ejemplo, podemos ver a veces cómo hombres bien formados y nutridos con los alimentos sustanciosos de la realidad, son de todo punto incapaces de experimentar la menor reacción positiva ante un cuadro de impecable factura artística. En cambio, estos mismos individuos se emocionan enormemente ante cualquiera de las figurillas de Nuremberg o uno de esos otros cuadros sumamente mediocres que tienen ocasión de contemplar a diario en las sesiones de la Bolsa y que suelen representar por lo común un paisaje rústico, pero no éste o aquel concreto, sino un paisaje rústico en general, indefinido e ilocalizable. De hecho, esto no es más que una abstracción imposible de ser expresada artísticamente. Por eso la impresión cautivadora que reciben del conjunto sólo puede ser conseguida en virtud del mismo contraste, es decir, en virtud de una arbitraria concreción que ellos mismos le confieren al cuadro mediante la evocación de un determinado período de su vida. Y, sin embargo, yo les preguntaría a estos individuos si la impresión que reciben no es propiamente la de un paisaje indefinido, un paisaje rústico en general, como expresión vaga de una cierta categoría que ellos poseen estereotipada en su mente desde los tiempos remotos de su infancia. Digo desde su infancia, pues en aquellos años se suelen poseer normalmente tales categorías prodigiosas, tan prodigiosas que cuando somos mayores casi nos entran vértigos recordándolas. En aquellos años, en efecto, le basta a uno recortar en un trozo de papel las figuras o siluetas de un hombre y una mujer para imaginar sin más que eran el hombre y la mujer en general, en un sentido mucho más estricto que lo fueron Adán y Eva.

Un paisajista que intente impresionar con la copia fiel o la reproducción ideal de un determinado paisaje rústico es muy posible que no lo consiga con esta clase de espectadores, los cuales se quedan completamente fríos ante semejantes cuadros. Por el contrario, uno de los cuadros mediocres de que hablábamos antes produce en ellos un efecto indescriptible, porque en realidad no saben a qué carta quedarse, esto es, si ponerse a reír como niños o a llorar a lágrima viva. En estos casos todo depende, única y exclusivamente, del estado emocional en que se encuentren los que contemplan el cuadro.

Porque no existe, desde luego, ningún ser humano que no haya conocido un período en su vida en el que no notara con enorme impaciencia que todos los recursos del lenguaje y todas las interjecciones de la pasión no le bastaban para volcar en ellos lo que su fantasía era capaz de imaginar; un período en el que no le satisfacía ni dejaba contento ninguna forma de expresión o gesticulación; un período, finalmente, en el que lo único que lo podía apaciguar era sencillamente dar brincos y volteretas en el aire. Quizá el mismo individuo recibió entonces algunas lecciones de baile, quizá asistía con cierta frecuencia a las representaciones del ballet y admiraba el arte y la soltura de los bailarines, quizá llegó en una época posterior a perder del todo su afición al ballet, pero en cualquier caso seguiría habiendo momentos en su vida en los que lo único que deseaba era volver pronto a su casa, para allí, a solas en su habitación, dejarse llevar completamente por sus impulsos, dándoles rienda suelta y sintiendo un alivio indescriptible al mantenerse, por ejemplo, firme sobre una sola de sus piernas, en una actitud por cierto muy pintoresca, para en el momento siguiente vomitar truenos y relámpagos por la boca y querer resolverlo todo con una cabriola impresionante o un simple paso de danza, recordando sus buenos tiempos de bailarín y aficionado al ballet.

En el Konigstadter Theater se representan de continuo farsas. Allí se reúne, naturalmente, el público más heterogéneo que puede imaginarse. El que quiera estudiar los aspectos patológicos de la risa dentro de las más diversas clases sociales y temperamentos, no debe en modo alguno desperdiciar la ocasión pintiparada que le ofrecen para ello estas representaciones de la farsa. El júbilo y las carcajadas estentóreas del anfiteatro y de la galería son por completo diferentes de los aplausos críticos del público educado y culto, que en este caso es el público propiamente tal; pero, no obstante, ambas reacciones constituyen el acompañamiento necesario e indispensable en la ejecución de la farsa. La acción de ésta se desenvuelve de ordinario en el ambiente de las clases inferiores de la sociedad, y por eso mismo se reconocen inmediatamente en ella los que ocupan los asientos del anfiteatro y del gallinero. De ahí que sus exclamaciones y gritos frecuentes de ¡bravo!, ¡bravo!, no han de ser considerados como la manifestación de la estimación artística del modo de actuar de éste o aquel actor, sino como la pura explosión lírica de su contento y satisfacción íntimos. En realidad esta gente no se considera a sí misma como público, como espectadores. Lo que ellos querrían más bien es participar y moverse en la misma calle, habitación o cualquier otro lugar en que se desarrolle la acción representada, mezclados con los propios actores. Como esto no es realizable, puesto que hay que guardar las distancias, ellos se sienten igual que los niños a los que sólo se les permite ver desde una ventana la algarabía callejera.

Los que ocupan los palcos y las butacas del patio también son sacudidos por la risa que les produce la contemplación de la farsa, pero su risa es infinitamente distinta de aquella hilaridad desatada y espontánea del gallinero o el mismo anfiteatro, que viene envuelta en gritos populares de sabor cimbro–teutónico. Dentro de esta misma esfera es también la risa infinitamente variada en sus matices, infinitud y variedad tan típicas que ni siquiera la representación más excelente de la mejor comedia podría recogerlas y darnos su auténtica réplica. Si esto es una perfección o imperfección no me toca a mí decidirlo, cada uno puede pensar lo que quiera y yo sólo me limito a constatar un hecho.

 

Todos los criterios estéticos generales están condenados al fracaso cuando se trata de definir la farsa. El efecto que ésta produce sobre el público más cultivado puede ser diversísimo, puesto que tal efecto depende en gran parte de la propia actividad creadora del espectador. Cada uno es muy libre en este sentido de reaccionar como le venga en gana, dejándose llevar por el placer que le produce el espectáculo y emancipándose de todas las prescripciones estéticas tradicionales sobre las formas canónicas de la admiración, la risa, el llanto, etcétera. Contemplar una farsa es para el entendido en cosas de arte algo así como jugar a la lotería, con la diferencia de que no se expone uno al riesgo desagradable de ganar dinero. Claro que al público asiduo del teatro no le gusta nada esta inseguridad característica de la farsa y por eso la suele despreciar y mirar con malos ojos. ¡Peor para él! Este público que frecuenta el teatro tiene de ordinario un concepto muy limitado de la seriedad y por ello desea y hace todo lo posible por intentar que el teatro lo ennoblezca y eduque. Al salir de la sesión teatral quiere o se imagina que le puede decir a todos sus contertulios que ha gozado uno de los mayores placeres artísticos de toda su vida. Y al entrar, tan pronto como ha visto el cartel con detenimiento, pretende saber ala perfección cómo se desarrollará la pieza anunciada.

Pero con la farsa son imposibles todas estas convenciones y coincidencias favorabilísimas. Porque, como hemos dicho, la farsa puede producir los más variados efectos e impresiones, hasta el punto de que puede darse el caso de que el día que menos le ha gustado a uno sea precisamente aquel en que mejor ha sido representada. Para saber si uno se divierte o no con este género de representaciones es completamente inútil recurrir a ver qué dicen los vecinos y los contertulios, o leer en la prensa diaria lo que escriben los críticos teatrales. Este es un asunto que cada uno ha de resolver consigo mismo. Hoy es el día en que aún ningún crítico ha sido capaz de dictaminar cuál sea el ceremonial adecuado al que deban someterse cuando asisten a una farsa los visitantes asiduos y entendidos del teatro. En este aspecto es imposible establecer lo que entre las clases distinguidas se denomina «el buen tono». En el espectáculo de la farsa queda abolida esa deferencia y respeto recíprocos, por otra parte tan tranquilizadores y cuidados, que se establece entre actores y público en los teatros de categoría. En y con la farsa puede llegar uno a recibir la sensación más imprevista y, en consecuencia, no saber a punto fijo si se ha conducido uno, mientras la contemplaba, como un miembro digno de la alta sociedad a la que pertenece, riendo y llorando cuando lo mandan los cánones. Tampoco puede el concienzudo espectador admirar los caracteres finamente perfilados, cosa que tanto le entusiasma cuando asiste a una representación dramática. Y no puede, porque los personajes de la farsa están todos diseñados según la medida abstracta de lo general. En la farsa todo se ajusta a esta norma, lo mismo las situaciones que la acción y las réplicas. Por eso el espectador igualmente puede sentirse conmovido hasta las lágrimas como desternillarse de risa.

Ninguno de los efectos de la farsa está calculado según la ironía, pues todo se produce en ella con ingenuidad. De ahí que el espectador tenga que tomar parte activa e interesarse en cuanto individuo particular, no como miembro del público o de la sociedad a la que pertenece. Porque la ingenuidad de la farsa es, a pesar de las apariencias, tan ilusoria que al entendido y culto le resulta imposible comportarse ingenuamente y tiene que hacerse violencia para incorporarse al espectáculo. Pero este esfuerzo de participación activa y personalísima constituye para él, en gran parte, una diversión estupenda, algo así como un fruto prohibido que se atreve a degustar a escondidas, sin preocuparse para nada de lo que digan los vecinos, los contertulios o los críticos teatrales. Para este hombre culto que, libre de prejuicios, tiene la osadía de divertirse completamente a solas y la suficiente confianza en sus propios juicios como para no necesitar que los demás le garanticen si se ha divertido o no se ha divertido, es muy posible que la farsa encierre para él, aparte del señalado, otro significado especialísimo, en la medida en que aquélla es capaz de conmover su ánimo de las maneras más variadas, ora suscitando ideas puramente abstractas, ora creando una realidad tangible y concreta. Entonces nuestro hombre, como es lógico, ya no asistirá al espectáculo de la farsa con una previa disposición emocional, a la que deban someterse todas las demás impresiones posteriores, sino que asistirá con el deseo expreso de perfeccionarse en su capacidad receptiva y mantenerse siempre en un estado de ánimo que, en vez de ser exclusivo, fomente la posibilidad de todos los estados emocionales.

En el Konigstadter Theater se representa, pues, la farsa y, en mi opinión, de un modo magnífico. Mi opinión, naturalmente, es muy personal y no se la impongo a nadie, como tampoco deseo que nadie me venga imponiendo la suya. Para representar una farsa con éxito completo es preciso que la compañía que la ejecuta esté formada de una manera determinada. Deberá estar compuesta por dos o, a lo sumo, tres talentos verdaderamente extraordinarios, de suerte que más que talentos sean genios inventivos, hijos de la extravagancia y del capricho, ebrios de la risa y funámbulos del humor. Plenamente idénticos a los demás hombres fuera de las horas de actuación en las tablas, e incluso un minuto antes que el director de escena dé la orden de que se toque la campanilla para levantar el telón. En ese mismo instante se transformarán como por encanto, haciéndonos recordar con esta su metamorfosis súbita a los nobles caballos árabes cuando comienzan a resoplar y jadear anhelantes, mientras los orificios de las narices se les dilatan con la impaciencia de emprender raudos la vertiginosa carrera. Más que artistas reflexivos, que han estudiado a fondo todos los aspectos esenciales de la hilaridad, han de ser unos genios líricos que se sientan como arrojados de repente en los abismos de la risa y dejen que ésta, con su fuerza volcánica, los vuelva a lanzar desde sus propias entrañas hasta el mismo escenario. Por eso estos actores apenas piensan lo que van a ejecutar, confiados plenamente a la inspiración del instante y a la fuerza natural de la risa. Poniendo toda su fe en esta fuerza maravillosa, se atreven sin el menor reparo a hacer en público aquellas cosas que los demás individuos únicamente osan hacer cuando están a solas consigo mismos, o aquellas cosas que sólo los locos son capaces de realizar en presencia de todo el mundo. En una palabra, que ellos hacen lo que única y exclusivamente pueden ejecutar unos verdaderos genios, entregados por completo al dominio mágico del genio, en su caso el genio de la misma risa. Ellos saben que la expansiva alegría que los domina no conoce prácticamente ningún límite y que sus recursos cómicos son inagotables. Tan ilimitada es su alegría y tan inagotable su comicidad que a veces se quedan como sorprendidos un instante en medio de la representación de la farsa. Pero, normalmente, saben también que pueden hacer reír a los espectadores durante toda la tarde y noche, sin que ello les cueste mayor esfuerzo que el que a mí me cuesta pergeñar en estas cuartillas las características más sobresalientes de su genial arte.

Un teatro dedicado a la farsa no necesita más que dos genios de esta altura. Tres sería el número máximo admisible para que salieran bien las cosas, pues con más actores de este tipo quedaría debilitado el efecto de la acción cómica, algo así como cuando un hombre se muere de hiperestesia. El resto de los componentes de la compañía no tienen por qué ser unos talentos, al revés, estropearían el efecto de la farsa, según acabamos de decir, si lo fueran. Tampoco es necesario que se ajusten, en su aspecto físico, a los cánones de la belleza, más bien han de parecer hechuras del azar tanto en éste como en los demás sentidos, esto es, completamente arbitrarios y disparatados, como el grupo que pintara Chodowiecki de los primeros habitantes y fundadores de Roma.[35] Ni siquiera hay la menor dificultad en que alguno de estos personajes secundarios sea cojo, tuerto o sordomudo. Por el contrario, tal detalle fortuito podría producir un efecto excelente y magnífico precisamente en la farsa. La gente suele reírse a placer cuando ve actuar en escena, por ejemplo, a un patizambo o a cualquiera de los otros seres deformes que hemos citado, y sin olvidarse de los gigantes, los cabezudos y los enanos. Porque en la farsa, como quizá en todo lo demás, lo más próximo al ideal es lo disparatado.

Un autor humorístico ha dicho que la humanidad entera podía dividirse en tres grandes grupos: oficiales, maritormes y deshollinadores. Esta ocurrencia no me parece a mí un puro chiste, sino que la juzgo muy significativa y profunda, de suerte que se necesita un talento especulativo muy grande para poder superar esa división con otra mejor. Porque cuando una división o clasificación no agota idealmente su objeto, entonces lo mejor es sustituirla por otra completamente arbitraria y accidental, pues ésta, al menos, tiene la ventaja de poner la imaginación en movimiento. Una clasificación aproximada no puede satisfacer a la razón y, por otra parte, no le dice absolutamente nada a la fantasía. Por eso es preferible rechazarla de plano y cuanto antes, a pesar de que en el uso corriente goce de la mayor estima, gracias a la enorme necedad de los humanos y a su carencia casi completa de imaginación.

 

Por tanto, si el teatro ha de ofrecernos una imagen del hombre, es necesario exigir que los actores nos representen en su personaje o una creación acabada en el sentido de la idealidad o un remedo completamente arbitrario y casual. Los teatros que han sido fundados «no sólo para deleite» y placer, deberían satisfacer la primera necesidad. El hecho, no obstante, suele ser que en tales teatros los espectadores se dan por satisfechos con ver, por ejemplo, que un actor es un buen mozo, desenvuelto, de facciones lo que se dice teatrales y, por añadidura, una voz estupenda. Yo, personalmente, apenas nunca me fijo en semejantes cosas, las cuales raramente me satisfacen. La razón es sencilla. La actuación teatral despierta eo ipso la crítica, y una vez que ésta está en marcha resulta difícil decidir cuáles sean las cualidades requeridas para ser un hombre verdadero y mucho más difícil todavía cumplir las exigencias que a cada uno de nosotros nos incumben en sentido tan decisivo. En esto todos estarán de acuerdo conmigo, especialmente si piensan que el propio Sócrates, bien impuesto por cierto en el conocimiento de sí mismo y de los demás, «no sabía a punto fijo si era un hombre o un monstruo aún más variable que Tifón».[36]

En la farsa, por el contrario, los personajes secundarios impresionan al espectador con la categoría abstracta de lo general o en general alcanzándola mediante una concreción casual y arbitraria. Lo que quiere decir que no pasan los límites de la realidad, cosa que por otro lado nunca deben hacer. Pero el espectador se consuela con el efecto cómico que le produce el ver cómo esa arbitrariedad pretende pasar por idealidad desde el momento en que se presenta en el mundo artístico de la escena.

Volviendo un poco a lo de la belleza física de los actores secundarios de la farsa, diremos que si hubiera que hacer una excepción, ésta sería a favor de la que encarna el papel de «La amante». No ha de ser, propiamente, una actriz, ni muchísimo menos, pero al elegirla se habrá de haber tenido muy en cuenta que fuera atractiva y que tuviera las demás condiciones para moverse y afanarse en el escenario con todo su garbo y simpatía, de suerte que sea una delicia verla y también, por así decirlo, tenerla al lado.

La compañía del Konigstadter Theater está compuesta casi exactamente a la medida de mis deseos. Si tuviera que hacer alguna objeción, ésta recaería sobre los actores secundarios, pues contra Beckmann y Grobecker no tengo ni una sola palabra que decir.[37] Beckmann, desde luego, es un genio acabado, un puro lírico que maneja a la perfección todos los resortes de lo cómico y que no se destaca tanto por la expresión enérgica del carácter cuanto por la chispeante tensión de su emotividad. No es grande en lo conmensurable artístico, pero es verdaderamente admirable en lo inconmensurable de la personalidad. No necesita para nada apoyarse en la actuación de los demás actores, en los detalles del escenario o en los efectos mágicos de la tramoya. Su emotividad le basta y le sobra para lograr todo lo que quiera en las tablas. Incluso en los momentos de más desatada comicidad, acierta plenamente a crear el ambiente y la escena adecuados, mejor que lo pudieran hacer todos los decoradores y tramoyistas juntos. Lo que Baggesen dice de Sara Nickels, que entra en escena como un vendaval, arrastrando consigo un trozo de la campiña,[38] esto mismo se puede afirmar también de Beckmann, con la sola diferencia que éste nunca entra en escena como un viento, sino que entra caminando, con una inolvidable parsimonia. En los teatros de prestigio pocas veces se ve a un actor que sea realmente capaz de andar y estar plantado al mismo tiempo. Solamente he conocido a uno, pero con todo no era de la categoría de Beckmann, en este aspecto, se entiende. Lo que yo le he visto hacer a Beckmann nunca antes se lo había visto hacer a nadie. Este actor no entra o se mueve en escena como los demás actores, sino que lo hace precisamente caminando. Este moverse como quien camina es algo único de Beckmann y con esta genialidad suya improvisa además todo el ambiente escénico. Este artista no sólo es capaz de representar a un artista ambulante, casi siempre de camino de pueblo en pueblo, sino que aparece en escena como si fuera ese mismo artista en persona, caminando exactamente como él, caminando por la misma carretera, de tal suerte que a través del polvo de ésta contemplamos la sonriente aldea, oímos sus ruidos apacibles y bucólicos, vemos el sendero que se precipita hasta la poza de la fragua..., por el que desciende lentamente Beckmann, sereno e infatigable, con su mochila a las espaldas y su bastón en la mano. Y lo mismo puede aparecer en escena caminando al frente de un tropel de chiquilines que le siguen curiosos, aunque a éstos no los llegamos a ver realmente. Se puede afirmar, sin ningún temor a equivocarse, que ni el mismísimo doctor Ryge, en El rey Salomón y Jorge el sombrero, era capaz de hacer semejantes cosas y producir tal efecto.[39] Beckmann, en definitiva, le ahorra mucho dinero al teatro, pues con él no se necesitan ni chiquilines ni bastidores y decorados.

 

Sin embargo, ese artista ambulante tan al vivo representado por nuestro actor con unos pocos rasgos magistrales, no es precisamente la descripción de un carácter, sino el incógnito en que se esconde el demonio frenético y alocado de la comicidad, que en un santiamén desplegará sus alas y los arrastrará a todos en el vértigo sublime de la carcajada. Para conseguir este efecto de forma incomparable, recurre Beckmann a la danza y a las piruetas. En cuanto ha acabado de cantar un cuplé, se pone a bailar de una manera despampanante, con una audacia tal que nos da la impresión de que va a romperse la nuca de un momento a otro. Es evidente que no se contenta con producir efecto solamente mediante la ejecución acompasada de los movimientos propios de la danza. Entonces nos parece un lunático, totalmente fuera de sí y como transportado a otro mundo. La locura de la risa le domina por completo y ya no puede ser contenida dentro de los límites peculiares de la mímica y las réplicas. Lo único que se le acomoda cuando está dominado por esa furia es agarrarse por la nuca, como hacía el barón de Münchausen,[40] y dar jubiloso las más espeluznantes cabriolas por el aire. El espectador, según dije, se ríe a carcajada limpia contemplando estos saltos fabulosos, pero lo que parece imposible de todo punto es que se puedan dar en medio de la escena. Para esto, desde luego, es necesario ser y tener la autoridad de un genio, pues de lo contrario resultaría la cosa más desagradable que se pueda imaginar.

Todo actor cómico bufo debe poseer una voz que el espectador pueda reconocer aun antes de que aquél haya salido a escena; esto es, una voz que le prepare la entrada y lo anuncie desde los bastidores. Beckmann tiene una voz magnífica, cosa que por cierto no significa lo mismo que tener unas cuerdas vocales poderosísimas. La voz de Grobecker es más bronca y una sola palabra suya hace tanto ruido entre los bastidores como tres clarinazos en el parque de Dyrehavsbakken, lo que equivale a una sonora disposición para la risa. En este aspecto no cabe ninguna duda de que Grobecker aventaja a Beckmann. El genio de éste reposa, en última instancia, en ese su irrefrenable instinto para la risa que lo sitúa en los bordes de la insensatez y de la locura. Grobecker bordea también a veces los confines de locura desatada, pero a través de lo sentimental y lo convencional. A este propósito recuerdo que en cierta ocasión le vi hacer el papel de administrador de una mansión señorial en medio del campo. Este buen administrador, movido por la enorme devoción que sentía por sus señores y por la fe ciega que tenía en el resultado de los grandes preparativos para hacer agradable la vida de los mismos señores, quienes le acababan de anunciar su próxima visita desde la ciudad, les preparó a éstos una fiesta campera por todo lo alto. No faltaba ya ni el más mínimo detalle para recibir a los señores, cuando Grobecker se puso de repente a representar el papel de Mercurio. Sin quitarse el traje de administrador, se colocó unas enormes alas sobre los pies y el consabido yelmo a la cabeza, y se dispuso a dirigir el discurso de bienvenida a los señores recién llegados, adoptando una actitud muy pintoresca sobre una sola de sus piernas.

Grobecker, ciertamente, no es un lírico de la categoría de Beckmann, aunque también posee un sentido lírico para la risa. Se advierte en él una marcada inclinación a lo correcto y, en este aspecto, su actuación es con frecuencia magistral, especialmente cuando se trata de la comicidad a secas. Con todo no es, como Beckmann, una fuerza de fermentación y levadura que se mantiene en plena forma durante el desarrollo de la farsa. Pero, al fin de cuentas, es también un genio, un genio precisamente de la farsa.

Ya es hora de entrar en el Konigstadter. Se toma asiento en uno de los palcos de la parte de atrás, que de ordinario suelen estar casi vacíos, en comparación con las demás localidades. El que asiste a la farsa debe estar cómodamente instalado y sin preocuparse para nada de la importancia solemne del arte, que trae mareados a la mayor parte de los espectadores, como si de ello dependiera la salvación eterna de sus almas. El aire de este teatro, por otra parte, es bastante puro, quiero decir que no está enrarecido e infectado con el sudor o las emanaciones de un público entusiasta del arte y muy entendido en la materia. En los palcos de la parte de atrás, según he dicho, se puede estar casi seguro de encontrar alguno completamente vacío, en el que poder instalarse uno solo a sus anchas, sin nadie que le distraiga o estorbe. De no estar libre ninguno de estos palcos, me permito recomendar a mi lector, con el fin de que pueda sacar algo en limpio de la lectura de este libro, al menos en lo que concierne al tema de la farsa, que se vaya a instalar en el palco número 5 o número 6 de la izquierda. Al fondo de ambos palcos suele haber siempre un asiento macanudo para una sola persona y desde él se puede seguir admirablemente bien el espectáculo de la farsa.

Uno ha logrado al fin instalarse a solas en su palco y experimenta la sensación de que el teatro se halla vacío. La orquesta ataca el tema de la obertura y sus sones rebotan misteriosa y extrañamente contra la bóveda del teatro desierto. Porque, la verdad, este espectador no ha ido al teatro como un turista más de los que acaban de llegar a la gran ciudad impresionante, ni tampoco lo hace en calidad de esteta o de crítico, sino más bien como quien de suyo no es nada y sólo desea estar cómoda y tranquilamente sentado, casi lo mismo que si estuviera en su propia casa y habitación. La orquesta ha terminado con la obertura y empieza lentamente a levantarse el telón. En este preciso instante inicia también su algarabía aquella otra orquesta que no obedece a la batuta de ningún director y sólo sigue el impulso y la pauta de sus propios instintos. Me refiero a aquella otra orquesta de ruidos naturales y espontáneos, la del gallinero y el anfiteatro, que acaban de barruntar la presencia de Beckmann entre los bastidores. Como yo, de ordinario, permanezco sentado al fondo de mi palco, no puedo ver el anfiteatro y el gallinero, que como la sombra de una visera inmensa se proyecta pesadamente sobre mi cabeza. Por eso sus ruidos imponentes me impresionan de una manera doblemente extraña y misteriosa. En todo lo que alcanza mi vista no veo apenas otra cosa que el vacío. La inmensidad del teatro se me convierte así en el vientre del cetáceo que se tragó al profeta Jonás, mientras el ruido de la galería semeja un movimiento oscuro en las vísceras del mismo monstruo marino. Desde el momento en que la galería inicia su música ya no son necesarios otros acompañamientos. Beckmann, en efecto, se basta y sobra para animar el bullicio del coro popular, que a su vez anima e inspira a Beckmann incesantemente.

 

¡Oh tú, mi inolvidable compañera de la infancia, mi ninfa fugitiva que habitabas en aquel arroyuelo que discurría susurrante a la vera de mi casa paterna! ¡Oh tú, mi ninfa inolvidable, que a pesar de llevar siempre una vida escondida y lejana dentro de la corriente de aquel arroyuelo, nunca dejaste de participar complaciente y protectora en mis juegos de niño! ¡Tú, consuelo fiel de mi alma y que has guardado intacta a lo largo de tantos años tu pureza virginal, manteniéndote así siempre joven e inocente, mientras yo, miserable de mí, me fui haciendo viejo! ¡Tú, mi ninfa serena y callada, en la que yo siempre buscaba refugio cuando me sentía cansado de los hombres y cansado de mí mismo, tan cansado que se necesitarla toda una eternidad para poder descansar, y tan triste que sería necesaria toda una eternidad para poder olvidarlo! ¡Tú no me has negado nunca esta paz y seguridad que los hombres quisieron quitarme, tratando de hacer que la eternidad fuera una cosa tan ajetreada e incluso más terrible de soportar que el mismo tiempo en que vivimos![41] Y cuando iba a refugiarme en ti, ¡oh ninfa de mi infancia!, me tumbaba gozoso a tu lado, desaparecía ante mi propia conciencia como perdido en la contemplación del cielo inmenso que nos cobijaba y me olvidaba por completo de mí mismo en tu adormecedor murmullo incesante. ¡Oh tú, mi ninfa inolvidable, mi mejor y más feliz yo, vida fugaz y escondida que habitas en aquel arroyuelo que discurre susurrante a la vera de mi casa paterna y en cuya superficie veo ahora flotar mi propia imagen alargada como un bastón arrojado por un caminante que pasó! ¡ Ah, pero con tu murmullo melancólico me siento liberado y salvado!

Así estaba yo tumbado en el fondo de mi palco, arrojado como la vestimenta del bañista que ha ido a sumergirse en el río de la risa, el humor y el júbilo. No podía ver otra cosa que el inmenso espacio vacío del teatro, ni oír otra cosa fuera de aquel enorme griterío en que flotaba. Solamente de vez en cuando me incorporaba un poco para ver a Beckmann y, viéndole, me reía tanto que en seguida notaba el cansancio típico de la risa y volvía a caer como un trapo a la orilla del río bullicioso. Esto constituía una verdadera delicia, pero con todo echaba de menos algo. Entonces, en medio de aquel desierto que me rodeaba por todas las partes adonde dirigía la mirada, mis ojos descubrieron una figura cuya visión me causó mayor gozo y alegría que la que sintiera Robinson al encontrarse con Friday. En uno de los palcos frente al mío y en la segunda fila estaba sentada una jovencita, medio oculta tras un señor mayor y una dama que ocupaban los asientos de la primera fila. La muchacha seguramente no había venido al teatro para que la vieran, cosa que por cierto no suelen hacer tampoco ninguna de las otras bellezas que asisten a las representaciones de este teatro, en el que de ordinario estamos libres de semejantes exhibiciones femeninas, realmente repugnantes. Estaba sentada en segunda fila, su atuendo era sencillo y modesto, casi el mismo de andar por casa. No estaba cubierta, como suele decirse de las elegantes de hoy, de marta y cebellina, sino envuelta en un gran chal, del que a veces sacaba humildemente la cabeza, como la flor del manojo de lirios saca la suya de entre las hojas.

Mirar a esta muchacha se convirtió para mí en parte del espectáculo, en aquel algo que había echado antes de menos en medio de la farsa. Y así, cuando había contemplado un buen rato a Beckmann y sacudido por la risa me había abandonado del todo a aquella corriente estrepitosa del júbilo y de la carcajada, cuando salía cansado de aquel baño de placer y retornaba otra vez a mí mismo en el rincón del palco, mis ojos la buscaban de nuevo y su visión inundaba de gozo todo mi ser y me serenaba con la amigable dulzura que irradiaba su rostro. Otras veces, cuando el tono de la farsa se hacía patético, la volvía a mirar y el recato de sus ademanes era para mí una constante invitación, pues siempre mantenía el mismo recogimiento y sonreía tranquila como una niña, admirando solamente lo que ocurría en la escena.

La muchacha, lo mismo que yo, asistía todas las tardes a estas representaciones del Kónigstadter. Con frecuencia me preguntaba a mí mismo qué podía ser lo que tanto la atraía en el espectáculo de la farsa. Pero estas preguntas apenas me las formulaba, porque en seguida me sentía completamente dominado por la emoción íntima que me producía su presencia. De pronto me parecía que tenía que ser una muchacha que había sufrido mucho en la vida y ahora se recogía ceñidamente en su chal para no tener nada que ver con el mundo y sus vanidades. Entonces sus mismos ademanes me convencían de todo lo contrario, esto es, de que la muchacha era una criatura plenamente feliz y dichosa, que se recogía tanto en su chal precisamente para regodearse de lo lindo y a sus anchas. No sospechaba lo más mínimo que la estuvieran viendo y, menos aún, que mis ojos escrutaran todos y cada uno de sus movimientos y reacciones. Claro que yo me cuidaba muy bien de no levantar ninguna sospecha en este aspecto, pues esto habría sido como cometer un pecado contra ella y, lo que es mucho peor, contra mí mismo. Porque existe sin duda una forma de inocencia e ingenuidad que puede ser destruida incluso por el pensamiento más puro. Esta inocencia, naturalmente, no se descubre por sí misma, sino que tiene que ser la suerte o el buen duende de cada uno quien nos revele dónde se esconde ese tesoro maravilloso. Y una vez descubierto, tenemos que poner todo nuestro empeño en no profanarlo y entristecer así al buen duende que nos lo reveló. Bastaría que la joven hubiera presentido solamente mi muda y semienamorada alegría al contemplarla para que con ello se hubiera echado a perder todo el encanto, que por cierto ya no podría recuperarse nunca jamás, ni siquiera con todo el amor de la joven volcado hacia nosotros.

Yo sé donde habita, a pocas millas de Copenhague, una muchacha en flor. Conozco el gran jardín que los árboles y los arbustos cubren de espesas sombras. También sé que a poca distancia de este jardín hay una pequeña loma cubierta de matorrales y maleza, desde la cual, oculto entre los matorrales, uno puede contemplar a placer lo que acontece en el jardín. A nadie le he dicho ni una palabra sobre este rincón único. Incluso mi cochero lo desconoce, porque le engaño bajándome del coche un poco antes de llegar al lugar y siguiendo luego el camino hacia la derecha, en vez de hacerlo hacia la izquierda, que es donde está situado mi rincón favorito. Cuando mi alma no encuentra reposo en el dulce sueño y la vista de mi propio lecho me atormenta más que una máquina de torturas o que el mismo quirófano al enfermo que van a operar inmediatamente, entonces me levanto, ordeno a mi cochero que enganche los caballos y viajo durante toda la noche. El amanecer me sorprende en la pequeña loma, apostado entre los matorrales. Es la mejor hora del día, cuando la vida entera empieza a desperezarse, y el sol abre sus grandes ojos luminosos, los pájaros sacuden sus alas, la zorra sale furtivamente de su madriguera, el labrador se planta a la puerta de su cabaña y otea todo el horizonte de la campiña, la lechera baja por el sendero con su olla a la cabeza, y el segador afila la guadaña y se alboroza con este preludio que será el estribillo del día y sus faenas.

 

Entonces sale también la muchacha al jardín. ¡Dichoso el que pudo dormir ligeramente, tan ligeramente que el sueño no se le convirtió en una carga más pesada que la del día! ¡Dichoso el que pudo levantarse de su propio lecho como si no hubiera dormido en él y diera gusto ver las sábanas limpias y tersas invitando al reposo! ¡Dichoso el que pudo morirse de tal modo que su propio lecho de muerte, en el momento mismo en que era arrinconado en el desván de los trastos inservibles, presentara un aspecto más sugestivo que la cuna que una amorosa madre acaba de airear y mullir para que a tierno infante duerma placenteramente!

Entonces, a esa primera hora de la mañana, sale la muchacha a su jardín y llena de admiración lo va recorriendo de una parte para otra. ¿Quién, sin embargo, se admira más, la muchacha o los árboles que la ven pasar con su calma y belleza? Ahora se agacha y recoge las frutas caídas en el suelo. Ahora avanza unos pasos más y de pronto se queda plantada y pensativa. ¿Qué enorme fuerza de persuasión no encierran para mí todos sus movimientos? Mi alma, al fin, encuentra el reposo apetecido. ¡Oh muchacha feliz y encantadora! ¡Quiera Dios que si algún hombre llega a conquistar un día tu corazón, lo puedas hacer tan dichoso, siéndolo todo para él, como me has hecho a mí dichoso sin ser ni hacer nada por mí!

El talismán, pues, estaba en el cartel del Kónigstadter Theater. Los recuerdos se agolpaban en mi alma y eran tan vivos como si acabara de salir del teatro y contemplar una de las representaciones a que asistí durante mi primera estancia en Berlín. Empujado por todos estos recuerdos me apresuré hacia el teatro con el fin de encontrar una de mis plazas predilectas. Pero ya no había un solo palco vacío, ni siquiera aquel asiento que estaba siempre libre en el palco número 5 o en el número 6 de la izquierda. No tuve otro remedio que dirigirme a toda prisa hacia la parte derecha. Allí me acomodé entre un grupo de gentes que no sabían a ciencia cierta si habían venido al teatro para divertirse o para aburrirse como ostras. El resultado en estos casos no puede ser otro que el de aburrimiento, sobre todo para el que tiene que contemplar de cerca semejantes reacciones. En esta parte de la derecha había muy contados palcos vacíos. Me fue imposible descubrir a la jovencita de la vez anterior. Quizá estuviera en el teatro, pero tan acompañada que ya no había manera de reconocerla. Ni siquiera Beckmann, con toda su vis cómica, fue capaz de hacerme reír esta vez.

Así, aburrido y desesperado, pasé como una media hora, hasta que ya no pude aguantar más y abandoné el teatro. Mi idea fija en estos angustiosos momentos era la de que no se da en absoluto ninguna repetición. Me parecía como si acabara de recibir un duro golpe, del que no me resarciría jamás en toda mi vida. Mis años mozos ya pasaron y, en compensación, mi experiencia de la vida ha ido creciendo bastante. Mucho antes de mi primer viaje a Berlín había yo perdido la costumbre de contar con lo que es inseguro e incierto. Creía, no obstante, que el placer que había experimentado en este teatro berlinés sería de una especie más duradera. Y esto cabalmente porque uno ha aprendido con los años a someterse y doblegarse de mil maneras a las exigencias de la vida y hasta cierto punto a sentirse satisfechos de la misma mucho antes de conocer de veras su sentido. Al fin de cuentas si la vida nos da tan poco, cabría esperar alcanzarlo con toda seguridad. ¿O es que quizá la vida sea más fraudulenta y engañosa que un comerciante en quiebra? Éste, al menos, suele pagar a sus acreedores la mitad o el treinta por ciento de lo que les ha estafado. Algo es algo. De la vida, en el peor de los casos, cabría esperar la parte de lo cómico, ya que esto es lo menos que se le puede exigir. ¿Ni siquiera esto podrá repetirse o recuperarse?

Ocupado y preocupado por tales pensamientos me dirigí a mi posada. La mesa de trabajo había sido colocada más afuera en mi habitación. El sillón de terciopelo rojo estaba todavía allí, en su sitio de siempre, pero cuando lo vi se me subió la sangre a la cabeza y me dieron ganas de hacerlo añicos, tanto más porque en la casa todos estaban ya acostados y, naturalmente, no había ni uno solo dispuesto a retirarlo donde mis ojos no lo volvieran a ver nunca. ¿De qué le sirve a uno, me decía, un sillón tan elegante y tan cómodo si no concuerda en nada con las demás de su contorno? Es algo así como un hombre que caminara desnudo en plena calle y con un sombrero de tres picos a la cabeza. Ya me había metido en la cama, sin haber tenido ni un solo pensamiento sensato, cuando de repente vi luz en una de las habitaciones contiguas. Esto hizo que tardara todavía más en conciliar el sueño, que en realidad no llegué a conciliarlo en toda la noche, pues tan pronto me despertaba como dormía, siempre con la obsesión del sillón que tenía delante. A la mañana siguiente me levanté muy temprano y con el serio propósito de poner en práctica lo que había decidido durante la desvelada noche, esto es, hacer que llevasen cuanto antes el dichoso sillón adonde no lo vieran más mis desdichados ojos.

La posada se me hacía insoportable, precisamente porque era una repetición equivocada y al revés. Mi pensamiento permanecía estéril y mi preocupada imaginación me transformaba incesantemente en placeres de Tántalo todos los recuerdos de las caudalosas y brillantes ideas con que se había enriquecido mi mente durante la primera estancia en esta misma ciudad. Y esta cizaña de los recuerdos ahogaba las nuevas ideas en el momento en que nacían.

 

Salí a la calle y me dirigí derecho a la cafetería que solía visitar todas las tardes cuando estuve la primera vez en la ciudad. Traté de saborear esa bebida que, según la receta del poeta, es «pura, caliente, fuerte y sana, no abusando de ella», y que se puede comparar admirablemente, como hace el mismo poeta, con la amistad.[42] La verdad es que una de las pocas cosas que me gustan en el mundo es el café. Pero esta tarde no me sabía a nada, aunque probablemente el café que me sirvieron era tan bueno como el de la otra vez. El sol brillaba ardiente contra los cristales del escaparate, el ambiente del local era asfixiante y como para cocerse, igual que el aire encerrado en un puchero sobre la lumbre. En esto una corriente de aire, penetrante como un pequeño ciclón, atravesó todo el salón y me impidió pensar en la repetición, cortando en seco todas las posibles oportunidades que quizá me brindara la antigua cafetería.

Por la noche fui al restaurante en que siempre solía cenar durante la estancia anterior en Berlín. No sé si fue por la fuerza de la costumbre o por otra cosa, lo cierto es que llegué a sentirme en él a las mil maravillas. Como iba allí todas las tardes, conocía a la perfección a los clientes y demás detalles, sin que ninguno se me escapara. Sabía cuándo se marchaban los comensales que habían venido primero, cómo saludaban a sus camaradas que seguían cenando o bebiendo, al tiempo que inclinaban la cabeza o alzaban la mano para corresponder al saludo de despedida de los primeros; sabía cuándo éstos se ponían el sombrero, si al abandonar el piso alto o en el mismo bajo, o quizá en el momento de abrir la puerta de la calle o cuando ya estaban fuera. Nadie, según he dicho, escapaba a mi atención y, como Proserpina,[43] arrancaba un cabello de cada cabeza, incluso de la de los calvos. Todo era completamente idéntico; los mismos chistes, las mismas cortesías, la misma camaradería y el mismísimo local. Nada, absolutamente nada, había cambiado. Salomón dice que las disputas de las mujeres son como las goteras de la lluvia.[44] ¿Qué habría pensado Salomón si hubiera contemplado esta «naturaleza muerta»?[45] Aquí, desde luego, era bien posible la repetición. ¡Sólo el pensarlo me llena de escalofríos!

La tarde siguiente volví otra vez al Kónigstadter. Lo único que se repitió fue la imposibilidad de la repetición. En la avenida Unter den Linden el polvo era insoportable. Cualquier intento que hacía por mezclarme entre la multitud y así tomarme un baño humano me resultaba desagradable y descorazonador en grado sumo. Por todas las partes encontraba desilusión y vaciedad, y todos mis giros e idas y venidas eran baldíos. La pequeña bailarina, que la vez anterior me había encantado con aquel garbo suyo y recién estrenado, estaba lo que se dice pasada de moda. Mi viejo arpista ciego de la Puerta de Brandemburgo —digo «mío» porque yo era el único que se preocupaba de él y de su música— vestía ahora un gabán grisoscuro en lugar del verde claro de la primera vez, aquel color que me hacía soñar y era como el eco de la nostalgia de mi melancolía. Ahora, en cambio, me parecía en su gabán triste como un sauce llorón, y lo que había perdido a mis ojos, lo había ganado sin duda a los ojos de la compasiva multitud. La admirable nariz roja del conserje había palidecido tanto que daba pena verla. Y el profesor X.X. había heredado un par de calzones que le daban un cierto aire militar...

Cuando todas estas cosas desagradables se repitieron unos días más, me sentí tan amargado y aburrido de la repetición que decidí volverme cuanto antes a mi casa. Mi descubrimiento no había sido ciertamente sensacional, pero no por eso su importancia y significación eran menores. Al fin y al cabo había descubierto que no era posible en absoluto la repetición, y me había convencido de ello abandonándome justamente a toda clase de repeticiones posibles.

Todas mis esperanzas, por lo tanto, estaban puestas en mi propio hogar, allá en la patria lejana. Justino Kerner[46] cuenta en alguna parte que un hombre se aburrió de su hogar y un buen día, sin decir nada a nadie, ensilló su cabalgadura y se dispuso a recorrer el ancho mundo. Pero hete aquí que cuando apenas había recorrido una milla, el caballo pegó un brinco brusco y lo lanzó de golpe al suelo. Este brinco fue decisivo para nuestro hombre, pues en el momento en que se recuperó del golpe y se disponía a montar de nuevo en su caballo para seguir adelante, volvió a ver una vez más, allá a lo lejos, el hogar que abandonaba y sus ojos se inundaron de lágrimas de alegría al ver que era tan bello y hermoso. El pobre hombre, tan emocionado, tiró inmediatamente de las bridas y retornó al galope a su hogar.

En mi casa, al menos, esperaba ya con la mayor seguridad encontrar todas las cosas listas para la repetición. Siempre he sentido una gran repugnancia por cualquier clase de cambios, hasta el punto de que una de las cosas que más me irritan en este mundo son las limpiezas generales y, especialmente, las caseras. Por esta razón, antes de mi partida hacia Berlín, le había dado a mi criado las más estrictas órdenes para que respetara a rajatabla durante mi ausencia mis inamovibles principios conservadores. Pero, desgraciadamente mi fidelísimo criado era de una opinión muy distinta. Con toda su buena fe creyó que comenzando el zafarrancho en el mismo momento de mi partida, todo volvería a estar en su sitio y en perfecto orden —cosa para la que por cierto se las pintaba— antes de mi vuelta.

 

Así que, con tan buenas esperanzas, retorno al fin a mi casa, llamo a la puerta y el fiel criado sale a abrirme. No se pueden ni figurar la gravedad y el apuro de este instante. Mi fiel criado se quedó pálido como un cadáver. A través de la puerta entreabierta puede ver el enorme zafarrancho que reinaba en las habitaciones, con todos los muebles patas arriba. Me quedé como petrificado. El criado no sabía qué hacer en medio de la sorpresa y confusión del momento. Sin duda que sintió un miedo espantoso por haber desobedecido mis órdenes estrictas de no mover absolutamente nada. El caso fue que, aturdido, no encontró mejor solución para salir del apuro que cerrar otra vez la puerta de golpe y porrazo, dándome con ella en las narices. Esto ya era demasiado. Mi desdicha no podía ser mayor y todos mis principios se tambaleaban. Incluso llegué a temer que me tomaran y trataran como a un fantasma, según hicieron con aquel pobre consejero de la Cámara de Comercio llamado Gronmeyer.[47] De esta manera, por cierto bien palpable, volví a comprobar que no se da ninguna repetición. Y con ello mi primitiva concepción de la vida salía triunfante.

Esto hizo que me sintiera muy avergonzado por haber dado consejos tan seguros a mi joven amigo, el enamorado melancólico de que hablé al principio. De hecho me encontraba en la misma situación de perplejidad en que él se encontraba entonces, de tal suerte que me parecía que yo era aquel mismo joven y que las solemnes palabras con que le aconsejé en aquella ocasión —palabras que por nada del mundo le repetiría a nadie una segunda vez— eran solamente un sueño y una pesadilla, de los cuales me despertaba ahora para dejar que la vida, de un modo incesante y despiadado, siga tomando de nuevo todo lo que nos ha dado antes, sin que por eso nos conceda nunca una repetición.[48]

¿Acaso no es esto en definitiva lo que acontece con la vida? Cuanto más viejo se es, más y más engañosa se nos muestra la vida. Y cuanto más prudentes somos y más tratamos de superar los reveses de la vida, menos conseguimos y mayores son nuestros sufrimientos. Los niños, en cambio, incapaces de prever y menos de superar por sí mismos los peligros en que se meten, siempre salen ilesos y airosos. Recuerdo a este respecto haber visto una vez a una nodriza o niñera que portaba un cochecito con dos criaturas dentro. De vez en cuando empujaba fuerte el cochecito y lo dejaba solo un buen trecho. Una de las criaturas era un niño de apenas un año, el cual se había dormido profundamente e iba en el coche como una cosa muerta. La otra era una niña pequeña, aproximadamente como de unos dos años, regordeta y mofletuda, con los brazos desnudos y como una miniatura de toda una señora mayor. La niñita ocupaba toda la parte delantera del coche y más de la mitad del resto, de suerte que su hermanito parecía a su lado un simple bolso que la señora habla tomado consigo para dar un paseo. Su egoísmo era tan admirable que no se preocupaba para nada de los transeúntes o de cualquier otro asunto humano, sino sólo de sí misma y de ocupar lo más posible en el cochecito. Entonces apareció de repente por la esquina un carruaje con el tiro desbocado. El cochecito corría un peligro evidente. Las gentes gritaban y corrían hacia el lugar, mientras la nodriza de un tirón brusco logró poner a salvo al coche y a los niños en uno de los portales inmediatos. Todos los circunstantes, yo entre ellos, estábamos como aterrados. Pero la señora en miniatura seguía tan tranquila, hurgando en las narices y sin inmutarse lo más mínimo. Es probable que pensara: ¡Qué me importa a mí todo esto; allá la niñera! Semejante temple heroico se buscaría en vano en una persona mayor.

El hombre se sentirá tanto menos contento y satisfecho cuanto más viejo sea, cuanto mayor sea su conocimiento de la vida, su gusto por lo agradable y su afán de delicadezas y exquisiteces. Es decir, cuanto más competente, tanto más descontento. Contento, lo que se dice plena, absoluta e infinitamente contento no lo estará el hombre jamás, mientras viva. Y estar contento a medias, contento de una manera muy particular, es algo que no merece la pena. En este caso es preferible estar completamente descontento.

Todo el que haya meditado a fondo en este asunto estará de acuerdo conmigo cuando afirmo que a un hombre no se le concede jamás, ni siquiera media hora en toda su vida, una satisfacción y bienestar completos y plenarios desde todos los puntos de vista. No necesito añadir, naturalmente, que para ser feliz de esa forma perfecta hay que contar con algo más que los alimentos y la vestimenta. Yo estuve una vez muy cerca de esa felicidad. Me había levantado de la cama muy temprano y me encontraba extraordinariamente bien. Esta sensación de bienestar fue creciendo a medida que avanzaba la mañana y alcanzó su punto máximo un poco después del mediodía, exactamente a la una de la tarde. Era una sensación maravillosa y casi me parecía que iba a agarrar el sol y las estrellas con la mano. Una sensación tan maravillosa que no hay termómetros que la puedan registrar en su escala, ni siquiera los termómetros poéticos. Mi cuerpo se había hecho ligero, como si ya no existieran las leyes de la gravedad terrestre. Me pareció incluso que no tenía cuerpo, precisamente porque todas sus funciones estaban admirablemente satisfechas y todas las células se nutrían de gozo por sí mismas y por el organismo entero. Los latidos inquietos de la sangre en las venas no hacían más que recordarme y acrecentar la delicia de aquel instante sublime y glorioso. Mi caminar tremolaba, no como el ave que corta el aire con sus alas y huye veloz de la tierra, sino como el oleaje del viento sobre sus sembrados, como el nostálgico mecerse de las olas en el mar, o como el ensoñado deslizarse de las nubes sobre el cielo. Todo mi ser era transparente, como las claras profundidades del océano, como el limpio silencio de la noche, o como el monólogo pausado del mediodía. Todas las emociones más hondas resonaban en mi alma con su eco melódico. Todos los pensamientos se ofrecían a mi mente con un aire festivo de dicha, tanto la ocurrencia más insignificante como la idea más rica y fecunda. Cualquier sentimiento era presentido previamente y brotaba así de mis mismas raíces interiores. Todas las cosas estaban como enamoradas de mí y se estremecían en un contacto íntimo con mi propio ser, lleno de presagios. La existencia entera se esclarecía misteriosamente dentro de mi microscópica felicidad, tan abundante y caudalosa que lo explicaba todo sin salir de sus límites, incluso las cosas desagradables, las insinuaciones aburridas, los hechos repugnantes y los choques fatales.

 

Era la una de la tarde, como he dicho, cuando alcancé el punto máximo en esta sensación de bienestar que me hizo presentir la felicidad suprema, creyendo que la tenía casi entre las manos. Pero, ¡ay!, de repente empezó a picarme en uno de mis ojos, precisamente el bueno, no sé qué cosa, quizá un pelillo de las cejas, un pelo de la cabeza o simplemente un grano de polvo, lo único que sé es que en ese mismo instante me sentí casi hundido en el abismo de la desesperación más espantosa. Este brusco cambio emocional lo podrán comprender fácilmente todos aquellos que hayan experimentado sensaciones tan sublimes como la descrita y, al experimentarlas, se hayan planteado además el problema fundamental de hasta qué punto, en general, es asequible una satisfacción y bienestar completos y plenarios.

Desde aquel infausto día abandoné toda esperanza de poder llegar alguna vez a sentirme completa y absolutamente feliz en esta vida, no sólo durante un largo período de la misma, como lo había esperado con tanta fuerza en mis sueños juveniles, pero ni siquiera durante algunos breves instantes, aunque éstos fueran tan raros y aislados que, según la expresión de Shakespeare, «bastaría la aritmética de un embotellador de cerveza para contarlos».[49]

A este punto había llegado yo en mi concepción de la felicidad que puede depararnos esta vida cuando no conocía aún a mi joven amigo, el enamorado melancólico. Siempre que otros o yo mismo me planteaba la cuestión de un bienestar y contento perfectos en este mundo, aunque sólo fuera por media hora, mi respuesta indefectiblemente era un renuncio.[50] En una época posterior cambié de parecer a este respecto y experimenté un entusiasmo enorme con la idea de la repetición. Fue cabalmente la época en que trabé conocimiento con el joven enamorado, época que se cerró con mi viaje a Berlín. Otra vez volví entonces a ser víctima de mi propio celo por los principios. Porque estoy totalmente seguro de que si no hubiera hecho el segundo viaje a Berlín con el propósito de comprobar personalmente la posibilidad de la repetición, me habría divertido de lo lindo con las mismas cosas que me hicieron feliz la primera vez. ¡Qué desgracia más grande que yo no pueda nunca mantenerme dentro de los moldes habituales de la gente y siempre desee tener principios! ¡Qué desgracia que no pueda ir calzado como los demás hombres y necesite siempre botas altas y bien ajustadas al pie! Por lo demás, ¿no están acaso de acuerdo todos los oradores, tanto los sagrados como los profanos, todos los poetas y prosistas, los capitanes de barco y los empresarios de pompas fúnebres, los héroes y los villanos y cobardes, no están todos de acuerdo en afirmar que la vida es como un río que pasa?

Por eso me pregunto con frecuencia cómo pudo venir a mi mente una idea tan estúpida como la de la repetición. Y, lo que es más estúpido todavía, cómo pude pretender convertir esa idea en principio. Sin duda que mi joven amigo, cuando desapareció de repente, pensó que yo estaba loco cuando le propuse el plan aludido. Lo mejor que hizo, desde luego, fue marcharse y no empezar con la repetición que perseguía mi plan. Porque de lo contrario habría conseguido seguramente recuperar a su amada, pero convertida en una monja con la cabellera cortada y los labios mustios, como le sucedió a aquel amador del que nos cuenta la canción popular que iba buscando la repetición y al encontrarla, ésta lo mató:

 

«Das Nonnlein kam gegangen In einem schneeweissen Kleid;

 Ihr Hurí war abgeschnitten, Ihr rother Mund war bleich.

Der Knab, er setzt sich nieder,

 Er sass auf einem Stein;

 Er weint die hellen Tránen,

 Brach ihm sein Herz entzwei».[51]

 

I Viva la corneta del postillón! Este es mi instrumento favorito.[52] Por muchas razones, pero especialmente porque con este instrumento no se puede estar nunca seguro de lograr dos veces seguidas el mismo sonido. Sus posibilidades son infinitas y quien lo sopla, por mucho que sea el arte que ponga en ello, no incurrirá jamás en una repetición. Por eso el que, en lugar de aconsejar y responder a las preguntas de un amigo perplejo, le ofrece una corneta de postillón para que la toque a su gusto, no le dice nada, absolutamente nada, pero se lo explica todo.

¡Viva la corneta del postillón! Este es mi símbolo. De la misma manera que los antiguos ascetas tenían siempre una calavera sobre la desnuda mesa de su celda y la contemplación permanente de la calavera era su misma concepción de la vida, así yo también tendré colocada siempre sobre mi mesa de trabajo una corneta de postillón, que me recuerde sin cesar cuál es el sentido de la vida.

¡Viva la corneta del postillón! Ella me representa la fugacidad de la vida sin ninguna necesidad de molestarme viajando por esos caminos de Dios. Porque realmente no es necesario moverse del sitio para comprobar que no se da ninguna repetición. Al revés, cuando todo es vanidad[53] y pasa como el humo, lo mejor es estarse sentado en la propia habitación y así, perfectamente inmóviles, sentimos la impresión de que viajamos más de prisa que si lo hiciéramos en un vagón del ferrocarril. De mí puedo decir que para que todo, a la par que la corneta del postillón, me recuerde que estoy siempre de viaje en la vida, he ordenado a mi criado que siempre que vaya vestido como los que corren la posta y yo mismo, para dar ejemplo, cuando tengo que salir de casa, aunque sólo sea para asistir a una cena entre amigos en un restaurante céntrico, siempre hago mis desplazamientos en una diligencia especial, muy parecida a las de la posta.

¡Adiós, pues, esperanzas floridas de la juventud! ¿Por qué huyen tan rápidas si ustedes mismas y lo que andan buscando no existe en ninguna parte? ¡Adiós energía viril de la edad madura! ¿Por qué pisas tan fuerte si aquello en que te apoyas no es más que una ilusión? ¡Adiós alegría triunfante de los buenos propósitos, que sin duda alcanzarán la meta en solitario, puesto que para hacerlo con las obras tendrían que volver hacia atrás, cosa que no pueden en absoluto! ¡Adiós belleza de los bosques, que cuando quise contemplarte ya te habías marchitado! ¡Adiós río que corres y avanzas sin cesar por tu cauce adelante! ¡Tú eres el único que sabes con certeza lo que quieres, pues no tienes otro afán que pasar e ir a perderte en el inmenso océano, tan inmenso que no se llena nunca!

¡Oh soberbio teatro del mundo, continúa tus representaciones, a las que nadie suele llamar comedias o tragedias, porque ninguno ha visto todavía el final! ¡Oh teatro de la existencia, prosigue tu espectáculo incesante, en el que a nadie se le devolverá nunca la vida, del mismo modo que no se devuelve el dinero! ¿Por qué no volvió ninguno jamás de entre los muertos? Porque la vida no sabe cautivar como lo hace la muerte, ni tiene la persuasión de la muerte. La muerte, si le dejamos la palabra y no la contradecimos, nos persuade a maravilla y de una manera completamente repentina, sin que a nadie se le haya ocurrido en ese momento solemne una palabra en contra, ni añorar o echar de menos para nada la elocuencia de la vida.

¡Oh muerte, grande es tu persuasión! ¡Y ninguno fuera de tí misma puede hablar de un modo tan bello como lo hizo aquel hombre cuya elocuencia le valió el sobrenombre de peisitanatos[54]; cabalmente porque supo hablar de tí con toda la fuerza de la persuasión!.

 

En la parte precedente se ha visto cómo Constantino Constantius, después de sus titubeos y el segundo viaje a Berlín, termina dudando e incluso negando la posibilidad de la repetición. El seudónimo, como último representante de los estetas, se mueve exclusivamente en la esfera estética de la existencia, vista al fin con ojos de pesimismo romántico. En virtud de su exclusivismo y perspectivas no es capaz de incorporarse a la esfera religiosa, que es la única en que se verifica la posibilidad y realidad de la repetición auténtica, como expresión del contacto espiritual y de la insistencia decidida del hombre con y en lo verdaderamente eterno, ajustándose en todo a la voluntad de Dios y venciendo así los límites y contradicciones de la vida puramente temporal e inmediata.

Todo lo que el seudónimo ha dicho hasta ahora, moviéndose dentro de esos límites y contradicciones de la inmanencia, no tiene apenas ninguna importancia positiva en comparación de lo que se nos dirá en adelante, especialmente en las ocho cartas que el joven soñador y nostálgico dirige a su confidente silencioso, que es el propio esteta consejero de la primera parte. Job será para el joven el ejemplo admirable de esa búsqueda de la trascendencia y de la insistencia, en medio de la prueba más horrible, en lo eterno, manteniéndose fiel a la voluntad soberana de Dios y alcanzando así la verdadera repetición.

Se trata, pues, de dos partes completamente distintas, de dos libros dentro de este pequeño libro reunidos con un tan enorme empeño. Por eso el autor vuelve a explicitar el título otra segunda vez, la buena, para que el lector caiga en la cuenta de la diferencia. Esto lo explica expresamente Kierkegaard en Pap. IV, B, 117, pp. 284-5: «Todo lo que de decisivo se expone sobre la repetición en este libro se halla precisamente en la última parte del mismo, que empieza en la p. 19 —de la primera edición, se entiende, que vio la luz el 16 de octubre de 1843, el mismo día que lo hizo también Temor y temblor, y en distinta editorial la segunda serie de sus Discursos edificantes—, y para despertar la atención del lector se ha puesto de nuevo, al principio de esta parte, el título de La repetición. Lo dicho en la parte anterior es una broma o sólo algo relativamente verdadero».

 

2

Pasó un cierto tiempo. Mi criado, lo mismo que pudiera haberlo hecho la más solícita ama de casa,[55] había reparado ya todos los estragos antes causados. La monotonía y uniformidad más rigurosas reinaban de nuevo en todo el orden de la casa. Lo que no podía moverse por sí mismo estaba quieto en su sitio fijo y determinado, y todo lo que podía moverse seguía su curso acostumbrado. En este último caso estábamos mi propio criado, yo mismo y el péndulo de gran reloj de pared, siempre oscilando y midiendo de una parte a otra el estrecho espacio asignado en las respectivas habitaciones y menesteres.

Aunque ya me había plenamente convencido de que no se da ninguna repetición, no por eso dejaba de constatar de manera evidente que la constancia uniforme de los mismos hábitos y costumbres, así como la inacción y embotamiento de nuestras facultades de observación pueden crear en nuestra vida una monotonía que produce un efecto más enervante que las más extravagantes diversiones, monotonía que por otra parte se va imponiendo cada día más en nuestra vida, ejerciendo sobre ella la opresión y el encadenamiento peculiares de las fórmulas mágicas de los exorcismos.

En las excavaciones de Herculano y Pompeya pudieron comprobar los arqueólogos cómo todas las cosas se encontraban en el mismo sitio y estado en que las dejaron sus respectivos dueños. Si yo hubiera vivido en aquella época y en aquellas ciudades siniestradas, los arqueólogos habrían descubierto con gran estupor el cuerpo de un hombre que caminaba y medía sin cesar con sus pasos el estrecho espacio de su habitación. Para conservar este orden establecido y permanente recurría a todos los medios a mi alcance. Muchas veces, como el emperador Domiciano, daba vueltas por toda mi estancia con el cazamoscas en la mano, persiguiendo a muerte a las revolucionarias moscas. Pero, que si quieres, siempre había dos o tres que lograban salvarse del exterminio general y volvían unos instantes después a zumbar pesadas sobre mi cabeza.

Así vivía yo, a mi parecer bastante bien, olvidando por completo las cosas del mundo y no menos olvidado del mismo mundo, cuando un buen día recibo, inesperadamente, una larga carta de mi joven amigo. Después siguieron otras, siempre con un intervalo aproximado de un mes, pero sin que en ninguna de ellas me dieran el más leve indicio por el que yo pudiera calcular la distancia del lugar en que había establecido su nueva residencia. Se veía bien a las claras que no quería revelarlo, aunque el intervalo del envío de sus cartas parecía un engaño y una mixtificación buscada a propósito, ya que sus fechas variaban siempre entre casi cinco semanas como máximo y tres semanas y un día solamente. No deseaba, evidentemente, que me molestase en escribirle, ni siquiera que le respondiera a una sola de sus cartas, por mucho que en ocasiones pudiera ser el interés que yo tendría de hacerlo. Pero no, él no desea ninguna respuesta mía, lo único que quiere es desahogarse conmigo.

Sus cartas, por otra parte, no hacen más que confirmarme en lo que ya sabía de antemano respecto de él. Como temperamento melancólico se irrita con suma facilidad, y esta irritabilidad, que de suyo debería producir el efecto contrario, hace que siempre esté en contradicción consigo mismo. Desea, desde luego, que yo sea su confidente, pero al mismo tiempo parece que no lo desea e incluso le angustia el hecho de que lo sea. Se siente contento de lo que él llama mi característica superioridad, pero por otro lado esta superioridad mía le resulta enormemente desagradable. Me hace sus confidencias, pero insiste en que no le responda, e incluso no quiere ni verme. Exige de mí un silencio absoluto en torno a aquello que para él, según su propia expresión, «es lo más sagrado que hay en el mundo entero». Y, no obstante, le exaspera la idea de que tenga este especial poder de callar. Nadie, naturalmente, ha de saber que yo soy su confidente. No solamente debe ignorar este hecho cualquier otra persona, sino también él mismo y yo con él lo debemos ignorar en cierto sentido.

Para explicar este embrollo a satisfacción de ambos, ha tenido la osadía de decirme, eso sí, con mucha finura y circunspección, que en realidad está convencido de que yo no estoy bien de la cabeza. Con esto me pone en una situación comprometida, pues no me parece nada oportuno pronunciarme contra esta opinión tan personal como atrevida de mi delicado amigo. Porque pienso que de esa manera, manifestándole mi discrepancia con su punto de vista sobre mi estado mental, lo único que estaría haciendo sería apoyar con más fuerza la legitimidad de semejante rumor. En cambio, mi reserva en este punto será a sus ojos una prueba más de la ataraxia y de la debilidad mental que me atribuye, tan admirables por cierto que no se irritan ni molestan por nada.

Este es el agradecimiento que se recibe por haberse uno afanado durante años y años, y día tras día, con la mayor objetividad en aquellas ideas que encierran verdadero interés para la humanidad entera y especialmente para aquellos individuos que, dada la ocasión, se ponen en contacto efectivo con alguna de esas ideas de interés general y la ejercitan en su propia vida. Esta fue la razón de que en el tiempo de mis relaciones más estrechas con el joven melancólico, tratara yo con tanto empeño de fomentar en él una idea de ese tipo, ayudándole todo lo que pude en ese sentido. Ahora, como recompensa de aquel empeño puramente ideológico y amical, me veo obligado, en la medida de los caprichos de mi joven comunicante, a ser y no ser al mismo tiempo el ser y la nada.[56] Todo esto sin que me muestre la menor señal de gratitud, pues como él dice, yo soy bien capaz de encarnar una cosa tan contradictoria y así no hay mayor dificultad en que pueda volver a serle útil, ayudándole otra vez a salir de la contradicción en que vive. Claro que si pensara un poco en el enorme reconocimiento implícito que se hace de mis méritos en esa misma pretensión suya,[57] es lo más probable que se pusiera otra vez furioso como un basilisco y echara pestes contra mí.

 

Ser el confidente de semejante joven es una de las cosas más difíciles que puedan imaginarse. Él, por otra parte tan tranquilo, olvida del todo que una sola palabra mía o un determinado gesto le podrían hacer mucho daño. Bastaría, por ejemplo, que le dijera que no me escribiese más cartas. En Grecia no solamente eran castigados los que revelaban los misterios eleusinos, sino que también lo eran los que ultrajaban la sagrada institución de Eleusis rehusando ser iniciados en sus misterios. Según un autor helénico este último fue el caso de un tal Démonas, que pudo salvar la piel gracias a su ingeniosísima autodefensa.[58] Mi situación como confidente es aún más crítica y apurada que la de este ingenioso griego, ya que mi joven amigo es mucho más escrupuloso y esquivo con sus misterios que los oráculos de Eleusis. Se enfada incluso cuando hago aquello que él me exige con mayor insistencia, esto es, cuando me callo como un muerto.

También es muy injusto conmigo cuando insinúa la idea de que sin duda ya no le recuerdo para nada. No sabe él lo mucho que sufrí cuando desapareció de súbito, temiendo que su desesperación le llevase a cometer la barbaridad de quitarse la vida. Pero poco a poco me fui tranquilizando, pues sucesos de este tipo no suelen permanecer ocultos mucho tiempo y como yo, a pesar del interés que ponía en enterarme de su posible desenlace fatal, no oí ni leí nada sobre el mismo, concluí que el muchacho continuaba en vida, aunque nadie supiera en qué rincón del mundo se hallaba escondido. Por otra parte la joven que él había dejado plantada, no sabía tampoco nada sobre su paradero. Desde el día de su desaparición, me dijo la joven, no había vuelto a oír ni recibir la menor noticia de su antiguo novio. Por eso no se abandonó ella de repente al dolor de la pérdida, sino que éste fue apareciendo gradualmente en su alma, a medida que crecían los temores y las sospechas acerca de lo que realmente había sucedido. Esto hizo que su dolor no fuera tan intenso y fuerte como suele serlo en tales casos, sino que se quedó como dormido dulcemente, soñando de una manera vaga en lo que había acontecido y en lo que podía significar la desaparición súbita de su antiguo amante.

La muchacha se me convirtió desde entonces en un nuevo objeto para mis observaciones. Mi amigo, desde luego, no pertenecía a esa categoría de individuos que atormentan hasta el final a la muchacha amada y luego, tan tranquilos, se largan y la dejan en la mayor desolación. Al revés, su amada joven, apenas él había desparecido, se encontraba a las mil maravillas, rebosante de salud, floreciente, enriquecida con el botín poético que el amado le había dejado y fortalecida con el alimento y los preciosos estimulantes cordiales de la gran ilusión poética que él había puesto en ella. Es rarísimo encontrar una muchacha abandonada por su novio en las condiciones admirables en que se encontraba nuestra joven. Cuando yo la vi unos días después de la partida de aquél, me pareció tan fresca como antes, viva y coleando como un pez recién salido del agua. Mientras que de ordinario las muchachas abandonadas suelen tener un aspecto demacrado y mustio como el de los peces del acuario.

En mi fuero interno, por tanto, esta absolutamente convencido de que el joven continuaba con vida y me sentía realmente contento porque el muchacho no había recurrido al medio desesperado del suicidio. Es increíble la enorme confusión que puede aparecer en el dominio erótico cuando uno de los amantes se empeña en morirse de pena, o en darse por muerto para desembarazarse así de la relación amorosa que se le ha hecho insoportable.

Una muchacha en estos casos y según sus propias declaraciones solemnes y plañideras, no tiene otra salida que la de morirse de pena al constatar que su novio la había traicionado. Pero la verdad es que el novio del que hablamos no engañó ni traicionó a la muchacha amada, simplemente la abandonó por motivos ocultos y probablemente más fundados que lo que ella juzgaba. Incluso había abrigado el joven la firme intención de casarse con ella cuando el momento estuviera suficientemente maduro, pero ahora ya no podía tomar tal decisión, cabalmente porque ella se había permitido en cierta ocasión acosarle y angustiarle exigiéndole seguridades en este sentido; y lo había hecho, según el joven decía, empleando demasiada retórica contra él o, en todo caso, expresándose de un modo poco digno para una joven. Pues una de dos: o lo cree realmente infiel en el momento en que le habla de esa manera, y entonces demuestra que es demasiado orgullosa; o lo cree todavía fiel y merecedor de su confianza, y entonces ella misma debe ver que al expresarse así le hace una injusticia que clama al cielo.

En cuanto a lo de darse por muerto y desaparecer de la escena para liquidar una relación amorosa con determinada joven, estimo que es el medio peor que se pueda imaginar, al mismo tiempo que representa la ofensa más grave y acerba que se le puede hacer a una mujer. Porque también aquí son posibles dos reacciones, igualmente desagradables, por parte de la joven. La primera, que lo crea realmente muerto, se vista de luto riguroso y lo llore con las lágrimas más amargas y sinceras. Pero hete aquí que la desconsolada muchacha descubre con el tiempo que el bribón permanece todavía en la existencia y que ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea trágica de pegarse un tiro con el fin de liquidar la relación, sino que siguió viviendo tan campante y más feliz que nunca. ¿No tendría la muchacha, en este caso, que sentir náuseas por haberle guardado luto tan riguroso y haber llorado tan amargamente su pérdida? O supongamos, como segundo caso no menos irónico, que ella no llegó a enterarse en esta vida de si su novio realmente había muerto o no, pero al llegar a la otra vida empezó a sospechar con fundamento que su novio, en efecto, había muerto, no precisamente después de unos pocos años, más o menos felices sin ella, pues vista así la cosa sin duda ninguna que ya había muerto para entonces, como mortal que era, sino que murió exactamente aquella vez, cuando dijo que la pena le mataba, y ella le guardó luto riguroso. ¡Qué tema y qué situación tan magníficos para un autor apocalíptico que haya comprendido el arte de Luciano y de Aristófanes,[59] del auténtico Aristófanes, se entiende, y no el uno de tantos de esos imitadores suyos[60] que, como los doctores cerei[61] de la Edad Media, pretenden pasar por auténticamente tales! Porque de esta manera se podría mantener el enredo durante más tiempo, ya que el muchacho estaba muerto, bien muerto, pero la joven, como despertando de un sueño, volvería a ponerse otra vez de luto y a llorarlo, hasta descubrir al fin que todo ello no había sido más que una leve transición.

 

Al recibir la primera carta del joven amigo, su recuerdo se despertó en mi alma con toda fuerza y vigor, de suerte que no puedo decir que evoqué a sangre fría los hechos principales de su historia, ni muchísimo menos. Cuando leí en su carta la expresión no del todo desdichada de que yo estaba mal de la cabeza y era poco menos que un loco de atar, se me ocurrió de repente la siguiente idea: «Ahora mi amigo acaba de descubrir un secreto, el más íntimo de todos los secretos que quepa imaginar, porque es un secreto guardado por una celosía que, por así decirlo, tiene más de cien ojos». En el período de nuestra relación más estrecha solía el muchacho decirme, con los rodeos y la circunspección de siempre, que yo era «un poco raro». A esto, entre otras cosas no muy satisfactorias, se expone el que observa con todo su celo la vida de los demás. Porque el arte del observador consiste en ofrecer a los que se confiesan con él ciertas garantías que los tranquilicen y ayuden a ser más comunicativos. Cuando la que se confiesa, por ejemplo, es una joven, reclama siempre del confidente una garantía positiva. El hombre, en cambio, se contenta con una garantía negativa. Esto tiene su razón de ser en el abandono y humildad típicos de la mujer, y por la otra parte en la soberbia y engreimiento propios del varón. Sin duda que en este último caso representa un enorme alivio para el penitente el saber de buena tinta que aquel con el que se confiesa, rogándole consejo y explicaciones, no está del todo en sus cabales y, en el fondo, es un pobre loco que merece compasión. Así, desde luego, no necesita uno avergonzarse de nada. Hablar con un hombre semejante viene a ser lo mismo que si lo hiciera uno con un árbol o una piedra, «algo que uno hace sencillamente por curiosidad», que es cabalmente la expresión que suelen emplear tales penitentes cuando alguien les pregunta por qué frecuentan tanto al susodicho personaje.

Un confidente, esto es, un observador de vidas ajenas, debe ser un personaje útil y ligero como un pájaro pues de lo contrario nadie le confía sus secretos. Lo primero que tiene que hacer es no manifestar demasiado rigor ético en sus juicios y, mucho menos, no tratar de presentarse personalmente como un dechado de virtudes morales, lo que se dice todo un hombre. Al revés, ha de ser ajuicio de la gente un hombre depravado, una nefasta compañía, un individuo del que se cuentan las historias más escabrosas y disparatadas. Y claro está, los penitentes se sienten muy a gusto confiándole a un hombre de tan admirable fama todos sus secretos. ¡Qué impedimento hay en confiárselos si ellos son unas personas infinitamente más decentes y escrupulosas!

Un confidente de este tipo soy yo, y me aprovecho todo lo que puedo del buen concepto que la gente se ha formado de mí. En realidad no me importa un bledo lo que la gente diga; lo único que deseo de los hombres es poder tener acceso al contenido de sus conciencias. Este contenido lo peso una y mil veces, y cuando descubro una conciencia cuyo contenido da un buen peso en mi balanza, entonces ningún precio me parece demasiado elevado.

Me bastó una lectura rápida y ligera de su carta para comprobar que su historia amorosa había dejado en el ánimo del muchacho una impresión mucho más profunda que lo que yo había supuesto. Por cierto que yo nunca llegué a conocer su historia sentimental, pues indudablemente el muchacho me ocultó siempre algunas de sus emociones más íntimas. La razón es muy sencilla, puesto que antes me consideraba como un ser «un poco raro» y ahora pensaba que yo estaba un poco mal de la cabeza, lo que se dice un débil mental, cosa bastante distinta.[62] En esta situación al muchacho no le queda otra alternativa que la de hacer un movimiento religioso. Lo que significa que el amor siempre empuja al hombre hacia adelante. Con esto se confirma lo que yo he constatado ya muchas otras veces, a saber, que «la vida dispone de recursos infinitos y que el poder que la gobierna tiene una capacidad de intriga mayor que la de todos los poetas juntos».[63]

Dado el temperamento y las dotes naturales de este joven, yo siempre habría apostado, antes de conocer su historia, que no se dejaría atrapar nunca en las redes del amor. Pero, al fin de cuentas, en el amor se dan también excepciones irreductibles a los casos típicos generales, que en todo se conforman a la regla. El muchacho poseía un espíritu poco común y, en especial, una imaginación colosal. Tan pronto como se puso en marcha su actividad poética podía muy bien encontrar en ello suficiente ocupación para toda la vida, particularmente si acertaba a comprenderse a sí mismo y se limitaba a gozar en privado las delicias del ajetreo espiritual y los pasatiempos de su fantasía. Esta forma de vida es el sucedáneo y la compensación por excelencia de las relaciones amorosas de cualquier tipo, a la par que descarta todos los inconvenientes y problemas fatales de tales relaciones, sin que por ello deje de ofrecernos un equivalente exacto de la belleza incomparable que entraña la felicidad del amor. Un hombre de semejante naturaleza y temperamento no tiene ninguna necesidad del amor de una mujer. Este hecho lo suelo explicar con el recurso al mito, diciendo que semejantes hombres fueron mujeres en una existencia anterior y ahora, una vez que han nacido y son hombres, recuerdan con frecuencia aquel su estado primitivo de la preexistencia.[64] Para estos hombres siempre representará una perturbación el enamorarse de una joven y ello siempre será, como consecuencia, en detrimento de su tarea típica de poetas. Porque corren el riesgo seguro de pretender jugar el mismo papel de la mujer, cosa que resultaría tan desagradable para las mujeres de las que se enamoran y con las que se casan, como para ellos mismos, en el caso de haber dado ese paso en falso.

 

Por otro lado, como he repetido tantas veces, mi joven amigo era un melancólico. Por eso, de la misma manera que su riqueza de espíritu y su colosal imaginación tenían que ser para él como un freno y un impedimento para no acercarse demasiado y mucho menos comprometerse con una joven, así su melancolía debería encastillarlo en el caso de que una belleza femenina lo atrapase en sus redes seductoras. Una profunda melancolía, con cierta tendencia a la simpatía y compasión, es y será siempre uno de los medios más perfectos que existen para desarmar y humillar las astucias de la mujer. Pobre la muchacha que tenga éxito en su empresa de atraerse la simpatía de un melancólico. Porque un tal melancólico, en el mismo momento en que se sentía atraído por ella, no podría por menos de hacerse preguntas tan inquietantes como las siguientes. ¿No cometes un pecado y una injusticia contra ella si te abandonas y dejas llevar por estos sentimientos que acaba de desatar en tu ánimo? ¿Pretendes acaso ser un obstáculo en su camino e incluso arruinar totalmente su vida? Lo equivaldría, de hecho, a decir adiós a todas las intrigas seductoras de la mujer.

La postura que adoptó nuestro joven melancólico no fue, sin embargo, la descrita y normal en los de su temperamento. De repente dio un giro insospechado y se puso de parte de la joven, sin el menor egoísmo. Estaba dispuesto desde el principio a ver en ella solamente los aspectos positivos de su enorme encanto, resaltándolos incluso más y mejor que ella misma era capaz de hacerlo, y admirándolos quizá más que lo que ella misma deseaba. Todo esto era lo que la joven podía esperar de él, porque no le ofrecería nada más por muchos años que durasen sus relaciones.

Por todos estos motivos me parecía a mí imposible que el muchacho se enredara en una historia de amor. Increíble, pero así fue, como hemos visto. Y es que la vida es intrigante e ingeniosa. Lo que le tiene cautivado no es en realidad la amabilidad y los encantos de la joven, sino el remordimiento de haber sido injusto con ella y haber turbado así su vida. Se había acercado a ella sin pensarlo, a la ligera, y en seguida cayó en la cuenta de que aquel amor no era realizable en la práctica y que él podía muy bien llegar a ser feliz sin ella, feliz a su modo, claro está, y contando además con las nuevas posibilidades que ella había despertado en el orden de su actividad poética. Entonces se decide a romper las relaciones, desapareciendo como un muerto. Pero su conciencia le sigue atormentando, pues no puede olvidar ni por un momento que ha obrado mal y ha sido injusto con la joven. ¡Como si fuera alguna injusticia romper unas relaciones que no pueden llevarse a feliz término!

Si a estas alturas estuviera libre de prejuicios y alguien le propusiera: «¡Ea, amigo, ahí tienes a la joven de marras! ¿Deseas hacerle la corte de nuevo y enamorarte de veras?». «No, de ningún modo —replicaría él casi con toda seguridad—. ¡No, no lo haría ni por todo el oro o cualquier otra cosa del mundo, porque sé muy bien los quebraderos de cabeza que estas cosas traen consigo y que no hay manera de olvidarlas jamás!».

Exactamente en estos términos debería plantearse a sí mismo la cuestión, si no quiere continuar engañándose. De hecho está todavía plenamente convencido de que en el sentido humano no puede realizarse su amor. Al parecer el muchacho ha alcanzado en la actualidad la frontera de lo maravilloso,[65] y si este nuevo movimiento ha de ser verdaderamente real, es necesario que lo ejecute en virtud del absurdo.[66]

¿Ama realmente a la muchacha, o ésta no es para a otra vez más que la simple ocasión o motivo que lo ha impulsado por la nueva dirección? Sin duda ninguna que tampoco ahora le preocupa lo más mínimo la posesión de la muchacha, en el sentido propio y estricto de la palabra. Ni menos aún le pueden preocupar las consecuencias que semejante posesión entrañaría. Lo único que le preocupa y ocupa en este aspecto es la consideración puramente formal de qué es lo que podría suceder si volviera a reanudar las relaciones con la joven. El que ésta, por ejemplo, muriera al día siguiente de reanudar las relaciones, no representaría para él ningún motivo de amargura, ni siquiera lo consideraría, propiamente, una pérdida; al revés, con ello habría encontrado al fin la paz y el reposo anhelados/Porque aquella discordia y combate atroz que se había apoderado de todo su ser al ponerse en contacto con la joven, acabaría por apaciguarse del todo por el hecho de que él había vuelto a ella.

Tampoco en este otro caso es la muchacha para él una realidad, sino solamente como el puro reflejo de sus propios movimientos interiores y el acicate constante de los mismos. La muchacha, pues, tiene un significado enorme para él, que no la olvidará mientras viva. Pero tal significado e importancia enormes no los tiene ella en virtud de sus propias dotes o encantos personales, sino solamente en cuanto se ha relacionado con él. Ella es, por así decirlo, como el confín y el límite del ser de él. Semejante relación, naturalmente, no es erótica. Desde el punto de vista religioso se podría afirmar que es algo así como si Dios mismo se hubiera servido de la joven para cazar al muchacho. Lo que no quiere decir que la muchacha por sí misma sea una realidad, sino, poco más o menos, como una de esas moscas artificiales que se suelen poner en los anzuelos.

 

Yo estoy completamente seguro de que mi amigo no conoce absolutamente nada de !a vida de la joven, fuera del hecho de que mantuvo relaciones con ella en cierta ocasión y desde entonces no ha podido dejar de pensar en ella ni un solo momento. Ella es, sencillamente, la joven, la muchacha en flor. ¡Con esto ya tiene bastante! Porque él, evidentemente, no se ha puesto jamás a considerar los detalles y cualidades peculiares de la muchacha. Y menos aún hasta qué punto concreto podrían llegar, compartidas en toda una vida, su amabilidad, su gentileza encantadora, su fidelidad, su capacidad de sacrificio amoroso, en una palabra, todas esas cosas singulares que hacen tan atrayente a la mujer y por las que los hombres de ordinario pierden la cabeza, arriesgándolo todo y poniendo el cielo y la tierra en movimiento con el afán de conseguirla. Lo más probable es que nuestro joven no tuviera ni una sola palabra que responder a quien le rogara una explicación sobre la dicha y felicidad concretas que esperaba obtener de una relación propiamente erótica con la joven. Porque éste no ha sido nunca ni su problema, ni siquiera su ilusión, ya que lo único que le ha tenido atareado en todo momento ha sido la cuestión de cómo mantener intacto su honor y amor propio, para lo cual no encontró otra salida mejor que desaparecer y dejar plantada a la pobre muchacha. ¡ Como si no hubiera sido más honrado y digno de su orgullo masculino domeñar todas sus inquietudes y temores realmente infantiles!

Ahora quizá espera que se opere en él como un derrumbamiento o deformación de su propia personalidad, al menos a los ojos de los demás. Pero esto le trae sin cuidado, incluso lo desea, pues de esa manera se vengaría en cierto modo de la vida y del mundo que se han burlado de él, haciendo que pasara por culpable en medio de su inocencia y que toda su relación con la realidad en este punto fuera algo completamente absurdo y descabellado, de suerte que no le quedaba otro remedio que cargar con el sambenito de novio infiel ante todos los amantes de verdad. ¿No sería ésta acaso una tarea impresionante para un temperamento poético?

A pesar de todas las seguridades con que he afianzado los juicios hechos en este prólogo acerca del comportamiento de mi joven amigo, no me atrevo a afirmar que mi interpretación sea la correcta. Quizá no haya comprendido bien al muchacho, quizá él me haya ocultado algo esencial, quizá ame todavía de veras a la joven que abandonó sin decir una palabra, ni la menor explicación. En este caso quedaría mucha historia por delante, y el final de esta historia significaría mi muerte, al confiarme el muchacho su más alto y sacratísimo secreto. ¡Nadie dirá que la situación de un observador y confidente no está llena de peligros! Sin embargo, sólo con el fin de poder satisfacer mi interés profesional de psicólogo, me gustaría mucho ver a la muchacha fuera de escena y hacerle saber a él que su adorada acababa de contraer matrimonio. En este caso estoy por apostar que las explicaciones de sus cartas serían bien diferentes. Porque, en definitiva, su simpatía por la joven es de una peculiaridad tan melancólica que yo creo que él, sólo por favorecerla y beneficiarla a ella, se imagina amarla.

El problema en que hace hincapié no es otro, ni más ni menos, que el de la repetición. A mi modo de ver, el muchacho tiene razón de sobra para no buscar la solución de este problema ni en la filosofía griega, ni tampoco en la moderna. Porque los griegos, según dijimos, realizaban el movimiento contrario. Un pensador griego hubiera elegido en este caso la solución del recuerdo, sin que su conciencia le inquietara lo más mínimo. La filosofía moderna, por su parte, no hace ningún movimiento, por lo general sólo habla de eliminaciones y superaciones,[67] y si alguna vez realiza un movimiento, éste siempre se queda dentro de los límites de la inmanencia. La repetición, por el contrario, es y siempre será una trascendencia.

Es una gran suerte que mi amigo no me pida en este punto una aclaración o explicación, pues ya hace un cierto tiempo que abandoné mi teoría y desde entonces navego siempre, como se dice en el lenguaje marinero, a la deriva y sin ningún rumbo fijo. Porque la repetición es también para mí una cosa trascendente. Dentro de mis propios confines interiores puedo navegar a placer, pero en cuanto salgo fuera de mí mismo me encuentro totalmente perdido, porque no he descubierto aún ningún punto arquimédico en que apoyarme ni ninguna otra cosa que me oriente.

También fue una suerte que el joven no buscara explicaciones en el asesoramiento concienzudo de una de esas lumbreras mundialmente famosas de la filosofía de nuestra época, o en las lecciones académicas de este o aquel professor publicus ordinarius. No, nuestro joven ha recurrido en su perplejidad a un modesto pensador privado, a un hombre que se retiró del mundo después de haber conocido sus glorias y haber poseído cuanto se puede desear en la vida. En otras palabras, nuestro joven buscó refugio y asesoramiento en Job, aquel hombre que no gesticulaba en una cátedra ni afianzaba con golpes sobre la misma la verdad de sus asertos, sino que sentado junto a la chimenea y mientras se rascaba sus úlceras con una teja, lanzaba sin cesar sus doloridas lamentaciones y sus breves y tajantes explicaciones sobre la vida. Y aquí, en este humilde rincón del pasado, junto a ese pequeño grupo que forman Job, su esposa y sus tres amigos, piensa nuestro joven que ha encontrado lo que con tanto afán andaba buscando y que la verdad allí aprendida es más gloriosa, alegre, bella y auténtica que la de un simposio griego.

Para terminar este prólogo, diré que aunque el muchacho quisiera aconsejarse conmigo en este nuevo estadio o meta de su evolución, yo no podría ofrecerle ningún consejo útil. Porque a mí me resulta absolutamente imposible hacer un movimiento hacia lo religioso. Esto es algo que repugna a mi naturaleza. Lo que no significa que yo niegue la realidad de esa esfera de valores, o que no admita que en este sentido se pueda aprender muchísimo de un joven como el nuestro. Por cierto que si mi amigo logra verificar ese movimiento que ha iniciado hacia la religión, encontrará en mí su más entusiasta admirador y, por su parte, ya no tendrá por qué irritarse conmigo en adelante y hacer el blanco de su solapada mordacidad.

Quiero añadir, en lo que respecta a la joven, que cuanto más estudio este asunto, más sospechosa se me hace de haber pretendido de uno u otro modo atrapar al muchacho en sus redes, valiéndose precisamente de su melancolía. En este caso la compadezco, y por nada del mundo quisiera estar en su pellejo, pues estas cosas siempre terminan mal. La vida castiga duramente a los que se comportan así.

 

15 de agosto

Mi callado confidente:

Quizá le sorprenda recibir a estas alturas una carta de uno a quien usted hace tiempo ha dado sin duda por muerto y, en este sentido, completamente olvidado; o a quien usted olvidó hace tiempo y, en este sentido, es lo mismo que si estuviera muerto. Otro género de sorpresas no espero de su parte.

Me imagino, sin embargo, que en el mismo instante de recibir esta carta recogerá el hilo de mi historia con unas palabras, poco más o menos, como las siguientes: «¡ Ah, sí, es el famoso muchacho del noviazgo desgraciado! ¿Cómo estaban las cosas cuando desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra? ¿Cuál era su temperamento? ¿Cuáles los síntomas de su enfermedad típica? ¡Sí, ahora los recuerdo perfectamente!».

Su impasibilidad, desde luego, es algo que causa espanto y desazón. Cada vez que pienso en ello se me calienta la sangre en las venas y, no obstante, no puedo desentenderme de usted, pues me tiene como encadenado con un misterioso y extraño poderío. Hablar con usted representa para mí un alivio extraordinario y realmente indescriptible. Porque es como si hablara uno consigo mismo o con una idea. Esta impresión se siente solamente al principio, porque después, cuando uno le ha confiado a usted sus secretos más queridos y ha experimentado un cierto alivio con esta confesión, lo que siente es un verdadero miedo al ver sus ademanes impasibles y fríos, dudando si es una piedra o un hombre lo que tiene delante, en todo caso un hombre dotado de una terrible inteligencia a cuyo juicio uno acaba de someterse.

¡Ay!, el que está afligido es siempre un poco celoso de su pena. No desea confiarse a cualquiera, sino que quiere y exige silencio. Con usted se puede estar completamente seguro de que guardará un silencio absoluto. Esto le vuelve a consolar a uno al principio, pero en seguida se convierte en un motivo de nueva angustia, pues su silencio es más profundo que el de la tumba y el que le ha confiado sus secretos no puede por menos de pensar que usted guarda y posee otros muchos secretos parecidos. Usted está bien enterado de todo y no se embrolla nunca con los innumerables secretos que se le confían. En el mismísimo instante en que acaba de recibir el secreto de un confidente, se encuentra usted listo y dispuesto para recibir el de otro, sin que por eso olvide nada de lo que le contó el primero, con el que puede coloquiar como si tal cosa en las citas sucesivas. De mí, al menos, puedo decir que viendo todas estas cosas me arrepiento muchas veces de haberle confiado mi secreto.

¡Ay!, el que está afligido es siempre celoso de su pena. Desea que aquel a quien le confía su secreto sepa valorarlo en su justo peso e importancia. Tampoco en este aspecto defrauda usted nunca las esperanzas del confidente, pues sabe comprender mejor que él mismo los matices más finos y delicados de su pena íntima. Esto lo comprobé muy bien cuando me puse en contacto con usted, pero también recuerdo que al poco tiempo me sentí desesperado ante su enorme superioridad, tan hábil para informarse y sonsacar los detalles más mínimos, de suerte que nada sea nuevo e ignorado para usted. ¡Si yo fuera el dueño y señor de los hombres, cómo me gozaría castigándole! Lo encerraría a usted en una jaula conmigo, para que me perteneciera solamente a mi. Claro que mi gozo en este caso no iba a durar mucho, porque el hecho de tener que verlo todos los días a mi lado sería para mí una de las torturas más espantosas que quepa imaginar.

Usted, amigo mío, posee un poder demoníaco. Con ese poder es muy capaz de tentar a cualquier ser humano para que lo arriesgue todo y se atreva a hacer cualquier cosa, haciéndole creer con sólo mirarle que tiene unas fuerzas que en realidad ni posee ni desea poseerlas, y obligándole que aparente lo que de hecho no es, con el fin de que así pueda ganarse esa su peculiar sonrisa de aprobación que le recompensa de una manera inefable. Me gustaría, hasta cierto punto, verle junto a mí todo el día y escucharlo durante toda la noche, pero a la hora de actuar no quisiera tenerlo a mi lado por nada del mundo. Porque con una sola palabra sería capaz de estropearlo y embrollarlo todo. No tengo ánimos para confesarle mis debilidades. Si lo hubiera hecho así, me consideraría el hombre más cobarde y pusilánime de la tierra, pues juzgaría que lo había perdido todo y me había quedado como desnudo.

 

Su poder inefable, amigo mío, tiene sobre mí este doble efecto contradictorio. Tan pronto me cautiva de la manera más admirable, como me angustia del modo más espantoso. Pues sin duda muchas veces me parece usted digno de toda mi admiración, pero otras pienso que no está bien de la cabeza y es un loco de cuidado. ¿Acaso no es una especie de locura el haber domeñado de esa forma todas las pasiones, todas las emociones y todos los sentimientos del corazón, sometiéndolos férreamente al frío regimiento de la inteligencia? ¿No es acaso una locura especial ese modo de ser tan normal, solamente una idea, no un hombre, un ser como todos los demás, quebradizos y frágiles, perdidos y siempre en trance de perderse? ¿No es una locura y una debilidad mental el estar siempre despierto como lo está usted, siempre conciente y vigilante, nunca a media luz y como en sueños?

Comprenderá que en estos momentos no me atreva a hacerle una visita y verlo cara a cara. Sin embargo, no puedo prescindir de usted en absoluto. Esta es la razón que me ha movido a escribirle, aunque le ruego que no se moleste para nada en contestarme. Para mayor seguridad he evitado que mi carta lleve ninguna dirección o detalle de mi paradero. Este es mi deseo y mi propósito irrevocable. Porque sólo así puedo encontrar satisfacción en escribirle, sintiéndome completamente tranquilo y, por otra parte, muy contento con su amistad.

El plan que usted me propuso era realmente magnífico, incomparable. Todavía hoy me siento en algunos momentos encandilado como un niño por aquel personaje heroico que usted me proponía encarnar, explicándome que de ello dependía todo mi futuro. ¡Aquel personaje heroico que, de haber tenido yo fuerzas para encarnarlo, me habría convertido nada menos que en un héroe! Todavía hoy recuerdo bien al vivo cómo sus palabras, con su admirable poder de encantamiento, hicieron que mi fantasía ebria concibiera las más disparatadas ilusiones. ¿No era acaso un solemne disparate comprometer de ese modo toda su vida por culpa de una sola muchacha? ¿No era un solemne disparate tener que pasar —y quizá serlo, pues por cualquier cosa insignificante nadie ofrece su fama y su honor— por un villano engañador, con el solo fin de demostrar a la muchacha engañada lo mucho que se la amaba? ¿No era un disparate enorme marcarse a sí mismo a fuego de ese modo y desperdiciar así toda su vida? ¿No era un disparate enorme vengarse y ensañarse de esa manera mucho más cruel que todas las habituales murmuraciones y cuchicheos de la gente? ¿Y de ese modo ser un héroe, no a los ojos del mundo, naturalmente, sino en el propio fuero interno, viviendo sin ninguna comunicación con los hombres, amurallado en la propia personalidad, sin más testigo, juez o acusador que uno mismo, siempre solitario y único? ¿Y tener que sufrir durante toda la vida el acoso incesante de los más horribles pensamientos, como consecuencia inevitable de aquel paso absurdo con el que, desde el punto de vista humano y según las habladurías de la gente, uno había renunciado de golpe a la razón? ¿Y, finalmente, no era un enorme y solemne disparate hacer todas estas cosas por culpa de una muchacha?

Y lo más curioso de su plan era que si la maniobra tenía éxito y lograba normalizar las relaciones con la joven, yo le habría hecho, según usted añadía con mucho énfasis, el más caballeresco homenaje amoroso que se le puede hacer a una muchacha, un homenaje que sobrepujaba todas las hazañas de los caballeros medievales en este orden, precisamente porque para rendir tan gran homenaje no se habían empleado otros recursos que los de la propia personalidad. Esta última expresión suya hizo en mí una impresión muy honda. Y no fue porque lo dijera con entusiasmo, cosa que usted jamás ha tenido, sino con una frialdad y serenidad tan calculadas, con un conocimiento tan oficial y exhaustivo del asunto que parecía como que acabara de leer todos los libros de caballería con el exclusivo fin de pergeñar esta frase. El resultado fue que con ella se me descubrió de pronto un amplio panorama en el dominio del erotismo y experimenté un gozo semejante al de los filósofos cuando descubren una nueva categoría del pensamiento.

 

Desgraciadamente yo no era el artista o el actor que poseyera las aptitudes y constancia necesarias para encarnar el papel del personaje propuesto por usted. Y, felizmente, lo vi a usted por aquel entonces sólo en lugares muy apartados y muy raras veces. Porque creo fue hubiera puesto el plan en práctica o, al menos, lo hubiera iniciado, en el caso de haberlo tenido a usted siempre junto a mí, sentado en la misma habitación, si bien un poco retirado, leyendo tranquilamente un libro o escribiendo alguna carta, ocupándose al parecer de otras cosas sin importancia, pero a buen seguro bien atento, solapadamente, se entiende, a todo lo que yo hacía, sin perder el más pequeño detalle en lo relativo a su taimado plan. Seguir este su plan, habría sido algo espantoso. ¿O es que acaso no es terrible engañar diariamente a la amada con la mayor sangre fría? Y supóngase, por otra parte, que ella hubiera recurrido a los recursos habituales del sexo débil cuando se siente herido, esto es, a toda esa barahúnda de conjuros y maldiciones femeninas. Supóngase que se hubiera acercado a mí con los ojos inundados en lágrimas, suplicándome y conjurándome por lo que más quisiera, por mi honor, mi conciencia, mi felicidad y mi sosiego en la vida y en la muerte, en este mundo y en el otro... ¡Sólo con pensarlo se me llena el alma de escalofríos!

Recuerdo muy bien las sugerencias que usted, tan tranquilo, me hacía a este propósito, mientras yo, presa del encantamiento que producían en mí sus palabras, no me atrevía a contradecirle lo más mínimo. «Si una joven —me decía usted— está en su pleno derecho cuando emplea esos recursos, lo más conveniente entones que nosotros, los varones, nos sometamos humildemente a su influencia e incluso, cosa que tiene mucho más mérito, la ayudemos con todas nuestras fuerzas a que se desahogue profiriendo gritos y maldiciones. Para ser todo un caballero con una joven no basta que uno sea sí mismo y destaque su propia personalidad, sino ha de saber también ponerse de su parte, haciendo como de abogado suyo en la misma causa en la que aparece como reo. Y si la joven en cuestión no tiene ninguna razón ni ningún derecho para emplear tales recursos, entonces, ¿qué puede importar que acuse y diga? ¿No es lo mejor dejarla que se despache a su gusto y escucharla como quien oye llover?».

Todo esto, desde luego, es una verdad enorme, absoluta e indiscutible, pero yo no la comparto para nada, porque no encaja dentro de mi concepción de la vida. «¡Qué absurda contradicción —continuó usted diciendo—, no se da con la mayor frecuencia entre la cobardía y el coraje masculinos! Se tiene miedo a contemplar lo espantoso, pero no suelen faltar el coraje y la valentía que se necesitan para hacerlo. En su criterio, por ejemplo, lo espantoso consiste en dejar plantada a una muchacha. Para esto tienes ánimos y coraje. En cambio, para verla cómo palidece, cómo se deshace en lágrimas y se siente morir, para eso no tienes ánimos y te da un dolor tremendo tener que presenciar como testigo semejante catástrofe. Y, sin embargo, semejante catástrofe no es nada en comparación con la primera. Mi criterio, pues, es muy distinto. Si sabes lo que quieres, por qué y cómo lo quieres, entonces debes tomar en consideración y respetar todos y cada uno de los argumentos, no cerrando los ojos a uno que otro aspecto del asunto, con la esperanza de que tu imaginación no sea tan fuerte como la realidad misma. Porque con este procedimiento no harás más que engañarte también a tí mismo y llegará el día, cuando no tengas más remedio que imaginarte las penas y la afrenta de la muchacha, en que tu fantasía vigorosa te la representará con mucha mayor fuerza que en el caso de haber ayudado a la joven en el momento siguiente a la ruptura a que te hiciese algunas escenas sumamente desagradables, angustiosas y horribles».

Esto también es verdad, una verdad indiscutible y total. Cada palabra es verdad, pero a mi modo de ver las cosas se trata de una verdad como si el mundo estuviera muerto. ¡Tan helada y consecuente es esta verdad! No me convence ni me emociona lo más mínimo. Lo confieso, soy débil; en aquella ocasión fui débil, y nunca jamás seré tan fuerte y animoso, tan valiente e imperturbable como me sugería su discurso. Pero considere otra vez a fondo toda la historia de mis relaciones con la muchacha, póngase en mi lugar y, sobre todo, no se olvide de amarla tan profundamente y de verdad como yo la amaba.

Estoy convencido de que usted en mi caso habría salido airoso, se habría abierto paso a través de todas las dificultades y habría superado todos los espantos, hasta lograr embaucarla con todos sus engaños y falsedades. Pero ¿cuál sería el resultado de esta operación? Que si no le ocurría a usted lo mejor que le podía ocurrir, es decir, si no se le quedaban grises de repente sus cabellos y no entregaba su alma un momento después de haber coronado sus esfuerzos taimados para conquistar a la joven, toda esa farsa macabra debería ser continuada, cosa que también se especificaba o sugería en su mismo plan, durante todo el resto de la vida. Y tampoco

en esto, estoy completamente convencido, habría usted fracasado. Pero, amigo mío, ¿no ha temido usted nunca con semejante conducta llegar a perder por completo la razón? ¿No le ha dado miedo alguna vez extraviarse y ser víctima de esa pasión horrible que se llama el desprecio de los hombres? Porque a mí me parece una cosa tremenda tener razón de esa manera, guardando fidelidad a una muchacha al mismo tiempo que se es un pícaro de siete suelas y que no contento con la impostura de tomar a broma sus propios engaños, con frecuencia meras fanfarronadas, se burla también de los sufrimientos de una pobre desgraciada y de todo lo mejor y más sagrado que hay en el mundo.

 

¿Cómo puede una cabeza humana concebir semejante plan y, lo que es mucho peor, cómo es posible que exista un hombre capaz de ponerlo en práctica? ¿No cree usted que tal hombre se vería obligado muchas noches a levantarse de su lecho con el fin de tomar un vaso de agua fresca que le calmase un poco los nervios? ¿O quizá a estar toda la noche sentado junto a su cama, dando vueltas a su plan y estudiando los modos de ponerlo en práctica? Aun en el supuesto de que yo hubiera seguido sus consejos y comenzado a poner en práctica su plan, le digo con toda mi modestia y sinceridad que no me habría sido posible en modo alguno proseguirlo y menos ejecutarlo hasta el final.

Por eso mismo escogí otro medio: abandoné con el mayor secreto Copenhague y me dirigí a Estocolmo. Esto, según su plan, era un error garrafal. Bien que me marchara al extranjero, pero a la luz del día y sin el menor secreto. Mis ánimos, amigo mío, no estaban para tales bromas. Imagínese que ella se hubiera enterado de mi partida y estuviera en el puerto cuando yo llegaba con mis maletas para tomar el barco. ¡Sólo pensarlo me pone los pelos de punta! O imagine que yo ya había embarcado y el vapor levado anclas cuando la vi llegar a ella y quedarse como una pieza sobre el muelle. ¡ Yo creo que en ese momento habría perdido a razón! No dudo, en cambio, que usted en las mismas circunstancias se habría mantenido tranquilo e impasible como de costumbre. Incluso, si lo hubiera creído conveniente para su plan y hubiera sabido que la muchacha se iba a encontrar en el muelle en el momento le zarpar el barco, habría traído del bracete a la modistilla y embarcado con ella tan contento. E incluso, si lo hubiera creído necesario, no solamente le habría pagado bien sus servicios a la segunda, sino que la habría seducido de verdad, hollado y deshonrado, eso sí, en aras del plan magnífico y con el exclusivo fin de servir mejor a la primera, esto es, a la muchacha verdaderamente amada e idolatrada.

¿No le parece una situación la mar de interesante? Pero supóngase que durante aquella misma noche se despierta de repente de su sueño y de su letargo, y que no es capaz de reconocerse a sí mismo, porque había encarnado a la perfección el papel de aquel personaje heroico con el que trató de encandilarme a mí al proponerme el mismo plan, amasado de buenas intenciones y de mentiras piadosas. Esto, indudablemente, no le parecería tan interesante, sino más bien un fallo. Porque recuerdo que usted me dijo entonces, haciendo mucho hincapié en ello, que no se debía recurrir nunca a semejante método de una manera insensata y superficial. Incluso me llegó a insinuar en cierta ocasión que tal método era absolutamente desaconsejable e innecesario si no había por medio alguna culpa o error de parte de la muchacha, ya fuera porque ésta era tan ligera y desaprensiva que no advertía los guiños evidentes que el amor le hacía en la persona de su propio novio, ya fuera porque era una egoísta descarada a la que le daba lo mismo ocho que ochenta.

A esta insinuación suya yo respondo ahora lo siguiente. Aunque hubiera sucedido como usted dice, o precisamente por haber sucedido así de hecho, ¿no cree usted que habría llegado más adelante el momento en que la joven cayera en la cuenta de que había obrado mal y se sintiera desesperada por las funestas consecuencias de su ligereza o de su egoísmo? ¿Y no ha pensado usted nunca que si tales consecuencias fueron funestas, ello no se debió quizá a la desaprensión o dureza de la muchacha, sino única y exclusivamente al peculiar modo de ser del novio? ¿No les ocurrió acaso a ambos la misma cosa? ¿No fue su comportamiento igualmente ambiguo? Porque yo creo que la joven, en definitiva, no imaginó ni remotamente las fuerzas y pasiones sutiles que desencadenaba en el ánimo del muchacho, de forma tal que, siendo en realidad inocente, se hizo culpable de todo lo ocurrido. Por lo tanto, juzgarla y tratarla como usted pretende, me parece, además de una infamia, un exceso de rigurosidad. Si yo hubiera continuado mis relaciones con ella, jamás la habría tratado y juzgado de ese modo tan cruel. Habría preferido con mucho las riñas y las querellas permanentes, la cólera y la furia desatadas, cualquier cosa antes que esa fría, lacónica y objetiva sentencia con la que usted la juzga y condena sin posible apelación.

 

¡No, no y no! Yo no podía hacer semejante cosa. Ni puedo ni deseo hacerla nunca jamás, aunque viviera mil años o se hundiera el mundo. ¡No, no y no! Por cierto que cuando pronunciaba seguidos estos signos gramaticales de negación, me desesperaba porque los encontraba tan fríos y ociosos como lo pueden ser un grupo de vagabundos alineados hombro con hombro a lo largo del muro de una calle. Porque un «no» dice siempre exactamente lo mismo que otro «no». Usted debiera haber oído todas las vibraciones y modulaciones variadísimas de mi negativa apasionada en aquellos instantes en que decidí cortar por lo sano, desapareciendo como un muerto, según usted mismo acostumbra a decir. ¡Cómo me hubiera gustado tenerle delante en aquellos momentos y espetarle a la cara mi último «no» rotundo! ¡Y cómo me hubiera gustado también romper con ese «no» definitivo todos los lazos que me ataban a usted, y haberlo hecho con aquella fuerza con que don Juan trató de soltarse de la mano férrea del Comendador, una mano que al fin de cuentas no era tan fría como la calculada sabiduría con que usted me tiene atrapado de una manera irresistible! Aunque, por otra parte, estoy seguro de que si lo hubiera tenido delante en aquellos instantes, no me habría sido posible formular apenas la primera negación, pues en seguida habría usted frenado todos mis arrebatos con una respuesta helada e imperturbable: «¡Claro, claro, lo comprendo muy bien; pero calma, muchacho, mucha calma!».

Lo que yo hice tuvo que parecerle a usted necesariamente una cosa mediocre, propia de un chapucero. Se puede reír de mí, si le place. Yo no tenía otra salida, otra salida digna, se entiende, por más que a usted se le antoje mediocre y sólo digna de un bisoño. Pero ¿qué pueden importar sus reacciones y sus dichos en un asunto de tanta trascendencia? Cuando un nadador habituado a lanzarse desde lo más alto del mástil de un navío, dando vueltas escalofriantes en el aire,[68] le grita, antes de meterse de cabeza en el agua, a uno de sus compañeros en la copa del mástil, para que siga su ejemplo y se lance también de cabeza y dando saltos mortales, pero éste lo único que hace es bajar poco a poco por la escala hasta la cubierta del buque y luego por una escalerilla, siempre con la misma parsimonia, hasta el borde del agua, y allí mete primero un pie y a continuación el otro, y los saca y los vuelve a meter, alternativamente y pensándolo mucho, hasta que al final cae como un fardo al agua..., ¿qué le puede importar entonces al primero lo que el segundo piense de él?

El hecho fue que un buen día desaparecí, inesperadamente y sin decirle ni una palabra a mi novia. Tomé el vapor para Estocolmo, huyendo y ocultándome de todos. ¡Quiera Dios que ella haya encontrado al fin una explicación satisfactoria! A propósito, ¿la ha vuelto usted a ver alguna vez? ¿A esa muchacha que yo nunca menciono por su nombre, porque yo no era el hombre capaz de escribir nunca su nombre? ¡Mis propias manos se habrían sentido sobresaltadas de espanto, un espanto insuperable! ¿La ha visto usted? ¿Ha perdido el color, o quizá ha muerto? ¿Está preocupada, o quizá ha encontrado la explicación que la consuele? ¿Es su andar todavía ligero y garboso, o camina quizá con la cabeza entornada y los pasos pesados como los de una vieja? ¡Santo Dios, mi imaginación no conoce límites! ¿Están sus labios pálidos? ¿Aquellos labios suyos que yo tanto admiraba, aunque nunca me permití besar más que sus manos? ¿Tiene acaso el aire serio y pensativo, ella que era dichosa como una niña?

¡Escríbame, se lo ruego con el mayor encarecimiento!

¡Cuénteme qué ha sido de ella, mi amada! Pero, ¡no!, no me escriba, pues no deseo recibir ninguna carta de usted, ni siquiera saber nada de ella. No creo en nada, no creo en ningún hombre, ni le creo a ella misma. Aunque estuviera frente a mí ahora, más resplandeciente y vigorosa que nunca, más alegre y jovial que cuando yo la conocí, no me sentiría nada contento, ni le creería ni una sola de las palabras que me dijera, pues pensaría que todo ello no era más que un engaño para burlarse de mí o, sencillamente, para consolarme.

¿La ha visto usted? ¡ No!, espero que no se haya permitido verla y, mucho menos, visitarla, tratando de mezclarse así en la historia de mis amores. ¡Dios le libre de que yo me entere del más mínimo detalle en este sentido! ¡Ojalá que haya sabido mantener las distancias! Cosa nada fácil, lo comprendo; porque una muchacha desdichada en el amor suele ser una presa suculenta sobre la que se lanzan inmediatamente, como perros hambrientos, todos los observadores de su tipo, con el afán desmedido de saciar su hambre y sed psicológicas, o escribir novelas. Si hay algo por lo que desearía muchas veces salir de mi escondite, ello es, sobre todo, para poder espantar a todos esos moscones y gusanos repugnantes, manteniéndolos todo lo lejos posible de esa fruta fresca que era para mí más dulce y suave que todas las demás cosas del mundo, y más deliciosa a mis ojos que un melocotón en el momento feliz de su sazón plena, con su bellísima piel de seda y terciopelo.

 

Se preguntará, sin duda, qué es lo que estoy haciendo ahora. A lo que le diré que no hago otra cosa que dar más y más vueltas a mi historia amorosa, tan pronto comenzando por el principio como por el fin. Huyo cualquier relación o hecho externo que me la recuerde; pero, interiormente, mi alma siempre está ocupada y preocupada con toda esa historia de mi vida, lo mismo de día que por las noches, en la vigilia que en los sueños. Jamás me atrevo a pronunciar el nombre de la amada, y le estoy muy agradecido al destino porque por una equivocación el único nombre que yo sé de ella no es su nombre verdadero. Mi nombre propio, en cambio, le pertenece en realidad a ella. ¡Ojalá que pudiera borrarlo! Porque mi propio nombre basta para evocármelo todo y cualquier cosa del mundo me parece que no contiene más que alusiones a este pasado. La misma víspera de mi partida para Estocolmo leí en un periódico que «dieciséis varas de seda negra, de la mejor calidad, estaban en venta por un cambio de destinación»[69] ¿Cuál sería su primera destinación? ¡Quizá un vestido de boda! Esto me hizo pensar que yo también podía poner un anuncio en el periódico, ofreciendo en venta, «por un cambio de destinación» mi propio nombre. ¿Para qué lo necesito ya? Si un espíritu poderoso me lo arrebatara para devolvérmelo después adornado con las mejores galas inmortales, yo lo arrojaría de nuevo lo más lejos posible y me pondría a mendigar por ahí un nombre cualquiera, el más insignificante de todos. Me gustaría, por ejemplo, que me llamaran simplemente el número 14, como uno de los chiquitines de la institución denominada «Los ángeles azules».[70] Pues ¿de qué me sirve un nombre que ya no es mío? ¿Y de qué me serviría un nombre gloriosísimo, aunque fuera mío?

¿ Qué vale, en definitiva, el sueño halagador de la fama comparado con un suspiro amoroso del pecho de una doncella? [71]

Se preguntará, sin duda, qué es lo que hago ahora. Los días me los paso como dormido y la noche despierta y vigilante, sin poder pegar ni un ojo. Durante el día trabajo con un afán y asiduidad enormes, como un auténtico modelo de actividad doméstica, lo mismo que esas damas que no salen nunca de casa y se afanan solícitas en sus labores, especialmente junto a la rueca.[72] Así yo no hago otra cosa: humedezco las puntas de los dedos, impulso el pedal con el pie, paro la rueda de la rueca, hago girar el huso e hilo, hilo sin cesar. Pero cuando una vez anochecido quiero retirar la rueca a su rincón, me doy cuenta que en la casa no hay ninguna rueca, y que sólo Dios sabe qué se ha hecho del ovillo que hilé con tanto esfuerzo como celo. Y así, exactamente lo mismo, sigo hilando y tejiendo durante toda la noche con mis pensamientos, un día y otro día, sin fatigarme ni cansarme nunca. Pero ¿cuál es el fruto de todo este trabajo? El que trata de arrancar a patadas el carbón de una mina, logra infinitamente más que yo con mis trabajos tan esforzados como baldíos.

Si usted desea hacerse una idea aproximada de la esterilidad de los mismos, no tiene más que aplicar metafóricamente a mis pensamientos las siguientes palabras del poeta, que encierran una explicación mucho mejor que la que yo mismo pudiera ofrecerle en este punto en que me encuentro:

Die Wolken treiben hin und her,

Sie sind so matt, sie sind so schwer;

Da stürzen rauschend sie herab,

Der Schoss der Erde wird ihr Grab.[73]

No necesito decirle ya más cosas. O, dicho con mayor exactitud, le necesito a usted para poder decir muchas más cosas y para poder expresar con una cierta claridad y justeza lo que mis pensamientos vaporosos e inciertos dan a entender solamente de una forma alocada y extravagante.

Si pretendiera contarle todo lo que me sucede, no acabaría jamás esta carta, que sería por lo menos tan larga como un año de cautiverio, o como aquellos años de los que está escrito: «No encuentro ya ningún contento».[74] La ventaja que tengo, a pesar de todas mis miserias y desventuras, o en medio de las mismas, es que en cualquier momento podría cortar el hilo con que tejo todos mis pensamientos.

Por hoy basta. ¡Que Dios nos guarde! Porque el que cree en la vida y en las cosas del mundo está bien asegurado y lo consigue todo. Esto es tan cierto como que oculta sus sentimientos y emociones el hombre que sostiene un sombrero desfondado delante de su rostro suplicante.

Muy señor mío, con esta ocasión, tengo el honor y el gusto, etcétera, etcétera. 

Suyo —quiéralo o no lo quiera— afectuoso e innominado amigo.

 

19 de setiembre

Mi callado confidente:

¡Job! ¡Job! ¡Oh Job! ¿No dijiste realmente otra cosa que aquellas palabras hermosas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!»?[75] ¿No dijiste más que eso? ¿Y no hiciste más que repetirlas en medio de tus grandes dolores y miseria? ¿Por qué te mantuviste tan callado durante siete días y siete noches? ¿Cuáles fueron las emociones que embargaban tu alma entonces? Cuando todo se desmoronaba sobre tu cabeza y quedaba hecho añicos y ceniza en torno tuyo, ¿recibiste acaso de súbito unas energías sobrehumanas, recibiste quizá en el mismo momento la explicación adecuada del amor y el coraje animoso de la confianza y de la fe?

¿Dime, está también tu puerta cerrada para el afligido que busca consuelo en sus penas? ¿No podrá éste encontrar junto a ti otro alivio que el mediocre y lamentable que le ofrecen los libros y las voces de la sabiduría mundana con sus largos párrafos o peroratas en torno a la perfección admirable de la vida? ¿Tampoco tú sabes o no te atreves a decir más que los consoladores de oficio? Los cuales, con una parsimonia e imperturbabilidad dignas de los maestros de ceremonias, le recomiendan indefectiblemente al pobre individuo que recurre a ellos en los momentos de su mayor apuro, que tenga mucha paciencia y que diga con mucho respeto, esto sobre todo: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!» Sí, que lo diga con un respeto tan grande como cuando se dice: ¡Jesús! o ¡Salud!, según las latitudes, a alguien que acaba de estornudar.

¡No, tú no consuelas de esta manera absurda! ¡No, tú que en los días de esplendor y bienestar fuiste la defensa de los oprimidos, el sostén de los viejos y el apoyo de los necesitados,[76] no defraudaste a los hombres de esa manera miserable cuando todo se derrumbó en torno tuyo! Al revés, entonces cabalmente te convertiste en la voz de los que sufren, el clamor de los que se sienten destrozados y el grito de los que son víctimas de la angustia. Desde entonces eres el alivio de todos aquellos que tienen la lengua agarrotada por el dolor; eres el testimonio fiel de todas las penas y necesidades que oprimen y destrozan el corazón humano; y eres, en fin, el portavoz irreemplazable de todos los afligidos, porque, «en la amargura y angustia del alma»,[77] no reprimiste las lamentaciones de tu boca y te atreviste a querellarte con Dios.[78]

¿Por qué se ocultan estas cosas? ¡Ay de aquellos que devoran los bienes de las viudas y de los huérfanos y los despojan de su herencia![79] Pero también, ¡ay de aquellos que de una manera insidiosa pretenden robarle al afligido el pequeño consuelo de poder desahogar sus penas y «querellarse con Dios»! ¿Acaso es mayor el temor de Dios en nuestro tiempo porque los atribulados ya no necesitan hacer aquello que se acostumbraba en los tiempos antiguos? ¿O quizá los hombres de hoy no se atreven siquiera a lamentarse ante el Dios del cielo? ¿Qué es lo que se ha hecho mayor en definitiva, el temor de Dios, o más bien el simple miedo y la cobardía? Hoy, por lo general, se piensa que la expresión justa del sufrimiento y el desesperado lenguaje de la pasión deben dejarse solamente a los poetas, los cuales, como procuradores o abogados de los tribunales de primera instancia, deberán a su vez someter la causa de los que sufren al tribunal superior de la compasión humana, privada o pública. Nadie se aventura a más.

¡Habla tú, pues, Job inolvidable, portavoz fiel y valiente de todos los afligidos! ¡Repite, en calidad de tal, todo lo que dijiste aquella vez, cuando impávido como un león rugiente te presentaste ante el tribunal del Altísimo! En tus palabras hay fuerza y en tu corazón temor de Dios, aun cuando te lamentas y cuando te amurallas y defiendes en tu desesperación contra tus amigos, que como bandidos te asaltan con sus discursos. E incluso cuando, provocado por tales amigos, haces polvo su sabiduría y desprecias la defensa que ellos hacen del Señor del cielo, porque es una defensa mezquina, semejante a las prudentes argucias de un viejo lacayo o de un hábil ministro.

¡Tengo necesidad de ti, oh Job! Necesito un hombre que se lamente en voz tan alta que se le oiga en el cielo, donde Dios y Satanás tienen consejo juntos para conspirar contra un solo hombre. ¡Quéjate, Job! El Señor no teme tus lamentaciones, sabe defenderse muy bien. Mas, ¿cómo podría Dios defenderse si nadie se atreviera a quejarse y lamentarse, cosa tan propia del hombre? ¡Habla, Job; levanta tu voz y grita! El Señor puede hablar mucho más fuerte, para eso tiene el trueno y los relámpagos. También el trueno y el rayo son una respuesta y una explicación clara, fidedigna, original y rotunda; una respuesta del mismo Dios, la cual, aunque a veces fulmina a los hombres, es con todo mucho mejor que chácharas y chismorreos sobre la justicia de la Providencia divina inventados por la sabiduría humana y divulgados por las viejas comadres y los eunucos.

¡Oh Job quejumbroso y cubierto de llagas, inolvidable bienhechor mío! Permíteme hacerte compañía y escucharte! ¡No me rechaces, que yo no me acerco a tu chimenea como un impostor para acosarte con palabras vanas, sino para llorar contigo lágrimas sinceras, si bien no tan sinceras como las tuyas! De la misma manera que el dichoso busca la alegría y participa en ella, aunque la que más le hace gozar es aquella alegría que habita dentro de él mismo, así también el afligido busca la pena. ¡Oh Job, déjame unirme a ti con mi dolor! Yo no he poseído las riquezas del mundo, ni he tenido siete hijos y tres hijas,[80] pero también el que ha perdido una pequeña cosa puede afirmar con razón que lo ha perdido todo; también el que perdió a la amada puede decir en cierto sentido que ha perdido a sus hijos y a sus hijas; y también él que ha perdido el honor y la entereza, y con ellos la fuerza y la razón de vivir, también él puede decir que está cubierto de malignas y hediondas llagas.

Suyo innominado amigo.

 

11 de octubre

Mi callado confidente:

La vida se me ha hecho totalmente imposible. El mundo me produce náuseas y me parece insípido, sin sal y sin sentido.[81] Aunque tuviera más hambre que Pierrot, nunca desearía alimentarme con las explicaciones que me ofrecen los hombres. Como el viajero a veces introduce los dedos en la tierra y arranca un puñado para olería y saber de este modo el país en que se adentra, así yo también suelo de vez en cuando meter mis dedos en las cosas de la vida y del mundo..., ¡y no me huelen a nada! ¿Dónde me encuentro y hacia dónde me encamino? ¿Qué quiere decir eso de «el mundo y la vida»? ¿Qué significan estas palabras de uso corriente? ¿Quién me ha jugado la partida de arrojarme en el mundo y después dejarme abandonado entre tantas cosas contradictorias? ¿Quién soy yo? ¿Cómo vine a este mundo? ¿Por qué no fui consultado para nada? ¿Por qué no se me dieron a conocer de antemano los usos y las reglas establecidas, en lugar de enrolarme de pronto en el montón, como uno de tantos o una simple pieza comprada por un negrero?[82] ¿A qué título estoy interesado en esta gran empresa que se llama la realidad? ¿Por qué he de estar interesado en ella? ¿No es acaso un asunto libre? ¿O quizá estoy obligado a interesarme aunque no lo quiera? ¿No se me puede decir, al menos, dónde se halla el director gerente, puesto que necesito hacerle una advertencia? ¿Tampoco hay ningún director gerente? ¿Adonde he de dirigirme entonces con mi queja? La vida, desde luego, es un debate. ¿No tengo, pues, el derecho de exigir que se tome en consideración mi punto de vista? Si se debe aceptar el mundo y la vida como son, ¿no sería entonces lo más lógico y deseable que se nos notificara de antemano su efectiva y peculiar manera de ser? ¿Qué significa, por ejemplo, que se es «un engañador»? ¿No dice Cicerón que para descubrir a un impostor basta con hacer la pregunta: cui bono ?[83]

Pues bien, yo le pregunto a todo el mundo, y permito que todos me hagan la misma pregunta, a saber, si he sacado algún provecho o beneficio con haber hecho desgraciada a una muchacha y con ella a mí mismo. ¿Culpa? ¿Qué significa esta palabra? ¿No es más bien todo ello como una cosa de brujería? ¿Se sabe acaso a punto fijo cómo se hace culpable el hombre? ¿Ninguno quiere responder? ¿O quizá no es éste un problema de vital importancia para todos los señores que participan en la empresa del mundo?

La verdad es que a veces no sé ya si mi razón se ha paralizado del todo o más bien si la he perdido y estoy completamente enajenado. Tan pronto me siento abatido y cansado, muerto de indiferencia, como me enfurezco y, desesperado, me pongo a recorrer el mundo de un extremo a otro con el afán de poder encontrar a alguien en el que descargar mi cólera. Todo el contenido de mi ser es como un grito permanente de contradicciones íntimas. ¿Cómo pude hacerme culpable? ¡Ay, qué miserable invención es la del lenguaje de los hombres, que cuando dicen una cosa, piensan en otra muy distinta!

¿O es que quizá no me ha sucedido de hecho nada grave? ¿O acaso todo este asunto que me tiene tan ocupado y preocupado no fue más que un simple incidente? ¿Podía yo, en definitiva, prever que todo mi ser iba a sufrir una transformación tan radical que nunca más volvería a ser el mismo hombre de antes? ¿O quizá todo lo que yacía latente y oculto en mi alma irrumpió de pronto a la superficie? Pero si estaba tan oculto, ¿cómo podía yo prever este resultado? Ahora bien, si no lo pude prever, entonces es evidente que no soy culpable de lo ocurrido, sino plenamente inocente. ¿Si hubiera sufrido, por ejemplo, una crisis nerviosa, me llamarían también los hombres culpable? ¡Ay, qué lamentable es el lenguaje humano, que más que un grandioso invento para el diálogo entre los seres racionales, parece una jerga para que se entiendan entre sí la gente maleante y los malintencionados! ¿No son quizá más cuerdos los seres irracionales? Porque los brutos, al menos, no hablan jamás de semejantes cosas.

¿Soy un infiel y un pérfido? Si ella continuara amándome y no estuviera dispuesta a amar nunca a otro hombre, entonces todo el mundo diría a una voz que me permanecía fiel y que era una santa conmigo. Si yo, por mi parte, continúo amándola con toda mi alma y no deseo por nada del mundo amar a ninguna otra, ¿por qué todos me llaman un engañador y un pérfido? ¿No hacemos los dos la misma cosa? Si los dos somos igualmente fieles, ¿por qué el lenguaje humano la llama a ella fiel y a mí infiel? ¿Es que soy acaso un engañador por el solo hecho de no mostrarle mi fidelidad de una manera habitual y corriente, sino cabalmente despistando a todo el mundo? ¿Por qué solamente ella ha de tener razón y yo ninguna?

 

Sin embargo, estoy convencido de que tengo razón y dispuesto a defenderla contra el mundo entero, aunque tuviera que discutirlo con todos los escolásticos juntos y a costa de mi propia vida. Nadie me arrebatará esta certeza y seguridad interiores, por más que no exista ningún idioma humano en que pueda proclamarlas. Sí, he obrado con rectitud. Mi amor no se podía expresar en el matrimonio. Casarme con ella habría equivalido a destrozarla. Seguramente que la perspectiva del matrimonio le pareció una perspectiva halagüeña y magnífica. Esto no era culpa mía. También a mí me lo pareció al principio. Pero en seguida me convencí de que en el mismo momento en que esta posibilidad se hubiera convertido en realidad, todo se habría echado a perder y estropeado para siempre, sin más alternativa que la de un arrepentimiento tardío y que ya no resolvía nada.

La realidad en la que ella conservaría entonces significado para mí no podía ser otra que la de una sombra caminando siempre emparejada a mi auténtica realidad espiritual, una sombra que a veces me haría reír y otras se ceñiría de una manera molesta y embarazosa a mi propia existencia. El resultado tampoco podía ser otro, que, al tratar de asirla, me parecería que iba a tientas por la vida, agarrando siempre una sombra o extendiendo sin cesar mis brazos hacia una sombra. ¿Y no se desperdiciaría por completo de este modo la vida de la pobre muchacha? Porque, indudablemente, sería como si estuviera muerta para mí, e incluso, en más de una ocasión, me sentiría tentado a desear que lo estuviera realmente.

Y entonces, si yo hubiera destrozado su vida de ese modo, haciendo que se esfumara precisamente en el momento en que quería hacer realidad nuestro amor y nuestros sueños matrimoniales —en lugar de haber seguido el camino solitario que elegí, amándola con toda mi alma y de otro modo no menos real y angustioso para ambos, en el caso de que me permanezca fiel—, ¿qué habría ocurrido entonces? Pues muy sencillo, que todo el mundo gritaría también a una sola voz que yo era un culpable, porque debía haberlo previsto antes de un paso tan decisivo como el del matrimonio.

¿Cuál es, por tanto, ese poder tremendo que pretende arrebatarme de una manera tan insensata y absurda mi honor y mi orgullo de hombre? ¿Es que no me queda otro remedio que someterme al juicio y a las habladurías de la gente? ¿Tengo que ser por necesidad un culpable y un impostor en todo lo que hago, aunque en realidad no haga nada? ¿O soy quizá un loco? Entonces lo mejor será que me encierren en un manicomio, lo antes posible, ya que lo que más temen la cobardía y pusilanimidad de los hombres son justamente las explicaciones de los locos y de los moribundos. ¿Qué quiere decir esta otra palabra: loco? ¿Qué deberé hacer para poder gozar de nuevo la estimación burguesa y que todos me consideren una persona sensata? ¿Qué cosa es, al fin de cuentas, una persona cuerda y sensata? ¿Tampoco hay nadie que quiera responderme a esta pregunta? ¡Ah!, le prometo una recompensa estupenda a quien encuentre otra palabra nueva. Yo siempre he puesto alternativas. ¿Existe alguien tan cuerdo y sensato que conozca más de dos? Ahora bien, si no hay nadie que conozca más de dos alternativas, entonces es un flagrante contrasentido que toda la gente me tenga por loco, pérfido y un impostor, mientras a la joven todos la consideran un modelo de fidelidad y de cordura, verdaderamente digna de la estimación general.

¿Se me reprochará acaso el haber adornado de todos los encantos posibles el comienzo de nuestras relaciones amorosas, aquellos tiempos primeros y tan felices de nuestro noviazgo? ¡Gracias, muchas gracias, respetable público! La verdad es que aquellos primeros tiempos de nuestro noviazgo fueron muy dichosos. Cuando veía la inmensa alegría que la muchacha experimentaba al sentirse amada, yo me sometía entero y sumiso, y conmigo todas aquellas otras cosas que le agradaban, incluso el más pequeño capricho, al poder encantador y mágico del amor. ¿Fui también culpable por haber sido capaz de tal cosa y de hecho haberla tratado entonces de esta manera? ¿O no fue ella misma la que tuvo la culpa de todo? ¿O un tercero, es decir, ese poder misterioso y desconocido del amor, que me tocó con su varita mágica y me convirtió en otro hombre? Lo cierto es que lo que yo hice se alaba públicamente en los demás novios.

Quizá alguien diga que mi recompensa consistió en haberme convertido en un poeta. ¡No, amigo, quienquiera que seas, yo no deseo semejante recompensa, ni la deseé nunca! Lo único que deseo es que se reconozca mi derecho, esto es, que se me devuelva mi honor. A nadie le pedí que me hiciera poeta y, en cualquier caso, nunca rogaría semejante favor a un precio tan alto.

Y por último, en el supuesto de que fuera verdaderamente culpable, se me debe conceder la oportunidad, como a todo el mundo, de poder arrepentirme de mi falta y reparar el mal que hice. Pero, díganme: ¿cómo? ¡Que alguien me explique la manera de hacerlo! ¿O es preciso que, por añadidura, me tenga que arrepentir de que el mundo se permita jugar conmigo como los niños con los escarabajos?[84]

¿No será quizá lo mejor olvidarlo todo de una vez? ¿Olvidarlo? ¡Cómo podría olvidarlo si en ese mismo momento dejaría de existir! Y de no hacerlo, ¿qué vida sería la mía si, junto con la mujer que amaba, he perdido también el honor y la honra, y los he perdido de tal forma que nadie sabe cómo ha sido y por qué causa no puedo recuperarlos? Si tengo que vivir así a la intemperie y todos me dan con la puerta en las narices, ¿por qué pusieron entonces tanto empeño en empujarme dentro de sus antros y en juzgarme según sus categorías mezquinas? ¿Acaso he deseado yo nunca semejante cosa?

El preso que está a pan y agua en su celda vive en condiciones mucho mejores que en las que yo vivo. Mis reflexiones, desde el punto de vista humano, equivalen a la dieta más rigurosa que quepa imaginarse. Y, a pesar de todo, encuentro una satisfacción muy especial en vivir así encerrado en mi microcosmos, gesticulando de la manera más macrocósmica posible.

Con los hombres ya no hablo nunca. Pero con el fin de no romper toda comunicación con ellos y para amortiguar un poco el ruido metálico de sus chácharas, he ido recogiendo un montón de versos, máximas, proverbios y sugerencias de los escritores inmortales de Grecia y Roma, los cuales en todos los tiempos han sido admirados como los clásicos por excelencia. En esta antología he insertado también no pocas citas importantes sacadas del catecismo de Baile, editado con el privilegio del orfanato de nuestra ciudad.[85] Con esto estoy tan armado que cualquier pregunta que se me haga, la respondo en el acto y con toda precisión. A los clásicos los cito con la misma facilidad y maestría que lo hacía Peer Degn.[86] La ventaja que tengo sobre él es que cito además el susodicho catecismo de Baile. Por ejemplo: «Aun cuando hayamos alcanzado el honor y la fama deseables, no nos debemos dejar arrastrar nunca por el orgullo y la arrogancia».[87] Como se ve, yo no engaño a nadie. Y pienso que esto es una hazaña en un mundo en que se pueden contar con los dedos de una mano los que dicen siempre la verdad o, al menos, hacen una observación congruente. «Bajo el nombre de mundo se entiende, en general, el cielo, la tierra y todo lo que en ellos se contiene».[88]

De qué serviría, al fin y a la postre, que yo dijera algo por mi propia cuenta, si no hay nadie que me comprenda. Mi dolor y mi sufrimiento son algo innominado, exactamente como yo mismo. Pero quizá, a pesar de no tener ningún nombre, represente algo para usted, de quien en cualquier caso me honro en ser siempre

Suyo afectísimo.

 

15 de noviembre

Mi callado confidente:

¡Qué sería de mí si no tuviera a Job! Me es imposible describir con detalle el enorme y vario significado que su figura encierra para mí. No leo su libro con los ojos, como se hace con los demás libros, sino que lo coloco sobre mi pecho, bien apretado, y lo voy leyendo con los ojos del corazón, por así decirlo. Y, en un estado de clarividencia[89] total, comprendo e interpreto cada pasaje de las maneras más diversas. Y por las noches, cuando me acuesto, tomo su libro conmigo y lo pongo bajo mi cabeza, del mismo modo que el niño coloca el libro de sus lecciones bajo la almohada y se duerme sobre él para estar seguro de que no ha olvidado ninguna al despertarse por la mañana. Cada palabra suya es alimento vestido y medicina para mi pobre alma enferma. Tan pronto me sacuden del letargo en que yazgo y despiertan en mí una nueva inquietud, como me aplacan la furia estéril que me domina y ponen fin a la crueldad atroz de los mudos espasmos de la pasión.

¿Ha leído usted el libro de Job? ¡Léalo, léalo una y mil veces! Aquí, en estas cartas que le voy escribiendo, no me atrevo en modo alguno a copiarle ni una sola de sus valientes y quejumbrosas lamentaciones, aunque en esta última temporada mi alegría ha consistido exclusivamente en la redacción incansable de extractos y más extractos de todo lo que Job dijo, copiándolo de todas aquellas ediciones de su libro que he tenido a mi alcance, ediciones en los más variados formatos y en los más diversos tipos de letra, tanto danesas como latinas. Cada uno de estos extractos o copias es como una cataplasma adherida a mi pecho, como «una mano de Dios» [90] sobre mi corazón oprimido. ¿Y sobre quién, por lo demás, se posó la mano de Dios como lo hizo sobre Job?

Esto es lo que hago, amigo mío, en medio de mis penas y cavilaciones, estar siempre atareado con este libro único. Pero no me pida que se lo cite, porque no puedo en absoluto. Sería como vestirme de plumas ajenas, haciendo mías sus palabras en presencia de un tercero. Cuando estoy solo me lo apropio todo y lo repito como si fuera mío. Pero tan pronto como sospecho la presencia de alguien, sé muy bien lo que un hombre joven tiene que hacer cuando hablan los viejos y la gente de experiencia.

En todo el Viejo Testamento no hay otra figura a la que nos podamos acercar con tanta naturalidad, confortamiento y confianza humanos como los que experimentamos al ponernos en contacto con Job. Precisamente porque en él todo es muy humano y porque está como instalado en los confines de la poesía. En ningún otro lugar del mundo ha encontrado la pasión del dolor una expresión semejante. ¿Qué es, por ejemplo, Filoctetes[91] con todos sus lamentos siempre a ras de tierra, incapaces de amedrentar nunca a los dioses? ¿Cuál es la situación en Filoctetes si se la compara con la de Job, en quien la idea siempre está en movimiento?

Perdóneme que le cuente todas estas cosas. Al fin y al cabo usted es mi confidente, con la particularidad, muy ventajosa para mí, de que no puede responder. Porque, la verdad, me causaría un espanto indecible que algún ser humano llegara a enterarse de lo que le digo solamente a usted. ¡Son cosas tan tremendas, tan inauditas! Por las noches dejo las luces encendidas y toda la casa está iluminada. Entonces me levanto de mi lecho y me pongo a leer en voz alta, casi gritando, uno u otro texto del libro de Job. A veces, incluso, me atrevo a abrir las ventanas y leo a voz en grito sus palabras para que todo el mundo las pueda oír. Aunque Job sea una figura mítica, no ha existido jamás en el mundo un solo hombre que haya hablado con tanta fuerza. Por eso mismo me apropio yo todas sus palabras y me responsabilizo con ellas. Es todo lo que puedo hacer, pues nadie, absolutamente nadie, posee la elocuencia de Job, ni es capaz de mejorar ninguno de sus dichos.

Por más que he leído su libro una y mil veces, todas sus palabras me parecen siempre nuevas. Es como si nacieran en el momento en que las leo y vuelvo a leer, o como si se hicieran originales en mi alma con cada nueva lectura. Gota a gota, como los buenos bebedores, voy sorbiendo el brebaje embriagador de la pasión y al fin, tras esta lenta libación, caigo casi completamente borracho al suelo. Pero en seguida me reincorporo y vuelvo a la lectura con una impaciencia indescriptible. Y apenas he leído otra vez media palabra, vuelve mi alma a sentirse transportada por el vértigo de los pensamientos y lamentaciones de Job; y profundiza y se agarra a ellos con una rapidez y una fuerza mucho mayores que la de la sonda buscando el fondo del mar o la de la centella que descarga en el pararrayos.

Otras veces estoy más tranquilo. Entonces no leo, sino que permanezco sentado en mi habitación y, abatido como una ruina antigua, me pongo a contemplar todo lo que me rodea. Y entonces, medio soñando, me parece como si yo mismo fuera un niño pequeño que se arrastra y da vueltas por su habitación, o se queda quiete–cito en un rincón, entretenido con sus juguetes. En esta especie de duermevela me encuentro de un extraño humor. No puedo comprender qué es lo que hace que las personas mayores sean tan apasionadas, ni tampoco entiendo ni una palabra de lo que disputan entre sí, aunque no por eso dejo de tener el oído atento a todo lo que dicen. Y pienso que fueron los hombres malos y perversos quienes motivaron todos los sufrimientos de Job, esto es, sus propios amigos, que sentados a su vera lo acosan y le ladran como perros rabiosos. Y entonces, finalmente, me pongo a llorar a lágrima viva y me estruja y destroza el alma una angustia indecible y vasta, una enorme angustia por el mundo y por la vida, por los hombres y por todas las cosas.

En este momento me despierto de mi sopor y comienzo de nuevo a leer a Job con todas las fuerzas de mi alma y de mi corazón. Entonces, de repente, me quedo como mudo y ciego. Ni oigo ni veo nada, solamente allá a lo lejos, en una penumbra caliginosa, imagino a Job postrado junto a la chimenea y con sus amigos al lado. Nadie dice una palabra. Pero en este denso silencio se ocultan las cosas más espantosas, como secretos que ninguno se atreve a mencionar siquiera.[92]

Y entonces se rompe el silencio y el alma atormentada de Job prorrumpe en lamentaciones que claman al cielo.[93] Esto lo comprendo perfectamente y por ello hago mías sus palabras de profundo dolor y de amarga queja. Claro que en seguida me doy cuenta de la contradicción que representa el que me ponga en el puesto de Job y me apodere de sus palabras. Este contraste hace que me ría de mí mismo, de igual modo que la gente se ríe del niño pequeño cuando lo ve vestido con el traje de su padre. ¿No sería como para morirse de risa el que cualquier otro hombre fuera de Job nos viniera diciendo, por ejemplo: «¡Oh, si un hombre pudiese litigar con Dios como lo hacen los hijos de los hombres con sus hermanastros!»?[94]

Le he dicho hace un momento que estas imprecaciones de Job las comprendía perfectamente. Esto no es del todo exacto. Porque, en realidad, lo que experimento en este sentido es una cierta angustia, como si no las comprendiera de hecho todavía, pero estuviera a punto de hacerlo; como si todos los horrores que padeció Job estuvieran esperándome al acecho en mi camino, para abalanzarse inmediatamente sobre mí; o como si yo mismo los atrajera sobre mí por el solo hecho de leerlos en su libro, de la misma manera que se puede contraer una enfermedad leyendo lo que los médicos han escrito sobre ella.[95]

 

14 de diciembre

Mi callado confidente:

Todo tiene su tiempo.[96] La furia de la fiebre ha pasado y me encuentro como un convaleciente.

El misterio, la fuerza vital, el nervio y la idea de Job es precisamente que él, a pesar de todo, tiene razón. Esta persuasión y las afirmaciones correspondientes son lo que hacen de él una excepción respecto de todas las consideraciones y juicios habituales de los hombres. Su constancia inquebrantable y la fuerza de sus afirmaciones demuestran la autenticidad y la justicia de su causa. Cualquier explicación humana es a sus ojos un simple error, y toda su desgracia y miseria es para él, en relación con Dios, un mero sofisma; un sofisma que él no puede aclarar de ningún modo, pero le consuela la seguridad de que Dios sí puede resolverlo.[97] Todos los argumentos ad hominem son empleados contra él, pero se sostiene valientemente en su convicción inexpugnable. Afirma categóricamente que está en buen entendimiento con Dios y se sabe inocente y puro en lo más íntimo de su corazón, a la par que sabe que Dios también conoce su inocencia. Y, sin embargo, todo le sale torcido y el mundo entero le contradice.

La grandeza de Job estriba en que el apasionamiento de su libertad no se deja sofocar o aquietar con una expresión o explicación falsa. En análogas circunstancias este apasionamiento de la libertad queda sofocado por completo en la mayoría de los hombres, porque su pusilanimidad y una mezquina angustia les hace creer erróneamente que sufren a causa de sus propios pecados. El alma de tales sujetos no tiene la constancia y la entereza necesarias para perseguir una idea hasta el fin y por eso se echan para atrás en cuanto el mundo les contradice. Cuando un hombre piensa que la desgracia se ceba en él por culpa de sus pecados, puede ser que tenga razón y, en consecuencia, ese su pensamiento, además de humilde, es bello y verdadero. Pero también puede suceder que lo crea así porque, oscuramente, concibe a Dios como un tirano. Esta concepción absurda aparece perfilada en cuanto se encasille a Dios bajo determinaciones o categorías morales, como si fuera meramente un legislador.

Job, por otra parte, tampoco tiene nada en común con los individuos de tipo demoníaco. Estos individuos, por ejemplo, le dan de palabra la razón a Dios, pero cuidándose muy bien de mantener en su fuero interno el convencimiento absoluto de que son ellos los que en realidad tienen razón. Aman a Dios, según ellos mismos acostumbran a decir, aun cuando Dios tiente precisamente a los que más ama. Y aunque Dios, pensando precisamente en estos pobrecitos individuos que tanto sufren, no esté dispuesto a hacer un mundo nuevo y mejor que éste miserable en que vivimos, ellos mantendrán siempre encendida, con el mayor entusiasmo y valentía del mundo, la llama del amor de Dios. Tal comportamiento es el típico de una pasión demoníaca en el dominio de lo religioso y merece un especial tratamiento psicológico. Tanto en aquellos casos en que semejantes individuos cierran todas las disputas en este punto con una actitud humorística, que lo toma todo a broma para no tener que enfrentarse a ulteriores objeciones,[98] como en aquellos otros casos en que su pasión culmina en la obstinación egoísta de su propia fuerza interior.

Job, pues, se mantiene firme en sus afirmaciones de que la razón está de su parte. Sus palabras son el testimonio de la noble actitud y franqueza de un hombre verdaderamente valiente, esto es, un hombre nada engreído, que se sabe frágil y fugaz como una flor del campo,[99] pero que en la dirección de la libertad encierra algo grandioso, porque tiene una conciencia que ni Dios mismo puede arrebatársela, aunque fue Él quien se la otorgó. Sus palabras, además, demuestran el amor y la confianza de un hombre que está plenamente convencido de que Dios, cuando uno habla con Él directamente y sin intermediarios mezquinos, puede aclararlo y explicarlo todo.

Los amigos, por su parte, no le conceden ni un momento de tregua. La lucha con ellos es un purgatorio en el que constantemente se purifica la idea que Job tiene de que, a pesar de todas las apariencias y ataques, le asiste la razón. Si Job, personalmente, no tuviera los arrestos y el ingenio suficientes para encontrar motivos con los que angustiar su conciencia y amedrentar su alma; si le faltara la imaginación necesaria para poder espantarse de sí mismo por la culpa y el delito que podían quizá estar solapadamente escondidos en lo más recóndito de su interioridad, entonces, ¿qué duda cabe?, sus buenos amigos le ayudarían y estimularían de maravilla con la evidencia de sus alusiones y la insolencia de sus acusaciones, al mismo tiempo que serían muy capaces, con el envidiable talismán de su intromisión, de sacar a luz lo que estuviera más profundamente oculto. El principal argumento que esgrimen sus amigos es el de la desgracia pavorosa que se ha cebado en él. Y desde esta posición sólida continúan incansablemente en su ataque. Se podía pensar que en esta situación a Job no le quedaba otra alternativa que la de volverse loco o hundirse destrozado en su desgracia, capitulando sin condiciones. Elifaz, Bildad, Sofar y, sobre todos, Eliú —que se levanta integer cuando los otros tres compañeros están ya cansados de combatir a Job—,[100] no hacen más que variar el mismo tema, a saber, que la desgracia de Job es un castigo y que si desea que las cosas vuelvan a su sitio y todo se arregle, no tiene otro remedio que arrepentirse y pedir perdón por la culpa cometida. Pero Job resiste con todo su coraje. Su persuasión íntima es como un pasaporte con el que abandona la tierra de los hombres, despreciando sus juicios deleznables. Los hombres protestan, por así decirlo, contra la legitimidad de su persuasión o de su pasaporte, pero Job no se amilana por nada y los cree absolutamente válidos. Ha tratado por todos los medios de enternecer y convencer a sus amigos, unas veces reclamando humildemente su compasión en calidad de tales —«Apiadaos, apiadaos de mí, siquiera vosotros, mis amigos»—,[101] otras espantándolos con sus duras palabras —«Vosotros sois fabricantes de mentiras e inútiles remedios».[102] Pero todo ha sido en vano. Sus gritos de dolor son cada vez más violentos a medida que sus propios amigos con sus objeciones le obligan a reflexionar más profundamente sobre sus sufrimientos. Por cierto que estos sufrimientos no conmueven para nada a los amigos, ya que para ellos el nudo de la cuestión está en otra parte. Con gusto le darían la razón si afirmara solamente que sufre muchísimo, tanto que, a sus mismos ojos, no le faltan motivos para gritar: «¿Rebuzna acaso el asno salvaje junto a la hierba tierna?».[103] Pero no es esta la cuestión, y por eso le exigen que reconozca en todo ello un castigo. ¿Cómo se explica, en definitiva, la persuasión íntima de Job y todas las afirmaciones que la avalan? He aquí la única explicación posible: todo ello es una prueba. Esta explicación, sin embargo, da lugar a nuevas dificultades, que he tratado de aclarar por mi parte de la manera siguiente. La ciencia estudia y explica el mundo y la vida con todos sus problemas, especialmente el de la relación del hombre con Dios. Pero yo me pregunto: ¿dónde se encuentra esa ciencia extraordinaria que pueda dar cabida a una relación que es definida como prueba? Porque la prueba, desde un punto de vista infinito[104] es algo que ni siquiera existe, puesto que solamente existe para el individuo. Por tanto, semejante ciencia tan extraordinaria ni se encuentra ni es posible que se dé en ninguna parte. A esto hay que añadir otra nueva pregunta: ¿cómo puede llegar el individuo a saber que se trata de una prueba? El individuo que se haya representado alguna vez una existencia ideal o un cierto ser de la conciencia, comprenderá con facilidad que este problema palpitante no se resuelve ni aclara con la misma rapidez que se plantea o formula, ni muchísimo menos. En primer lugar, para aclarar ese suceso o sucesos que llevan el nombre de pruebas, habrá que prescindir de cualquier relación puramente mundana. En segundo lugar, será necesario bautizarlos y darles un nombre propiamente religioso. En tercer lugar se los someterá al examen de la ética. Y, finalmente, tras estas tres operaciones nada fáciles, tendremos ya la expresión de lo que es una prueba. Antes de haber iniciado este complicado proceso el individuo, evidentemente, no existe todavía en virtud del pensamiento encerrado en esa expresión. En ese momento previo cualquier explicación es posible y las pasiones correspondientes andan desatadas en loco torbellino, como si el suceso hubiera aturdido por completo al individuo afectado. Porque solamente los hombres que no tienen ninguna noción, o los que la tienen, pero muy pobre y poco digna de lo que significa vivir una vida en virtud del espíritu, solamente ésos resuelven el problema de una manera expedita y rápida, por ejemplo, leyendo durante media hora en un libro piadoso que habla del ánimo con que tenemos que soportar las pruebas que el Señor nos envía. Con esto reciben un consuelo enorme y se quedan tan campantes, como muchos aprendices de filosofía cuando brindan al gran público alguna de sus últimas teorías improvisadas.

La grandeza de Job, por consiguiente, no consiste en que dijera aquellas palabras tan conocidas: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Alabado sea su nombre!»; palabras que por cierto dijo al principio y luego no volvió a repetir nunca. No, la significación enorme de Job está en que en las luchas que el hombre debe sostener para alcanzar los confines de la fe él agotó y resistió hasta lo último todas las dificultades que semejantes luchas comportan. O, dicho de otro modo, su significación está en que representa en el momento de la desgracia una grandiosa insurrección de todas las fuerzas más violentas y rebeldes del apasionamiento humano.

Por eso Job no tranquiliza nuestro ánimo como pudiera hacerlo un héroe de la fe, sino que sólo nos apacigua por unos momentos. No representa, en este sentido, la paz alcanzada, sino una tregua en medio de la lucha más seria de la vida. De esta manera Job viene a ser como la defensa más perfecta que se haya hecho nunca de los derechos humanos en ese gran litigio entre Dios y el hombre, en ese vasto y terrible proceso que surgió cuando Satanás sembró la discordia entre Dios y Job, proceso que concluye con el reconocimiento de que todo ello no fue más que una prueba.

Esta categoría de la prueba no es estética, ni ética o dogmática, sino totalmente trascendente. Para que pudiera encontrar sitio en una teología dogmática, tendría que saberse con anterioridad que la prueba era cabalmente prueba. Pero tan pronto como exista este saber previo, quedará debilitada la elasticidad propia de la prueba y no lograremos la categoría que íbamos buscando, sino otra sencillamente distinta. La categoría de la prueba es absolutamente trascendente y emplaza al hombre en una relación de oposición estrictamente personal a Dios, en una relación que por ser tal le impide al hombre contentarse con una explicación de segunda mano.

El hecho de que no pocas gentes recurran a esta categoría para explicar cualquier percance que les ocurra, con la misma rapidez que se prepara una comida recalentando simplemente la de la hora anterior, no hace más que demostrar bien a las claras que no la han comprendido. Los que, por el contrario, tienen un amplio y profundo conocimiento del mundo, han de recorrer un largo camino antes de alcanzar esta categoría. Tal fue el caso de Job. Su vasto conocimiento del mundo se patentiza en aquella firmeza inquebrantable con que supo liberarse de todos los hábiles subterfugios de la ética y de las insidias engañosas del diablo.[105] Job no es un héroe de la fe, sino el héroe que, con tremendos dolores, da a luz la categoría de la prueba, precisamente porque había alcanzado tal grado de madurez y conocimientos, no poseyéndola en una inmediatez y espontaneidad propiamente infantiles.

Veo muy bien que esta categoría podría terminar cancelando y suspendiendo la realidad entera, al proponerla como una prueba respecto de la eternidad. Esta objeción, sin embargo, no tiene ninguna fuerza para mí. Porque la prueba es una categoría provisional y temporánea, lo que quiere decir, eo ipso, que se define con relación al tiempo y que debe cesar con el tiempo o en el tiempo.

Estas son las consideraciones de gran calado que me han tenido ocupado durante los últimos días. Y como desde el principio, no sé si demasiado osadamente, me he permitido comunicarle todos mis pensamientos, también hoy me he atrevido a escribirle estas líneas sobre el nuevo tema, aunque en realidad las he escrito para mí mismo. Porque de usted, como bien sabe, no deseo nada, sino es que me permita a su vez permanecer.

Suyo afectísimo.

 

13 de enero

Mi callado confidente:

Calmada la furia de los vientos, de los truenos y de los relámpagos, la tormenta acaba de pasar. Job ha sido sometido ajuicio en las avanzadillas de la humanidad entera. El Señor y Job se han comprendido y reconciliado —«Dios protege de nuevo la tienda de Job como en los días de antaño»[106]—. Los hombres, ¡que tan bien le comprendieron en los días de la adversidad!, vienen ahora a comer con él en su casa, y a condolerse y consolarle. Sus hermanos y sus hermanas le regalan cada uno una moneda y un anillo de oro. Job es bendecido en sus postrimerías y recupera, acrecentado hasta el duplo, todo lo que antes poseyera.[107]¡Esto es lo que se llama una repetición

¡Cuánto bien puede hacer una tormenta! ¡Qué felicidad tan grande debe sentirse cuando se es juzgado por Dios! En cambio, los juicios y reprimendas de los demás hombres sólo suelen servir para endurecer todavía más el corazón del que es juzgado. Pero cuando Dios juzga, el hombre se pierde a sí mismo y olvida todo su dolor en aquel amor que sólo desea edificarlo y educarlo.

¿Quién habría imaginado este final? Y, no obstante, no se puede concebir otro en estos casos, aunque de hecho tampoco éste sea concebible para el pensamiento puramente humano. Porque en tales casos, cuando todas las cosas se paralizan, y el pensamiento se estanca, y la lengua enmudece y todas las explicaciones resultan inútiles, en tales casos lo que tiene que ocurrir, necesariamente, no puede ser otra cosa que una gran tormenta, con sus estallidos horrísonos y sus estragos incalculables. ¿Quién es el hombre capaz de comprender esta solución? Y, sin embargo, ningún hombre puede imaginarse otra distinta.

¿Se equivocó, pues, Job? Desde luego, se equivocó de medio a medio, porque no pudo apelar a un tribunal más alto que el que le juzgó. ¿Tuvo Job razón? Desde luego, tuvo una razón como un templo, precisamente porque se equivocaba delante de Dios.

Se da, por lo tanto, una repetición. El problema está en saber cuándo acontece la verdadera repetición, pues no es nada fácil expresarse sobre este acontecimiento en ningún idioma humano. ¿Cuándo apareció a los ojos de Job? En el momento exacto en que todas las certezas y probabilidades humanamente concebibles cayeron por tierra y no le podían ofrecer, como es lógico, ninguna explicación. Job lo fue perdiendo todo poco a poco; y así, gradualmente, sus esperanzas fueron desapareciendo a medida que la realidad, lejos de suavizarse, iba descargando contra él alegatos y golpes cada vez más duros. En el sentido de la inmediatez todo estaba perdido. Sus amigos, especialmente Bildad,[108] no ven más que una salida, a saber, que Job se incline ante el castigo que lo asola y de esta manera pueda fomentar la esperanza de una repetición sobreabundante. Pero Job no se doblega; con lo que se aprieta cada vez más el nudo de la trama, que solamente podrá soltarse y resolverse con los estallidos de una gran tormenta.

Para mí encierra toda esta historia un consuelo indescriptible. Fue una suerte, aunque usted crea otra cosa, el que yo no siguiera su admirable plan, tan prudentemente calculado. Quizá esto fuera, desde el punto de vista humano, una cobardía por mi parte, pero también puede ser que tal conducta me facilite ahora mucho mejor el auxilio de la providencia divina.

Solamente me arrepiento de una cosa en este sentido, de no haberle rogado a la muchacha que me devolviera mi libertad. Estoy seguro que lo hubiera hecho. ¿Quién no comprende la liberalidad y magnanimidad de que es capaz una joven? Pero, por otra parte, no puedo arrepentirme de ello, puesto que si no me decidí a suplicárselo fue por la opinión tan alta que me había formado de su orgullo de mujer.

¡Ay, qué sería de mí si no tuviera a Job! Por hoy no le cuento más, para no importunarle con mi eterno estribillo.

Suyo afectísimo.

 

17 de febrero

Mi callado confidente:

Aquí estoy como un preso en mi celda. ¿Inocente, según suelen decir los ladrones cuando la policía los interroga? ¿O quizá como alguien al que le ha sido indultada la pena de muerte por la gracia de su majestad el rey? No lo sé; lo único que sé es que estoy encerrado y no me muevo nunca del mismo sitio.

Aquí estoy, siempre encerrado en mi celda. ¿He alcanzado acaso el punto más alto de mi vida, la cumbre? ¿O quizá no he hecho más que empezar esta larga y difícil ascensión? No lo sé; lo único que sé es que llevo un mes entero sin dar un solo paso[109] y sin atreverme siquiera a estirar las piernas.

Espero una tormenta y, después de ésta, espero la repetición. Pero, al menos, que llegue la tormenta y descargue sobre mí. Ya con esto solamente me consideraré un hombre contento y enormemente feliz, aunque la sentencia que se dicte en mi juicio sea la de la imposibilidad de cualquier repetición.

¿Qué debe lograr en mí o de mí esta tormenta? Hacerme apto para ser un buen esposo.[110] Yo sé que esto acarreará la ruina total de mi personalidad, pero no me importa. Sé que esto casi me impedirá por completo reconocerme a mí mismo en adelante, pero seguiré firme y sin vacilaciones por este camino, aunque tenga que andarlo sobre una sola de mis piernas. De este modo habré salvado mi honor y reconquistado mi orgullo. Y cualquiera que sea la transmutación que mi personalidad haya de sufrir dentro del estado matrimonial, espero, sin embargo, que el recuerdo constante de lo que fui me consuele y me dé fuerzas para mantener en ese estado, el cual hasta cierto punto me causa más miedo que la misma idea del suicidio, porque trastornará mi vida de una manera bien diferente.

¿Y qué sucederá si la esperada tormenta no llega nunca? Pues muy sencillo, que seguiré en la misma línea, pero recurriendo a la astucia. Por ejemplo, no me moriré de verdad, pero aparentaré como si hubiera muerto, de tal suerte que los parientes y amigos se decidan a enterrarme. Entonces, cuando me vayan a meter en el ataúd, encerraré secretamente conmigo mi gran esperanza, tan en secreto que nadie se entere, pues de lo contrario se guardarían muy bien de enterrar a un hombre todavía con vida.

Aparte de esto, hago todo lo que está a mi alcance para prepararme como futuro marido. Sigo encerrado en casa y me limito todo lo que puedo. Prescindo de todo lo inconmensurable para hacerme conmensurable. Cada mañana me despojo con prontitud de todas las impaciencias y afanes infinitos de mi alma, pero éstos vuelven a apoderarse de mí con la misma prontitud con que los arrojé. Cada mañana me corto la barba de todas mis extravagancias ridículas, pero a la mañana siguiente mi barba está otra vez tan larga como el día anterior. Me revoco a mí mismo continuamente, de la misma manera que el banco nacional anula sus billetes para poner otros nuevos en circulación, pero tampoco esto arregla las cosas. Invierto todo mi patrimonio de ideas y mis hipotecas en comprar moneda corriente de cuño matrimonial, pero, ¡que Dios me ampare!, en esta moneda mis riquezas se reducen a bien poca cosa.

No me es posible más en esta carta, pues mi situación y posición no me permiten decir muchas palabras.

Suyo afectísimo.

 

Aunque ya hace mucho tiempo que he dejado de preocuparme por las cosas del mundo y he renunciado a todo género de teorías,[111] no puedo negar, sin embargo, que mi joven amigo con sus dichosas misivas ha vuelto a desviarme un poco de mi normal movimiento pendular, haciendo que otra vez me interese por él más de lo que yo quisiera.

La conclusión más clara que saco de todas sus cartas anteriores es que el pobre muchacho está metido de pies a cabeza en un error lamentable y completo. Su mal lo podríamos definir como una especie de magnanimidad melancólica y extemporánea, algo que en definitiva sólo puede tener existencia en la mollera de un poeta. Ahora, según él mismo dice, lo que espera es nada menos que una tormenta —o quizá un ataque de nervios— que lo convierta en un modelo de maridos. Pero el efecto de semejante acontecimiento, si sobreviene, será exactamente todo lo contrario.

El muchacho, por lo demás, pertenece al número de esas personas que a todas las horas están diciendo: «¡Batallón, media vuelta y adelante!»,[112] cuando en realidad lo que tendrían que hacer es darla ellos mismos y ponerse de una vez en marcha. Nuestro muchacho, naturalmente, no emplea esa expresión militar, sino la siguiente: ¡Fuera con la muchacha! Pero la moraleja es la misma, pues lo que hubiera debido hacer sería desaparecer del todo y no complicarla a ella en nada. Por cierto que si yo no fuera tan viejo me gustaría hacerme cargo de la joven abandonada, con la exclusiva y sana intención de prestarle a él un gran servicio.

Se felicita por no haber seguido mi juicioso y prudente plan. Con ello se retrata de cuerpo entero, según se suele decir. Ni siquiera a estas alturas es capaz de comprender que eso habría sido lo mejor, su única salida airosa. La verdad es que no hay por dónde agarrarlo y que es poco menos que imposible mezclarse en sus asuntos. En este aspecto es una verdadera suerte que no desee en absoluto que le responda a sus cartas. Porque sería ridículo, desde luego, mantener correspondencia con un individuo que no tiene otros triunfos en la mano que los de la esperanza ferviente de una pavorosa tormenta. ¡ Ah, si tuviera al menos mi prudencia y discreción! Al buen entendedor...

En cuanto a la pretensión de dar a ese acontecimiento tremendo, en el caso de que llegue a ocurrir, una significación religiosa, esto ya es asunto suyo muy personal y, por mi parte, no tengo nada que objetar, si bien siempre he considerado que es una cosa buena intentar primero hacer todo aquello que la prudencia humana aconseja y prescribe. Yo en su lugar habría ayudado más y mejor a la joven. Quizá si él lo hubiera hecho así, no tendría ahora la joven tantas dificultades para olvidarlo. Por lo pronto, con su conducta desgraciada, le impidió que se desahogara exhalando gritos cuando la dejó plantada. En estos casos es muy conveniente gritar, cuanto más mejor, lo mismo que es beneficioso sangrar a raudales cuando uno recibe un golpe en determinadas partes del cuerpo. Por eso es no sólo conveniente, sino hasta necesario, dejar que las muchachas se desahoguen a gritos en el tiempo oportuno, para que después no tengan ya nada de que quejarse y lo olviden todo en un santiamén.

Lo más probable es que la joven, cabalmente porque él no siguió mis consejos, se encuentre ahora en una situación penosísima, siempre encerrada en casa y sufriendo por el desaparecido. Esta situación, evidentemente, podría tener consecuencias fatales para el muchacho. Si existiera en el mundo entero una sola joven que sufriese por mí de ese modo y me permaneciera fiel a pesar de todo, yo, lo digo como lo siento, le tendría más miedo que a cualquiera otra cosa, incluso mucho más miedo que el que los amantes de la libertad les tienen a los tiranos. Sería mi tormento y mi pesadilla continuas. Su recuerdo me amargaría a todas las horas del día y de la noche, como pudiera hacerlo un dolor de muelas. ¿Y por qué me atormentaría de una manera tan espantosa? Muy sencillamente, porque representaría para mí algo ideal y fantástico, un auténtico ejemplo de amor y fidelidad. Y esto, cabalmente, es algo que yo no podré soportar nunca, pues en materia de sentimientos soy tan orgulloso que me saca de quicio que otros puedan ser más ardientes y constantes que yo en esa misma materia.

Por eso, si existiera de hecho una joven que se mantuviera enhiesta en esa cumbre ideal y permaneciese amándome de una manera tan ejemplar como molesta para mí, no tendría otro remedio que admitir y deplorar que mi vida, en vez de avanzar hacia adelante, habría quedado inmovilizada en una pausa[113] muy similar a la de la propia muerte. En un caso de éstos, tan terrible, yo podría imaginar muy bien que la víctima, no pudiendo soportar ese sentido de dolo–rosa admiración que la amante le imponía, le llegase a tomar una singular envidia, hasta tal punto que recurriera a cualquier medio para verla caída de tan excelsa cima, esto es, para verla casada. Porque en estos casos la pobre víctima sufre mucho más que si la admirada joven le dijera —cosa que ya se ha dicho, escrito, impreso, leído, olvidado y repetido miles de veces—: «¡Te he amado con toda mi alma! Antes no me atreví a decírtelo, pero ahora —un ahora que también se ha repetido probablemente, dentro de la misma frase, cientos de veces— te lo confieso con la mayor sinceridad». E incluso sufre mucho más que si le dijera: «¡Te he amado más que al mismo Dios!» —lo que no es precisamente decir poca cosa..., ni tampoco mucho en estos tiempos tan religiosos en los que la piedad y el temor de Dios son fenómenos aún más raros que el de un amor tan apasionado y desmedido como el de nuestra joven.

El ideal en estos casos, por parte de la víctima se entiende, no está en morirse de pena, sino en conservarse sano y jovial, defendiendo de la mejor manera posible las propias emociones sentimentales. Casarse con otra tampoco sería una gran solución, sino más bien una debilidad, un virtuosismo trivial y plebeyo, una pobre solución defendida a capa y espada solamente por los bravos burgueses. Todos los que enfoquen la vida con ojos estéticos, reconocerán fácilmente que esa salida constituye un error lamentable, un error que no se podrá reparar aunque uno se case siete veces.

Y, después de este inciso, volvamos a las cartas de nuestro joven amigo. Cuando éste se lamenta de no haberle suplicado a la muchacha que le devolviera su libertad, me parece a mí que podría haberse ahorrado muy bien esta pena inútil. Porque, según todas las probabilidades y cálculos humanos, esa súplica no habría servido de nada o, lo que es mucho peor, sólo habría servido para armar a la joven contra él mismo. Pues eso de pedirle a una joven que le restituya a uno la libertad es, indudablemente, algo muy distinto que explicarle, para consolarla un poco, que se ha convertido en la musa de la propia inspiración poética. Esto prueba, una vez más, que nuestro joven es cabalmente un poeta. Y se puede afirmar, en cierto modo, que un poeta nace para ser el bufón y el hazmerreír de las muchachas. Por eso, aunque la joven se hubiera reído de él ante sus propias narices, no se habría enfadado lo más mínimo, al revés, habría pensado que era una prueba más de su espíritu benigno y magnánimo.

Por esta razón creo que mi amigo, en lugar de felicitarse por no haber seguido mi plan, debería hacerlo por no haber cometido semejante imprudencia. Pues entonces la joven, al recibir dicha súplica, habría hecho todos los esfuerzos imaginables para atraparlo. No sólo se habría atrevido a leerle la pequeña cartilla del erotismo, cosa a la que tenía pleno derecho y es perfectamente legal en el noviazgo, sino que habría puesto inmediatamente sobre el tapete la gran cuestión del matrimonio. Y para hacer fuerza habría apelado a Dios como testigo y le habría conminado a él, evocándole sus recuerdos más sagrados y queridos, a que diese cuanto antes el paso decisivo e inaplazable. En este punto, cuando lo consideran necesario para sus fines, muchas jóvenes suelen dejar atrás a los más atrevidos seductores y recurren tan tranquilas, sin ruborizarse lo más mínimo, a toda clase de engaños y soflamas.[114] Pero yo creo que todo aquel, quienquiera que sea, que en el dominio del erotismo declare que actúa asistido por la ayuda divina y que desea nada menos que ser amado por el amor de Dios y de todos sus santos, demuestra de una manera evidente que ha dejado de ser persona, por cuanto pretende ser más fuerte que los mismos poderes celestiales y revestir para la otra persona a la que dice amar, mucha mayor importancia que la de su felicidad o salvación eterna.

Supongamos que la joven en cuestión hubiera logrado atraparlo en el matrimonio. Nuestro amigo, probablemente, no habría olvidado jamás este sublime comercio o, dicho de otro modo, no se habría curado nunca de las heridas recibidas. Claro que aun en tal caso conservaría un tan alto concepto del honor y de la caballerosidad que no estaría dispuesto a recibir ningún consejo razonable que yo le diera. Al revés, seguida tomando al pie de la letra las apasionadas declaraciones de la joven y considerando cada una de sus frases como verdades eternas. Pero supongamos, además, que el muchacho descubrió con el tiempo que tales frases no eran más que puras exageraciones, fugaces improvisaciones líricas y meros pasatiempos sentimentales. ¿Le habría ayudado entonces su idea sublime de la magnanimidad femenina? ¡Estoy seguro que sí!

Mi amigo, en definitiva, es un poeta, y a los poetas les pertenece esencialmente esa creencia entusiasta en las virtudes de la mujer. Yo, en cambio, sea dicho con todos los respetos, no soy más que un prosista en este sentido. En lo que se refiere al otro sexo tengo mi opinión particular o, dicho con mayor exactitud, no tengo en absoluto ninguna opinión, pues muy raramente me he topado con una muchacha cuya vida pueda encerrarse en una categoría. La mujer, la mayoría de las veces, carece de ese sentido de la consecuencia que es absolutamente necesario tener en cuenta cuando se trata de admirar o despreciar a un ser humano. Una mujer, antes de engañar a otro, se engaña siempre a sí misma y luego, claro está, ya no hay ninguna medida bajo la cual podamos juzgarla.

Por todo esto pienso que mi amigo se va a encontrar muy pronto en una situación desesperada. No tengo lo que se dice ninguna confianza en la tormenta que él está esperando con tantas ansias. Yo creo que no habría obrado nada mal si hubiera seguido los consejos que le di a su debido tiempo. En su amor estaba entonces la idea en movimiento, que es precisamente lo que hizo que me interesara y ocupara de él. El plan que yo le propuse tenía la idea como principio y como meta. Este es el procedimiento más seguro del mundo. Cuando en la vida no se pierde nunca de vista la idea así concebida, entonces todo el que pretenda engañarnos se lleva chasco, y un chasco muy gordo, porque el que no se da cuenta del engaño es cabalmente él, que vino a por lana y salió trasquilado.

La idea, pues, estaba en marcha. Y a mi juicio, si no me equivoco mucho, no solamente lo estaba en el ánimo de él, sino también en el de la misma joven. Si ésta hubiera sido capaz de vivir en el mismo plano —en el que no se necesitan medios extraordinarios, sino sólo contentarse con la interioridad—, entonces se habría expresado de la siguiente manera en el momento en que él la abandonó: «¡Entre nosotros dos ya no hay nada que hacer! Me trae sin cuidado que sea un engañador o no lo sea, o que vuelva o no vuelva a mi lado. Lo único que me importa es mantener la idealidad de mi propio enamoramiento y éste, a fe mía, sí que sabré mantenerlo en su puesto de honor, sin que nadie le quite nunca jamás la aureola que le ciñe».

Si ella hubiera obrado de este modo, la posición de mi amigo sería bastante más incómoda a estas alturas. Porque en este caso sería él quien tendría que cargar con todos los sufrimientos y miserias que produce la compasión o simpatía que otro nos depara. Claro que tampoco estos sufrimientos le hubieran amilanado, pues se resignaría y hasta se sentiría muy contento con poder de esta nueva forma admirar todavía más a la amada. En este caso la vida de ambos habría quedado parada, pero parada como lo puede estar el curso de un río encantado por el poderío mágico de la música.

Y, por último, caso de que la joven no hubiera sido capaz de utilizar la idea como principio regulador de su vida, habría sido infinitamente mejor que el muchacho, una vez que había elegido una salida tan original, no la siguiera atormentando con sus propios sufrimientos.

 

31 de mayo

Mi callado confidente:

¡Se ha casado! No me pregunte con quién, porque no lo sé. Cuando leí la noticia en el periódico me pareció que un rayo me fulminaba la cabeza y el periódico se me cayó de entre las manos. Desde entonces estoy un poco aturdido y no he sentido ninguna impaciencia por enterarme de más detalles.

Con esto he vuelto a ser otra vez yo mismo. He aquí la repetición. Ahora comprendo todas las cosas y la vida me parece más bella que nunca. En cierto sentido esto también ha surgido en el horizonte como una repentina tormenta, aunque es a la magnanimidad de ella a la que debo agradecer que descargara y lo arrancara todo de cuajo.

Quienquiera que sea el que ella ha elegido —no digo «preferido», porque en calidad de marido cualquiera es preferible a mí—, me ha demostrado una liberalidad extraordinariamente magnánima. Porque aun en el caso de que su elegido sea el hombre más hermoso de la tierra, la amabilidad en persona, capaz de encandilar a todas las jóvenes de la tierra —que quizá ahora se sientan desesperadas porque ella con su «sí» se lo ha acaparado—, aunque todo esto sea verdad, ¿qué duda cabe de que ha obrado con una extraordinaria grandeza de alma y me ha mostrado una generosidad maravillosa..., sino en otra cosa, al menos por cuanto me ha olvidado completamente? ¡ Ah, nada hay más bello que la magnanimidad de una mujer! Su belleza terrena se marchitará, el brillo de sus ojos se apagará, su esbelto talle se encorvará con el peso de los años, los rizos de su cabellera perderán su encanto cuando la humilde cofia los oculte, su día con amor maternal y vigilante sobre la pequeña cuna en que el hijito duerme..., ¡ah, pero una joven que se ha mostrado tan generosa no envejecerá nunca! ¡ Que la vida la premie y le multiplique todo lo que le ha dado! ¡Que reciba de la vida lo que más desee, de la misma manera que yo he recibido ya, gracias a su generosidad maravillosa, lo que más quiero en este mundo, es decir, a mí misino!

Sí, otra vez soy yo mismo. Poseo nuevamente, como si acabara de nacer, mi propio yo, este pobre «yo» que hace bien poco tiempo yacía tirado en la cuneta del camino y nadie se dignaba recogerlo. La discordia que reinaba en mi ser ha cesado y ahora reina la paz. Me encuentro otra vez íntegro y compacto. Los tormentos de la compasión humana, que un día se nutrieron como parásitos a costa de mi propio orgullo y sentido del honor, ya no me chupan la sangre separando y dividiendo las energías de la personalidad.

¿No es esto acaso una repetición? ¿No he recibido duplicado todo lo que antes poseía? ¿No he vuelto a ser yo mismo de tal suerte que hoy puedo conocer doblemente el significado y valor inmensos de mi propia personalidad? ¿Y qué vale una repetición de todos los bienes materiales y terrenos, indiferentes para el espíritu, comparada con una repetición de los bienes espirituales?

Sólo los hijos no los recuperó Job reduplicadamente,[115] pues la vida de un hombre no permite esta forma de reduplicación. En el orden de las cosas profundas de que estamos hablando solamente es posible la repetición espiritual, si bien ésta nunca podrá llegar a ser tan perfecta en el tiempo como lo será en la eternidad, que es cabalmente la auténtica repetición.[116]

Otra vez soy yo mismo. La máquina se ha puesto en marcha. Se han roto las redes en las que estaba prisionero. Y también se ha roto la fórmula mágica que me tenía embrujado hasta la médula y me impedía retornar a mí mismo. Ya no hay nadie que alce su mano contra mí. Mi liberación es un hecho. Acabo de nacerme a mí mismo, cosa que antes no podía, pues mientras la diosa Ilicia[117] se mantenga cruzada de brazos, nunca podrá la parturienta dar a luz a su hijo.

Todo ha terminado. Mi barquilla está de nuevo a flote y en un minuto podré alcanzar la orilla en que reposen los anhelos fervientes de mi alma; aquella misma orilla en que se desencadenarán las ideas con el furor de los elementos, y los pensamientos se abalanzarán los unos sobre los otros con el tumulto de los pueblos invadidos; aquella misma orilla que durante otros muchos períodos de tiempo estará tranquila y sosegada como la calma profunda de los mares del Sur, una calma chicha en la que uno podrá escuchar su propia voz íntima, cuando el alma susurre quedamente todos sus movimientos secretos y entrañables; aquella misma orilla, finalmente, en la que a cada instante se juega uno la vida, y a cada instante la pierde y la reconquista.

Pertenezco a la idea, exclusivamente a la idea. Cuando me hace una seña, me levanto inmediatamente y la sigo. Cuando me cita para un encuentro, la estoy esperando día y noche, siempre disponible. Porque nadie me llama a la hora de comer, ni nadie me espera a la hora de la cena. Cuando me llama la idea lo abandono todo, o, mejor dicho, no tengo ya nada que abandonar, ni dejo a nadie plantado, ni causo dolor y tristeza a nadie mostrando mi fidelidad a la idea, ni tampoco mi espíritu se entristece pensando que otra persona pueda sufrir por ello. Y cuando vuelvo a casa de estos encuentros con la idea, nadie se pone a leer con todo su interés en los rasgos de mi rostro, ni nadie me escruta con su mirada de los pies a la cabeza, ni tampoco nadie trata de sonsacarme una explicación que yo no estoy en condiciones de dar a otra persona, pues en realidad ni yo mismo sé si he alcanzado la cima de la felicidad o me he hundido en el abismo de la miseria, si he ganado o perdido en la vida.

Pero otra vez se me ofrece la copa del más embriagador de todos los licores. La tengo ya cerca de los labios. Capto su delicioso olor y percibo el burbujeo de su música espumosa. ¡Sea mi primer brindis para aquella que salvó mi alma, esta pobre alma mía que se encontraba hundida en la soledad de la desesperación! ¡Sí, gloria y honor a la nobleza y generosidad de las mujeres! Y después de este brindis obligado, brindo y celebro las cosas más grandes de la vida. ¡Viva el vuelo cimero de los pensamientos! ¡Vivan los peligros de la vida al servicio de la idea! ¡Vivan los apuros y el fragor de la lucha! ¡Viva el júbilo festivo de la victoria! ¡Viva la danza en la vorágine del infinito! ¡Viva el golpe de la ola que me sumerge en el abismo! ¡ Viva el golpe de la ola que me lanza sobre las estrellas!

 

Al ilustrísimo Sr. X. X., verdadero lector de este libro. Copenhague, agosto 1843.[118]

Mi querido lector:

Perdona que te hable con tanta confianza, pero no te preocupes, que todo quedará entre nosotros.[119] Porque a pesar de ser un personaje ficticio, no eres para mí una colectividad, una multitud indiferenciada, sino un individuo particular. Estamos, pues, los dos solos, tú y yo.

Si admitimos de entrada que no son lectores verdaderos los que leen un libro por razones fortuitas y baladíes, extrañas por completo al contenido del mismo, entonces tendremos que afirmar categóricamente que incluso los autores más leídos y celebrados no cuentan en realidad sino con un número muy reducido de verdaderos lectores. ¿Quién, por ejemplo, desperdicia hoy ni un minuto de su precioso tiempo entreteniéndose con esa idea peregrina de que ser un buen lector es un auténtico arte? ¿Y, todavía menos, quién es el prodigio que intente de veras ejercitarse en este arte de ser un buen lector? Este lamentable estado de cosas no ha podido por menos que ejercer una influencia decisiva en un autor a quien conozco personalmente y que, ajuicio mío, hace pero que muy bien, a imitación de Clemente de Alejandría, en escribir de tal manera que los herejes no puedan comprenderlo.[120]

Las lectoras curiosas, que lo primero que leen ávidamente es el final de todo libro que viene a parar a su mesilla de noche, con el afán de enterarse inmediatamente del feliz suceso de la boda de los amantes, se sentirán, desde luego, muy desilusionadas con este pequeño libro. Es verdad que los amantes, por lo general, terminan casándose. Pero mi amigo, que al fin y al cabo es un hombre como el que más, no se casa con ninguna. Y como este inesperado suceso, por otra parte, no parece fundarse en razones circunstanciales y pasajeras, deparará sin duda muchos rompederos de cabeza a las muchachas casaderas y ávidas de contraer matrimonio a todo trance, que al tener que borrar de su lista a un solo representante del sexo masculino, verán un poco amortiguadas sus fervientes esperanzas.

Los preocupados padres de familia, temiendo quizá que su hijo único siga el mismo camino que mi amigo, dirán que el libro no produce una impresión armónica y sedante, por cuanto en él no se corta un traje o uniforme que caiga bien a cualquier recluta. Los genios de ocasión estimarán quizá que la excepción[121] se impone demasiadas dificultades y toma las cosas demasiado en serio. Los fervorosos admiradores de la vida hogareña buscarán en vano el panegírico de las trivialidades cotidianas o la apoteosis de las chácharas de salón. Los combatientes ardorosos del realismo opinarán probablemente, según el refrán, que mucho ruido y pocas nueces. Las señoras de experiencia, especialistas en combinaciones matrimoniales, pensarán que es un libro frustrado, precisamente porque en este caso lo interesante habría sido señalar las dotes que debía reunir la muchacha capaz «de hacer feliz a un hombre semejante». Pues sin duda, según ellas, existirán algunas jóvenes capaces de tal proeza; y si no existen en la actualidad, ellas saben muy bien, por experiencia personal, que antaño existió alguna que se las pintaba para traer contentos a ese tipo de hombres.

Los reverendos decretarán que hay demasiada filosofía en el libro. Y los reverendísimos, con su ademán sesudo y la mirada pensativa, dirán que en él se buscaría en vano lo que los fieles y las comunidades de los mismos más necesitan en esta época calamitosa, a saber: la especulación auténtica.

—¿No te parece, querido lector, que muy bien podemos hablar así ínter nos! Porque, lo comprenderás perfectamente, no iba yo a creerme que todos esos juicios vayan a expresarse de hecho como los he imaginado, pues seguramente que el libro no será leído, ni mucho menos, por tantísima gente.

De lo que sí estoy convencido es que el libro les brindará una oportunidad pintiparada a todos los críticos vulgares para esclarecer con pelos y señales que no se trata de una comedia, ni de una tragedia, ni de un romance o poema épicos, ni siquiera de un epigrama o una novela, al mismo tiempo que juzgarán imperdonable

que no se haya procedido con el rigor del método dialéctico al uso, 1, 2 y 3.[122] Les será muy difícil, por no decir imposible, comprender la marcha del libro, puesto que es justamente una marcha en el sentido inverso al que ellos se piensan. Tampoco les agradará, de seguro, la tendencia o finalidad del libro. Todo esto no me extraña nada, porque los críticos, en la inmensa mayoría de los casos, explican la existencia de tal manera que tanto lo general como lo individual[123] quedan aniquilados.

Después de todo sería demasiado pedir que un crítico vulgar y corriente se interesara por esa lucha dialéctica en la que la excepción irrumpe en lo general a través de un proceso vasto y enormemente complicado, en el cual la excepción sostiene un combate durísimo para defender su derecho a existir. Precisamente la excepción injustificada se reconoce por el hecho de que rehuye esta lucha con lo general, saliéndose de ello.

Esta lucha presenta un carácter muy dialéctico y de infinitos matices, porque presupone como condición una prontitud absoluta dentro de la lógica de lo general y exige una extraordinaria celeridad en la imitación de los movimientos correspondientes. En una palabra, es tan difícil como moler a un hombre a palos y, al mismo tiempo, mantenerle con vida. Las fuerzas en este combate están distribuidas de la siguiente forma. De un lado está la excepción y en el otro se encuentra lo general. La lucha en sí misma representa, por una parte, un extraño conflicto entre la impaciencia colérica de lo general que se exaspera por el espectáculo que arma la excepción, y la predilección enamorada que lo general, a pesar de todo, siente por la misma excepción; porque, al fin de cuentas, lo general se alegra tanto por una excepción como el cielo lo hace por un pecador arrepentido, que le causa una alegría mayor que noventa y nueve justos.[124] Y, por la otra parte, las fuerzas en litigio son la obstinación rebelde y la debilidad enfermiza peculiares de la excepción.

Entre todas estas fuerzas contrarias y contradictorias se produce un choque encarnizado en el que lo general se enfrenta y rompe con la excepción, pero de tal forma que termina reforzando las mismas posiciones de la excepción. Claro que si la excepción no sabe mantener la frente alta durante este choque tremendo y lucha con el mismo encarnizamiento que lo hace su enemigo, entonces lo general, su enemigo, no la ayudará a salir airosa y triunfante, de la misma manera que tampoco el cielo ayudará al pecador que no sepa aguantar a pie firme los dolores del arrepentimiento. La excepción enérgica y decidida es la que sabe defenderse, y también sabe, aunque esté en lucha con lo general, que es un vástago de tu mismo tronco. Así es como se desarrolla la batalla en este frente de la vida.

La excepción, mientras se piensa a sí misma, piensa también lo general; mientras se trabaja a sí misma, modelándose, trabaja también por lo general; y, explicándose a sí misma, explica lo general. La excepción, por tanto, explica lo general y se explica a sí misma. Tan verdadero es esto, que el que quiera estudiar a fondo lo general, no tiene más que contemplar una excepción justificada y legítima. Esta excepción esclarece todas las cosas mucho mejor que pueda hacerlo lo general. La excepción legítima se halla reconciliada con lo general. Es cierto que lo general, por su misma esencia, está destinado a luchar con la excepción, pero también es cierto, según dijimos, que siente predilección por ella, aunque no se la muestre hasta el momento en que la propia excepción lo obligue como a confesarlo. Si la excepción no tiene este poder, ello es prueba evidente de que no es legítima y, por consiguiente, lo general hace muy bien en no señalarse con nada especial antes de tiempo. Cuando el cielo ama a un pecador más que a noventa y nueve justos, esto no lo sabe el pecador desde el principio, ni muchísimo menos. Porque lo que el pecador percibe al iniciar su arrepentimiento es más bien la cólera terrible del cielo, hasta que al final, bien arrepentido, el pecador obliga en cierto modo al mismo cielo a que se pronuncie en su favor.

A la larga uno no puede por menos que sentirse fatigado con tantas chácharas y discursos interminables sobre lo general, los cuales, a pesar de su interminable extensión, no hacen más que repetirse una y mil veces de la manera más insípida y aburrida.[125] También hay excepciones, y ya va siendo tiempo que se empiece a hablar de ellas. Si no se pueden explicar las excepciones, entonces tampoco se puede explicar lo general. Esta dificultad no suele notarse de ordinario, por la sencilla razón de que no se piensa con pasión en lo general, sino con una indolente superficialidad. La excepción, en cambio, piensa lo general con todas las energías de su apasionamiento.

Cuando se obra así, nos encontramos ante un nuevo orden de cosas y la pobre excepción, si tiene bríos para combatir, sale al fin victoriosa y todos son parabienes y felicitaciones, como en el cuento de aquella cenicienta humillada y maltratada por su madrastra.

Una tal excepción es un poeta, que representa el tránsito hacia las auténticas excepciones aristocráticas, esto es, las religiosas. Un poeta, por lo general, es una excepción. Una de las mayores alegrías de este mundo, al menos para nosotros, es poder ser testigo de la aparición y producciones de un poeta semejante. Esto es lo que me hizo pensar, hace ya un cierto tiempo, que valía la pena contribuir personalmente a que apareciera un fenómeno de este tipo. Es todo lo que he podido hacer. Pues a lo más que pueden llegar mis fuerzas es a pensar o imaginar un poeta, e incluso a ayudarle con mis pensamiento y fantasía que surja en cuanto tal, pero lo que no puedo en absoluto es ser yo mismo un poeta, pues mis intereses están en otra parte. Mi tarea se ha limitado estrictamente a estudiar el fenómeno desde el punto de vista estético y psicológico. Es verdad que en el cumplimiento de esta misión he traicionado algunos de mis peculiares rasgos personales, pero, ¡mi querido lector!, si lees con atención y captas el verdadero contenido del libro, comprobarás fácilmente que yo sólo soy un espíritu servicial y que por cierto, como se atreve a insinuar mi joven amigo, nunca he dejado de interesarme por él. El que mi amigo se atreviera a insinuar lo contrario fue una de tantas equivocaciones suyas, si bien yo también di pie a ésta con el fin de ayudarle mejor en el proceso de su formación. Todos los movimientos que yo he hecho sólo han sido con el fin de iluminarlo. Lo he tenido siempre in mente y cada palabra mía, cuando no ha sido meramente la de un ventrílocuo, sólo ha sido dicha en referencia a él. Aun en aquellas partes del libro en que dominan, sin orden y concierto, la malicia y la broma, no hago más que referirme a él. Y donde todo termina en melancolía, no hago otra cosa que aludirlo y señalar sus estados de alma. Por eso todos los movimientos se desenvuelven en una atmósfera puramente lírica y todo lo que yo digo ha de entenderse vagamente dicho sobre él, o dicho con el fin de comprenderlo mejor. De este modo he hecho por él todo lo que yo podía, de la misma manera que ahora, siendo personalmente otro personaje distinto al que aparento, me esfuerzo en servirte a ti, ¡querido lector!, todo lo que puedo.

La vida de un poeta comienza en contradicción con el mundo entero. Se trata para él de encontrar la serenidad o la justificación de su vida. El poeta en el primer choque con el mundo siempre lleva las de perder, y en el caso de que gane al principio es porque su vocación no es sólida. Mi poeta encuentra ahora, al final, una justificación, precisamente porque la vida le absuelve en el momento en que va como a aniquilarse a sí mismo. Su alma gana con ello una especie de vibración o resonancia religiosa. Esto es, en el fondo, lo que sostiene y alimenta toda su vida, si bien no llega a manifestarse nunca plenamente. Su júbilo ditirámbico en la última carta es un buen ejemplo de lo que digo. Pues sin duda esa alegría se funda en una emoción de tipo religioso, pero que permanece siempre latente con interioridad. El joven conserva esta emoción religiosa como un secreto inexplicable, el cual sin embargo le ayuda a explicar poéticamente la realidad. Explica lo general como la repetición y, no obstante, su idea de la misma no concuerda con esta explicación, ya que mientras la realidad se hace repetición, ésta permanece siendo para él la segunda potencia de su conciencia.

El muchacho, la cosa más natural en un poeta, llegó a enamorarse. Pero este enamoramiento suyo era, desde sus mismos puntos de vista, completamente ambiguo: feliz, desgraciado, cómico y trágico. En la perspectiva de la joven todo puede resultar cómico, ya que el joven sufría una marcada tendencia a la compasión y en este sentido sus sufrimientos no eran producidos por sus propios dolores íntimos, sino por las posibles penas de la amada. Ahora bien, si se equivocaba en este aspecto y su amada no sufría en realidad ni mucho ni poco, entonces lo cómico aparece en el primer plano. Por el contrario, si se fija en sus propios sufrimientos, por pequeños que fueran en comparación de los posibles de la amada, entonces domina lo trágico, como también era trágica, en otro sentido, toda su concepción ideal de la amada. Por esto mismo ha conservado casi hasta el final una imagen ideal de toda su historia amorosa, a la cual le ha dado las más variadas interpretaciones, pero siempre en el dominio de los sentimientos, puesto que desconoce por completo el de los hechos reales. Posee, por tanto, solamente hechos de conciencia o, dicho con mayor exactitud, no posee tampoco ningún hecho de conciencia, sino una elasticidad dialéctica que lo empuja a ser productivo en el orden puramente sentimental. Cuando esta actividad creadora alcanza el punto más alto, entonces parece que el joven es llevado en volandas, transportado por un inefable elemento religioso.

Tal era la dirección interior que el muchacho seguía en sus primeras cartas, particularmente en algunas de ellas. Es una dirección muy próxima a una orientación decidida de tipo religioso, pero en el mismo momento en que cesa ese estado de suspensión o vacilación fugitivas vuelve a recuperarse a sí mismo en su forma de vida anterior, es decir, en cuanto poeta, y lo religioso desaparece del horizonte y solamente permanece activo como un sustrato indefinible.

Si nuestro joven hubiera poseído una base religiosa más profunda, nunca habría llegado a ser un poeta. Entonces todo habría tenido un sentido religioso en su vida. La aventura amorosa en la que se había embarcado también tendría importancia para él, pero el impulso para continuarla le habría venido de esferas superiores. Entonces habría actuado, desde luego, con mayor decisión y con unas fuerzas muy diferentes, aunque pagadas al precio de unos sufrimientos aún más atroces. Habría actuado con una consecuencia y una firmeza inquebrantables, y conseguido un incontestable hecho de conciencia en el que apoyarse constantemente, sin ninguna ambigüedad, sino de la manera más seria y segura, porque era un hecho basado en su relación con Dios. En este mismo momento toda la cuestión relativa a lo finito perdería interés para él y la propia realidad inmediata le sería, en el fondo, completamente indiferente. De este modo habría liquidado de repente todas las consecuencias terribles de su aventura amorosa. La realidad, cualquiera que hubiese sido el giro que habían tomado las cosas, se mostraría bajo otra luz y ya no significaría para él ningún cambio esencial, como tampoco cualquier suceso en esta nueva dirección, incluso el más espantoso, podría causarle un tormento mayor que el de los sucesos anteriormente vividos. Entonces, finalmente, habría comprendido con temor y temblor,[126] pero también con fe y confianza, lo que había hecho desde el principio y lo que, consiguientemente, estaba obligado a hacer en el futuro, por más que este deber enfrentara a las cosas más extrañas.

Pero nuestro joven, como es típico y normal en el caso de un poeta, no llegó nunca a tener ideas claras sobre lo que había hecho, cabalmente porque siempre ha titubeado en enfocar su actuación atendiendo a los aspectos exteriores y visibles de la misma o, mejor dicho, porque ha pretendido siempre enfocarla exclusivamente bajo esos aspectos que no ofrecen nunca una perspectiva adecuada y una pista segura. El individuo religioso, por el contrario, se apoya en sí mismo y desprecia todos los garabatos infantiles de la realidad exterior y visible.

Mi querido lector, comprenderás ahora que todo el interés del libro se concentra en el hombre joven, en tanto que yo, en relación suya, soy una persona destinada a esfumarme en el mismo instante en que él aparece, algo así como la madre respecto del niño al que acaba de dar a luz. Esta comparación es perfecta, pues el sentido espiritual yo le he dado realmente a luz y por eso, como adulto que soy, llevo siempre la voz cantante. Mi personalidad es un presupuesto psicológico, necesario para obligarle a que se manifieste, pero que nunca podrá alcanzar aquel dominio en el que el joven se introduce al final, ya que este dominio original constituye el segundo momento. Puedo decir, en definitiva, que el muchacho ha estado desde el principio en buenas manos. Si algunas veces he bromeado con él, lo hice con el único propósito de que se manifestara. La primera vez que le vi, pude observar que se trataba de un poeta. Los hechos han refrendado plenamente esta opinión temprana, pues una aventura que para cualquier hombre del montón habría terminado seguramente en agua de borrajas, llegó a tomar en el alma de nuestro joven unas proporciones gigantescas.

Aunque las más de las veces soy el que llevo la voz cantante, harás muy bien, mi querido lector, en referir al joven todo lo escrito en este libro. Te diré, entre paréntesis, que si te llamo «querido» lector es porque juzgo que estás lo suficientemente capacitado para tender estos estados y movimientos interiores del alma humana. Por eso espero que comprendas debidamente las transiciones en la descripción de la vida emotiva de nuestro joven protagonista. Y también espero que si alguna vez llegan a desconcertarte este o aquel pasaje por su desbordamiento imprevisto y exagerado, compruebes más adelante, con tu atenta lectura, que todas las diversas situaciones tienen su razón y que no hay ni solo pasaje que no guarde estrecha relación con los demás y con el conjunto. Comprobarás, igualmente, que las expresiones de los sentimientos encontrados que agitan el alma del muchacho son bastante correctas, cosa de capital importancia en esta obra en la que el elemento lírico juega un papel preponderante. En determinados momentos te distraerás probablemente considerando la ociosidad aparente de algunas reflexiones sutiles o de algunas exasperaciones destempladas, pero si sigues leyendo con la misma atención, verificarás quizá la legitimidad o razón de ser de las mismas.

Tuyo afectísimo

Constantino Constantius


Notas

[1] Los filósofos de la escuela de Elea, la más importante de las presocráticas, con Parménides como principal representante y Zenón como polemista. La manera efectiva y silenciosa de oponérseles Diógenes de Sínope, el Cínico, la evoca Kierkegaard en completa conformidad con el relato correspondiente de Diógenes Laercio en su Historia de la filosofía antigua y de Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía.

[2] Todo el libro está lleno de referencias autobiográficas. Los viajes de Constantino a Berlín rememoran inmediatamente los viajes que hizo el propio Kierkegaard a la misma ciudad en los años 1841 y 1843. El  primero el 25 de octubre, a raíz de la ruptura de sus relaciones con Regina Olsen y la defensa de su tesis doctoral, y el segundo el 8 de mayo del año correspondiente, para aliviarse de la enorme emoción que le tenía embargado desde que la misma Regina le dirigió un leve saludo de cabeza en la iglesia de Nuestra Señora—Frue Kirke—el 16 del mes anterior. Mucho más autobiográfica aún es la dolorosa historia de amor del joven que a lo largo de toda la obra, primero de palabra y luego por escrito, se confía al esteta irónico, quien se explaya con el análisis psicológico de la experiencia de su segundo viaje y la experiencia confiada por el joven. El resultado de la primera experiencia propia es la verificación de la imposibilidad de la repetición en el plano estético, poético o puramente especulativo. La lección de la segunda experiencia ajena, con el recurso al ejemplo de Job en su prueba bíblica, es que sólo la religión, la relación con Dios mediante la fe, posibilita la repetición.

El seudónimo se queda casi por completo paralizado en la descripción animada y humorística de ambas experiencias y, aparentemente, no hace más que proclamar los resultados y la importancia filosófico-religiosa de esa categoría única, la más envolvente y escurridiza de todas las kierkegaardianas. Por eso este libro, literariamente magnífico, es solamente una introducción sugestiva al gran tema, cuyo desarrollo hay que ir a buscarlo, en sus rasgos fundamentales y discriminativos con el helenismo y el hegelianismo, en otros de! autor y en sus papeles póstumos.

[3]  Principalmente Platón, que en sus diálogos, en especial el Menón, describe el conocimiento como anamnesis o recuerdo.

[4] El autor se refiere sin duda al núm. 360 de la Théodicée, en el que Leibniz afirma que uno de los principios de su sistema de la armonía preestablecida es que le présent est gross de I'avenir.

[5] Lo dice el propio Kierkegaard, a través del seudónimo de turno, en uno de los Diapsalmata, t. VIII, p. 98, Ediciones Guadarrama.

 

[6] El famoso cantante napolitano —su nombre propio era Cario Broschi—, que tanta influencia llegó a tener en la corte española, sobre todo en el reinado de Fernando VI, tan dominado por su melancolía como por su favorito, no sólo como cantante, sino también políticamente. Kierkegaard recoge la historia del drama musical Farinelli, traducido del francés por J. L. Heiberg y muy representado en el Teatro Real de Copenhague entre 1837 y 1841.

[7] Pablo Martín Móller fue profesor y amigo de Kierkegaard.

La estrofa citada pertenece a la poesía titulada «El viejo amante»—Den gamle Elsker—, que expresa magníficamente un «amor-recuerdo» y, en cuanto tal, es comentada por el propio Kierkegaard en Pap. III, A, 95.

[8] En el texto se señala una ruta concreta, la del Strandvejo «Camino de la Playa», que desde las Puertas de Copenhague —hoy desde Svanemóllen hasta Klapemborg— se dirigía entre suaves colinas y la ribera del Sund hacia el norte de Selandia.

[9] El amor ya en su mismo nacimiento, según la concepción romántica que aquí tiene inminente el seudónimo a lo largo de su particular exposición psicológica, supone un contacto efectivo con la idea de la eternidad. Esta es la función potenciadora del recuerdo en el plano estético de la existencia, muy precario e insuficiente a los ojos del verdadero autor que no es romántico aunque esta su obra lo sea en grado eminente. Esta idea, por otra parte, puede verse más desarrollada en el t. II de Obras y papeles de Soren Kierkegaard, pp. 67 y ss. ,Ediciones  Guadarrama.

[10] Literalmente significa «Los fosos de las antiguas murallas de la ciudad», junto a la Puerta Norte del viejo Copenhague, y más propicios para el escondimiento que para la pesca.

[11]  En el Prólogo a la fábula.

[12] El autor, como metáfora, emplea aquí otro instrumento, precisamente un instrumento agrícola, el «extirpador».

[13] 1. Esta nueva Elvira no es exactamente «Doña Elvira», de la que Kierkegaard ha trazado una «silueta» magnífica en otro lugar. Cf. t. IX de Obras y papeles de Sóren Kierkegaard, pp. 95-117, Ediciones Guadarrama.

[14] Esta «reintegración en el estado anterior» insinúa más que la simple reanudación de la relación amorosa, una normalización de la misma, incorporándose, sin alteraciones equivocadas y trágicas, a la espontaneidad propia del enamoramiento, hasta culminarla en el matrimonio como cifra de la existencia humana en el estadio ético, que asume lo estético y supone la religión. Pero ni en la vida historiada del joven amante ni en la real del propio Kierkegaard llegó a verificarse de hecho tal repetición. ¿Puede verificarse en absoluto una repetición en ese plano ético? Este libro escamotea esta posibilidad concreta, tan espléndidamente supuesta en los Dos diálogos sobre el primer amor y el matrimonio. Ediciones Guadarrama.

[15] La milla danesa equivale a siete kilómetros y medio.

[16] 1. La repetición es justamente todo lo contrario de la mediación y, en consecuencia, la categoría que expresa de modo global, como se afirmará a renglón seguido, la más absoluta oposición al sistema de Hegel, cuyo nervio, puramente lógico, era la Vermittelung operada por la síntesis de los contrarios, a costa del mismo principio de contradicción.

[17] Sobre esta última doctrina, tal como la interpreta Kierkegaard, véase la larga nota al comienzo del cap. III de El concepto de la angustia, pp. 158-162, Ediciones Guadarrama.

[18] Gjentagelse. El sentido habitual y obvio de esta palabra danesa, a la que se confiere tan eminente rango filosófico, es sencillamente el de repetición. En su pura literalidad significa retoma, recuperación; más en la línea de laredintegratio latina y del sentido que Kierkegaard le ha impreso como clave de su existencialismo cristiano.

 

[19]  Movimiento. En esta doctrina Kierkegaard se proclama muchas veces seguidor de Aristóteles, si bien transfiriéndola del plano cosmológico al de la libertad histórica y de la existencia.

[20] En el texto se dice «étnica» en vez de pagana, significando la concepción griega directamente, e indirectamente todas las del paganismo, incluso el moderno. Por contraste se dice «moderna» queriendo significar bien a las claras la concepción cristiana de la vida, que es la que él propugna de la forma más seria y chocante.

[21] Este otro texto, que no puede decir más en pocas palabras, es significativo de toda la postura kierkegaardiana y de todo su mensaje. El busca un saber de salvación, de «cómo hacerse individuo», que es la verdadera y única realidad, aparte de la de Dios y en relación esencial con ésta, porque la nueva filosofía, la cristiana, parte de la dogmática, y en esta dirección la fe, el interés, la apropiación y repetición desbancan al puro saber.

[22] Hamann es el pensador alemán que más positivamente influyó en Kierkegaard, más por su humor y estilo que por su mismo pensamiento. La cita, tomada de una carta de H. a su amigo Lindner, es expresiva del estilo estrafalario (snurrig, lo llama el propio Kierkegaard.) en que éste gustaba encerrar sus profundos pensamientos y exigencias enormes enfrentándose así también al empaque formulístico de los innumerables sistemas modernos.

[23] Tage A. Ussing, profesor de derecho en la universidad de Copenhague hacia 1840, era uno de los miembros más activos de dicha sociedad, fundada por los liberales para celebrar la puesta vigor de la constitución danesa de 1831, en el mismo día y mes que daba nombre a la sociedad. El profesor abandonó después el partido liberal, siempre discutido por Kierkegaard, que políticamente, sin significarse, era de tendencias conservadoras.

[24]  Estas dos iglesias de la Gendarmenplatz eran la Neue Kirche y la «Iglesia de los franceses».

[25]  El autor, como es obvio, emplea en el primer entrecomillado la frase alemana: «erhatte sich verandert», y en el segundo, el verbo danés «at forandre sig».

[26] «La validez estética del matrimonio» es el título original del primero de los Dos diálogos sobre el primer amor y el matrimonio.

[27]  Equivalente alemán de «guía» o «acompañante».

[28] 1. En el texto se dice «el que nunca ha estado aufder Eisenbahn». Este libro lo escribió Kierkegaard precisamente en Berlín y en mayo de 1843, lugar y fecha exactos en que discurre la narración, que está llena de términos alemanes y de germanismos.

[29]  Cabalmente en la fecha citada en la nota anterior, en concreto el 25 de dicho mes y año, fue inaugurado e! primer túnel bajo el Támesis. La ironía no puede ser mayor.

[30] Este famoso texto en danés —Ej blot til Lyst— es el de la inscripción que campea en un medallón sobre la escena del Teatro Real de Copenhague.

[31] Nombres de dos restaurantes famosos de la época, en uno de los mejores distritos de Copenhague, el de Frederiksberg. El primero era muy frecuentado por los literatos y por los estudiantes.

[32] Una comedia bufa, con cantos, en tres actos, de Juan Nepomuceno Nestroy, publicada en el mismo año de 1843 y traducida del alemán al danés en 1849. A este género de comedias los alemanes lo llaman Posse

[33] El autor emplea aquí la expresión danesa: det krypte Individ. Es decir, que para designar tal individuo recurre a la palabra griega kryptós, que significa cabalmente «oculto», «secreto», «escondido». Según el contexto, en que se describe el comportamiento de este individuo, podría muy bien designarse como «disfrazado», etc.

[34] Aquí se emplea de nuevo el término alemán de Posse, que en adelante siempre traduciremos, sencillamente, por farsa. Este tipo de obras cómicas de carácter popular y con frecuente uso de expresiones vulgares o dialectales tuvo mucho éxito en la antigua capital alemana alrededor de 1840. El talismán, de Nestroy, y sus representaciones en el teatro de Konigstadter le servirán a Kierkegaard para hacer un comentario extenso y entusiasta del género, dentro de las perspectivas y dirección de gustos del esteta viajero y romántico que le sirve de disfraz en cuanto tal seudónimo, muy característico y bastante distinto de sus otros seudónimos estéticos.

[35] Todos los comentaristas están aquí de acuerdo en que no se encuentra ningún cuadro ni dibujo de Chodowiecki que represente de una manera tan calamitosa a los propios fundadores de Roma. En El concepto de la angustia volverá Kierkegaard a mencionar, más o menos arbitrariamente, otro cuadro de Chodowiecki.

[36] Aunque esta frase está entrecomillada en el texto, no nos da, sin embargo, las palabras exactas del texto platónico a que se refieren —Pedro, 236 a—, sino sólo la idea. Allí le dice Sócrates a Pedro que en vez de dedicarse a examinar las cosas extrañas y los prodigios, «me examino a mí mismo y procuro saber si no soy tal vez un monstruo aún más enredado y humeante que Tifón».

A propósito de la variabilidad de este monstruo primitivo, se le suele representar en la mitología griega ya como un huracán violentísimo, ya como un gigante vomitando llamas.

[37] Federico Beckmann, nacido en Viena —1803—, fue un célebre actor, alma del dicho teatro desde que se inauguró, en 1824, hasta su cierre, en 1845. También escribió una buena farsa. Felipe Grobecker —1815-1883— llegó al teatro Konigstadter el año 1840.

[38] Poeta danés (1746-1826). Lo dice, aunque no exactamente lo mismo, en la crítica que hizo de la opereta escrita por otro gran poeta danés, Oehlenschlá'ger: La cueva de Ludiam.

[39] El doctor Ryge —1780-1824— fue primero, en efecto, médico, pero después se señaló como actor dramático y cómico, como por ejemplo en la farsa mencionada de J. L. Heiberg.

[40] Esta fue una de las famosas aventuras, cuando se cayó en la ciénaga, de Los viajes maravillosos que el estrafalario barón hizo por tierra, mar y aire.

[41] Lo más probable es que esa mención del ajetreo insoportable de la eternidad sea concretamente un ataque contra la doctrina de Kant sobre la felicidad en la otra vida, no concebida como un estado de plenitud y bienestar definitivos y completos como ha hecho siempre la filosofía cristiana, sino como un continuo e inacabable progreso moral hacia la perfección y plenitud.

[42]  Referencia caricaturesca de otro de los grandes poetas daneses, J. Ewald (1743-1781).

[43] En La Eneida —IV, 697—se dice que la reina Dido no podía morir antes de que Proserpina no le hubiera arrancado uno de los cabellos de su cabeza.

[44]  Prov. XIX, 13.

[45] En alemán en el texto: Stielleben. La «naturaleza muerta» se define como "un cuadro que representa animales muertos o cosas inanimadas", por ejemplo, los bodegones. La ironía no puede ser mayor hablando de un restaurante e incluyendo a los comensales.

[46] Poeta alemán —1786-1862—. A Kierkegaard le gustó este episodio, pues lo recoge también en su Diario, en una anotación del 10 de julio de 1838. Ningún comentarista, sin embargo, ha podido localizar en las Obras completas de J. Kerner la narración atribuida.

[47] Es el personaje de otra de las farsas de L. J. Heiberg, titulada Las calamidades de Kóge Kjóge Huskors—. El episodio del fantasma aparece descrito en la escena 46. Koge, por su parte, es una pequeña ciudad de Seelandia, a 38 kilómetros al sur de Copenhague.

[48] En una nota anterior dijimos que en pura literalidad la palabra danesa Gjentagelse —repetición— significa retoma, recuperación. Es el significado directo cuando se separa el verbo y el adverbio que la forma, como aquí en el primer caso subrayado: tage igjen o tomar de nuevo, recuperar. En cambio, si el verbo y el adverbio —anteponiendo éste— no se separan: gjentage, significa repetir.

[49] En Trolla y Crlselda, act. I, esc. 2. La frase es de la segunda, como réplica a la de Troilo, el joven troyano, que acaba de decir que en su barba sólo hay tres o cuatro pelos.

[50] En el texto en francés: renonce

[51] Canciones populares Volkslieder— de Herder, editadas por Falk, Leipzig, 1825,1.1, p. 57. Esta cita, en alemán, es la única nota que el propio autor recoge a lo largo de todo el libro.

[52] El texto no dice cometa sino literalmente cuerno de postillón: Posthorn. Esto es, el instrumento músico de viento, con un sonido como de trompa, que usaban los mozos que iban a caballo delante de los que corrían la posta, o montados en una caballería de las delanteras del tiro de las diligencias.

[53] Evocación de la famosa sentencia del Eclesiastés, I, 2. Todo este final impresionante de la primera parte es como un eco del tragicismo pesimista de la vida que domina en ese libro del Viejo Testamento. Un eco romántico. El esteta no puede resolver el enigma de la repetición, que es precisamente la superación efectiva del pesimismo.

[54]  «El que persuade de la muerte», sobrenombre que recibió el filósofo cirenaico Hegesias.

[55] En el texto se dice literalmente: «como una Eva doméstica».

[56] Expresión que tomará Sartre casi un siglo después para titular su famosa obra.

[57] El último sustantivo en alemán en el texto: Zumuthung.

[58] Démonas era un filósofo griego del siglo II d. C. Según cuenta Luciano, que es el autor helénico mencionado, su defensa consistió en afirmar categóricamente, cuando los atenienses ya estaban preparados con piedras para matarlo, que no quiso ser iniciado en los misterios eleusinos porque si eran buenos no habría tenido otro remedio que aconsejar a los demás que se iniciaran en ellos y si eran malos, tendría que habérselo desaconsejado honradamente. Kierkegaard, en Pap. IV, A, 39, refiere que ha leído este hecho en las Obras de Hamann, editadas por Fr. Roth, Berlín, 1842, t. VIII, p. 307.

[59] El autor se refiere concretamente a las admirables descripciones satíricas de la vida después de la muerte que hicieron Aristófanes en Las ranas y Luciano en Diálogos de los muertos.

[60] Es una alusión sarcástica a la crítica que hizo Martensen de la comedia de J. L. Heiberg, Un alma después de la muerte En Sjael efter Dóden—. Esta crítica apareció en el periódico Faedrelandet La patria—, y en ella dice el famoso teólogo hegeliano que una de las escenas infernales de la comedia del otro famoso hegeliano —además de excepcional comediógrafo— es verdaderamente «aristofánica». Cf. et. Pap. IV, B, 97, 9.

[61] 3. Doctores de cera era la expresión ridiculizadora, especialmente entre los ingleses, de aquellos monjes mendicantes que, sin la suficiente formación, habían sonsacado el título de doctor en las universidades más indulgentes. Cf. Meiner, Geschichte der hohcn Schulen, Gotinga, 1803, t. II, p. 309. Un pendant de estos especiales doctores eran los doctores bullati nombrados por los condes palatinos sin que hubieran frecuentado ninguna universidad. Para la ironía tanto monta, monta tanto...

[62] En alemán en el texto: was anderes.

[63]  La última palabra, juntos, en latín dentro del texto: in uno. La frase, por otra parte, es sin duda una cita de algún autor, pero ningún comentarista ha podido averiguar quién es el tal autor citado.

[64] Este mito está inspirado en el de la intervención de Aristófanes en El Barquete platónico y Kierkegaard recurre al mismo varias veces en el Diario del seductor e In vino ventas.

[65]  Det Vidunderliges Graendse, una hermosa expresión poética para significar la frontera en que comienza lo religioso, «la frontera de Dios».

[66] «Lo absurdo», por el contrario, es una típica expresión brusca de Kierkegaard para caracterizar desde el punto de vista de la especulación pura el contenido de ese mismo territorio elevado de lo religioso. Es decir, el objeto propio de la fe religiosa y cristiana, algo sobre la razón, no precisamente contra, en el caso de que ésta sea humilde.

[67] Estas dos palabras subrayadas se expresan con una sola danesa Ophaevelser, equivalente casi en todo a la alemana Aufhebungen, que fue consagrada por Hegel como uno de los términos clave de su Lógica, precisamente en esos dos sentidos del verbo aufheben —muy parecido al tollere latino— de eliminar y superar, o, si se quiere, tres sentidos: negare, conservare y elevare en la lengua de Cicerón. Cf. Lógica, Hegel, lib. I, sec. 1a, cap. 1, anot. última.

Kierkegaard, en Pap. II, A, 766, dice: «Los hegelianos introdujeron muchas Ophaevelser del concepto sobre las que no merece la pena hacer muchas chácharas gjóre Ophaevelser—».

[68] El autor emplea aquí, pluralizando en danés, con el artículo detrás y sufijo, el italianismo o españolismo «salto mortal»: Saltomortaler. Por cierto un término muy del gusto de Kierkegaard y de uso frecuente y significativo en su concepción de la vida.

[69] Este anuncio apareció, en efecto, en el periódico Adresseavisen, de Copenhague, el 10 de abril del año 1843. Kierkegaard lo anota también en Pap. IV, A, 78, con pequeñas variantes y haciendo las mismas consideraciones.

[70] Institución benéfica y correccional, así llamada por el color de la vestimenta de los jovencitos numerados que formaban parte de la misma.

[71]Versos del poeta danés A. W. Schack Staffeldt (1769-1826).

[72] En todo este párrafo y el siguiente parece que el autor tiene delante el modelo del ama de casa que los romanos describieron on los epítetos: domiseda, lanifica.

[73] Se desconoce el nombre de este poeta y, por tanto, el lugar de la cita. La traducción literal y escueta es como sigue: «Las nubes vagan por el cielo —cargadas y pesadas— para precipiarse de golpe y estrepitosamente, mientras el seno de la tierra se convierte en su tumba».

[74] Eclesiastés,Xll, 1.

[75] 1. Job, 1,21. Sobre este mismo texto escribió Kierkegaard un sermón, el primero de la tercera serie de Discursos edificantes de las tres publicadas en 1843, el mismo año de La repetición. Cf. S. V., IV, pp. 9-23.

La interpretación de la figura de Job por Kierkegaard encuentra un precedente espléndido en los Comentarios al libro de Job de Fray Luis de León, y un epígono no menos magnífico en Peter Lippert con sus meditaciones: El hombre Job habla con Dios.

[76] Job, XXIX, 12yss.

[77] Job, VII, 2.

[78] Job, IX, 3 y XXXIII, 13.

[79] 4. Mateo, XXIII, 14. Este versículo lo juzgan los críticos como extraño al evangelio de San Mateo y como una mera interpolación, probablemente, del evangelio de San Marcos, XII, 40. Por lo demás, es un texto paralelo al antes citado del libro de Job XXIX, 12 y s., levemente tal.

[80] Job, I, 2 y s.

[81] Antes, en el prólogo de esta segunda parte, se mencionó «El ser y la nada», y ahora, al iniciar esta avalancha de preguntas a quemarropa sobre la contradicción de la vida, sale a relucir «La náusea». Estas son algunas de las hojas más superficiales que hacen que muchos, olvidando o desconociendo el rábano, connfundan el existencialismo cristiano de Kierkegaard con el existencialismo ateo de Sartre. [N. del E.: No hay duda de que Sartre tomó éstas y otras expresiones de los escritos de Kierkegaard]

[82] En el texto la palabra híbrida Seelenverkooper, amasada de la alemana Seelenverkaüfer y de la holandesa Zielverkooper.

[83] «¿Para quién el provecho?», cita ciceroniana del Pro Róselo Amerino, XXX, 84. .Job, XIII, 4.

[84] Todo este problema álgido —debatido en esta carta de una manera tan apasionada como chocante— sobre la culpabilidad o inocencia de la ruptura de unas relaciones amorosas, ha sido tratado muy extensamente por Kierkegaard, bajo el seudónimo de Frater Taciturnas, en la tercera parte de los Estadios en el camino de la vida.

[85] El orfanato de Copenhague fue, en efecto, edificado en 1727, bajo Federico IV, con una parte del producto de la venta de la Biblia, los libros de los salmos y el famoso catecismo protestante.

[86] Personaje frecuente en las comedias de L. Holberg.

[87]Cap. 6, III, 2 b.

[88]Ibidem, cap. 1,1,2.

[89] En francés en el texto: clairvoyance.

[90] El autor emplea este típico término danés: Gudshaandsplaster, para significar lo mismo que «cataplasma» en los usos terapéuticos. El traductor ha tenido, necesariamente, que doblar el párrafo para hacer inteligible en nuestro idioma el juego de palabras de la pregunta inmediata.

[91] Los sufrimientos y lamentos de Filoctetes se narran en la tragedia de Sófocles que lleva ese mismo nombre por título. Filoctetes fue desterrado a la isla de Lemnos por sus paisanos griegos, los cuales no podían soportar los gritos que aquél profería a causa de los dolores de la herida incurable que le produjo la mordedura de una víbora.

[92] Job, II, 13.  

[93] Job, III, 1 y ss.

[94] Job, XVI, 21. Kierkegaard no entrecomilla este texto, pero es conforme a la versión danesa de la Biblia, y más aún a la latina de la Vulgata. No así, por ejemplo, a la traducción castellana de Nácar, editada por la B.A.C.

[95] Esta carta y la última del joven no llevan ninguna coletilla para el confidente, ni la de «afectuoso amigo», ni siquiera la de «innominado».

[96] Eclesiastés, III, 1.

[97] El autor dice literalmente «sofisma», donde debía decir «enigma».

[98] Este es otro significado peculiar de la palabra danesa Ophaevelser, que en una nota anterior, refiriendo un ataque a Hegel en el texto correspondiente, comparábamos con la alemana Aufhebungen.

[99] Cf. Isaías, XL, 6 y ss.

[100] Job, XXXII, 1 y ss. La palabra latina integer, empleada en el texto, es la misma que la castellana «íntegro». Aquí, en el caso de Eliú, se quiere significar obviamente que estaba «entero, fresco y bien dispuesto para el ataque».

[101] Job, XIX, 21.

[102] Job, XIII, 4.

[103]  Job, VI, 5.

[104] El autor dice más bien «desde el punto de vista del pensamiento infinito», que para él es siempre lo mismo que el «pensamiento abstracto» y puramente especulativo, sobre todo en la forma en que lo desarrolló Hegel y sus prosélitos, que es a los que se ataca de plano.

[105] Cf. Efesios, VI, 11.

[106]  Job, XXIX, 2 y ss., donde se expresa vivamente este deseo, no el hecho.

[107]  Job, XLII, 10 y ss., referidos con más fidelidad, aunque alterando el orden.

[108] Job, VIII.

[109]  En el texto en latín: suspenso gradu.

[110] Aquí podíamos esperar que «el hombre joven», siguiendo el rumbo de su anterior carta, nos hablara de la repetición en el plano ético o matrimonial de un modo positivo, como reanudación y culminación gozosas, después de las tormentas de la ruptura, de sus relaciones amorosas. Pero este rumbo se quiebra y tuerce a continuación, con una perspectiva pesimista y mordaz del matrimonio.

[111] Ahora el que escribe, como es obvio, es el propio confidente, que rompe el silencio absoluto a que le ha reducido su afectuoso amigo, intercalando entre sus dos últimas cartas este comentario irónico en que le paga con la misma moneda.

[112] Kierkegaard ha empleado esta misma metáfora en Pap, II, A, 378, contra los políticos, que siempre le están diciendo a todo el mundo: «Media vuelta y adelante», mientras ellos siguen plantados como estatuas.

[113]  En el texto en latín: in pausa, y sin la comparación de la muerte.

[114] 1. Aquí Kierkegaard ha suprimido las duras palabras siguientes: «Para el bien de los inexpertos jóvenes, semejantes muchachas deberían poder reconocerse en seguida no sólo por un diente enorme que sobresaliese de su boca, sino porque tenían todo el rostro de color verde. Claro que esto sería pedir demasiado, pues habría en ese caso una bella y extensísima colección de muchachas verdes».

Así estaba escrito en la primera redacción del manuscrito de este libro, que se puede dar por acabada a finales de mayo de 1843 en Berlín. Cabalmente al comienzo del libro debía aparecer esa fecha y lugar de su redacción. Cf. Pap. IV, B, 97, 3.

Pero Kierkegaard suprimió también esta anotación del principio y en las últimas páginas del libro hizo otras muchas supresiones o cambios, e incluso, como puede comprobarse claramente, arrancó seis páginas nada menos del manuscrito original amañando rápidamente la conclusión actual.

¿Significa todo esto que al final del libro cambió de rumbo bruscamente? ¿Fue su primera intención al redactarlo defender la posibilidad de la repetición en el sentido del matrimonio? ¿O quizá pretendió, indirectamente, proponerle a Regina Olsen una continuación de sus relaciones en una especial unió mystica de sus almas, proyectada sobre la historia hacia la eternidad?

Lo único cierto es que Kierkegaard al volver a Copenhague, con su manuscrito de La repetición acabado, se encontró con la noticia de que Regina acababa de prometerse con Fritz Schlegel, con el que se casó poco después. Las reacciones de Kierkegaard ante esta noticia han sido descritas, entre otros comentaristas, por E. Hirsch en Kierkegaard-Studien, Gütersloh, 1930-1933, t. I, p. 248 y ss.

[115].Job,l,2yXLll, 13.

[116] 2. Esta definición de la repetición como eternidad viene a expresar el sentido pleno y la realidad exclusiva de la misma dentro del tercer estadio de la existencia, no el primero que es el puramente estético, ni siquiera en el segundo que es el ético, sino exactamente en el tercero que es el religioso. Este estadio representa para Kierkegaard la forma suprema y perfecta —in vía— de la vida individual, que al «repetirse» no hace más que insistir decidida y constantemente en lo eterno que hay en el hombre, gracias a la relación constitutiva—por haber sido creado a su imagen— y constituyente —porque la actualización de esta imagen es su principal tarea— con Dios, que es el fundamento y fiador único de la eternidad en cuanto es la eternidad por esencia y de la manera más absoluta y concreta, no como la eternidad de las ideas en la filosofía griega o, todavía menos, en la hegeliana, muy entrañadas en el mito y en la poesía.

Sin la repetición en este sentido riguroso y personificador, que por eso no es definible en abstracto, sino de «una forma absolutamente concreta», no puede haber «interioridad, certeza y seriedad» en la vida, pues estas tres categorías existenciales son la expresión misma de la repetición. Para comprender esta equivalencia esclarecedora de todo el sentido del pensamiento kierkegaardiano pueden leerse con mucho fruto las consideraciones pertinentes de todo el último apartado, con sus cuatro números de colofón, del cap. IV de El concepto de la angustia, t. VI, pp. 261-275. Ediciones Guadarrama. En la segunda nota de la p. 270 se dice de manera conclusiva: «Indudablemente hay que entender en este sentido aquella frase de Constantino Constantius que reza así: la eternidad es la auténtica repetición».

[117] Ilithia, diosa protectora de los nacimientos en la mitología griega.

[118] Kierkegaard había pensado con anterioridad datar esta carta-epílogo del seudónimo en «julio 1843»; cf. Pap. IV, B, 97, 30.

[119] El autor emplea el giro germánico: unter uns, equivalente al ínter nos latino.

[120] El Padre griego dice, en Stromateis, que expone la doctrina cristiana de una forma oscura y alegórica para que los no iniciados, los paganos, no le entiendan. En este sentido lo refiere Kierkegaard en Pap. III, B, 5, pero en otras referencias prefiere decir herejes.

[121] La excepción, claro está, es el hombre joven que se sale del camino trillado, o todos aquellos hombres que viven una vida profunda y no son del mundo, aunque vivan en él.

[122] Sorna contra el método hegeliano de la tesis, antítesis y síntesis o, si prefiere decirse de otro modo, de la posición, negación y mediación, que es cabalmente lo contrario de la repetición.

[123]«Lo general», en la acepción más profunda en que Kierkegaard emplea este término, es lo mismo que «lo ético», en cuanto significa los deberes y normas que incumben a cada uno de los hombres por el hecho de serlo. «Lo individual», en cambio, es la existencia propiamente dicha, que implica la incorporación a la auténtica ética y, sobre todo, la relación actualizada a la trascendencia.

[124] Lucas, XV, 7.

[125] 1. Aquí el autor, como es tan habitual en él, ataca otra vez de frente a Hegel y sus discípulos, que han reducido lo general, exaltándolo, a la acepción de lo puramente lógico o universal, con desprecio absoluto no sólo para la excepción, sino también del individuo y de los mismos principios propiamente éticos.

[126] Estas dos palabras forman el título del otro libro de Kierkegaard publicado en el mismo día y en la misma editorial que La repetición. En las ediciones danesas de Obras Completas aparece siempre primero que ésta, pero por su contenido y, probablemente, por su redacción, es posterior. 

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