TRATADO DE ATEOLOGÍA

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MICHEL ONFRAY
Traducción: Luz Freiré

Revisión técnica: Florencia Verlatsky
© 2005 sobre la presente traducción
by Ediciones de la Flor S.R.L. 

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Física de la metafísica

Onfray, Michel

Tratado de ateología.- 3a. ed- Buenos Aires : Ediciones de la Flor, 2006. 272 p.; 20x14 cm.

ISBN 950-515-271-X

Título del original francés: Traite d'athéologie. Physique de la métaphysique

© 2005 Éditions Grasset Fasquelle, París, Francia

www.edicionesdelaflor.com.ar

ISBN-10: 950-515-271-X ISBN-13: 978-950-515-271-1

 

Índice

Prólogo: "Más allá del principio divino", Esther Díaz.

Prefacio.

Introducción

 

Primera parte: Ateología

I    La odisea de los incrédulos

1)  Dios aún vive  

2)  El nombre de los incrédulos

3)  Los efectos de la antifilosofía  

4)  La teología y sus fetiches.

5)  Los nombres de la infamia 

II   El ateísmo y la salida del nihilismo

1)  La invención dei ateísmo

2)  La organización del olvido 

3) Terremoto filosófico  

4)  Enseñar el ateísmo  

5) Tectónica de placas

III Hacia una ateología

1)  Espectrografía del nihilismo

2)  Una episteme judeocristiana 

3)  Huellas del imperio.

4)  Una tortura procedente del Paraíso 

5)  Sobre la ignorancia cristiana 

6)  El ateísmo cristiano

7)  Un ateísmo posmoderno

8)  Principios de ateología

 

Segunda parte: Monoteísmos

I    Tiranías y servidumbres de los mundos subyacentes

1)  El ojo perverso del monoteísmo 

2) Aplastar la inteligencia 

3)  La letanía de las prohibiciones 

4)  La obsesión de la pureza

5)  Mantener alejado el cuerpo

II  Autos de fe de la inteligencia

1)  El taller clandestino de los libros sagrados

2)  El Libro contra los libros.

3)  Odio a la ciencia  

4)  La negación de la materia 

5)  Una ontología de panadería

6) A Epicuro no le gustan las hostias

7)  La eterna elección del fracaso

III Desear lo contrario de lo real

1)  Inventar mundos subyacentes

2)  Las aves del Paraíso

3)  Desear lo contrario de lo real.

4)  Para acabar de una vez con las mujeres

5)  Alabanza de la castración

6)  ¡Ataque a los prepucios!

7)  Dios ama las vidas mutiladas

 

Tercera parte: Cristianismo

I    La construcción de Jesús

1)  Historias de falsificadores

2)  Materializar la histeria

3)  La catálisis de lo maravilloso.

4)  Construir fuera de la historia

5)  Una sarta de contradicciones

II   La contaminación paulina

1)  Delirios de un histérico

2)  Neurotizar el mundo  

3)  La venganza del aborto.

4)  Elogio de la esclavitud.

5)  Por odio a la inteligencia.

III El Estado totalitario cristiano

1)  Histéricos, continuación

2)  El golpe de Estado de Constantino  

3)  El devenir persecutorio de los perseguidos

4)  En nombre de la ley.

5) Vandalismo, autos de fe y cultura de la muerte

 

Cuarta parte: Teocracia

I    Pequeña teoría de la selección de citas

1)  La extraterritorialidad histórica  

2)  Veintisiete siglos de construcción

3)  No encontrar otra cosa que lo que se alega

4)  La lógica de la selección de citas 

5)  El látigo y la otra mejilla

6)  Hitler, discípulo de San Juan.

7) Alá no tiene talento para la lógica  

8)  Inventario de contradicciones 

9) Todo y lo contrario de todo

10) La contextualización, una sofistería 

II  AI servicio de la pulsión de muerte

1)  Las indignaciones selectivas.

2)  La invención judía de la guerra santa

3)  Dios, César & Cía  

4)  El antisemitismo cristiano

5)  El Vaticano ama a Adolf Hitler 

6)  Hitler ama al Vaticano  

7)  Las compatibilidades cristianismo-nazismo 

8)  Guerras, fascismos y otras pasiones

9) Jesús en Hiroshima

10) Amor al prójimo, continuación

11)  Colonialismo, genocidio, etnocidio

12)  Represión y pulsión de muerte 

III Por el laicismo poscristiano

1)  El gusto musulmán por la sangre

2)  Lo local como universal

3)  Estrella amarilla y tatuajes musulmanes 

4)  Contra la sociedad cerrada

5) Acerca del fascismo musulmán

6)  Palabras de ayatolá  

7)  El islam, estructuralmente arcaico 

8) Temáticas fascistas

9) Fascismo del zorro, fascismo del león

10)  Contra la religión de los laicos

11)  Fundamento y forma de la ética

12)  Por un laicismo poscristiano 

 

Bibliografía

Ateísmo

1)  Pobreza atea

2)  Dios ha muerto, ¿ah, sí?

3)  Sobre la antifilosofía y sus opositores

4)  Callos burgueses y tripas católicas 

5)  Los compinches de d'Holbach.

6)  El hidroterapeuta neumático.

7)  Sobre una episteme judeocristiana

8)  ¡Ateísmo cristiano! 

9)  Permanencia de la escolástica

Monoteísmos

1)  El precio de los libros únicos

2)  Libros sobre los libros únicos.

3)  El antídoto para las imposturas monoteístas

4)  Prepucios, refinamientos y bibliotecas

Cristianismo

1)  La carne del ectoplasma 

2)  El aborto de Dios

3)  Semblanza de la época 

4)  Sobre el soldado converso

5)  El vandalismo cristiano.

6)  El caldo patrístico.

Teocracia

1) Totalitarismos, fascismos y otras brutalidades........

2) Terrores específicos

3)  Los crímenes cristianos

4)  Esvástica y crucifijo

5)  Sionismo: fachadas y bambalinas

6)  El filósofo y el ayatolá

7)  Un laicismo poscristiano

 

Más allá del principio divino

Esther Díaz

Los difíciles momentos de cambio que estamos viviendo indican que ha llegado la hora de repensar si es posible liberarnos de las moralinas que en nombre de lo divino atentan contra el deseo y la razón, tal como propone Michel Onfray en este lúcido libro. Oscuros dispositivos religiosos promueven simulacros como si fueran realidades. Los tres grandes monoteísmos vigentes atentan contra el cuerpo, el placer y la vida. Se pliegan así a un nihilismo negativo que cree en ficciones, inventa culpas y produce sometimiento. Sin embargo, se puede pensar en un crecimiento fructífero y poderoso que emanaría de un nihilismo positivo, cuya inmanencia despojaría al cielo de falsos dioses y reforzaría la voluntad de existir. Tomaríamos distancia así de las posiciones metafísicas que nos emborrachan con el fiero aliento de los fanatismos trascendentes.

La astucia del accionar teocrático no sólo reafirma el engaño conceptual de los creyentes, ha inseminado también los estamentos laicos. Es cierto que algunos monoteísmos encuentran adhesiones menos ostentosas que en otras épocas. Pero siguen convocando multitudes ante la muerte de un líder, siguen manteniendo cruzadas religiosas suicidas, siguen invocando principios divinos para expropiar, excluir, torturar, matar. Se esgrimen ideales teocráticos tanto para enjuiciar las cotidianidades humanas como para justificar las guerras soeces. Pues, según el autor, a pesar de los infantilismos conceptuales, la crueldad con los no adherentes, las contradicciones ontológicas y la moral pacata, las grandes religiones gozan de buena salud. Lejos están de debilitarse y sus súbditos de insubordinarse. Hasta los laicos —por infiltración cultural— asumen sus códigos domesticadores. Esos principios morales soterradamente propuestos por los delirios apolíneos de los monoteístas son enemigos naturales del amor pleno y de las alegrías sin sordina.

Sostiene Onfray que la influencia de la normativa cristiana circula por el entramado social. Incide en valoraciones y decisiones amordazando los sentidos, acallando los deseos, atacando la emancipación personal y promoviendo la intolerancia. Sorprendentemente el judaísmo y el islamismo sucumbieron, sin mucho esfuerzo, a la corriente moralizadora cristiana. De modo tal que los valores enarbolados por los tres monoteísmos constituyen una coacción sobre los sujetos. Y no sólo en el interior de las instituciones religiosas: esa imposición está presente también en los sistemas jurídicos, médicos, militares, pedagógicos, científicos, políticos y sociales.

La pulsión de muerte que moviliza a los artífices de la unicidad divina no se detiene en los límites de cada religión, señala el autor. Se expande por la historia e infecta la cultura. El baño metafísico en el que los poderes religiosos sumergen a sus fieles inunda a la sociedad en su conjunto. La normatividad cristiana, burda copia desangelada de ideales paganos, demostró ser tan eficaz para el dominio, que sirvió de modelo no sólo a los demás monoteísmos, alcanzó también a las instituciones laicas que —con distintos grados de discernimiento— se dedican a someter a las personas.

La crítica de Onfray llega hasta el psicoanálisis, que a pesar de ser tan crítico en sí mismo, se ha plegado —se supone que inconscientemente— a una moral religiosa fisgona de las libertades corporales. De hecho, podemos acordar que la nueva teoría sexualizó la culpa y culpabilizó clínicamente ciertas elecciones sexuales. Freud no descontextualizó el estudio de la histeria. Esta neurosis de alto contenido sexual, como todas las patologías por él estudiadas, se inscribe en un marco teórico referencial construido por Freud, aunque acorde con ciertos supuestos pequeño-burgueses que imperaban en su época. Es verdad que muchos de esos supuestos se perturbaron con sus teorías. Pero no pudo prescindir del imaginario en el que persistían. La satisfacción sexual "normal" debe provenir de la relación con un objeto de deseo (otro sujeto) heterosexual y consumarse de manera casi bíblica. En consecuencia, si la idea regulativa de satisfacción sexual es el modelo planteado, se infiere que quien no observa tal conducta y se excita sin consumación tradicional, es un histérico o un perverso. El equivalente clínico de un pecador, un impío o un inmundo para los diferentes monoteísmos.

 

En otro orden de cosas, Onfray atiende a los fundamentos de la lógica jurídica, que se derivarían de las primeras líneas del Génesis. La desobediencia de quienes quisieron saber tanto como Dios —para ser capaces de ejercer el mismo tipo de poder— desató la ira divina. El padre adorable se transmutó en juez detestable. Condenó a sus criaturas a la vergüenza, el trabajo, el dolor de parto, la impotencia, el sufrimiento, la sumisión de las mujeres y la miseria sexual. El derecho positivo, aunque se hace pasar por laico, surge de la episteme judeocristiana. Los hombres de la ley, a pesar de que frecuentemente se proclaman ateos, se pliegan a esa episteme con sus prácticas discursivas. Cuanto más incrédulos son, más se aferran con uñas y dientes instintivamente a las valoraciones morales coercitivas provenientes de los teísmos.

Ya Immanuel Kant decía que nadie puede demostrar la existencia de Dios, aunque tampoco su inexistencia. Ahora bien, Onfray apunta que si la existencia de Dios impidiera el odio, la mentira, la violación, el saqueo, la violencia, el desprecio, la corrupción, la paidofilia, el infanticidio, en fin, el resentimiento y la maldad, los altísimos jerarcas religiosos y sus ejércitos de rabinos, imanes, curas y creyentes descollarían por sus virtudes. Ello, al menos, demostraría a los ateos la excelencia moral del estatus religioso. Sus comportamientos ejemplares serían una prueba irrefutable de que algo superior conduce sus acciones. Lejos estarían de someter sexualmente a las personas, de alentar masacres suicidas o de invadir territorios ajenos. Sin embargo, en sus alforjas históricas llevan personas calcinadas en hogueras, pueblos sometidos en nombre de guerras santas y discriminaciones avaladas por supuestas verdades religiosas. La prueba de la existencia de tales verdades se reduce a la suma de errores repetidos.

Friedrich Nietzsche, recordemos, se pregunta: "¿Qué es la verdad?". Y propone: un vivaz ejército de metáforas que a fuerza de ser transmitidas, adornadas y repetidas, después de un largo uso, a un pueblo le parecen definitivas, canónicas y obligatorias. Las verdades son ilusiones con respecto a las cuales se ha olvidado que son inventos de quienes ejercen el poder. Esas metáforas han ido desgastándose paulatinamente y perdiendo fuerza sensible hasta terminar imponiéndose como designio irrefutable.

Así, Pablo de Tarso creyó —dice Michel Onfray— que una voz sobrenatural le ordenaba sembrar el odio por el mundo. Odio a los no cristianos, a las mujeres y a la carne. No se encuentra por cierto más libertad en los otros monoteísmos. El significado de "musulmán" es "sometido, subordinado a los mandatos de Dios y de Mahoma". Por su parte, los judíos sufren el imperativo de actuar siguiendo las prescripciones milimétricas de la Tora. Las religiones necesitan sujeción, incultura e ignorancia. Así se expanden, aseguran su existencia y —a veces- hacen desaparecer a quienes no adhieren a ellas.

Nuestro autor se solaza con reconstrucciones de este tipo. Su reflexión desmonta los principales mitos de las tres grandes religiones: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. El análisis devela miserias, ironías y contradicciones como quien despliega, ante asombrados ojos, una variada colección de joyas conceptuales. Se descubren intrincados dispositivos de poder que originaron y sustentan los dogmas religiosos. Onfray no desatiende tampoco la mala conciencia de los creyentes. No porque se mientan a sí mismos siendo conscientes de su impostura, sino porque sustentan una falsa representación acerca del estado de las cosas, sin ser conocedores del autoengaño. Afirman que es verdadero lo que creen y creen que es verdadero lo que afirman. La enunciación construye la verdad autenticando el extraño poder de un lenguaje que, al afirmar, convierte en real lo que enuncia. "Los declaro marido y mujer", dicho por la persona adecuada en una situación apropiada, instaura una realidad. De manera similar se instauran, desde lugares autoritarios, procedimientos intimidantes que mantienen a los fieles en el espíritu de rebaño, constituido por seres obedientes que contribuyen al reposo, el solaz y el enriquecimiento de los pastores.

 

En el presente libro se despliega una física de la metafísica y, como solución contra los devaneos místicos, se propone una ateología, concepto que, no ingenuamente (si se lo piensa desde las relaciones de poder), carece de sinónimo positivo. Esta física es abordada por Onfray mediante una deconstrucción histórica y política, que va dejando al descubierto las trampas de los monoteísmos en general y del cristianismo en particular. El autor considera que la teocracia es un dominio que va más allá de lo religioso e impregna con su pulsión de muerte a la sociedad civil. Su TRATADO DE ATEOLOGÍA culmina con una bibliografía no tradicional en la que los textos se citan en medio de amenos e ilustrativos relatos. De este modo, la reflexión traspasa los límites de las cuatro partes en las que se divide la obra.

En el transcurso de la lectura se descubren valores que atraviesan a todas las religiones monoteístas, sin negar por ello sus obvias diferencias. Las tres manejan el arte de engañar a sus fieles, cercenar sus libertades, domesticarlos y someterlos inculcando la intransigencia con el pensamiento diferente. El cristianismo, el judaísmo y el islamismo, como si se hubieran puesto de acuerdo, desestiman la condición femenina, desprecian el cuerpo y descalifican los goces mundanos. Dios ama las vidas mutiladas, aunque promete edenes posmortales y defiende una moral al servicio del dominio. Impone a sus prosélitos sacrificios que les ahorra a sus dirigentes y enseña verdades que únicamente las jerarquías religiosas pueden extraer de los textos sagrados. Curiosamente, las tres grandes religiones enarbolan un libro único. Resulta paradójico que aunque no son el mismo texto para cada una de ellas, los tres registran gran similitud en sus mitos, irracionalidades, humillaciones para sus acólitos y anatemas contra los infieles.

Sin embargo, si el poder únicamente reprimiera, no podría mantenerse. Seduce con embelecos de ambos mundos. Hubo judíos que resistieron de manera militante la invasión romana. Los cristianos de la época de Constantino vieron crecer desmesuradamente su poderío político. Nuestros contemporáneos islámicos se inmolan para destruir a sus enemigos mundanos convencidos de estar adquiriendo un pasaje al paraíso. Incluso, el estallido musulmán en Irán en el siglo XX confundió —incomprensiblemente— al propio Michel Foucault.

El filósofo creyó que el ayatolá Jomeini representaba una insurrección positiva contra los sistemas de dominio occidental. Juzgó sus primeras acciones públicas como una forma moderna y original de rebelión. Es increíble que un pensador que denunciaba exclusiones de todo tipo se haya subyugado con un represor cuyo accionar —aunque más no fuera por la ideología que sustentaba— inevitablemente activaría todo lo que el pensador francés había combatido: discriminación sexual, sometimiento de las minorías, encarcelamiento de marginales, eliminación de diferentes, interrogatorios violentos, sistema carcelario, asesinato de disidentes, disciplinamiento de cuerpos y sociedad punitiva. De todos modos, se impone una aclaración: a los pocos meses de su encandilamiento con el movimiento fundamentalista, Foucault realizó una dura autocrítica acerca de su injustificable error de apreciación política.

El desfile de horrores se agudiza cuando Onfray denuncia las connivencias entre el Vaticano y Hitler, o la sangrienta toma de territorios por parte de los judíos, o las embestidas sanguinarias de los islámicos, entre otras incongruencias de quienes, por profesar creencias eternales, esperaríamos caridad, tolerancia y solidaridad. Y aunque no está explícito, de lo dicho se desprende que atropellos como los del actual imperio y sus aliados también están impulsados por intereses de raigambre teocrática en beneficio, en este caso, de los cruzados posmodernos.

Pero tanta denuncia exige salidas posibles. La propuesta ofrecida por Onfray es tan apasionada como el estilo que atraviesa de punta a punta su investigación. Se trataría de comenzar a descristianizar nuestra episteme sin ligerezas ni frivolidades, de trabajar sobre las representaciones sociales y educar las conciencias en vistas a una razón ampliada que superara las ignominias de la propuesta teológica. Esto se lograría, según el autor, con la promoción de un laicismo poscritiano, capaz de superar al actual ateísmo demasiado impregnado todavía de lo mismo que pretende combatir. Quienes tomen la posta del nuevo ateísmo deben saber que toda promoción metafísica o religiosa tiene la posibilidad de invadir nuestras instituciones y nuestras subjetividades. En función de ello, se debe estar conceptualmente en estado de alerta. Se trataría de una especie de vigilancia epistemológica del ateísmo, de una tarea militante y opuesta a cualquier elección entre cristianismo, judaísmo o islamismo.

Un principio divino es sólo un conjunto de palabras. No hay entidad que lo sostenga. Más allá no hay nada. Pero en este mundo, en la contundente realidad de la inmanencia, existen pensamientos alternativos a la filosofía teocrática hegemónica. Existen sujetos alegres que aman la vida. Hay materialistas, cínicos, hedonistas, sensualistas, dionisíacos. Ellos -señala Michel Onfray— saben que sólo tenemos un mundo y que al negarlo nos arrojamos a la pérdida de su uso, disfrute y beneficio.

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A Raoul Vaneigem

El concepto de "Dios" fue inventado como antítesis de la vida: concentra en sí, en espantosa unidad, todo lo nocivo, venenoso y difamador, todo el odio contra la vida. El concepto de "más allá ", de "mundo verdadero", fue inventado con el fin de desvalorizar el único mundo que existe, para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ningún quehacer. El concepto de "alma", de "espíritu", y, en fin, incluso de "alma inmortal", fue inventado para despreciar el cuerpo, enfermarlo volverlo "santo"—, para contraponer una espantosa despreocupación a todo lo que merece seriedad en la vida, a las cuestiones de la alimentación, vivienda, régimen intelectual, asistencia a los enfermos, limpieza, clima. En lugar de la salud, la "salvación del alma", es decir, una folie circulaire [locura circular] que abarca desde las convulsiones de penitencia hasta las histerias de redención. El concepto de "pecado" fue inventado al mismo tiempo que su correspondiente instrumento de tortura, el concepto de "libre albedrío", para obnubilar los instintos, con el propósito de convertir en una segunda naturaleza la desconfianza con respecto a ellos.

Nietzsche, Ecce homo, "Por qué soy un destino", § 8

 

Prefacio

I

La memoria del desierto. Después de recorrer varias horas el desierto mauritano, la visión de un viejo pastor con dos dromedarios, la joven esposa y la suegra, la hija acompañada de sus dos hijos montados en burros, cargando en conjunto todo lo que forma parte de lo esencial de la supervivencia, es decir, de la vida, me da la impresión de estar frente a un coetáneo de Mahoma. Cielo blanco y ardiente, árboles calcinados y escasos, matas de espinas arrastradas por los vientos de arena a través de las extensiones infinitas de arena anaranjada, el espectáculo me transporta al paisaje geográfico —es decir, mental— del Corán, a los tiempos intempestivos de las caravanas de camellos, de los campamentos de los nómadas, de las tribus del desierto y de los avatares de su vida.

Pienso en las tierras de Israel y de la Judea samaría, de Jerusalén y Belén, en el lago de Tiberíades, esos lugares donde el sol quema las cabezas, reseca los cuerpos, deja sedientas las almas y provoca deseos de oasis, ansias de paraísos donde el agua corre fresca, límpida, abundante, y el aire es dulce, perfumado y grato, en los que abunda el alimento y la bebida. Los mundos subyacentes me parecen de pronto mundos contrarios, concebidos por hombres fatigados, exhaustos, consumidos por el trajín continuo a través de las dunas y las huellas de grava calcinada al rojo vivo. El monoteísmo surge de la arena.

En la noche de Ouadane, al este de Chinguetti, adonde he venido a consultar las bibliotecas islámicas ocultas bajo la arena de las dunas que con paciencia y sin tregua devoran pueblos enteros, Abdurahmán —nuestro chofer— extiende afuera su alfombra, en el suelo del patio de la casa que nos aloja. Me encuentro en una pequeña habitación, sobre un colchón improvisado. La noche gris azulado reluce en su piel negra, la luna llena suaviza los colores y su cuerpo adquiere un tono violeta. Con lentitud, como inspirado en los vaivenes del mundo, animado por los ritmos ancestrales del planeta, se agacha, se arrodilla, apoya la cabeza en el suelo, y reza. La luz de las estrellas extinguidas nos alumbra en el calor nocturno del desierto. Me parece que estoy en presencia de una escena primitiva, que soy espectador de una manifestación tal vez idéntica al primer arrebato místico del hombre. Al día siguiente, durante el trayecto, le pregunto a Abdurahmán sobre el Islam. Le asombra que un blanco occidental se muestre interesado por el Islam y rechaza que se le haga cualquier referencia al texto. Acabo de leer el Corán, pluma en mano, y recuerdo algunos versículos, palabra por palabra. Su fe no tolera que se recurra a su libro sagrado para cuestionar los fundamentos de ciertas tesis islámicas. Para él, el Islam es bueno, tolerante, generoso y pacifista. ¿La guerra santa? ¿La jihad decretada contra los infieles? ¿Las fatwas lanzadas contra un escritor? ¿El terrorismo hipermoderno? Actos llevados a cabo por locos, pero, sin duda, no por musulmanes...

No le agrada que una persona no musulmana lea el Corán y se remita a tal o cual sura para decirle que tiene razón si elige los versículos que lo confirman, pero que hay muchos otros textos en ese mismo libro que le dan la razón al combatiente armado que ciñe la cinta verde de los sacrificados a la causa, al terrorista de la Hezbollah, cargado de explosivos, al ayatolá Jomeini, que condena a muerte a Salman Rushdie, a los kamikazes, que lanzan aviones civiles contra las torres de Manhattan, a los émulos de Ben Laden, que decapitan a los rehenes civiles. Rozo la blasfemia... Vuelta al silencio en los paisajes devastados por el calor del sol.

2

El chacal ontológico. Después de varias horas de silencio en el mismo paisaje de desierto inmutable, vuelvo al Corán, en este caso, al Paraíso. ¿Creerá Abdurahmán en esta geografía fantástica por completo, o la tomará como un símbolo? ¿Los ríos de leche y vino, las huríes de grandes ojos, los lechos de seda y brocado, las músicas celestes, los magníficos jardines? Sí, afirma: "Es así...". ¿Y el infierno, entonces? "También como dicen." Él, que vive tan cerca de la santidad, solícito y delicado, generoso, atento al prójimo, apacible y tranquilo, en paz consigo mismo, y por lo tanto con los demás y el mundo... ¿verá algún día esas delicias? "Así lo espero." Se lo deseo con toda sinceridad, mientras mantengo en mi fuero interno la certidumbre de que se engaña, que le mienten y que, por desgracia, no llegará nunca a conocer nada de eso...

Luego de unos instantes de silencio, me explica que, no obstante, antes de entrar en el Paraíso tendrá que rendir cuentas de su vida como hombre de fe, y que es probable que no le alcance toda su existencia para expiar una culpa que bien podría costarle la paz y la eternidad... ¿Un delito? ¿Un asesinato? ¿Un pecado mortal, como dicen los cristianos? Sí, de algún modo: un chacal que un día aplastó con las ruedas de su vehículo... Abdú iba muy rápido, no respetaba los límites de velocidad en las carreteras del desierto —donde se puede distinguir el resplandor de un faro a kilómetros de distancia—, y no lo vio venir. El animal salió de entre las sombras y dos segundos después agonizaba bajo el chasis del auto.

Respetuoso de la ley del código de la circulación, no debería haber cometido tal sacrilegio: matar a un animal sin tener necesidad de alimentarse de él. Además de que el Corán no estipula tal cosa, me parece..., no podemos sentirnos responsables de todo lo que nos ocurre. Abdurahmán piensa que sí: Alá se manifiesta en las minucias, y esta anécdota demuestra la obligación de someterse a la ley, a las reglas y al orden, porque cualquier transgresión, aunque sea mínima, nos acerca al infierno; incluso nos lleva directamente a él...

Durante mucho tiempo, el chacal lo atormentó por las noches. Le impidió dormir en más de una ocasión, y lo vio a menudo en sueños, prohibiéndole la entrada al Paraíso. Al hablar de ello, lo invadía la emoción. Su padre, un viejo sabio nonagenario, ex combatiente de la guerra del 14, se lo ratificó: era evidente que le había faltado el respeto a la ley, y debía por lo tanto dar una explicación el día de su muerte. Mientras tanto, hasta en lo más ínfimo de su vida, Abdurahmán tenía que tratar de expiar lo hecho. El chacal lo esperaría en las puertas del Paraíso. Personalmente, hubiera dado cualquier cosa por lograr que la bestia se fuese y liberara el alma de un hombre tan íntegro.

Puede parecer muy extraño que ese creyente bienaventurado comparta la misma religión que los pilotos del 11 de septiembre. Uno carga con el peso de un chacal enviado, por desgracia, al Cinosargo; los otros se alegran de haber aniquilado a un gran número de inocentes. El primero cree que le será difícil entrar en el Paraíso por haber convertido en carroña a un carroñero; los otros imaginan que merecen la beatitud por reducir a polvo la vida de miles de individuos, incluso musulmanes... No obstante, el mismo libro justifica a ambos, que se ubican en polos opuestos de la humanidad: el primero tiende hacia la santidad, y los otros llevan a cabo la barbarie.

 

3

Tarjetas postales místicas. He visto a Dios a menudo en mi vida. Allá, en ese desierto mauritano, bajo la luna que pintaba la noche con tonos violetas y azules; en las mezquitas frescas de Bengasi o de Trípoli, en Libia; durante mi peripló hacia Cirene, la patria de Aristipo; no lejos de Port Louis, en Mauricio, en un santuario consagrado a Gamesh, el dios adornado con una trompa de elefante; en la sinagoga del barrio del gueto, en Venecia, con una kipá en la cabeza; en el coro de las iglesias ortodoxas en Moscú, un ataúd abierto en la entrada del monasterio de Novodevichye, mientras que en el interior rezaban la familia, los amigos y los popes con sus magníficas voces, cubiertos de oro y rodeados de incienso; en Sevilla, delante de la Macarena, en presencia de mujeres bañadas en lágrimas y hombres de rostros estáticos; o en Napóles, en la iglesia de San Javier —el patrono del pueblo construido al pie del volcán—, cuya sangre se licúa, según dicen, en determinadas fechas; en Palermo, en el convento de los capuchinos, al pasar ante los ocho mil esqueletos de cristianos vestidos con sus ropajes más suntuosos; en Tbilisi, en Georgia, donde invitan al forastero a compartir la carne de cordero sangrienta, cocida bajo árboles donde los fieles cuelgan pequeños pañuelos a modo de ofrenda; en la plaza de San Pedro, un día en que, sin fijarme en la fecha, fui a visitar de nuevo la Capilla Sixtina: era el domingo de Pascuas y Juan Pablo II pronunciaba sus glosolalias al micrófono, mientras exhibía su mitra desplomada en una pantalla gigante.

También he visto a Dios en otros lugares y de otros modos: en las aguas heladas del Ártico, durante el ascenso de un salmón pescado por un chamán, atrapado por la red y, según el rito, devuelto al cosmos del que provenía; en una trascocina de La Habana, entre un cobayo crucificado y envuelto en humo, hachas de piedra pulida y conchillas, con un sacerdote de santería; en Haití, en un templo vudú perdido en el campo, en medio de depósitos manchados de líquidos rojos, entre aromas acres de hierbas y pociones, rodeado de dibujos diseñados en el templo en nombre de los loa; en Azerbaiyán, cerca de Bakú, en Surakhany, en un templo zoroastra de adoradores del fuego; incluso en Kyoto, en los jardines zen, con excelentes ejercicios para la teología negativa.

También he visto dioses muertos, dioses fósiles, dioses atemporales: en Lascaux, asombrado ante las pinturas de la gruta, ese ombligo del mundo donde el alma tiembla bajo las capas inmensas del tiempo; en Luxor, dentro de las cámaras reales, situadas a decenas de metros bajo tierra, hombres con cabeza de perro, escarabajos y gatos enigmáticos en perpetua vigilia; en Roma, en el templo de Mitra tauróctono, una secta que habría transformado el mundo si hubiese contado con su propio Constantino; en Atenas, al subir las gradas de la Acrópolis y al dirigirme hacia el Partenón, con el espíritu rebosante del lugar donde, más abajo, Sócrates encontró a Platón.

En ninguna parte he despreciado a quienes creían en los espíritus, el alma inmortal, el soplo de los dioses, la presencia de los ángeles, los efectos de la oración, la eficacia del ritual, la legitimidad de los hechizos, los contactos con los loa, los milagros de la hemoglobina, las lágrimas de la Virgen, la resurrección de un hombre crucificado, las virtudes de los cauríes, los poderes chamanísticos, el valor de los sacrificios de animales, el efecto trascendente del nitro egipcio, las ruedas de oración. En el chacal ontológico. En ninguna parte. Pero en todos lados he podido comprobar cómo fantasean los hombres para no enfrentarse con lo real. La creación de mundos subyacentes no sería tan grave si no se pagara un precio tan alto: el olvido de lo real, y, por lo tanto, la negligencia dolosa del único mundo que existe. Cuando la creencia se desprende de la inmanencia, de sí misma, el ateísmo se reconcilia con la tierra, el otro nombre de la vida.

 

Introducción

1

En compañía de Madame Bovary. Para muchos, la vida sin el bovarismo sería horrible. Al tomarse por lo que no son, al imaginarse en una configuración diferente de la real, los hombres evitan lo trágico, es cierto, pero pasan inadvertidos ante sí mismos. No desprecio a los creyentes, no me parecen ni ridículos ni dignos de lástima, pero me parece desolador que prefieran las ficciones tranquilizadoras de los niños a las crueles certidumbres de los adultos. Prefieren la fe que calma a la razón que intranquiliza, aun al precio de un perpetuo infantilismo mental. Son malabares metafísicos a un costo monstruoso.

Así pues, cuando me enfrento con la prueba de una alienación, experimento lo que surge de lo más profundo de mí mismo: compasión hacia los engañados, además de cólera violenta contra los que les mienten siempre. No siento odio por los que se arrodillan sino la certeza de nunca transigir con los que invitan a esa posición humillante y los mantienen en ella. ¿Quién podría despreciar a las víctimas? ¿Y cómo no combatir a sus verdugos?

La miseria espiritual produce la renuncia de sí mismo: crea las miserias sexuales, mentales, políticas, intelectuales, entre otras. Es extraño cómo el espectáculo de la alienación del vecino hace sonreír a quien no toma en cuenta la suya. El cristiano que no come carne el viernes se ríe del musulmán que rechaza la carne de cerdo, que se burla del judío que rechaza los crustáceos... El lubavich que se mece ante el Muro de los Lamentos mira con asombro al cristiano arrodillado en un reclinatorio, mientras que el musulmán orienta su alfombra de rezos hacia La Meca. Sin embargo, ninguno piensa que la paja en el ojo ajeno equivale a la viga en el propio. Ni que el espíritu crítico, tan pertinente y siempre bienvenido cuando se trata del prójimo, merecería aplicarse a su propio gobierno.

La credulidad de los hombres sobrepasa lo imaginable. Su deseo de no ver la realidad, sus ansias de un espectáculo alegre, aun cuando provenga de la ficción más absoluta, y su voluntad de ceguera no tienen límites. Son preferibles las fábulas, las ficciones, los mitos, los cuentos para niños, a enfrentar el develamiento de la crueldad de lo real que obliga a soportar la evidencia de la tragedia del mundo. Para conjurar la muerte, el homo sapiens la deja de lado. A fin de evitar resolver el problema, lo suprime. Tener que morir sólo concierne a los mortales: el creyente, ingenuo y necio, sabe que es inmortal, que sobrevivirá a la hecatombe universal...

 

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Los aprovechadores emboscados. No tengo nada contra los hombres que apelan a recursos metafísicos para sobrevivir; en cambio, los que organizan su tráfico —y que además lo hacen con esmero— se sitúan, según mi parecer, en forma radical y definitiva del otro lado de la barricada existencial, lo opuesto al ideal ascético. El comercio de los mundos subyacentes da seguridad a quien lo promociona, pues encuentra, por sí mismo, elementos para reforzar su necesidad de socorro mental. Así como a menudo el psicoanalista cura al prójimo para no tener que interrogarse demasiado acerca de sus propias fragilidades, el vicario de los dioses monoteístas impone su propio mundo para reforzar su conversión día a día. Procedimiento de autosugestión...

Ocultar la propia miseria espiritual exacerbando la del prójimo, evitar el espectáculo de la propia, dramatizando la del mundo —Bossuet, predicador emblemático—, son otros tantos subterfugios que hay que denunciar. El creyente, vaya y pase; el que se erige en su pastor, ya es demasiado. Mientras la religión sea un asunto privado, se trata, después de todo, sólo de neurosis, psicosis u otros asuntos personales. Se tienen las perversiones que se tienen, en tanto no pongan en peligro la vida de los demás...

Mi ateísmo se enciende cuando la creencia privada se convierte en un asunto público y cuando, en nombre de una patología mental personal, se organiza el mundo también para el prójimo. Porque de la angustia personal al manejo del cuerpo y alma del otro, hay un mundo en el que bullen, emboscados, los aprovechadores de esa miseria espiritual y mental. El hecho de desviar la pulsión de muerte que los martiriza hacia la totalidad del mundo no salva al atormentado ni modifica su miseria, sino que contamina el universo. Al querer evitar la negatividad, éste la esparce a su alrededor, y además produce una epidemia mental.

Moisés, Pablo de Tarso, Constantino, Mahoma, en nombre de Yahvé, Dios, Jesús y Alá, sus ficciones útiles, se apresuran a manejar las fuerzas tenebrosas que los invaden, inquietan y atormentan. Al proyectar sus perfidias sobre el mundo, lo oscurecen aun más y no se libran de ningún dolor. El imperio patológico de la pulsión de muerte no se cura con un esparcimiento caótico y mágico, sino con el trabajo filosófico sobre sí mismo. La introspección bien llevada logra alejar los sueños y delirios que nutren a los dioses. El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada.

 

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Aumentar las Luces. El trabajo sobre sí mismo presupone la filosofía; no la fe, la creencia ni las fábulas, sino la razón y la reflexión llevada a cabo de modo correcto. El oscurantismo, ese humus de las religiones, se combate con la tradición racionalista occidental. El buen uso del entendimiento, la conducción del espíritu según el orden racional, el empleo de una verdadera voluntad crítica, la movilización general de la inteligencia y el deseo de evolucionar con fundamento son otras tantas maneras de alejar a los fantasmas. De ahí, pues, surge el retorno al espíritu de las Luces que dio su nombre al siglo XVIII.

Sin duda alguna, habría mucho que decir sobre la historiografía de aquel Gran Siglo. Con la Revolución Francesa en la mira, los historiadores del siglo posterior escribieron luego una historia singular. En retrospectiva, se privilegia lo que pareciera causar de modo directo el suceso histórico reciente o lo que contribuye en forma enérgica a ello: los desmontajes irónicos de Voltaire, Montesquieu y sus tres poderes, el Rousseau del Contrato social, Kant y su culto a la razón, D'Alembert, artífice de la Enciclopedia, etc. De hecho, preferimos Luces no más deslumbrantes que eso, las Luces presentables y políticamente correctas.

Por mi parte, soy partidario de Luces más intensas, francas y, abiertamente, más audaces. Porque, bajo la aparente diversidad, todo ese bello mundo comulga con el deísmo. Y todos luchan con ferocidad contra el ateísmo, a lo cual se suma el más soberano desprecio de esos selectos pensadores hacia el materialismo y la sensualidad, opciones filosóficas constitutivas del ala izquierda de las Luces y de un polo del radicalismo olvidado, pero que puede recuperarse en la actualidad. Con este polo estoy de acuerdo.

Kant se destaca por sus audaces deducciones. En cientos de páginas, La crítica de la razón pura propone modos para hacer estallar la metafísica occidental, pero el filósofo renuncia a ello. La distinción entre la fe y la razón, noúmenos y fenómenos, establece dos mundos separados; ya es un progreso... Un esfuerzo adicional hubiese permitido que uno de esos dos mundos, la razón, reivindicara sus derechos sobre el otro, la fe. Y que el análisis no fuese tan condescendiente con la cuestión de la creencia. Porque, al establecer la separación de los dos mundos, la razón renuncia a sus poderes y protege la fe: la religión está a salvo. Entonces Kant puede postular (!) (¿qué necesidad de tantas páginas para verse reducido a postular...?) a Dios, la inmortalidad del alma, la existencia del libre albedrío: los tres pilares de las religiones.

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De nuevo, ¿qué son las Luces? Mencionemos el opúsculo de Kant, ¿Qué es la Ilustración? ¿Podemos leerlo después de dos siglos? Sí. Podemos y vale la pena retomar el proyecto, vigente hasta hoy: liberar a los hombres de la minoridad; por lo tanto, desear los medios para alcanzar la mayoría de edad; remitir a cada uno a su responsabilidad con respecto al estado de minoridad: tener el coraje de valerse del entendimiento; otorgarse a sí mismo y a los otros los medios para acceder al dominio de sí; hacer uso público y comunitario de la razón en todos los campos sin excepciones; no aceptar como verdad revelada lo que proviene del poder público. Un magnífico proyecto...

¿Por qué es necesario que Kant sea tan poco kantiano? ¿Cómo permitir, pues, el acceso a la edad adulta prohibiendo el uso de la razón en la esfera religiosa, que se complace tanto en relacionarse con disminuidos mentales? Es dable pensar, por cierto, que hay que tener la osadía de cuestionar, incluso al perceptor o al sacerdote, escribe Kant. Por lo tanto, ¿por qué detenerse en tan buen camino? Sigamos por allí: postulemos, más bien, la inexistencia de Dios, la mortalidad del alma y la inexistencia del libre albedrío.

Un esfuerzo más, pues, para aumentar la claridad de las Luces. Un poco más de Luz, más y mejores Luces. Contra Kant, seamos kantianos, aceptemos el desafío de la audacia al que nos reta sin atreverse a hacerlo él mismo. Madame Kant, la madre, devota, austera y rigurosa, probablemente guió un poco la mano del hijo cuando éste concluyó su Crítica de la razón pura y desactivó el potencial de ese extraordinario explosivo.

 

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La inmensa claridad ateológica. Sabemos cuáles son las Luces que siguieron a Kant: Feuerbach, Nietzsche, Marx y Freud, entre otros. La era de la sospecha permite al siglo XX una separación real de la razón y la fe, luego, un retorno de las armas racionales contra las ficciones de la creencia. Por último, el desprendimiento del terreno y la liberación de un campo nuevo. En esa zona metafísica virgen, puede aparecer una disciplina inédita. Nombrémosla: la ateología.

El término no es un neologismo que yo haya inventado: se encuentra en Georges Bataille, que expresa, en 1950, en una carta a Raymond Queneau, con fecha 29 de marzo, el deseo de reunir sus libros publicados en Gallimard en tres volúmenes bajo el título de La suma ateológica. En 1954, Bataille propuso otro plan: algunos textos anunciados cuatro años antes aún no habían sido escritos, otros no estaban terminados, la economía interior de la obra bullía sin cesar. Se anunció la aparición de un cuarto tomo: La pura felicidad, luego, de un quinto: El sistema inacabado del no saber. Ninguno saldría a la luz. La obra existe en la actualidad, pero como un conjunto de parerga y paralipomena.

El estado incompleto de ese corpus importante, la cantidad de planes y proyectos, las dudas evidentes en la correspondencia sobre la estructura de la obra, la confesión de Bataille de su loco deseo de no ser un filósofo, la renuncia al proyecto de juventud que orientaba entonces sus lecturas, sus pensamientos y escritos —fundar una religión—, todo ello da muestras de una obra dejada en buen estado, en forma definitiva. Queda la ateología, concepto olvidado y sublime.

Deleuze y Foucault entienden los conceptos como instrumentos de una caja de herramientas a disposición de cualquiera que desee llevar a cabo un trabajo filosófico. No estoy a favor de la acepción que Bataille da al término —ya que la palabra exigiría una arqueología minuciosa que probablemente sólo llevaría a resultados insatisfactorios—, sino a favor de lo que podemos hacer con éste hoy en día: las vías paralelas a la teología, el camino que se remonta a los orígenes de Dios para analizar los mecanismos más de cerca con el fin de descubrir el otro lado de la escenografía de un teatro universal saturado de monoteísmo. La posibilidad de un desmontaje filosófico.

Más allá de ese Tratado de ateología preliminar, la disciplina implica la utilización de múltiples campos: psicología y psicoanálisis (examinar los mecanismos de la función fabuladora), metafísica (trazar las genealogías de la trascendencia), arqueología (hacer hablar a los suelos y subsuelos de las geografías de las así llamadas religiones), paleografía (establecer el texto de los documentos), por supuesto, historia (conocer las epistemes, sus estratos y sus movimientos en las zonas de nacimiento de las religiones), comparatismo (comprobar la permanencia de esquemas mentales activos en diferentes tiempos y lugares); mitología (investigar los detalles de la racionalidad poética), hermenéutica, lingüística, lenguas (analizar el idioma local), estética (seguir la propagación icónica de las creencias). Luego, la filosofía, por cierto, puesto que ésta parece ser la más indicada para presidir el orden de todas esas disciplinas. ¿El desafío? Una física de la metafísica: por lo tanto, una verdadera teoría de la inmanencia, una ontología materialista.

 

Primera parte

Ateología

 

I La odisea de los incrédulos

 

1

Dios aún vive. ¿Dios ha muerto? Está por verse... Tan buena noticia habría producido efectos solares de los que esperamos siempre, aunque, en vano, la menor prueba. En lugar de que dicha desaparición haya dejado al descubierto un campo fecundo, más bien percibimos el nihilismo, el culto a la fútil pasión por la nada, el gusto mórbido por lo sombrío propio del fin de las civilizaciones, la fascinación por los abismos y los agujeros sin fondo donde perdemos el alma, el cuerpo, la identidad, el ser y el interés por todo. Cuadro siniestro, apocalipsis deprimente...

La muerte de Dios fue un dispositivo ontológico, la falsa grandilocuencia propia del siglo XX, que veía la muerte por todas partes: muerte del arte, muerte de la filosofía, muerte de la metafísica, muerte de la novela, muerte de la tonalidad, muerte de la política... ¡Decretemos hoy la muerte de esas muertes ficticias! Esas falsas noticias servían en otras épocas para montar la escenografía de las paradojas antes del cambio de chaqueta metafísica. La muerte de la filosofía autorizaba libros de filosofía; la muerte de la novela generaba novelas; la muerte del arte, obras de arte, etc. La muerte de Dios produjo lo sagrado, lo divino, lo religioso, a cual mejor. Hoy en día, nadamos en esa agua lustral.

Sin duda, la proclama de la muerte de Dios fue tan estrepitosa como falsa... Con trompetas, anuncios teatrales y redoble de tambores, nos alegramos demasiado pronto. La época se hunde bajo un cúmulo de información tomado como la palabra válida de los nuevos oráculos, y triunfa la abundancia en perjuicio de la calidad y la veracidad; nunca tantas informaciones falsas fueron celebradas como otras tantas verdades reveladas. Para poder comprobar la muerte de Dios, serían necesarios indicios, certidumbres, y pruebas. Pues bien, todo ello falta...

¿Quién vio el cadáver? Además de Nietzsche, y aun así... A la manera del cuerpo del delito en Ionesco, habríamos padecido su presencia, y su ley nos habría invadido, contagiado e infestado, se habría descompuesto poco a poco, días tras día, y no habríamos dejado de asistir a una verdadera descomposición real, también en el sentido filosófico de la palabra. En lugar de eso, el Dios invisible mientras vivía, seguía siendo invisible después de muerto. Consecuencias del anuncio... Todavía esperamos las pruebas. ¿Pero quién nos las podrá dar? ¿Quién será el nuevo insensato para tarea tan imposible?

Porque Dios no está muerto ni agonizante, al contrario de lo que pensaban Nietzsche y Heine. Ni muerto ni agonizante, porque no es mortal. Las ficciones no mueren, las ilusiones tampoco; un cuento para niños no se puede refutar. Ni el hipogrifo ni el centauro están sometidos a la ley de los mamíferos. Un pavo real, un caballo, sí; un animal del bestiario mitológico, no. Ahora bien, Dios proviene del bestiario mitológico como miles de otras criaturas que aparecen en los diccionarios en innumerables entradas, entre Deméter y Discordia. El suspiro de la criatura oprimida durará tanto como la criatura oprimida, tanto como decir siempre...

Por otra parte, ¿dónde moriría? ¿En La gaya ciencia! ¿Asesinado en Sils-Maria por un filósofo inspirado, trágico y sublime, atormentado, despavorido, en la segunda mitad del siglo XIX? ¿Con qué arma? ¿Un libro, varios libros, una obra?

¿Imprecaciones, análisis, demostraciones y refutaciones? ¿Por medio de ataques ideológicos bruscos y violentos? El arma blanca de los escritores... El asesino, ¿solo? ¿Emboscado? ¿En banda, con el abate Meslier y Sade como abuelos tutelares? Si Dios existiera, ¿no sería su asesino un Dios superior? y ese falso crimen, ¿no ocultaría deseos edípicos, ganas imposibles, irreprimibles aspiraciones vanas por llevar a cabo una tarea necesaria para generar libertad, identidad y sentido?

No se mata un soplo, un viento, un olor, no se matan los sueños ni las aspiraciones. Dios, forjado por los mortales a su imagen hipostasiada, sólo existe para facilitar la vida cotidiana a pesar del camino que cada cual ha de recorrer hacia la nada. Puesto que los hombres han de morir, parte de ellos no podrá soportar esa idea e inventará todo tipo de subterfugios. No se puede asesinar un subterfugio, no es posible matarlo. Más bien, será él quien nos mate; pues Dios elimina todo lo que se le resiste. En primer lugar, la Razón, la Inteligencia, el Espíritu Crítico. El resto sigue por reacción en cadena...

El último de los dioses desaparecerá con el último de los hombres. Y con él, el miedo, el temor, la angustia, esas máquinas de crear divinidades. El terror ante la nada, la incapacidad para integrar la muerte como un proceso natural e inevitable con el que hay que transigir, ante el cual sólo la inteligencia puede producir efectos y, del mismo modo, la negación, la ausencia de sentido fuera del que otorgamos, el absurdo a priori, éstos son los conjuntos genealógicos de lo divino. Dios muerto supondría la nada domesticada. Estamos a años luz de un progreso ontológico como ése.

 

2

El nombre de los incrédulos. Así pues, Dios durará tanto como las razones que lo hacen existir; sus negadores también. Todas las genealogías parecen ficticias; no hay fecha de nacimiento de Dios. Tampoco del ateísmo práctico —el discurso es otra cosa—. Hagamos conjeturas: el primer hombre —otra ficción...— que afirma a Dios debe, al mismo tiempo o en forma sucesiva y alternativa, no creer en él. Dudar coexiste con creer. El sentimiento religioso habita probablemente en el mismo individuo atormentado por la incertidumbre u obsesionado por el rechazo. Afirmar y negar, saber e ignorar: un tiempo para la reverencia, otro para rebelarse, en función de las ocasiones en que se crea una divinidad o se la quema...

Dios parece, pues, inmortal. Aquí ganan sus adulones. Pero no por las razones que ellos imaginan, porque la neurosis que forja dioses surge del movimiento habitual de los psiquismos e inconscientes. La generación de lo divino coexiste con el sentimiento de angustia ante el vacío de una vida que termina. Dios nace de la inflexibilidad, la rigidez y la inmovilidad cadavérica de los miembros de la tribu. Ante el espectáculo del cadáver, los sueños y los humos con los que se alimentan los dioses adquieren cada vez más consistencia. Cuando se derrumba un alma ante el cuerpo inerte de un ser amado, la negación toma el relevo y transforma ese fin en principio y aquel desenlace en el comienzo de una aventura. Dios, el cielo y los espíritus llevan la voz cantante para evitar el dolor y la violencia de lo peor.

¿Y el ateo? La negación de Dios y de los mundos subyacentes surgió probablemente del alma del primer hombre creyente. Revuelta, rebelión, rechazo de la evidencia, resistencia ante los decretos del destino y la necesidad, la genealogía del ateísmo parece tan simple como la de la creencia. Satanás,

Lucifer, el portador de la luz —el filósofo emblemático de las Luces...—, el que se niega y no quiere someterse a la ley de Dios, evoluciona como contemporáneo de ese período de partos. El Diablo y Dios funcionan como el anverso y reverso de la medalla, como teísmo y ateísmo.

Sin embargo, la palabra no es antigua históricamente y su acepción precisa —postura del que niega la existencia de Dios, excepto como ficción fabricada por los hombres para intentar sobrevivir a pesar de lo ineluctable de la muerte— es tardía en Occidente. Por cierto, el ateo aparece en la Biblia —Salmos (X:4 y XIV: 1) y Jeremías (V:12)—, pero en la Antigüedad se refería a veces, incluso a menudo, no al que no creía en Dios, sino al que se negaba a aceptar los dioses dominantes del momento, a sus formas decretadas por la sociedad. Durante mucho tiempo, el ateo caracterizaba a la persona que creía en un dios vecino, extranjero y heterodoxo. No era el individuo que desocupaba el cielo, sino el que lo poblaba con sus propias criaturas...

Desde lo político, el ateísmo servía para apartar, señalar u hostigar al individuo que creía en un dios que no era aquel del que se valía la autoridad del momento y del lugar con el fin de afianzar su poder. Pues el Dios invisible, inaccesible, por lo tanto silencioso acerca de lo que se le puede hacer decir o adjudicarle, no se rebela cuando algunos se pretenden elegidos por él a fin de hablar, decretar y actuar en su nombre para bien o para mal. El silencio de Dios permite el palabrerío de sus ministros, que usan y abusan del epíteto: aquel que no crea en su Dios, por lo tanto en ellos, se convierte en ateo de inmediato. De ahí surge el peor de los hombres: el inmoral, el detestable, el inmundo, la encarnación del mal. Hay que encarcelarlo en el acto, torturarlo o matarlo.

Difícil, por lo tanto, reconocerse como ateo... Nos llaman así, y siempre ante la perspectiva insultante de una autoridad dispuesta a condenar. La construcción de la palabra lo precisa, por lo demás: a-teo. Como prefijo privativo, la palabra supone una negación, una falta, un agujero y una forma de oposición. No existe ningún término para calificar de modo positivo al que no rinde pleitesía a las quimeras fuera de esta construcción lingüística que exacerba la amputación: a-teo, pues, pero también, in-fiel, a-gnóstico, des-creído, i-religioso, in-crédulo, a-religioso, im-pío (¡el a-dios está ausente!) y todas las palabras que derivan de éstas: i-religión, in-credulidad, impiedad, etc. No hay ninguna para significar el aspecto solar, afirmativo, positivo, libre y fuerte del individuo ubicado más allá del pensamiento mágico y de las fábulas.

El ateísmo proviene de una creación verbal de deícolas. La palabra no se desprende de una decisión voluntaria y soberana de una persona que se define con ese término en la historia. La palabra "ateo" califica al otro que rechaza al dios local cuando todo el mundo o la mayoría creen en él. Y tiene interés en creer... Porque el ejercicio teológico en el poder se apoya siempre en las fuerzas armadas, las policías existenciales y los soldados ontológicos que eximen de reflexionar e invitan a creer y a menudo a convertirse lo más pronto posible.

Baal y Yahvé, Zeus y Alá, Ra y Wotan, pero también Manitú deben sus patronímicos a la geografía y a la historia: con respecto a la metafísica que los hace posibles representan con diferentes nombres la misma realidad fantasmagórica. Ahora bien, ninguno es más verdadero que el otro, puesto que todos evolucionan en un panteón de alegres compañeros inventados donde banquetean Ulises y Zaratustra, Dionisos y Don Quijote, Tristán y Lanzarote del Lago, entre otras figuras mágicas como el Zorro de los dogon o los loas vudú.

 

3

Los efectos de la antifilosofia. A falta de palabra para calificar lo incalificable, para nombrar lo innombrable —el loco que tiene la audacia de no creer...—, recurramos, pues, a ateo... Existen perífrasis o palabras, pero los cristícolas las pergeñaron y lanzaron al mercado intelectual con la misma intención despectiva. Así, los incrédulos que Pascal censuraba con frecuencia a lo largo de papelotes cosidos en el forro de su abrigo, o los libertinos, incluso los librepensadores o, entre nuestros amigos belgas de hoy, los partidarios del libre examen.

La antifilosofía —corriente del siglo XVIII, cara sombría de las Luces que sin razón olvidamos y que deberíamos, no obstante, volver a analizar bajo la luz del presente a fin de mostrar cómo la comunidad cristiana recurre a cualquier medio, incluso a los más indefendibles desde el punto de vista moral, para desacreditar el pensamiento de los temperamentos independientes que no se entregan a sus fábulas—, la antifilosofía, pues, combate con violencia inaudita la libertad de pensamiento y la reflexión ajena a los dogmas cristianos.

De donde nace, por ejemplo, la obra del padre Garasse, un jesuíta que no teme ni a Dios ni al Diablo e inventa la propaganda moderna en pleno Gran Siglo en La curiosa doctrina de los incrédulos de nuestros tiempos, o que se dicen tales (1623), un grueso volumen de más de mil páginas en el que calumnia a los filósofos libres al presentarlos como disolutos, sodomitas, ebrios, lujuriosos, glotones, paidófilos —pobre Pierre Charron, el amigo de Montaigne...— y otras cualidades diabólicas, con el fin de impedir la lectura de las obras progresistas. Al año siguiente, el mismo ministro de Propaganda jesuíta emprende la Apología de su libro contra los ateos y libertinos de nuestro siglo. Garasse se supera a sí mismo, sin evitar, en modo alguno, la mentira, la calumnia, la bajeza y el ataque ad hominem. El amor al prójimo no tiene límites...

Desde Epicuro, calumniado en vida por los fanáticos y poderosos de su tiempo, hasta los filósofos libres —a veces, incluso, sin renegar del cristianismo— que no creen que la Biblia constituya el límite infranqueable de la inteligencia, el método sigue produciendo efectos hasta el día de hoy. A pesar de que algunos filósofos atacados y fulminados por Garasse no siempre pudieron recuperarse y permanecieron en el más deplorable de los olvidos, a pesar de que algunos adquirieron la reputación de inmorales y de personas intratables, y que las calumnias afectaron del mismo modo a sus obras, el devenir negativo de los ateos fue encubierto durante siglos. En filosofía, libertino es, ahora y siempre, una calificación despectiva y polémica que impide el pensamiento sereno y digno de aquel nombre.

A causa del poder dominante de la antifilosofía en la historia oficial del pensamiento, aspectos enteros de una reflexión vigorosa, viva, fuerte, pero anticristiana e irreverente, o incluso ajena a la religión dominante, permanecen ignorados, incluidos a menudo profesionales de la filosofía, con la excepción de un puñado de especialistas. ¿Quién, para nombrar sólo al Gran Siglo, ha leído a Gassendi, por ejemplo? ¿O a La Mothe Le Vayer? ¿O a Cyrano de Bergerac, el filósofo, no la ficción...? Muy pocos... Y, sin embargo, Pascal, Descartes, Malebranche y otros representantes de la filosofía oficial son impensables sin el conocimiento de que estas figuras se esforzaron por lograr la autonomía de la filosofía dentro de la teología, en este caso, la religión judeocristiana...

 

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La teología y sus fetiches. La escasez de palabras positivas para calificar el ateísmo y la falta de consideración de epítetos posibles de sustitución contrasta con la abundancia de vocabulario

para caracterizar a los creyentes. No hay una sola variación sobre el tema que no disponga de palabra para calificarla: teísta, deísta, panteísta, monoteísta, politeísta, a los que puede agregárseles animista, totémico, fetichista o incluso, frente a las cristalizaciones históricas: católicos y protestantes, evangelistas y luteranos, calvinistas y budistas, sintoístas y musulmanes, chiítas y sunitas, desde luego, judíos y testigos de Jehová, ortodoxos y anglicanos, metodistas y presbiterianos; el catálogo es infinito...

Unos adoran las piedras —las tribus más primitivas entre los musulmanes de hoy que giran alrededor del betilo de la Kaaba—; otros, la Luna o el Sol; algunos, a un Dios invisible, imposible de representar so pena de idolatría, o incluso, a una figura antropomorfa —blanca, masculina, aria, obviamente...—; éste ve a Dios en todas partes, panteísta consumado; ése, seguidor de la teología negativa, en ninguna parte; una vez lo adoraron cubierto de sangre, coronado de espinas, cadáver; en otra ocasión, en una brizna de hierba a la manera sintoísta oriental: no hay ninguna mistificación inventada por los hombres que no contribuya a ampliar el campo de las posibles divinidades...

Para los que dudan todavía de las posibles extravagancias de las religiones en cuanto a ciertos soportes, remitámonos a la danza de la orina entre los zuni de Nuevo México, a la confección de amuletos con excrementos del gran lama del Tíbet, a la bosta y orina de vaca para las abluciones purificadoras de los hinduistas, al culto de Stercorius, Crepitus y Cloacina entre los romanos —divinidades de la basura, del pedo y de las cloacas, respectivamente—, a las ofrendas de estiércol a Siva, la Venus asiría, al consumo de sus excrementos por Suchiquecal, la diosa mexicana madre de los dioses, a la prescripción divina, en el libro de Ezequiel, de utilizar la materia fecal humana para cocinar los alimentos, y otras vías impenetrables o maneras singulares de mantener una relación con lo divino y lo sagrado...

Ante los nombres múltiples, las prácticas sin fin, los detalles infinitos en las maneras de concebir a Dios y pensar la unión con él, frente a ese torrente de variaciones sobre el tema religioso, en presencia de tantas palabras para nombrar la increíble pasión del creyente, el ateo cuenta con ese único y sencillo epíteto para desacreditarlo. Los adoradores de todo y de cualquier cosa, los mismos que, en nombre de sus fetiches, justifican la violencia y la intolerancia y las guerras del pasado y del presente contra los sin dios, reducen a los incrédulos a ser, desde lo etimológico, no más que individuos incompletos, amputados, fragmentados, mutilados, entidades a las que les falta Dios para ser de verdad...

Los seguidores de Dios disponen incluso de una disciplina consagrada por completo a estudiar los nombres de Dios, su vida y milagros, sus dichos memorables, sus pensamientos, sus palabras —¡porque habla!— y sus actos, sus pensadores de confianza, que están a su servicio, sus profesionales, sus leyes, sus adulones, sus defensores, sus sicarios, sus dialécticos, sus retóricos, sus filósofos —y, sí...—, sus secuaces, sus servidores, sus representantes en la tierra, sus instituciones inducidas, sus ideas, sus imposiciones y otras tonterías: la teología. La disciplina del discurso sobre Dios...

Los pocos momentos en la historia occidental en que el cristianismo cayó en desgracia —1793, por ejemplo— produjeron algunas actividades filosóficas nuevas, que generaron algunas palabras inéditas rápidamente dejadas de lado. Es cierto que aún se habla de descristianización, pero como historiadores, para señalar ese período de la Revolución Francesa durante el cual los ciudadanos convirtieron las iglesias en hospitales, en escuelas, en hogares para los jóvenes, cuando los revolucionarios reemplazaron las cruces de los techos con banderas tricolores y los crucifijos de madera muerta con árboles vivos. El ateísta de los Ensayos de Montaigne, ios ateístas de las Cartas (CXXXVII) de Monluc y la ateística de Voltaire desaparecieron rápidamente. El ateísta de la Revolución Francesa también...

5

Los nombres de la infamia. La pobreza del vocabulario ateísta se explica por la indefectible dominación histórica de los seguidores de Dios: disponen de plenos poderes políticos desde hace más de quince siglos, la tolerancia no es su virtud principal y emplean todos los medios para imposibilitar la cosa y, por lo tanto, la palabra que la designa. Ateísmo data de 1532, ateo ya existía en el siglo II de nuestra era entre los cristianos que denunciaban y estigmatizaban a los ateos, los que no creían en el dios resucitado al tercer día. De ahí a concluir que esos individuos que no creían en cuentos para niños no creían en ningún dios, había sólo un paso. De manera que los paganos —es decir, los que rinden culto a los dioses del campo, como lo confirma la etimología del término— eran identificados como negadores de los dioses, por lo tanto de Dios. El jesuita Garasse convirtió a Lutero en un ateo (!); Ronsard hizo lo mismo con los hugonotes...

La palabra "ateo" adquiere el valor de insulto categórico. El ateo es el personaje inmoral, amoral e inmundo, culpable de querer saber más o de estudiar los libros de todo aquel que ha adquirido el epíteto. La palabra basta para impedir el acceso a la obra. Funciona como el engranaje de una máquina de guerra lanzada contra todo lo que no se desarrolla dentro del registro de la más pura ortodoxia católica, apostólica y romana. Ya sea ateo o hereje, al final es lo mismo. Lo cual termina por abarcar a medio mundo.

Desde sus inicios, Epicuro se vio obligado a enfrentar acusaciones de ateísmo. Pero ni él ni los epicúreos negaban la existencia de los dioses. Compuestos de materia sutil, numerosos, instalados en los intermundos, impasibles, indiferentes al destino de los hombres y al devenir del mundo, verdaderas encarnaciones de la ataraxia, ideas de la razón filosófica, modelos capaces de engendrar sabiduría en la imitación, los dioses del filósofo y sus discípulos existían, aunque pareciera imposible, y además, en gran cantidad. Pero no como los de la ciudad griega, que exhortaban, a través de sus sacerdotes, a plegarse a las exigencias comunitarias y sociales. Ése era su único error: su naturaleza antisocial.

La historiografía del ateísmo —escasa, frugal y más bien mala— comete un error al ubicarlo en los primeros tiempos de la humanidad. Las cristalizaciones sociales exigen trascendencia; orden, jerarquía —etimológicamente, el poder de lo sagrado...—. La política y la ciudad pueden funcionar con mayor facilidad cuando recurren al poder vengativo de los dioses, representados en la tierra, al parecer, por los dominantes que, de modo muy oportuno, llevan las riendas.

Los dioses —o Dios—, embarcados en una empresa de justificación del poder, se instituyeron como los interlocutores privilegiados de los jefes de la tribu, de los reyes y príncipes. Esas figuras terrestres pretendían detentar el poder de los dioses, poder que éstos confirmarían con la ayuda de señales decodificadas por la casta de sacerdotes, interesada, también ella, en los beneficios del ejercicio legal de la fuerza. El ateísmo se convirtió, por lo tanto, en un arma útil para lanzar a éste o a aquél, con tal de que se resistiera o al menos se opusiera, a las cárceles y calabozos, o incluso a la hoguera.

El ateísmo no comenzó con los personajes que la historiografía oficial condena e identifica como tales. El nombre de Sócrates no puede figurar, decentemente, en la historia del ateísmo. Ni el de Epicuro y sus seguidores. Tampoco el de Protágoras, que se contentaba con afirmar, en De los dioses, que no podía concluir nada en cuanto a ellos, ni su existencia, ni su inexistencia. Lo cual, al menos, define cierto agnosticismo,

indeterminación, incluso, si se quiere, escepticismo, pero sin duda no ateísmo, que exige una franca afirmación de la inexistencia de los dioses.

El Dios de los filósofos entra a menudo en conflicto con el de Abraham, de Jesús y de Mahoma. En primer lugar porque el primero proviene de la inteligencia, la razón, la deducción, el razonamiento, y luego porque el segundo presupone más bien el dogma, la revelación y la obediencia, por la colisión entre los poderes espiritual y temporal. El Dios de Abraham designa más bien al de Constantino, después al de los papas o al de los príncipes guerreros muy poco cristianos. Poco que ver con las construcciones extravagantes erigidas en forma tosca con causas sin causa, los primeros motores inmóviles, ideas innatas, armonías preestablecidas y otras pruebas cosmológicas, ontológicas o físico-teológicas.

Con frecuencia, cualquier veleidad filosófica de pensar a Dios fuera del modelo político dominante se convierte en ateísmo. Así, cuando la Iglesia le cortó la lengua al padre Julio César Vanini, lo colgó y después lo quemó en la hoguera en Toulouse el 19 de febrero de 1619, asesinó al autor de una obra cuyo título era: Anfiteatro de la eterna Providencia divino-mágica, cristiano-física y no menos astrológico-católica, contra los filósofos, los ateos, los epicúreos, los peripatéticos y los estoicos (1615).

Salvo que no se tome en cuenta ese título —un error, considerando, por lo menos, su longitud explícita...—, es necesario comprender que ese pensamiento oximorónico no niega la providencia, el cristianismo o el catolicismo, sino que rechaza claramente, más bien, el ateísmo, el epicurismo y otras escuelas filosóficas paganas. Ahora bien, nada de eso constituye un ateo —motivo por el cual se lo mata—, sino una especie de panteísta ecléctico. De todos modos, herético por ser heterodoxo...

Spinoza, panteísta también él —y poseedor de una inteligencia sin par—, fue condenado igualmente por ateísmo, o, lo que es lo mismo, por falta de ortodoxia judía. El 27 de julio de 1656, los parnassim se reunieron en el mahamad—las autoridades judías de Amsterdam—, y leyeron en hebreo ante el arca de la sinagoga, en el Houtgracht, un texto de extrema violencia: lo acusaron de horribles herejías, mala conducta, y en consecuencia le dictaron un herem, que nunca fue anulado.

La comunidad profirió palabras de extrema brutalidad: fue excluido, perseguido, execrado, maldito durante el día y la noche, durante el sueño y la vigilia, al entrar y salir de su casa... Los hombres de Dios recurrieron a la cólera de su ficción y a la maldición desencadenada sin límite en el tiempo y en el espacio. Para completar el gesto, los parnassim ordenaron que se borrara de la faz de la tierra para siempre el nombre de Spinoza. Por poco...

Los rabinos, poseedores teóricos del amor al prójimo, añadieron a la excomunión la prohibición dirigida a todos de mantener relaciones escritas o verbales con el filósofo. Nadie tenía el derecho de prestarle ningún servicio, de acercársele a menos dos metros o de encontrarse bajo el mismo techo que él. Prohibido, por supuesto, leer sus escritos: en esa época Spinoza tenía veintitrés años, y aún no había publicado nada. La Ética aparecerá como obra postuma veintiún años después, en 1677. Hoy se lee en todo el mundo...

¿Dónde está el ateísmo de Spinoza? En ninguna parte. Es inútil buscar en su obra completa una sola frase que afirme la inexistencia de Dios. Es cierto que Spinoza niega la inmortalidad del alma y sostiene la imposibilidad de un castigo o de una recompensa post mortem; plantea la idea de que la Biblia es una obra escrita por diversos autores y que constituye una composición histórica, por lo tanto, no revelada; no acepta de ningún modo la noción de pueblo elegido y lo establece claramente en el Tratado teológico-político; enseña una moral hedonista de la alegría más allá del bien y del mal; no acepta el odio judeocristiano a sí mismo, al mundo y al cuerpo; pese a ser judío, encuentra cualidades filosóficas en Jesús. Pero nada de eso lo convierte en un negador de Dios o en un ateo... La lista de los desdichados muertos por ateísmo en la historia de la humanidad, que incluye sacerdotes, creyentes y practicantes, sinceramente convencidos de la existencia de un Dios único, católicos, apostólicos y romanos; la de los seguidores del Dios de Abraham o de Alá, también pasados por las armas en cantidades increíbles por no haber practicado una fe dentro de las normas y las reglas establecidas; la de los seres anónimos, que no fueron rebeldes u opositores de los poderes monoteístas, ni refractarios ni reacios; todas esas compatibilidades macabras ponen de manifiesto lo siguiente: el ateo, antes de ser calificado como negador de Dios, sirve para perseguir y condenar el pensamiento del individuo libre, aun de la manera más ínfima, de la autoridad y de la tutela social con respecto al pensamiento y a la reflexión. ¿El ateo? Un hombre libre ante Dios —incluso para negar de inmediato su existencia...

 

II El ateísmo y la salida del nihilismo

 

1

La invención del ateísmo. El cristianismo epicúreo de Erasmo o de Montaigne, el de Gassendi, canónigo de Digne, el cristianismo escéptico de Pierre Charron, el teologal de Condom, el escolástico de Burdeos, el deísmo del protestante Bayle y el de Hobbes, el anglicano, tal vez hagan parecer impíos y ateos a sus autores. Pero aun así, el término no se aplica con justeza. Eran, desde luego, creyentes heterodoxos y librepensadores, pero cristianos al fin. Como filósofos independientes, aunque cristianos por tradición, esta amplia gama permite creer en Dios sin la limitación de una ortodoxia sostenida por el ejército, la policía y el poder. ¿El autor de los Ensayos es considerado ateo? ¿Qué pensar de su peregrinaje a Notre-Dame de Lorente, de sus profesiones de fe católicas en su obra maestra, de su capilla privada, de su muerte en presencia de un cura en el momento, digamos, de la elevación? No, todo ese bello mundo filosófico cree en Dios...

Pues bien, hacía falta que apareciese el primero, el inventor, el nombre como hito a partir del cual fuera posible afirmar: he ahí el primer ateo, el que expresa la inexistencia de Dios, el filósofo que lo piensa, lo afirma, lo escribe con claridad, netamente, sin adornos ni sobreentendidos, con infinita prudencia e interminables contorsiones. Un ateo radical, animoso, confeso. Incluso orgulloso. Un hombre cuya profesión de fe, si se me permite decirlo..., no se rebaja, no se desvaloriza, ni procede de hipótesis alambicadas de lectores a la caza de un principio de argumentos de apoyo.

No muy alejado del paladín francamente ateo, el hombre hubiese podido llamarse Cristovao Ferreira, viejo jesuita portugués que abjuró bajo la tortura japonesa en 1614. En 1636, el año en que Descartes preparaba el Discurso del método, el cura, cuya fe debía ser bien endeble, si juzgamos por la pertinencia de los argumentos que no pudieron ocurrírsele justo en el preciso momento de la abjuración, escribe, en efecto, La superchería desenmascarada, un opúsculo explosivo y radical.

En sólo una treintena de páginas, afirma: Dios no ha creado el mundo; de hecho, el mundo nunca fue creado; el alma es mortal; no existe ni infierno, ni paraíso, ni predestinación; los niños muertos están libres de pecado original, que de todos modos no existe; el cristianismo es una invención; los Diez Mandamientos, una estupidez impracticable; el Papa, un personaje inmoral y peligroso; el pago de las misas, las indulgencias, la excomunión, las prohibiciones de alimentos, la virginidad de María, los Reyes Magos, otras tantas tonterías; la resurrección, un cuento irracional, risible, escandaloso, un engaño; los sacramentos, la confesión, sonseras; la eucaristía, una metáfora; el juicio final, un delirio increíble...

¿Se puede concebir un ataque más violento y un fuego más concentrado? Y el jesuita continúa: ¿La religión? Una invención de los hombres para asegurarse el poder sobre sus semejantes. ¿La razón? El instrumento que permite luchar contra todas esas tonterías. Cristováo Ferreira desarma aquellas groseras invenciones. Entonces, ¿ateo? No. Porque en ningún momento dice, escribe, afirma o piensa que Dios no existe. Por otra parte, para confirmar la tesis de un espiritualista creyente pese a todo, el jesuita abjura de la religión cristiana, sin duda, pero se convierte al budismo zen... Aún no hemos encontrado al primer ateo, pero no estamos demasiado lejos...

Pronto llegará el milagro, con otro sacerdote, el padre Meslier, santo, héroe y mártir de la causa atea, al fin reconocible. Cura de Etrépigny en las Ardenas, discreto durante toda la duración de su ministerio, salvo un altercado con el señor del pueblo, Jean Meslier (1664-1729) escribe un voluminoso Testamento en el cual tira mierda a la Iglesia, la Religión, Jesús, Dios, pero también a la aristocracia, la monarquía, el Antiguo Régimen, denuncia con violencia inaudita la injusticia social, el pensamiento idealista, la moral cristiana del dolor, y profesa, al mismo tiempo, un comunalismo anarquista, una filosofía materialista auténtica e inaugural y un ateísmo hedonista de sorprendente actualidad.

Por primera vez en la historia de las ideas, un filósofo —¿cuándo será reconocido?— dedica una obra al ateísmo: lo profesa, lo demuestra, lo argumenta, lo cita, forma parte de sus lecturas y reflexiones, pero se apoya igualmente en sus comentarios sobre la situación del mundo. El título lo dice con toda claridad: Memoria de pensamientos y sentimientos de Jean Meslier y también su desarrollo, que presenta Demostraciones claras y evidentes de la vanidad y falsedad de todas las divinidades y de todas las religiones del mundo. El libro apareció en 1729, después de su muerte; Meslier le dedicó gran parte de su vida. Comienza así la verdadera historia del ateísmo...

 

2

La organización del olvido. La historiografía dominante oculta la filosofía atea. Además del olvido puro y simple del padre Meslier, apenas citado como una curiosidad, un oxímoron escolar —¡un cura incrédulo!—, cuando se lo honra con una mención al pasar, se buscan en vano pruebas y rastros de trabajos dignos de ese nombre entre las figuras del materialismo francés, por ejemplo: La Mettrie, el terrible exaltador del placer; dom Deschamps, el inventor del hegelianismo comunalista; Holbach, el imprecador de Dios; Helvetius, el materialista voluptuoso; Sylvain Maréchal y su Diccionario de ateos; pero también los ideólogos Cabanis, Volney o Destutt de Tracy, silenciados por lo general, cuando la biblioteca del idealismo alemán rebosa de títulos, trabajos e investigaciones.

Por ejemplo: la obra del barón de Holbach no está en la Universidad: ninguna edición erudita o científica de un editor filosófico que sea solvente; ningún trabajo, tesis o investigaciones actuales de un profesor influyente en la institución; ninguna obra en libros de bolsillo, por supuesto, y menos en La Pléiade —cuando sus contemporáneos Rousseau, Voltaire, Kant o Montesquieu disponen de sus ediciones—; ningún curso o seminario dedicados al desmontaje y a la difusión de su pensamiento; ni una biografía... ¡Alarmante!

La Universidad repite hasta el cansancio, para no ir más lejos del siglo llamado de las Luces, el contrato social rousseauniano, la tolerancia voltaireana, el criticismo kantiano o la separación de los poderes del pensador De la Bréde, esas cantinelas y cuentitos filosóficos bienintencionados. Y nada sobre el ateísmo de Holbach, sobre su lectura renovadora e histórica de los textos bíblicos; nada sobre la crítica a la teocracia cristiana, a la colusión entre el Estado y la Iglesia, nada sobre la necesidad de la separación de las dos instancias; nada sobre la autonomización de la ética y lo religioso; nada sobre el desmontaje de las fábulas católicas; nada sobre las religiones comparadas; nada sobre las críticas hechas a su obra por Rousseau, Diderot, Voltaire y la camarilla deísta pretendidamente esclarecida; nada sobre el concepto de etocracia o de la posibilidad de la moral poscristiana; nada sobre el poder de la ciencia, instrumento para combatir la creencia; nada sobre la genealogía fisiológica del pensamiento; nada sobre la intolerancia constitutiva del monoteísmo cristiano; nada sobre la necesaria sumisión de la política a la ética; nada sobre la propuesta de utilizar una parte de los bienes de la Iglesia en beneficio de los pobres; nada sobre el feminismo y la crítica de la misoginia católica. Tesis de Holbach, entre otras, de una actualidad asombrosa...

Silencio sobre Meslier, el imprecador {El testamento, 1729), silencio sobre Holbach, el desmitificador {El contagio sagrado, con fecha de 1768), silencio, también, en la historiografía sobre Feuerbach, el deconstructor {La esencia del cristianismo, 1841), ese tercer gran momento del ateísmo occidental, pilar formidable de una ateología digna de ese nombre; pues Ludwig Feuerbach propone una explicación de lo que Dios es. No niega su existencia; hace la disección de la quimera. No se trata de decir Dios no existe, sino ¿qué es ese Dios en el que cree la mayoría? Y de responder: una ficción, una creación de los hombres, una invención que obedece a leyes particulares, en este caso, a la proyección y la hipóstasis: los hombres crean a Dios a su imagen inversa.

Mortales, finitos, limitados* dolidos por esas constricciones, los humanos, preocupados por la completud, inventan una potencia dotada precisamente de las cualidades opuestas: con sus defectos dados vuelta como los dedos de un par de guantes, fabrican las cualidades ante las cuales se arrodillan, y luego se postran. ¿Soy mortal? Dios es inmortal. ¿Soy finito^ Dios es infinito. ¿Soy limitado? Dios es ilimitado. ¿No lo sé todo? Dios es omnisciente. ¿No lo puedo todo? Dios es omnipotente. ¿No tengo el don de la ubicuidad? Dios es omnipresente. ¿Fui creado? Dios es increado. ¿Soy débil? Dios encarna la Omnipotencia. ¿Estoy en la tierra? Dios está en el cielo. ¿Soy imperfecto? Dios es perfecto. ¿No soy nada? Dios es todo, etcétera.

Por lo tanto, la religión se convierte en la práctica por excelencia de la alienación; supone la ruptura del hombre consigo mismo y la creación de un mundo imaginario en el cual la verdad se encuentra investida imaginariamente. La teología, afirma Feuerbach, es una "patología psíquica", a la que opone su antropología basada en una especie de "química analítica". No sin humor, propone una "hidroterapia neumática": utilizar el agua fría de la razón natural contra los calores y vapores religiosos, en especial, los cristianos...

A pesar de esa inmensa construcción filosófica, Feuerbach sigue siendo uno de los grandes olvidados de la historia de la filosofía dominante. Su nombre aparece a veces, sin duda, pero porque en la época de esplendor de Althusser, el Caimán de la Normal Superior le echó el ojo como útil eslabón hegeliano pata vender a su joven Marx y su lectura de los Manuscritos de 1844, y luego de La ideología alemana. La mejor ocasión que tuvo Althusser para preparar el Día de la Revolución Social fue el oral de oposición de filosofía de sus alumnos en 1967... El genio de Feuerbach desapareció bajo las consideraciones utilitarias del profesor. Tal vez el olvido puro y simple sea mejor que el malentendido o la falsa y mala reputación permanentes...

 

3

Terremoto filosófico. Y llegó Nietzsche... Después de las imprecaciones del cura, la desmitologización del químico —Holbach practicaba la geología y la ciencia de alto vuelo— y la deconstrucción del empresario —Feuerbach no era filósofo profesional: fue rechazado por la Universidad por la publicación de Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad, en el que negaba la inmortalidad personal, pero, a través del matrimonio, se hizo propietario de izquierda de una fábrica de porcelana, muy querido por sus obreros...—, apareció Nietzsche. Y con él, el pensamiento idealista, espiritualista, judeocristiano, dualista, es decir, el pensamiento dominante, empieza a preocuparse: su monismo dionisíaco, su lógica de las fuerzas, su método genealógico, su ética atea, permiten vislumbrar una salida del cristianismo. Por primera vez, un pensamiento poscristiano radical y elaborado aparece en el horizonte occidental.

En broma (?), Nietzsche escribe en Ecce homo que él divide la historia en dos y que, a la manera de Cristo, hay un antes y un después de él... Al filósofo de Sils-Maria le faltan su Pablo y su Constantino, su viajante de comercio histérico y su emperador planetario para transformar su conversión en metamorfosis del universo, lo que no es deseable de ningún modo históricamente hablando. La dinamita de su pensamiento representa un peligro demasiado grande para esos brutos que son siempre los actores de la historia concreta.

Pero en el terreno filosófico, el padre de Zaratustra tiene razón: después de Más allá del bien y del mal y de El Anticristo, el mundo ideológico deja de ser el mismo. Nietzsche abre una brecha en el edificio judeocristiano. Sin llevar a cabo por sí solo toda la tarea ateológica, la hace por fin posible. De ahí surge la utilidad de ser nietzscheano. ¿A saber? Ser nietzscheano —lo que no quiere decir ser Nietzsche, como creen los imbéciles...— no es tomar por cuenta propia y de modo sinuoso las tesis mayores del filósofo: el resentimiento, el eterno retorno, el superhombre, la voluntad de poder, la fisiología del arte y otros grandes momentos del sistema filosófico. No hay necesidad —¿cuál es el interés?— de tomarse por él, creerse Nietzsche, asumir esa responsabilidad y luego adjudicarse todo su pensamiento. Sólo las mentes pequeñas imaginan eso...

Ser nietzscheano implica pensar a partir de él, allí donde la construcción de la filosofía quedó transfigurada por su pasaje. Recurrió a discípulos infieles que, por su sola traición, demostrarían su fidelidad, quería personas que lo obedecieran siguiéndose a sí mismas y a nadie más, ni siquiera a él. Sobre todo, no a él. El camello, el león y el niño de Así habló Zaratustra enseñan una dialéctica y una poética que debe practicarse: conservarlo y sobrepasarlo, recordar su obra, sin duda, pero sobre todo apoyarse en ella como quien se apoya en una formidable palanca para mover las montañas filosóficas.

De ahí surge una construcción nueva y superior para el ateísmo: Meslier niega la divinidad, Holbach desarticula el cristianismo; Feuerbach deconstruye a Dios; Nietzsche revela la transvaluación: el ateísmo no debe funcionar como un fin solamente. Suprimir a Dios, desde luego, pero ¿para qué? Otra moral, nueva ética, valores inéditos, impensados porque son impensables, eso es lo que la liquidación y la superación del ateísmo permiten. Una tarea temible se avecina.

El Anticristo habla sobre el nihilismo europeo, el nuestro, por lo demás..., y propone una farmacopea para la patología metafísica y ontológica de nuestra civilización. Nietzsche da soluciones. Las conocemos y ya tienen más de un siglo de vida y de malentendidos. Ser nietzscheano significa proponer otras hipótesis, nuevas, posnietzscheanas, pero integrando su lucha en la cúspide. Las formas del nihilismo contemporáneo exigen más que nunca una transvaluación que supere, de una vez por todas, las soluciones y las hipótesis religiosas o laicas que surgen del monoteísmo. Zaratustra debe reincorporarse al servicio: sólo el ateísmo hace posible la salida del nihilismo.

 

4

Enseñar el ateísmo. Cuando, a partir del 11 de septiembre, los Estados Unidos —Occidente, por lo tanto— intiman a todos a tomar partido en la guerra religiosa entre el judeocristianismo y el islam, tal vez la posición preferible sea rechazar los términos de la alternativa planteados de ese modo y optar por una posición nietzscheana, ni judeocristiana ni musulmana, por la sencilla razón de que esos contrincantes continúan su propia guerra religiosa, iniciada a partir de las incitaciones judías en Números —titulado originalmente el "Libro de guerra del Señor"— y constitutivas de la Tora, que justifican desde el combate sangriento contra los enemigos hasta variaciones recurrentes sobre el tema en el Corán acerca de la masacre de infieles. ¡Es decir, pese a todo, casi veinticinco siglos de incitación al crimen de una y otra parte· Lección de Nietzsche: entre los tres monoteísmos, podemos no querer elegir. Y no optar por Israel y los Estados Unidos no obliga, de hecho, a convertirse en compañero de ruta de los talibanes...

Al parecer, el Talmud y la Tora, la Biblia y el Nuevo Testamento, el Corán y los hadit no ofrecen garantías suficientes para que el filósofo elija entre la misoginia judía, cristiana o musulmana, para que opte en contra del cerdo y el alcohol, pero a favor del velo y la burka, para quien frecuente la sinagoga, el templo, la iglesia o la mezquita, lugares donde la inteligencia no hace buen papel y donde predomina desde hace siglos la obediencia a los dogmas y la sumisión a la Ley, o sea, a los que pretenden ser los elegidos, los enviados y la palabra de Dios.

A la hora en que se plantea la cuestión de la enseñanza de la religión en las escuelas con el pretexto de recrear el vínculo social, de volver a unir a la comunidad olvidada —a causa del liberalismo que produce la negatividad cotidiana, recordémoslo...—, de generar un nuevo tipo de contrato social, de reencontrar las fuentes comunes —monoteístas, en este caso...—, me parece que podemos optar por la enseñanza del ateísmo. Antes la Genealogía de la moral que las Epístolas a los Corintios.

El deseo de meter la Biblia por la ventana y otras baratijas monoteístas que varios siglos de esfuerzos filosóficos echaron por la puerta —los de las Luces y la Revolución Francesa, el socialismo y la Comuna, la izquierda y el Frente Popular, el espíritu libertario y el Mayo del '68, y también Freud y Marx, la Escuela de Francfort y la sospecha de los nietzscheanos franceses de izquierda...— significa consentir, dicho con propiedad y desde el punto de vista etimológico, el pensamiento reaccionario. No a la manera de Joseph de Maistre, Louis de Bonald o Blanc de Saint-Bonnet —artificios demasiado obvios...—, sino a la gramsciana del retorno de las ideas diluidas, disimuladas, disfrazadas, reactivadas, de modo hipócrita, del judeocristianismo.

No ponderamos con suficiente claridad los méritos de la teocracia, no asesinamos 1789 —aunque...—, no publicamos abiertamente una obra titulada Del Papa, para celebrar la grandeza del poder político del soberano pontífice, pero estigmatizamos al individuo, le negamos sus derechos y le imponemos deberes en abundancia, celebramos la colectividad contra la mónada, recurrimos a la trascendencia, eximimos al Estado y a sus parásitos de rendir cuentas con el pretexto de su extraterritorialidad ontológica, descuidamos al pueblo y calificamos de populista y demagogo a quien se preocupe por él, despreciamos a los intelectuales y a los filósofos que llevan a cabo su labor y resisten, y la lista puede continuar...

Nunca como hoy lo que el siglo XVIII conoció bajó el nombre de "antifilosofía" ha adquirido tanta vitalidad: el retorno de lo religioso, la prueba de que Dios no ha muerto, sino que estuvo medio dormido durante un tiempo y que su despertar anuncia un futuro promisorio. Todo ello obliga a retomar posiciones que creíamos caducas y a comprometernos de nuevo en la lucha atea. La enseñanza de la religión vuelve a introducir al lobo entre las ovejas; lo que los sacerdotes ya no pueden hacer abiertamente, podrán llevarlo a cabo por lo bajo en adelante: por medio de la enseñanza de las fábulas del Antiguo y Nuevo Testamento, de la transmisión de las ficciones del Corán y de los hadit, con el pretexto de permitirles a los escolares acceder con mayor facilidad a Marc Chagall, a la Divina comedia, a la Capilla Sixtina o a la música de Ziryab...

Ahora bien, las religiones deberían incluirse entre las materias ya existentes —filosofía, historia, literatura, artes plásticas, lenguas, etc.—, como enseñamos las protociencias: por ejemplo, la alquimia en el curso de química, la fitognomónica y la frenología en ciencias naturales, el totemismo y el pensamiento mágico en filosofía, la geometría euclidiana en matemáticas, la mitología en historia... O relatar epistemológicamente de qué modo el mito, la fábula, la ficción y la sinrazón preceden a la razón, la deducción y la argumentación. La religión proviene de una forma de racionalidad primitiva, genealógica y fechada. Reactivar esta historia anterior a la historia induce al retraso, incluso al fracaso de la historia de hoy y del futuro.

Enseñar el ateísmo supondría la arqueología del sentimiento religioso: el miedo, el temor, la incapacidad de enfrentar la muerte, la imposible conciencia de la incompletud y de la finitud del hombre, el papel principal y motor de la angustia existencial. La religión, esa creación de ficciones, requeriría un desmontaje en debida forma de los placebos ontológicos, como en filosofía abordamos la cuestión de la brujería, la locura y los límites, para encontrar y circunscribir una definición de la razón.

 

5

Tectónica de placas. Todavía vivimos en la etapa teológica o religiosa de la civilización. Hay algunos indicios de movimientos similares a los de la tectónica de placas: acercamientos, alejamientos, movimientos, superposiciones y resquebrajamientos. El continente precristiano existió como tal: desde la mitología de los presocráticos hasta el estoicismo imperial y desde Parménides hasta Epicteto, el sector pagano se perfila con claridad. Entre éste y el continente cristiano, observamos zonas de turbulencia: desde los milenarismos proféticos del siglo II de la era común hasta la decapitación de Luis XVI (enero de 1793), que marca el fin de la teocracia, la geografía aún parece coherente: desde los Padres de la Iglesia hasta el deísmo laico de las Luces, la lógica se hace evidente.

El tercer tiempo hacia el que nos encaminamos —el continente poscristiano— funciona de la misma manera que lo que separa a los continentes paganos y cristianos. Extrañamente, el fin del continente precristiano y el comienzo del poscristiano se parecen: el mismo nihilismo, las mismas angustias, los mismos juegos dinámicos entre el conservadurismo, la tentación reaccionaria, la añoranza del pasado, la religión de la inmovilidad y del progresismo, el positivismo y la afición al futuro. La religión desempeña el papel filosófico de la nostalgia; la filosofía, el de la futurición.

Las fuerzas en juego son claramente reconocibles: no se trata del judeocristianismo occidental, progresista, esclarecido, democrático contra el islam oriental, pasadista, oscurantista, sino de los monoteísmos de ayer contra el ateísmo del mañana. No se trata de Bush contra Ben Laden, sino de Moisés, Jesús, Mahoma y sus religiones del Libro contra el barón d'Holbach, Ludwig Feuerbach, Friedrich Nietzsche y sus fórmulas filosóficas radicales de deconstrucción de mitos y ficciones.

El continente poscristiano se va a desplegar históricamente como lo hizo el precristiano: el continente monoteísta no es insumergible. La religión del Dios único no podría convertirse —como el comunismo en el pasado para algunos, o para otros, el liberalismo de hoy— en el horizonte infranqueable de la filosofía y de la historia a secas. Así como la era cristiana sucedió a la era pagana, una era poscristiana se dará a continuación de modo inevitable. El período de turbulencias en el que nos encontramos indica que ha llegado la hora de las recomposiciones continentales. De ahí, pues, surge el interés de un proyecto ateológico.

 

III Hacia una ateología

 

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Espectrografía del nihilismo. La época parece atea, pero sólo a los ojos de los cristianos o de los creyentes. De hecho, es nihilista. Los devotos del pasado tienen gran interés en identificar lo peor y la negatividad contemporánea con un producto del ateísmo. Persiste la vieja idea del ateo inmoral, amoral, sin fe ni ética. El lugar común en los últimos cursos del bachillerato, en virtud del cual "si Dios no existe, entonces todo está permitido" —cantinela que se adivina en Los hermanos Karamasov, de Dostoievski—, sigue produciendo efectos y se asocia con la muerte, el odio y la miseria a los individuos que se valen de la ausencia de Dios para cometer sus fechorías. Esta tesis equivocada merece un desmontaje en debida forma. Pues más bien lo contrario me parece verdadero: "Porque Dios existe, entonces todo está permitido". Me explico. Tres mil años atestiguan, desde los primeros textos del Antiguo Testamento hasta el presente, que la afirmación de un Dios único, violento, celoso, pleitista, intolerante, belicoso ha causado más odio, sangre, muertes y brutalidad que paz... El fantasma judío del pueblo elegido que legitima el colonialismo, la expropiación, el odio, la animosidad entre los pueblos, además de la teocracia autoritaria y armada; la referencia cristiana a los mercaderes del templo o a un Jesús paulino que pretende venir para blandir la espada, lo que justifica las Cruzadas, la Inquisición, las guerras religiosas, el Día de San Bartolomé, las hogueras, el Index, pero también el colonialismo mundial, los etnocidios norteamericanos, el apoyo al fascismo del siglo XX, la omnipotencia temporal del Vaticano desde hace siglos hasta en los mínimos detalles de la vida cotidiana; la reivindicación clara en casi todas las páginas del Corán de un llamado a acabar con los infieles, su religión, cultura, civilización, y también con los judíos y los cristianos, ¡en nombre de un Dios misericordioso! Tenemos aquí varias pistas que nos permiten profundizar la idea basada, justamente, en que debido a la existencia de Dios, todo está permitido, en él, por él, en su nombre, sin que a los fieles, al sacerdocio, a la gente común o a las altas esferas se les ocurra que allí haya algo censurable...

Si la existencia de Dios, más allá de su forma judía, cristiana o musulmana, impidiera, por poco que fuera, el odio, la mentira, la violación, el saqueo, la inmoralidad, la malversación, el perjurio, la violencia, el desprecio, la maldad, el crimen, la corrupción, la pillería, el falso testimonio, la depravación, la paidofilia, el infanticidio, la canallada, la perversión, habríamos visto no a los ateos —puesto que son intrínsecamente viciosos—, sino a los rabinos, curas, papas, obispos, pastores, imanes, y con ellos a sus fieles, a todos sus fieles —y son muchos...—, practicar el bien, sobresalir en la virtud, predicar con el ejemplo y demostrarle al perverso sin Dios que la moralidad se encuentra de su lado: que respetan punto por punto los Diez Mandamientos y obedecen los mandatos de los suras elegidos, y por lo tanto no mienten ni saquean, no roban ni violan, no levantan falsos testimonios ni matan —mucho menos fomentan atentados terroristas contra Manhattan o expediciones punitivas en la franja de Gaza y no ocultan las prácticas de sus curas paidófilos—. ¡Veríamos, entonces, que sus comportamientos impecables y ejemplares serían capaces de convertir a los fieles a su alrededor! En lugar de eso...

Es hora de que se deje de asociar el mal del planeta con el ateísmo. La existencia de Dios, me parece, ha generado en su nombre muchas más batallas, masacres, conflictos y guerras en la historia, que paz, serenidad, amor al prójimo, perdón de los pecados o tolerancia. Que yo sepa, los papas, príncipes, reyes, califas y emires no se destacaron en su mayoría por ser virtuosos, puesto que ya Moisés, Pablo y Mahoma sobresalieron, cada uno por su parte, en el asesinato, las palizas, o las razias, como lo demuestran sus biografías. Más variaciones sobre el tema del amor al prójimo...

La historia de la humanidad muestra, sin duda alguna, los triunfos del vicio y las desdichas de la virtud... No existe justicia trascendente ni inmanente. Con o sin Dios, ningún hombre ha tenido nunca que pagar por insultarlo, ignorarlo, despreciarlo, olvidarlo o contrariarlo. Los teístas se ven obligados a hacer muchas contorsiones metafísicas para justificar el mal en el mundo mientras afirman la existencia de un dios al cual nada se le escapa. Los deístas parecen menos ciegos; los ateos dan la impresión de ser más lúcidos.

 

2

Una episteme judeocristiana. La época en que vivimos no es, pues, atea. Tampoco parece poscristiana, o apenas. En cambio, sigue siendo cristiana, y mucho más de lo que parece. El nihilismo surge de las turbulencias producidas en la zona de pasaje entre el judeocristianismo todavía muy presente y el poscristianismo que despunta con modestia, ambos en un ambiente donde se entrecruzan la ausencia de los dioses, su presencia, proliferación, multiplicidad caprichosa y extravagancia. El cielo no está vacío, sino, por el contrario, lleno de

divinidades fabricadas de un día para otro. La negatividad proviene del nihilismo propio de la coexistencia entre un judeo-cristianismo decadente y un poscristianismo aún en el limbo.

Mientras esperamos una era abiertamente atea, debemos tratar con una episteme judeocristiana imponente y tenerlo muy en cuenta. Sobre todo porque las instituciones y los secuaces que las han encarnado y transmitido durante siglos ya no disponen de la exposición y visibilidad que los hacía identificables. La desaparición de la práctica religiosa, la aparente autonomía de la ética con respecto a la religión, la pretendida indiferencia con relación a las apelaciones papales, las iglesias vacías los domingos —aunque no para los casamientos y menos aún para los entierros...—, la separación de la Iglesia y el Estado, todos esos signos dan la impresión de que vivimos en una época que se preocupa poco por la religión.

Cuidado... Quizá la desaparición aparente no oculta la presencia poderosa, eficaz y determinante del judeocristianismo. La disminución de la práctica no significa el retroceso de la creencia. Mejor dicho: la correlación entre el fin de una y la desaparición de la otra es un error de interpretación. Incluso podemos pensar que el fin del monopolio de los profesionales de la religión sobre lo religioso ha liberado lo irracional y generado una profusión mayor de lo sagrado, de la religiosidad y de la sumisión generalizada a la sinrazón.

La retirada de las tropas judeocristianas no modifica en nada su poder y su dominio sobre los territorios conquistados, que mantienen y administran desde hace casi dos milenios. La tierra es una prueba y la geografía, un testimonio de su antigua presencia y de su infusión ideológica, mental, conceptual y espiritual. Aun retirados, los conquistadores siguen estando presentes porque han conquistado los cuerpos, las almas, la carne y el espíritu de la mayoría. Su repliegue estratégico no significa el fin de su dominio efectivo. El judeocristianismo deja tras de sí una episteme y un soporte sobre el cual se llevan a cabo todos los intercambios mentales y simbólicos. Sin el sacerdote o su sombra, sin el religioso o sus adulones, dos milenos de historia y dominación ideológica continúan sometiendo, forjando y formateando a los sujetos. De ahí la permanencia y actualidad de la lucha contra esa fuerza mucho más amenazadora por cuanto da la impresión de haber caducado.

Desde luego, muchos no creen en la transubstanciación, la virginidad de María, la inmaculada concepción, la infalibilidad del Papa y otros dogmas de la Iglesia católica, apostólica y romana. ¿La presencia efectiva y no simbólica del cuerpo de Cristo en la hostia o en el cáliz? ¿La existencia del Infierno, del Paraíso o del Purgatorio con sus respectivas geografías y lógicas propias? ¿La realidad de un limbo donde languidece el alma de los niños muertos antes del bautismo? Ya nadie acepta esas tonterías, ni siquiera y sobre todo numerosos católicos fervientes que van a misa todos los domingos.

¿Dónde, pues, se halla el sustrato católico? ¿La episteme judeocristiana? En el concepto de que la materia, lo real y el mundo no agotan la totalidad. Algo queda fuera de las instancias explicativas dignas de ese nombre; fuerza, potencia, energía, determinismo, voluntad y querer. ¿Después de la muerte? No es posible que no haya nada; seguramente, algo hay... Para explicar lo que ocurre: ¿una serie de causas, enlaces racionales y deducibles? No del todo; algo desborda la serie lógica. El espectáculo del mundo: ¿absurdo, irracional, ilógico, monstruoso, insensato? No, sin duda. Algo debe existir que justifique, legitime y sentido... Si no...

La creencia en algo genera una superstición eficaz que explica que a falta de otra cosa el europeo se entregue a la religión dominante —la de su rey y su nodriza, escribe Descartes...— del país donde nació. Montaigne afirma que somos cristianos como somos picardos o bretones. Y muchos individuos que se creen ateos profesan sin darse cuenta una ética, un pensamiento y una visión del mundo atravesada de judeocristianismo.

Entre la oración de un sacerdote sincero sobre la excelencia de Jesús y los elogios de Cristo que hizo el anarquista Kropotkin en La ética, buscamos en vano el abismo, aunque sea la grieta...

El ateísmo presupone renunciar a la trascendencia. Sin excepción. Del mismo modo obliga a superar las experiencias cristianas. Al menos, a inventariar y examinar libremente las virtudes presentadas como tales y los vicios afirmados en forma categórica. La revisión laica y filosófica de los valores de la Biblia y su conservación, por lo tanto su uso, no son suficientes para elaborar una ética poscristiana.

En La religión en los límites de la razón, Kant propone una ética laica. Al leer este texto mayor para la constitución de una moral laica en la historia de Europa, descubrimos la formulación filosófica de un inextinguible fondo judeocristiano. La revolución se observa en la forma, el estilo y el vocabulario, y es evidente con relación al aspecto y a las apariencias, es cierto, ¿pero cuál es la diferencia entre la ética cristiana y la de Kant? Ninguna... La montaña kantiana ha parido un ratón cristiano.

¿Nos reímos de las palabras del Papa sobre la condena del preservativo? Pero aún nos casamos por iglesia, para complacer a la familia y a los suegros, pretenden los hipócritas. ¿Sonreímos ante la lectura del Catecismo... si tenemos, al menos, la curiosidad de consultarlo? Pero el número de entierros civiles es ínfimo... ¿Nos burlamos de los curas y sus creencias? Pero recurrimos a ellos para las bendiciones, esas indulgencias modernas que reconcilian a los hipócritas de ambos bandos: los solicitantes transigen con sus allegados y, a la vez, los celebrantes recuperan algunos clientes...

 

3

Huellas del imperio. Michel Foucault llamaba episteme a ese dispositivo invisible pero eficaz del discurso, de la visión de las cosas y del mundo, de la representación de lo real, que encierra, cristaliza y petrifica una época en representaciones estereotipadas. La episteme judeocristiana nombra lo que, desde las crisis de histeria de Pablo de Tarso en el camino de Damasco hasta las intervenciones globales televisadas de Juan Pablo II en la plaza de San Pedro, constituye un imperio conceptual y mental difuso dentro del conjunto de engranajes de una civilización y una cultura. Dos ejemplos, entre muchos, para ilustrar mi hipótesis de la impregnación: el cuerpo y el derecho.

La carne occidental es cristiana. Incluso la de los ateos, musulmanes, deístas y agnósticos educados, criados o instruidos en la zona geográfica e ideológica judeocristiana... El cuerpo que habitamos, el esquema corporal platónico-cristiano que heredamos, la simbólica de los órganos y sus funciones jerarquizadas —la nobleza del corazón y el cerebro, la grosería de las vísceras y el sexo, neurocirujano contra proctólogo...—, la espiritualización y desmaterialización del alma, la articulación de una materia pecaminosa y un espíritu luminoso, la connotación ontológica de esas dos instancias opuestas de modo artificial, las fuerzas turbadoras de una economía libidinal moralmente captada, todo eso estructura el cuerpo a partir de dos mil años de discursos cristianos: la anatomía, la medicina, la fisiología, desde luego, pero también la filosofía, la teología y la estética contribuyen a la escultura cristiana de la carne.

La mirada que uno se dirige a sí mismo, la del médico, la del especialista en diagnóstico por imágenes, la filosofía de la salud y la enfermedad, el concepto de sufrimiento, el papel que se le otorga al dolor, por lo tanto, la relación con la farmacopea, las sustancias, las drogas, el lenguaje que usa el que cura para dirigirse al enfermo, así como también la relación de uno consigo mismo, la integración de una imagen de sí y la construcción de un ideal del yo fisiológico, anatómico y psicológico, nada de eso se construye sin los discursos mencionados. Así pues, la cirugía o la farmacología, la medicina alopática y los cuidados paliativos, la ginecología y la tanatología, el servicio de emergencias y la oncología, la psiquiatría y la clínica experimentan la ley judeocristiana sin percibir en particular de modo claro los síntomas de esa contaminación ontológica.

La pusilanimidad bioética contemporánea proviene de ese dominio invisible. Las decisiones políticas laicas al respecto corresponden poco más o menos a las posiciones que la Iglesia formula sobre esos grandes temas. No es sorprendente que la ética de la bioética siga siendo fundamentalmente judeocristiana. Aparte de la legislación del aborto y la contracepción artificial, esos dos avances hacia un cuerpo poscristiano —que he llamado, por otro lado, cuerpo fáustico—, la medicina occidental sigue muy de cerca las incitaciones de la Iglesia.

La Carta al personal de la salud del Vaticano condena la transgénesis, la experimentación con el embrión, la fecundación in vitro y la transferencia embrionaria, las madres portadoras, la procreación asistida médicamente para las parejas no casadas u homosexuales, el clonaje reproductivo y también el terapéutico, los cócteles analgésicos que anulan la conciencia al final de la vida, la utilización terapéutica del cannabis, la eutanasia. En cambio, elogia los cuidados paliativos e insiste en el papel salutífero del dolor, posiciones que los comités de ética, en apariencia laicos y separados falsamente de la religión, repiten a coro...

Por cierto, cuando en Occidente los que curan abordan el cuerpo enfermo, la mayoría de las veces ignoran que piensan, actúan y diagnostican a partir de su formación, que incluye la episteme cristiana. No entra en juego la conciencia, sino una serie de determinismos más profundos y antiguos que remiten a los momentos en que se elaboró el temperamento, el carácter y la conciencia. El inconsciente del terapeuta y el del paciente provienen de un mismo baño metafísico. El ateísmo exige trabajar sobre esos formateos invisibles pero que se imponen en los detalles de la vida cotidiana corporal: el análisis minucioso del cuerpo sexuado, sexual y de las relaciones correspondientes ocuparía un libro entero...

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Una tortura procedente del Paraíso. Segundo ejemplo: el derecho. En los Palacios de Justicia de Francia, están prohibidos los símbolos religiosos ostentosos y ostensibles. No se puede dictar una resolución legal bajo un crucifijo colgado en la pared, menos aún bajo un versículo de la Tora o un sura del Corán. Tanto el código civil como el penal pretenden afirmar el derecho y la ley con independencia de la religión y de la Iglesia. Ahora bien, no hay nada en la jurisdicción francesa que contradiga esencialmente las prescripciones de la Iglesia católica, apostólica y romana. La ausencia de un crucifijo en la sala de audiencias no garantiza la autonomía de la Justicia con respecto a la religión dominante.

Los fundamentos de la lógica jurídica derivan, por lo tanto, de las primeras líneas del Génesis. De allí proviene la genealogía judía (el Pentateuco) y cristiana (la Biblia) del código civil francés. El equipo, la técnica, la lógica, la metafísica del derecho, provienen en forma directa de lo que enseña la fábula del Paraíso original: un hombre libre, por lo tanto responsable, por lo tanto quizá culpable. Puesto que está dotado de libertad, el individuo puede elegir, optar y preferir una cosa a otra en el campo de las posibilidades. Toda acción emana, pues, de la elección libre y la voluntad libre, informada y manifiesta.

El postulado del libre albedrío es indispensable para comprender cómo continúan las operaciones represivas. Pues el consumo de la fruta prohibida, la desobediencia, la falta cometida en el jardín de las delicias, son consecuencia de un acto voluntario, por lo tanto merecedor de reproches y castigo. Adán y Eva hubiesen podido no pecar, porque fueron creados libres, pero prefirieron el vicio a la virtud. De ese modo, se les pueden pedir cuentas e incluso obligarlos a pagar. Y Dios lo hace, pues los condena, a ellos y a su descendencia, al pudor, la vergüenza, el trabajo, al parto con dolor, el sufrimiento, la vejez, la sumisión de las mujeres a los hombres, la dificultad de la intersubjetividad sexuada. Desde entonces, basándose en ese esquema y conforme al principio promulgado en los primeros momentos de las Escrituras, el juez puede emular a Dios en la tierra...

Aunque el tribunal funcione sin símbolos religiosos, actúa, sin embargo, de acuerdo con esa metafísica: el violador de niños es libre, puede elegir entre la sexualidad normal con una pareja responsable y la violencia aterradora con víctimas que destruye para siempre. En su conciencia, dotada del libre albedrío que le permite optar, prefiere la violencia, ¡a pesar de que hubiese podido decidir otra cosa! De modo que el tribunal puede pedirle cuentas, escucharlo apenas, no oírlo y mandarlo a prisión por varios años, donde con toda probabilidad se dejará violar a manera de bienvenida antes de pudrirse en una celda de donde lo sacarán después de haber desatendido la enfermedad que lo aqueja...

¿Quién toleraría que un hospital encerrase en una celda a un hombre o a una mujer a quien se le ha descubierto un tumor en el cerebro —que no ha sido elegido como tampoco lo fue el tropismo paidofílico—, exponiéndolo a la violencia represiva de algunos compañeros de sala mantenidos en el salvajismo etológico de un confinamiento carcelario, antes de abandonarlo, durante casi la mitad de su vida, a la acción del cáncer, sin cura, sin cuidados ni terapias? ¿Quién? Respuesta: todos los que ponen en movimiento la máquina judicial y la hacen funcionar como una maquinaria hallada en las puertas del Jardín del Edén, sin preguntarse qué es, por qué está allí ni cómo funciona...

La máquina de la colonia penitenciaria de Kafka repercute a diario en los palacios llamados de Justicia europeos y en sus prisiones contiguas. El choque entre el libre albedrío y la elección voluntaria del Mal que legitima la responsabilidad, por lo tanto la culpabilidad, por lo tanto el castigo, presupone el funcionamiento de un pensamiento mágico que ignora lo que la obra poscristiana de Freud ilustra a través del psicoanálisis y la de otros filósofos que demuestran el poder de los determinismos inconscientes, psicológicos, culturales, sociales, familiares, etológicos, etcétera...

El cuerpo y el derecho, sobre todo cuando se piensan, se creen y se hacen pasar por laicos, surgen de la episteme judeocristiana. A lo que podríamos agregarle, para completar el inventario de los campos en cuestión, aunque éste no sea el lugar apropiado, los análisis sobre la pedagogía, la estética, la filosofía, la política —¡ah!, la sacrosanta trinidad: trabajo, familia, patria...—, y muchas otras actividades en las que podemos encontrar la impregnación religiosa bíblica. Un esfuerzo más para ser verdaderamente republicano...

 

5

Sobre la ignorancia cristiana. Podremos comprender que se ignore el funcionamiento de las lógicas de impregnación al hacer hincapié en el hecho de que muchas de esas determinaciones se dan en el registro inconsciente, inaccesible a los niveles de captación de la conciencia informada y lúcida. Las interferencias entre los sujetos y dicha ideología se manifiestan fuera del lenguaje, sin los signos de una reivindicación abierta. Salvo la teocracia asumida —los regímenes políticos visiblemente inspirados en alguno de los tres Libros—, la gran mayoría, incluso los practicantes, actores e individuos a los que concierne, ignora la genealogía judeocristiana de prácticas laicas la mayor parte del tiempo.

La invisibilidad del proceso sólo se refiere a su modo de difusión inconsciente. Presupone del mismo modo la incultura judeocristiana de gran parte de los interesados. Incluso entre los creyentes y practicantes a menudo desinformados, o cuya información proviene sólo del caldo ideológico impuesto por la institución y sus auxiliares. La misa dominical no se ha destacado nunca como lugar de reflexión, análisis, cultura, saber difundido e intercambiado, tampoco el catecismo, ni los rituales y liturgias de las otras religiones monoteístas.

Las mismas observaciones valen para los rezos ante el Muro de los Lamentos o las cinco reverencias diarias de los musulmanes: rezan y repiten las invocaciones. Ejercitan la memoria, aunque no la inteligencia. Para los cristianos, las prédicas de Bossuet constituyen una excepción en medio de un mar de banalidades dos veces milenarias. Y por cada Averroes o cada Avicenas —pretextos tan útiles...—, ¿cuántos imanes hipermnésicos pero hipointeligentes?

La construcción de su religión, los debates y controversias, las invitaciones a reflexionar, analizar y criticar, las confrontaciones de información contradictoria y los debates polémicos brillan por su ausencia en la comunidad, en la que triunfan más bien el psitacismo y el reciclaje de fábulas con la ayuda de una maquinaria bien aceitada que repite pero no innova, y que requiere memoria pero no inteligencia. Salmodiar, recitar y repetir no es pensar. Tampoco lo es rezar. Ni mucho menos.

Oír por enésima vez un texto de Pablo e ignorar el nombre de Gregorio Nacianceno, armar el Nacimiento todos los años y no saber qué eran las querellas fundadoras del arrianismo o el concilio sobre la iconofilia; comulgar con pan ácimo y desconocer la existencia del dogma de la infalibilidad papal; asistir a la misa de Gallo y no saber nada de la reivindicación por parte de la Iglesia de la fecha pagana del solsticio de invierno en la que se celebraba el sol invictus; asistir a bautismos, casamientos o sepelios de familiares ante el altar y nunca haber oído hablar de los evangelios apócrifos; inclinarse bajo el crucifijo y pasar por alto el dato de que por el crimen del que se acusó a Jesús en su proceso no se crucificaba sino que se lapidaba; y tantos otros obstáculos culturales debidos a la fetichización de los ritos y las prácticas: he aquí lo que plantea un problema para el hipotético ejercicio lúcido de la religión...

La vieja incitación del Génesis a no querer saber, a contentarse con creer y obedecer, a preferir la fe al conocimiento, a rechazar el amor a la ciencia y enaltecer la pasión por la sumisión y la obediencia, no contribuye a elevar el debate; la etimología de musulmán significa, según el diccionario Littré, sometido a Dios y a Mahoma; la imposibilidad de actuar hasta en el mínimo detalle de la vida cotidiana fuera de las prescripciones milimétricas de la Tora; todo ello disuade de preferir la Razón a la sumisión... Como si la religión tuviera necesidad de inocencia, incultura e ignorancia para poder expandirse y asegurar su existencia.

Por otra parte, cuando hay cultura religiosa e histórica —a menudo entre los profesionales de la religión...—, ésta pasa a formar parte de un arsenal jesuítico sin nombre. Siglos de retórica, un milenio de sofisterías teológicas, bibliotecas de minucias escolásticas, permiten la utilización del saber como un arma: el cuidado se debe menos a la argumentación honesta que a la apologética, arte que Tertuliano ejerció con brío a favor del cristianismo y que implica la sumisión de toda la historia y de todas las referencias al presupuesto ideológico del polemista. Véase la doble acepción del epíteto "jesuita"1...

' Hipócrita, taimado. [N. de la T.]

¿Le haremos notar a un cristiano que después de la conversión de Constantino la Iglesia optó por los poderosos, dejando de lado a los humildes y a los pobres? Responderá: "teología de la liberación", dejando de lado al mismo tiempo la condena a dicha teología de Juan Pablo II, cabeza y guía de la Iglesia. ¿Le expondremos las pruebas de que el cristianismo paulino, es decir, el oficial, ha denigrado el cuerpo, la carne, el placer, y que desprecia a las mujeres? La misma réplica: "éxtasis místico", callando el hecho de que las manifestaciones de ese tipo han llevado al Vaticano a condenar en vida al erotómano antes de proceder a la recuperación, vía la canonización, beatificación y otras ceremonias de rehabilitación de los descarriados del pasado. ¿Le hablaremos de los genocidios de los amerindios en nombre de la muy católica religión, y de la negación del alma y de la humanidad de los indios que profesaron los devotos colonizadores? Se reirá con ganas: "Bartolomé de las Casas", olvidando al pasar que, por más defensor teórico de los indios que fuera, no por ello ese valiente cristiano dejó de alimentar las hogueras con libros escritos por los guatemaltecos, mientras tomaba recaudos para que se descubriera, sólo después de su muerte, y por testamento, que equiparaba la causa de los negros a la de los indios...

La misma lógica se aplica a los intérpretes de las leyes coránicas —ayatolás y mulás— que intentan darles sentido y coherencia a textos contradictorios en el cuerpo mismo de su libro sagrado, haciendo malabares con los suras, los versículos y los miles de hadit, o haciendo trampa con los versículos derogantes y los versículos derogados. ¿Les llamamos la atención sobre el odio hacia los judíos y los no musulmanes que atiborra las páginas del Corán? Nos remitirán a la práctica de la dhima que, en forma vaga, permite la existencia y la protección de las personas del Libro no musulmán. Pero evitan con cuidado explicar que dicha protección se da sólo después del pago en moneda contante y sonante de un impuesto: la gizya. Lo cual equipara esta pretendida tolerancia a una práctica mañosa de protección del individuo sometido al financiamiento de la empresa que lo extorsiona... ¡O cómo inventar el impuesto revolucionario!

Los olvidos, la pérdida de información y el sometimiento a la obediencia más que a la inteligencia vacían la religión de sus contenidos auténticos, para no producir más que una pálida Vulgata apenas adaptable a las formas metafísicas y sociológicas. Al estilo de los marxistas que se creen tales y niegan la lucha de clases, y luego dejan de lado la dictadura del proletariado, numerosos judíos, cristianos y musulmanes se fabrican una moral a la medida que implica extraer citas del corpus a conveniencia para constituir una regla de juego y una pertenencia colectiva en perjuicio de la totalidad de su religión. De ahí proviene el doble movimiento de la desaparición de prácticas visibles coextensiva al reforzamiento de la episteme dominante. Lo mismo que el ateísmo cristiano...

 

6

El ateísmo cristiano. Durante mucho tiempo el ateo funcionó como la cara opuesta del cura, punto por punto. El negador de Dios, fascinado por su enemigo, a menudo adoptó varias de sus manías y defectos. Ahora bien, el clericalismo ateo no ofrece nada de interés. Las capillas de librepensamiento, las uniones racionalistas tan proselitistas como el clero y las logias masónicas al estilo de la Tercera República, apenas llaman la atención. Se trata, en adelante, de apuntar hacia lo que Deleuze llama un ateísmo tranquilo, es decir, menos una posición estática de negación o de lucha contra Dios que un método dinámico que desemboque en una proposición positiva, que deberá construirse después de la lucha. La negación de Dios no es un fin, sino un medio para alcanzar la ética poscristiana o francamente laica.

Para empezar a definir los límites del ateísmo poscristiano, detengámonos en lo que aún debemos superar en la actualidad: el ateísmo cristiano o el cristianismo sin Dios. ¡Extraña quimera, una vez más! Pero existe, y caracteriza a un negador de Dios que afirma al mismo tiempo la excelencia de los valores cristianos y la índole insuperable de la moral evangélica. Su trabajo presupone la disociación de la moral y la trascendencia: el bien no tiene necesidad de Dios, de cielo o de un anclaje inteligible, pues se basta a sí mismo y depende de una necesidad inmanente: proponer una regla de juego y un código de conducta entre los hombres.

La teología deja de ser la genealogía de la moral, y la filosofía toma el relevo. Mientras que la lectura judeocristiana supone una lógica vertical —desde lo bajo de los humanos hacia lo alto de los valores—, la hipótesis del ateísmo cristiano propone una exposición horizontal: nada fuera de lo racionalmente deducible ni disposiciones en otro campo que no sea el mundo real y sensible. Dios no existe, las virtudes no se derivan de una revelación, no descienden del cielo, sino que provienen de un enfoque utilitarista y pragmático. Los hombres se dan a sí mismos las leyes y no tienen necesidad para ello de recurrir a un poder extraterrestre.

La escritura inmanente del mundo distingue al ateo cristiano del cristiano creyente. Pero no los valores comunes. El sacerdote y el filósofo, el Vaticano y Kant, los Evangelios y la Crítica de la razón práctica, la madre Teresa y Paul Ricceur, el amor al prójimo católico y el humanismo trascendental de Luc Ferry tal como lo expone en El Hombre-Dios, la ética cristiana y las grandes virtudes de André Comte-Sponville, evolucionan en un campo común: la caridad, la templanza, la compasión, la misericordia, la humildad, pero también el amor al prójimo y el perdón de las ofensas, poner la otra mejilla cuando nos pegan una vez, el desinterés por los bienes de este mundo, la ascesis ética que rechaza el poder, los honores, las riquezas como falsos valores que desvían de la verdadera sabiduría. Estas son las opciones que se profesan teóricamente. El ateísmo cristiano deja de lado, la mayor parte del tiempo, el odio paulino del cuerpo, el rechazo de los deseos, los placeres, las pulsiones y las pasiones. Más de acuerdo con su época sobre las cuestiones de la moral sexual que los cristianos con Dios, los defensores de un retorno a los Evangelios —con el pretexto del retorno a Kant, incluso a Spinoza— consideran que el remedio contra el nihilismo de nuestro tiempo no necesita un esfuerzo poscristiano, sino una relectura laica e inmanente del contenido y del mensaje de Cristo. Desde el continente judío, Vladimir Jankélevitch —véase su Tratado de las virtudes—, Emmanuel Levinas —léase Humanismo del otro hombre o Totalidad e infinito—, pero también hoy Bernard-Henri Lévy —El testamento de Dios— o Alain Finkielkraut —Sabiduría del amor—, proporcionan a este judeocristianismo sin Dios una parte de sus modelos.

 

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Un ateísmo posmoderno. La superación del ateísmo cristiano permite plantear, sin caer en la redundancia al calificarlo así, un auténtico ateísmo ateo..., este casi pleonasmo para significar la negación de Dios acoplada a una negación de una parte de los valores que se desprenden de ello, sin duda, pero también para cambiar de episteme y luego desplazar la moral y la política sobre otra base, no nihilista sino poscristiana. No se trata de acondicionar las iglesias, tampoco de destruirlas, sino de construir más allá, en otra parte, otra cosa, para los que no quieran seguir habitando intelectualmente lugares que ya fueron demasiado utilizados.

El ateísmo posmoderno anula la referencia teológica, pero también la científica, para construir una moral. Ni Dios, ni Ciencia, ni Cielo inteligible, ni el recurso a propuestas matemáticas, ni Tomás de Aquino, ni Auguste Comte o Marx; sino la Filosofía, la Razón, la Utilidad, el Pragmatismo, el Hedonismo individual y social, entre otras propuestas a desarrollar dentro del campo de la inmanencia pura, en favor de los hombres, para ellos y por ellos, y no para Dios o por Dios.

La superación de los modelos religiosos y geométricos en la historia vino por el lado de los anglosajones Jeremy Bentham —léase y reléase Deontología, por ejemplo— y su discípulo, John Stuart Mills. Ambos echaron las bases de construcciones intelectuales, aquí y ahora, y aspiraron a edificaciones modestas, es verdad, pero habitables: no eran catedrales inmensas e inhóspitas, aunque bellas a la vista —como las edificaciones del idealismo alemán—, poco prácticas, sino obras en condiciones de ser realmente habitadas.

El Bien y el Mal existen no sólo porque coinciden con las nociones de fiel o infiel en la religión, sino porque atañen a la utilidad y la felicidad de la gran mayoría. El contrato hedonista —no puede ser más inmanente...— legitima la intersubjetividad, condiciona el pensamiento y la acción, y prescinde completamente de Dios, la religión y los curas. No hay necesidad de amenazar con el Infierno o de seducir con el Paraíso, y de nada sirve fundar una ontología de premio y castigo post mortem para alentar las buenas acciones, justas y rectas. Una ética sin obligaciones ni sanciones trascendentes.

 

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Principios de ateología. La ateología se propone realizar tres tareas: primero —segunda parte— deconstruir los tres monoteísmos y mostrar cómo, a pesar de sus diversidades históricas y geográficas, a pesar del odio que se manifiestan los protagonistas de las tres religiones desde hace siglos, a pesar de la aparente irreductibilidad, en la superficie, de la ley mosaica, de los dichos de Jesús y de la palabra del Profeta, a pesar de los tiempos genealógicos diferentes de las tres variaciones llevadas a cabo durante más de diez siglos de un solo y único tema, la base sigue siendo la misma. Variaciones de grado, no de naturaleza.

¿Y qué hay en esa base, justamente? Una serie de odios impuestos con violencia a lo largo de la historia por los hombres que se pretenden depositarios e intérpretes de la palabra de Dios, los clérigos: odio a la inteligencia —los monoteístas prefieren la obediencia y la sumisión—; odio a la vida, reforzado por una indefectible pasión tanatofílica; odio a este mundo, desvalorizado sin cesar con respecto a un más allá, único depositario de sentido, verdad, certidumbre y bienaventuranza posibles; odio al cuerpo corruptible, despreciado hasta en sus mínimos detalles, mientras que al alma eterna, inmortal y divina se le adjudican todas las cualidades y virtudes; por último, odio a las mujeres, al sexo libre y liberado en nombre del Ángel, ese anticuerpo arquetípico común a las tres religiones.

Una vez desmontada la reactividad de los monoteísmos con respecto a la vida inmanente y posiblemente gozosa, la ateología puede ocuparse en particular de una de las tres religiones para ver cómo se constituye, se instala y se enraíza en principios que presuponen siempre la falsificación, la histeria colectiva, la mentira, la ficción y los mitos a los que se les otorgan plenos poderes. La reiteración de una suma de errores por la mayoría termina por volverse un corpus de verdades intocables, bajo pena de peligros gravísimos para los incrédulos, desde las hogueras cristianas del pasado hasta las fatwas musulmanas del presente.

Para intentar ver cómo se fabrica una mitología, podemos proponer —tercera parte— una deconstrucción del cristianismo. En efecto, la construcción de Jesús procede de una falsificación reductible a momentos precisos en la historia durante  uno o dos siglos: la cristalización de la histeria de una época en una figura que cataliza lo maravilloso, reúne las aspiraciones milenaristas, proféticas y apocalípticas de la época en un personaje conceptual llamado Jesús; la existencia metodológica y de ningún modo histórica de esa ficción; la amplificación y la promoción de esa fábula por Pablo de Tarso, que se creía el delegado de Dios cuando en realidad sólo estaba cursando su propia neurosis; su odio hacia sí mismo transformado en odio hacia el mundo: su impotencia, su resentimiento y la revancha de un aborto —según su propio término...— transformados en motor de una individualidad que se expandió por toda la cuenca mediterránea; el goce masoquista de un hombre ampliado a la dimensión de una secta entre miles de la época; todo eso surge cuando reflexionamos un poquito, rechazamos, en materia de religión, la obediencia o la sumisión, y llevamos a cabo un acto antiguo y prohibido: saborear la fruta del árbol del conocimiento...

La deconstrucción del cristianismo implica, por cierto, un desmontaje de la elaboración de la ficción, pero también un análisis del futuro universal de esa neurosis. De ahí provienen las consideraciones históricas sobre la conversión política de Constantino a la religión sectaria por puras razones de oportunismo histórico. En consecuencia, el devenir imperial de una práctica limitada a un puñado de iluminados adquiere claridad: de perseguidos y minoritarios, los cristianos pasan a ser perseguidores y mayoritarios, gracias a la intercesión de un emperador convertido en uno de ellos.

El decimotercer apóstol, como Constantino se proclamó durante un Concilio, levantó un Imperio totalitario que dictó leyes violentas contra los no cristianos y practicó una política sistemática de erradicación de la diferencia cultural. Hogueras y autos de fe, persecuciones físicas, confiscación de bienes, exilios forzados y forzosos, asesinatos y actos insultantes, destrucción de edificios paganos, profanación de lugares y objetos de culto, incendio de bibliotecas, reciclaje arquitectónico de edificios religiosos antiguos en nuevos monumentos o como relleno de caminos, etcétera.

Con plenos poderes durante varios siglos, lo espiritual se confundió con lo temporal... De ahí —cuarta parte— surgió una deconstrucción de las teocracias que presuponen la reivindicación práctica y política del poder que pretendidamente emana de un Dios que no habla, y con razón, pero al que hacen hablar los sacerdotes y el clero. En nombre de Dios, pero por medio de sus supuestos servidores, el Cielo ordena lo que debemos hacer, pensar, vivir y practicar aquí en la Tierra para complacerlo. Y los mismos que pretenden predicar Su palabra afirman su competencia para la interpretación de lo que El piensa de los actos realizados en Su nombre...

La teocracia encuentra su panacea en la democracia: el poder del pueblo, la soberanía inmanente de los ciudadanos contra el pretendido magisterio de Dios, de hecho, de los que lo invocan... En nombre de Dios, la historia es testigo, los tres monoteísmos han hecho correr durante siglos increíbles ríos de sangre. Guerras, expediciones punitivas, masacres, asesinatos, colonialismo, etnocidios, genocidios, Cruzadas, Inquisiciones, ¡y hoy, hiperterrorismo universal!

Deconstruir los monoteísmos, desmistificar el judeocristianismo —también el islam, por supuesto—, luego desmontar la teocracia: éstas son las tres tareas inaugurales para la ateología. A partir de ellas, será posible elaborar un nuevo orden ético y crear en Occidente las condiciones para una verdadera moral poscristiana donde el cuerpo deje de ser un castigo y la tierra, un valle de lágrimas; la vida, una catástrofe; el placer, un pecado; las mujeres, una maldición; la inteligencia, una presunción y la voluptuosidad, una condena.

A lo que podríamos añadirle, por lo tanto, una política más fascinada con la pulsión de vida que con la pulsión de muerte. El Otro no se pensaría a sí mismo como un enemigo, adversario o diferencia que hay que suprimir, reducir, someter, sino como la oportunidad de establecer aquí y ahora una intersubjetividad, no bajo la mirada de Dios o de los dioses, más bien bajo la de sus protagonistas, en la inmanencia más radical. De manera que el Paraíso funcionaría menos como ficción del Cielo que como ideal de la razón en la Tierra. Soñemos un poco...

 

Segunda parte

Monoteísmos

 

I Tiranías y servidumbres de los mundos subyacentes

 

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El ojo perverso del monoteísmo. Sabemos que los animales no tienen dios. Libres de religión, ignoran el incienso y la hostia, las genuflexiones y los rezos, no los vemos extasiados ante los astros o los sacerdotes, no construyen catedrales, ni templos, nunca los sorprendemos dirigiendo invocaciones a obras de ficción. Con Spinoza, imaginamos que si se crearan un Dios, lo inventarían a su imagen y semejanza: con grandes orejas para los asnos, una trompa para los elefantes y un aguijón para las abejas. Del mismo modo, pues, cuando a los hombres se les mete en la cabeza dar a luz a un Dios único, lo hacen a su imagen y semejanza: violento, celoso, vengativo, misógino, agresivo, tiránico, intolerante... En resumidas cuentas, esculpen su pulsión de muerte, el aspecto sombrío, y hacen de ello una máquina lanzada a toda velocidad contra sí mismos...

Pues únicamente los hombres inventan mundos subyacentes, dioses o un solo Dios: sólo ellos se prosternan, humillan y rebajan; sólo ellos fantasean y creen firmemente en historias inventadas con esmero para evitar mirar cara a cara su destino; sólo ellos, a partir de esas ficciones, construyen un delirio que arrastra consigo una retahila de disparates peligrosos y nuevas evasivas; solos, según el principio de la máxima estupidez, trabajan con ardor por la realización de lo que, sin embargo, esperan evitar más que nada: la muerte.

¿La vida les parece insoportable con la muerte como fin ineludible? Rápidamente se avienen a llamar al enemigo para que gobierne su vida; desean morir un poco, con regularidad, todos los días, a fin de creer, cuando llegue la hora, que les será más fácil morir. Las tres religiones monoteístas incitan a renunciar a la vida del aquí y ahora, con el pretexto de que algún día será necesario resignarse a ello: preconizan un más allá (ficticio) para impedir el goce pleno en la tierra (real). ¿Su combustible? La pulsión de muerte y las incesantes variaciones sobre el tema.

¡Extraña paradoja! La religión responde al vacío ontológico que descubre todo el que se entera de que va a morir un día, que su estadía en la tierra está limitada en el tiempo y que la vida se inscribe brevemente entre dos nadas. Las fábulas aceleran el proceso. Instalan la muerte en la tierra en nombre de la eternidad en el cielo. Por ello, arruinan el único bien del que disponemos: la materia viva de una existencia cortada de raíz con el pretexto de su finitud. Ahora bien, dejar de ser para evitar la muerte es un mal cálculo. Pues dos veces pagamos a la muerte un tributo que hubiese bastado con pagar una vez.

La religión surge de la pulsión de muerte. Esa extraña fuerza perversa en el vacío del ser trabaja para destruir lo que es. Donde algo vive, se expande, vibra, se mueve una fuerza contraria indispensable para el equilibrio que desea detener el movimiento e inmovilizar el flujo. Cuando la vitalidad abre caminos, cava galerías, la muerte se activa, es su modo de vida, su manera de ser. Echa a perder los proyectos de ser para destruir el conjunto. Venir al mundo es descubrir el ser para la muerte; ser para la muerte es vivir día a día el descuento de la vida. Sólo la religión parece detener el movimiento. En realidad, lo precipita...

Cuando se vuelve contra uno mismo, la pulsión de muerte genera todas las conductas de riesgo, los tropismos suicidas y las exposiciones al peligro; dirigida contra el otro, genera agresión, violencia, crímenes y asesinatos. La religión del Dios único se adhiere a esos movimientos: trabaja a favor del odio hacia sí mismo, el desprecio al cuerpo, el desprestigio de la inteligencia, la denigración de la carne y la valorización de todo lo que niega la subjetividad gozosa; proyectada contra el otro, fomenta el desprecio, la maldad y la intolerancia que dan lugar a los racismos, la xenofobia, el colonialismo, las guerra y la injusticia social. Una mirada a la historia basta para comprobar la miseria y los ríos de sangre vertidos en nombre del Dios único...

Los tres monoteísmos, a los que anima la misma pulsión de muerte genealógica, comparten idénticos desprecios: odio a la razón y a la inteligencia; odio a la libertad; odio a todos los libros en nombre de uno solo; odio a la vida; odio a la sexualidad, a las mujeres y al placer; odio a lo femenino; odio al cuerpo, a los deseos y pulsiones. En su lugar, el judaísmo, el cristianismo y el islam defienden la fe y la creencia, la obediencia y la sumisión, el gusto por la muerte y la pasión por el más allá, el ángel asexuado y la castidad, la virginidad y la fidelidad monogámica, la esposa y la madre, el alma y el espíritu. Eso es tanto como decir "crucifiquemos la vida y celebremos la nada".

 

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Aplastar la inteligencia. El monoteísmo detesta la inteligencia, esa virtud sublime definida como el arte de unir lo que, a priori y casi siempre, parece desunido. Posibilita las causalidades inesperadas, pero verdaderas: enuncia explicaciones racionales, convincentes, basadas en razonamientos, y rechaza todas las ficciones fabricadas. Con la inteligencia, evitamos los mitos y los cuentos para niños. No hay paraíso después de la muerte, ni alma salvada o condenada, no hay Dios que todo lo sabe y todo lo ve: bien dirigida, y según el orden lógico, la inteligencia, atea a priori, impide el pensamiento mágico.

Los defensores de la ley mosaica, de las tonterías crísticas y de sus clones coránicos comparten la misma fábula sobre el origen de la negatividad en el mundo: en el Génesis (3:6) —tanto en la Tora como en el Antiguo Testamento de la Biblia cristiana— y en el Corán (2:29), encontramos la misma historia de Adán y Eva en un Paraíso en el que un Dios prohíbe acercarse a un árbol mientras que un demonio incita a la desobediencia. Versión monoteísta del mito griego de Pandora, la primera mujer comete lo irreparable, sin duda alguna, y su acto propaga el mal por todo el planeta.

Ese relato, que en tiempos normales sólo sirve para engrosar la colección de cuentos o historias sin pies ni cabeza, ha tenido consecuencias considerables en las civilizaciones. Odio a las mujeres y a la carne, culpa y deseo de arrepentimiento, búsqueda de una reparación imposible y sometimiento a la necesidad, fascinación por la muerte y pasión por el dolor: otras tantas ocasiones para activar la pulsión de muerte.

¿Qué deja entrever esta historia? Un Dios que prohíbe a la pareja primordial comer del fruto del árbol del conocimiento. Sin duda, se trata de una metáfora. Fue necesario que los Padres de la Iglesia sexualizaran la historia, porque el texto es claro: comer ese fruto desengaña y permite distinguir entre el bien y el mal, por lo tanto, ser semejante a Dios. Un versículo habla de un árbol deseable para adquirir la inteligencia (3:6). No hacer caso de la imposición es preferir el saber a la obediencia, querer saber antes que someterse. Digámoslo de otro modo: optar por la filosofía contra la religión.

¿Qué significa la prohibición de la inteligencia? Todo se puede en ese magnífico jardín, menos volverse inteligente —el árbol del conocimiento— o inmortal —¿el árbol de la vida?—. ¿Qué destino les reserva Dios a los hombres? ¿La imbecilidad y la mortalidad? Sólo un Dios muy perverso sería capaz de ofrecer esos dones a sus criaturas... Alabemos, pues, a Eva, que opta por la inteligencia al precio de la muerte, cuando Adán no percibe de inmediato lo que está en juego en el Paraíso: la eterna felicidad del imbécil contento.

Después que la dama comió del fruto sublime, ¿qué descubrieron los desgraciados? Lo real. Lo real y nada más: la desnudez, sus partes pudendas, pero también, luego de la reciente adquisición del saber, su lado cultural, al menos sus potencialidades por medio de la creación de un taparrabos con hojas de higuera —y no de parra—... Y también el rigor de lo cotidiano, lo trágico de todo destino, la brutalidad de la diferencia sexual, el abismo que separa para siempre a hombre y mujer, la imposibilidad de evitar el trabajo pesado, la maternidad dolorosa y la muerte soberana. Una vez liberados, y para evitar la transgresión que permite acceder a la vida eterna —pues el árbol de la vida roza el árbol del conocimiento—, el Dios único, desde luego bueno, dulce, amable y generoso, expulsó a Adán y a Eva del Paraíso. Aquí estamos desde entonces...

Primera lección: si rechazamos la ilusión de la fe, el consuelo de Dios y las fábulas de la religión, si preferimos querer saber y optamos por el conocimiento y la inteligencia, entonces lo real se nos aparecerá tal como es: trágico. Pero más vale una verdad que mata de inmediato la ilusión y permite no perder del todo la vida sometiéndola a la muerte en vida, que una historia que consuela en el momento, sin duda, pero no toma en cuenta nuestro verdadero bien: la vida del aquí y ahora.

 

3

La letanía de las prohibiciones. No satisfecho con la prohibición de comer el fruto prohibido, Dios no cesó de manifestarse mediante interdicciones. Las religiones monoteístas no viven sino de prescripciones y de exhortaciones: hacer y no hacer, decir y no decir, pensar y no pensar, actuar y no actuar... Prohibido y autorizado, lícito e ilícito, aprobado y desaprobado, los textos religiosos abundan en codificaciones existenciales, alimentarias, de comportamiento, rituales, y otras...

Pues la obediencia sólo se puede evaluar de modo adecuado través de las prohibiciones. Cuanto más se multiplican, más numerosas son las posibilidades de fallar; cuanto más se reducen las probabilidades de perfección, más aumenta la culpabilidad. Y a Dios le viene bien —al menos al clero que se vale de él— poder manejar ese poderoso recurso psicológico. Todos deben saber, todo el tiempo, que tienen que obedecer siempre, conformarse a las reglas y actuar como es debido, tal como la religión manda. No hay que comportarse como Eva sino, igual que Adán, someterse a la voluntad del Dios único.

Por la etimología nos enteramos de que islam significa sumisión... Y no hay mejor manera de renunciar a la inteligencia que sometiéndose a las prohibiciones de los hombres. Pues oímos mal, poco o nada la voz de Dios. ¿Cómo puede manifestar sus preferencias alimentarias, rituales, de indumentaria, si no por mediación de un clero que impone prohibiciones y decide en su nombre qué es lo lícito y lo ilícito? Obedecer esas leyes y reglas es someterse a Dios, tal vez, pero, con mayor seguridad, a quien se apoya en su autoridad: el sacerdote.

En el Jardín del Edén, Dios hablaba con Adán y Eva, época bendita de relación directa entre la Divinidad y sus criaturas. .. Pero después de la expulsión del Paraíso, se rompió el contacto. De ahí proviene el interés de manifestar Su presencia en el mínimo detalle, en todo momento de la vida cotidiana, en el gesto más ínfimo... No sólo en el cielo: Dios vigila y amenaza en todas partes; también el diablo, pues, acecha en la sombra...

Lo esencial está en la anécdota: por ejemplo, los judíos tienen prohibido comer crustáceos, porque Dios siente repugnancia por los animales sin aletas ni escamas que, por añadidura, muestran el esqueleto en el exterior; del mismo modo, los cristianos evitan la carne el Viernes Santo —día célebre por su exceso de hemoglobina—; e incluso los musulmanes se cuidan de no saborear la morcilla. Vemos aquí tres ocasiones, entre otras, de demostrar la fe, la creencia, la piedad y la devoción a Dios...

Lo lícito y lo ilícito ocupan un lugar destacado en la Tora y el Talmud, no tanto en el Corán, pero sí en los hadit. El cristianismo —rindámosle honores a San Pablo, una vez al año no hace daño— no se hace cargo en absoluto de lo que, en el Levítico o en el Deuteronomio —entre otros textos que imponen prohibiciones mayores—, obliga, impide y coarta en todas las esferas de la vida: modales de mesa, los comportamientos en la cama, la cosecha, la textura y los colores del guardarropa, el empleo del tiempo cada hora...

Los Evangelios no prohíben ni el vino ni el cerdo, ni ningún alimento, como tampoco obligan a llevar una ropa determinada. La pertenencia a la comunidad cristiana presupone la adhesión al mensaje evangélico, y no a detalles de prescripción delirante. A ningún cristiano se le ocurriría prohibirle el sacerdocio a un individuo contrahecho, ciego, cojo, desfigurado, deforme, jorobado y enclenque, como Yahvé le pide a Moisés que tome en cuenta con respecto a los que consideren el culto como profesión (Levítico 21:16)... En cambio, Pablo conserva la manía de lo lícito e ilícito sólo en el campo sexual. En este punto, los Hechos de los Apóstoles muestran una íntima relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Los judíos y los musulmanes están obligados a pensar en Dios cada segundo de su vida. Desde que se levantan hasta que se acuestan, pasando por las horas de rezos, nada queda librado a la interpretación: lo que se debe o no se debe comer, la manera de vestirse, cualquier comportamiento, incluso el más insignificante a priori. No se permite el juicio personal o la evaluación individual: obediencia y sumisión. Negación de toda libertad de acción y declaración del reinado de la necesidad. La lógica de lo lícito y lo ilícito encierra al individuo en una cárcel donde la abdicación de la voluntad equivale a un juramento de fidelidad y a la demostración de comportamiento devoto: una inversión que se recupera hasta el último centavo, pero más tarde, en el Paraíso...

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La obsesión de la pureza. La pareja lícito/ilícito funciona con el dúo puro/impuro. ¿Qué es puro? ¿O impuro? ¿Quién lo es? ¿Quién no lo es? ¿Qué individuo decide sobre eso? ¿Autorizado y legitimado por quién? Lo puro designa lo que carece de mezcla. Lo contrario de la aleación. Del lado de lo puro: el Uno, Dios, el Paraíso, la Idea, el Espíritu; en el lado opuesto, lo impuro: lo Diverso, lo Múltiple, el Mundo, lo Real, la Materia, el Cuerpo, la Carne. Los tres monoteísmos comparten esa visión del mundo y desacreditan la materialidad del mundo.

Sin duda alguna, es posible justificar una serie de impurezas que señala el Talmud, y que provienen de la sabiduría popular: declarar impuro el cadáver, la carroña, las secreciones de sustancias corporales, la lepra, es comprensible. El sentido común asocia la descomposición, la podredumbre y la enfermedad a riesgos y daños que pueden poner en peligro la salud de la comunidad. Contagiarse fiebres, contraer una enfermedad, generar una epidemia, una pandemia, propagar enfermedades de transmisión sexual, todo ello justifica el discurso preventivo y la medicina popular eficaz. Más vale prevenir que curar.

La impureza contamina: el lugar, el sitio, bajo la tienda, los objetos, a la gente, desde luego, pero también en la cercanía, las letrinas en las viviendas. La persona afectada corrompe, a su vez, todo lo que toca o con lo que entra en contacto, puesto que la purificación y las abluciones no ponen fin al estado de peligro colectivo. El médico encuentra medidas adecuadas para evitar la propagación del mal. Pero para otras impurezas el argumento profiláctico no se sostiene. ¿Qué arriesgamos al tocar a una mujer que tiene el período? ¿O a otra que acaba de dar a luz? Las dos son impuras. Cuanto más comprendemos el miedo a las secreciones anormales que pueden causar, en forma peligrosa, blenorragia, gonorrea o sífilis, tanto más nos preguntamos sobre el estigma de la sangre menstrual o el de la parturienta. A no ser que planteemos la hipótesis de que en ambos casos la mujer no es fértil y, por lo tanto, puede disponer libremente de su cuerpo y de su sexualidad sin exponerse al embarazo, un estado ontológicamente inaceptable para los rabinos, defensores del ideal ascético y de la expansión demográfica....

Los musulmanes comparten muchos de los conceptos judíos. Sobre todo, la fijación con respecto a la pureza. En el mundo entero, el cuerpo es impuro por el simple hecho de ser. De ahí surge la obsesión por purificarlo de modo permanente por medio de cuidados especiales: circuncisión, limpieza, rasurado de la barba y del bigote, corte del cabello y de las uñas, prohibición de ingerir alimentos no preparados en forma ritual, proscripción de todo contacto con los perros, prohibición absoluta de cerdo y de alcohol, por cierto, luego el rechazo enérgico de la materia corporal: orina, sangre, sudor, saliva, esperma y heces.

Una vez más podemos justificar, sin duda, todo eso de manera razonable —profilaxis, higiene, limpieza—, sin que sepamos por qué se prohíbe el cerdo y no la carne de camello: algunos plantean la hipótesis de que el cerdo fue el animal emblemático de algunas legiones romanas, un mal recuerdo in situ; otros se apoyan en el carácter omnívoro del animal que ingiere basura en lugares públicos. El odio al perro puede remitir a los riesgos de las mordeduras y la rabia; la condena del alcohol, al hecho de que las regiones calurosas parecen propicias a la pereza, al reposo y a la absorción inmoderada de líquidos, y por eso, más vale el agua o el té en grandes cantidades que las bebidas espirituosas, a causa de sus efectos. Para todo ello hay justificaciones racionales.

¿Pero por qué no contentarse con la práctica laica? ¿Cuál es la necesidad de transformar esas prevenciones de sentido común legítimo en reglas estrictas o leyes inflexibles, después de someter la salvación o la condena eterna al acatamiento de esas imposiciones? Que faltaba higiene en la limpieza personal, nadie lo discute, sobre todo en las épocas y regiones donde las cañerías, el agua corriente, los servicios sanitarios, las cámaras sépticas y los productos de desinfección no existían.

Pero varios hadit prescriben en detalle las modalidades de limpieza anal; no menos de tres piedras, ningún contacto con los desechos (!) ni con los huesos (!); no dirigir el chorro de orina en dirección a La Meca. Asimismo, prescriben los estados de pureza antes de la oración: no haber expulsado líquido prostático, gases, orina, heces, menstruación, por supuesto, y también, como causa de ruptura del vínculo con el islam, no haber tenido relaciones sexuales durante la regla de la compañera, ni relación anal, una vez más, debido al sexo separado de la procreación. .. Está mal visto el vínculo racional y razonable.

 

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Mantener alejado el cuerpo. Las series de prohibiciones judías y musulmanas —tan similares— son sólo comprensibles a través de la asociación sistemática del cuerpo con la impureza. Cuerpo sucio, desaseado, cuerpo infecto, cuerpo de materias abyectas, cuerpo libidinal, cuerpo maloliente, cuerpo de fluidos y líquidos, cuerpo infectado, cuerpo enfermo, cadáveres, cuerpos de perros y de mujeres, cuerpo de desechos, cuerpo de inmundicias, cuerpo sanguinolento, cuerpo hediondo, cuerpo sodomita, cuerpo estéril, cuerpo infecundo, cuerpo detestable...

Un hadit enseña la necesidad de purificarse practicando abluciones. Afirma que cuanto más numerosas sean esas prácticas, mayor será la posibilidad de contar en el cielo con un cuerpo glorioso, en el sentido cristiano del término. El día de la resurrección, el cuerpo renacerá con marcas luminosas en los puntos de contacto con el tapiz de la oración. Cuerpos de carne negra y sombría contra cuerpos de espíritu blanco e incandescente. ¿Quién, entre las almas simples, puede querer amar la carne terrestre pecaminosa, cuando la esperanza de un anticuerpo paradisíaco se presenta como una maravillosa certidumbre ante el creyente que se somete a las lógicas de lo lícito/ilícito, según el principio de lo puro/impuro? ¿Quién, pues?

El ritual de purificación proporciona, igualmente, oportunidades de mantener alejado el cuerpo, como en el límite de sí mismo. Cada órgano ocupa su lugar en el proceso de oraciones organizadas y ordenadas con meticulosidad. Nada escapa al ojo de Alá. Habilitación de los materiales y del material utilizado —agua, piedras, arena, tierra—, numeración de los elementos, codificación ritual, inscripción de la anatomía en orden de disposición, escenografía de la reiteración de gestos: dedos, muñecas derechas, antebrazos, codos, tres veces, etc. No olvidar el talón, porque ese descuido conduce al Infierno...

Evitemos la simple lectura racional referida al mero deseo de limpieza. Si se trata de resguardarse contra las manchas de orina en la vestimenta y de utilizar para el aseo personal la mano con la que no se come, el argumento se sostiene. Pero éste se derrumba en cuanto examinamos el hadit que autoriza la purificación de los pies por encima de las pantuflas, según la expresión consagrada —y la traducción que utilizo...—, y vemos que también es posible la operación con las medias puestas. ¡Dios tiene, con seguridad, otras razones que las puramente higiénicas!

El entrenamiento del cuerpo en la purificación se repite en la práctica de la oración: cinco oraciones diarias, anunciadas por el muecín desde lo alto de su minarete. Ni pensar en disponer del tiempo para sí, tampoco del propio cuerpo; la hora de levantarse y la hora de acostarse dependen del llamado, también la manera en que transcurre el día, pues todo se suspende para la oración. Alineación para imponer el orden, la organización y la armonía en la comunidad. No hay mujeres. Los más viejos adelante. Prosternación del cuerpo según un código muy preciso: siete huesos deben quedar en contacto con el suelo: la frente, las dos manos, las dos rodillas, el extremo de los dos pies. No vamos a crearle dificultades al imán por naderías, pero un solo pie son cinco dedos; dos pies, diez y, podología mediante, sobrepasamos la teoría de los siete...

Algunas posturas están prohibidas, pues no son las adecuadas. Lo mismo vale para las inclinaciones y las prosternaciones: deben llevarse a cabo según las reglas. Ni pensar en que el cuerpo se entregue de lleno, pues debe dar fe de su sumisión y obediencia. No se es musulmán sin mostrar con celo el júbilo por someterse a los detalles. Porque Alá está en los detalles. Una palabra más: a los ángeles no les gustan el ajo ni las cebollas. Así pues, el musulmán evitará pasar cerca de las mezquitas con dichos bulbos en la chilaba. ¡Y más aún entrar con el albornoz lleno!

 

II Autos de fe de la inteligencia

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El taller clandestino de los libros sagrados. El odio a la inteligencia y al saber, la exhortación a obedecer en vez de reflexionar, el funcionamiento del par doble lícito-ilícito/ puro-impuro para inducir a la obediencia y a la sumisión en lugar del libre disfrute de sí, todo ello está en los libros. El monoteísmo se considera la religión del Libro, pero más bien parece la de tres libros que apenas se toleran. Los paulinos no tienen mucha simpatía por la Tora, los musulmanes no aprecian en verdad el Talmud ni los Evangelios, los aficionados al Pentateuco toman el Nuevo Testamento y el Corán como imposturas... Por cierto, todos predican el amor al prójimo. Resulta difícil, desde ya, portarse de modo irreprochable con los hermanos de las religiones abrahámicas.

La confección de los libros llamados sagrados se origina en las leyes más elementales de la historia. Deberíamos abordar esos libros con ojo filológico, histórico, filosófico, simbólico, alegórico y todos los otros calificativos que nos eximan de creer que dichos textos fueron inspirados y elaborados bajo el dictado de Dios. Ninguno de esos libros fue revelado. ¿Por quién, además? Esas páginas no descienden del cielo, como tampoco las fábulas persas o las sagas islandesas.

La Tora no es tan antigua como lo afirma la tradición; la existencia de Moisés es poco probable. Yahvé no dictó nada a nadie, y menos en una escritura desconocida en esos tiempos. Ninguno de los evangelistas conoció al famoso Jesús en persona. El canon testamentario proviene de decisiones políticas tardías, principalmente, de la primera mitad del siglo IV, cuando Eusebio de Cesárea, comisionado por el emperador Constantino, configuró un texto a partir de veintisiete versiones. Los escritos apócrifos son más numerosos que los del Nuevo Testamento. Mahoma no escribió el Corán; por otra parte, ese libro apareció como tal sólo veinticinco años después de su muerte. La segunda fuente de autoridad musulmana, los hadit, vio la luz en el siglo IX, o sea, dos siglos después de la desaparición del Profeta. Tras la sombra de los tres Dioses podemos detectar la presencia muy activa de los hombres...

 

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El Libro contra los libros. Para asentar la autoridad del Corán definitivo, las autoridades políticas —Marwan, gobernador de Medina— recuperaron primero y luego destruyeron y quemaron las versiones existentes con el fin de conservar una sola para evitar la confrontación histórica y el descubrimiento de rastros de elaboración humana, demasiado humana. (No obstante, una versión se salvó del auto de fe impuesto a las siete primitivas, y aún predomina en algunos países de África.) Presentación anticipada de numerosas hogueras de libros encendidas en nombre del Libro único. Cada uno de los tres libros se erige como único y afirma contener la totalidad de lo que hay que saber y conocer. Reúne lo esencial, de modo enciclopédico, y desaconseja enérgicamente buscar en otros libros, paganos o laicos, lo que ya se encuentra en él.

Los cristianos marcan la tónica con Pablo de Tarso, que, en los Hechos de los Apóstoles (19:9), incita a quemar los manuscritos peligrosos. La exhortación no cae en oídos sordos: Constantino y otros emperadores cristianos expulsan y prohíben a los filósofos, persiguen a los sacerdotes politeístas, a los que privan de vida social, encarcelan y luego asesinan. El odio a los libros no cristianos genera un empobrecimiento general de la civilización. La creación del Index de libros prohibidos en el siglo XVI, a lo que se suma la Inquisición, corona la tentativa de erradicar todo lo que sobrepasa la línea de la Iglesia católica, apostólica y romana.

El deseo de acabar con los libros no cristianos, la prohibición del libre pensamiento (todos los filósofos importantes desde Montaigne hasta Sartre, pasando por Pascal, Descartes, Kant, Malebranche, Spinoza, Locke, Hume, Berkeley, Rousseau, Bergson y tantos otros —sin mencionar a los materialistas, socialistas y freudianos— figuran en el Index...) empobrece el pensamiento forzado a renunciar, a callarse o a adoptar extrema prudencia. La Biblia, con el pretexto de contenerlo todo, impide el acceso a lo que no contiene. Durante siglos, el daño fue considerable.

Numerosas son las fatwas lanzadas contra los autores musulmanes, aun cuando no defiendan posiciones ateas ni desprestigien las enseñanzas del Corán, no recurran a blasfemias ni a injurias. Para merecer la condena, basta simplemente con pensar y expresarse con libertad. Toda veleidad de pensamiento independiente se paga muy caro: exilio, acoso, persecución, calumnia, e incluso asesinato. Alí Abderrasiq, Muhammad Khalafallah, Taha Hussein, Nasr Hamid, Abu Zayd, Muhammad Iqbal, Fazlur Rahman y Mahmoud Mohammed Taha sufrieron estas calamidades...

Los sacerdotes de las tres religiones se niegan a que pensemos o reflexionemos por nuestra cuenta. Prefieren dar autorización —el imprimátur...— a los prestidigitadores que embriagan al oyente con sus habilidades para manipular el lenguaje, desplegar el vocabulario y tergiversar las formulaciones. ¿Qué hizo la escolástica durante siglos? Envolvió verbalmente, con el léxico impenetrable de la corporación filosófica, las viejas fábulas cristianas y los dogmas de la Iglesia.

Judíos, cristianos y musulmanes disfrutan los ejercicios de memoria, les gusta en particular el juego de los fieles que salmodian. Los musulmanes aprenden desde muy niños a memorizar los suras del Corán, a leerlo en forma correcta con buena dicción —tajwid— y a salmodiarlo con arreglo a los usos —tartil—. La tajwid requiere una declamación lenta y melodiosa con variaciones de melismas ricos y ornamentados, y todo con importantes pausas; el tartil es una recitación lenta. Tradicionalmente, las escuelas de teología recomiendan siete tipos de lectura conforme a las connotaciones lingüísticas y fonéticas: consonantes reducidas y reforzadas, sin connotaciones; vocales ocultas, pronunciación muy poco marcada; ornamentación con la ayuda de anáforas; el conjunto contribuye a disimular el espíritu, el sentido y la inteligencia del texto detrás del puro trabajo fónico de la letra...

Las letanías que se oyen en las escuelas talmúdicas o en las coránicas —las madrasas, utilizadas a menudo para combatir la falsafa, la filosofía— manifiestan lo siguiente: se aprende en voz alta, en grupo, en cadencia, con ritmo colectivo y comunitario. Las melopeyas ayudan a memorizar las enseñanzas de Yahvé o de Alá. La mnemotécnica judía presupone incluso un método de aprendizaje de la lectura y del alfabeto por asociación de letras con contenidos que provienen de la doctrina talmúdica.

El libro apunta, pues, paradójicamente, a su casi supresión material con la memorización integral. Argucias de la razón, pues los creyentes aprenden la Tora o el Corán de memoria, de modo que, en caso de persecución o de exilio, o en condiciones que impidan tener el volumen a mano, o si se diera cualquier situación imprevista, puedan disponer mentalmente del Libro y de sus enseñanzas.

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Odio a la ciencia. La ley del Libro único, total, integral, revestida con la fastidiosa costumbre de creer que todo se encuentra en un solo texto, conduce a descartar el recurso a, y el auxilio de, los libros no religiosos —sin ser por ello ateos—, como las obras científicas. Al monoteísmo, fuera de los usos prácticos, no le agrada mucho el trabajo racional de los científicos. Desde luego, el Islam aprecia la astronomía, el álgebra, las matemáticas, la geometría, la óptica, pero para poder calcular mejor la dirección de La Meca con las estrellas, establecer calendarios religiosos y fija? las horas de oración; por cierto, reverencia la geografía, pero para facilitar la concurrencia a la Kaaba durante el peregrinaje de los fieles del mundo entero; desde luego, practica la medicina, pero para evitar la impureza que impide la relación con Alá; sin duda alguna, pondera la gramática, la filosofía y el derecho, pero para comentar mejor el Corán y los hadit. La instrumentalización religiosa de la ciencia somete la razón a un uso doméstico y teocrático. En la tierra del islam, la ciencia no se ejerce por sí misma, sino para ampliar la práctica religiosa. En siglos de cultura musulmana no se ha dado ninguna invención o investigación como tampoco ningún descubrimiento notable en el campo de la ciencia laica. Un hadit celebra, en efecto, la investigación científica hasta en China, pero siempre en la lógica de su instrumentalización por razones religiosas, nunca por el ideal puramente humano e inmanente del progreso social.

También el cristianismo considera que la Biblia contiene la totalidad del saber necesario para el buen funcionamiento de la Iglesia. Durante siglos, ha contribuido poderosamente a imposibilitar cualquier investigación que, sin siquiera contradecirla, vaya más allá de los textos sagrados, los cuestione o interrogue. Fiel a las lecciones del Génesis (el saber no es deseable, la ciencia aleja de lo esencial: Dios), la religión católica impide la marcha de la civilización occidental ocasionándole daños incalculables.

Desde los comienzos del cristianismo, a principios del siglo II, el paganismo fue objeto de una condena integral: todo lo que producía era rechazado, asociado a los falsos dioses, al politeísmo, a la magia y al error. ¿Las matemáticas de Euclides? ¿La física de Arquímedes? ¿La geografía de Eratóstenes? ¿La cartografía de Ptolomeo? ¿Las ciencias naturales de Aristóteles? ¿La astronomía de Aristarco? ¿La medicina de Hipócrates? ¿La anatomía de Herófilo? ¡No lo bastante cristianas!

Los descubrimientos de esos genios griegos —el helio-centrismo de Aristarco, por mencionar sólo un ejemplo...— eran válidos, a todas luces, más allá de los dioses y del sistema religioso de entonces. Poco importaba la existencia de Zeus y de los suyos si se trataba de determinar las leyes de la hidrostática, calcular la longitud de un meridiano, inventar latitudes y longitudes, medir la distancia que nos separa del Sol, plantear que la Tierra gira alrededor del Sol, perfeccionar la teoría de los epiciclos, trazar el mapa del cielo, establecer la duración del año solar, relacionar las mareas con la atracción lunar, descubrir el sistema nervioso, proponer hipótesis sobre la circulación sanguínea, tantas verdades indiferentes a la población del Cielo...

Darles la espalda a los logros de la investigación, obrar como si esos hallazgos nunca hubiesen tenido lugar y volver las cosas a foja cero, significa, en el mejor de los casos, estancarse y entrar en un inmovilismo peligroso; en el peor de los casos, mientras otros avanzan, retroceder a viva marcha y dirigirse a ciegas hacia las tinieblas, de las que, por esencia y por definición toda civilización intenta liberarse para poder ser. El rechazo de las Luces caracteriza a las religiones monoteístas; éstas aprecian las noches mentales, convenientes para conservar sus fábulas.

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La negación de la materia. En materia de ciencia, la Iglesia se engaña acerca de todo desde siempre: en presencia de una verdad epistemológica, persigue al descubridor. La historia de su relación con el cristianismo presenta una cantidad considerable de necedades y estupideces. Del rechazo de la hipótesis heliocentrista de la Antigüedad a las condenas contemporáneas de la ingeniería genética, se acumulan veinticinco siglos de estancamiento para la humanidad. ¡No nos atrevemos a imaginar el avance de Occidente sin tantas vejaciones a la ciencia!

¿Una de las líneas de ataque de ese tropismo anticiencia? La condena constante y encarnizada de las hipótesis materialistas. La genialidad de Leucipo y Demócrito, quienes, en el siglo V antes de la era cristiana, descubrieron el átomo sin disponer de los medios materiales para confirmar su intuición, no deja de asombrar. Sin microscopios ni instrumentos de aumento, sin lupas o anteojos, pero con un pensamiento experimental eficaz: la extrapolación, al ver los granos de polvo en un rayo de luz, de la presencia de partículas invisibles a simple vista, desde luego, y no obstante existentes. Y la conclusión de que la manera en que estaban dispuestos los átomos daba cuenta de la naturaleza de la materia, por lo tanto, del mundo.

La tradición atomista se mantuvo viva desde Leucipo hasta Diógenes de Enoanda, pasando por Epicuro, Lucrecio y Filodemo de Gadara. Perduró ocho siglos en la Antigüedad griega y romana. De la naturaleza de las cosas contiene la clasificación mejor lograda de la física epicúrea: forma, naturaleza, peso, número, constitución de los átomos, disposición en el vacío, teoría de la declividad, generación y corrupción; nada falta para el desciframiento integral del mundo. Por cierto, si todo está compuesto de materia, también lo están el alma, el espíritu y los dioses. Igualmente, los hombres. Con la aparición de la inmanencia pura, se acaban las ficciones y las fábulas, y por ende, las religiones, y con ellas desaparecen los medios de circunscribir el cuerpo y el alma de los habitantes de la ciudad.

La física antigua proviene de un método poético. Pese a todo, el tiempo lo ha confirmado. Pasan los siglos, pero en la época del microscopio de barrido electrónico, los aceleradores de partículas, los positrones, la fisión nuclear y los medios tecnológicos para ingresar en el núcleo de la materia, la intuición de Demócrito ha sido convalidada. El átomo filosófico recibe la armadura del mundo científico, en particular, el nuclear. Sin embargo, la Iglesia insiste hasta hoy en mantener una posición idealista, espiritualista y antimaterialista: en el alma resiste un real irreductible a la materia.

No es sorprendente, desde luego, que el materialismo constituya la pesadilla del cristianismo desde sus orígenes. La Iglesia no se detiene ante nada cuando se trata de desprestigiar esa filosofía coherente que da cuenta en forma absoluta de lo real. Para impedir el acceso a la física atomista, ¿qué es mejor que desacreditar la moral atomista? Calumniemos, pues, la ética epicúrea: ¿el epicúreo define el placer por medio de la ataraxia? ¡Transformemos esa definición negativa —ausencia de perturbaciones— en aberración definitiva y digamos que los epicúreos alaban el goce bestial, burdo y grosero de los animales! Desde ese momento, dejamos de considerar notable esa física peligrosa a los ojos de la casta cristiana, puesto que proviene de un cerdo de la piara de Epicuro... Calumniemos diez, cien veces, un siglo, diez siglos, siempre queda algo útil para el bando del calumniador... San Jerónimo, el primero.

Así, la Iglesia se impone dondequiera que aparezca una gota de materialismo. Cuando Giordano Bruno murió, quemado por los cristianos en la hoguera de Campo dei Fiori, en 1600, pereció menos por el ateísmo —nunca negó la existencia de Dios— que por el materialismo —afirmaba la coextensividad de Dios y el mundo—. En ninguna parte blasfemó, en ningún lugar de su obra profirió injurias contra el Dios de los católicos; escribía, pensaba y afirmaba que ese Dios, que es, no puede no ser del modo extensivo. La sustancia extensa del vocabulario que aparecería con Descartes.

Giordano Bruno, dominico, por lo demás (!), no negaba la existencia del espíritu. Pero, para su desgracia, lo situaba en el nivel físico de los átomos. Entendía las partículas como otros tantos centros de vida, de lugares en los cuales se manifiesta el espíritu, coeterno con Dios. La divinidad existe, sin duda, pero se compone de materia; es la solución del misterio. La Iglesia cree en la encarnación de Dios, pero sólo en un hijo, vástago de una virgen y un carpintero. De ningún modo en los átomos...

La misma observación es válida con respecto a Galileo, el emblemático representante del odio de la Iglesia a la ciencia y del conflicto entre la Fe y la Razón. La leyenda conserva la historia del heliocentrismo: el Papa y los suyos condenaron al autor de Diálogos acerca de los Sistemas Máximos, porque defendía la hipótesis de la Tierra como satélite del Sol, ubicado en el centro del universo. Acusación, proceso, retractación: conocemos la historia que termina cuando Galileo, al salir de la sala de audiencias, afirmó: Sin embargo, se mueve... (dice Brecht).

De hecho, las cosas sucedieron de otro modo. ¿Qué se le reprochó verdaderamente a Galileo? No tanto su defensa de la astronomía copernicana —una tesis contradictoria, no obstante, con respecto al enfoque aristotélico de la Iglesia—, sino su toma de posición materialista... En esa época, ante los tribunales, el heliocentrismo merecía la reclusión domiciliaria de por vida, una pena más o menos leve; en cambio, la defensa del átomo llevaba derecho a la hoguera. En este caso, tenía sus ventajas elegir el tema menos perjudicial... Así, más le valía confesar el pecado de heliocentrismo, venial, que el pecado atómico, mortal.

 

5

Una ontología de panadería. ¿Por qué la Iglesia se preocupaba tanto en este punto por perseguir a los defensores de la concepción atomista del mundo? En primer lugar, porque la existencia de la materia, con exclusión de cualquier otra realidad, conduce a afirmar la existencia de un Dios material. Por lo tanto, a la negación de su carácter espiritual, intemporal, inmaterial y otras cualidades que figuran en su documento de identidad cristiano. Destrucción, en consecuencia, del Dios intangible fabricado por el judeocristianismo.

Pero hay otra razón, en este caso, relacionada con la panadería. Pues la Iglesia cree en la transubstanciación. ¿O sea? Afirma, a partir de las palabras de Jesús durante la Ultima Cena —Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre (Mateo 25:26-28)— que el cuerpo real y la sangre real de Cristo se encuentran en el pan ácimo. No en forma simbólica ni alegórica, sino real... En el momento de la elevación, el cura sostiene, pues, el cuerpo real de Cristo en sus manos.

¿Qué operación realiza el Espíritu Santo para que el pan del panadero genere el misterio, en todo el planeta, del cuerpo multiplicado y de la sangre superabundante? En el momento mismo en que los curas ofician misa, en la totalidad del globo, surge realmente la carne de un muerto resucitado que reaparece en su eterna frescura, inalterada por la eternidad.

Apasionado por la lingüística, Cristo usó el performativo y creó lo real con su palabra: hizo que lo que dijo fuera, por el simple hecho de formularlo.

La Iglesia de los primeros tiempos creyó en ese milagro. La de los últimos, también. El Catecismo de la Iglesia católica —versión siglo XXI— afirma en todos capítulos la presencia real de Cristo en la Eucaristía (artículo 1373). Siguen, para legitimar esta fábula, las referencias al Concilio de Trento, a la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino, a los Misterios de la Fe —clasificados con el número 39 por la Iglesia— y a otros textos de San Juan Crisóstomo, que, en su Primera homilía contra los anomeos, hace bien en adherir a la propuesta de Pablo de Tarso, que plantea en los Corintios como motivo de alegría que la ciencia será abolida (1 Cor 13:8). ¡Se necesita un postulado así como punto de partida para llegar a tales necedades!

Así pues, la Iglesia siempre ha creído en la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en el pan del panadero y en el néctar del vinicultor. Pero, para poder tragar dicha píldora ontológica, resultan indispensables ciertas contorsiones intelectuales, y no de las menos importantes. Y lo que permite el magnífico pase mágico es la caja de herramientas conceptuales de Aristóteles, el filósofo querido en el Vaticano. En consecuencia, surgen los permanentes números de ilusionistas, con las categorías metafísicas del Estagirita.

Explicación: el cuerpo de Cristo se encuentra verdadera, real y sustancialmente —según el vocabulario oficial— en la hostia, y lo mismo va para la hemoglobina en el vino. Porque la sustancia del pan desaparece con las palabras del cura, mientras que perduran las especies sensibles y los accidentes —-color, sabor, calor, frialdad—. Las especies se mantienen por voluntad divina de manera milagrosa. Quien puede lo máximo —crear un mundo—, puede lo mínimo —engañar sobre un producto de panadería—. Sin duda alguna, sabe a pan, pero no es (o ya no es) pan. Igual observación con respecto al vino: se parece mucho, es blanco, como la sangre roja de Cristo, no embriaga (o ya no), pero se trata, a pesar de todo, de un Monbazillac.

Los malabares con la sustancia y las especies sensibles son muy necesarios para convencer a los fieles de que lo que es (el pan y el vino) no existe y que lo que no es (el cuerpo y la sangre de Cristo) existe de verdad. ¡Prestidigitación metafísica sin igual! Cuando la teología se entromete, la gastronomía y la enología, incluso la dietética y la hematología, renuncian a sus pretensiones. Ahora bien, el destino del cristianismo se juega en esta lamentable comedia del bonneteau 1 ontológico.

 

1 Juego de azar en el que un jugador mezcla tres cartas dadas vuelta y el otro jugador tiene que adivinar dónde está una de ellas. (N. de la T.)

 

6

A Epicuro no le gustan las hostias. ¿Y qué tiene que ver Epicuro con todo esto? Le gusta el pan, puesto que su festín con un mendrugo y un modesto pedazo de queso atraviesa los siglos y deja recuerdos imperecederos en la historia de la filosofía. Pero se habría reído del conejo eucarístico salido de la galera cristiana. Con una risa prolongada e inextinguible... Porque, en virtud de los principios enunciados en la Carta a Herodoto, una hostia se reduce a átomos. Lucrecio explicaría cómo se fabrica, con harina de trigo y agua, sin añadir levadura, esa galleta blanca, insulsa, pastosa, que se deshace en la boca, con un pequeño paquete de átomos ligados a sus semejantes. No es muy útil para la ficción de la transubstanciación. La materia, ni más ni menos.

Este es el peligro del atomismo y del materialismo: vuelve metafísicamente imposibles las necedades teológicas de la Iglesia. En la estandarización contemporánea de los átomos, encontramos en el pan y el vino únicamente la predicción de Epicuro: materia. Los escamoteos que la verborrea sobre las sustancias y las especies hace posibles, se vuelven imposibles con la teoría epicúrea. Ésta es la razón por la que era necesario destruir a los discípulos de Demócrito. Sobre todo, desacreditando su vida, su biografía, convirtiendo su ética ascética en licencia, desvergüenza y bestialidad.

En 1340, Nicolás d'Autrecourt tuvo el descaro de proponer una teoría extremadamente moderna, pero atomista, de la luz: creía en su naturaleza corpuscular (la modernidad valida hoy esta teoría), lo que presupone identificar la sustancia con sus cualidades. ¡Peligro para la sopa metafísica aristotélica! Sin titubeos, la Iglesia lo obligó a abjurar y quemó sus escritos. Fue el principio de la persecución de todas las investigaciones científicas que incluían el atomismo... que los jesuitas prohibieron desde 1632 y durante siglos. El materialismo (artículos 285 y 2124 del Catecismo) aparece siempre entre las cosas condenadas por la Iglesia contemporánea...

 

7

La eterna elección del fracaso. Puesto que el párrafo bíblico vale más que la ciencia, la Iglesia ignora todos los grandes descubrimientos de los últimos diez siglos, durante los cuales las autoridades de la Iglesia católica, apostólica y romana inhibieron el ímpetu de la inteligencia, pero no pudieron detenerlo. El progreso se lleva a cabo gracias a los individuos rebeldes, a los investigadores decididos y a los científicos que ponen las verdades de la razón por encima de las creencias de la fe. Pero si examinamos de cerca las reacciones de la Iglesia frente a los descubrimientos científicos de los últimos mil años, nos quedamos estupefactos ante la cantidad acumulada de fracasos.

Así pues, rechazo del atomismo en nombre del aristotelismo; luego, recusación de todo mecanismo en nombre de la intencionalidad de un Dios creador; puesto que el Génesis dice que Dios creó el mundo de la nada en una semana, todo lo que se opone a esta tesis desencadena los anatemas del Vaticano. ¿Causalidades racionales? ¿Enlaces razonables? ¿Relaciones deducibles de la observación? ¿Método experimental? ¿Dialéctica de la razón? Y qué más quieres... Dios decide, desea, crea: ¡y ya está! ¿Otra opción que el creacionismo? Imposible.

¿Creen los investigadores en la eternidad del mundo? ¿En la pluralidad de mundos? (Tesis epicúreas, por otra parte...) Imposible: Dios creó el universo a partir de la nada. Antes de la nada, no había... nada. Las tinieblas, el caos, pero también, entre ese desorden de la nada, Dios y sus veleidades de cambiarlo todo. La luz, el día, la noche, el firmamento, el cielo, la tierra, las aguas, conocemos la historia hasta las bestias, los reptiles, los animales salvajes y los humanos. Ésta es la historia oficial: genealogía fechada. ¿La eternidad de los mundos? Imposible...

Después de realizar cálculos precisos y minuciosos, los científicos confirmaron la noción de Aristarco: el Sol se encuentra en el centro de nuestro universo. La Iglesia respondió: imposible. La creación de un Dios perfecto no puede estar en otro lado que no sea el centro, lugar de la perfección. Además, el sol central reaviva hasta cierto punto los cultos solares paganos... La periferia sería la señal de una inconcebible imperfección, ¡y por lo tanto, no puede demostrarse científicamente! Lo real está equivocado y la ficción tiene razón. ¿Heliocentrismo? Imposible...

Primero Lamarck y luego Darwin publicaron sus descubrimientos, después expusieron, uno, que las especies se transforman y, el otro, que evolucionan conforme a leyes llamadas de la selección natural. Los lectores del único Libro mueven la cabeza: Dios creó íntegramente al lobo y al perro, a la rata de ciudad y a la rata de campo, al gato, a la comadreja y al conejo.  No existe posibilidad alguna de que la comparación de huesos demuestre la evolución o la transformación. Además, ¡qué idea esa de que el hombre descienda del mono! Insoportable herida narcisista, dice Freud. ¿El Papa, primo de un babuino? Qué calamidad... ¿El transformismo? ¿La evolución? Imposible...

En la atmósfera diligente de sus lugares de trabajo, los científicos afirman el poligenismo: la aparición simultánea, en el origen, de un grupo de humanos en varios puntos geográficos. Contradicción, profiere la Iglesia: Adán y Eva son realmente, de hecho, el primer hombre y la primera mujer; antes que ellos, no existía nada. La primera pareja, la del pecado original, permite la lógica de la falta, de la culpa, de la salvación y la redención. ¿Qué hacemos con los hombres y mujeres que existían antes del pecado y que fueron tratados, por lo tanto, con indulgencia? ¿Los hombres anteriores a Adán? Imposible...

Por medio de la limpieza de piedras y del examen de fósiles, los geólogos han determinado la datación de la tierra. Las conchillas descubiertas en los picos de montañas y los estratos y las capas muestran una cronología inmanente. Pero hay un problema: la cifra no corresponde a la numerología sagrada que aparece en la Biblia. Los cristianos afirman que el mundo tiene cuatro mil años, ni más ni menos. Los científicos han demostrado la existencia de un mundo anterior a su mundo. La ciencia está equivocada... ¿La geología es una disciplina digna de confianza? Imposible...

Algunos hombres de buena voluntad no toleraban la muerte y la enfermedad, y con el fin de aprender cómo alejar las epidemias y las patologías, abrieron cuerpos con el propósito de extraer del cadáver lecciones útiles para los vivos. ¿Su deseo? Que la muerte salvase la vida. La Iglesia se opone en forma absoluta a que se investigue el cuerpo. No por causalidades racionales, sino por razones teológicas: el mal y la muerte derivan de Eva, la pecadora. El dolor, el sufrimiento y la enfermedad provienen de la voluntad y decisión divinas: se trata de poner a prueba la fe de los hombres. Las vías del Señor son inescrutables, pues obra de acuerdo con un plan que sólo El conoce. ¿Causalidades materiales de las patologías? ¿Etiología racional? Imposible...

Al pie de su diván, hacia 1900, un médico vienes descubrió el inconsciente, los mecanismos de la represión y la sublimación, la existencia de la pulsión de muerte, el papel que desempeña el sueño, y muchos otros hallazgos que revolucionaron una psicología aún en su estadio prehistórico: perfeccionó un método que trata, aplaca, cura las neurosis, las afecciones mentales y las psicosis. De paso, también demostró, en El porvenir de una ilusión, que la religión proviene de la "neurosis obsesiva", que a su vez se relaciona con la "psicosis alucinatoria". La Iglesia condena, decreta su fatwa y lo incluye en el Index. ¿El hombre, animado por una fuerza oscura que surge del inconsciente? Esto contradice el libre albedrío, tan necesario para los cristianos con el fin de volverlos responsables, por lo tanto culpables y, en consecuencia, merecedores de castigo... ¡Tan útil también para justificar la lógica del Juicio Final! ¿Freud y sus descubrimientos? No creíbles... ¿El psicoanálisis? Imposible...

Y además, para terminar: los genetistas del siglo XX descubrieron el documento de identidad genético. Ingresaron despacio en ese universo que ofrece magníficas posibilidades en términos de la realización de diagnósticos, de la prevención de enfermedades, de curas más precisas y de patologías que pueden evitarse. Trabajan para lograr una medicina predictiva que revolucione la disciplina: la Carta del personal de la salud editada por el Vaticano, la condena. ¿Evitar los dolores y el sufrimiento? ¿Imaginarse liberados de pagar el precio por el pecado original? ¿Desear una medicina humana? Imposible...

¡Asombrosa, esta eterna elección del fracaso! Esa perseverancia en engañar(se), en rechazar la verdad, esa persistencia en la pulsión de muerte lanzada contra lo vigoroso de las investigaciones, la vitalidad de la ciencia y el dinamismo del progreso, nos dejan estupefactos La condena de las verdades científicas —la teoría atomista, la opción materialista, la astronomía heliocéntrica, la datación geológica, el transformismo, luego el evolucionismo, la terapia psicoanalítica, la ingeniería genética—, ése es el éxito de Pablo de Tarso, que incitaba a acabar con la ciencia. ¡Proyecto logrado más allá de sus expectativas!

Se comprende que para alcanzar ese grado fenomenal de éxito en el fracaso, la Iglesia haya tenido que hacer gala de una determinación inaudita. La persecución, el Index, las hogueras, los artefactos de la Inquisición, los encarcelamientos y los procesos no cesaron... Durante siglos se prohibió la lectura directa de la Biblia, sin la mediación del clero. De ningún modo se podía abordar aquel libro con las armas de la razón, del análisis o de la crítica, ya sea como historiador, filólogo, geólogo o científico. Con Richard Simón, en el siglo XVII, aparecieron los primeros estudios exegéticos cristianos sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Por cierto, Bossuet y la Iglesia católica lo persiguieron tenazmente. El fruto del árbol del conocimiento deja un sabor amargo en la boca...

 

III Desear lo contrario de lo real

 

1

Inventar mundos subyacentes. A los monoteísmos no les agradan la inteligencia, los libros, el saber y la ciencia. A eso, suman un profundo aborrecimiento por la materia y lo real, y por lo tanto, por toda forma de inmanencia. Las tres religiones del Libro alaban la ignorancia, la inocencia, el candor, la obediencia, la sumisión, a lo que añaden la repugnancia por la textura, las formas y las fuerzas del mundo. La tierra no tiene derecho de ciudadanía porque el mundo entero carga con el peso del pecado original hasta el fin de los tiempos.

Para demostrar su odio contra la materia, los monoteístas crearon un mundo completo de antimateria. En la Antigüedad, deshonrada cuando se trataba de la ciencia, los doctrinarios del Dios único recurrieron a Pitágoras —formado a su vez en el pensamiento religioso oriental...— y a Platón, para construir su ciudad sin carne: las Ideas produjeron efectos maravillosos en ese taller intelectual, hasta el punto de parecer confundirse con clones de Dios. Como él, eran eternas e inmortales, sin límite e inaccesibles al tiempo; eludían la generación y la corrupción, resistían a la percepción sensual, fenomenal y corporal, y sólo necesitaban de sí mismas para existir, durar y perseverar en su ser, ¡y tutti quanti! Sus identidades reflejaban las de Yahvé,

Dios y Alá. Con una sustancia similar, los monoteísmos crearon castillos en el aire, aptos para desacreditar cualquier otro tipo de morada real, concreta e inmanente.

De allí proviene la esquizofrenia de los monoteísmos: enjuician y juzgan el aquí y ahora en nombre de otro lugar; piensan la ciudad terrestre únicamente en relación con la ciudad celestial; se preocupan por los hombres, pero con la vara con que miden a los ángeles; consideran la inmanencia si, y sólo si, les sirve de trampolín a la trascendencia; quisieran ocuparse dé lo real sensible, pero para medir la relación que mantiene con su modelo inteligible; y toman en cuenta a la Tierra, con tal de que otorgue la posibilidad de ir al Cielo. A fuerza de encontrarse entre dos instancias contradictorias, se produce una hendidura en el ser, una herida ontológica imposible de cerrar. De ese vacío existencial que no se puede llenar nace el malestar de los hombres.

Ahí también el monismo atomista y la unidad materialista permiten evitar esas metafísicas agujereadas. La lógica de quien piensa lo real como constituido exclusivamente de materia y lo real reductible sólo a sus manifestaciones terrestres, sensuales, mundanas y fenomenales impide las divagaciones mentales y la ruptura con el único y verdadero mundo. El dualismo pitagórico, platónico y cristiano divide con crueldad al ser que se somete a él. Por apuntar al Paraíso, erramos la Tierra. La esperanza del más allá y la aspiración a un mundo subyacente generan, de modo indefectible, la desesperación aquí y ahora. O la imbécil beatitud del embeleso ante el Nacimiento...

 

2

Las aves del Paraíso. El mundo fuera del mundo produce dos criaturas fantásticas: el Ángel y el Paraíso. El primero funciona como prototipo del antihombre; el segundo, como antimundo.

Con lo cual se les exige a los humanos que detesten su condición y desprecien lo real para aspirar a otra esencia, y luego a otra vida. El ala del Ángel significa lo contrario de la sujeción de los hombres a la Tierra; la geografía del Paraíso muestra una atopía definitiva, una utopía eterna y una ucrania congénita.

Los judíos disponen de su propio rebaño de criaturas aladas: los querubines cuidan la entrada del Jardín del Edén, los serafines los acompañan —recordamos al que visitó a Abraham, y a su compinche, que luchó contra Jacob—. ¿Su oficio? Alabar al Eterno en una corte celestial. Pues Dios ignora las bajezas humanas; sin duda, pero de todos modos le gusta la celebración de su grandeza, que abunda en el Talmud y la Cabala. Son servidores de Dios, pero también protectores de los justos y de los hijos de Israel, de modo que los vemos salir de su morada celestial para traer mensajes de Dios a los hombres. El Hermes pagano nunca se halla demasiado lejos, también él alado, pero en el casco y los pies...

Como espíritus puros compuestos de luz —lo que, lógicamente, no impide las plumas y las alas, sin duda espirituales y luminosas—, los ángeles merecen nuestra atención porque no tienen sexo. No son ni hombres ni mujeres, más bien andróginos, un poco de ambos, incluso infantiles, salvados de las ansias de la copulación. Como volátiles felices, ignoran la condición sexuada: no tienen deseos, ni libido. Como aves beatíficas, no conocen el hambre ni la sed, se alimentan, sin embargo, de maná —la ambrosía de los dioses paganos—, pero, desde luego, no defecan: como pájaros alegres, ignoran la corrupción, la decadencia y la muerte.

Además, también hay ángeles caídos, rebeldes: las criaturas insumisas. En el Jardín del Edén, el Diablo —"el calumniador, el que expulsa", dice el diccionario Littré— enseña lo que sabe: la posibilidad de desobedecer, de no someterse, de decir que no. Satanás —"el opositor, el acusador", sigue el Littré—sopla el espíritu de libertad sobre las aguas sucias del mundo de los orígenes donde triunfa la obediencia, reino de la total servidumbre. Más allá del Bien y del Mal, y no la encarnación de este último, el Diablo representa a los posibles libertarios. Les devuelve a los hombres el poder sobre sí mismos y el mundo, y los libra de toda tutela. Esos ángeles caídos, lo sospechábamos, se granjean el odio de los monoteístas. En cambio, gozan de la pasión ardiente de los ateos...

 

3

Desear lo contrario de lo real. Lo suponíamos: el lugar de esos cuerpos imposibles también es imposible: el Paraíso —siempre según el Littré, "jardín cercado"—. El Pentateuco, el Génesis y el Corán rinden pleitesía a esa geografía histérica. Pero los musulmanes le dan su más acabada descripción. ¡Vale la pena! Arroyos, jardines, ríos, manantiales, terrazas floridas, frutos y bebidas magníficas, huríes de grandes ojos, siempre vírgenes, jóvenes amables, camas en abundancia, vestimentas magníficas, telas lujosas, adornos extraordinarios, oro, perlas, perfumes, vajillas preciosas, nada le falta a ese folleto de agencia de turismo ontológico.

¿La definición del Paraíso? El antimundo, lo contrario de lo real. Los musulmanes respetan escrupulosamente los ritos, observan una lógica rigurosa de lo lícito y lo ilícito y obedecen las leyes drásticas que norman la división de las cosas en pura e impuras. En el Paraíso, todo eso se termina. No hay obligaciones, ni ritos, ni rezos. En el banquete celestial, beben vino (83:25 y 47:15), consumen cerdo (52:22), cantan, lucen adornos de oro (18:31) —prohibidos en vida—, comen y beben en platos y vasos hechos con metales preciosos —ilícitos en la Tierra—, visten de seda —repugnante en este mundo, pues el hilo es una excreción de la larva...—, bromean con las huríes (44 54), disponen de vírgenes eternas (55:70) o de efebos (56:17) en divanes bordados con piedras preciosas —en la tienda del desierto, sólo hay una alfombra; y mujeres legítimas, tres como máximo—: de hecho, todo lo prohibido se vuelve accesible, ad libitum...

En el campamento, la vajilla es de barro cocido; en el Paraíso, de piedras y metales preciosos; en la tienda, sentados en alfombras de pieles ásperas, comparten una modesta ración difícil de encontrar todos los días, leche de camello, carne de cordero, té de menta: en el Cielo, los manjares y bebidas abundan en cantidades astronómicas, dispuestos sobre tapices de satén verde, y brocados; bajo el toldo tribal, los olores son agrios, fuertes e intensos —sudor, mugre, cuero, pieles de animales, humo, sebo, grasa—; en compañía de Mahoma, sólo se aspiran magníficas fragancias: alcanfor, almizcle, jengibre, incienso, mirra, canela, cinamomo, ládano; alrededor del fuego, si por casualidad beben alcohol, los amenaza la ebriedad: en los empíreos musulmanes se desconoce la ebriedad (37:47) y, cosa apreciable, los dolores de cabeza (56:19). ¡Además, el consumo inmoderado no es pecado!

Siempre en la lógica del Paraíso como antimundo deseable para inducir la aceptación del mundo real, a menudo, indeseable: el islam fue originalmente una religión del desierto con un clima inhóspito, en extremo cálido y violento; en el Paraíso reina la primavera eterna, ni sol, ni luna, una claridad eterna, nunca de día, nunca de noche. ¿El siroco curte la piel y el harmattan 2 calcina la carne? En el cielo islámico, el viento impregnado de almizcle se colma de la dulzura de los ríos de leche, miel, vino y agua, luego distribuye generosamente su dulzor. ¿La cosecha es a menudo azarosa, a veces recolectan, a veces no, o recolectan poco, bayas ridículas, dátiles sueltos, unos cuantos higos? ¡En la morada de Mahoma hay uvas tan grandes que un cuervo que quiera volar alrededor del racimo necesitará más de un mes para dar toda la vuelta! ¿En la inmensa superficie de arena de los desiertos, la frescura de la sombra es escasa y bienvenida? En el palacio de la Ideas musulmanas, un caballo tarda cien años en salir de la sombra de un banano. ¿Las caravanas se extienden en las dunas, las progresiones son lentas y los kilómetros resultan interminables en la arena? Los establos del Profeta poseen caballos alados, hechos de rubíes rojos, liberados de obligaciones materialistas, que se desplazan a velocidades siderales...

Por último, podemos hacer las mismas observaciones con respecto al cuerpo. Compañero pesado, que, sin descanso, exige raciones de agua, alimento, satisfacciones libidinales, otras tantas ocasiones de alejarse del Profeta y la oración, otros tantos motivos de servidumbre con relación a las necesidades naturales, el cuerpo en el Paraíso irradia inmaterialidad: ya no son necesarias las comidas, excepto por el puro placer. En caso de que se ingiera alimento, la digestión no estorba. Jesús, por ejemplo, que come pan y pescado, y bebe vino, no evacúa jamás... No tiene flatulencias ni se le escapan gases, ¡porque sus vapores pestilentes en la Tierra se convierten en eructos perfumados de almizcle en el Cielo, exhalados del cuerpo a través de la humedad de la piel!

Ya no estamos sometidos a las exigencias de la procreación para asegurar la descendencia; ya no dormimos, porque en lo sucesivo no sufrimos de fatiga; ya no nos limpiamos los mocos ni escupimos; ignoramos las enfermedades hasta el fin de los tiempos; borramos de nuestro vocabulario la tristeza, el miedo y la humillación, tan imperiosos en la Tierra; ya no deseamos —el deseo es dolor y falta, dice la tradición platónica. ..—, al deseo le basta con aparecer para transformarse en placer de inmediato; mirar una fruta con ganas es suficiente para sentir su gusto, textura y perfume en la boca...

¿Quién puede negarse a eso? Comprendemos que, tentados por esas vacaciones de sueño perpetuo, millones de musulmanes vayan a los campos de batalla desde la primera expedición del Profeta en Najla hasta la guerra de Irán-Irak; que bombas humanas terroristas palestinas desencadenen la muerte en las terrazas de los cafés israelíes; que piratas del aire lancen aviones de línea contra las Torres Gemelas de Nueva York; que armadores de explosivos de plástico despanzurren trenes llenos de personas que van a trabajar a Madrid. Aún se obedecen esas fábulas que dejan pasmada a la inteligencia más modesta...

 

2 Vientos alisios continentales que soplan desde el Este sobre el Sahara y el África occidental. (TV. de la T.)

 

4

Para acabar de una vez con las mujeres. ¿Habrá que ver en el odio a las mujeres, compartido por el judaísmo, el cristianismo y el Islam, la consecuencia lógica del odio a la inteligencia? Volvamos a los textos: el pecado original, la culpa, la voluntad de saber, se deben primero a la decisión de una mujer, Eva. Adán, el imbécil, se queda satisfecho con obedecer y someterse. Cuando la serpiente (Iblis, en el Corán, que desde hace siglos lapidan millones de peregrinos en La Meca bajo la forma primitiva de un betilo...) habla —lo cual es normal, es sabido que todas las serpientes hablan—, se dirige a la mujer y entabla un diálogo con ella. Serpiente tentadora, mujer tentada, por lo tanto, mujer tentadora para toda la eternidad; es un paso fácil de dar...

El odio a las mujeres es similar a una variación sobre el tema del odio a la inteligencia, a lo que se suma el odio a todo lo que ellas representan para los hombres: el deseo, el placer y la vida. Incluso la curiosidad: el Littré confirma que se denomina "hija de Eva" a toda mujer curiosa. Ella da deseos y también da la vida: por su intermedio se perpetúa el pecado original, que, como asegura Agustín, se transmite desde el nacimiento, en el vientre de la madre, a través del esperma del padre. Sexualización de la culpa.

Los monoteísmos prefieren mil veces el Ángel a la Mujer. Mejor un mundo de serafines, tronos y arcángeles que un universo femenino, ¡por lo menos mixto! Nada de sexo, sobre todo: nada. La carne, la sangre y la libido, asociadas de modo natural a las mujeres, les proveen al judaísmo, al cristianismo y al islam más de una ocasión para establecer lo ilícito y lo impuro, y así atacar el cuerpo deseable, la sangre de las mujeres liberadas de la maternidad y la energía hedonista. La Biblia y el Corán se regodean en esos temas.

Las religiones del Libro detestan a las mujeres: sólo aman a las madres y a las esposas. Para salvarlas de su negatividad consustancial, para ellas no hay más que dos soluciones —de hecho, una en dos tiempos—, casarse con un hombre y darle hijos. Cuando atienden a su marido, cocinan y se ocupan de los problemas del hogar, cuando además alimentan a los niños, los cuidan y los educan, ya no queda lugar para lo femenino en ellas: la esposa y la madre matan a la mujer. Con eso cuentan los rabinos, los curas y los imanes, para tranquilidad del varón.

El judeocristianismo sostiene la idea de que Eva —aparece en el Corán como mujer de Adán, es cierto, pero nunca la nombran, apenas un signo... ¡lo innominado es innombrable!— fue creada en segundo lugar (sura 3:1), como un accesorio, de la costilla de Adán (Gen 2:22). Un despojo retirado del cuerpo principal. Primero, el macho, y luego, como fragmento separado, el resto, la migaja: la hembra. El orden de llegada, la modalidad existencial participativa, la responsabilidad de la culpa, todo agobia a Eva. Desde entonces, paga el más alto precio.

Su cuerpo está maldito y ella también, en su totalidad. El óvulo no fecundado exacerba lo femenino en falta, por negación de la madre. De allí proviene la impureza de la regla. La sangre menstrual presenta igualmente el peligro de períodos de infecundidad. Una mujer estéril e infecunda es el peor oxímoron para el monoteísta. Además, durante el período no hay riesgo de embarazo; por lo tanto, la sexualidad queda disociada del temor a la maternidad y así puede practicarse por sí misma. La potencialidad de la sexualidad separada de la procreación, en consecuencia, de la sexualidad pura, de la pura sexualidad: he ahí el mal absoluto.

En nombre del mismo principio, las leyes monoteístas condenan a muerte a los homosexuales. ¿Por qué? Porque su sexualidad impide —por el momento— las funciones de padre, madre, esposo y esposa, y afirma a las claras la primacía y el valor absoluto del individuo libre. El soltero, dice el Talmud, es un hombre a medias (!), a lo que el Corán responde en los mismos términos (24:32), mientras que Pablo de Tarso ve en el solitario el peligro de la concupiscencia, el adulterio y la sexualidad libre. De ahí proviene —ante la imposible castidad— su exhortación al matrimonio, la mejor manera de acabar con la libido.

Asimismo, las tres religiones censuran el aborto. La familia funciona como límite insuperable y como célula básica de la comunidad. Implica niños, que el judaísmo considera como la condición de supervivencia de su Pueblo, que la Iglesia desea ver crecer y multiplicarse, y que los musulmanes consideran la bendición del Profeta. Todo lo que ponga trabas a la demografía metafísica desata la ira monoteísta. A Dios no le gusta el planning familiar.

Por ello, en cuanto da a luz, la madre judía ingresa en un ciclo de impureza. La sangre, siempre la sangre. En el caso de un hijo, la prohibición de entrar en el santuario es de cuarenta días; para las hijas, ¡sesenta!, el Levítico dixit... Conocemos la oración judía de la mañana que invita a todos los hombres a bendecir a Dios durante el día por haberlo hecho judío, no esclavo ni... ¡mujer! (Men. 43b). Tampoco ignoramos que el Corán no condena explícitamente la tradición tribal preislámica que justifica la vergüenza de convertirse en padre de una hija y justifica la pregunta: ¿conservará a la niña o la esconderá bajo tierra? (16:58). (La edición resumida de La Pléiade advierte en una nota, para atenuar la barbarie probablemente, que es por temor a la pobreza, ¡lo que faltaba!)

Por su parte, los cristianos, muy graciosos, sometieron a discusión en el Concilio de Macón, en 585, el libro de Alcidalus Valeus, titulado Disertación paradójica en la que se intenta demostrar que las mujeres no son criaturas humanas... No se sabe dónde está la paradoja (!), ni si el ensayo sufrió algún cambio, tampoco si Alcidalus conquistó a su público de jerarcas cristianos ya ganados a su causa —basta con adherir a las innumerables imprecaciones misóginas de Pablo de Tarso...—, pero la prevención de la Iglesia con respecto a las mujeres sigue siendo de una actualidad siniestra.

 

5

Alabanza de la castración. Son conocidas las peripecias de Orígenes cuando toma a Mateo al pie de la letra. El evangelista diserta (19:12) sobre los eunucos, establece una tipología —privados de testículos desde el nacimiento, castrados por otros o automutilados a causa del Reino de Dios— y concluye: "El que puede comprender, comprende". Astuto, Orígenes corta por lo sano y de un cuchillazo se elimina los genitales, antes de descubrir, probablemente, que el deseo no es asunto de testículos sino de cabeza... Pero demasiado tarde...

La literatura monoteísta abunda en referencias a la extinción de la libido y la destrucción del deseo: elogia la continencia y celebra la castidad en todo sentido; luego, en forma relativa, porque los hombres no son dioses ni ángeles, sino más bien bestias con las que hay que contemporizar, promociona el matrimonio y la fidelidad hacia la esposa —o a las esposas, en los casos judío y musulmán—, y por último, concentra la sexualidad en la procreación. La familia, el matrimonio, la monogamia y la fidelidad son variaciones sobre el tema de la castración... Cómo volverse un Orígenes virtual...

El Levítico y los Números establecen, precisamente, la regla en materia de la intersubjetividad sexual judía: no mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio; legitimación de la poligamia; divorcio a voluntad del esposo, sin grandes formalidades —el envío de una carta, un guet, a la esposa repudiada es suficiente—; ilegalidad de matrimonio con un no judío; transmisión de la identidad judía a través de la madre —tiene nueve meses para demostrar que lo es, ya que el padre es siempre incierto...—; prohibición de leer la Tora a las mujeres —obligatoria para los hombres—: las descendientes de Eva no están autorizadas a decir las oraciones, llevar el chai, enarbolar las filacterias, tocar el shofar, construir el cobertizo ritual —una suká—, formar parte de un grupo mínimo de diez, necesario para la oración —el minyan—; inaptitud para ser elegidas para funciones administrativas y judiciales; autorización para poseer, pero no para manejar ni administrar sus propios bienes, tarea del marido. Con ello verificamos que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, no a la de la mujer...

La lectura del Corán muestra la evidente similitud entre ambas religiones. El islam afirma, claramente, la superioridad de los hombres con respecto a las mujeres, pues Dios prefiere los hombres a las mujeres (4:34). De ahí surgen varias imposiciones: prohibición de dejar al descubierto el cabello —el velo (24:30)—, la piel de los brazos y las piernas; no mantener relaciones sexuales fuera de la relación legítima con un miembro de la comunidad, que sí puede tener varias esposas (4:3): condena, por supuesto, de la poliandria; elogio, sin duda alguna, de la castidad (17:32 - 33:35); interdicción de casarse con un no musulmán (3:28); prohibición a las mujeres de utilizar vestimenta de hombre; no mezclar hombres y mujeres en la mezquita; de ningún modo darle la mano a un hombre si no se lleva guantes; el matrimonio es obligatorio, no se tolera el celibato (24:32), incluso en nombre de la religión; no es recomendable la pasión y el amor en el matrimonio, celebrado por el bien de la familia (4:25), de la tribu y de la comunidad; incitación a someterse a todos los deseos sexuales del marido —que labra a su mujer a voluntad, como la tierra: la metáfora es coránica (2:223)...; legitimación de golpear a la esposa en caso de sospecha, pues la culpabilidad no tiene que ser demostrada; igual facilidad para repudiar, igual minoridad existencial, igual inferioridad jurídica (2:228): el testimonio femenino equivale a medio testimonio masculino; una mujer estéril y una mujer desflorada antes del matrimonio valen lo mismo: nada. De ahí proviene el elogio de la castración: las mujeres son demasiado. Demasiado deseo, demasiado placer, demasiado exceso, demasiadas pasiones, demasiado desenfreno, demasiado sexo, demasiado delirio. Ponen en peligro la virilidad del hombre. Hay que tender hacia Dios, la meditación, la oración, el cumplimiento de los ritos, la observancia de lo lícito y lo ilícito y el cuidado de lo divino en el mínimo detalle de la vida cotidiana. El Cielo, no la Tierra. Y aun menos, lo peor de la Tierra: los Cuerpos... La mujer, antaño tentada y convertida en perpetua tentadora, amenaza la representación que el hombre se hace de sí mismo, falo triunfante, exhibido como un amuleto del ser. La angustia de castración impulsa toda existencia vivida bajo la mirada de Dios.

 

6

¡Ataque a los prepucios! No hay que asombrarse, por lo tanto, de que los judíos se apeguen tanto a la circuncisión, seguidos en ese terreno, como en muchos otros, por los musulmanes; que surja un debate en el cristianismo de los orígenes sobre el tema, y que Pablo de Tarso, circuncidado él también, zanje el problema para los cristianos decididos a salvar la carne real y optar por la circuncisión del corazón (Hechos de los Apóstoles 15:1), del espíritu, y de lo que se quiera: los labios, los verdaderos, los de la boca, los ojos, las orejas y otras partes de cuerpo catalogadas en el Nuevo Testamento. Lo que hoy exime a los cristianos —excepto a los coptos, cristianos de Egipto— de ventilar el glande al aire libre...

Es curioso cómo la excisión —la circuncisión femenina, aunque algunas lenguas utilizan la misma palabra para las dos mutilaciones— de las niñas pequeñas espanta a Occidente, pero no provoca ninguna condena cuando se practica en los niños pequeños. El consenso parece general, hasta que invitamos a nuestro interlocutor a reflexionar sobre el fundamento de esa operación quirúrgica que consiste en cercenar una parte sana del cuerpo de un niño, que no puede dar su consentimiento, sin causa médica: la definición jurídica de... la mutilación.

Cuando una filósofa canadiense —Margaret Somerville— planteó el tema, sin ánimo polémico, con argumentos razonables y haciendo uso de la comparación y el análisis, mientras suministraba datos anatómicos válidos, científicos, neuropatológicos y psicológicos en contra de la tesis de la mutilación, fue objeto de un violento ataque por parte de sus compatriotas, al punto que después de la protesta nacional, perseveró en sus análisis, por cierto, pero suspendió su juicio y luego aceptó legitimar la circuncisión por razones... religiosas. (A modo de información, el 60% de los estadounidenses, el 20% de los canadienses y el 15% de los australianos han sido circuncidados debido a argumentos no religiosos, presuntamente higiénicos.)

El vendaje chino de los pies, el alargamiento padaung del cuello con anillos, el limado de dientes, la perforación de la nariz, orejas o labios en las tribus de la Amazonia, las escarificaciones y tatuajes polinesios, el aplastamiento peruano de la caja craneana, provienen de los mismos pensamientos mágicos que acompañan la excisión e infibulación africanas o la circuncisión judía y musulmana. Marcación del cuerpo por razones religiosas, sufrimientos rituales con el fin de ganarse la integración en la comunidad, prácticas tribales destinadas a atraer la benevolencia de los dioses, no faltan razones... sin acudir a las hipótesis psicoanalíticas.

¿Por qué reírse de la incrustación de una barra a través del glande en Oceanía, de la emasculación de los skopzi rusos —una secta cristiana que existió entre el siglo XVIII y los años 1920—, de la subincisión australiana —pene hendido desde el meato hasta el escroto, a todo lo largo—? Pues las lógicas mentales, los presupuestos ontológicos y las dosis de pensamiento mágico son exactamente los mismos. A reserva de considerar bárbaro lo que es ajeno a nuestras costumbres —Montaigne, desde ya...—, ¿cómo aceptar y legitimar nuestras mutilaciones y luego rechazar las de los vecinos?

La mutilación es un hecho probado. En primer lugar, de acuerdo con lo jurídico, el derecho prohíbe las intervenciones quirúrgicas sin justificación médica bien fundada. Ahora bien, el prepucio no es, por sí mismo, una patología. En segundo lugar, desde el punto de vista fisiológico, la superficie de la piel cortada corresponde a la mitad o a dos tercios del recubrimiento tegumentario del pene. Esa zona de treinta y dos centímetros cuadrados en un adulto —piel externa, piel interna— concentra más de mil terminaciones nerviosas, que incluyen doscientos cincuenta pies de nervios. Se procede así a la amputación de una de las estructuras más inervadas del cuerpo.

Además, la desaparición del prepucio —que los pueblos primitivos entierran, comen, secan, pulverizan y conservan— ocasiona una cicatriz circunferencial que se querateniza con el tiempo: la exposición permanente a las frotaciones de los tejidos obra de manera abrasiva sobre la piel, que se endurece y pierde sensibilidad. La desecación de la superficie y la desaparición de la lubricación restan comodidad sexual a la pareja.

 

7

Dios ama las vidas mutiladas. El Corán no estimula ni obliga a la circuncisión, pero no la condena. De todos modos, la tradición establece que Mahoma nació circunciso. El Libro tampoco prescribe la excisión o la infibulación. En cambio, en la región oriental del África donde se practican estas mutilaciones, la resección del capuchón del clítoris se llama "sunna dulce", la de la cabeza del capuchón, "sunna modificada". Sunna significa "tradición y vía del Profeta"...

Igualmente, los judíos consideran la mutilación como una prueba de pertenencia radical a la comunidad. La rigidez sobre este punto —si se nos permite decirlo— es terrible; Dios le exige a Abraham que la lleve a cabo a los noventa y nueve años; la dicta para todos los miembros varones de la casa, incluso los esclavos; la codifica para el octavo día después del nacimiento; la convierte en el símbolo de la Alianza específica con su pueblo elegido. La circuncisión importa tanto que si cae en un día de shabat, todas las prohibiciones de actividad asociadas ritualmente a ese día desaparecen. Incluso en el caso de un niño muerto antes de la ablación del prepucio, el mohel lleva a cabo su trabajo.

Montaigne relata una circuncisión en su Diario de viaje: el circuncizador utiliza un cuchillo colocado previamente bajo la almohada de la madre con el fin de asegurarse los mayores beneficios. Toma el pene, baja la piel, empuja el glande, corta en vivo, sin anestesia, para levantar el prepucio. Después de beber un trago de vino, conservado en la boca, chupa la herida —la aspiración ritual se llama mezizá—, luego aspira la sangre á fin de evitar que quede en el fondo de la herida, dice el Talmud. Escupe en tres ocasiones. Entonces el niño ingresa en la comunidad y recibe su nombre. Desde Montaigne, el ritual no ha cambiado, mezizá incluida.

Ya todo se ha dicho sobre este rito primitivo y su persistencia a través de los siglos. Freud —cuyo mal recuerdo de la circuncisión destacan los biógrafos— habla, y después de él numerosos psicoanalistas, acerca de la supresión de lo femenino en el hombre (circuncisión) como contrapartida de la eliminación de lo masculino en la mujer (excisión); de la advertencia paterna, luego de la prevención contra el deseo edípico por la amenaza de una castración mayor; y de la repetición del corte del cordón umbilical como símbolo de un nuevo nacimiento. Es posible que, en más de un ritual de pertenencia identitaria y comunitaria, todo eso importe.

Pero también, y sobre todo, la hipótesis formulada por dos filósofos judíos, Filón de Alejandría, en Quaestiones in Genesim, y Moisés Maimónides, en La guía de los descarriados: dicha operación exige y tiene como finalidad el debilitamiento del órgano sexual y vuelve a centrar al individuo en lo esencial, al impedirle que derroche, por jactancia erótica, una energía que estaría mejor empleada en la alabanza de Dios, y además, debilita la concupiscencia y facilita el control de la voluptuosidad. A lo cual se le puede agregar: altera las posibilidades sexuales, impide el goce puro, por sí mismo; inscribe en la carne y con ella el odio hacia el deseo, la libido y la vida; significa el dominio de las pasiones mortíferas en el sitio mismo de las pulsiones vitales; y revela una de las modalidades de la pulsión de muerte dirigida contra el prójimo para su propio bien, como siempre...

Con el cristianismo y las decisiones de Pablo, la circuncisión se convierte en una cuestión mental. Ya no hay necesidad de una marca en la carne, la mutilación no corresponde a nada real. Así pues, sólo importa la circuncisión del corazón. Para ello, se trata de despojar al cuerpo de todos los pecados que surjan de la concupiscencia carnal. De ahí el bautismo, sin duda, pero sobre todo la ascesis cotidiana de una vida consagrada a la imitación de Cristo, de su sufrimiento y su Pasión.

Con el tarsiota, el fiel mantiene su pene entero, cierto, pero pierde la totalidad de su cuerpo. Se trata en lo sucesivo de separarse de él en su totalidad, a la manera en que el circuncizador anula el prepucio. Con el cristianismo, la pulsión de muerte intenta gangrenar el mundo entero...

 

Tercera parte

Cristianismo

 

I La construcción de Jesús

 

1

Historias de falsificadores. Jesús existió, sin duda, como Ulises y Zaratustra, de quienes importa poco saber si vivieron físicamente, en carne y hueso, en un tiempo dado y en un lugar específico. La existencia de Jesús no ha sido verificada históricamente. Ningún documento de la época, ninguna prueba arqueológica ni ninguna certeza permiten llegar a la conclusión, hoy en día, de que hubo una presencia real que intermediara entre dos mundos y que invalidara uno nombrando al otro.

No hay tumba, ni sudario, ni archivos; apenas un sepulcro que, en el año 325, inventó Santa Helena, la madre de Constantino, muy inspirada, pues le debemos igualmente el descubrimiento del Gólgota y el del titulus, el pedazo de madera que llevaba inscrito el motivo de la condena de Jesús. También hay una pieza de tela cuya fecha, por medio del carbono 14, demuestra que data del siglo XIII de nuestra era, de modo que sólo un milagro hubiese podido lograr que envolviera el cuerpo de Cristo, el supuesto cadáver, más de mil años antes. Por último, encontramos tres o cuatro vagas referencias muy imprecisas en los textos antiguos —Flavio Josefo, Suetonio y Tácito—, es cierto, pero en copias hechas algunos siglos después de la pretendida crucifixión de Jesús y sobre todo bastante después de la existencia y deseo de complacer de aquellos adulones...

Pero, en cambio, ¿cómo negar la existencia conceptual de Jesús? Con la misma validez que el Fuego de Heráclito, la Amistad de Empédocles, las Ideas platónicas o el Placer de Epicuro, Jesús funciona de maravilla como Idea, la que articula una visión del mundo, una concepción de lo real, y una teoría del pasado pecaminoso y del futuro en la salvación. Dejemos que los amantes de los debates imposibles diluciden la cuestión de la existencia de Jesús y dediquémonos a los temas que importan: ¿qué contiene la construcción llamada Jesús?, ¿para hacer qué?, ¿con qué intenciones?, ¿con el fin de servir a qué intereses?, ¿quién creó esa ficción?, ¿cómo adquirió consistencia el mito?, ¿cómo evolucionó la fábula a través de los siglos?

Las respuestas a esas preguntas exigen que demos un rodeo por un decimotercer apóstol histérico, Pablo de Tarso; por un "obispo de relaciones exteriores", como se hacía llamar Constantino, también autor de un golpe de Estado exitoso; y por sus seguidores, Justiniano, Teodosio, Valentiniano, que alentaron a los cristianos a saquear, torturar, asesinar y quemar bibliotecas. La historia coincide con la genealogía de nuestra civilización, desde el ectoplasma invisible hasta los plenos poderes del fantasma que se extendió sobre un Imperio y luego sobre el mundo. La historia comienza envuelta en brumas, en Palestina, prosigue en Roma, y después en Bizancio, entre las riquezas, el boato y la púrpura del poder cristiano; reina aún hoy en millones de espíritus formateados por esa increíble historia construida en el aire, con improbabilidades, imprecisiones y contradicciones, que la Iglesia impone desde siempre por medio de la violencia política.

Sabemos, por lo tanto, que los documentos existentes son en su mayoría falsificaciones llevadas a cabo con habilidad. Las bibliotecas quemadas, los continuos saqueos de vándalos, los incendios accidentales, las persecuciones y los autos de fe cristianos, los terremotos, la revolución de los medios de impresión que desplazó el papiro en favor del pergamino y permitió a los copistas, sectarios fanáticos de Cristo, elegir entre los documentos rescatables y los prescindibles, las libertades que se tomaron los monjes al establecer las ediciones de autores antiguos en las que agregaron lo que hacía falta con miras a la consideración retrospectiva de los vencedores, constituyen más de un motivo de trastorno filosófico.

Nada de lo que perdura es confiable. El archivo cristiano es el resultado de una elaboración ideológica, e incluso Flavio Josefo, Suetonio o Tácito, en cuyas obras un puñado de palabras indica la existencia de Cristo y sus fieles en el siglo I de nuestra era, responden a la ley de la falsificación intelectual. Cuando un monje anónimo vuelve a copiar las Antigüedades judaicas del historiador judío, arrestado y luego convertido en colaborador del poder romano, en el instante en que tiene ante sí un original de los Anales de Tácito o de la Vida de los doce Césares de Suetonio y se asombra de la ausencia en el texto de alguna mención de la historia en la que cree, de buena fe agrega un pasaje de su puño y letra, sin vergüenza o complejos y sin imaginarse que actúa mal o que inventa una falsedad, puesto que en esas épocas no abordaban los libros con el ojo de nuestros contemporáneos obsesionados por la verdad, el respeto a la integridad del texto y el derecho de autor... Hoy, incluso, leemos a los escritores de la Antigüedad en manuscritos varios siglos posteriores a sus autores, confeccionados por copistas cristianos que modificaron sus contenidos con el fin de que siguieran el curso de la historia...

 

2

Materializar la histeria. Los ultrarracionalistas —desde Prosper Alfaric hasta Raoul Vaneigem— tienen razón, probablemente, acerca de la inexistencia histórica de Jesús. Durante decenios, se ha investigado, en todos los sentidos posibles, el corpus de textos, documentos y datos a nuestra disposición, sin que se haya podido llegar a una conclusión definitiva ni a un consenso general. Entre el Jesús ficticio y el Jesús, Hijo de Dios, hay un amplio espectro, y la cantidad de hipótesis justifica tanto el ateísmo agresivo y militante de la unión racionalista como la adhesión al Opus Dei...

Lo que podemos decir es que en la época en que supuestamente aparece Jesús abundaban los individuos de su clase, profetas furibundos, locos iluminados, histéricos convencidos de la superioridad de sus verdades grotescas y vaticinadores de múltiples apocalipsis. La historia de aquel siglo exaltado incluye numerosos casos de esta índole; por otra parte, los filósofos gnósticos provienen de la efervescencia milenarista y de la locura delirante que teñía la época de angustia, temor e incertidumbre en un mundo desconocido para todos. La vieja mentira se agrietaba y amenazaba con el fin del mundo. La desaparición anunciada generaba miedos a los que algunos individuos respondían con proposiciones francamente irracionales.

A orillas del Jordán, una región conocida por Jesús y sus apóstoles, un personaje llamado Teudas se creía Josué, el profeta de las salvaciones anunciadas y también el étimo de Jesús... Procedente de Egipto, su tierra natal, con cuatro mil seguidores decididos a luchar a muerte, quería destruir el poder romano y pretendía poseer la facultad, por medio de la palabra, de dividir las aguas de un río, con el fin de permitir el avance de sus tropas, para luego acabar de una vez por todas con el poder colonizador. Los soldados romanos decapitaron al Moisés de segunda clase antes de que pudiera demostrar su talento hidráulico.

En otra oportunidad, en el año 45, Jacobo y Simón, hijos de Judas, el de Galilea, otro lugar conocido por Jesús, iniciaron, como su padre en el año 6, una insurrección que también terminó mal: la soldadesca sacrificó a los partidarios y los crucificó. Menahem, el nieto de una familia decididamente proveedora de héroes libertadores, siguió los pasos de sus padres y se rebeló, en el año 66, lo que dio inicio a la guerra judía que terminó en el año 70 con la destrucción de Jerusalén.

En la primera mitad del siglo I pululaban los profetas, los mesías y los vaticinadores de la buena nueva. Algunos iban acompañados de sus fieles al desierto en busca de señales prodigiosas y manifestaciones de la divinidad. Un iluminado procedente de Egipto con cuarenta mil acólitos llegó hasta el Huerto de los Olivos, otra zona relacionada con Cristo. Este pretendía derribar, sólo con la voz, los muros de Jerusalén con el fin de abrirles paso a los sublevados. También esa vez las milicias romanas dispersaron a los rebeldes. Abundan las historias que relatan la voluntad judía de combatir el poder romano utilizando como única arma el discurso religioso, místico, milenarista, profético y vaticinador de la buena nueva, tal como lo anuncia el Antiguo Testamento.

La resistencia era legítima: desear expulsar de su tierra por la fuerza a los ejércitos de ocupación que imponían su lengua, leyes y costumbres, justificaba y justifica siempre la resistencia, la rebelión, el rechazo y la lucha, aunque fuera armada. En cambio, creer que se podía enfrentar a las tropas más aguerridas del mundo, expuestas a los combates más importantes de su tiempo, entrenadas profesionalmente, provistas de medios considerables y plenos poderes, sólo con el fervor de la fe en lo imposible, transformó esas magníficas luchas en batallas perdidas de antemano. Dios, enarbolado como un estandarte ante las legiones romanas, no cumplía con los requisitos necesarios...

Jesús representa, pues, la histeria de la época, la creencia en que basta emprender la acción sólo con buena voluntad y en nombre de Dios para poder partir victorioso y vencer. Pretender destruir murallas con la voz en lugar de arietes y armas de guerra, dividir las aguas con palabras y no con embarcaciones militares dignas de ese nombre, enfrentar a soldados expertos en campos de batalla con cánticos, rezos y amuletos, y no lanzas, armas o escuderos, era la mejor manera de no hostigar el poder romano de ocupación. Apenas unos rasguños en la piel del Imperio...

El nombre de Jesús materializa las energías difusas y dispares malgastadas contra la mecánica imperial de la época. Proporciona el patronímico emblemático de todos los judíos que rechazaban al ejército de ocupación romano y disponían como única arma de su buena fe, basada en la creencia de que su Dios podía hacer milagros y liberarlos del yugo colonial. Pues si Dios existía como tal y amaba a su pueblo, lo liberaría de sufrir la ley perversa e impediría la injusticia. ¿Por qué la toleraría en vez de posibilitar su supresión?

Irreal o reducido a hipótesis, ese Jesús tal vez nació en Nazaret y fue hijo de un carpintero y de una virgen. Quizá ejerció la enseñanza de niño, ante los doctores de la ley a quienes dio lecciones, y de adulto, ante los pescadores, los artesanos y la gente humilde que trabajaba a orillas del lago Tiberíades. Bien pudo haber tenido problemas con las comunidades judías, más que con el poder de Roma, habituado a esas rebeliones esporádicas e insignificantes. Así pues, sintetiza, concentra, sublima y materializa lo que agitaba la época y la historia del siglo I de nuestra era... Jesús representa el rechazo judío a la dominación romana.

Como lo enseña la etimología, Jesús significa "Dios salva, ha salvado y salvará". No se puede expresar con mayor claridad la carga simbólica; el nombre propio en sí mismo define el destino. Ese patronímico nombra el porvenir conocido y presupone que la aventura ya está escrita en algún rincón del cielo. Desde entonces, la historia se contenta con reactualizar la revelación. Se convierte en una escatología. ¿Cómo pensar que un nombre de bautismo como ése no lleve a forzar la realización de aquellas predicciones y potencialidades? O: ¿cómo expresar mejor que la creación de Jesús implica en detalle una falsificación, en la que el nombre sirve de pretexto y posibilidad para esa catálisis ontológica?

 

3

La catálisis de lo maravilloso. Jesús concentra en su nombre la aspiración mesiánica de la época. Del mismo modo, sintetiza los topoi antiguos utilizados para hablar de alguien maravilloso. Pues nacer de una madre virgen a la que una figura celeste o angélica le comunica su suerte, realizar milagros, contar con un carisma que atrae a discípulos apasionados y resucitar de entre los muertos, son lugares comunes que atraviesan la literatura de la Antigüedad. El hecho de considerar los textos evangélicos como textos sagrados exime, sin duda,' de un estudio comparativo que relativice lo maravilloso de los Testamentos para introducirlo en la lógica de lo maravilloso antiguo, ni más ni menos. El Jesús de Pablo de Tarso obedece a las mismas leyes de género que el Ulises de Homero, el Apolonio de Tiana de Filostrato o el Encolpio de Petronio: un héroe de película histórica...

¿Quién es el autor de Jesús? Marcos. El evangelista Marcos, primer autor del relato de aventuras maravillosas del llamado Jesús. Probable compañero de Pablo de Tarso en su travesía misionera, redactó su texto hacia el año 70. No hay pruebas de que haya conocido a Jesús en persona, ¡y con razón! El trato personal hubiese sido evidente y constaría en el texto. Pero no nos codeamos con las ficciones... A lo sumo se les otorga una existencia a la manera del espectador de un espejismo en el desierto que cree efectivamente en la verdad y en la realidad de la palmera y el oasis que percibe en medio del insoportable calor. Sumergido en la incandescencia histérica de la época, el evangelista relata esa ficción cuya verdad sostiene de buena fe.

Marcos redacta su Evangelio con el propósito de convertir. ¿Su público? Individuos que hay que convencer, personas insensibles a priori al mensaje crístico, pero a quienes pretende interesar, cautivar y seducir. El texto es una muestra clara de propaganda. No excluye el recurso al artificio capaz de complacer y lograr el asentimiento y la persuasión. De allí proviene la utilización de lo maravilloso. ¿Cómo interesar al público con el relato de una historia trivial acerca de un hombre sencillo, igual al común de los mortales? Los Evangelios reciclan los usos de escritura de la Antigüedad pagana que permiten adornar, acicalar y engalanar a un hombre al que deseamos transformar en un paladín movilizador.

Para convencernos de ello, leamos las páginas menos conocidas del Nuevo Testamento y la obra que Diógenes Laercio consagra a la vida, a las opiniones y sentencias de filósofos ilustres. Démosles a los dos textos el mismo estatuto literario, el de los escritos históricos, fechados y realizados por hombres que no estaban inspirados de ningún modo por el Espíritu Santo, pero que escribían más bien para llegar a sus lectores y compartir con ellos la convicción de que sus protagonistas eran individuos excepcionales, grandes hombres y personas destacadas. Pitágoras, Platón, Sócrates y Jesús, juzgados con los mismos ojos, los del lector de textos antiguos. ¿Qué descubrimos?

Un mundo similar, idénticas formas literarias en los autores, la misma propensión retórica a recurrir a lo mágico, lo maravilloso y lo fantástico a fin de darle al tema el relieve y el brillo necesarios para edificación de sus lectores. Marcos quiere que se ame a Jesús. Diógenes Laercio desea lo mismo con respecto a los grandes filósofos de la tradición antigua. Cuando el evangelista relata una vida llena de acontecimientos fabulosos, el doxógrafo atiborra su texto de peripecias igualmente extraordinarias en el sentido etimológico. Pues se trata de semblanzas de hombres excepcionales. ¿Cómo pueden nacer, vivir, hablar, pensar y morir como el común de los mortales?

Vayamos al detalle: María, madre de Jesús, concibe virgen por intermediación del Espíritu Santo. Nada raro: Platón nace igualmente de una madre en la flor de la edad, que conserva el himen intacto. ¿El arcángel Gabriel le anuncia a la esposa del carpintero que va a parir sin la participación de su marido, un buen hombre que consiente sin protestar? Y qué: ¡Platón se enorgullece del descenso de Apolo en persona! ¿El hijo de José es ante todo hijo de Dios? No hay problema: Pitágoras, al igual que sus discípulos, se toma por Apolo en persona, procedente de la tierra de los hiperbóreos. ¿Jesús hace milagros, devuelve la visión a los ciegos y la vida a los muertos? Como Empédocles, que —también él— resucita a un difunto. ¿Jesús se destaca en las predicciones? El mismo talento de Anaxágoras, que predice, con éxito, la caída de meteoritos.

Continuemos: ¿Jesús habla como inspirado, prestando su voz a lo más grande, fuerte y poderoso que él? ¿Y Sócrates, obsesionado y habitado por su daimoríi ¿El futuro crucificado predica a sus discípulos, a los que convierte por medio de su talento oratorio y su retórica? Todos los filósofos antiguos, desde los cínicos hasta los epicúreos, tenían un talento similar. ¿La relación de Jesús con Juan, el discípulo favorito? La misma relación une a Epicuro con Metrodoro. El hombre de Nazaret habla con metáforas, se alimenta de símbolos y se comporta enigmáticamente... Pitágoras también... ¿Nunca ha escrito nada, salvo una vez en la arena, con un bastón, el mismo que borra de inmediato los caracteres dibujados en el suelo? Tampoco Buda o Sócrates, filósofos de la oralidad, del verbo y la palabra terapéutica. ¿Jesús muere a causa de sus ideas?

También Sócrates. ¿En Getsemaní, el profeta vive una noche decisiva? Sócrates experimenta los mismos arrebatos en una oscuridad parecida en Potidaea. ¿María se entera de su destino de madre virgen en un sueño? Sócrates sueña con un cisne y encuentra a Platón al día siguiente.

¿Más? Más... A ojos vistas, el cuerpo de Jesús ingiere símbolos, pero no los digiere: los conceptos no se excretan... Como carne extravagante, que no se somete a los caprichos de cualquier hijo de vecino, el Mesías no tiene hambre ni sed, nunca duerme, no defeca, no copula y no se ríe. Sócrates tampoco. Recordemos la Apología, en la que Platón describe un personaje que no sufre los efectos del alcohol, la fatiga ni el insomnio. También Pitágoras se presenta a sí mismo cubierto de un anticuerpo, de carne espiritual, materia etérea, incorruptible e indiferente a los tormentos del tiempo, lo real y la entropía.

Tanto Platón como Jesús creen en una vida después de la muerte y en la existencia de un alma inmaterial e inmortal. Después de la crucifixión, el mago de Galilea se aparece entre los hombres. Pero mucho antes que él, Pitágoras actuaba según el mismo principio. Con mayor lentitud, pues Jesús aguardó tres días, pero el filósofo, vestido de lino, tuvo que esperar doscientos siete años antes de poder volver a la Gran Grecia. Y tantas otras fábulas que funcionan más allá del filósofo griego o del profeta judío, cuando el autor del mito desea persuadir al lector del carácter excepcional de su tema y del personaje que describe...

 

4

Construir fuera de la historia. Lo maravilloso le da la espalda a la historia. No luchamos racionalmente contra lluvias de sapos o de yunques, con muertos que se levantan del sepulcro para cenar con su familia, no solemos encontrarnos con paralíticos, enfermos de hidropesía o de hemorroides que recobran la salud por medio de un toque de varita mágica. El sentido de la palabra que cura, del verbo terapéutico y del gesto inductor de milagros fisiológicos resulta incomprensible cuando permanecemos en el terreno de la razón pura. Para comprender, es necesario pensar en términos de símbolos, alegorías o figuras retóricas. La lectura de los Evangelios exige la misma actitud que la prosa novelesca antigua o los poemas homéricos: dejarse llevar por el efecto literario y renunciar al espíritu crítico. Los trabajos de Hércules significan la fuerza extraordinaria; las trampas de Ulises ponen en evidencia su ingenio y talento. Lo mismo vale para los milagros de Jesús, cuya realidad y verdad no se basan en la coincidencia con hechos comprobados, sino en lo que significan: el poder extraordinario y la fuerza considerable de un hombre que forma parte de un mundo más grande que él.

El género evangélico es performativo. Para decirlo en términos de Austin: la enunciación crea la verdad. Los relatos de los Testamentos no se ocupan en absoluto de la verdad, lo verosímil o lo verdadero. Revelan, más bien, el poder del lenguaje, el que, al afirmar, crea lo que enuncia. Prototipo de lo performativo: el cura que declara casada a la pareja. Por el hecho mismo de la pronunciación de una fórmula, el suceso coincide con las palabras que lo significan. Jesús no pertenece a la historia, sino a lo performativo propio de los Testamentos.

Los evangelistas desprecian la historia. Lo permite su opinión apologética. No hay necesidad de que las historias hayan ocurrido efectivamente; no importa que lo real coincida con la formulación o la narración, pues basta con que el discurso produzca su efecto: convencer al lector y obtener de él la aceptación de la figura del personaje y su enseñanza. ¿La creación del mito es consciente en los autores del Nuevo Testamento? No lo creo. Ni consciente, ni voluntaria, ni deliberada. Marcos, Mateo, Juan y Lucas no engañan a sabiendas. Pablo tampoco. Se engañan a sí mismos, pues afirman que es verdadero lo que creen y creen que es verdadero lo que afirman. Ninguno de ellos conoció a Jesús en persona, pero los cuatro le adjudican una existencia real a la ficción, de ningún modo simbólica o metafórica. Sin duda alguna, creen de veras en lo que cuentan. Autointoxicación intelectual, ceguera ontológica...

Todos le otorgan una ficción de realidad. Al creer en la fábula que narran, le dan cada vez mayor consistencia. La prueba de la existencia de una verdad se reduce a menudo a la suma de errores repetidos que se convierten un día en una verdad convencional. De la inexistencia probable de un individuo cuya vida pormenorizada se relata durante varios siglos, surge finalmente una mitología a la que rinden pleitesía asambleas, ciudades, naciones, imperios, un mundo entero. Los evangelistas crean una verdad al repetir sin cesar las ficciones. La agresividad militante paulina, el golpe de Estado de Constantino y la represión de las dinastías valentiniana y teodosiana hacen el resto.

 

5

Una sarta de contradicciones. La construcción del mito se lleva a cabo durante varios siglos, por medio de plumas diversas y múltiples. Se vuelve a copiar, se agrega, se suprime, se omite, se transforma y se tergiversa, a propósito o no. A fin de cuentas, se obtiene un corpus considerable de textos contradictorios. De ahí proviene el trabajo ideológico que consiste en seleccionar sólo lo que apunte a una historia unívoca. En consecuencia, se consideran verdaderos los Evangelios y se descartan los que atentan contra la hagiografía o la credibilidad del proyecto. Así surgen los sinópticos y los apócrifos, incluso los escritos intertestamentarios a los que los investigadores otorgan un estatuto extraño de ¡extraterritorialidad metafísica!

Jesús vegetariano o el que le devuelve la vida a un pollo asado en un banquete? ¿Jesús niño que estrangula pajaritos para lucirse después resucitándolos, cambia el curso del arroyo con la voz o modela pájaros en arcilla y los transforma en aves reales, mientras realiza otros milagros antes de cumplir los diez años? ¿Jesús el que cura las picaduras de víbora soplando en el lugar donde se clavaron los colmillos? ¿Qué pensar del deceso de su padre José a los ciento once años? ¿Del de su madre, María? ¿De Jesús que ríe a carcajadas? Y de tantas otras historias contadas en varios miles de páginas de escritos apócrifos cristianos. ¿Por qué los han descartado? Porque no permiten un discurso unívoco... ¿Quién ordena el corpus y decide el canon? La Iglesia, sus concilios y sus sínodos a fines del siglo IV.

Sin embargo, esa limpieza no elimina una cantidad impresionante de contradicciones y de aspectos inverosímiles en el texto de los Evangelios sinópticos. Por ejemplo: según Juan, el pedazo de madera en el que los jueces inscribieron el motivo de la condena —el titulus— está clavado en la cruz, encima de la cabeza de Cristo; según Lucas, se encuentra alrededor del cuello del ajusticiado; Marcos, impreciso, no permite zanjar la cuestión... Sobre ese titulus, si comparamos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan, el texto dice cuatro cosas diferentes... Yendo hacia el Gólgota, Jesús carga solo la cruz, dice Juan. ¿Por qué los otros comentan que lo ayudó Simón de Cirene? Según uno u otro Evangelio, Jesús se aparece después de muerto a una sola persona, a algunos o a un grupo... Y las apariciones ocurren en distintos lugares... Abunda ese tipo de contradicciones en el texto de los Evangelios. No obstante, la Iglesia oficial las ha suprimido con la finalidad de fabricar en forma unívoca el mismo y único mito.

Además de las contradicciones, encontramos también hechos inverosímiles. Por ejemplo, el intercambio verbal entre el condenado a muerte y Poncio Pilatos, un gobernante de alta jerarquía del Imperio romano. Aparte de que en casos similares el jefe nunca realizaba el interrogatorio sino sus subordinados, no resulta creíble que Poncio Pilatos recibiera a Jesús, que no era aún Cristo, ni lo que la historia hizo de él más adelante: una vedette universal. En ese tiempo, éste dependía estrictamente del derecho consuetudinario, como tantos otros en esas cárceles. Es poco probable, por lo tanto, que el alto funcionario se dignara a entrevistar al pequeño delincuente local. Más aun, Poncio Pilatos hablaba latín y Jesús, arameo. ¿Cómo dialogar, en los mismos términos, según lo establece el Evangelio de Juan, sin intérprete, traductor o intermediario? Fantasías...

Por su parte, Pilatos no pudo ser procurador, de acuerdo con el término utilizado en los Evangelios, sino prefecto de Judea, porque el título de procurador no existía antes del año 50 de nuestra era... Tampoco el funcionario romano pudo ser el hombre amable, cordial y benévolo con Jesús, como indican los evangelistas, salvo que los autores de esos textos desearan denigrar a los judíos, culpables de la muerte de su héroe, y adular el poder romano, para colaborar un poco... Pues el gobernador de Judea figura en la historia más bien por su crueldad, cinismo, ferocidad y deleite por la represión. Reconstrucciones...

Otra inverosimilitud, la crucifixión. Los testimonios históricos demuestran que en esa época se lapidaba a los judíos, no se los crucificaba. ¿De qué se acusaba a Jesús? De pretender ser el Rey de los Judíos. Roma se burlaba de esa historia de mesianismo y profetismo. La crucifixión implicaba el cuestionamiento del poder imperial, lo que el crucificado nunca hizo en forma explícita. Aceptemos la crucifixión. En este caso, habrían dejado al reo en la cruz, abandonado a las aves rapaces y a los perros que hubiesen despedazado con facilidad el cadáver, pues las cruces apenas tenían dos metros de alto. Luego, habrían tirado el cuerpo a la fosa común... De todos modos, queda excluida la sepultura en una tumba. Ficciones...

La tumba, pues. Otra inverosimilitud. Un discípulo secreto de Jesús, José de Arimatea, recibe el cuerpo de su maestro de manos de Pilatos para sepultarlo en una tumba. ¿Sin los cuidados mortuorios? Impensable para un judío... Uno de los evangelistas menciona plantas aromáticas, mirra y áloes —treinta kilos—, y vendas, la versión egipcia de la momificación; los otros tres omiten esos detalles... Pero el significado del nombre del lugar de donde proviene José —Arimatea, que significa "después de la muerte"— podría resolver las contradicciones. José de Arimatea, conforme al principio performativo, nombra lo que ocurre después de la muerte y se ocupa del cuerpo de Jesús, una especie de primer discípulo... Invenciones...

La lectura comparada de los textos conduce a muchas otras preguntas: ¿por qué los discípulos estuvieron ausentes el día de la crucifixión? ¿Cómo creer que después de aquel acontecimiento fatal —el asesinato de su mentor— regresaran a su casa, sin reaccionar, ni reunirse, ni continuar la obra que había emprendido Jesús? Pues todos volvieron a su pueblo y continuaron con su trabajo... ¿Cuáles fueron las razones por las que ninguno de los doce apóstoles llevó a cabo la obra que realizó Pablo, aunque no conoció a Jesús, la de evangelizar y difundir lá palabra divina en todas partes?

¿Qué podemos decir de esto? Qué hacer con esas contradicciones e inconsistencias: textos descartados, otros conservados pero llenos de artificios, fantasías y aproximaciones, entre otros indicios que dan prueba de la construcción posterior, lírica y militante de la historia de Jesús. Comprendemos que la Iglesia haya prohibido formalmente, durante siglos, la lectura histórica de los textos llamados sagrados. ¡Leerlos como a Platón o Tucídides, es demasiado peligroso!

Jesús es, pues, un personaje conceptual. Toda su realidad se basa en esta definición. Existió, sin duda alguna, pero no como figura histórica..., sino de una manera tan increíble, que poco importa que haya existido o no. Existe como la materialización de las aspiraciones proféticas de su época y de lo maravilloso propio de los autores antiguos, conforme al principio performativo que crea al nombrar. Los evangelistas escriben una historia y en ella narran menos el pasado de un hombre que el futuro de una religión. Argucias de la razón: creen en el mito y éste los crea. Los creyentes inventan su criatura y luego le rinden culto: el principio mismo de la alienación...

 

II La contaminación paulina

 

1

Delirios de un histérico. Pablo se adueña del personaje conceptual, lo viste y lo provee de ideas. El Jesús primitivo casi no habla contra la vida. Dos frases (Marcos 7:15 y 10:7) demuestran que no se oponía al matrimonio y que de ningún modo estaba a favor del ideal ascético. En vano buscaremos sus prescripciones rigurosas sobre el cuerpo, la sexualidad y la sensualidad. Esa condescendencia relativa respecto de las cosas de la vida se complementa con el elogio y la práctica de la mansedumbre. Pablo de Tarso transforma el silencio de Jesús sobre dichas cuestiones en una estridencia ensordecedora al promulgar el odio al cuerpo, a las mujeres y a la vida. El radicalismo antihedonista del cristianismo se debe a Pablo, no a Jesús, personaje conceptual que calla sobre estos asuntos...

Al comienzo, ese judío histérico e integrista gozaba persiguiendo a cristianos y asistiendo a sus castigos. Cuando los fanáticos lapidaron a Esteban, los acompañó. Y otras veces también, según parece. La conversión en el camino de Damasco, en el año 34, se relaciona puramente con la patología histérica: cae al suelo (y no de un caballo, como muestran el Caravaggio y la tradición pictórica...), una luz intensa lo ciega, oye la voz de Jesús, no ve durante tres días y no come ni bebe durante ese tiempo. Recupera la vista después de la imposición de manos de Ananías, un cristiano enviado por Dios en missi dominici. A partir de entonces, se alimenta, se recupera y se lanza a los caminos durante años en su misión evangelizadora delirante por toda la cuenca mediterránea.

No es difícil hacer un diagnóstico médico: la crisis aparece siempre en presencia de otras personas —como en este caso...—, la caída, la ceguera llamada histérica —o amaurosis transitoria—, por lo tanto pasajera, suspensión sensorial —sordera, anosmia, ageusia— durante tres días, la tendencia mitómana —Jesús le habla en persona...—, histrionismo o exhibicionismo moral —una treintena de años de teatralización de un personaje imaginario, designado por Dios y elegido por él para cambiar el mundo—. Toda la crisis se asemeja, hasta el punto de confundirse con ella, a la descripción de la histeria de un manual de psiquiatría, capítulo de las neurosis, sección histerias... Ni más ni menos que una verdadera histeria... ¡de conversión!

 

2

Neurotizar el mundo. ¿Cómo vivir con la propia neurosis? Haciendo de ella el modelo del mundo, neurotizando el mundo... Pablo creó el mundo a su imagen y semejanza. Y esa imagen es lamentable: fanática, siempre cambiando de objeto —los cristianos, luego los paganos, otro síntoma de histeria...—, enferma, misógina, masoquista... ¿Cómo no ver en nuestro mundo el reflejo de la personalidad de un individuo dominado por la pulsión de muerte? Porque el mundo cristiano exhibe a las mil maravillas esa manera de ser y de actuar. La brutalidad ideológica, la intolerancia intelectual, el culto a la mala salud, el odio al cuerpo del goce, el desprecio hacia las mujeres, el placer en el dolor que uno mismo se  inflige y el desprecio por la tierra en nombre de un más allá de pacotilla...

Bajo, delgado, calvo y barbudo, Pablo de Tarso no da pormenores de la enfermedad que describe con metáforas: declara que Satanás le ha clavado una astilla en la carne —una expresión que Kierkegaard retomará—. No da detalles, excepto algunas observaciones sobre el estado andrajoso en que apareció un día ante su público gálata, después de una golpiza que le dejó marcas... De modo que la crítica ha elucubrado durante siglos varias hipótesis sobre la naturaleza de esa espina. No podemos evitar el inventario a la manera de Prévert: artritis, cólico nefrítico, tendinitis, ciática, gota, taquicardia, angina de pecho, comezones, sarna, prurito, ántrax, forúnculos, hemorroides, fisuras anales, eccema, lepra, zona, peste, rabia, erisipela, gastralgia, cólico, alteraciones bioquímicas, otitis crónica, sinusitis, traqueo-bronquitis, retención de orina, uretritis, fiebre Malta, filariosis, paludismo, pilariosis, tina, cefaleas, gangrena, supuraciones, abscesos, hipo crónico (?), convulsiones, epilepsia... Las articulaciones, los tendones, los nervios, el corazón, la piel, el estómago, los intestinos, el ano, las orejas, los senos nasales, la vesícula, la cabeza, de todo un poco...

Todo menos lo sexual... Ahora bien, la etiología de la histeria registra un potencial libidinal debilitado, casi nulo, problemas relacionados con la sexualidad, incluso la tendencia, por ejemplo, a verla en todas partes y a erotizarlo todo en forma desmedida. ¿Cómo no considerarla cuando advertimos ad nauseam, a través de la lectura de los escritos de Pablo, el odio, el desprecio y el recelo permanente con relación a las cosas del cuerpo? Su aborrecimiento de la sexualidad, su alabanza de la castidad, su veneración de la abstinencia, su elogio de la viudez, su pasión por el celibato y su invitación a comportarse como él —abiertamente formulada en la primera Epístola a los Corintios (7:8) y su resignación a tolerar el matrimonio, desde luego, pero en el peor de los casos, pues lo mejor es renunciar a la carne— constituyen varios de los síntomas de una histeria cada vez más evidente.

Esta hipótesis tiene el mérito de corroborar algunos datos: no hay reconocimiento de ninguna patología, sea cual sea. Ahora bien, es posible admitir sin problemas que se sufre de dolores estomacales o de reumatismo de las articulaciones. Las dermatosis y también el hipo son evidentes. Pero no se reconoce abiertamente una impotencia sexual, que puede salir a la luz de modo muy parcial en forma metafórica: la astilla en este caso. Así como se oculta la impotencia sexual, también se niega la fijación de la libido en un objeto socialmente prohibido: la madre, una persona del mismo sexo o cualquier otra perversión en el sentido freudiano de la palabra. Freud remite la histeria a la lucha contra las angustias de origen sexual reprimidas y a su realización parcial en forma de conversión, en el sentido psicoanalítico, pero el otro sentido también se adapta a nuestro propósito...

Hay una ley que triunfa en el mundo desde tiempos inmemoriales. En homenaje al gran La Fontaine, llamémosla el "complejo del zorro y las uvas": consiste en convertir la necesidad en virtud, para no perder prestigio. Jugada del destino o de la necesidad, Pablo de Tarso sufre toda su vida de impotencia sexual o de una libido problemática: en forma reactiva, tiene la ilusión de libertad y de independencia al creer librarse de lo que lo determina, luego afirma lo que quiere, lo elige y lo decide a plena conciencia. Incapaz de poder llevar una vida sexual digna de ese nombre, Pablo decreta nula y sin valor cualquier forma de sexualidad para él, sin duda, pero también para todos. Quiere ser como el resto del mundo y al mismo tiempo exige que todo el mundo lo imite. De ahí surge el poderoso deseo de que toda la humanidad se pliegue a las reglas de sus propios determinismos...

 

3

La venganza del aborto. Esta lógica aparece en una proclama de la segunda Epístola a los Corintios (12:2-10), en la que afirma: "Me complazco en las debilidades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte". Reconocimiento de la lógica de compensación en que se encuentra inmerso el histérico abatido en el camino de Damasco. A partir del deterioro de su fisiología, Pablo milita por un mundo que se le parezca.

El odio a sí mismo se transformó en un intenso odio al mundo y a lo que constituía su interés: la vida, el amor, el deseo, el placer, las sensaciones, el cuerpo, la carne, la alegría, la libertad, la independencia y la autonomía. El masoquismo de Pablo no es ningún misterio. Sometió su vida entera a las penurias. Iba al encuentro de las dificultades, le gustaban los problemas, los gozaba, deseaba, aspiraba a ellos y los creaba. En la epístola donde confirma su complacencia por la humillación, hace el balance de lo que ha soportado y resistido para evangelizar a las masas: cinco flagelaciones —treinta y nueve latigazos cada vez—, tres azotainas, una lapidación en Listra, Anatolia —por poco le cuesta la vida, pues lo dieron por muerto y lo dejaron tirado en el suelo...—, tres naufragios —en uno de ellos pasó un día y una noche sumergido en el agua helada—, sin hablar de los peligros relacionados con los viajes por rutas infestadas de bandoleros, el cruce peligroso de ríos, la fatiga de las caminatas bajo el sol ardiente, los frecuentes desvelos, los ayunos forzados, la falta de agua y el frío de las noches anatolianas. Sumemos a ello los días pasados en prisión, dos años en una fortaleza, el exilio... ¡Las delicias del masoquista!

De vez en cuando se veía en situaciones humillantes. Así le ocurrió en el agora de Atenas, donde intentó convertir a los filósofos estoicos y epicúreos al cristianismo, hablándoles de la resurrección de la carne, una necedad para los helenos. Los discípulos de Zenón y de Epicuro se le rieron en la cara. Sufrió las pullas sin chistar... En otra oportunidad, para escapar de la venganza popular y de la furia del enarca de Damasco, huyó oculto dentro de un cesto que bajaron por una ventana detrás de las murallas del pueblo. Como el ridículo no mata, Pablo sobrevivió.

Pablo transformó el odio a sí mismo en odio al mundo: para poder vivir con él y, a la vez, quitárselo de encima, mantenerlo a distancia. La inversión de lo que lo mortificaba terminó por atormentar lo real. El desprecio del individuo Pablo por su carne, incapaz de estar a la altura de lo esperado, se convirtió en la repulsa de la carne en general, de los cuerpos y de todo el mundo. En los Corintios (1 Cor 9:27) confiesa: "Antes castigo a mi cuerpo y lo esclavizo", y le pide a la humanidad que castigue al cuerpo y lo esclavice. Hagan como yo...

Sabemos que ahí se origina el elogio del celibato, de la castidad y de la abstinencia. Jesús nada tiene que ver con esto; se trata más bien de la venganza de un aborto, como se nombra a sí mismo en la primera Epístola a los Corintios (15:8). ¿Incapaz de acercarse a las mujeres? Las detesta... ¿Impotente? Las desprecia. Excelente oportunidad para reciclar la misoginia del monoteísmo judío, heredado por el cristianismo y el islam. Los primeros versículos del primer libro de la Biblia marcan la tónica: el Génesis condena de modo radical y definitivo a la mujer, primera pecadora, y causa del mal del mundo. Pablo adoptó esa idea nefasta, mil veces nefasta.

De allí provienen las prohibiciones que afectan a las mujeres en la literatura paulina, Epístolas y Hechos; de ahí también surgen los consejos y advertencias que da el tarsiota sobre las mujeres: definitivamente débil, el destino de ese sexo es el de obedecer a los hombres en silencio y sumisión. Las descendientes de Eva deben temer al esposo, no aleccionar ni mandar al supuesto sexo fuerte. Tentadoras y seductoras, pueden acceder a la salvación, por cierto, pero sólo en, con y para la maternidad. ¡Dos milenos de castigos a las mujeres con el único fin de purgar la neurosis de un aborto!

 

4

Elogio de la esclavitud. Pablo, el masoquista, expone las ideas con las que triunfará el cristianismo un día. A saber, el elogio del goce de la sumisión, la obediencia, la pasividad, la esclavitud bajo los poderosos con el pretexto falaz de que el poder viene de Dios y que la situación social del pobre, el modesto y el humilde emerge de la voluntad celestial o de la decisión divina.

Dios bueno, misericordioso, etc., desea las enfermedades de los enfermos, la pobreza de los pobres, la tortura de los torturados, la sumisión de la servidumbre. A los romanos que adula les enseña muy oportunamente, en el corazón del Imperio, la obediencia a los magistrados, a los funcionarios y al emperador. Exhorta a cada uno a dar lo que debe: los impuestos y los gravámenes, a los recaudadores; el temor, al ejército, a la policía y a los dignatarios; el honor, a los senadores, a los ministros, al príncipe...

Pues el poder viene de Dios y emana de él. Desobedecer a esos hombres es equivalente a rebelarse contra Dios. De allí el elogio de la sumisión al orden y a la autoridad. Al seducir a los poderosos, al legitimar y justificar la indigencia de los miserables y al adular a las personas que blanden la espada, la Iglesia estableció desde sus orígenes una relación de complicidad con el Estado, lo que le permitió ubicarse al lado de los tiranos, dictadores y autócratas...

La impotencia sexual transfigurada en poder sobre el mundo, la incapacidad de acercarse a las mujeres, incapacidad convertida en motor del odio a lo femenino, el desprecio de sí mismo transformado en amor a los verdugos y la histeria sublimada en la creación de la neurosis social, todo ello constituye un soberbio cuadro psiquiátrico. Jesús adquiere consistencia cuando se convierte en el rehén de Pablo. Insustancial, ignorante de los temas sociales, de la sexualidad, de la política, y con razón —un ectoplasma no se encarna en ocho días...—, el nativo de Nazaret se concreta. La construcción del mito se hace cada vez más evidente.

Pablo no leyó nunca ninguno de los Evangelios. Tampoco conoció a Jesús. Marcos escribió el primer Evangelio durante los últimos años de la vida de Pablo o después de su muerte. Desde la primera mitad del siglo I de nuestra era, el tarsiota propagó el mito, fue al encuentro de muchísimas personas y contó fábulas a miles de individuos en una decena de países: en el Asia Menor de los filósofos presocráticos, en la Atenas de Platón y Epicuro, en el Corinto de Diógenes, y en la Italia de los epicúreos de la Campania o de los estoicos de Roma y la Sicilia de Empédocles. Visitó Cirene, la ciudad donde nació el hedonismo con Arístipo, y pasó también por Alejandría, la ciudad de Filón. Contaminó todos los lugares que visitó. Al poco tiempo, la enfermedad de Pablo afectó el cuerpo entero del Imperio...

 

5

Por odio a la inteligencia. Odio a sí mismo, al mundo, a las mujeres y a la libertad; Pablo de Tarso agrega a ese cuadro desolador el odio a la inteligencia. El Génesis ya enseña el desprecio por el saber; pues no lo olvidemos, el pecado original, la culpa imperdonable transmitida de generación en generación, es haber probado la fruta del árbol del conocimiento. Lo imperdonable consiste en haber querido saber y en no contentarse con la obediencia y la fe que Dios exige para acceder a la felicidad. Igualar a Dios en la ciencia, preferir la cultura y la inteligencia a la imbecilidad de los obedientes son otros tantos pecados mortales...

¿La cultura de Pablo? Ninguna, o muy poca: el Antiguo Testamento y la certeza de que Dios hablaba a través de él... ¿Su formación intelectual? No se sabe que se haya lucido en escuelas o realizado estudios minuciosos... Probablemente, tuvo formación rabínica... ¿Su oficio? Fabricante y vendedor de tiendas para nómadas... ¿Su estilo? Pesado, artificioso, complicado, oral, de hecho, en un griego torpe, quizá dictado mientras realizaba su trabajo manual: algunos aseguran que no sabía escribir... Lo contrario de Filón de Alejandría, filósofo y contemporáneo.

Ese hombre inculto, que provoca la risa de los estoicos y de los epicúreos en la plaza pública de Atenas, fiel a su técnica de hacer de la necesidad virtud, transforma su incultura en odio a la cultura. Invita a los corintios o a Timoteo a rechazar las "búsquedas tontas y locas" y los "engaños fútiles" de la filosofía. La correspondencia entre Pablo y Séneca es, sin duda, una falsificación de la mejor factura: el inculto no les habla a los filósofos, sino a sus semejantes. Su público, en todos los lugares de sus peregrinaciones por la cuenca mediterránea, no está conformado por intelectuales, filósofos o literatos, sino por gente humilde: los obreros, tintoreros, artesanos y carpinteros que menciona Celso en Contra los cristianos. Por lo tanto, no tiene ninguna necesidad de cultura, y le basta con la demagogia y su eterno aliado: el odio a la inteligencia.

 

III El Estado totalitario cristiano

 

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Histéricos, continuación... Del mismo modo en que el racionalismo francés se constituye a partir de tres sueños de Descartes (!), el cristianismo ingresa en la historia con bombos y platillos por medio de sucesos provenientes de la más pura tradición pagana: los signos astrológicos... Estamos en el año 312. Constantino avanza hacia Roma. Lucha contra su rival Majencio y se propone arrebatarle Italia. Su conquista del norte de la península es fulminante: Turín, Milán y Verona caen fácilmente. El emperador está acostumbrado a entrar en contacto directo con lo absoluto: en el templo de Grand, en los Vosgos, se le aparece Apolo en persona para prometerle un reinado de treinta años. En ese tiempo el paganismo no le incomodaba. Por otra parte, ofrece sacrificios al Sol invictus, el sol invicto...

Esta vez, la señal se transforma. Del mismo modo que Pablo, postrado en suelo en el camino de Damasco, Constantino descubre en el cielo una señal que le anuncia que con ella vencerá. Y, detalle importante, sus tropas son testigos del suceso: ¡todos ven la misma señal sagrada! Eusebio de Cesárea, el intelectual corporativo del príncipe, obispo, por añadidura, falsificador sin igual, especialista de la apologética cristiana como ninguno, describe los detalles: esa señal provenía de una cruz iluminada encima del sol. Además —añade Eusebio...— un texto afirmaba que el emperador ganaría la batalla contra Majencio al invocar dicha señal. Dos precauciones valen más que una: Jesús se aparece en sueños, la noche siguiente, y le enseña a su protegido la señal de la cruz que le servirá para triunfar en cada una de sus batallas, siempre que lleve consigo el talismán. Es comprensible que, al convertirse en emperador cristiano, censure la astrología, la magia y el paganismo, pues en Constantino tanta racionalidad filosófica no deja de asombrar...

Días después, obtiene la victoria. Por supuesto... Majencio muere ahogado en el puente Silvio. Constantino, ayudado por el fantasma del Nazareno, se convierte en el soberano de Italia. Entra en Roma, disuelve la guardia pretoriana, y ofrece al Papa Milcíades el palacio de Letrán. El reino de los cristianos no es de este mundo, por cierto, pero no hay razón para desatenderlo cuando, por añadidura, permite el lujo, el oro, la púrpura, el dinero, el poder y la fuerza, virtudes tomadas, evidentemente, del mensaje del hijo del carpintero...

Bueno, ¿y esa señal? ¿Un texto crístico o una alucinación? ¿Un mensaje de Jesús, fijado en la eternidad celeste, pero con la mirada puesta en el mundo hasta en sus mínimos detalles? ¿O una prueba adicional de que esos tiempos aciagos, ese mundo resquebrajado, propiciaba las neurosis colectivas y los histéricos controlados por los dioses? ¿Una demostración de regeneración o un testimonio de decadencia? ¿El primer paso del cristianismo o uno de los últimos del paganismo? Hombres miserables sin dios, y con Dios, peor aún...

En la actualidad, esa señal puede leerse de manera racional, incluso, de modo ultrarracionalista: fin de la astrología, comienzo de la astronomía. Los científicos de hoy plantean la hipótesis de que se llevó a cabo una lectura histérica y religiosa de un hecho reductible a una causalidad simple. El 10 de octubre del año 312, o sea, dieciocho días antes de la famosa victoria sobre Majencio, el 28, Marte, Júpiter y Venus se encontraban configurados de tal rnodo en el cielo romano, que una proyección hacía posible la lectura de un presagio fabuloso. Bastaba el delirio para la continuación de la obra...

Si bien Constantino no se lucía por su cultura literaria, era considerado, no obstante, un buen estratega y un político astuto. ¿Creía de veras en el poder de la señal crística? ¿O la utilizaba con gran habilidad y la escenificaba con fines oportunistas? Como pagano inmerso en la magia, creyente en la astrología al igual que todos en ese período de la Antigüedad, el emperador hubiese podido aprovechar el beneficio que podía obtener de sus filas con tropas cristianas obedientes, sometidas al poder, sin rebelarse contra el orden y la autoridad, siempre fieles...

Su padre, Constancio Cloro, en la Galia, ejerció una política de tolerancia con los sectarios de Cristo, lo cual fue un acierto. ¿La restablecía con esa hábil política de politicastro, aconsejado por cristianos intrigantes y activos? ¿Como visionario percibía la conveniencia de utilizar esa fuerza digna de interés, incorporándola por sus obvias ventajas a su proyecto —digamos gramsciano— de unificación del Imperio? Lo cierto es que en ese período de comienzos del siglo IV, el improbable Jesús, pregonado por Pablo en todos los tonos, se volvió el instrumento emblemático de la fanfarria del nuevo Imperio...

 

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El golpe de Estado de Constantino. Constantino da un golpe de Estado magistral. Aún vivimos esa herencia siniestra. Sin duda alguna, sabe bien lo que puede llegar a obtener de un pueblo sometido el mandato paulino de doblegarse ante las autoridades temporales, de aceptar sin quejas la miseria y la pobreza, de obedecer a los magistrados y funcionarios del Imperio, de prohibir la desobediencia temporal como injurias e insultos contra Dios y de tolerar la esclavitud, la alienación y las desigualdades sociales. Las escenas de martirio y las persecuciones esporádicas muestran al poder la conveniencia de esa gentuza para los impunes en la cúspide del Estado.

A partir de entonces, Constantino les paga sueldos. Digámoslo de otro modo: los compra. Y la transacción funciona. .. Incluye en la ley romana nuevos artículos que satisfacen a los cristianos y oficializan el ideal ascético. Contra la corrupción de las costumbres del Bajo Imperio, el sexo libre, el triunfo de los juegos circenses o las prácticas orgiásticas de algunos cultos paganos, legisla con severidad y crea obstáculos para el divorcio, prohíbe el concubinato, convierte la prostitución en delito y condena el libertinaje sexual. Al mismo tiempo, deroga la ley que impide heredar a los célibes. De modo que los miembros de la Iglesia pueden, legalmente, a partir de entonces, llenarse los bolsillos después de algunos decesos oportunos. No se prohíbe la esclavitud, contra lo que sostienen los sectarios de Cristo, aunque se flexibiliza un poco... En cambio, se prohíbe la magia y también la lucha de gladiadores. A la vez, Constantino da la orden de construir San Pedro y otras basílicas, menos importantes. Los cristianos muestran gran júbilo pues su reino de ahí en adelante será de este mundo...

Durante ese tiempo, Fausta, la segunda esposa del nuevo cristiano, lo convence de que su hijo político ha tratado de seducirla. Sin verificarlo, manda a sus sicarios a torturar y luego decapitar a su propio hijo y a su sobrino, también involucrado en la conspiración. Cuando se da cuenta de que la emperatriz lo ha engañado, le envía los mismos esbirros, que se aprovechan de uno de sus baños para llenarlo con agua hirviente... Comete infanticidio, homicidio, uxoricidio, pero el emperador cristiano compra su salvación y el silencio de la Iglesia —que no condena los asesinatos...— con nuevas dádivas: exención de impuestos, subvenciones generosas, construcción de nuevas iglesias: San Pablo y San Lorenzo. Variaciones sobre el tema del amor al prójimo...

Así, bien dispuesto, el clero, colmado de beneficios, generosamente provisto y enriquecido con las remuneraciones del Príncipe, le otorga plenos poderes en el Concilio de Nicea en el año 325. El Papa no asiste, por razones de salud, diríamos hoy en día. Constantino se autoproclama el "decimotercer apóstol". A partir de entonces, Pablo de Tarso cuenta con un fiel de brazo armado. ¡Y qué brazo armado! La Iglesia y el Estado conforman entonces lo que Henri-Irénée Marrou, un historiador cristiano, lejos del anticlericalismo, ateísmo o izquierdismo, denomina un "Estado totalitario". El primer Estado cristiano.

En ese tiempo, un tanto preocupada por la salvación de su hijo, alterado por el hacha y el agua hirviente, Helena viaja a Palestina. Cristiana y muy inspirada, descubre en el lugar tres cruces de madera, y, en una de ellas, el famoso titulus, sin duda la cruz de Cristo. Muy oportunamente, el sitio del Calvario está ubicado bajo el templo de Afrodita, que por cierto habrá que destruir... Helena, de ochenta años, gasta sumas considerables —dinero asignado por Constantino a esa empresa— en la construcción de tres iglesias: el Santo Sepulcro, el Huerto de los Olivos, y la Natividad, en las que guarda las reliquias. A pesar de que esos lugares fueron creados por conveniencia sin que la historia legitimara o justificara sus fundamentos topográficos, el culto aún continúa... En retribución por ofrenda tan importante, la Iglesia llegó a la conclusión de que Dios había perdonado los crímenes del hijo e hizo de su madre una heroína de su mitología. Por consiguiente, Helena fue canonizada y se convirtió en la primera emperatriz romana en formar parte del panteón tanatofílico cristiano.

En Pentecostés del año 337, en su lecho de muerte, Constantino recibió el bautismo de un obispo arriano, de credo hereje con respecto a los decretos del emperador en Nicea..., decisión que pone en evidencia las habilidades políticas del emperador. Así pues, por medio de ese gesto reunió a ortodoxos y herejes, y luego impuso la unidad de la Iglesia, señalando una fecha en el futuro, mucho después de su reinado. Aun post mortem, siguió trabajando en pro de ia unidad del Imperio.

Como ocurre con todos los tiranos incapaces de establecer su sucesión, su muerte dejó vacante el poder y desestabilizó a los altos funcionarios del clero y del Estado. Así, durante más de tres meses —desde el 22 de mayo hasta el 9 de septiembre, en pleno verano...—, todos los días, los ministros civiles, militares y religiosos rindieron cuentas de sus decisiones ante el cadáver expuesto. Consecuencias de la neurosis, comienzo del culto y de la fascinación cristiana por los muertos, cadáveres y reliquias.

 

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El devenir persecutorio de los perseguidos. El cristianismo fue objeto de persecuciones, es cierto. Pero no siempre tanto como lo pretende la Vulgata. Los historiadores deseosos de apartarse del ámbito apologético católico y llevar a cabo su trabajo a conciencia, han presentado cifras bastante más bajas de los que cayeron en garras de los leones en la arena. Decenas de miles de muertos, escribe Eusebio, el pensador oficial de Constantino. Las cifras actuales giran alrededor de tres mil; a modo de comparación, diez mil gladiadores lucharon en los juegos de Trajano sólo para celebrar el fin de la guerra contra los dacios en el año 107 de nuestra era...

Lo que hoy en día define a los regímenes totalitarios corresponde punto por punto al Estado cristiano tal como lo concibieron los sucesores de Constantino: el uso de la coerción, persecuciones, torturas, actos de vandalismo, destrucción de bibliotecas y de lugares simbólicos, asesinos impunes, omnipresencia de la propaganda, poder absoluto del jefe, reforma de la sociedad según los principios ideológicos del gobierno, exterminio de los opositores, monopolio de la violencia legal y de los medios de comunicación, abolición del límite entre la vida privada y el espacio público, politización general de la sociedad, destrucción del pluralismo, organización burocrática, expansionismo, entre otras características del totalitarismo de siempre y de aquel del Imperio cristiano.

En el año 380, el emperador Teodosio impuso el catolicismo como religión de Estado. Doce años después prohibió formalmente el culto pagano. El Concilio de Nicea ya había marcado la tónica. Teodosio II y Valentiniano III, en 449, ordenaron la destrucción de todo lo que podía provocar la ira de Dios o herir las almas cristianas. La lista es amplia e incluye cantidad de abusos en todos los campos. La tolerancia, el amor al prójimo y el perdón de los pecados tenían sus límites...

Constantino inició la cacería en el año 330, al romper con los filósofos Nicágoras, Hermógenes y Sopatros, ejecutados por brujería mientras los escritos del neoplatónico Porfirio eran lanzados a la hoguera... Se sucedieron los autos de fe parecidos: en una oportunidad fueron quemadas las obras de Nestorio; en otra, las de los eumonistas y de los montañistas, las de Arrio, desde luego. En las calles de Alejandría, Hipatia, la neoplatónica, experimentó en carne propia el amor al prójimo de los cristianos: fue perseguida, asesinada y descuartizada por los monjes, que arrastraron su cadáver por la calle y calcinaron sus restos...

 

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En nombre de la ley. Siempre listos para legitimar la infamia y otorgarle fuerza de ley bajo la protección del derecho, los juristas legalizaron todos esos abusos, crímenes y delitos,, persecuciones y asesinatos. Basta con leer el Código teodosiano, ejemplo cumbre que demuestra que el derecho está siempre al servicio de la dominación de la casta en el poder en la mayoría de los casos. (El código perverso y las leyes de Vichy, ambos rebosantes de cristianismo [!], son prueba suficiente para los dubitativos...)

Veámoslo en detalle: a partir del año 380 la ley condenaba a la infamia a los no cristianos, lo cual equivale a decir que justificaba la anulación de sus derechos cívicos y, por lo tanto, la posibilidad de participar en la vida de la ciudad, en la enseñanza y en la magistratura, por ejemplo. Decretaba la pena de muerte para todo individuo que atentara contra la persona o los bienes de los ministros del catolicismo y de los lugares de culto. Durante ese tiempo, los cristianos destruyeron los templos paganos, confiscaron, saquearon y destruyeron los templos y su mobiliario amparados por la ley, puesto que los códigos legales lo permitían...

La interdicción a practicar los cultos paganos se complementaba con la lucha sin cuartel contras las herejías, definidas como todo aquello que no coincidía con los decretos imperiales. Prohibieron las reuniones y, desde luego, también el maniqueísmo; los judíos sufrieron persecuciones, del mismo modo que la magia o el libertinaje en las costumbres. La ley alentaba la delación... Autorizaba la confiscación de los bienes no cristianos. Muy pronto Pablo de Tarso dio el ejemplo, puesto que fue testigo de un auto de fe de libros supuestamente de magia. Los Hechos de los Apóstoles lo confirman (19:1).

Fieles al método de la madre de Constantino, los templos arrasados se convirtieron en iglesias católicas. En todos lados, desaparecieron sinagogas y santuarios gnósticos devorados por las llamas. Las estatuas, a veces valiosas, fueron destruidas, hechas pedazos, y sus fragmentos fueron utilizados en las edificaciones cristianas. Los lugares de culto sufrieron saqueos de tal magnitud que los escombros se emplearon durante un tiempo para empedrar caminos y construir rutas y puentes. Muestra de la amplitud de los estragos... En Constantinopla, el templo de Afrodita pasó a ser la cochera de los carros de caballos. Arrancaron de raíz los árboles sagrados.

Un texto de 356 (19 de febrero) castigaba con la pena de muerte a toda persona que adorara ídolos o realizara sacrificios. ¿Cómo sorprenderse, por lo tanto, de los casos de muertes de seres humanos? Escenas de tortura se repetían en Dídima y Antioquía, donde los cristianos apresaron a un profeta de Apolo para someterlo al martirio. En Escitópolis, Palestina, Domiciano Modesto presidía los interrogatorios de los más altos funcionarios de los medios políticos e intelectuales de Antioquía y Alejandría. El cristiano, carnicero sanguinario, se propuso eliminar a todos los hombres cultivados. Muchos filósofos neoplatónicos murieron durante la feroz represión. En su Homilía a las estatuas, San Juan Crisóstomo justifica la violencia física y escribe de modo explícito que "los cristianos son los depositarios del orden público"...

En Alejandría, en 389, los cristianos atacaron el templo de Serapis y un mitraeo. Exhibían y se burlaban en público de los ídolos paganos. Los fieles se sublevaron, "sobre todo los filósofos", dicen los textos. Sobrevino un motín, y hubo, de ambos lados, gran cantidad de muertos. En Sufetula, en el norte de África, a comienzos del siglo v, los monjes hicieron lo mismo con la estatua de Hércules, el dios de la ciudad: hubo más de sesenta muertos. Bandas de monjes saquearon los santuarios de la montaña fenicia azuzados por el ya citado Juan Crisóstomo. La exhortación paulina a menospreciar la cultura, el saber, los libros y la inteligencia, y contentarse con la fe tuvo aquí su desenlace...

 

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Vandalismo, autos de fe y cultura de la muerte. Los cristianos lo aseveraron después de Pablo de Tarso: la cultura impide el acceso a Dios. De allí provienen los carniceros sanguinarios. Todos los autores sospechosos de herejía, desde luego, Arrio, el primero, Maniqueo, igualmente, incluso los nestorianos, y también las obras neoplatónicas y los libros de adivinación supuestamente de magia, y probablemente todos los ejemplares de las bibliotecas privadas, cuyos dueños, como en Antioquía en el año 370, aterrorizados por la persecución y los riesgos que corrían, se presentaron ante los comisarios del pueblo cristiano y quemaron ellos mismos sus libros. En el año 391, el obispo de Alejandría dio la orden de destruir el Serapeo: la biblioteca desapareció en el humo...

En el año 529, la escuela neoplatónica de Atenas fue clausurada. El Imperio cristiano confiscó sus bienes. El paganismo había perdurado en la capital griega durante varios siglos. La enseñanza de Platón contaba con diez siglos de transmisión continua. Los filósofos optaron por el exilio y se fueron a Persia. Fue el triunfo de Pablo de Tarso, de quien se habían burlado en el pasado los estoicos y los epicúreos en la capital de la filosofía durante sus intentos de evangelización. ¡Éxito póstumo del aborto de Dios y de su calamitosa neurosis! Cultura de muerte, cultura del odio, cultura del desprecio y la intolerancia... En Constantinopla, en 562, los cristianos arrestaron a los "helenos" —epíteto insultante...—, los pasearon por la ciudad y los ridiculizaron. En la plaza del Kenegión, encendieron una hoguera en la que quemaron sus libros y las imágenes de sus dioses.

Justiniano empeoró las cosas y endureció la legislación cristiana contra la heterodoxia. Prohibió a los cristianos el legado o la cesión de bienes a paganos; prohibió atestiguar ante la justicia contra los sectarios de la Iglesia; prohibió la tenencia de esclavos cristianos; prohibió la presentación de demandas legales; en el año 529, prohibió la libertad de conciencia (!) y obligó a los paganos a adquirir instrucción cristiana, luego a bautizarse, bajo pena de exilio o de la confiscación de sus bienes; les prohibió retornar al paganismo a los conversos a la religión del amor; prohibió enseñar o disponer de pensiones públicas. Filosofar se volvió peligroso por lo menos durante mil años... La teocracia se manifestó en esa época, y en todas las que siguieron, como lo opuesto, punto por punto, a la democracia.

 

Cuarta parte

Teocracia

 

I Pequeña teoría de la selección de citas

 

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La extraterritorialidad histórica. Todos sabemos que existen tres libros del monoteísmo, pero muy pocos conocemos las fechas o sabemos quiénes fueron sus autores y cuáles fueron las aventuras que acompañaron la elaboración del texto: la redacción definitiva y los últimos toques del corpus indiscutible. Pues la Tora, el Antiguo Testamento, la Biblia, el Nuevo Testamento y el Corán tardaron mucho tiempo en despojarse de la historia para dar la impresión de provenir sólo de Dios y de no tener que rendir cuentas sino a los que ingresaban en sus templos de papel provistos únicamente de la fe, desembarazados de la razón y de la inteligencia.

Una anécdota: buscar las fechas de escritura y de origen de todos los textos que constituyen los libros sagrados en una biblioteca especializada en historia de las religiones plantea problemas considerables. Como si incluso los historiadores, personas razonables, fueran indiferentes a las condiciones de elaboración de los textos, muy útiles, sin embargo, para abordar y comprender su contenido. ¿El Génesis, por ejemplo? ¿Contemporáneo de qué libro y de qué autor? ¿La Epopeya de Gilgamesh o la Ilíaddi ¿La Teogonia de Hesíodo, los Upanishads o las Conversaciones de Confucio?

Abordamos ese texto inaugural de la Tora, del Antiguo Testamento y de la Biblia sin saber casi nada de él, e incluso sin conciencia de la falta de conocimiento sobre el tema. Esas páginas, como todas las otras, gozan del beneficio del estatuto de la extraterritorialidad histórica. Lo extraño de la metodología les da la razón a los devotos, que apoyan esos libros sin autores humanos, sin fecha de origen, caídos un día del cielo de modo milagroso o dictados a un hombre inspirado por un soplo divino insensible al tiempo, a la entropía, y a salvo de la generación y la corrupción. ¡Misterio!

Durante cientos de años, el clero prohibió la lectura directa de los textos. Juzgaba humano, demasiado humano, su cuestionamiento histórico. Aún vivimos, poco más o poco menos, bajo ese dominio. En forma intuitiva, los servidores de las religiones saben que el contacto directo, la lectura inteligente y llena de sentido común saca a relucir la incoherencia de esas páginas escritas por numerosas personas después de siglos de tradición oral en un período histórico muy extenso, durante el cual la totalidad fue copiada mil veces por escribas poco escrupulosos, necios, incluso por falsificadores reales y voluntarios. Al dejar de abordarlos como objetos sagrados, pronto se deja de creer en su santidad. De allí proviene el interés de leerlos verdaderamente, con la pluma en la mano...

 

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Veintisiete siglos de construcción. El asombro no desaparece aun después de encontrar la información. La edición de la Biblia de Emile Osty y Joseph Trinquet propone un lapso entre los siglos XII y II antes de Jesucristo: así pues, entre los últimos libros de sabiduría egipcia —el escriba Any, por ejemplo— y la Nueva Academia de Carneades de Cirene. Jean Soler —un excelente destructor de mitos— presenta el suyo: entre el siglo V y el I antes de nuestra era, o sea, entre Sócrates y Lucrecio. Pero algunos investigadores reducen aun más el tiempo y lo ubican entre los siglos III y II...

¡Casi diez siglos de diferencia con respecto a la fecha de origen del primer libro de la Biblia! Resulta difícil, por lo tanto, pensar como historiador y realizar un trabajo de contextualización sociológica, política y filosófica. El trabajo de supresión, voluntario o no, de huellas y pruebas de historicidad, y el escamoteo de sus fundamentos tienen serias consecuencias: no sabemos quiénes elaboraron esos libros ni cuáles fueron las condiciones inmanentes que los hicieron posibles. Así, queda libre el camino para las fabulaciones de los seguidores de fuentes divinas.

Aparecen las mismas imprecisiones en los textos del Nuevo Testamento. Los más antiguos datan de medio siglo después de la supuesta vida de Jesús. En todos los ejemplos, ninguno de los cuatro evangelistas conoció real y físicamente a Cristo. En el mejor de los casos, su saber proviene del relato mitológico y fabuloso transmitido de manera oral y luego transcrito entre el año 50 de nuestra era —las Epístolas de Pablo— y fines del siglo I —el Apocalipsis—. No obstante, no existe ninguna copia de los Evangelios antes de fines del siglo II o principios del III. Fechamos a ojo los pretendidos hechos, creyendo a priori lo que los textos relatan.

Puesto que son Marcos, Lucas, Mateo, etc., puesto que compartimos sus opiniones, es preciso que los textos daten de tal o cual año, aun cuando el más antiguo sea bastante tardío, contemporáneo de lo que algunos llaman la "falsificación" del cristianismo, los famosos decenios del siglo II de nuestra era. En 1546, el Concilio de Trento corta por lo sano y decide el corpus definitivo a partir de la Vulgata, elaborada a su vez con el texto hebreo, traducido entre los siglos IV y V por un tal Jerónimo, a quien no le inquietaba demasiado la honestidad intelectual...

Los judíos constituyeron su corpus con la misma lentitud, en un período igualmente extenso. Si bien algunos textos de la Tora databan, al parecer, del siglo XII antes de Jesucristo, hubo que esperar algunos años después de la destrucción del templo de Jerusalén, alrededor del año 100, para que los rabinos fariseos fijaran en detalle la Biblia hebraica. En la misma época, Epicteto llevaba en la Roma imperial una vida estoica emblemática...

A principios del siglo III, caligrafiaron en rollos la enseñanza de la Tora (la Mishná). Simultáneamente, Diógenes Laercio recopilaba sus documentos y se preparaba para redactar sus Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos ilustres. Hacia el año 500, los rabinos que habían emigrado de Palestina terminaron el Talmud de Babilonia, un comentario de la Mishná. En esos momentos, Boecio componía en prisión su Consolación de la filosofía. El texto de la Biblia hebraica fue fijado en forma definitiva en el año 1000. En ese tiempo, desde su lugar, Avicena intentaba conciliar la filosofía y el islam.

Éste fue también el período en que, con un puñado de Coranes —es necesario agregarle el plural...—, algunos musulmanes establecieron una versión definitiva; porque, para ese trabajo, fue necesario elegir entre varias versiones, confrontar los dialectos, unificar la sintaxis, arreglar el grafismo, corregir la ortografía, separar los versículos derogantes y los versículos derogados para evitar una incoherencia demasiado escandalosa. Una verdadera tarea de calibración textual, por cierto, pero también ideológica. El tiempo altera los documentos; y aún falta escribir la historia meticulosa de esa falsificación.

Conclusión: si consideramos la datación más remota (XII a. C.) para el libro más antiguo veterotestamentario, luego la fijación del corpus neotestamentario en el Concilio de Trento (XVI), la construcción de los monoteísmos abarca veintisiete siglos de historia agitada. Con respecto a libros dictados en forma directa por Dios a sus fieles, las ocasiones de intermediación se cuentan por docenas. Éstas requieren y merecen, por lo menos, un verdadero trabajo arqueológico.'

 

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No encontrar otra cosa que lo que se alega. ¿Qué hay de cierto en esta exploración histórica impresionante? Ni siquiera la fecha de nacimiento del monoteísmo... Algunos la sitúan cerca del siglo XIII, pero Jean Soler considera como más probables los siglos IV y III, por lo tanto, bastante tarde. Ahí también hay cierta vaguedad. Pero las intenciones genealógicas parecen claras: los judíos las inventaron —aun inspirándose en el culto solar egipcio...—, para hacer posible la coherencia, la cohesión y la existencia de su pequeño pueblo amenazado. La mitología elaborada con tanto cuidado les permitió crear un Dios guerrero, combativo, sanguinario, agresivo y jefe militar, muy útil para movilizar la fuerza del pueblo sin tierra. El mito del pueblo elegido fundó la esencia de una nación dotada en lo sucesivo de un destino.

Quedan algunos miles de páginas canónicas de esa invención. Muy pocas, finalmente, en comparación con sus efectos sobre el mundo después de más de veinte siglos. Para tener una idea de semejante edición —La Pléiade, que, dicho sea paso, opta ideológicamente por la cubierta gris de los textos sagrados y no por la verde, de los textos de la Antigüedad...—, el Antiguo Testamento totaliza, en líneas generales, tres mil quinientas páginas; el Nuevo, novecientas; y el Corán, setecientas cincuenta, o sea, un poco más de cinco mil páginas en las que todo está dicho y lo contrario también...

En cada uno de los tres libros, fundadores abundan las contradicciones: a cada cosa dicha le sigue casi de inmediato su contradicción, se hace una advertencia, pero la contraria también, se prescribe un valor y su antítesis un poco más allá. La labor de fijación definitiva, la construcción de un corpus coherente no ha servido de nada, ni siquiera la decisión de denominar "sinópticos" a tres evangelios, puesto que cada uno se puede leer en relación con los otros. El judío, el cristiano y el musulmán pueden consultar, según su deseo, en la Tora, los Evangelios y el Corán; encontrarán motivos, según su necesidad, para justificar lo blanco y lo negro, el día y la noche, el vicio y la virtud.

¿Un jefe militar busca un versículo que justifique su acción? Encontrará una cantidad increíble de ellos. ¡Pero un pacifista que deteste la guerra, decidido a hacer valer su punto de vista, también puede esgrimir frases, citas o palabras contrarias! ¿Otro consulta el texto para justificar la guerra de exterminación total? Hay libros y también textos. ¿Otro clama por la paz universal? Igualmente encontrará máximas apropiadas. ¿Un antisemita justifica su odio histérico? ¿Un creyente quiere basar su desprecio por los palestinos con la Biblia en la mano? ¿Un misógino desea demostrar la inferioridad de las mujeres? Abundan los textos a favor... Pero una palabra extraída de ese caos también permite deducir lo contrario. Lo mismo ocurre si se desea descargar la conciencia justificando el odio, las masacres y el desprecio, pues hay tanto material para legitimar la bajeza como para ejercer un indudable amor al prójimo.

Demasiadas páginas escritas en demasiados años por demasiadas personas desconocidas, demasiadas reposiciones y retrocesos, demasiadas fuentes y demasiados materiales. A falta de un único inspirador, Dios, los tres libros considerados sagrados incluyen muchos escribas, intermediarios y copistas. Ninguno de los libros es coherente, homogéneo y unívoco. Llegamos, pues, a la incoherencia, heterogeneidad y a la pluralidad de voces de las enseñanzas. Un método muy sencillo, pero poco practicado, es el de leer con atención, empezar por el principio y continuar hasta el fin por el camino trazado.

¿Quién ha leído verdaderamente, en su totalidad, el libro de su religión? Y quien lo haya leído, ¿utilizó la razón, la memoria, la inteligencia y el espíritu crítico con respecto a los detalles y al conjunto de su lectura? Leer no es pasar las páginas una por una, repetirlas como un derviche, consultarlas a manera de un catálogo, extraer esto y aquello, cada tanto, una página por una historia, sino tomarse el tiempo de meditar sobre la totalidad. Al hacerlo así, descubrimos la inverosimilitud y la retahíla de incoherencias de los tres libros forjadores de imperios, estados, naciones e historia desde hace más de dos mil años.

 

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La lógica de la selección de citas. En esta excavación arqueológica al aire libre rige de modo indiscutido la selección de citas. Puesto que se considera que Dios ha inspirado o dictado cada uno de esos libros, éstos sólo pueden ser perfectos, categóricos y definitivos. Dios domina el uso de la razón, el principio de la no contradicción, la dialéctica de las consecuencias y la causalidad lógica, pues de lo contrario no es Dios. Como el Todo es perfecto, las Partes que lo constituyen también lo son. Así, la totalidad del libro obedece a la perfección de las instancias que lo integran: la Biblia es Verdadera, por lo tanto cada uno de sus fragmentos lo es también, lo mismo que una frase seleccionada.

Partiendo de ese principio, se glosa sobre el Espíritu a partir de la Letra, y viceversa. ¿Una cita dice lo contrario? Sí, pero la tercera afirma lo contrario de lo contrario. Y desglosamos otra frase que, al contradecir lo contrario, restablece la primera proposición. El juego de justificaciones de una tesis a través del uso de una cita sacada del texto y del contexto permite que cada cual utilice los pasajes llamados sagrados a favor de su causa: Hitler justificaba su acción alabando a Jesús cuando éste expulsaba a los mercaderes del templo, mientras que Martin Luther King legitimaba la no violencia también citando los Evangelios... El Estado de Israel se apoya en la Tora para justificar la colonización de Palestina, los palestinos citan el Corán para expulsarlos por medio del asesinato. Los sofismas y la habilidad dialéctica adquieren formas retorcidas; el gusto por la argumentación basta para ensalzar el vicio y convertir la virtud en oprobio.

Ejemplo judío: la historia es conocida. Yahvé interviene en persona, en la montaña, en medio del fuego, en una nube, con una aureola de nubarrones, y le entrega a Moisés, con voz atronadora —cuesta imaginarla débil y poco firme...—, los Diez Mandamientos. En la lista, el quinto, el más célebre: "No matarás" (Dt 5:17). No puede ser más simple: sujeto tácito, adverbio de negación, verbo en futuro imperfecto, con valor de imperativo. Dios se expresa con sencillez. Un ejemplo típico para el análisis gramatical en una clase de primaria; una fórmula comprensible hasta para la inteligencia más obtusa: está prohibido asesinar, quitarle la vida a alguien; es un principio absoluto, intangible, que no justifica modificación alguna y no otorga dispensas ni admite excepciones. Queda dicho y entendido.

La selección de algunas palabras del decálogo basta para definir una ética. La no violencia, la paz, el amor, el perdón, la bondad y la tolerancia: todo un esquema que excluye la guerra, la violencia, los ejércitos, la pena de muerte, las luchas, las Cruzadas, la Inquisición, el colonialismo, la bomba atómica, el asesinato... No obstante, los seguidores de la Biblia han practicado todo esto durante siglos, sin vergüenza, en nombre incluso de su famoso libro sagrado. ¿Por qué, pues, este aparente paralogismo?

"Aparente", porque en el mismo Deuteronomio, no mucho después, unos cuantos versículos más abajo (Dt 7:1), el mismo Yahvé interviene para justificar a los judíos en su exterminación de varias poblaciones nombradas explícitamente en la Tora: los hititas —del Asia Menor—, los amorreos, los pereceos, los cananeos, los gergeseos, los heveos y los jebuseos, no menos de siete naciones que ocupaban la Palestina de entonces. Con respecto a esas naciones, Yahvé autoriza el anatema, el racismo —prohibición del matrimonio mixto—, prohíbe establecer contratos, niega la compasión, incita a destruir sus altares y monumentos, y legitima los autos de fe. ¿Cuáles son las razones? Respuesta: los judíos son el pueblo elegido (Dt 7:6), preferido por Dios contra todos los demás y a pesar de todos los demás.

Por un lado, no matar; por el otro, los términos que aparecen más adelante en el Deuteronomio: golpear, matar, aniquilar, quemar, desposeer y otros vocablos propios de la guerra total. Yahvé justifica la masacre de todo lo viviente. Hombres y bestias, mujeres y niños, ancianos, asnos, toros y ovejas, dice el texto, habrán de ser pasados a espada (Jos 6:21). La conquista del país de Canaán y la toma de Jericó se pagan con la vida. Incendian la ciudad. El oro y la plata se salvan de la vindicta y se consagran a Yahvé, por su grandeza, su esplendidez y su complicidad en lo que bien podríamos llamar el primer genocidio: el exterminio de un pueblo.

¿Qué debemos deducir? ¿Hay allí una contradicción definitiva? ¿O sería mejor leer con mayor finura, dejando de lado los caminos trillados que se suelen tomar por lo general para abordar este tema? Porque el imperativo de no matar puede parecer compatible con la legitimación del exterminio de un pueblo. En su época, León Trotski planteaba una solución, por otras razones y en otras circunstancias, mientras escribía un libro titulado Su moral y la nuestra: una moral de lucha, una ética para unos y un código diferente para los otros.

Hipótesis: el decálogo vale como exhortación local, sectaria y comunitaria. Se sobreentiende, pues, que "tú, judío, no matarás a judíos". El mandamiento desempeña un papel estructural con el propósito de que viva y sobreviva la comunidad. En cambio, matar a los otros, los no judíos, los goys—la palabra indica dos mundos irreductibles—, el crimen no es verdaderamente matar, al menos eso ya no compete a los Diez Mandamientos. El imperativo de no quitar la vida deja de ser categórico y se vuelve hipotético. No funda lo universal, sino lo particular. Yahvé le habla a su pueblo elegido y no tiene ninguna consideración para con los otros. La Tora inventa la desigualdad ética, ontológica y metafísica de las razas.

 

5

El látigo y la otra mejilla. Esta vez tomaremos un ejemplo cristiano de posibles contradicciones o paralogismos. Los cuatro Evangelios dan la impresión de alabar sólo la bondad, la paz y el amor. Jesús resplandece como ejemplo del perdón a los pecadores, dotado de la palabra de consuelo para los enfermos y los afligidos, elogiando a los pobres de espíritu y otras variaciones sobre el tema de la caridad. Esta es la habitual panoplia del Mesías que se les relata a los niños y se dramatiza los domingos en la prédica dirigida a las familias.

A continuación, incluimos algunos trozos seleccionados para ilustrar ese aspecto del personaje: la parábola de la otra mejilla. Es bien conocida. Mateo la relata (5:39), Lucas se la toma prestada (6:29): Jesús enseña que él no invalida el Antiguo Testamento, sino que lo cumple. Respecto del talión, explica qué es lo que significa cumplir: superar. A los que practican la ley del ojo por ojo y diente por diente, les ofrece una nueva teoría: al que te hiera en una mejilla, ofrécele también la otra (la que probablemente recibirá otro golpe...).

Ahí también, como en el quinto mandamiento, la exhortación no permite ningún reajuste. Nadie puede dudar de la parábola o darla vuelta en ningún sentido, y justificar la devolución de la bofetada como respuesta a la ofensa. Ante el golpe, el cristiano responde con la abstención que desarma. ¡Es obvio que el Imperio romano actuaba sobre seguro con los mártires cristianos lanzados a las fosas de los leones! La doctrina de la no violencia condena a la masacre cuando delante se tiene a un bruto decidido. Mahatma Gandhi y los suyos, a lo largo de las vías del tren, pueden inspirarse en los Evangelios mientras no tengan frente a ellos a un comandante de escuadrón nazi que les inutilice con rapidez las dos mejillas...

Pero en los Evangelios también hay otra parábola, una historia convalidada por las autoridades cristianas, puesto que figura en el Canon: los mercaderes del templo. Trata también de Jesús, y no podemos discutir que la otra mejilla surge de la enseñanza del Mesías, mientras que la furia crística, su cólera y violencia —cuerdas convertidas en látigo (Jn 2:14)— provienen de un personaje subalterno, un apóstol o de un figurante en el texto. El mismo Jesús que se niega a devolver golpe con golpe expulsa del templo en forma brutal a los mercaderes, culpables de vender ganado vacuno, ovejas y palomas, y de hacer transacciones de dinero. ¿Bondadoso? ¿Pacífico? ¿Tolerante, Jesús?

Para responder a los creyentes que consideraran insuficiente aquel momento para invalidar la figura del Cristo pacífico, recordemos otros pasajes del Nuevo Testamento, en los cuales su héroe no se comporta siempre como un gentl-man... Así pues, cuando profiere siete maldiciones contra los fariseos y escribas hipócritas (Lu 11:42-52); cuando condena a la gehena a los individuos que no creen en él (Lu 10:15 y 12:10); cuando lanza invectivase los pueblos del norte del lago Genesaret, culpables de no haber hecho penitencia; cuando anuncia la ruina de Jerusalén y la destrucción del templo (Mr 13); cuando declara que quien no está con él está contra él (Lu 11:23); cuando enseña que no ha venido a traer la paz, sino la espada (Mt 10:34), y passim.

 

6

Hitler, discípulo de San Juan. En virtud de esta famosa teoría de la selección de citas, Adolf Hitler ejemplifica muy bien la parábola de los mercaderes del templo, tomada del Evangelio según San Juan. Más adelante, veremos cómo Hitler, cristiano que nunca abjuró de su fe, y que alababa a la Iglesia católica, apostólica y romana, ponderó la excelencia de su arte de construir una civilización y luego vaticinó su duración en los siglos venideros. Por ahora, constato que en Mi lucha, Hitler remite explícitamente —página 306 de la traducción francesa de la editorial Nouvelles Editions Latines—' al látigo, al pasaje de Juan (2:15), el único que da ese detalle, para decir cuál es el cristianismo que él defiende: el verdadero cristianismo (p. 306) con su fe apodíctica (p. 451); son sus propias palabras...

El cristiano que acepte los dos tiempos de la Biblia también puede remitirse a Éxodo (21:23), a la ley del talión. En

1 He mantenido los números de página de la edición en francés porque en la edición en español más completa que consulté —Adolf Hitler, Mi lucha, trad. de Miguel Serrano, lera ed. completa [sic] en español (dos vols. en uno), Ediciones Wotan, Barcelona, 1995— falta el texto correspondiente a la página 306 de la edición francesa, texto que debería figurar en el capítulo XI, "La nacionalidad y la raza", página 233. Para las referencias de las páginas 457, 451, 118, 119 y 120 de la edición francesa, pueden consultarse las páginas 338, 334, 93, 94 y 95, respectivamente, de la edición en español mencionada. Todas las otras ediciones en español a las que tuve acceso carecen de referencias legales. Para el texto completo del párrafo faltan te, véase la Bibliografía de este mismo volumen, p. 266. (N. de la T.) detalle, ésta exhorta a dar ojo por ojo y diente por diente, lo sabemos, pero también, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión. Hemos visto que Jesús propone la otra mejilla como cumplimiento alternativo de la fórmula tribal. Sin embargo, si sustituimos la parábola evangélica por la del talión veterotestamentario, después de confirmarla en el pasaje neotestamentario de los mercaderes del templo, lo peor se justifica sin problemas. Así, bien provistos de sofisterías, podemos justificar la Noche de los Cristales como la expulsión moderna de los mercaderes del templo: recordemos que Jesús les reprochaba comerciar y hacer transacciones monetarias allí... Luego, para continuar con la argumentación histérica, la solución final se convierte, bajo la forma del talión, en la respuesta al fantasma nacionalsocialista de la judaización racial y bolchevique de Europa... Por desgracia, el látigo metafórico permite al polemista y al retórico decidido legitimar la cámara de gas. Pío XII y la Iglesia católica sucumbieron, por otra parte, a los encantos de esos paralogismos hitlerianos desde el comienzo hasta la época actual, si tomamos como reconocimiento de la colaboración la incapacidad de reconocer aún hoy el error que fue el apoyo del Vaticano ai nazismo. Retomaré este punto más adelante.

 

7

Alá no tiene talento para la lógica. A Hitler —Abu Alí en árabe— le gustaba mucho la religión musulmana: viril, guerrera, conquistadora y militar en esencia. Y numerosos fieles le devolvieron el cumplido en la historia: en el pasado, el gran muftí de Jerusalén, pero también los militantes antisemitas y antisionistas de toda la vida que ubicaron a los viejos nazis en los puestos más altos de los estados mayores y servicios secretos del Cercano Oriente después de la guerra, y protegieron, ocultaron y ampararon a numerosos criminales de guerra del Tercer Reich en sus territorios: Siria, Egipto, Arabia Saudita y Palestina. Sin hablar de un número increíble de conversiones de los viejos dignatarios del Reich a la religión del Corán.

Sigamos examinando en el Antiguo y el Nuevo Testamento las contradicciones, los paralogismos y las citas que se podrían seleccionar para justificar lo peor. Dos problemas específicamente bíblicos son: la prohibición judía de matar y, en forma simultánea, el elogio del holocausto por ellos mismos; el amor cristiano al prójimo y, a la vez, la legitimación de la violencia por la cólera que, al parecer, dicta Dios. Lo mismo ocurre con el tercer libro monoteísta, el Corán, también lleno de potencialidades monstruosas.

Aquí, pues, un ejemplo musulmán: un sura (4:82), muy imprudente, afirma que el Corán procede en forma directa de Alá. ¿La prueba? La ausencia de contradicciones en el libro divino... ¡Ay! ¡No hace falta avanzar mucho para darse cuenta de que éstas abundan con el correr de las páginas! Repetidas veces, el Corán habla de sí mismo con gran satisfacción: expone con inteligencia (6:114), tal como Spinoza; explica con claridad (22:16), igual que las palabras de Descartes...; y sin confusiones (39:28), a la manera de una página de Bergson... Excepto que la obra formula palabras contradictorias. Basta con agacharse conceptualmente para recoger gran cantidad de ellas.

El Corán contiene ciento veinticuatro suras, y todos, menos el noveno, comienzan con la repetición del primer versículo del primer sura (1:1), la frase inaugural: "En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso". Y para que así conste. La tradición le da noventa y nueve nombres a Dios; el centésimo será revelado sólo en la vida futura. Entre esos nombres, hay variaciones sobre el tema de la misericordia: El que Todo lo Perdona —Al-Gafar—, el Justo, el Equitativo, el Benévolo Sutil, el Bondadoso —Al-Latif—, el Paciente, el Clemente —Al Halim—, el Bienamado, el Bienhechor —Al Bar—, el Indulgente —Al'Afuww—, el Detentor de la Generosidad —Zhu-I-Jalali—.

Verifiquemos en el Littré: define la misericordia como "la gracia, el perdón otorgado a los que pueden recibir castigo". O bien, si se trata específicamente de religión: "bondad por la que Dios otorga la gracia a los hombres y a los pecadores". ¿Como se puede justificar, por lo tanto, que entre sus otros nombres también figuren los siguientes: el que envilece —Al-Muhil—, el que causa la muerte —Al-Mumit—, el vengador —Al Muntaqim—, el que puede perjudicar a las personas que lo ofenden —Al-Dar—? ¡Curiosa manera de practicar la misericordia la de envilecer, matar, vengar y perjudicar! Decenas de suras lo justifican a lo largo de sus páginas...

 

8

Inventario de contradicciones. Alá suele aparecer en el Corán como un guerrero sin compasión. Puede ejercer la magnanimidad, sin duda, pues ésta se encuentra entre sus atribuciones. ¿Pero cuándo? ¿Dónde? ¿Con quién? Se pasa a espada, se envilece bajo el yugo, se tortura, se quema, se saquea y se masacra mucho más de lo que se practica el amor al prójimo. Y todo esto en la vida y milagros del Profeta, como también en el texto del libro sagrado. ¡La teoría musulmana y la práctica islámica no brillan en la misericordia!

Pues el mismo Mahoma no sobresalió por sus virtudes caballerescas, como lo atestigua su biografía: el Mahoma de Medina llevaba a cabo razias durante las guerras tribales, tomaba prisioneros de guerra, se apropiaba de los botines, mandaba a sus amigos al frente, y después, apenas herido por una piedra, asistía a la desbandada de sus compañeros oculto en una trinchera, enviaba a sus allegados a eliminar a tal o cual adversario molesto y, cuando luchaba, mataba alegremente a los judíos, etc. Alá es grande, desde luego, por lo tanto también lo es su Profeta, pero examinemos un poco más de cerca las cualidades del enviado, porque Dios bien podría salir mal parado...

¿Magnánimo? Hagamos un inventario de lo opuesto: Alá se destaca en la estrategia y en las tácticas bélicas o de castigo —matar, entre otras— (8:30); utiliza la astucia con brillantez (3:54), aunque esta virtud cínica parece más un vicio que otra cosa; recurre con gusto a la violencia y decide sobre la muerte (3:156); elabora con paciencia los castigos ignominiosos para los incrédulos (4:102); es el Señor de la venganza (5:95 y 3:4); extermina a los infieles (3:141); practica de tal modo esa virtud sublime que no tolera ninguna creencia distinta de su deseo; castiga, por lo tanto, a los que se forman una idea falsa de él (48). Bienvenida la magnanimidad...

 

9

Todo y lo contrario de todo. El Corán contradice en múltiples sitios cada una de las invocaciones con que comienzan los suras en los que Dios aparece como Magnánimo. En el contenido también encontramos material suficiente para demostrar las contradicciones: incitación a matar a los incrédulos (8:39) y a los politeístas (9:5), pero elogios en el versículo siguiente a quien les dé asilo (9:6); propuestas de combatir con violencia a los incrédulos (8:39), pero alabanza del perdón (8:199), del olvido (5:13) y de la paz (47:29); justificación de las masacres (4:56, 4:91, 2:191-194), pero utilización frecuente de un sura —éste exime a menudo al Islam de su inclinación por la carnicería— que dice: matar a un hombre que no haya cometido ningún acto de violencia en la tierra es igual a matar a todos los hombres; del mismo modo, salvar una vida es igual a salvar a todos (5:32); justificación del talión (2:178, 5:38), pero el que renuncia a hacerlo obtiene la expiación de las culpas (5:45); prohibición de hacer amistad con los judíos o los cristianos (5:51), pero permiso para los hombres de desposar a una mujer que practique la religión de los otros dos Libros (5:5), a lo que se añade un versículo que afirma la fraternidad de todos los creyentes (49:10), y luego la propuesta de discutir con ellos de manera cortés (29:46); legitimación de la persecución del impío (4:91), pero alabanza de la indiferencia con respecto al que se aparta de Dios (4:80); prescripción de cadenas en el cuello para los infieles (13:5), pero se cita a menudo otro versículo para demostrar la tolerancia de la religión musulmana: "¡No hay coacción en religión!" (2:256), ojalá...; invocación a Dios para el aniquilamiento de judíos y cristianos (9:30), pero promulgación de la amistad entre los creyentes unos versículos más abajo en el mismo sura (9:71); afirmación de la igualdad de todos y todas ante la vida y la muerte (45:21), pero desolación en la tierra cuando nace una niña en una familia (43:17), y luego la confirmación de que después de la muerte gobierna la desigualdad: el Paraíso para algunos y el Infierno para otros (59:20); en una oportunidad, el Profeta enseña que la recompensa del Bien es el Paraíso (3:136), pero más adelante pretende que la mencionada recompensa del Bien sea... el Bien (55:60); afirmación de que todo proviene de la voluntad de Dios, quien descarría a sabiendas (45:23), pero, a pesar de todo, el hombre es responsable de sus actos (52:21); no se hereda impunemente a Moisés y a Jesús...

Si, como enseña el sura titulado "Las mujeres", la ausencia de contradicciones en el Corán demuestra el origen divino del Libro —dictado durante veinte años, en La Meca y en Medina, a un hombre, un recolector de estiércol de camello, que no sabía, pobre diablo, ni leer ni escribir...—, la cantidad de contradicciones acumuladas y destacadas en cursiva, mencionadas más arriba, permite afirmar el origen humano, muy humano, demasiado humano de la obra en cuestión. Paradójicamente, la tesis coránica de la ausencia de contradicciones en el texto contradicha por el examen del texto le da la razón al texto, lo que permite concluir que su origen es humano y no divino...

 

10

La contextualización, una sofistería. Frente a la plétora de verdades contradichas por otras tantas antífrasis, ante el desorden de ese taller metafísico en el que. todas las afirmaciones cuentan con su respectiva negación, algunos quieren justificar la lógica de sus propias selecciones para mostrar que la totalidad del islam se reduce a los textos que sus citas ponen de relieve. Uno propone un islam moderado, otro, un islam fundamentalista, y un tercero, un islam laico (!), abierto y republicano.

Algunos chistosos hablan, incluso, de un islam feminista y se basan en la biografía del Profeta, que, Bendito sea su Nombre, ayudaba a su mujer Jaliya en las tareas de la casa. Nunca carentes de ingenio, contextualizan de modo grosero, ¡luego deducen de las carreras de camellos en las que competían Mahoma y su esposa la posibilidad, hoy, de torneos mixtos de fútbol! Un bromista de la misma familia, que se las da de científico, contextualiza él también los suras y versículos con entusiasmo, al punto de afirmar que el Corán previo la conquista del espacio (55:33) y la invención de la informática. Dejémoslo allí...

Unos seleccionan lo que presenta un islam tolerante en apariencia: basta con separar los versículos en los que el Profeta propone dar asilo a los infieles, practicar el perdón, el olvido, la paz, rechazar todo tipo de violencia o crimen, renunciar al talión, amar al prójimo, sea judío, cristiano, no creyente, ateo o politeísta, y tolerar la diferencia de puntos de vista. Por desgracia, hay otros que dictan exactamente lo contrario y es también válido creer en lo bien fundado y legítimo del crimen, el asesinato, la violencia, el odio y el desprecio... Pues no hay verdad en el Corán o lectura única, sólo interpretaciones fragmentarias, comprometidas desde el punto de vista ideológico, para sacar provecho personal de la autoridad del libro y de la religión.

¿Qué significa, por ejemplo, contextualizar un versículo que incita a matar a los judíos? ¿Explicarlo en función de la época, del contexto histórico y de las razones que llevaron a escribir y a pensar de ese modo en el período tribal? ¿Y después? ¿El antisemitismo desaparece cuando mostramos su arraigo en el humus que se remonta a una historia y una geografía? ¿La invocación al crimen deja de ser una invocación al crimen de modo repentino y como por arte de magia? Es imposible impedir que el texto haya sido escrito con todo detalle, más allá de lo que se piense del contexto. Aun cuando aparezca lo contrario en el texto, el antisemitismo también se lee allí y también con toda legitimidad.

Paradójicamente, los aficionados musulmanes a la contextualización consideran su Libro sagrado, divino, inspirado, revelado y dictado por Dios. Y por eso, y de hecho, el Corán se vuelve intocable desde el punto de vista racional. Pero para que sirva a sus intereses, cambian de registro y, de pronto, proponen una lectura histórica. Quieren la fe y la razón, la creencia y el archivo, la fábula y la verdad, según sus necesidades dialécticas. Algunas veces, en el terreno místico, otras, en el registro filosófico, incomprensibles, nunca en la misma longitud de onda del lector carente de prejuicios o de convicciones que haya decidido leer realmente el texto.

Me inclino por la despiadada lectura histórica de los tres libros pretendidamente sagrados. Y por la necesidad de considerar sus consecuencias en la historia de Occidente y del mundo. Las fábulas judías sobre Canaán, las profecías genocidas mosaicas, la perspectiva de un decálogo comunitario, la ley del talión, el látigo contra los mercaderes del templo, las parábolas de la guerra y de la espada, la misericordia de un Dios asesino, antisemita e intolerante, constituyen la episteme monoteísta, a pesar de la prohibición de matar de la Tora, el amor al prójimo de los Evangelios y las mezclas que aparecen aquí y allá en el Corán. Los tres libros sirven más a menudo a la pulsión de muerte, relacionada con la neurosis de la religión de un solo Dios, convertida en religión del Dios único, que a sus prioridades.

 

II Al servicio de la pulsión de muerte

 

1

Las indignaciones selectivas. La posibilidad de seleccionar citas a discreción en los tres libros del monoteísmo hubiese podido dar buenos resultados: bastaba con transformar la prohibición deuteronómica de matar en un absoluto universal sin tolerar ninguna excepción, con poner de relieve la teoría evangélica del amor al prójimo, prohibiendo todo lo que contradijera ese imperativo categórico y con apoyarse por entero en el sura coránico según el cual asesinar a un hombre es equivalente a eliminar a la humanidad entera, para que, de pronto, las religiones del Libro se volvieran recomendables, benévolas y deseables.

Si los rabinos prohibiesen que se pueda ser judío y asesinar, colonizar y desterrar a pueblos enteros en el nombre de la religión; si los curas condenaran a quien quitase la vida a su prójimo; si el Papa, el primer cristiano, tomase siempre partido por las víctimas, los débiles, los indigentes, los desempleados, los excluidos, los descendientes de la pequeña comunidad de fieles de Cristo; si los califas, los imanes, los ayatolás, los mulás y otros dignatarios musulmanes cubrieran de oprobio a los fanáticos de las armas y a los asesinos de judíos, cristianos e infieles; si todos los representantes del Dios único en la Tierra optasen por la paz, el amor y la tolerancia: en primer lugar, lo hubiésemos visto y sabido enseguida, y entonces, hubiésemos podido sostener a las religiones en sus premisas, luego contentarnos con condenar el uso que hicieran de ella los malos y los malvados. En lugar de eso, las practican a la inversa, eligen lo peor, y salvo rarísimas excepciones puntuales, singulares y personales, favorecen siempre en la historia a los jefes militares, a los soldados brutales, a los ejércitos, los guerreros, los violadores, los saqueadores, los criminales de guerra, los torturadores, los genocidas y los dictadores —excepto los comunistas...—, lo más vil y despreciable de la humanidad.

Pues el monoteísmo se inclina por la pulsión de muerte, ama la muerte, quiere la muerte, goza de la muerte y está fascinado con ella. La da, la distribuye masivamente, amenaza con ella y pasa al acto: desde la espada sanguinaria de los judíos que exterminaban a los cananeos, hasta la utilización de aviones de línea como proyectiles voladores en Nueva York, pasando por el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, todo se hace en nombre de Dios, con su bendición, pero, sobre todo, con la bendición de los que lo invocan.

Hoy en día, el gran rabinato de Jerusalén fustiga al terrorista palestino cargado de explosivos en las calles de Jaffa, pero guarda silencio sobre el asesinato de los habitantes de un barrio de Cisjordania destruido por los misiles de Tsahal. El Papa desaprueba la píldora como responsable del mayor genocidio de todos los tiempos, pero defiende abiertamente la masacre de cientos de miles de tutsis por los hutus católicos de Ruanda; los más altos tribunales del Islam mundial denuncian los crímenes del colonialismo, la humillación y la explotación a la que los ha sometido y somete el mundo occidental, pero se alegran de la jihad mundial llevada a cabo bajo los auspicios de Al-Qaeda. Fascinados por la muerte de goys, impíos e infieles, los tres, por otra parte, consideran al ateo como el único enemigo en común.

Las indignaciones monoteístas son selectivas: el espíritu corporativo funciona de lleno. Los judíos tienen su Alianza, los cristianos, su Iglesia y los musulmanes, su Umma. Los tres tiempos escapan a la Ley y disfrutan de una extraterritorialidad ontológica y metafísica. Todo se defiende y justifica entre los miembros de la misma comunidad. Un judío, Ariel Sharon, puede (mandar) exterminar a un palestino —el poco defendible jeque Jiacine...—, y no ofende a Yahvé, porque el asesinato se lleva a cabo en Su nombre; un cristiano, Pío XII, tiene el derecho de justificar a un genocida que asesina judíos — Eichmann pudo salir de Europa gracias al Vaticano—, no disgusta al Señor, porque el genocida venga el deicidio atribuido al pueblo judío; un musulmán —el mulá Ornar— puede (mandar) arrestar a mujeres acusadas de adulterio y complace a Alá, puesto que el cadalso se levanta en Su nombre... Detrás de todas esas abominaciones hay versículos de la Tora, pasajes de los Evangelios, suras del Corán que legitiman y bendicen—

En cuanto la religión empieza a tener resonancias públicas y políticas, aumenta en forma considerable su poder de causar daño. Cuando nos basamos en un fragmento de uno u otro de los tres libros para explicar lo bien fundado y la legitimidad del crimen perpetrado, la fechoría se vuelve inatacable: ¿podemos ir en contra de la palabra revelada, del dicho de Dios o de la exhortación divina? Pues Dios no habla, excepto con el pueblo judío y con unos cuantos iluminados a los que envía a veces un mensajero, una virgen por ejemplo, pero el clero lo hace hablar con facilidad. Cuando se expresa un miembro de la Iglesia, y cita los pasajes de su libro, oponerse a él es igual que decirle no a Dios en persona. ¿Quién cuenta con suficiente fuerza moral y convicción para rechazar la palabra (de un hombre) de Dios? La teocracia vuelve imposible la democracia. Mejor aún: la sospecha de teocracia impide la existencia misma de la democracia.

 

2

La invención judía de la guerra santa. A tal Señor, tal honor. Los judíos inventaron el monoteísmo e inventaron todo lo que trae consigo. El derecho divino y su correlato obligado: el pueblo elegido, enaltecido, los otros pueblos, humillados, lógica coherente; pero también, y sobre todo, la fuerza divina necesaria para el apoyo de ese derecho proveniente del Cielo, pues el brazo armado permite que sea eficaz en la Tierra. Dios dice, habla, sus profetas, los mesías y sus diversos enviados interpretan su discurso, inaudible de otro modo. El clero transforma todo eso en consignas defendidas por tropas engalanadas, acorazadas, decididas y armadas hasta los dientes. De allí surge la trifuncionalidad fundante de las civilizaciones: el Príncipe, representante de Dios en la Tierra; el Sacerdote, proveedor de los conceptos del Príncipe; y el Soldado, fuerza bruta del Sacerdote. El Pueblo paga siempre el costo de la perfidia teocrática.

Los judíos inventaron la dimensión temporal de lo espiritual monoteísta. Mucho antes que ellos, el Sacerdote actuaba conjuntamente con el Rey; la camaradería era primitiva, prehistórica y antediluviana. Pero el Pueblo Elegido se hizo cargo de esa lógica inteligente y práctica: hay que organizar la Tierra a la manera del Cielo. En el campo de la historia, hay que reproducir los esquemas teológicos. La inmanencia debe asumir las reglas de la trascendencia. La Tora cuenta las cosas sin rodeos.

En el Monte Sinaí, Dios habla con Moisés. El pueblo judío era débil en esa época, amenazado con el exterminio por las guerras con los pueblos de los alrededores. Se necesitaba, sin duda, el apoyo de Dios a fin de poder pensar en el futuro con serenidad. Un Dios único, belicoso, militar, implacable, dirigiendo la lucha sin piedad, capaz de aniquilar a los enemigos sin compasión, espoleando a sus tropas, he ahí a Yahvé, cuyo modelo es, como Mahoma, el del jefe militar tribal investido de galones cósmicos.

Dios promete a su pueblo —elegido, preferido, seleccionado entre muchos otros, separado del vulgo, su "bien particular" (Ex 19:5)— un país "de propiedad perpetua" (Gen 17:8). ¿Habita ese país gente modesta? ¿Un pueblo cultiva allí el campo? ¿La tierra alimenta a los niños y a los ancianos? ¿Los hombres maduros cuidan el ganado? ¿Las mujeres traen niños al mundo? ¿Educan a los adolescentes en ese lugar? ¿Adoran a sus dioses? Poco importan esos cananeos. Dios ha decidido aniquilarlos: "Los exterminaré", dice (Ex 23:23).

Para conquistar Palestina, Dios recurre a procedimientos decisivos. En términos polemológicos contemporáneos, digamos que inventa la guerra total. De paso, divide las aguas del mar, ahoga a un ejército entero —¡nada de medias tintas!—, detiene el Sol para que los hebreos tengan tiempo de exterminar a sus enemigos amoritas (Jos 10:12-14) —amor al prójimo, cuando te apoderas de nosotros...—, 3 hace llover piedras y ranas —un poco de fantasía—, envía un ejército de mosquitos y tábanos —nada de mezquindades—, transforma el agua en sangre —un toque de poesía y color—, manda la peste, las úlceras y las pústulas —los comienzos de la guerra bacteriológica. ..—, a lo que agrega lo que la soldadesca practica desde siempre: el asesinato de todo lo que vive, mujeres, ancianos, niños, animales (Ex 12:12). La devastación, el incendio y el exterminio de pueblos enteros no son, como vemos, una invención reciente.

Yahvé bendice la guerra y a los que la hacen; santifica la lucha, la dirige y la conduce, no en persona, por cierto —un ectoplasma tiene dificultades para portar armas—, sino como inspiración para su pueblo; justifica los crímenes, las muertes, los asesinatos, legitima el exterminio de inocentes —¡matar animales como a hombres y a hombres como animales!—. Humanos mientras no se trate de cananeos, puede proponer la esclavitud en vez de la lucha, como señal de bondad y amor. A los palestinos les prometió la destrucción total, la guerra santa según la expresión aterradora hipermoderna del libro de Josué (6:21).

Desde hace dos mil quinientos años, ningún miembro responsable del pueblo elegido ha reconocido que esas páginas provienen de la fábula, de las necedades y ficciones prehistóricas en extremo peligrosas, hasta criminales. Muy por el contrario. En la totalidad del planeta hay una cantidad considerable de personas que viven, piensan, obran y conciben el mundo a partir de esos textos que llevan a la carnicería generalizada, sin que hayan merecido censuras alguna vez con respecto a su publicación por incitar al asesinato, al racismo y a otros actos de violencia. En las yeshivás, se estudia para conservar la memoria de esos pasajes en los cuales no se cambia ni una coma, y menos aún se toca un solo cabello de Yahvé. La Tora propone la primera versión occidental de numerosas artes de la guerra publicadas a través de los siglos.

 

3 Alude a la frase de La Fontaine: Amour, amour quand tu nous tiens... (Amor, amor, cuando te apoderas de nosotros...). (N. de la T.)

 

3

Dios, César & Cía. Los cristianos no se quedan atrás en cuanto a reclutar a Dios en sus crímenes. No hay necesidad de ser el pueblo elegido ni de justificar el exterminio de un pueblo que molesta por su destino de mejor alumno entre los partidarios de Cristo; sólo basta con recurrir a la palabra de Dios a fin de garantizar las artimañas temporales de una religión que fue muy espiritual en su momento. La conversión del Jesús humillado a las humillaciones que se llevan a cabo en su nombre es rápida y fácil, y la manía perdura entre los cristianos.

Aquí también la selección de citas resulta muy útil: recurramos a Juan, por ejemplo, para lo siguiente: "Mi reino no es de este mundo" (18:36); pero remitámonos a Mateo para lo contrario: "Den al César lo que es del César; a Dios, lo que es de Dios" (22:21). La primera subraya la superioridad de lo espiritual y el desinterés por los asuntos terrestres; la segunda, la separación de poderes, sin duda, pero promulga, al mismo tiempo, un legalismo de hecho, pues dar al César justifica el pago del impuesto al ejército de ocupación, el consentimiento a la conservación de los ejércitos y a la sumisión a las leyes del Imperio.

La aparente antinomia se resuelve cuando acudimos a Pablo de Tarso. Pues el cristianismo se aleja del judaísmo al transformarse en paulinismo. Y las Epístolas a los diferentes pueblos que visitó el tarsiota conforman la doctrina de lá Iglesia respecto de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal. Pablo cree que el reino de Jesús será de este mundo: quiere que sea posible y contribuye a su concreción en el aquí y ahora; por eso, sus viajes de Jerusalén a Antioquía, de Tesalónica a Atenas, de Corinto al Éfeso. El converso no se contenta con la tierra prometida robada a los cananeos; quiere todo el planeta bajo el signo de Cristo blandiendo la espada.

La Epístola a los Romanos lo muestra con claridad: "No hay autoridad sino bajo Dios" (13:1). Esa es la teoría. A continuación, en la práctica, elogia la sumisión a las autoridades romanas, partiendo del principio de que los representantes de la autoridad son, ante todo, ministros de Dios. Pablo impide la salida con eficacia: desobedecer a un militar, rechazar a un magistrado, resistir a un prefecto de policía o rebelarse contra un procurador —Poncio Pilatos, por ejemplo...— son ofensas contra Dios. Volvamos a escribir, pues, las palabras de Cristo a la manera paulina: den al César lo que es del César, y al César, lo que es de Dios, para pagar las cuentas...

Provistos de este viático ontológico, los cristianos empezaron muy pronto a vender el alma —inútil, en adelante, para practicar los Evangelios— al poder temporal; se instalaron en la pompa y boato de los palacios; recubrieron de mármol y oro sus iglesias; bendijeron los ejércitos; santificaron las guerras expansionistas, las conquistas militares, las operaciones policíacas; crearon impuestos; enviaron tropas contra los pobres que se quejaron; y encendieron las hogueras... todo ello, desde Constantino, en el siglo IV de nuestra era.

La historia es testigo: millones de muertos, millones, en todos los continentes, durante siglos, en el nombre de Dios, con la Biblia en una mano y la espada en la otra: la Inquisición, la tortura, el tormento; las Cruzadas, las masacres, los saqueos, las violaciones, la horca, el exterminio; la trata de negros, la humillación, la explotación, la servidumbre, el comercio de hombres, mujeres y niños; los genocidios, los etnocidios por los conquistadores cristianos, desde luego, pero también, en años recientes, por el clero ruandés junto a los exterminadores hutus; la camaradería con todos los fascismos del siglo XX: Mussolini, Pétain, Franco, Hitler, Pinochet, Salazar, los coroneles griegos, los dictadores de América del Sur, etc. Millones de muertos por amor al prójimo.

 

4

El antisemitismo cristiano. Para un cristiano resulta difícil amar al prójimo, sobre todo si es judío... Saulo convertido en Pablo se entregó con entusiasmo a combatir el judaísmo, con la misma pasión con que se dedicó, antes de emprender el camino de Damasco, a perseguir a cristianos, molerlos a golpes, e incluso enviarlos sin demoras al otro mundo. Para promocionar la secta a la que se volvió adicto, le era necesario imponer la noción de que Jesús era el Mesías anunciado en el Antiguo Testamento y que Cristo abolía el judaísmo al cumplir la profecía. Como los seguidores de Yahvé no creyeron en esas tonterías del Hijo de Dios muerto en la cruz para salvar a la humanidad, se convirtieron en adversarios, y luego, muy pronto, en enemigos.

El judío errante, como se suele decir, sufrió esa maldición cuando el primero de ellos se negó a dar de beber a Cristo camino al Gólgota. Por no haber ayudado al Crucificado, la maldición recayó sobre él, no muy caritativo este Jesús, pero también sobre los suyos, sus descendientes y su pueblo. Así pues, la versión cristiana de la muerte de Jesús presupone la responsabilidad de los judíos, no la de los romanos... ¿Pondo Pilatos? Ni responsable ni culpable. Lo afirma Pablo, cuando habla de los judíos que mataron a Jesús, el Señor (1 Te 2:15). En los Evangelios abundan los pasajes abiertamente antisemitas. Goldhagen ha destacado una cantidad considerable de ellos: unos cuarenta en Marcos; ochenta, en Mateo; ciento treinta, en Juan; ciento cuarenta, en los Hechos de los Apóstoles... El mismo Jesús, el dulce Jesús, enseña que los judíos tienen "al diablo por padre" (Jn 8:44). Difícil amar al prójimo en esas circunstancias.

Ello resulta evidente desde los primeros cristianos que convirtieron a los judíos en un pueblo deicida, hasta el reconocimiento tardío del Estado de Israel por Juan Pablo II, a fines de 1993, pasando por la larga historia de amor de la Iglesia católica, apostólica y romana con todo lo que pudiera interpretarse en la historia como antisemitismo, incluso, y en especial, los doce años de nacionalsocialismo alemán. El odio alcanzó su apogeo con la colaboración activa entre el Vaticano y el nazismo. Más tarde, cosa menos conocida, entre el nazismo y el Vaticano. Pues Pío XII y Adolf Hitler compartían varios puntos de vista, en particular, la abominación hacia los judíos en todas sus formas.

 

5

El Vaticano ama a Adolf Hitler. El matrimonio de amor entre la Iglesia católica y el nazismo es incuestionable: abundan los ejemplos y no son insignificantes. La complicidad no se estableció con silencios de aprobación, con, no dichos explícitos o cálculos realizados a partir de hipótesis interesadas. Los hechos le demuestran a cualquiera que investigue el tema en la historia que no fue un matrimonio de conveniencia, impuesto por una necesidad de supervivencia de la Iglesia, sino por una pasión común y compartida hacia los mismos enemigos irreductibles, los judíos y los comunistas, igualados, la mayor parte del tiempo, en el revoltijo conceptual de judeobolchevismo.

Desde los inicios del nacionalsocialismo hasta la protección de los criminales de guerra del Tercer Reich después de la caída del régimen, a quienes ayudaron a huir a otros países, aparte del silencio de la Iglesia sobre estos asuntos, desde entonces, y aún hoy —incluso la imposibilidad de consultar los archivos sobre este tema en el Vaticano—, el feudo de San Pedro, heredero de Cristo, fue también el de Adolf Hitler y sus secuaces: nazis, fascistas franceses, colaboracionistas, vichyistas, milicianos y otros criminales de guerra.

Los hechos: la Iglesia católica aprobó el rearme de Alemania, yendo en contra del Tratado de Versalles, desde luego, pero también en contra de las enseñanzas de Jesús, en especial, las que celebran la paz, la bondad y el amor al prójimo; la Iglesia católica firmó un acuerdo con Adolf Hitler desde su asunción como canciller en 1933; la Iglesia católica calló sobre el boicot a los comerciantes judíos, no protestó ante la proclamación de las leyes raciales de Nüremberg en 1935, guardó silencio en 1938 cuando ocurrió la Noche de los Cristales; la Iglesia católica entregó su archivo genealógico a los nazis, que supieron desde ese momento quiénes eran cristianos y, por lo tanto, no judíos; la Iglesia católica reivindicó, en cambio, "el secreto pastoral" para no dar a conocer los nombres de judíos convertidos a la religión de Cristo o casados con cristianos; la Iglesia católica, sostuvo, defendió y apoyó al régimen ustachi, pro nazi, de Ante Pavelic en Croacia; la Iglesia católica, aunque estaba al corriente de la política de exterminio iniciada en 1942, no la condenó, ni en privado ni en público, como tampoco dio órdenes a los curas u obispos de censurar, ante los fieles, al régimen criminal.

Las fuerzas aliadas liberaron Europa, llegaron a Berchtesgaden y descubrieron Auschwitz. ¿Qué hizo el Vaticano? Siguió apoyando al régimen derrotado: la Iglesia católica, a través del cardenal Bertram, mandó decir una misa de réquiem en memoria de Adolf Hider; la Iglesia católica guardó silencio y no hizo ninguna declaración condenatoria cuando se descubrieron las pilas de cadáveres, las cámaras de gas y los campos de exterminio; la Iglesia católica, más bien, organizó para los nazis sin Führer lo que nunca hizo por ningún judío o víctima del nacionalsocialismo: coordinó la oficina de ubicación de los criminales de guerra fuera de Europa; la Iglesia católica utilizó al Vaticano, expidió papeles sellados con visas y creó una red de monasterios europeos como lugares de escondite para protección de los dignatarios del Reich derrotado; la Iglesia católica incluyó en su jerarquía a personas que habían ocupado cargos importantes en el régimen hitleriano; la Iglesia católica nunca se arrepentirá de nada, puesto que no reconoce oficialmente nada de esto.

De darse algún día el arrepentimiento, habrá que esperar, sin duda, unos cuatro siglos, el tiempo que se necesitó para que un papa reconociera el error de la Iglesia sobre el caso Galileo... ya que el dogma de la infalibilidad del Papa, proclamado en el primer concilio del Vaticano en 1869-1870 —Pastor Aeternuí—, prohíbe el cuestionamiento de la Iglesia, puesto que el soberano pontífice, cuando se expresa o toma una decisión no lo hace como hombre capaz de equivocarse, sino como representante de Dios en la Tierra, siempre inspirado por el Espíritu Santo, la famosa gracia de asistencia. ¿Debemos llegar a la conclusión, por lo tanto, de que el Espíritu Santo era profundamente nazi?

Mientras permanecía en silencio sobre la cuestión nazi durante y después de la guerra, la Iglesia no dejaba de tomar decisiones contra los comunistas. Con respecto al marxismo, el Vaticano dio muestras de un compromiso, de una militancia y de una fuerza que bien nos hubiera gustado verle utilizar para combatir y desacreditar el Reich nazi. Fiel a la tradición de la Iglesia que, por la gracia de Pío IX y Pío X, condenó los derechos del hombre como contrarios a la enseñanza católica, Pío XII, el famoso Papa amigo del nacionalsocialismo, excomulgó en masa a los comunistas del mundo entero en 1949. Alegó la colusión de los judíos y el bolchevismo como una de las razones de su decisión.

A modo de información: ningún nacionalsocialista de las bases, ningún nazi del alto mando o miembro del estado mayor del Reich fue excomulgado y ningún grupo fue excluido de la Iglesia por haber enseñado y practicado el racismo, el antisemitismo o por haber operado las cámaras de gas. Adolf Hitler no fue excomulgado, y su libro, Mi lucha, nunca formó parte del Index. Recordemos que después de 1924, fecha de publicación de ese libro, el famoso Index Librorum Prohibitorum agregó a su lista—junto a Pierre Larousse, culpable del Grand Dictionnaire universel (!)— a Henri Bergson, André Gide, Simone de Beauvoir y a Jean-Paul Sartre. Adolf Hitler nunca figuró allí.

 

6

Hitler ama al Vaticano. Un lugar común, que no resiste ni el menor análisis, y aun menos la lectura de los textos, presenta a Adolf Hitler como un ateo pagano, fascinado por los cultos nórdicos, amante de un Wagner de cascos con cuernos, del Walhalla y de las valquirias de grandes pechos, un anticristo, convertido en la antítesis del cristianismo. Además de la dificultad de ser ateo y pagano a la vez —negar la existencia de Dios o de los dioses, y creer en ellos al mismo tiempo...—, es necesario pasar por alto todos los pasajes de la obra escrita —Mi lucha—, de la obra política —ausencia en el Reich de persecuciones contra la Iglesia católica, apostólica y romana, al contrario de las llevadas a cabo contra los Testigos de Jehová, por ejemplo—, y las confidencias privadas del Führer —conversaciones publicadas con Albert Speer—, donde Adolf Hitler afirma sin ambigüedades y de modo constante su buena opinión del cristianismo.

¿Fue decisión de un Führer ateo mandar inscribir en los cintos de los soldados de las tropas del Reich Gott mit uns! ¿Se sabe que la frase fue tomada de las Escrituras? En particular, del Deuteronomio, uno de los libros de la Tora, donde podemos leer explícitamente: "Dios marcha con nosotros" (Dt 20:4), una frase extraída de la arenga que Yahvé dirige a los judíos cuando parten a luchar contra sus enemigos, los egipcios, a los que Dios promete un exterminio total (Dt 20:13). ¿Un Führer ateo fue el que determinó que todos los niños de la escuela pública alemana comenzaran la jornada en el Reich nacionalsocialista rezando una oración a Jesús? No a Dios, lo que podría hacer de Hitler un deísta, sino a Jesús, lo cual lo define, en forma explícita, como cristiano. El mismo Führer, supuestamente ateo, les exigió a Goering y a Goebbels, en presencia de Albert Speer, que relata la conversación, que permanecieran en el seno de la Iglesia católica, como lo haría él hasta el último de sus días.

 

7

Las compatibilidades cristianismo-nazismo. Las buenas relaciones entre Hitler y Pío XII se dieron más allá de las complicidades personales. Las dos doctrinas comparten varios puntos de vista. La infalibilidad del Papa que, recordémoslo, también es jefe de Estado, no podía disgustar a un Führer que estaba a su vez persuadido de la propia. La posibilidad de construir un Imperio, una Civilización y una Cultura con un líder supremo investido de todos los poderes — como Constantino y algunos de los emperadores cristianos que lo sucedieron— era lo que fascinaba a Adolf Hitler mientras escribía su libro. ¿La erradicación por parte de los cristianos de todo lo que se relacionara con el paganismo? ¿La destrucción de altares y templos? ¿La quema de libros —Pablo lo alentaba, se acuerdan...—? ¿Las persecuciones contra los opositores de la nueva fe? Excelente, consideraba Hitler.

El Führer exaltaba el devenir teocrático del cristianismo: la "intolerancia fanática" que crea la "fe apodíctica", según sus propias palabras, en la página 451 de Mi lucha; la capacidad de la Iglesia para no renunciar a nada, incluso ante la ciencia cuando ésta contradice sus posiciones y cuestiona algunos de sus dogmas, página 457; la plasticidad de la Iglesia a la que predice un futuro más allá de lo imaginable, página 457; y la permanencia de la venerable institución, a pesar de este o aquel comportamiento deplorable de algunos miembros de la Iglesia, lo cual no compromete al movimiento general, página 119. Por todo ello, Adolf Hitler invita a "aprender de la Iglesia católica", página 457, y también páginas 118, 119 y 120.

¿Cuál es el "verdadero cristianismo" —página 306— del que habla Hitler en Mein Kampf? El del "gran fundador de la nueva doctrina" —en la misma página—, Jesús, el mismo al que le rezan los niños en las escuelas del Reich. ¿Pero cuál Jesús? No el de la otra mejilla, no, sino el colérico que expulsa a latigazos a los mercaderes del templo. Hitler hace referencia explícita al pasaje de Juan en su demostración. Y además, a modo de recordatorio, ese látigo crístico sirve para desalojar a los infieles, a los no cristianos, a las personas que practican el comercio y hacen transacciones de dinero, en una palabra, los judíos, la razón de la complicidad entre el Reich y el Vaticano. El Evangelio de Juan (2:14) no impide la lectura filocristiana y antisemita de Hitler; mejor, la hace posible. .. Y más aún si recordamos los pasajes que condenan a los judíos a la gehena, pasajes que abundan en el Nuevo Testamento. Los judíos, pueblo deicida, ésa es la clave de aquella camaradería funesta: se sirven de la religión para sus negocios, dice; son los enemigos de toda la humanidad, agrega; y crean el bolchevismo, precisa. Cada uno llegará a su propia conclusión. Él, Hitler, explica por qué: "Las ideas y las instituciones religiosas de su pueblo deben ser sagradas para el jefe político", página 120. Así pues, las cámaras de gas se alumbrarán en las hogueras de San Juan.

 

8

Guerras, fascismos y otras pasiones. La camaradería entre el cristianismo y el nazismo no es un accidente histórico o un error lamentable y aislado, sino el resultado de una vieja lógica de dos mil años. Desde Pablo de Tarso, que justifica la guerra para imponer la secta privada como una religión expansiva en el Imperio, desde luego, pero también en todo el mundo, hasta la justificación del Vaticano del siglo XX de la disuasión nuclear, la línea continúa. No matarás... excepto de tanto en tanto, cuando te lo indique la Iglesia.

Agustín, santo de oficio, puso todo su talento al servicio de la justificación de lo peor en la Iglesia: la esclavitud, la guerra, la pena de muerte, etc. ¿Bienaventurados los mansos? ¿Felices los pacíficos? Al igual que Hitler, Agustín no apreciaba ese lado del cristianismo, demasiado blando, no lo suficientemente viril, muy poco bélico, carente de sangre vertida... el rostro femenino de la religión. Le dio a la Iglesia los conceptos que le faltaban para justificar las expediciones punitivas y las masacres. Los judíos llevan a cabo esas prácticas para defender sus tierras, en una geografía limitada; los cristianos se expanden por la totalidad del globo, puesto que la conversión del mundo es su objetivo. El pueblo elegido produce catástrofes ante todo locales; la cristiandad crea, de hecho-, violencias universales. Así, la totalidad de los continentes se convierte en su campo de batalla.

Santificado por la Iglesia, el obispo de Hipona justifica en una carta (185) la persecución justa. ¡Buena opción! La opone a la persecución injusta. ¿Qué diferencia al buen cadáver del mal cadáver; al desollado permitido del desollado prohibido? Todas las persecuciones de la Iglesia son justas, pues se llevan a cabo por amor; aquel que tome a la Iglesia como objeto de crítica y de burla es indefendible, porque lo inspira la crueldad... Admiremos la retórica y el talento sofista de Agustín, en los que Jesús también debe utilizar el látigo y no sólo recibirlo de la soldadesca romana.

De allí proviene la noción de guerra justa, teorizada también por el mismo Padre de la Iglesia, siempre al día, sin duda alguna, con respecto a la brutalidad, el vicio o la perversión. Heredero de la antigua fábula pagana, griega, en este caso, el cristianismo restaura el juicio de Dios: en la guerra, Dios elige al vencedor, y por lo tanto, también al vencido. Al intervenir en el conflicto entre ganadores y perdedores, Dios afirma lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, lo legítimo y lo ilegítimo. Pensamiento mágico, por lo menos...

 

9

Jesús en Hiroshima. Jesús y su látigo, Pablo y su teoría del poder procedente de Dios, Agustín y su guerra justa constituyen un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo de choque, capaces de justificar todos los emprendimientos cometidos en nombre de Dios desde hace dos mil años: las Cruzadas contra los sarracenos, la Inquisición contra los supuestos herejes, las guerras llamadas santas contra los infieles —¡ah!, como dice Bernard de Clairvaux en una carta (363): "La mejor solución es matarlos"; o incluso: "La muerte del pagano es la gloria del cristiano"… —, las conquistas etnocidas cristianas de los pueblos llamados primitivos, las guerras coloniales para evangelizar todos los continentes, los fascismos del siglo XX, y el nazismo, desatados con toda la furia contra los judíos.

No nos sorprenderá, pues, que en materia de guerra pos-moderna, el cristianismo oficial elija la disuasión nuclear, la defienda y la justifique. Juan Pablo II expresó su acuerdo el 11 de junio de 1982, por medio de un paralogismo extraordinario: ¡la bomba atómica permitía avanzar hacia la paz! El episcopado francés le pisó los talones: se trataba de luchar contra "el carácter dominante y agresivo de la ideología marxista-leninista". ¡Dios Santo! ¡Qué lucidez en la decisión! ¡Qué claridad en las posiciones! Cómo hubiésemos querido oír una condena tan clara y franca del nazismo durante sus doce años de poder. Incluso, nos hubiéramos contentado con una declaración moral similar después de la liberación de los campos...

Cuando cayó el Muro de Berlín y a pesar de que la amenaza bolchevique ya no existía, la Iglesia católica se mantuvo firme en su posición. En el último Catecismo, el Vaticano admite "serias reservas morales" (artículo 2315) —nótese la litote...—, pero de ningún modo expresa una condena. En la misma obra, en la sección "no cometerás asesinatos" —¡viva la lógica y la coherencia!—, defiende y justifica la pena de muerte (artículo 2266). No es sorprendente que en el índice no figure Pena de muerte, Pena capital o Castigo. Pero, en cambio, Eutanasia, Aborto y Suicidio, temas tratados en el mismo capítulo, disponen de referencias dignas de ese nombre. Lógicamente, pues, la tripulación del Enola Gay partió con una bomba atómica que luego lanzó en Hiroshima, como bien sabemos, el 6 de agosto de 1945. En pocos segundos, la explosión nuclear causó la muerte de más de cien mil personas, mujeres, ancianos, niños, enfermos, inocentes cuya única culpa era ser japoneses. La tripulación retornó a la base: el Dios de los cristianos volvió a proteger a los cruzados modernos. Dejemos sentado que el padre Georges Zabelka se ocupó de bendecir a la tripulación antes de que partiese en su funesta misión. Tres días después, otra bomba atómica cayó en Nagasaki y ocasionó ochenta mil víctimas. Bastante tiempo después, el vicario de Dios se apareció en el Plateau de Larzac, donde se encontró con Théodore Monod, naturalista y pacifista. En esa época, llevaba a cabo un peregrinaje a pie con destino a Belén.

 

10

Amor al prójimo, continuación... Los textos paulinos, muy útiles para legitimar la sumisión a la autoridad de facto, expandieron su influencia bastante más allá de la legitimación de la guerra y la persecución. Por ejemplo, con respecto a la esclavitud, que el cristianismo no prohibió, como tampoco lo hicieron los otros dos monoteísmos. Luego, la esclavitud, limitada a las razias tribales, se extendió al comercio puro y simple, y a la venta y al destierro de poblaciones utilizadas como ganado y bestias de carga.

Rindamos homenaje a los antiguos: como fueron los primeros en el tiempo, les debemos la invención de bastantes perjuicios, además de su ratificación o legitimación, como la esclavitud. El decálogo no menciona ninguna consideración hacia el prójimo que no sea el semejante, marcado en la carne con el cuchillo del rabino. El no judío no cuenta con los mismos derechos del miembro de la Alianza, de manera que, fuera del Libro, puede tomarse al Otro como cosa y tratarlo como objeto: el goy, para el judío; el politeísta o el animista, para el cristiano; el judío y el cristiano, para el musulmán; y el ateo, para todos, por supuesto.

El Génesis (9:25-27) defiende la esclavitud. De inmediato, se introdujo el tema en la Tora... Se compran personas, que forman parte de la casa, viven bajo el mismo techo que los judíos, son circuncidadas, pero aun así siguen siendo esclavas. La maldición de Noé, borracho perdido, que ya sobrio se entera de que su hijo lo ha sorprendido desnudo mientras dormía, se extiende a todo un pueblo —otra vez Canaán— destinado a la esclavitud. En otras partes, numerosos pasajes codifican su práctica.

El Levítico, por ejemplo, se ocupa de estipular que un judío no puede usar a uno de los suyos como esclavo (25:39-55). Puede, eso sí, establecer un contrato de arriendo, que caduca a los seis años y permite al criado judío recuperar su libertad. En cambio, un no judío puede permanecer como siervo hasta la muerte. El pueblo de la Alianza fue esclavo de los egipcios, luego liberado de ese estado por Yahvé, que, desde entonces, lo convirtió en un pueblo libre, con la facultad de someter, pero no de ser sometido a otro poder que no fuera el de Dios. Los derechos del pueblo elegido...

No hay muchos cambios al respecto en el cristianismo, que también justifica la esclavitud. No olvidemos que el poder surge de Dios y todo proviene de su voluntad. ¿Alguien se halla en estado de servidumbre? Los caminos del Señor son inescrutables, pero hay una razón que justifica el hecho: el pecado original, en términos absolutos, aunque también es una responsabilidad personal. ¡Agustín, siempre él, pretendía que el esclavo sirviera con mucha dedicación, para alegría de Dios! El esclavo es esclavo por su propio bien, aunque lo ignore; pero el plan de Dios no puede evitar que sea de otro modo: esa minucia ontológica necesita situarse en la posición de servidumbre para vivir dignamente...

Además, sofismo a ultranza, como los hombres son iguales a los ojos de Dios, poco importa que en la Tierra existan diferencias, en último caso, accesorias: ¿hombre o mujer?, ¿esclavo o propietario?, ¿rico o pobre? No importa, dice la Iglesia, y automáticamente toma partido en la historia por los hombres, los ricos y los propietarios... Cada uno es lo que Dios ha querido. Rebelarse contra el estado de hecho se opone al designio divino e insulta a Dios. El buen esclavo que desempeña su papel de esclavo, como el mozo del café sartreano, se gana el Paraíso (ficticio) a través de la sumisión (real) en la Tierra. \La Ciudad de Dios (19,21) es de veras un gran libro!

En los hechos, el cristianismo no se priva de nada: en el siglo VI, el papa Gregorio I impidió el acceso del sacerdocio a la esclavitud. Antes que él, Constantino les prohibió a los judíos tener esclavos en su casa. En la Edad Media, miles de esclavos trabajaron en las posesiones agrícolas del soberano pontífice. Los grandes monasterios los empleaban sin pudor. En el siglo VIII, el de Saint-Germain des Prés, por ejemplo, albergaba a no menos de ocho mil esclavos.

Herederos de esto así como de todo lo demás, los musulmanes practicaron la esclavitud y el Corán no la prohíbe, puesto que legitima las razias, los trofeos de guerra, los botines en oro, plata, mujeres, animales y hombres. Debemos al islam, por otra parte, la institución del comercio de esclavos. En el año 1000, existió un tráfico regular entre Kenya y la China. El derecho musulmán prohíbe la venta de musulmanes, pero no la de otros creyentes. Nueve siglos antes de la trata transatlántica, la trata transahariana comenzó un comercio abominable. Se calcula que, en mil doscientos años, los fieles de Alá, el Misericordioso, el Grande, el Humano, deportaron a diez millones de hombres.

Una observación: los tres monoteísmos desaprueban en el fondo la esclavitud puesto que judíos y musulmanes la prohíben para los miembros de sus propias comunidades, y los cristianos, que detestan a los judíos, les negaron la tenencia de esclavos domésticos, y luego no permitieron que ninguno de ellos ingresara en las órdenes para servir a la palabra de su Dios. Para sus enemigos, la Tora, el Nuevo Testamento y el Corán justifican la esclavitud como una marca de infamia, una humillación y, por lo tanto, una fatalidad que recae en el subhumano, el réprobo que adora a otro Dios que ellos.

 

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Colonialismo, genocidio, etnocidio. La continuación lógica de la legitimación de la esclavitud es el colonialismo, la exportación de la religión a los confines del mundo y, para lograrlo, el uso de la fuerza y de la violencia física, mental, espiritual, psíquica y, por supuesto, armada. El cristianismo y luego el islam exportaron la servidumbre y la expandieron por todos los continentes. En cuanto al pueblo judío, éste decidió establecer su dominio sólo en un territorio, su territorio, sin ninguna otra aspiración. El sionismo no es un tipo de expansionismo ni de internacionalismo, todo lo contrario: el sueño realizado de Theodor Herzl implicaba un nacionalismo y un movimiento centrífugo, además del deseo de una sociedad encerrada en sí misma, pero no el deseo de un imperio que abarcara la totalidad del planeta, como es el deseo del cristianismo y del islam.

La Iglesia católica, apostólica y romana se destaca en la destrucción de civilizaciones. Inventó el etnocidio. El año 1492 no sólo marca el descubrimiento del Nuevo Mundo, sino también la aniquilación de otros mundos. La Europa cristiana devastó un número considerable de culturas indoamericanas. El soldado desembarcó de las naves acompañado de lo más vil y despreciable de la sociedad, que venía en las carabelas: delincuentes, granujas, bribones y mercenarios.

Detrás llegaron, a buena distancia, una vez realizadas las limpiezas étnicas que siguieron a los desembarcos, los curas con procesiones, crucifijos, copones, hostias y altares portátiles, muy útiles para predicar el amor al prójimo, el perdón de los pecados, la bondad de las virtudes evangélicas y otras jocosidades bíblicas: el pecado original, el odio a las mujeres, al cuerpo y a la sexualidad, y la culpa. Entretanto, la cristiandad ofrecía como regalo de bienvenida: la sífilis y otras enfermedades contagiadas a los pueblos considerados salvajes.

La camaradería de la Iglesia y el nazismo apuntaba también al extermino de un pueblo transformado, por las necesidades de la causa, en pueblo deicida. Seis millones de muertos, a lo cual hay que agregar la complicidad en la deportación y el asesinato de gitanos, homosexuales, comunistas, francmasones, izquierdistas, laicos, Testigos de Jehová, miembros de la resistencia antifascista, opositores al nacionalsocialismo, y otras personas culpables de no ser cristianas...

El tropismo de los cristianos hacia los exterminios en masa es antiguo y aún continúa. Así, no hace mucho, el genocidio de tutsis en manos de los hutus de Ruanda, sostenido, defendido y apañado por la institución católica en el lugar, y por el mismo soberano pontífice, mucho más expeditivo en manifestarse a favor de los criminales de guerra genocidas, curas, religiosos o personas involucradas con la comunidad católica para que escaparan de los pelotones de fusilamiento, que en expresar una sola palabra de compasión hacia la comunidad tutsi.

Porque en Ruanda, país mayoritariamente cristiano, la Iglesia ya había practicado antes del genocidio, la discriminación racial con respecto al ingreso en el seminario, la formación, la dirección de las escuelas católica y la ordenación o los ascensos en la jerarquía eclesiástica. Durante el genocidio, algunos miembros del clero participaron activamente, por medio de la compra y despacho de machetes por miembros de la institución católica, localización de las víctimas y participación activa en actos de barbarie —encierro forzado en una iglesia, a la que incendiaron y luego arrasaron con bulldozers, para borrar las huellas—, denuncias, movilizaciones durante las prédicas, arengas raciales...

Después de las masacres, la Iglesia católica persistió en su política: uso de conventos para ocultar de la justicia a algunos culpables, activación de redes para facilitarles la salida hacia países europeos a varios criminales, suministro de pasajes de avión a Europa gracias a la asociación humanitaria cristiana —Caritas internacional, caridad bien entendida, etc.—, reubicación de sacerdotes culpables en los curatos de provincias belgas o francesas, encubrimiento de obispos implicados, recurso a posiciones negacionistas: se negaron a utilizar el término "genocida" y optaron por hablar de "guerra fratricida", etcétera.

Silencioso durante los preparativos, silencioso durante las masacres —cerca de un millón de muertos en tres meses (entre abril y junio de 1994)...—, silencioso después del descubrimiento de la magnitud del desastre —llevado a cabo con la bendición de Francois Mitterrand—, Juan Pablo II salió de su mutismo para escribirle una carta al presidente de la República de Ruanda el 23 de abril de 1998. ¿Su contenido? ¿Lamenta los hechos? ¿Se compadece? ¿Lo siente? ¿Culpa a su clero? ¿Se desolidariza? No, en absoluto: pide que no se aplique la pena de muerte a los genocidas hutus. No hubo ni una sola mención de las víctimas.

 

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Represión y pulsión de muerte. La fascinación de los tres monoteísmos por la pulsión de muerte tiene su explicación: ¿cómo se puede evitar el dominio de la pulsión de muerte después de haber eliminado en este punto todo lo que procede de la pulsión de vida? El miedo a la muerte, el temor a la nada y el anonadamiento ante el vacío que sigue a la muerte generan fábulas consoladoras y ficciones que permiten que la negación disponga de plenos poderes. Lo real no existe; en cambio, la ficción sí. Ese falso mundo que ayuda a vivir en el aquí y el ahora en nombre de un mundo de pacotilla induce a la negación y al desprecio o al odio a lo mundano.

De allí surgen múltiples ocasiones de ver el odio en acción: en el cuerpo, los deseos, las pasiones, las pulsiones, en la carne, las mujeres, el amor, el sexo, en la vida en todas sus formas, en la materia, con lo que incrementa la posibilidad de actuar en el mundo, a saber, la inteligencia, los libros, la ciencia y la cultura. La represión de todo lo que vive lleva a la celebración de todo lo que muere, al derramamiento de sangre, a la guerra, a lo que mata... a los que matan. Cuando la selección de citas da la posibilidad de elegir en los tres libros lo que permite otorgarle a la pulsión de vida su máxima potencia, la religión prescribe la pulsión de muerte en todas sus formas. La represión de lo vivo da por resultado el amor a la muerte. De manera general, el desprecio por las mujeres —se prefiere a las vírgenes, las madres y las esposas— va acompañado del culto a la muerte...

Las civilizaciones se constituyen con la pulsión de muerte. La sangre de los sacrificios, el chivo emisario y la fundación de la sociedad con un asesinato ritual son algunas de las siniestras invariantes sociales. El exterminio judío de los cananeos, la crucifixión cristiana del Mesías, la jihad musulmana del Profeta, hicieron correr la sangre que bendice y santifica la

causa monoteísta. Inmersiones primitivas, mágicas, degüello de las víctimas propiciatorias, ya sean hombres, mujeres o niños: lo primitivo subsiste en lo posmoderno, lo animal perdura en el hombre y la bestia aún vive en el homo sapiens...

 

III Por el laicismo poscristiano

 

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El gusto musulmán por la sangre. En magnífica síntesis de los dos monoteísmos que lo preceden y que adapta al desierto árabe gobernado por lo tribal y lo feudal, el islam retoma por su cuenta los peores desatinos judíos y cristianos: el pueblo elegido, el sentimiento de superioridad, lo local convertido en global, lo particular ampliado a lo universal, la sumisión de cuerpo y alma al ideal ascético, el culto a la pulsión de muerte, la teocracia abocada al exterminio de lo diferente: esclavitud, colonialismo, guerra, razia, guerra total, expediciones punitivas, asesinatos, etcétera.

Recordemos que Moisés asesinó con sus propias manos a un capataz egipcio y que Mahoma exterminó pueblos con regularidad en los ataques llevados a cabo desde Najla (a fines de 623) —la primera batalla del islam ganada por muertos—, hasta el 8 de junio de 632, fecha de su muerte. Hagamos un inventario de las guerras, batallas, razias, abusos de autoridad, sitios, y otros hechos de armas de la soldadesca musulmana: Badr (marzo de 624) —muerte de Abu Djahl, primer mártir musulmán, compañero del Profeta—, Uhud (marzo de 625), —Mahoma herido, varias decenas de mártires—, Medina oriental (fines de 626, comienzos de 627) —judíos asesinados—, la batalla llamada del Foso (627), la del oasis de Khaybar (mayo-junio de 628), Mu'ta, etc. El versículo treinta y dos del quinto sura (lo que se le hace a uno se le hace a todos; matar a un hombre es exterminarlos a todos) no le impide al lector del Corán conciliar el sueño...

Porque cerca de doscientos cincuenta versículos —entre los seis mil doscientos treinta y cinco del Libro— justifican y legitiman la guerra santa, la jihad. Suficientes como para atenuar las dos o tres frases bastante inofensivas que proponen la tolerancia, el respeto por el otro, la magnanimidad o el rechazo de la coerción en cuestiones religiosas (!). En medio de un mar de sangre, ¿quién puede tomarse aún el trabajo de detenerse en dos o tres frases que alaban el humanismo en vez de la barbarie? Así lo atestigua la biografía del Profeta: en ella encontramos, de modo constante, el asesinato, el crimen, las armas y la expedición punitiva. Muchas páginas incitan al antisemitismo, al odio a los judíos, a su despojo y exterminio, para que un combatiente musulmán no se crea autorizado a pasar a los judíos a cuchillo.

La comunidad musulmana piensa como los miembros de la Alianza: ellos también se proclaman el pueblo elegido, designado por Alá, preferido por éste (9:19, y también 3:110). Pero con dos pretendientes al estatuto de élite, ¡sobra uno! Creer que los demás pertenecen a una raza inferior, que existen subhombres, que Dios estableció una jerarquía entre los humanos y separó a la pequeña comunidad elegida del resto de la humanidad, impide a los demás alcanzar la misma categoría. El odio en el pasado de los hebreos hacia los cananeos es la causa del odio de los palestinos hacia los judíos de hoy, pues cada uno cree que Dios le ha encomendado dominar al otro —los otros—, y por lo tanto se imagina que está autorizado a exterminarlo.

Pues el Islam niega, por definición, la igualdad metafísica, ontológica, religiosa, y, por ende, política. Así lo enseña el Corán: en la parte superior, los musulmanes, en la parte inferior, los cristianos, porque ellos también son pueblos del Libro, luego, los judíos, igualmente comprendidos en el grupo, porque son monoteístas. Por último, después del musulmán, el cristiano y el judío, y en la cuarta posición, todas las categorías incluidas en la desaprobación general: el grupo de los incrédulos, los infieles, los impíos, los politeístas y, por supuesto, los ateos... La ley coránica que prohíbe matar o cometer delitos o masacres contra el prójimo concierne sólo de manera restrictiva a los miembros de la comunidad: la Umma. Como entre los judíos.

En el seno mismo de la comunidad musulmana de pretendidos semejantes, se mantiene la jerarquía: los hombres dominan a las mujeres, los religiosos dominan a los creyentes, los fieles piadosos dominan a los practicantes moderados y los viejos dominan a los jóvenes. Falocracia, teocracia, gerontocracia: el modelo tribal y primitivo de los orígenes sigue igual después de trece siglos. Es fundamentalmente incompatible con las sociedades surgidas de las Luces. El musulmán no es fraternal; hermano de sus correligionarios, sí, pero no de los otros, que son considerados insignificancias, sólo cantidades despreciables o detestables.

 

2

Lo local como universal. Como lectores de Cari Schmidt aunque no lo sean, los musulmanes dividen el mundo en dos: los amigos y los enemigos. Por un lado, los hermanos en el Islam; por otro, todos los demás. Dar al-islam contra dar al-harb, dos universos irreductibles e incompatibles, regidos por relaciones salvajes y brutales: un depredador, una presa; un devorador, un devorado; y un dominador, un dominado. Igual que en la selva, los felinos entre ellos, y el resto del territorio listo para ser sometido, avasallado y poseído. La ley que rige las relaciones de los animales.

Una visión del mundo no muy diferente de la de Hitler, que justifica las lógicas de la marcación, posesión, gestión y extensión del territorio. El zorro y las gallinas, el halcón y su presa, el león y la gacela, los fuertes y los débiles, el Islam y los otros. No hay derecho, ni ley, ni lenguaje, ni intercambio o comunicación, ni inteligencia o cerebro, pero sí músculos, instinto, fuerza, combate, guerra y sangre.

¿Lo universal? Lo local sin los muros, para citar al poeta portugués Miguel Torga. Lo tribal del siglo vil, lo feudal del desierto árabe, el clan primitivo trasladado, sin ninguna modificación, a la civilización del presente, incluida la nuestra, posmoderna, hiperindustrial y cuantitativa. El pueblo del desierto se convierte en el modelo del mundo. El oasis donde nada penetra desde hace siglos, excepto las caravanas nómadas cargadas de artículos de primera necesidad, funciona como arquetipo social, humano, metafísico y político.

Un libro que data de los primeros años de 630, hipotéticamente dictado a un cuidador de camellos analfabeto, decide en detalle la vida cotidiana de millones de hombres en tiempos de la velocidad supersónica, la conquista espacial, la informatización generalizada del planeta, del "tiempo real" y universal de las comunicaciones, del descubrimiento de la secuencia del genoma humano, de la energía nuclear, de los albores de lo posthumano... El comentario vale también para los lubavitch aferrados a la Tora y al Talmud que comparten, también ellos, una ignorancia similar de los tiempos actuales.

Al igual que en las tiendas de hace mil quinientos años, la familia sigue siendo el núcleo de la sociedad. No la comunidad nacional o patriótica, menos aún la entidad universal o cosmopolita, sino la del jefe de familia que posee dos, tres o cuatro mujeres sumisas —pues la poligamia primitiva aún perdura tanto en el Talmud como el Corán (4:3)—, rodeado de numerosos hijos, una bendición de Dios. Su autoridad proviene de Alá, por supuesto, pero a través de la voz del Padre, del Marido y del Esposo, símbolos de Dios bajo la lona de cuero de cabra.

Todas las acciones se realizan bajo la mirada de la tribu, que las juzga de acuerdo con las reglas coránicas o musulmanas. El padre, pero también, dentro de la lógica falócrata absoluta, el hermano mayor, el hermano y otras variaciones sobre el tema del macho. El lugar de la religión encarnada, por lo tanto de la política y de la teocracia, es la célula de base de la sociedad: ni Platón —en La República—, ni Hegel —en Esbozos de la filosofía del derecho—, ni Mussolini, ni Hitler, ni Pétain y otros fascistas se equivocaron: sabían que el origen de la comunidad, de la genealogía de la colectividad, se establecía allí, en el espacio privado de la familia —la tribu primitiva—. Para convencerse de ello, basta con leer o releer a Engels y El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado...

 

3

Estrella amarilla y tatuajes musulmanes. En la lógica comunitaria que incluye y excluye, pocos saben que la obligación de llevar en la vestimenta un distintivo amarillo —un turbante, en ocasiones— fue impuesta por primera vez por un califa de Bagdad del siglo XI —se suele caracterizar ese período como la Edad de Oro del Islam...—, que deseaba diferenciar a los judíos y cristianos con un símbolo que muy pronto se volvió ignominioso.

Los musulmanes disponían de un concepto —"la dhimmitud"— para nombrar la carta de protección del no musulmán en tierras del Islam, siempre y cuando el sujeto perteneciera a la religión del Libro —con dispensa para el zoroastrismo—. En teoría, el Islam pasaba por ser una religión de paz y de tolerancia. En los hechos, la dhimmitud incluía un impuesto, es decir, una tarifa que se le cobraba al judío, al cristiano y al zoroastra para permitirles vivir en territorios islámicos. Un pago y, en consecuencia, una extorsión de fondos.

En cuanto compraban la protección (!), los dhimmis constataban que sus derechos cívicos quedaban reducidos a su mínima expresión. En una sociedad tribal en la que el caballo aseguraba la existencia y permitía desplazarse, combatir y ostentar el rango social, el no musulmán se veía privado de adquirirlo: estaba autorizado a poseer burros y muías, cabalgadura humillante, montada de costado, a la manera femenina; podía caminar por la calle, pero no le estaba permitido sobrepasar a un musulmán; por supuesto, la tenencia de armas estaba prohibida formalmente, lo que equivale a decir que, desarmados, quedaban a merced de cualquier bandido. A veces, incluso, además de la tela amarilla de siniestra memoria, se les tatuaba un león en la mano, como otros tatuaban números en el antebrazo.

En teoría, la abolición de la dhimmitud data de 1839. De hecho, hubo que esperar hasta el fin de la Primera Guerra Mundial para que el Imperio otomano abandonara definitivamente una práctica tan difícil de hacer respetar... Desde luego, la famosa protección obtenida en teoría, con sus renuncias y humillaciones, no siempre fue ofrecida a creyentes no musulmanes —que, sin embargo, pagaban a conciencia el impuesto y aceptaban vivir como subhombres—, lejos de ello.

 

4

Contra la sociedad cerrada. La inserción del islam en una historia que niega la Historia genera una sociedad cerrada, estática, volcada sobre sí misma y fascinada por la inmovilidad de los muertos. Así como el marxismo pretendía en el pasado forjar la historia aboliéndola y le profesaba un culto casi religioso para alcanzar su fin, la pretensión musulmana de gobernar el mundo apunta, in fine, hacia una disposición fija, ahistórica, que anula la dinámica de lo real y del mundo a cambio de la cristalización atemporal de un universo pensado y concebido a la manera del mundo subyacente. Una sociedad que aplicase los principios del Corán crearía un campo nómada universal con murmullo de temblores de fondo, como la música de las esferas que giran en el vacío sobre sí mismas, celebrando la nada, la vacuidad y el sinsentido de la Historia muerta.

Toda teocracia que remite al modelo de un universo de ficción atemporal y no-espacial aspira, en el tiempo de una historia concreta y en la geografía de un espacio inmanente, a la reproducción según el modo tomado del arquetipo conceptual. Pues los planos de la ciudad de los hombres están archivados en la ciudad de Dios. La Idea platónica, tan parecida a Dios, sin fecha de nacimiento, ni muerte prevista, sin ninguna afectación, ni temporal, ni entrópica, sin falla y perfecta genera la fábula de una sociedad cerrada, también provista de los atributos del Concepto.

La democracia vive de movimientos, cambios, disposiciones contractuales, tiempos fluidos, dinámicas permanentes y juegos dialécticos. Se crea a sí misma, se anima, cambia, se metamorfosea y se construye frente a una voluntad que surge de fuerzas vivas. Recurre al uso de la razón, al diálogo de las partes, a los actos comunicacionales y a la diplomacia como también a la negociación. La teocracia funciona a la inversa: nace, vive y goza de la inmovilidad, de la muerte y de lo irracional. La teocracia es la enemiga más temible de la democracia, en el pasado en París, antes de 1789, hace poco en Teherán, en 1978, y hoy cada vez que Al-Qaeda recurre a las armas.

 

5

Acerca del fascismo musulmán. El fascismo intranquiliza siempre a un puñado de historiadores contemporáneos, nunca de acuerdo para ponerse de acuerdo sobre una definición categórica y terminante. ¿Era fascista Pétain? Nacionalista y patriota, dicen algunos, pero Vichy propone una extrema derecha francesa, aunque no por eso es necesariamente fascista, concluyen... Discusiones bizantinas: existieron numerosos fascismos en el siglo XX, cada uno con su particularidad. Podríamos bautizar, por otra parte, los últimos cien años como el siglo de los fascismos. Pardo y rojo en Europa o en Asia; caqui en América del Sur. Pero también verde, lo que olvidamos a menudo.

Pues la caída del sha de Irán en 1978 y la asunción de todos los poderes por el ayatolá Jomeini tiempo después, junto con ciento ochenta mil mulás, fundaron un verdadero fascismo musulmán, aún vigente un cuarto de siglo después, con la bendición de Occidente, silencioso y olvidadizo. Lejos de significar la emergencia de la espiritualidad política que les falta a los occidentales, como creyó falsamente Michel Foucault en octubre de 1978, la revolución iraní dio a luz un fascismo islámico inaugural en la historia de esa religión.

Lo sabemos, Foucault no advirtió lo que estaba ocurriendo. No sólo porque declaró en el Corriere della Sera del 26 de noviembre de 1978, "no habrá partido de Jomeini, no habrá gobierno Jomeini" —cuatro meses después, los hechos le demostraron de modo cruel que estaba equivocado—, sino porque identificó al "gobierno islámico con la primera gran insurrección contra los sistemas planetarios, la forma más moderna de la rebelión", sin tomar en consideración, ni una sola vez, la posibilidad de una gubernamentalidad inspirada por la charla... ¿Qué sabía Foucault, realmente, del Corán y del Islam?

Más que cualquier otro, él, que mientras escribía los artículos para el diario italiano sobre la revolución iraní, ya había reflexionado sobre el encierro, la locura, la prisión, la homosexualidad y la sinrazón, debería haber sabido que un gobierno islámico activaba en esencia todo lo que él combatía: la discriminación sexual, el encarcelamiento de los marginales, la eliminación de las diferencias, el método de las confesiones, el sistema carcelario, la disciplina del cuerpo, el biopoder generalizado, el modelo panóptico, la sociedad punitiva, etc. Bastaba con leer el Corán y conocer los hadit—las dos fuentes de la chana— para saber que un gobierno islámico, lejos de significar el retorno de lo espiritual en política, marcaba el ingreso del islam en la política posmoderna, lo cual, basado en el principio teocrático, daba origen a un fascismo islámico que no llegó a comprender el hábil filósofo de la microfísica del poder.

 

6

Palabras de ayatolá. Los políticos que teorizan sobre el poder dejan, por lo general, obras áridas, concisas, que apuntan a lo esencial y condensan ya sea su programa o su balance. Richelieu y su Testamento político, Lenin cuando escribió El Estado y la revolución, el general De Gaulle al publicar El filo de la espada, Mussolini con La doctrina fascista, y Hitler, con su demasiado célebre Mi lucha, etc. En ellas, encontramos una teoría de la legitimidad monárquica, un manual de marxismo-leninismo al estilo bolchevique, un tratado de polemología moderna, un manual de fascismo y una doctrina racial nacionalsocialista.

Después de su muerte, el ayatolá Jomeini dejó un testamento político espiritual que teoriza el famoso gobierno islámico que entusiasmó intelectualmente a Michel Foucault durante los primeros días de la revolución iraní. El dignatario chiíta puso en palabras, de manera simple, incluso sumaria, el programa político de una república islámica: ¿cómo, con el Corán y los hadit del Profeta, basándose en la chana, es posible gobernar los espíritus, los cuerpos y las almas según los principios de la religión musulmana? Breviario de teocracia islámica, breviario indiscutiblemente fascista.

La teocracia musulmana —como cualquier otra— presupone el fin de la separación entre creencia privada y práctica pública. Lo religioso brota del fuero interno y abarca todas las esferas de la vida social. Ya no se mantiene una relación directa con Dios, para sí, bajo el registro de la intimidad mística, sino un vínculo indirecto, mediatizado por la comunidad política y situado en el plano de la gubernamentalidad del otro. Supone el fin de lo religioso para sí y el comienzo de la religión para el otro.

A partir de ese momento la religión se convierte en un asunto de Estado. No de la comunidad reducida o del grupo limitado, sino de toda la sociedad. El totalitarismo impone esa ampliación de lo político a toda la esfera humana. El Estado se pone al servicio de una idea —racial, fascista, islámica, cristiana, etc.—, y la familia, el trabajo, la alcoba, la escuela, el cuartel, el hospital, el diario, los libros, la amistad, el ocio, las lecturas, la sexualidad, los tribunales, el estadio, la cultura, etc., transmiten la ideología dominante. De allí surge la familia islámica, el trabajo islámico, la alcoba islámica, la escuela islámica y passim.

 

7

El islam, estructuralmente arcaico. ¿Cómo legitimar el uso totalitario e inmanente del Corán? Pretendiendo mantener una sola y única lectura legítima del libro santo. La selección de citas permite un islam a la carta, de amplio espectro. Hoy en día es posible invocar al Profeta y beber alcohol, comer cerdo, rechazar el velo, no aceptar la chaña, apostar en las carreras de caballos, aficionarse al fútbol, adherir a los derechos del Hombre, alabar las Luces europeas, como pretenden los que desean modernizar la religión musulmana, vivir un islam laico, moderno, republicano y otras estupideces insostenibles.

Dentro de esa misma lógica incoherente, también se puede ser cristiano y no creer verdaderamente en Dios, reírse de las bulas papales, burlarse de los sacramentos, no aceptar los misterios de la eucaristía, anular los dogmas y desechar las enseñanzas conciliares. La teoría de la selección de citas permite hoy en día consagrarle un culto al significante, vaciándolo completamente de significado. De ahí en adelante, adoramos una cascara vacía, nos arrodillamos ante la nada..., uno de los signos del nihilismo de nuestra época.

En el otro extremo del espectro, encontramos lo inverso: el respeto fiel a las enseñanzas coránicas. De allí proviene la práctica de la poligamia, las conductas misóginas y falocráticas de la vida cotidiana, la negación de la cualidad existencial a toda persona que no sea musulmana, la justificación de la matanza de infieles —del monoteísta al ateo—, el respeto celoso a los rituales y obligaciones del creyente, la condena al uso de la razón, etcétera.

El Corán no permite la religión a la carta. Nada legitima que se desechen de un manotazo todos los suras que resulten molestos para una vida cómoda, burguesa e integrada en la posmodernidad. En cambio, nada prohíbe, incluso todo lo autoriza, una lectura cuidadosa que justifique los requerimientos que impone el texto sagrado: nadie está obligado a ser musulmán, pero quien se proclame como tal deberá adherir a la teoría, a las enseñanzas y practicarlas debidamente. Se trata de un principio puro y simple de coherencia. La teocracia islámica ilustra la máxima coherencia posible sobre ese tema.

Porque el Islam es arcaico en su estructura: contradice, punto por punto, todo lo que la filosofía de las Luces logró desde el siglo XVIII en Europa y que implica la condena de la superstición, la recusación de la intolerancia, la abolición de la censura, el rechazo de la tiranía, la oposición al absolutismo político, el fin de la religión del Estado, la proscripción del pensamiento mágico, la ampliación de la libertad de pensamiento y de expresión, la promulgación de la igualdad de derechos, la consideración de que la ley atañe a la inmanencia contractual, la voluntad de la felicidad social aquí y ahora, y la aspiración a la universalidad del reino de la razón. Otros tantos rechazos claramente expuestos a lo largo de los suras...

 

8

Temáticas fascistas. El ayatolá Jomeini presenta al imán como el Corán ascendente, literalmente, sin juego de palabras. Como tal, dispone de las mismas cualidades que el Papa, a saber, la infalibilidad. Además de guía espiritual, también es guía político. Como en su época el Führer, el Duce, el Caudillo, el Conducator y el Timonero, el dignatario musulmán dicta la ley: lógica performativa. Tiene el monopolio de la lectura correcta del libro sagrado, y sólo él está habilitado para seleccionar citas según su parecer, citas que justifican la teocracia integral.

Pues todo está en el Corán. Leerlo permite encontrar todas las respuestas a todas las preguntas posibles e imaginables. ¿El dinero? ¿El comercio? ¿La ley? ¿La justicia? ¿El derecho? ¿La educación? ¿La soberanía? ¿Las mujeres? ¿El divorcio? ¿La familia? ¿El buen régimen de gobierno? ¿La ecología? ¿La cultura? Nada se le escapa, todo se encuentra en él. Cada uno de los ministerios de gobierno occidental puede hallar material apropiado para conducir su acción. El jefe supremo dispone, pues, de un recurso supremo, el texto sagrado; su palabra se identifica con la ley y el derecho. Teoría del hombre providencial.

A ello hay que agregar la lógica binaria que enfrenta a amigos y enemigos. Guerra sin cuartel, sin consideración, ni delicadeza. Sin necesidad de ser meticuloso para saber con quién o en contra de quién se lucha. En la lógica de la revolución iraní, los enemigos son Estados Unidos, Israel, Occidente, la modernidad y las superpotencias. Nombres múltiples y declinados de la misma entidad: Satanás. El diablo, el demonio, el Príncipe del Mal. El fascismo procede de ese modo: designa al enemigo, lo sataniza al máximo con el propósito de azuzar a las tropas y alistarlas para el combate. Teoría del chivo emisario.

A continuación, como temática compartida por el fascismo y el islamismo, la pretensión de una lógica pospolítica. ¿O sea? Ni derecha, ni izquierda, sino en otra parte, más allá o más arriba, en este caso: del lado de Dios. Así pues, nada que ver con la izquierda marxista, bolchevique, soviética en su momento, atea, materialista, comunista —¡Jomeini incluyó el comunismo de mujeres!—, nada que ver tampoco con la derecha estadounidense, consumista, gozosa, corrompida, mercantilista y capitalista. Ninguno de los dos sistemas tiene razón. Teoría del fin de la política.

Por ende, una lógica trascendente: Dios como resolución de las contradicciones. No obstante, esa síntesis conserva parcialmente los dos tiempos degradados: la izquierda recurre a un discurso de solidaridad con los más pobres y manifiesta en forma verbal una preocupación real y populista, para acabar de modo definitivo con la miseria del mundo; la derecha cuenta con el pequeño capitalismo privado y los bienes raíces. El conjunto dispone de una coherencia consolidada por Alá, responsable de la unión. Teoría del fin de la historia.

Por otra parte, fascismo e islamismo comulgan con una lógica mística. En las antípodas de la razón en la Historia, de encadenamientos racionales de causalidades o de toda dialéctica constructiva, el ayatolá decreta la ley de lo irracional. Lo colectivo requiere el sacrificio de lo individual. La individualidad debe perderse en la totalidad constituida de ese modo. Así recibe de su sacrificio una nueva identidad fusionada: la participación en el cuerpo místico de la sociedad, o sea, de la comunidad, es decir, de Dios. De ahí provendría el devenir (falsamente) divino de lo humano. Teoría del fin de la razón.

Dicha lógica panteísta de la comunidad implica la disolución del yo en la totalidad englobante. La fusión en el éter del cuerpo político justifica el martirio que permite al individuo no morir como tal, individual y subjetivamente, sino, por el contrario, realizar una transmutación de su ser que perdure en la comunidad mística de manera sublimada, puesto que es eterna, ahistórica y transhistórica. Así se justifican los kamikazes musulmanes. Teoría de la escatología existencial.

Asimismo, la teocracia islámica se fundamenta —como todo fascismo— en una lógica hipermoral. Dios gobierna la historia, su plan se inscribe en lo real y su designio se manifiesta en la permanencia. La subjetividad obedece a las órdenes de Alá, que exige la purificación ética del creyente: en consecuencia, el odio al cuerpo, a la carne, a la sexualidad libre, a los deseos, etc. La realización del orden moral como posibilidad de hipóstasis conduce al cielo místico. Y ello significa la condena del lujo, de la homosexualidad, del juego, de la droga, de las discotecas, del alcohol, de la prostitución, del cine, del perfume, de la lotería y otros vicios denunciados por el ayatolá. Teoría del ideal ascético.

Por último, fascismo e islamismo implican una lógica de conscripción. Nada ni nadie puede negarse a la convocatoria, lo que lleva a la movilización general de los engranajes de la maquinaria del Estado en su totalidad. Quedan paralizadas las instituciones, la prensa, las fuerzas armadas, el periodismo, la educación, la magistratura, la policía, los funcionarios, los intelectuales, los artistas, los científicos, los escritores, los oradores —dixit el texto...—, los investigadores... La competencia en el campo profesional pasa a segundo plano. ¿El primer plano? La fe, el fervor, la religiosidad y el celo en la práctica de la religión. Teoría de la militarización de la sociedad.

Todo lo que habitualmente define al fascismo se encuentra en la propuesta teórica y práctica del gobierno islámico: la masa conducida por un líder carismático e inspirado; el mito, lo irracional y la mística ascendidos al rango de motor de la Historia; la ley y el derecho creados por la palabra del líder; la aspiración a abolir el viejo mundo para crear uno nuevo —hombre nuevo, valores nuevos—; el vitalismo de la visión del mundo redoblado por la pasión tanatofílica sin límite; la guerra expansionista vivida como demostración del bienestar de la nación; el odio a las Luces —razón, marxismo, ciencia, materialismo, libros—; el régimen de terror policial; la abolición de la separación entre esfera privada y dominio público; la construcción de una sociedad cerrada; la disolución del individuo en la comunidad; su realización en la pérdida de sí y en el sacrificio salvador; las alabanzas de las virtudes bélicas —virilidad, machismo, fraternidad, camaradería, disciplina, misoginia—; la destrucción de la resistencia; la militarización de la política; la supresión de las libertades individuales; la crítica absoluta de la ideología de los derechos del Hombre; la impregnación ideológica permanente; la escritura de la historia con lemas negadores —antisemitas, antimarxistas, anticapitalistas, antiestadounidenses, antimodernos, antioccidentales—; y la familia promovida al primer eslabón del todo orgánico. Esta serie permite, en cierta medida, la definición del contenido del fascismo, de los fascismos. La teocracia gira siempre alrededor de las variaciones sobreveste tema...

 

9

Fascismo del zorro, fascismo del león. El siglo XXI comienza con la lucha sin cuartel. De un lado, el Occidente judeocristiano liberal, en el sentido económico del término, brutalmente capitalista, salvajemente mercantil, cínicamente consumista, productor de falsos bienes, ignorante de la virtud, visceralmente nihilista, sin fe ni ley, fuerte con los débiles, débil con los fuertes, astuto y maquiavélico con todos, fascinado por el dinero, las ganancias, de rodillas ante el oro proveedor de todos los poderes, generador de dominaciones —cuerpos y almas entremezclados—. Según este orden, la libertad para todos es, de hecho, la libertad sólo para unos pocos, muy pocos, en tanto los demás, la mayoría, se hunden en la miseria, la pobreza y la humillación.

Del otro lado, el mundo musulmán, piadoso, fanático, brutal, intolerante, violento, imperioso y conquistador. El fascismo del zorro contra el fascismo del león: uno de los mundos crea víctimas posmodernas con armas inéditas y el otro recurre a un hiperterrorismo de cúters, de aviones secuestrados y cinturones con explosivos artesanales. Los dos campos reivindican a Dios para sí, y cada uno practica las ordalías de los primitivos. El eje del bien contra el eje del mal, con las caras siempre invertidas...

Esta guerra involucra a las religiones monoteístas. De un lado, judíos y cristianos, los nuevos cruzados; del otro, los musulmanes, sarracenos posmodernos. ¿Es necesario tomar partido? ¿Optar por el cinismo de unos con el pretexto de combatir la barbarie de los otros? ¿Debemos en verdad comprometernos con este o aquel sistema, si consideramos las dos versiones del mundo como callejones sin salida? Al incorporar no hace mucho el maniqueísmo y aceptar el encierro de esa trampa, Michel Foucault acogió favorablemente la perspectiva de una política espiritual de la revolución iraní porque ofrecía una alternativa a lo que él llamaba los "sistemas planetarios" —en 1978 aún no se hablaba de mundialización—. Por otra parte, Foucault señalaba ya entonces que la cuestión del islam político era fundamental para esa época, pero también para los años venideros. Para que así conste.

 

10

Contra la religión de los laicos. En aquel panorama devastado de un Occidente en situación desesperada, a veces parecía que la lucha de algunos laicos estaba contaminada de la ideología del adversario: muchos militantes de la causa parecían confundirse con los beatos. Peor aún: con caricaturas de beatos. Por desgracia, el librepensamiento contemporáneo huele a menudo a incienso y se perfuma descaradamente con agua bendita. Como pastores de una Iglesia de fanáticos ateos, los actores de ese movimiento considerable desde el punto de vista histórico han perdido, por lo que parece, el tren de la posmodernidad. Hoy no se combate el monoteísmo con las armas de la República de Gambetta.3

Sin duda, la lucha librepensadora ha tenido gran influencia en la conformación de la modernidad: deconstrucción de las fábulas cristianas, desculpabilización de las conciencias, laicización del juramento jurídico, de la educación, de la salud y de las fuerzas armadas, lucha contra la teocracia en provecho de la democracia, en particular, bajo la forma republicana, y la separación de la Iglesia y el Estado, como su mayor victoria.

Sin embargo, los catecismos laicos, las ceremonias civiles —bautismos, comuniones (!)—, las festividades de la juventud,

3 Hace alusión a Léon Gambetta (1838-1882), estadista francés y ferviente defensor de la democracia moderna y de la separación de la Iglesia y el Estado. Se opuso al clericalismo y acuñó la frase le cléricalisme, voila l'ennemi ("el clericalismo es el enemigo"). (TV. de la T.) la lucha contra el repique de campanas en los pueblos, el deseo de un nuevo calendario, la iconoclasia, la lucha contra la sotana, huelen demasiado a las prácticas del hereje cristiano... La descristianización no pasa por ligerezas y frivolidades, sino por el trabajo sobre la episteme de una época y por la educación de las conciencias con respecto a la razón. Pues el episodio revolucionario de la descristianización no tarda en producir un culto del Ser supremo y otras festividades igualmente ridículas y poco oportunas del clericalismo.

Pensemos en términos dialécticos: los excesos se explican y se justifican por la violencia de la lucha de la época, la tenacidad de los adversarios que disponen de plenos poderes sobre los cuerpos, las almas y las conciencias, y la confiscación por parte de los cristianos de la totalidad de los mecanismos de la sociedad civil, política y militar. Cuando los librepensadores estigmatizan a sus enemigos tratándolos de piojos y ladillas —parasitismo—, de arañas y serpientes —perfidia—, de cerdos y de cabrones —suciedad, mal olor, obscenidad—, lechuzas y murciélagos —oscuridad, oscurantismo—, buitres —¡gusto por la carroña!— y cuervos —maldad—, los clericales responden: simio —¡Darwin!—, cerdo —el incansable puerco epicúreo...—, perro —el ladrador que copula en público y que Diógenes tanto apreciaba—... El folklore gana en picardía, pero el debate pierde en calidad...

 

11

Fundamento y forma de la ética. El laicismo militante se basa en la ética judeocristiana, y se contenta a menudo con plagiarla. Con frecuencia, Immanuel Kant, en La religión dentro de los límites de la razón, le provee al pensamiento laico un breviario: las virtudes evangélicas, los principios del decálogo y las apelaciones testamentarias se benefician con una nueva presentación. Conservación del fundamento, cambio de forma. La laicización de la moral judeocristiana proviene a menudo de la reescritura inmanente de un discurso trascendente. Lo que viene del Cielo no es abolido, sino readaptado a la Tierra. El cura y el soldado de la República luchan entre sí, pero, finalmente, militan a favor de un mundo semejante en lo esencial.

Los manuales de moral en las escuelas republicanas enseñan la superioridad de la familia, las virtudes del trabajo, la necesidad de respetar a los padres, de honrar a los ancianos, lo bien fundado del nacionalismo, las obligaciones patrióticas, la desconfianza con respecto a la carne, el cuerpo y las pasiones, las bondades del trabajo manual, la sumisión al poder político y los deberes para con los pobres. ¿Qué podría objetar el cura del pueblo? Trabajo, Familia, Patria, santa trinidad laica y cristiana.

El pensamiento laico no es un pensamiento descristianizado, sino cristiano inmanente. Con un lenguaje racional, en el registro desfasado del término, la quintaesencia de la ética judeocristiana perdura. Dios sale del Cielo para bajar a la Tierra. No muere, no lo matan, lo consumen y lo introducen en el campo de la pura inmanencia. Jesús es el héroe de dos visiones del mundo: sólo se le pide que guarde la aureola y que evite los signos de ostentación...

De allí resulta una definición relativista de la laicidad: mientras la episteme siga siendo judeocristiana, se hace como si la religión no impregnara ni penetrara en las conciencias, los cuerpos y las almas. Hablamos, pensamos, vivimos, actuamos, soñamos, imaginamos, comemos, sufrimos, dormimos y concebimos en judeocristiano, moldeados por dos mil años de formateado de monoteísmo bíblico. Desde entonces, la laicidad hace grandes esfuerzos por permitir que cada cual piense lo que quiera, que elija a su propio dios, siempre y cuando no lo haga en público. Pero, públicamente, la religión laicizada de Cristo lleva la batuta...

En la República francesa contemporánea no existe objeción en este caso para afirmar la igualdad del judío, del cristiano, del musulmán, también del budista, sintoísta, animista, politeísta o del agnóstico y del ateo. Bien podría causar la impresión de que es así, mientras se viva en el fuero interno y en la intimidad de la conciencia, puesto que en el exterior, en el registro de la vida pública, los marcos de referencia, las formas, las fuerzas, es decir, lo esencial —ética, política, bioética, derecho, política—, siguen siendo judeocristianos.

 

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Por un laicismo poscristiano. Vayamos más allá de la laicidad, que aún está demasiado impregnada de lo que pretende combatir. Bravo por lo que fue, felicitaciones por sus batallas del pasado y un brindis por lo que le debemos. Pero avancemos de manera dialéctica. Las luchas de hoy y de mañana necesitan nuevas armas, mejor forjadas, más eficaces; precisan instrumentos de la época. Un esfuerzo más, pues, para descristianizar la ética, la política y todo lo demás. Pero también la laicidad, que obtendrá grandes ventajas al emanciparse aun más de la metafísica judeocristiana, lo que le podrá servir realmente en las guerras del futuro.

Pues al equiparar todas las religiones y su negación, como propone la laicidad que hoy triunfa, avalamos el relativismo: igualdad entre el pensamiento mágico y el pensamiento racional, entre la fábula, el mito y el discurso argumentado, entre el discurso taumatúrgico y el pensamiento científico, entre la Tora y el Discurso del método, el Nuevo Testamento y la Crítica de la razón pura, el Corán y la Genealogía de la moral. Moisés equivale a Descartes; Jesús, a Kant; y Mahoma, a Nietzsche...

¿Igualdad entre el creyente judío persuadido de que Dios se dirige a sus antepasados para confiarles su elección y, para hacerlo, divide el mar, detiene el Sol, etc., y el filósofo que procede conforme al principio del método hipotético-deductivo? ¿Igualdad entre el fiel convencido de que su héroe nacido de una virgen, crucificado bajo Poncio Pilatos, resucitado al tercer día, pasa días tranquilos desde entonces sentado a la diestra de Dios padre y el pensador que deconstruye la fabricación de la creencia, la elaboración de un mito y la invención de una fábula? ¿Igualdad entre el musulmán persuadido de que beber vino y comer una chuleta de cerdo le impiden la entrada al Paraíso, mientras que el asesinato de un infiel le abre las puertas del Cielo de par en par y el analista minucioso que, siguiendo el principio positivista y empírico, demuestra que la creencia monoteísta tiene el mismo valor que la del animista dogon que está convencido de que el espíritu de sus antepasados retorna en la forma de un zorro? Si es así, entonces dejemos de pensar...

Ese relativismo es perjudicial. De ahora en adelante, con el pretexto de la laicidad, todos los discursos son equivalentes: el error y la verdad, lo falso y lo verdadero, lo fantástico y lo serio. El mito y la fábula pesan tanto como la razón. La magia vale tanto como la ciencia. El sueño, tanto como la realidad. Ahora bien, todos los discursos no son equiparables: los de la neurosis, la histeria y el misticismo provienen de otro mundo que el del positivista. Así como no debemos darles la misma ventaja al verdugo y a la víctima, al bien y al mal, no debemos tolerar la neutralidad ni la condescendencia abierta con respecto a todos los regímenes de discurso, incluso los del pensamiento mágico. ¿Es necesario ser neutrales? ¿Debemos seguir siendo neutrales? ¿Contamos todavía con los medios para darnos ese lujo? No lo creo...                    

A la hora que se anuncia la última batalla —ya perdida...— para defender los valores de las Luces contra las propuestas mágicas, es necesario promover una laicidad poscristiana, o sea, atea, militante y radicalmente opuesta a cualquier elección o toma de posición entre el judeocristianismo occidental y el islam que lo combate. Ni la Biblia ni el Corán. Entre los rabinos, sacerdotes, imanes, ayatolás y otros mulás, insisto en anteponer al filósofo. Entre todas esas teologías de abracadabra, prefiero recurrir a los pensamientos alternativos a la historiografía filosófica dominante: las personas con humor, los materialistas, radicales, cínicos, hedonistas, ateos, sensualistas y voluptuosos. Pues ellos saben que sólo existe un mundo y que toda promoción de los mundos subyacentes lleva a la pérdida del uso y beneficio del único que hay. Pecado realmente mortal...

 

Bibliografía

Ateísmo

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Pobreza atea. La bibliografía sobre la cuestión atea es indigente. Escasa en relación con las publicaciones dedicadas a las religiones —¿quién ha visto alguna vez una sección de ateísmo en las librerías?, aun cuando todas las variaciones sobre el tema religioso dispongan de subsecciones—, y además de mala calidad. Como si los autores sobre ese tema trabajasen para beneficio de los deícolas. Henri Arvon abre el fuego en la colección "Que sais-je?", con L'athéisme, en 1967: la mitad de este librito está dedicada al ateísmo de Demócrito, Epicuro, Lucrecio, La Mothe Le Vayer, Gassendi, Pierre Bayle, Thomas Hobbes, John Locke, Hume y otros que nunca negaron la existencia de Dios o de los dioses... El mismo comentario sobre Hegel —¡ateo!—. Trata a Stirner en un capítulo consagrado al ateísmo nietzscheano, pese a que su único libro, L'Unique et sa propriété, data del año del nacimiento de Nietzsche: ¡he ahí un nietzscheano precoz! Otra metida de pata: la ausencia de Freud, autor, sin embargo, de El porvenir de una ilusión, que desarticula del todo la religión y forma parte del linaje de los grandes textos deconstructores de la religión. Henri Arvon, historiador del anarquismo, terminó sus días convertido al libertarismo —un ultraliberalismo que, en su tiempo, encantaba a Ronald Reagan...

Encontramos los mismos defectos o casi los mismos en la monumental Histoire de l'athéisme de Georges Minois, Fayard, 1998, 671 páginas, sólo dos de ellas dedicadas a Freud. Además del uso abusivo del epíteto para calificar a los politeístas, deístas, cristianos heterodoxos —¡Epicuro, Rabelais, Hobbes, junto a Sade, Nietzsche y Sartre!—, la introducción en la que el autor intenta pensar el ateísmo merece pasarse por alto, y el resto del libro sólo vale por las fichas yuxtapuestas, a partir de las cuales podemos tener una idea de las posibles lecturas. La obra debe tomarse como una colección de fichas para clasificar...

 

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Dios ha muerto, ¿ah, sí? Para verificar las condiciones del asesinato, Nietzsche, evidentemente, y el famoso párrafo 125 —"El insensato"— de La gaya ciencia. Léase igualmente Ecce homo y El Anticristo. Para retomar este tema de últimos cursos de bachillerato —"Dios ha muerto, entonces todo está permitido"—, véase Dostoievski, Los hermanos Karamasov.

A falta de una buena historia del ateísmo, aún no escrita, pueden leerse dos tratados filosóficos sobre el tema: en primer lugar, Jacques-J. Natanson, La mort de Dieu. Essai sur l'athéisme moderne, PUF, 1975- El autor realiza una lectura clara e inteligente de las cuestiones relacionadas con el ateísmo, combinando información, análisis y comentario. Ocho páginas de bibliografía. Luego, con el mismo espíritu, Dominique Folschied, L'esprit de l'athéisme et son destín, LaTable Ronde, 1991. El autor hace un concienzudo análisis de Nietzsche y Dostoievski.

 

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Sobre la antifilosofía y sus opositores. La noción es aclarada en la única obra, me parece, dedicada a ese tema: Didier Masseau, Les ennemies des philosophes. L'antiphilosophie au temps des Lumiéres, Albin Michel. Jesuitas, jansenistas, apologistas, católicos, manifiestan en pleno siglo XVIII su odio a los filósofos —Rousseau, Voltaire, Diderot— y a la filosofía. La historiografía ha pulido este siglo para convertirlo en el de la Ilustración solamente, olvidando que existía de un lado la tradición cristiana, vengativa, militante y polémica, y del otro, los que yo llamaría los ultras de la filosofía —los ateos—, La Mettrie, d'Holbach, Helvetius, que los valores afianzados criticaban y combatían en nombre del deísmo... Veintisiete páginas de excelente bibliografía.

La Doctrine curieuse de Garasse es el primero en tratar el tema en el siglo anterior. Para comprobar que Vanini nunca fue ateo, sino más bien panteísta y cristiano, cf. CEuvres philosophiques, Adolphe Delahays, 1856, nunca reeditado en francés desde entonces... Trad. de X. Rousselot. Véase, igualmente, Emile Namer, La vie et l'ceuvre dej. C. Vanini, Yún, 1980.

Para acompañar a la antifilosofía, cf. la compilación de textos realizada bajo la dirección de Patrick Graille y Mladen Kozul, Discours antireligieux frangais du dix-huitiéme siecle, Du curé Meslier au marquis de Sade, L'Harmattan, Les Presses de l'Université de Laval, 2003: una magnífica antología con reseñas de presentación indispensables. Un remedio para los enemigos de la filosofía de hoy y de siempre...

El casi primer ateo —Cristovao Ferreira— escribió La super-cherie dévoilée. El texto de unas treinta páginas ha sido presentado, laboriosamente, por Jacques Proust, un universitario lo suficientemente pretencioso como para incluir su nombre en la portada de la obra que tradujo con una tal Mariana del mismo.apellido, de modo que aparenta ser el autor del libro, en el que no aparece el nombre de Ferreira en ninguna parte... ¡Honesto, elegante! Subtítulo del libro: Une réfutation du catholicisme au Japón au XVHe siecle. En vez de au Japón ("del Japón"), dans\(e Japtn ("en el Japón"), hubiese permitido pasar un poco por alto la pluma universitaria, pero bueno... Publicado por Chandeigne. La bibliografía contiene, evidentemente, todos los artículos del endiablado tándem...

 

4

Callos burgueses y tripas católicas. Es conocida la célebre frase del abad Meslier, en la que deseaba que todos los nobles fuesen ahorcados con las tripas de los curas... La frase se encuentra en las CEuvres, de Jean Meslier, tres volúmenes, ed. Anthropos, 1970. Para quienes no se animen ante las dos mil páginas, hay un compendio bien hecho bajo el título Mémoire, Exils, 2000. El ineludible trabajo, probablemente insuperable, de Maurice Dommanget, Le curé Meslier. Athée, communiste et révolutionnaire sous Lous XLV, Juillard, 1965, hace un resumen de todo lo que hay que saber sobre la obra de un auténtico filósofo, evidentemente descartado por la historiografía clásica, pues incluye todo lo que puede desagradar: su odio a Dios, al cristianismo, al idealismo, al ideal ascético, y su elogio de la libertad, el hedonismo y la vida mundana. Para los amantes de los resúmenes, véase Marc Bredel, Jean Meslier l'enragé. Prétre athée et révolutionnaire sous Louis XIV, Ballano, 1983. El plagio casi íntegro del subtítulo de Dommanget expresa, sin duda, lo que el segundo le debe al primero...

Del mismo excelente Dommanget, véase la biografía intelectual crítica, Sylvain Maréchal. "L'homme sans Dieu". Vie et ceuvre du Manifesté des égaux, y también el Dictionnaire des athées, Spartacus, 1950. Hay allí un resumen insuperable sobre un pensador que ha desaparecido, también él, de la circulación intelectual contemporánea.

 

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Los compinches de d'Holbach. ¡Divino d'Holbach! Gracias a la feliz determinación de Jean-Pierre Jackson —que hace excelentes trabajos de editor en todo lo que toca...—, disponemos de una edición de sus CEuvres philosophiques. Ediciones Alive ha publicado tres volúmenes monumentales: Le christianisme dévoilé, La contagión sacréey la Théologie portative, en el tomo 1; el Essai sur les pré-jugés, le Systeme de la Nature, y la increíble Histoire critique de Jésus-Christ, en el tomo 2; y, en el tomo 3, el Tableau de saints, Le bon sens, la Politique naturelle y la Ethocratie, ¡indispensables para los cursos de enseñanza del ateísmo! La pasión atea de este filósofo es considerable. Pulveriza los melindres deístas de Rousseau, las comedias anticlericales de Voltaire, defensor de la religión para el pueblo, y las dudas de Diderot sobre Dios.

Una selección de textos en un volumen inhallable, por Rene Hubert, D'Holbach et ses antis, André Depeuc, editor, en una colección anticristiana que editaron también Gourmont y Jules de Gaultier sobre Nietzsche. Luego, de Pierre Naville, D'Holbach et la philosophie scientifique au XVIIf siécle, Gallimard, 1967. La reedición de algunas obras del filósofo en la excelente colección Corpus de Fayard ha permitido realizar una recopilación de contribuciones de la revista Corpus sobre d'Holbach.

 

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El hidroterapeuta neumático. La ausencia de la obra de Feuer-bach en el mercado filosófico es igualmente escandalosa. Aparte de la captación de herencia y recuperación de Louis Althusser, traductor de Manifestes philosophiques. Textes choisis (1839-1845), PUF, luego 10/18 en 1960, o las de su epígono Jean-Pierre Osier, a quien le debemos la versión francesa de L'essence du christianisme, Maspero, 1982, no encontramos otras cosas, con la excepción de la traducción de J. Roy, fechada en 1865, de un volumen titulado La religión, de L'essence de la religión (1845), Mort et immortalité (1830), Pensées diverses y Remarques, Vrin, 1987. Recientemente, Pensées sur la mort et l'immortalité, Cerf, trad. de Ch. Berner, 1991.

Sobre Feuerbach, no hay mucho: de Henri Arvon —el autor del pésimo librito de la colección "Que sais-je?" sobre el ateísmo...—, Ludwig Feuerbach ou la transformation du sacre, PUF, 1957, y más sintéticamente, con una selección de textos, del mismo autor, Feuerbach, PUF, 1964. Alexis Philonenko ha escrito un resumen sobre La Jeunesse de Feuerbach (1828-1841). Introduction a ses pensées fundamentales, Vrin, 1990; apreciaríamos el mismo trabajo titánico sobre los treinta últimos años del filósofo... Jean Salem nos introduce brevemente en esa etapa de la vida del filósofo, en Une lecture frivole des écritures. "L'Essence du christianisme" de Ludwig Feuerbach, Enere Marine, 2003.

 

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Sobre una episteme judeocristiana. Foucault perfecciona la noción de episteme en Las palabras y las cosas en 1966. En Dits et écrits, tomo II, afirma: "Los fenómenos de relación entre las ciencias o entre los diferentes discursos científicos son los que constituyen lo que yo llamo la episteme de una época". Resulta obvio que sólo se puede captar el detalle de una episteme en términos arqueológicos, en un campo muy improbable. Al hablar de un cuerpo cristiano en Féeries anatomiques, propuse una vía para abordar la cuestión de la episteme a partir del cuerpo occidental. Sobre este tema, véanse Nicolás Martin y Antoine Spire, Dieu aime-t-il les malades? Les religions monothéistes face a la maladie, Anne Carriére, 2004, para comprobar la considerable impregnación de la ideología judeocristiana en los temas de la salud, la enfermedad y, por desgracia, la bioética. Los detalles de la posición cristiana sobre la salud pueden encontrarse en Charte des personnels de la santé, cuyo autor es el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Servicios de Salud y el editor, la Ciudad del Vaticano, 1995; resulta deprimente comprobar cqmo nuestra bioética retrocede, incluso regresiona, debido a las posiciones retrógradas de la Iglesia, defendidas por laicos empapados en agua bendita...

Sobre el derecho y su formateo judeocristiano, establecí mi posición en "Pour en finir avec le jugement des hommes", en L'archipel des cometes, Grasset.

 

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¡Ateísmo cristiano! André Comte-Sponville no rechaza mi fórmula pero prefiere "ateo fiel". Explica lo que entiende por eso en A-t-on encore besoin d'une religión?, Les Editions de l'Atelier, 2003. "Soy ateo puesto que no creo en ningún dios, pero fiel porque me reconozco como parte de determinada tradición, de determinada historia y de sus valores judeocristianos (o greco-judeocristianos), que son los nuestros", p. 58. Asimismo, Luc Ferry rechaza la posición atea y opta por la agnóstica, más prudente en todo. Véase L'homme-Dieu, Grasset. Este tropismo cristiano más claramente asumido se encuentra, en la filosofía contemporánea, en Michel Henry y Giovanni Vattimo. El primero aborda el cristianismo como fenomenólogo, en Incarnation, Seuil, 2000, Paroles du Christ, Seuil, 2004, y C'est moi la vérité. Pour une philosophie du christianisme, Seuil, 1996. El segundo, como hermeneuta... Véase Espérer croire, Seuil, 1998 y Aprés la chrétienté, Calmann-Lévy, 2004. O cómo tirar la Biblia al agua lustral de El ser y el tiempo para obtener una solución —en el sentido químico— milagrosa...

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Permanencia de la escolástica. Aunque no son ateos, sino francamente cristianos, vale la pena leer tanto a Jean-Luc Marión, Dieu sans l'étre, PUF, 2002, como a Rene Girard, Je vois Satán tom-ber comme l'éclair..., Grasset, 1999. Luego, dentro de la tradición judía atravesada de filosofía rusa, italiana, española, francesa, pero sobre todo no alemana, léase a Vladimir Jankélévitch, Traite des ver-tus, mil quinientas páginas en varios volúmenes: Le sérieux de l'in-tention, Les vertus et l'amour, L'innocence et la méchamete. De la misma tradición, pero esta vez mezclada con la fenomenología heideggeriana, Emmanuel Levinas, Autrement qu'étre ou au-delá de l'essence, Nijhoff, 1974. De donde surge que más vale el amor que la guerra, el coraje que la cobardía, el perdón que el rencor, el Otro que Uno mismo. Perfecto en teoría.

 

Monoteísmos

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El precio de los libros únicos. Teóricamente, los tres monoteísmos se presentan como la única religión del libro único, pero de hecho estos libros únicos son numerosos... La prestigiosa biblioteca de La Pléiade de Gallimard ha tomado una extraña decisión: edita esas obras en una encuademación gris ratón mientras que publica los texto antiguos en verde... ¿Por qué no encuaderna en el mismo color que las obras de Homero, Platón y Agustín, la Biblia, el Corán, los Ecrits intertestamentaires o los Ecrits apocryphes chrétiensí Porque son exclusivamente textos históricos...

He utilizado la Biblia de Émile Osty y Joseph Trinquet, de Seuil. Con respecto a la edición en tres volúmenes de La Pléiade, aquélla tiene el mérito de intercalar títulos en el texto, lo que facilita las referencias. En cambio, el sistema de notas y llamadas no tiene verdadera utilidad... El Corán es el de La Pléiade, traducción de D. Masson, en versión algo islamófila. El sistema de notas merece revisión, por las mismas razones...

Acerca de la historicidad de la Biblia: Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman, La Bible dévoilée, Gallimard, proporcionan información histórica sobre el taller de confección mitológica que fue ese libro. Otras obras básicas: Le Pentateuque, traducción ecuménica, Cerf, Société Biblique Francaise. Y el Talmud. Traite Pessahim, traducido por Israel Salzer, Gallimard, Folio. Hace falta una auténtica edición crítica y atea de todos estos libros.

No es pérdida de tiempo tampoco leer el Catéchisme de l'Egli-se catholique, Mame et Plon... ¡Persistencia y permanencia de las mitologías heredadas de los tiempos antiguos de hace más de mil años! Para quienes quieran familiarizarse con la angeología, una vista completa de aquel mundo caduco, véase a Seudo-Denys, el Aeropagita, CEuvres completes, trad. de Maurice de Gandillac, Aubier. Y, síntesis magistral, Les anges, de Philippe Faure, Cerf, Fides. Sobre los lugares donde habitan: Soubhi el-Saleh, La vie future selon le Coran, Vrin.

 

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Libros sobre los libros únicos. Las librerías y bibliotecas rebosan de libros religiosos. Su abundancia es sólo comparable a la ausencia de obras dedicadas al ateísmo. Los tiempos pasan, esas secciones se multiplican en las librerías, no lejos de las que elogian la New Age, la autoayuda, la astrología, el budismo, el tarot y otras manifestaciones de lo irracional (léase al pasar la obra de Adorno sobre los horóscopos, Des étoiles a la terre, trad. Gilíes Berton, Exils, en la que varios análisis ayudan a comprender la creencia religiosa).

Los diccionarios son de gran interés. Véase el Dictionnaire de monothéismes, bajo la dirección de Jacques Potin y Valentine Zubert, Bayar: tres partes, judaismo, cristianismo e islam, entradas en orden alfabético, índice general y otro al final de cada entrada alfabética que resume los tres tiempos: se dispone así de información mínima de un concepto. Le Dictionnaire de l'Islam. Religión et civilisation, Encyclopaedia Universalis, Albin Michel, es notable. Malek Chebel logra, en su Dictionnaire des symboles musulmans, Albin Michel, su mejor obra, por cierto, y la menos parcial. Referencias útiles a los suras, bibliografía y correlatos útiles.

La lectura del Talmud es en extremo pesada. Los lectores que no se animen a encararla pueden leer los libros de Adin Steinsaltz, Introduction au Talmud, Albin Michel, y A. Cohén, Le Talmud, trad. de J. Marty, Petite Bibliothéque Payot. Excelentes síntesis históricas en el primero y temática en el segundo, con abundantes citas. Pero es esencial leer el texto del Talmud, por el contenido y las ideas, sin duda, pero también para captar la economía de una lógica, una dialéctica y un pensamiento.

Sobre el islam, preferimos a Rohdy Alili, Qu'est-ce que l'Islami, La Découverte, en el Dictionnaire amourex de l'Islam de Mark Chebel, Plon, parcial y fragmentario: el islam, religión de paz y amor (!), que tolera el vino ("no se intentó nunca suprimir radicalmente el vino, sino solamente disuadir a los buenos creyentes", p. 617), singular paradoja a la que se llega pues las entradas de este diccionario verdaderamente amoroso evitan: Guerra, Razia, Combates, Conquistas, Antisemitismo —lo que ha constituido, no obstante, lo esencial de la vida del Profeta y del Islam a través de los siglos—, pero, en cambio, hay un texto sobre las Cruzadas. Igual observación sobre la ausencia de entradas para Judíos, Antisemitismo... "En cuanto a la sexualidad, se puede leer, felizmente: "El islam ha liberado el sexo y ha hecho de él una ocasión de extrema sociabilidad", p. 561. Preguntaremos a las mujeres que padecen la charia qué piensan de ello, porque Malek Chebel, véase el artículo Mujer, cree que el maltrato a las mujeres se debe a gobiernos retrógrados, políticas incompetentes, pero nunca al texto mismo del Corán...

 

3

El antídoto para las imposturas monoteístas. Léase a Raoul Vaneigem: De l'inhumanité de la religión, Denoél. También su prefacio a L'art de ne croire en rien, seguido del Livre des trois imposteurs, Payot-Rivages. Los tres impostores son Moisés, Jesús y Mahoma... Véase igualmente el importante libro, muy minucioso, con conclusiones sorprendentes —los judíos, "ese pueblo mental (como se habla de arte conceptual) es una creación verbal", p. 118—, de Jean Soler, Aux origines de Dieu unique. L'invention du monothéisme, ed. de Fallois, 2002; donde el autor muestra cómo los hebreos pasaron del politeísmo al monoteísmo para asegurar su existencia onto-lógica a partir de un libro único. Pero también cómo su mensaje de amor sólo concierne a sus semejantes —"¿Dios de todos, o Dios de los judíos?", pp. 184-186—, y no a su prójimo. Desarrolla este último punto en La loi de Moise, el mismo editor, 2003, pp. 66-74 y 106-111, libro que también muestra, capítulo 1, el alcance limitado del imperativo que se pretende universal: "No matarás". (Mi agradecimiento a Jean Soler por sus valiosos consejos de relectura de mi manuscrito.)

 

4

Prepucios, refinamientos y bibliotecas. El mismo Malek Chebel ha publicado la Histoire de la circoncision des origines a nos jours, Le Nadir, Balland. En la introducción, p. 11, escribe: "Los datos de este libro son exactos y no obedecen a ningún proseli-tismo". La dedicatoria de este libro, p. 7, precisa la naturaleza de esa objetividad: "Este libro está dedicado a los 'cirujanos de la luz': los circuncidadores". Y, p. 30, siempre neutral, después de algunos desarrollos y consideraciones psicológicas —porque Malek Chebel se llama a sí mismo psicoanalista...—, concluye: "¿Se puede verdaderamente considerar la ablación de una piel tan fina como un acto 'traumático' y afortiori traumatológico?". Regresa, Sigmund...

Sobre la circuncisión, preferimos los análisis basados en el método utilitarista y pragmático anglosajón —en el mejor sentido de esas palabras—, de Margaret Sommerville, Le canari éthique. Science, société et esprit humain, ediciones Liber, en especial, el capítulo 8, titulado: "Intervenir en el cuerpo del niño pequeño. Los desafíos éticos de la circuncisión", pp. 201-216. Estas páginas cambiaron mi opinión sobre este tema anterior a su lectura, y luego reforzaron definitivamente mi convicción. Véase también Moisés Maimónides, La guía de los descarriados. Tratado de teología y filosofía.

El mismo Malek Chebel, para retornar a él, ha publicado un libro con un bello título: Traite du rajfinement, Payot, en el que alaba el refinamiento como arte musulmán, cuando, en realidad, éste proviene de la civilización árabe preislámica. El hecho de que algunas cortes hayan insistido en elogiar —Bagdad, Córdoba, o Zagreb, en Egipto—, más allá de las enseñanzas del Corán, los perfumes, las joyas, las piedras preciosas, el vino (¡incluso!), el lujo, la gastronomía, la homosexualidad, no permite deducir la conversión del islam al hedonismo. Sería equivalente a juzgar la naturaleza del marxismo-leninismo únicamente desde la vida cotidiana de los jerarcas del Kremlin durante los años del régimen de Stalin...

Para medir la extensión de la liberalidad hedonista del islam (léase, para sentir escalofríos en todo el cuerpo, a Abd Alá b.' Abd al-Ramán al-Watbán, Jalons sur le chemin de la chasteté, seguido del texto de Abd al'Aziz b'.' Abd Alá b. Baz, Les dangers de la mixité dans le domaine du travail, ed. al-Hadith) y su tolerancia por los libros que no son el Corán, ni religiosos, se lee con placer a Lucien X. Polastron, Livres en feu, Denoél. Incluye también desarrollos sobre la afición cristiana por los autos de fe, desde el origen del Estado totalitario cristiano (siglo IV) hasta el Index, nunca abolido... Los judíos padecieron las quemas de libros durante toda su existencia y nunca realizaron ninguna. Admirable síntesis en Anne-Marie Delcambre, L'islam des interdits. Desclée de Brouwer, 2003; le debemos también una excelente biografía del Profeta, Mahomet, en la misma editorial, 2003.

Sobre las relaciones entre el Vaticano y la inteligencia —o sea, los libros...—, véase Georges Minois, L'Église et la science. Histoire d'un malentendu, Fayard, factual en extremo, se pierde en los detalles (dos volúmenes; con uno hubiera bastado...), sin ninguna teorización ni conceptualización. A este respecto, léase Jean Steiman, Richard Simón. Les origines de Vexégese biblique, ediciones d'Aujourdi. Richard Simón (siglo XVIl) introduce la inteligencia en la lectura de textos llamados sagrados y la aplica a Bossuet, el Oratorio, Port-Royale, los benedictinos, los jesuitas, la Sorbonne, los protestantes. Muy buenas razones para hacer de él un héroe... Véase también Jean Rocchi, L'irréductible. Giordano Bruno face a l'Inquisition, con un prólogo muy vivificante de Marc Silbernstein, el dinámico propulsor de las ediciones materialistas militantes... Syllepse.

 

Cristianismo

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La carne del ectoplasma. Obviamente hay miles de historias de Jesús... Pero las que niegan su existencia histórica y reducen esta figura a la materialización de una ficción se cuentan con los dedos de la mano. Por cierto... La más famosa es la de Prosper Alfaric, A l'école de la raison. Etudes sur les origines chrétiennes, Publications de l'Union rationaliste. Véanse en particular las pp. 97-200, "El problema de Jesús. ¿Existió Jesús?". Respuesta: No... Hoy, Raoul Vaneigem defiende esta posición de la que se hace cargo en La résistance au christianisme. Les hérésies des origines au XVllf siécle, Fayard. Habla, lúcidamente, en la p. 104, de "la fábula católica y romana de un Jesús histórico". Más claro...

Otros creen en su existencia histórica, por cierto, pero señalan en voluminosas obras millares de inverosimilitudes, incertidumbres, probabilidades y antífrasis en la Biblia, y reconocen tantas imposibilidades para llegar a conclusiones firmes que nos preguntamos qué les impide pasarse al campo de los negadores... ¿La prudencia? ¿La incapacidad de hacerse cargo de esa iconoclasia mayor?

¿La imposibilidad de superar su formación intelectual, puesto que se trata a menudo de antiguos seminaristas o de individuos con sólidos estudios teológicos? Puesto que sólo hay una separación muy delgada entre sus conclusiones y las de los ultrarracionalistas.

Véanse Charles Guignebert, Jésus, La Renaissance du livre, 1933, y Le Christ, mismo editor, 1943, a los que les debo algunos de los ejemplos utilizados por mí para destacar las incongruencias del Nuevo Testamento —titulus, idioma de Pilatos, etc.—. Gérard Mordillat y Jéróme Prieur han llevado a cabo una síntesis de este trabajo, completada con algunos raros trabajos recientes, en Corpus Christi. Enquéte sur l'écriture des Evangiles, cinco pequeños volúmenes publicados por la editorial Mille et Une Nuits, en 1997: Crucifixión, Procés, Roi des Juifs, Páque, Resurrection y Christos. El trabajo ha sido utilizado en una serie de doce films difundidos por Arte, cadena televisiva cultural francesa. De Jéróme Prieur, Jésus illustre et inconnu, Desclée de Brouwer, 2001, y de Gérard Mordillat, Jésus contre Jésus, Seuil.

 

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El aborto de Dios. Fue él quien lo dijo... San Pablo... en la primera Epístola a los Corintios (15: 8). Para todos los textos de Pablo o sobre él, las Epístolas, Hechos, etc., la Biblia. Bibliografía abundante y no siempre parcial. Las ediciones Fayard son consideradas serias... Cómo entender la obra completa cuando leemos bajo la pluma de Francoise Baslez, Saint Paul, 1991, este detalle en el capítulo dedicado a la conversión en el camino de Damasco, p. 81, "no hará nunca la menor alusión a una posible ceguera", y cuando leemos en los Hechos de los Apóstoles (9:8), "aunque tenía abiertos los ojos, no veía nada", y así durante tres días...

En su estilo televisual —se lo oye al leerlo...—, Alain Decaux es el autor de L'avorton de Dieu. Une vie de saint Paul, Desclée de Brouwer, Perrin, 2003. El historiador no oculta su empatia católica, pero realiza un trabajo honesto de compilación, en especial, sobre las enfermedades atribuidas al tarsiota, p. 101. Útil, porque evita las lecturas necesarias por cuenta propia... No hay crítica, ni dudas, ni interpretaciones, pero es un trabajo introductorio.

Alain Badiou, filósofo, matemático, lacaniano, novelista y dramaturgo, militante de extrema izquierda, expresa en su Saint Paul. La fondation de l'universalisme, PUF, 1997, su interés —es comprensible. ..— por el fundador de la religión y creador del Imperio. Lástima que considere únicamente a Pablo, sin integrar en su reflexión la contribución de Constantino para posibilitar la Iglesia universal. El ectoplasma necesita al histérico para encarnarse, pero fue el dictador el que llevó a cabo la amplificación del cuerpo de Jesús al Imperio.

 

3

Semblanza de la época. Para captar el ambiente psicológico del Bajo Imperio, su creencia en el misterio, lo maravilloso, los magos, la astrología, su religión, sus resquebrajamientos, su afición por lo irracional, cf. E. Dodds, Pa'iens et chrétiens dans un age d'an-goisse, trad. de H. D. Saffrey, 1979, La Pensée sauvage. Véase también H. I. Marrou, Décadence romaine ou Antiquité tardive?, Seuil, 1977, que demuestra la continuidad del mundo antiguo en el período cristiano primitivo. En esta obra, puede leerse la expresión "Estado totalitario del Bajo Imperio", p. 172. Marrou, cristiano, ha escrito sobre Agustín, Clemente de Alejandría y la historia de la Iglesia, entre otros temas. Sobre el funcionamiento y el contenido del paganismo que persiguen los cristianos, Ramsay Macmullen, Le paganisme dans l'Empire romain, trad. de A. Spiquel y A. Rousselle, PUF, 1987. Y A. J. Festugiére, Hermétisme et mystique paienne, Aubier-Montaigne, 1967. Gibbon, el Michelet inglés..., describe la Antigüedad con verdadero acierto: Historia de La decadencia y ruina del Imperio romano.

Para la cantidad menor de víctimas cristianas, mártires y otras persecuciones antes de que los cristianos se convirtieran a su vez en persecutores, véase Claude Lepelley, L'Empire Romain et le chris-tianisme, Flammarion, 1969. La historiografía católica ha abultado en forma considerable las cifras con fines de propaganda apologética.

 

4

Sobre el soldado converso. Semblanza del tirano: Guy Gau-thier, Constantin. Le Triomphe de la croix, France-Empire, 1999. Explica en detalle y con esmero, y de manera convincente y rigurosamente científica, la propuesta de una lectura astronómica de la aparición. No hace concesiones ni execraciones: una obra que toma todo en cuenta. Curiosamente, la figura del primer emperador convertido al cristianismo no ha estimulado en Francia la escritura sobre su vida ... El viejo libro de André Pigagniol, L'empereur Constantin, ed. Rieder, 1932, sigue siendo una mina de información que no ha perdido vigencia.

Una síntesis en la colección "Que sais-je?", de Bertrand Lancon, Constantin, PUF, 1998; en la misma colección, puede leerse con provecho la continuación del trabajo del emperador tocado por la gracia en la obra de Pierre Maraval, L'empereur Justinien, 1999.

 

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El vandalismo cristiano. He buscado durante largo tiempo las pruebas de la persecución de paganos por los cristianos. Numerosas obras pasan por alto el tema, lo niegan, e incluso transforman a los recién llegados al poder en personajes tolerantes, bondadosos, afables, amantes de los libros, constructores de bibliotecas... Paso por alto las obras que contienen lugares comunes; son las más numerosas. Para encontrar rastros reales de persecuciones, autos de fe, destrucciones de templos, estatuas, árboles sagrados, incendios:

En primer lugar, los autores antiguos: Julián, el héroe del paganismo que resistió la cristianización del Imperio, en vano, por desgracia, escribió Contre les galiléens: une imprécation contre le christianisme, trad. de Christophe Gérar, Ousia, 1995. Celso, otro portador del estandarte pagano, publicó Contre les chrétiens, trad. de Louis Rougier, Phébus, 1999, obra destruida, pero inmortalizada por Orígenes, quien, al refutarlo y citarlo en abundancia, salvó lo esencial del texto. En Louis Rougier, Cebe contre les chrétiens, Le Labyrinthe, 1997, se hace mención al vandalismo cristiano. El Contre les chrétiens de Porfirio sucumbió a las llamas. No sabemos cómo era ese texto, una gran pérdida... Libanios, por último, Contre la destruction des temples paiens adressée á l'empereur Théodore Ier, en Pigagniol, op. cit.

Véase también Maternus Firmicus, L'erreur des religions paien-nes (XVI-XXIV), trad. de Robert Turcan, Belles Lettres, 1982, y Sozómenos, Sócrates y Teodoreto, Histoire ecclésiastique tripartite, trad. personal: Laure Chauvel, y Juan Crisóstomo, Homélie sur les statues (1), en Robert Joly, Origines et évolution de l'intolerance cat-holique, ed. de la Universidad de Bruselas, 1986: estos textos —mi agradecimiento a Laure Chauvel por su invalorable ayuda en biblioteca. ..— detallan las malversaciones cristianas y, curiosamente, los historiadores no utilizan sus trabajos para mostrar cómo se constituyó el cristianismo: por la fuerza, la sangre, la espada y el terror.

Tampoco se lee el Código teodosiano. Los libros XVI y IX legitiman todas las exacciones cristianas contra los paganos: pena de muerte, violencia física, confiscación de bienes, brutalidades policiales, creación de ciudadanos no protegidos por la ley, interdicción de las capacidades jurídicas y privación de protección... Un modelo para el futuro Código Negro o las leyes antisemitas de Vichy: cómo el derecho puede decretar leyes que atenían contra una parte de la población: los paganos en la Antigüedad; más tarde, los negros y los judíos...

Pasajes sobre esas exacciones, en Pierre Chuvin, Chronique des derniers paiens. La disparition dupaganisme dans l'Empire romain, du signe de Constantin a celui de Justinien, Belles Lettres-Fayard, 1991: Pierre de Labrioie, La réaction paienne. Etude sur la polémique antichrétienne du I*r siécle, ed. Durand, 1934; Robin Lane-Fox, Paiens et chrétiens: la religión et la vie religieuse dans lEmpire romain, de la mort de Commode au Concile de Nicée, trad. de Ruth Alimi, PU du Mirail, 1997, los que preservan el honor de la profesión, que tan unánimemente silencia el vandalismo cristiano...

 

6

El caldo patrístico. Con el cristianismo, la filosofía se vuelve la sirvienta de la teología, y ésta, una disciplina de la glosa y la entre-glosa. A partir de entonces, filosofar se transforma en comentar los textos de la Biblia y en ser meticuloso respecto de los detalles, creando un mundo de abstracciones puras y nociones desencarnadas. Cuando no es así, los autores de la patrística griega y romana crean una moral del ideal ascético cuyas obsesiones son: odio al cuerpo, a los deseos, pasiones y pulsiones, elogio del celibato, de la continencia y la castidad.

Una buena introducción a esos nombres y métodos, en C. Mondésert, Pour lire les Peres de l'Eglise dans les Sources chrétiennes, Foi vivante, 1979; Jean-Yves Leloup, Introduction aux "vrais philo-sophes". Les Peres grecs: un continent oublié de la pensée occidentale, Albin, Michel, 1998. Se denominan a sí mismos los "verdaderos filósofos" (!) pero la ignorancia de sus nombres y de sus textos sólo es equivalente a su difusión real y efectiva en la vida cotidiana desde hace siglos. Vivimos con un cuerpo cristiano fabricado por ellos...

 

Teocracia

1

Totalitarismos, fascismos y otras brutalidades. Insoslayable el trabajo de Hannah Arendt, sin duda: Les origines du totalitarisme, trad. de M. Pouteau, M. Leiris, J. L. Bourget, R. Davreu y P. Lévy, edición revisada por H. .Frappat para Quarto. Además, Emilio Gentile, Qu'est-ce que lefascisme?, Folio, trad. de P. E. Dauzat. La traducción literal del título en italiano es, más bien, Fascismo. Historia e interpretación, pero el formato de la colección propone ese título a un libro menos introductorio de lo que la elección del editor sugiere. Para terminar con las disputas de historiadores incapaces de llegar a una definición del fenómeno, lo que lleva a algunos a excluir a Vichy, por ejemplo, del fascismo...

Menos conocido, el excelente y premonitorio libro de Jean Grenier, Essai sur l'esprit d'orthodoxie, Idees Gallimard, que, desde 1938, dice todo lo que hay que saber sobre el tema y que los Nuevos Filósofos descubrieron cuarenta años después: el nazismo, Hiroshima, además de Mayo del '68 —sin citarlo siempre...—. Otra lectura indispensable, Karl Popper, La societé ouverte et ses ennemis, La sociedad abierta y sus enemigos, tomo 1; L'ascendant de Platón, tomo 2; Hegel y Marx, trad. de J. Bernard y P. Monods, Seuil, 1979. Aquí también, la contratapa remite a los Nuevos Filósofos... La edición original es 1962 y 1966.

 

2

Terrores específicos. Cf. Yves-Charles Zarka y Cynthia Fleury, Difficile tolérance, PUF, 2004, para un análisis convincente de Cynthia Fleury , según el cual "no existe equivalente real de la tolerancia en el islam", y sus demostraciones pertinentes sobre la dhimmitud En cambio, la noción de estructura-tolerancia de Zarka no convence realmente. Léase también Christian Delacampagne, Islam et Occident. Les raisons d'un conflit, PUF, un análisis que concluye con el éxito militar y político de los estadounidenses en Irak... Buen ejemplo de retórica de los intelectuales franceses y sus acostumbradas conclusiones... Del mismo autor, dos síntesis prácticas: Une histoire du racisme y Une histoire de l'esclavage, ambos, Livre de Poche. Breves y rápidas consideraciones sobre la esclavitud en el Antiguo Testamento, luego el cristianismo. Preferimos, de Peter Garnsey, Conceptions de l'esclavage. D'Aristote a saint Augustin, trad. de A. Hasnaoui, Les Belles Lettres, 2004. Sobre el colonialismo, el insuperable e indispensable trabajo de Louis Sala-Molins, Le Code noir ou le calvaire de Canaan, PUF Quadrige: deprimente para la Iglesia, la monarquía francesa y Occidente...

Muy interesante la pequeña obra muy densa de Jean-Paul Charnay, especialista en estrategia, titulada La Chana et l'Occident, L'Herne. Del mismo autor, L'islam et la guerre. De la guerre juste a la révolution sainte, Fayard, 1986, además el volumen III de Classiques de la stratégie: Principes de stratégie árabe, L'Herne, 1984.

La hipótesis de cambios en el islam es considerada con prudencia como plausible... dentro de varios siglos...

Malek Chebel, por su parte, propone acelerar el cambio y no esperar diez siglos, en un Manifesté pour un islam de Lumiéres. Vingt-sept propositions pour réformer l'islam, Hachette. En pocas palabras: ¡si el islam no fuera el islam, sería más fácil defenderlo! ¿Pues qué sería un islam feminista, democrático, laico, individualista, igualitario, tolerante, que acepta el juego, etc., sino todo lo contrario de lo que es fundamentalmente...? Con la finalidad de defender esas virtudes occidentales, no hay necesidad de recurrir a un libro o a una tradición que las condenan desde siempre: para llevar a cabo el proyecto de las Luces de Malek Chebel parece preferible abandonar las referencias al Corán y los hadit.

 

3

Los crímenes cristianos. Georges Minois, L'Eglise et la guerre. De la Bible a l'ere atomique, Fayard. Un poco largo, a veces difuso, perdido en detalles, carece de análisis, factual, incluso ligeramente parcializado de vez en cuando. No menciona, por ejemplo, la bendición del padre Georges Zabelka a la tripulación del Enola Gay que destruyó Hiroshima. Hallé ese dato en Théodore Monod, Le cher-cheur d'absolu, Actes Sud, p. 89. En la página 93, del mismo Théodore Monod, me enteré de que la Iglesia católica no había renunciado a la Silla —la silla real y papal llevada en hombros— hasta los tiempos de Juan XXIII...

Sobre el colonialismo, cf. Michael Prior, cura formado por los lazaristas, Bible et colonialisme. Critique d'une instrumentalisation du texte sacre, trad. de P. Jourez, L'Harmattan, 2003. La cuestión del colonialismo, de la esclavitud, del tráfico de negros practicado por los musulmanes, exigió un poco de trabajo: véase Jacques Heers, Les négriers en terre d'islam. La premiére traite de Noirs vlf-XV' siécles, Perrin, 2003. Da sus razones para explicar esos no-dichos en la historia, y los pone en perspectiva con eí talento francés para el auto-castigo y la autodenigración. Se puede hacer historia con otras motivaciones.

Sobre Ruanda: Jean Damascéne Bizimana, L'Église et legénocide au Rwanda. Les Peres blancs et le negationnisme, L'Harmattan, 2001. Lástima que el trabajo editorial de esa casa no haya sido hecho a conciencia: varios errores factuales en la obra podrían utilizarse, injustamente, para invalidar las tesis precisas de sus dos autores. Véase también el impecable libro de Jean Hatzfeld, Une saison de machettes, Seuil, 2003; una obra maestra en la categoría de Primo Levi o Robert Antelme. Cf. el capítulo "Et Dieu dans tout 9a?". Del mismo autor: Dans le nu de la vie. Récits des marais rwandais, Seuil, 2000.

La Inquisición ha producido una cantidad considerable de obras. Entre éstas, Joseph Pérez, Breve histoire de l'Inquisition en Espagne, Fayard, 2002. Lo mismo vale para las Cruzadas: véanse los cuatro volúmenes de Albert Dupront, Le mythe de croisade, Gallimard. Sobre las relaciones entre cristianos y musulmanes, cf. John Tolan, Les Sarrasins, trad. de P. E. Dauzat, Aubier, 2003.

 

4

Esvástica y crucifijo. Son conocidas las relaciones entre el Vaticano y el nacionalsocialismo a partir de los trabajos de Saúl Fielander, Pie XII et le III' Reich, Seuil, 1964; Daniel Jonah Goldhagen, Le devoir de morale. Le role de l'Église catholique dans l'holocauste et son devoir non rempli de repentance, trad. de W. O. Desmond, Seuil - Les Empécheurs de penser en rond, 2003. Insoslayable. Difícilmente la Iglesia puede responder a esa cantidad de hechos probados, de tomas de posición, de análisis, etcétera.

No conocemos tan bien la defensa de Hitler de Jesús, de Cristo, del cristianismo, de la Iglesia... La lectura de Mi lucha basta para constatar con los propios ojos la fascinación del Führer por el Jesús que echó a los mercaderes del templo, y por la Iglesia, capaz de haber construido una civilización europea, incluso universal. El texto existe, ¿pero quién lee ese libro del que todos hablan pero que nunca han abierto? La traducción es de J. Gaudefroy-Demombynes y A. Calmettes, para las Nouvelles Éditions latines, sin fecha. Léanse, en particular, las páginas 118, 119, 120,306,451,457.'

Las declaraciones de Hitler fueron confirmadas por el canciller del Reich en privado. Albert Speer dio fe, por ejemplo, del apego de Hitler al cristianismo y a su Iglesia; este último lamentaba, también, no poder contar con un interlocutor válido en las altas esferas de la Iglesia con el cual pudiese proyectar "hacer de la Iglesia evangélica la Iglesia oficial". Véase Au cceur du Troisiéme Reich, Fayard, Livre de poche, 1971, pp. 130-131.

 

5

Sionismo: fachadas y bambalinas. El proyecto sionista de Theodor Herzl no puede dejar de interesar al lector contemporáneo: L'Etat des juifs, trad. de C. Klein, La Découverte, 2003. Allí nos enteramos de que Palestina no era una obsesión: Herzl afirma que la Argentina también podría resultar conveniente, y que había que tomar lo que se les propusiera. El modelo social es perfecto: horarios de trabajo —jornadas de siete horas—, organización, constitución, idioma —no el hebreo, sino todas las lenguas, alguna de ellas primará—, legislación, bandera —blanca con siete estrellas doradas—, ejército —ejército profesional solamente y en los cuarteles—, teocracia —y, sobre todo, no prohibirles a los religiosos que se ocupen de los asuntos públicos—, tolerancia —libertad de fe, de creencia y de culto—. Sobre la toma de posesión del suelo:

1 Para las referencias de la edición en español, véase la nota en la página 190. El párrafo que falta en la edición citada por mí, correspondiente a la página 306 de la traducción francesa, es el siguiente: "...[la] vida [del judío] sólo se limita a esta tierra, y su espíritu es tan ajeno al cristianismo verdadero como lo fue su naturaleza dos mil años antes del gran fundador de la nueva doctrina. Por supuesto, este último no escondió su actitud hacia el pueblo judío, y cuando fue necesario, incluso utilizó el litigo para expulsar del templo a este adversario de la humanidad, que, como desde siempre, veía en la religión un instrumento de su existencia económica. En cambio, Cristo fue crucificado, mientras que nuestro actual 'cristianismo político'"... El párrafo fue tomado de una edición pirata. El subrayado es mío. (N. de la T.)

no invasiones brutales, sino la compra de tierras en subastas (p. 90). Todo eso parece muy idílico. ¿Por qué, por lo tanto, se calla siempre su Diario? En particular, la fecha del 12 de junio de 1895: "Debemos expropiar con tranquilidad la propiedad privada en las tierras que nos serán acordadas. Trataremos de enviar discretamente a la población pobre a los países vecinos, buscándoles trabajo en los países de tránsito sin dárselo en el nuestro. Los propietarios estarán de nuestro lado...". Citado por Michael Prior, op. cit., p. 131.

 

6

El filósofo y el ayatolá. Del imán Jomeini, Le testament politico-spirituel, ed. Albouraq, presentación, traducción y anotación de R. Alawi, un manual para todos los gobiernos islámicos y todas las teocracias musulmanas. Leer y meditar...

Michel Foucault hizo varios comentarios sobre la revolución iraní en una serie de artículos para el Corriere della Sera. Los artículos fueron reeditados en Dits et écrits, tomo III, 1976-1969. Es imposible permanecer indiferente ante las páginas que dedica al ayatolá como esperanza del pueblo iraní, al retorno de la espiritualidad en la política —lo que parece alegrarlo—, a la caída de un régimen ignominioso del cual, en cambio, estaba muy bien informado, al nacimiento de una resistencia a la mundialización por el Islam —de donde surgirán, claramente, según su parecer, los desafíos del futuro—.

Los textos merecen algo más que la polémica: Foucault ciego/Foucault héroe, Foucault agente del ayatolá/Foucault incapaz de engañarse. Lo que resulta interesante para la historia de la filosofía es que aquel que, ese año, en el Collége de France, realizaba un trabajo sobre el nacimiento del biopoder pudiera destacarse en el análisis de texto, pero, al mismo tiempo, errar en el análisis de los hechos. Podrá leerse con otros ojos su famoso texto titulado "Les 'reportages' des idees", pp. 706-707.

 

7

Un laicismo poscristiano. Para una historia de los movimientos pioneros del laicismo en la historia, véase Jacqueline Lalouette, La libre-pensée en France. 1848-1940, Albin Michel. Un trabajo llevado a cabo por una historiadora que da a conocer un número considerable de hechos sobre el tema. A partir de ese libro, es posible hacer una reflexión más útil sobre el laicismo, a fin de afrontar los desafíos del siglo XXI, que ya no son los nacionales de la lucha por la separación de la Iglesia y el Estado. Este trabajo aún está por hacerse, y se ha convertido en mundial...

De ahí surge el interés por un pensamiento laico posmoderno, por lo tanto poscristiano. Entre varias obras oportunistas sobre el tema, véase la síntesis de Henri Pena-Ruiz, Qu'est-ce que la laicité?, Folio. Partidario de una definición de Tercera República de neutralidad tolerante, defiende no obstante la idea de que laicidad implica también valores republicanos, una política de justicia social y un espacio público real (p. 97); no entendemos cómo puede defender esos valores y el monoteísmo que los contradice esencialmente. Su análisis, preciso, de las sectas que excluye de la tolerancia laica (p. 98) y de los "charlatanes que prometen la felicidad a buen precio y buscan esclavizar a los hombres en una búsqueda casi infantil de recetas y de soluciones confeccionadas en serie" —definición que me parece que se aplica totalmente a todas las religiones sin excepción—, merecería mayor desarrollo. ¡Y eso contribuiría ampliamente a la definición de un laicismo poscristiano! 

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