LA ODISEA

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Homero 

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CANTO V

ODISEO LLEGA A ESQUERIA DE LOS FEACIOS

En esto, Eos se levantó del lecho, de junto al noble Titono[105] , para llevar la luz a los inmortales y a los mortales. Los dioses se reunieron en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto del cielo, cuyo poder es el mayor. Y Atenea les recordaba y relataba las muchas penalidades de Odiseo. Pues se interesaba por éste, que se encontraba en el palacio de la ninfa:

«Padre Zeus y demás bienaventurados dioses inmortales, que ningún rey portador de cetro sea benévolo ni amable ni bondadoso y no sea justo en su pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente, ya que no se acuerda del divino Odiseo ninguno de los ciudadanos entre los que reinaba y era tierno como un padre. Ahora éste se encuentra en una isla soportando fuertes penas en el palacio de la ninfa Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen por el ancho lomo del mar. Y, encima, ahora desean matar a su querido hijo cuando regrese a casa, pues ha marchado a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en bua de noticias de su padre[106] ».

 

Y le contestó y dijo Zeus, el que amontona las nubes:

«Hija mía, ¡qué palabra ha eapado del cerco de tus dientes! ¿Pues no concebiste tú misma la idea de que Odiseo se vengara de aquéllos cuando llegara? Tú acompaña a Telémaco diestramente, ya que puedes, para que regrese a su patria sano y salvo, y que los pretendientes regresen en la nave.»

Y luego se dirigió a Hermes, su hijo, y le dijo:

«Hermes, puesto que tú eres el mensajero en lo demás, ve a comunicar a la ninfa de lindas trenzas nuestra firme decisión: la vuelta de Odiseo el sufridor, que regrese sin acompañamiento de dioses ni de hombres mortales. A los veinte días llegará en una balsa de buena trabazón a la fértil Esqueria, después de padecer desgracias, a la tierra de los feacios, que son semejantes a los dioses, quienes lo honrarán como a un dios de todo corazón y lo enviarán a su tierra en una nave dándole bronce, oro en abundancia y ropas, tanto como nunca Odiseo hubiera sacado de Troya si hubiera llegado indemne habiendo obtenido parte del botín. Pues su destino es que vea a los suyos, llegue a su casa de alto techo y a su patria.»

Así dijo, y el mensajero Argifonte no desobedeció. Conque ató, luego a sus pies hermosas sandalias, divinas, de oro, que suelen llevarlo igual por el mar que por la ilimitada tierra a la par del soplo del viento. Y cogió la varita[107]  con la que hechiza los ojos de los hombres que quiere y los despierta cuando duermen. Con ésta en las manos echó a volar el poderoso Argifonte y llegado a Pieria cayó desde el éter en el ponto, y se movía sobre el oleaje semejante a una gaviota que, peando sobre los terribles senos del estéril ponto, empapa sus espesas alas en el agua del mar. Semejante a ésta se dirigía Hermes sobre las numerosas olas.

Pero cuando llegó a la isla lejana salió del ponto color violeta y marchó tierra adentro hasta que llegó a la gran cueva en la que habitaba la ninfa de lindas trenzas. Y la encontró dentro. Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro y de incienso se extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro con lanzadera de oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la cueva había nacido un florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar.

 

Había cabe a la cóncava cueva una viña tupida que abundaba en uvas, y cuatro fuentes de agua clara que corrían cercanas unas de otras, cada una hacia un lado, y alrededor, suaves y freos prados de violetas y apios. Incluso un inmortal que allí llegara se admiraría y alegraría en su corazón[108] .

El mensajero Argifonte se detuvo allí a contemplarlo; y, luego que hubo admirado todo en su ánimo, se puso en camino hacia la ancha cueva. Al verlo lo reconoció Calipso, divina entre las diosas, pues los dioses no se deonocen entre sí por más que uno habite lejos. Pero no encontró dentro al magnánimo Odiseo, pues éste, sentado en la orilla, lloraba donde muchas veces, desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y pesares, solía contemplar el estéril mar. Y Calipso, la divina entre las diosas, preguntó a Hermes haciéndolo sentar en una silla brillante, resplandeciente:

«¿Por qué has venido, Hermes, el de vara de oro, venerable y querido? Pues antes no venías con frecuencia. Di lo que piensas, mi ánimo me empuja a cumplirlo si puedo y es posible realizarlo. Pero antes sígueme para que te ofrezca los dones de hospitalidad.»

 

Habiendo hablado así, la diosa colocó delante una mesa llena de ambrosía y mezcló rojo néctar. El mensajero bebió y comió, y después que hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, le dijo su palabra:

«Me preguntas tú, una diosa, por qué he venido yo, un dios.

Pues bien, voy a decir con sinceridad mi palabra, pues lo mandas. Zeus me ordenó que viniera aquí sin yo quererlo. ¿Quién atravesaría de buen grado tanta agua salada, indecible? Además, no hay ninguna ciudad de mortales en la que hagan sacrificios a los dioses y perfectas hecatombes.

«Pero no le es posible a ningún dios rebasar o dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida. Dice que se encuentra contigo un varón, el más desgraciado de cuantos lucharon durante nueve años en derredor de la ciudad de Príamo. Al décimo regresaron a sus casas, después de destruir la ciudad, pero en el regreso faltaron contra Atenea[109] , y ésta les levantó un viento contrario. Allí perecieron todos sus fieles compañeros, pero a él el viento y grandes olas lo acercaron aquí. Ahora te ordena que lo devuelvas lo antes posible, que su destino no es morir lejos de los suyos, sino ver a los suyos y regresar a su casa de elevado techo y a su patria.»

Así dijo, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció, habló y le dijo palabras aladas:

«Sois crueles, dioses, y envidiosos más que nadie, ya que os irritáis contra las diosas que duermen abiertamente con un hombre si lo han hecho su amante. Así, cuando Eos, de rosados dedos, arrebató a Orión[110] , os irritasteis los dioses que vivís con facilidad, hasta que la casta Artemis de trono de oro lo mató en Ortigia, atacándole con dulces dardos. Así, cuando Deméter, de hermosas trenzas, cediendo a su impulso, se unió en amor y lecho con Jasión[111]  en campo tres veces labrado. No tardó mucho Zeus en enterarse, y lo mató alcanzándolo con el resplandeciente rayo. Así ahora os irritáis contra mí, dioses, porque está conmigo un mortal. Yo lo salvé, que Zeus le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus nobles compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté como amigo y lo alimenté y le prometí hacerlo inmortal y sin vejez para siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar ni dejar sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo no te despediré de cualquier manera, pues no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar. Sin embargo, le aconsejaré benévola y nada le ocultaré para que llegue a su tierra sano y salvo.»

 

Y el mensajero, el Argifonte, le dijo a su vez:

«Entonces despídele ahora y respeta la cólera de Zeus, no sea que se irrite contigo y sea duro en el futuro.»

Cuando hubo hablado así partió el poderoso Argifonte.

Y la soberana ninfa acercóse al magnánimo Odiseo luego que hubo euchado el mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él la amara. Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derramando lágrimas.

Y deteniéndose junto a él le dijo la divina entre las diosas:

«Desdichado, no te me lamentes más ni consumas tu existencia, que te voy a despedir no sin darte antes buenos consejos. ¡Hala!, corta unos largos maderos y ensambla una amplia balsa con el bronce. Y luego adapta a ésta un elevado tablazón para que te lleve sobre el brumoso ponto, que yo te pondré en ella pan y agua y rojo vino en abundancia que alejen de ti el hambre. También te daré ropas y te enviaré por detrás un viento favorable de modo que llegues a tu patria sano y salvo, si es que lo permiten los dioses que poseen el ancho cielo, quienes son mejores que yo para hacer proyectos y cumplirlos.»

Así habló; estremecióse el sufridor, el divino Odiseo, y hablando le dirigió aladas palabras:

«Diosa, creo que andas cavilando algo distinto de mi marcha, tú que me apremias a atravesar el gran abismo del mar en una balsa, cosa difícil y peligrosa; que ni siquiera las bien equilibradas naves de veloz proa lo atraviesan animadas por el favorable viento de Zeus. No, yo no subiría a una balsa mal que te pese, si no aceptas jurarme con gran juramento, diosa, que no maquinarás contra mí desgracia alguna.»

Así habló; sonrió Calipso, divina entre las diosas, le acarició la mano y le dijo su palabra, llamándole por su nombre:

«Eres malvado a pesar de que no piensas cosas vanas, pues te has atrevido a decir tales palabras. Sépalo ahora la Tierra, y desde arriba el ancho Cielo y el agua que fluye de la Estige[112]  -éste es el mayor y el más terrible juramento para los bienaventurados dioses- que no maquinaré contra ti desgracia alguna. Esto es lo que yo pienso y te voy a aconsejar, cuanto para mí misma pensaría cuando me acuciara tal necesidad. Mi proyecto es justo, y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo.»

 

Hablando así la divina entre las diosas marchó luego delante y él marchó tras las huellas de la diosa. Y llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón. Éste se sentó en el sillón de donde se había levantado Hermes, y la ninfa le ofreció toda clase de comida para comer y beber, cuantas cosas suelen yantar los mortales hombres. Sentóse ella frente al divino Odiseo y las siervas le colocaron néctar y ambrosía. Echaron mano a los alimentos preparados que tenían delante y después que se saciaron de comida y bebida empezó a hablar Calipso, divina entre las diosas:

«Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo, rico en ardides, ¿así que quieres marcharte enseguida a tu casa y a tu tierra patria? Vete enhorabuena. Pero si supieras cuántas tristezas te deparará el destino antes de que arribes a tu patria, te quedarías aquí conmigo para guardar esta morada y serías inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu esposa, a la que continuamente deseas todos los días. Yo en verdad me precio de no ser inferior a aquélla ni en el porte ni en el natural, que no conviene a las mortales jamás competir con las inmortales ni en porte ni en figura.»

Y le dijo el muy astuto Odiseo:

«Venerable diosa, no te enfades conmigo, que sé muy bien cuánto te es inferior la direta Penélope en figura y en estátura al verla de frente, pues ella es mortal y tú inmortal sin vejez. Pero aun así quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa y ver el día del regreso. Si alguno de los dioses me maltratara en el ponto rojo como el vino, lo soportaré en mi pecho con ánimo paciente; pues ya soporté muy mucho sufriendo en el mar y en la guerra. Que venga esto después de aquello.»

Así dijo. El sol se puso y llegó el crepuulo. Así que se dirigieron al interior de la cóncava cueva a deleitarse con el amor en mutua compañía.

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, Odiseo se vistió de túnica y manto, y ella, la ninfa, vistió una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocó alrededor de su talle hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza, y a continuación se ocupó de la partida del magnánimo Odiseo. Le dio una gran hacha de bronce bien manejable, aguzada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. A continuación le dio una azuela bien pulimentada, y emprendió el camino hacia un extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que suben hasta el cielo, secos desde hace tiempo, resecos, que podían flotar ligeros. Luego que le hubo mostrado dónde crecían los árboles, marchó hacia el palacio Calipso, divina entre las diosas, y él empezó a cortar troncos y llevó a cabo rápidamente su trabajo. Derribó veinte en total y los cortó con el bronce, los pulió diestramente y los enderezó con una plomada mientras Calipso, divina entre las diosas, le llevaba un berbiquí. Después perforó todos, los unió unos con otros y los ajustó con clavos y junturas. Cuanto un hombre buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de una amplia nave de carga, así de grande hizo Odiseo la balsa. Plantó luego postes, los ajustó con vigas apiñadas y construyó una cubierta rematándola con grandes tablas. Hizo un mástil y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla. Cubrióla después con cañizos de mimbre a uno y otro lado para que fuera defensa contra el oleaje y puso encima mucha madera. Entre tanto, le trajo Calipso, divina entre las diosas, tela para hacer las velas, y él las fabricó con habilidad. Ató en ellas cuerdas, cables y bolinas y con estacas la echó al divino mar.

Era el cuarto día y ya tenía todo preparado. Y al quinto lo dejó marchar de la isla la divina Calipso después de lavarlo y ponerle ropas perfumadas. Entrególe la diosa un odre de negro vino, otro grande de agua y un saco de víveres, y le añadió abundantes golosinas. Y le envió un viento próspero y cálido.

Así que el divino Odiseo desplegó gozoso las velas al viento y sentado gobernaba el timón con habilidad. No caía el sueño sobre sus párpados contemplando las Pléyades y el Bootes, que se pone tarde, y la Osa, que llaman carro por sobrenombre, que gira allí y acecha a Orión y es la única privada de los baños de Océano[113] . Pues le había ordenado Calipso, divina entre las diosas, que navegase teniéndola a la mano izquierda. Navegó durante diecisiete días atravesando el mar, y al decimoctavo aparecieron los sombríos montes del país de los feacios, por donde éste le quedaba más cerca y parecía un eudo sobre el brumoso ponto.

 

El poderoso, el que sacude la tierra, que volvía de junto a los etiopes, lo vio de lejos, desde los montes Sólymos, pues se le apareció surcando el mar. Irritóse mucho en su corazón, y moviendo la cabeza habló a su ánimo:

«¡Ay!, seguro que los dioses han cambiado de resolución respecto a Odiseo mientras yo estaba entre los etíopes, que ya está cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino eapar del extremo de las calamidades que le llegan. Pero creo que aún le han de alcanzar bastantes desgracias.»

Cuando hubo hablado así, amontonó las nubes y agitó el mar, sosteniendo el tridente entre sus manos, e hizo levantarse grandes tempestades de vientos de todas clases, y ocultó con las nubes al mismo tiempo la tierra y el ponto. Y la noche surgió del cielo. Cayeron Euro y Noto, Céfiro de soplo violento y Bóreas que nace en cielo despejado levantando grandes olas. Entonces las rodillas y el corazón de Odiseo desfallecieron, e irritado dijo a su magnánimo espíritu:

«Ay de mí, desgraciado, ¿qué me sucederá por fin ahora? Mucho temo que todo lo que dijo la diosa sea verdad; me aseguró que sufriría desgracias en el ponto antes de regresar a mi patria, y ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha cerrado Zeus el vasto cielo y agitado el ponto, y las tempestades de vientos de todas clases se lanzan con ímpetu!

«Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vásta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que cantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pelida muerto! Allí habría obtenido honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado que sea sorprendido por una triste muerte.»

Cuando hubo dicho así, le alcanzó en lo más alto una gran ola que cayó terriblemente y sacudió la balsa. Odiseo se precipitó fuera de la balsa soltando las manos del timón, y un terrible huracán de mezclados vientos le rompió el mástil por la mitad. Cayeron al mar, lejos, la vela y la antena, y a él lo tuvo largo tiempo sumergido sin poder salir con presteza por el ímpetu de la ingente ola, pues le pesaban los vestidos que le había dado la divina Calipso.

A1 fin emergió mucho después y eupió de su boca la amarga agua del mar que le caía en abundancia, con ruido, desde la cabeza. Pero ni aun así se olvidó de la balsa, aunque estaba agotado, sino que lanzándose entre las olas se apoderó de ella. El gran oleaje la arrastraba con la corriente aquí y allá. Como cuando el otoñal Bóreas arrastra por la llanura los espinos y se enganchan espesos unos con otros, así los vientos la llevaban por el mar por aquí y por allá. Unas veces Noto la lanzaba a Bóreas para que se la llevase, y otras Euro la cedía a Céfiro para perseguirla.

Pero lo vio Ino Leucotea[114] , la de hermosos tobillos, la hija de Cadmo que antes era mortal dotada de voz, mas ahora participaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compadecióse de Odiseo, que sufría pesares a la deriva, y emergió volando del mar semejante a una gaviota; se sentó sobre la balsa y le dijo:

«¡Desgraciado! ¿Por qué tan acerbamente se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte tantos males? No te destruirá por mucho que lo desee. Conque obra del modo siguiente, pues paréceme que eres direto: quítate esos vestidos, deja que la balsa sea arrastrada por los vientos, y trata de alcanzar nadando la tierra de los feacios, donde es tu destino que te salves. Toma, extiende este velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando alcances con tus manos tierra firme, suéltalo enseguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos.»

Cuando hubo hablado así la diosa, le dió el velo, y con presteza se sumergió en el alborotado ponto, semejante a una gaviota, y una negra ola la ocultó. El divino Odiseo, el sufridor, dio en cavilar y habló irritado a su magnánimo corazón:

 

«¡Ay de mí! ¡No vaya a ser que alguno de los inmortales urde contra mí una trampa, cuando me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos con mis propios ojos la tierra donde me dijo que tendría asilo. Más bien, pues me parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan unidos por las ligazones permaneceré aquí y aguantaré sufriendo males, pero una vez que las olas desencajen la balsa me pondré a nadar, pues no se me alcanza prevision mejor.»

Mientras esto agitaba en su mente, y en su corazón, Poseidon, el que sacude la tierra, levantó una gran ola, terrible y penosa, abovedada, y lo arrastró. Como el impetuoso viento agita un montón de pajas secas que dispersa acá y allá, así dispersó los grandes maderos de la balsa. Pero Odiseo montó en un madero como si cabalgase sobre potro de carrera y se quitó los vestidos que le había dado la divina Calipso. Y al punto extendió el velo por su pecho y púsose boca abajo en el mar, extendidos los brazos, ansioso de nadar.

Y el poderoso, el que sacude la tierra, lo vio, y moviendo la cabeza, habló a su ánimo:

. «Ahora que has padecido muchas calamidades vaga por el ponto hasta que llegues a esos hombres vástagos de Zeus. Pero ni aun así creo que estimarás pequeña tu desgracia.»

Cuando hubo hablado así, fustigó a los caballos de hermosas crines y enfiló hacia Egas, donde tiene ilustre morada.

Pero Atenea, la hija de Zeus decidió otra cosa: cerró el camino a todos los vientos y mandó que todos cesaran y se calmaran; levantó al rápido Bóreas y quebró las olas hasta que Odiseo, movido por Zeus, llegara a los feacios, amantes del remo, eapando a la muerte y al destino.

Así que anduvo éste a la deriva durante dos noches y dos días por las sólidas olas, y muchas veces su corazón presintió la muerte. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, cesó el viento y se hizo la calma, y Odiseo vio cerca la tierra oteando agudamente desde lo alto de una gran ola. Como cuando parece agradable a los hijos la vida de un padre que yace enfermo entre grandes dolores, consumiéndose durante mucho tiempo, pues le acomete un horrible demón y los dioses le libran felizmente del mal, así de agradable le parecieron a Odiseo la tierra y el bosque, y nadaba apresurándose por poner los pies en tierra firme. Pero cuando estaba a tal distancia que se le habría oído al gritar, sintió el estrépito del mar en las rocas. Grandes olas rugían estrepitosamente al romperse con estruendo contra tierra firme, y todo se cubría de espuma marina, pues no había puertos, refugios de las naves, ni ensenadas, sino acantilados, rocas y eollos. Entonces se aflojaron las rodillas y el corazón de Odiseo y decía afligido a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! Después que Zeus me ha concedido inesperadamente ver tierra y he terminado de surcar este abismo, no encuentro por dónde salir del canoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan estrepitosamente, y la roca se yergue lisa y el mar es profundo en la orilla, sin que sea posible poner allí los pies y eapar del mal. Temo que al salir me arrebate una gran ola y me lance contra pétrea roca, y mi esfuerzo sería inútil. Y si sigo nadando más allá por si encuentro una playa donde rompe el mar oblicuamente o un puerto marino, temo que la tempestad me arrebate de nuevo y me lleve al ponto rico en peces mientras yo gimo profundamente, o una divinidad lance contra mí un gran monstruo marino de los que cría a miles la ilustre Anfitrite. Pues sé que el ilustre, el que sacude la tierra, está irritado conmigo.»

Mientras meditaba esto en su mente y en su corazón, lo arrastró una gran ola contra la earpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiese inspirado a su ánimo lo siguiente: lanzóse, asió la roca con ambas manos y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó una gran ola. De este modo consiguió evitarla, pero al refluir ésta lo golpeó cuando se apresuraba y lo lanzó a lo lejos en el ponto. Como cuando al sacar a un pulpo de su eondrijo se pegan infinitas piedrecitas a sus tentáculos, así se desgarró en la roca la piel de sus robustas manos.

Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino si Atenea, la diosa de ojos brillantes, no le hubiera inspirado sensatez. Así que emergiendo del oleaje que rugía en dirección a la costa, nadó dando cara a la tierra por si encontraba orillas batidas por las olas o puertos de mar. Y cuando llegó nadando a la boca de un río de hermosa corriente, aquél le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Y al advertir que fluía le suplicó en su ánimo:

«Eucha, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, muy deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón. Incluso los dioses inmortales respetan al hombre que llega errante como yo llego ahora a tu corriente y a tus rodillas después de sufrir mucho. Compadécete, soberano, puesto que me precio de ser tu suplicante.»

Así dijo; hizo éste cesar al punto su corriente, retirando las olas, e hizo la calma delante de él, llevándolo salvo a la misma desembocadura. Y dobló Odiseo ambas rodillas y los robustos brazos, pues su corazón estaba sometido por el mar. Tenía todo el cuerpo hinchado, y de su boca y nariz fluía mucho agua salada: así que cayó sin aliento y sin voz y le sobrevino un terrible cansancio. Mas cuando respiró y se recuperó su ánimo, desató el velo de la diosa y lo echó al río que fluye hacia el mar, y al punto se lo llevó una gran ola con la corriente y luego la recibió Ino en sus manos. Alejóse del río, se echó delante de una junquera y besó la fértil tierra. Y, afligido, decía a su magnánimo corazón:

«¡Ay de mí! ¿Qué me va a suceder? ¿Qué me sobrevendrá por fin? Si velo junto al río durante la noche inspiradora de preocupaciones, quizá la dañina earcha y el suave rocío venzan al tiempo mi agonizante ánimo a causa de mi debilidad, pues una brisa fría sopla antes del alba desde el río. Pero si subo a la colina y umbría selva y duermo entre las espesas matas, si me dejan el frío y el cansancio y me viene el dulce sueño, temo convertirme en botín y presa de las fieras.».

Después de pensarlo, le pareció que era mejor así, y echó a andar hacia la selva y la encontró cerca del agua en lugar bien visible; y se deslizó debajo de dos matas que habían nacido del mismo lugar, una de aladierma y otra de olivo. No llegaba a ellos el húmedo soplo de los vientos ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los atravesaba de un extremo a otro (tan apretados crecían entrelazados uno con el otro). Bajo ellos se introdujo Odiseo, y luego preparó ancha cama con sus manos, pues había un gran montón de hojaraa como para acoger a dos o tres hombres en el invierno por riguroso que fuera. A1 verla se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y se acostó en medio y se echó encima un montón de hojas. Como el que eonde un tizón en negra ceniza en el extremo de un campo (y no tiene vecinos) para conservar un germen de fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte, así se cubrió Odiseo con las hojas y Atenea vertió sobre sus ojos el sueño para que se le calmara rápidamente el penoso cansancio, cerrándole los párpados.

 

CANTO VI

ODISEO Y NAUSÍCAA

 

Aí es como dormía allí el sufridor, el divino Odiseo, agotado por el sueño y el cansancio.

En tanto marchó Atenea al país y a la ciudad de los hombres feacios que antes habitaban la espaciosa Hiperea[115]  cerca de los Cíclopes, hombres soberbios que los dañaban continuamente, pues eran superiores en fuerza. Sacándolos de allí los condujo Nausítoo, semejante a un dios, y los asentó en Esqueria[116] , lejos de los hombres industriosos; rodeó la ciudad con un muro, construyó casas a hizo los templos de los dioses y repartió los campos. Pero éste, vencido ya por Ker, había marchado a Hades, y entonces gobernaba Alcínoo, inspirado en sus designios por los dioses.

 

Al palacio de éste se encaminó Atenea, la de ojos brillantes, planeando el regreso para el magnánimo Odiseo. Llegó a la muy adornada estancia en la que dormía una joven igual a las diosas en su porte y figura, Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo. Y dos sirvientas que poseían la belleza de las Gracias estaban a uno y otro lado de la entrada, y las suntuosas puertas estaban cerradas. Apresuróse Atenea como un soplo de viento hacia la cama de la joven, y se puso sobre su cabeza y le dirigió su palabra tomando la apariencia de la hija de Dimante, famoso por sus naves, pues era de su misma edad y muy grata a su ánimo.

Asemejándose a ésta, le dijo Atenea, la de ojos brillantes:

«Nausícaa, ¿por qué tan indolente te parió tu madre? Tienes deuidados los espléndidos vestidos, y eso que está cercana tu boda, en que es preciso que vistas tus mejores galas y se las proporciones también a aquellos que lo acompañen[117] . Pues de cosas así resulta buena fama a los hombres y se complacen el padre y la venerable madre.

Conque marchemos a lavar tan pronto como despunte la aurora; también yo ire contigo como compañera para que dispongas todo enseguida, porque ya no vas a estar soltera mucho tiempo, que te pretenden los mejores de los feacios en el pueblo donde también tú tienes tu linaje. Así que, anda, pide a tu ilustre padre que prepare antes de la aurora mulas y un carro que lleve los cinturones, las túnicas y tu espléndida ropa. Es para ti mucho mejor ir así que a pie, pues los lavaderos están muy lejos de la ciudad.»

Cuando hubo hablado así se marchó Atenea, la de los brillantes, al Olimpo, donde dicen que está la morada siempre segura de los dioses, pues no es azotada por los vientos ni mojada por las lluvias, ni tampoco la cubre la nieve. Permanece siempre un cielo sin nubes y una resplandeciente claridad la envuelve. Allí se divierten durante todo el día los felices dioses[118] . Hacia allá marchó la de ojos brillantes cuando hubo aconsejado a la joven.

 

Al punto llegó Eos, la de hermoso trono, que despertó a Nausícaa; de lindo pelo, y asombrada del sueño echó a correr por el palacio para contárselo a sus progenitores, a su padre y a su madre. Y encontró dentro a los dos; ella estaba sentada junto al hogar con sus siervas hilando copos de lana teñidos con púrpura marina; a él lo encontró a las puertas cuando marchaba con los ilustres reyes al Consejo, donde lo reclamaban los nobles feacios.

Así que se acercó a su padre y le dijo:

«Querido papá, ¿no podrías aparejarme un alto carro de buenas ruedas para que lleve a lavar al río los vestidos que tengo sucios? Que también a ti conviene, cuando estás entre los principales, participar en el Consejo llevando sobre tu cuerpo vestidos limpios. Además, tienes cinco hijos en el palacio, dos casados ya, pero tres solteros en la flor de la edad, y éstos siempre quieren ir al baile con los vestidos bien limpios, y todo esto está a mi cargo.»

Así dijo, pues se avergonzaba de mentar el floreciente matrimonio a su padre. Pero él comprendió todo y le respondió con estas palabras:

«No te voy a negar las mulas, hija, ni ninguna otra cosa. Ve; al momento los criados lo prepararán un alto carro de buenas ruedas con una cesta ajustada a él.»

Cuando hubo dicho así, daba órdenes a sus criados y éstos al momento le obedecieron. Prepararon fuera el carro mulero de buenas ruedas, trajeron mulas y las uncieron al yugo. La joven sacó de la habitación un lujoso vestido y lo colocó en el bien pulido carro, y la madre puso en un capacho abundante y rica comida, así como golosinas, y en un odre de cuero de cabra vertió vino. La joven subió al carro, y todavía le dió en un recipiente de oro aceite húmedo[119]  para que se ungiera con sus sirvientas. Tomó Nausícaa el látigo y las resplandecientes riendas y lo restalló para que partieran. Y se dejó sentir el batir de las mulas, y mantenían una tensión incesante llevando los vestidos y a ella misma; mas no sola, que con ella marchaban sus elavas. Así que hubieron llegado a la hermosisima corriente del río donde estaban los lavaderos perennes (manaba un caudal de agua muy hermosa para lavar incluso la ropa más sucia), soltaron las mulas del carro y las arrearon hacia el río de hermosos torbellinos para que comieran la frea hierba suave como la miel. Tomaron ellas en sus manos los vestidos, los llevaron a la oura agua y los pisoteaban con presteza en las pilas, emulándose unas a otras.

 

Una vez que limpiaron y lavaron toda la suciedad, extendieron la ropa ordenadamente a la orilla del mar precisamente donde el agua devuelve a la tierra los guijarros más limpios.

Y después de bañarse y ungirse con el grasiento aceite, tomaron el almuerzo junto a la orilla del río y aguardaban a que la ropa se secara con el resplandor del sol.

Apenas habían terminado de disfrutar el almuerzo, las criadas y ella misma se pusieron a jugar con una pelota, despojándose de sus velos. Y Nausícaa, de blancos brazos, dio comienzo a la danza[120] . Como Artemis va por los montes, la Flechadora, ya sea por el Taigeto muy espacioso o por el Erimanto, mientras disfruta con los jabalíes y ligeros ciervos, y con ella las ninfas agrestes, hijas de Zeus portador de la égida, participan en los juegos y disfruta en su pecho Leto... (de todas ellas tiene por encima la cabeza y el rostro, así que es fácilmente reconocible, aunque todas son bellas), así se distinguía entre todas sus sirvientas la joven doncella.

Pero cuando ya se disponían a regresar de nuevo a casa, después de haber uncido las mulas y doblado los bellos vestidos, la diosa de ojos brillantes, Atenea, dispuso otro plan: que Odiseo se despertara y viera a la joven de hermosos ojos que lo conduciría a la ciudad de los feacios. Conque la princesa tiró la pelota a una sirvienta y no la acertó; arrojóla en un profundo remolino y ellas gritaron con fuerza. Despertó el divino Odiseo, y sentado meditaba en su mente y en su corazón:

«¡Ay de mí! ¿De qué clase de hombres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad hacia los dioses[121] ?. Y es el caso que me rodea un griterío femenino como de doncellas, de ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes, las fuentes de los ríos y los prados cubiertos de hierba. ¿O es que estoy cerca de hombres dotados de voz articulada? Pero, ea, yo mismo voy a comprobarlo a intentaré verlo.»

 

Cuando hubo dicho así, salió de entre los matorrales el divino Odiseo, y de la cerrada selva cortó con su robusta mano una rama frondosa para cubrirse alrededor las vergüenzas. Y se puso en camino como un león montaraz que, confiado en su fuerza, marcha empapado de lluvia y contra el viento y le arden los ojos; entonces persigue a bueyes o a ovejas o anda tras los salvajes ciervos; pues su vientre lo apremia a entrar en un recinto bien cerrado para atacar a los ganados. Así iba a mezclarse Odiseo entre las doncellas de lindas trenzas, aun estando desnudo, pues la necesidad lo alcanzaba. Y apareció ante ellas terriblemente afeado por la salmuera.

Temblorosas se dispersan cada una por un lado hacia las salientes riberas. Sola la hija de Alcínoo se quedó, pues Atenea le infundió valor en su pecho y arrojó el miedo de sus miembros. Y permaneció a pie firme frente a Odiseo. Éste dudó entre suplicar a la muchacha de lindos ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos, con dulces palabras, que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y mientras esto cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces palabras, no fuera que la doncella se irritara con él al abrazarle las rodillas. Así que pronunció estas dulces y astutas palabras:

«A ti suplico, soberana. ¿Eres diosa o mortal? Si eres una divinidad de las que poseen el espacioso cielo, yo te comparo a Arternis, la hija del gran Zeus, en belleza, talle y distinción, y si eres uno de los mortales que habitan la tierra, tres veces felices tu padre y tu venerable madre; tres veces felices también tus hermanos, pues bien seguro que el ánimo se les ensancha por tu causa viendo entrar en el baile a tal retoño; y con mucho el más feliz de todos en su corazón aquel que venciendo con sus presentes te lleve a su casa. Que jamás he visto con mis ojos semejante mortal, hombre o mujer. Al mirarte me atenaza el asombro. Una vez en Delos vi que crecía junto al altar de Apolo un retoño semejante de palmera (pues también he ido allí y me seguía un numeroso ejército en expedición en que me iban a suceder funestos males.) Así es que contemplando aquello quedé entusiasmado largo tiempo, pues nunca árbol tal había crecido de la tierra.

«Del mismo modo te admiro a ti, mujer, y te contemplo absorto al tiempo que temo profundamente abrazar tus rodillas. Pero me alcanza un terrible pesar. Ayer eapé del ponto, rojo como el vino, después de veinte días. Entretanto me han zarandeado sin cesar el oleaje y turbulentas tempestades desde la isla Ogigia, y ahora por fin me ha arrojado aquí algún demón, sin duda para que sufra algún contratiempo; pues no creo que éstos vayan a cesar, sino que todavía los dioses me preparan muchas desventuras.

«Pero tú, sobrerana, ten compasión, pues es a ti a quien primero encuentro después de haber soportado muchas desgracias, que no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta tierra y ciudad. Muéstrame la ciudad y dame algo de ropa para cubrirme si al venir trajiste alguna para envoltura de tus vestidos. ¡Que los dioses te concedan cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una casa, y te otorguen también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más bello y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan la casa con el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría para el amigo, y, sobre todo, ellos consiguen buena fama. »

Y le respondió luego Nausícaa, la de blancos brazos:

«Forastero, no pareces hombre plebeyo ni insensato. El mismo Zeus Olímpico reparte la felicidad entre los hombres tanto a nobles como a plebeyos, según quiere a cada uno. Sin duda también a ti te ha concedido esto, y es preciso que lo soportes con firmeza hasta el fin.

«Ahora que has llegado a nuestra ciudad y a nuestra tierra, no te verás privado de vestidos ni de ninguna otra cosa de las que son propias del desdichado suplicante que nos sale al encuentro. Te mostraré la ciudad y te diré los nombres de sus gentes. Los feacios poseen esta ciudad y esta tierra; yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, en quien deansa el poder y la fuerza de los feacios.»

Así dijo, y ordenó a las doncellas de lindas trenzas:

«Deteneos, siervas. ¿A dónde húís por ver a este hombre? ¿Acaso creéis que es un enemigo? No existe viviente ni puede nacer hombre que llegue con ánimo hostil al país de los feacios, pues somos muy queridos de los dioses y habitamos lejos en el agitado ponto, los más apartados, y ningún otro mortal tiene trato con nosotros.

«Peró éste ha llegado aquí como un desdichado después de andar errante, y ahora es preciso atenderle. Que todos los huéspedes y mendigos proceden de Zeus, y para ellos una dádiva pequeña es querida. ¡Vamos!, dadle de comer y de beber y lavadlo en el río donde haya un abrigo contra el viento. »

Así dijo; ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, hicieron sentar a Odiseo en lugar resguardado, según lo había ordenado Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo, le proporcionáron un manto y una túnica como vestido, le entregaron aceite húmedo en una ampolla de oro y lo apremiaban para que se bañara en las corrientes del río.

Entonces, por fin, dijo el divino Odiseo a las siervas:

«Siervas, deteneos ahí lejos mientras me quito de los hombros la salmuera y me unjo con aceite, pues ya hace tiempo que no hay grasa sobre mi cuerpo; que no me lavaré yo frente a vosotras, pues me avergüenzo de permanecer desnudo entre doncellas de lindas trenzas. »

Así dijo y ellas se alejaron y se lo contaron a la muchacha. Cónque el divino Odiseo púsose a lavar su cuerpo en las aguas del río y a quitarse la salmuera que cubría sus anchas espaldas y sus hombros, y limpió de su cabeza la espuma de la mar infatigable. Después que se hubo lavado y ungido con aceite, se vistió las ropas que le proporcionara la no sometida[122]  doncella. Entonces le concedió, Atenea, la hija de Zeus, aparecer más apuesto y robusto e hizo caer de su cabeza espesa cabellera, semejante a la flor del jacinto. Así como derrama oro sobre plata un diestro orfebre a quien Hefesto y Palas Atenea han enseñado toda clase de artes y termina graciosos trabajos, así Atenea vertió su gracia sobre la cabeza y hombros de Odiseo. Fuese entonces a sentar a lo lejos junto a la orilla del mar, resplandeciente de belleza y de gracia, y la muchacha lo contemplaba.

 

Por fin dijo a las siervas de lindas trenzas:

«Esuchadme, siervas de blancos brazos, mientras os hablo; no en contra de la voluntad de todos los dioses, los que poseen el Olimpo, tiene trato este hombre con los feacios semejantes a los dioses. Es verdad que antes me pareció desagradable, pero ahora es semejante a los dioses, los que poseen el amplio cielo. ¡Ojalá semejante varón fuera llamado esposo mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con nosotros! Vamos, siervas, dad al huésped comida y bebida.»

Así dijo; ellas la eucharon y al punto realizaron sus deseos: pusieron comida y bebida junto a Odiseo y verdad es que comía y bebía con voracidad el sufridor, el divino Odiseo, pues durante largo tiempo estuvo ayuno de comida.

De pronto Nausícaa, de blancos brazos, cambió de parecer. Después de haber plegado sus vestidos los colocó en el hermoso carro, unció las mulas de fuertes caos y aendió ella misma. Animó a Odiseo, le llamó por su nombre y le dirigió su palabra:

«Forastero, levántate ahora para ir a la ciudad y para que yo te acompañe a casa de mi prudente padre, donde te aseguro que verás a los más excelentes de todos los feacios. Pero ahora cuidate de obrar así -ya que no me pareces insensato-: mientras vayamos por los campos y las labores de los hombres, marcha presto con las sirvientas tras las mulas y el carro y yo seré guía. Pero cuando subamos a la ciudad... a ésta la rodea una elevada muralla; hay un hermoso puerto a ambos lados de la ciudad y es estrecha la entrada, y las curvadas naves son arrastradas por el camino, pues todos ellos tienen refugios para sus naves. También tienen en torno al hermoso templo de Poseidón el ágora construida con piedras giganteas que hunden sus raíces en la tierra. Aquí se ocupan los hombres de los aparejos de sus negras naves, cables y velas, y aquí afilan sus remos. Pues los feacios no se ocupan de arco y carcaj, sino de mástiles y remos, y de proporcionadas naves con las que recorren orgullosos el canoso mar. De éstos quiero evitar el amargo comentario, no sea que alguno murmure por detrás, pues muchos son los soberbios en el pueblo, y quizá alguno, el más vil, diga al salirnos al encuentro: "¿Quién es este hermoso y apuesto forastero que sigue a Nausícaa?, ¿dónde lo encontró? Quizá llegue a ser su esposo, o quizá es algún navegante al que, errante en su nave, le dio hospitalidad, de los hombres que viven lejos, ya que nadie vive cerca de aquí. O quizá un dios le ha bajado del cielo tras invocarlo y lo va a tener con ella para siempre. Mejor si ha encontrado por ahí un esposo de fuera, pues desdeña a los demás feacios en el pueblo, aunque son muchos y nobles los que la pretenden." Así dirán, y para mí estas palabras serán odiosas. Pero yo también me indignaría con otra que hiciera cosas semejantes contra la voluntad de su padre y de su madre y se uniera con hombres antes que celebre público matrimonio.

«Conque, forastero, haz caso de mi palabra para que consigas pronto de mi padre eolta y regreso.

«Encontrarás un espléndido bosque de Atenea junto al camino, de álamos negros; allí mana una fuente y alrededor hay un prado; allí está el cercado de mi padre y la florida viña, tan cerca de la ciudad que se oye al gritar. Espera un poco allí sentado para que nosotras alcancemos la ciudad y lleguemos a casa de mi padre, y cuando supongas que hemos llegado al palacio, disponte entonces a marchar a la ciudad de los feacios y pregunta por la casa de mi padre, el magnánimo Alcínoo. Es fácilmente reconocible y hasta un niño pequeño te puede conducir, pues no es nada semejante a las casas de los demás feacios: ¡tal es el palacio del héroe Alcínoo! Y una vez que te cobijen la casa y el patio, cruza rápidamente el mégaron para llegar hasta mi madre; ella está sentada en el hogar a la luz del fuego, hilando copos purpúreos -¡una maravilla para verlos!- apoyada en la columna. Y sus elavas se sientan detrás de ella. Allí también está el trono de mi padre apoyado contra la columna, en el que se sienta a beber su vino como un dios inmortal. Pásalo de largo y arrójate a abrazar con tus manos  las rodillas de mi madre, a fin de que consigas pronto el día del regreso, para tu felicidad, aunque seas de lejana tierra. Pues si ella te guarda sentimientos amigos en su corazón, podrás cumplir el deseo de ver a los tuyos, tu bien construida casa y tu tierra patria.»

Hablando así golpeó con su brillante látigo a las mulas y éstas abandonaron veloces las corrientes del río: trotaban muy bien y cruzaban bien las patas. Y ella llevaba las riendas para que pudieran seguirle a pie las sirvientas y Odiseo; así es que manejaba el látigo con tiento.

Y se sumergió Helios y al punto llegaron al famoso bosquecillo sagrado de Atenea, donde se sentó el divino Odiseo:

Y se puso a invocar a la hija del gran Zeus:

«Eúchame, hija de Zeus, portador de égida, Atritona, eúchame en este momento, ya que antes no me euchaste cuando sufrí naufragio, cuando me golpeó el famoso, el que sacude la tierra. Concédeme llegar a la tierra de los feacios como amigo y digno de lástima.»

Así dijo suplicando y le euchó Palas Atenea.

Pero no le salió al encuentro, pues respetaba al hermano de su padre que mantenía su cólera violenta contra Odiseo, semejante a un dios, hasta que llegara a su patria.

 

CANTO VII

ODISEO EN EL PALACIO DE ALCÍNOO

 

Y mientras así rogaba el sufridor, el divino Odiseo, el vigor de las mulas llevaba a la doncella a la ciudad. Cuando al fin llegó a la famosa morada de su padre, se detuvo ante las puertas y la rodearon sus hermanos, semejantes a los inmortales, quienes desuncieron las mulas del carro y llevaron adentro las ropas. Ella se dirigió a su habitación y le encendió fuego una anciana de Apira[123] , la camarera Eurimedusa, a la que trajeron desde Apira las curvadas naves. Se la habían elegido a Alcínoo como recompensa, porque reinaba sobre todos los feacios y el pueblo lo euchaba como a un dios. Ella fue quien crió a Nausícaa, la de blancos brazos, en el mégaron; ella le avivaba el fuego y le preparaba la cena[124] .

Entonces Odiseo se dispuso a marchar a la ciudad, y Atenea, siempre preocupada por Odiseo, derramó en torno suyo una gran nube, no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al encuentro, le molestara de palabra y le preguntara quién era. Conque cuando estaba ya a punto de penetrar en la agradable ciudad, le salió al encuentro la diosa Atenea, de ojos brillantes, tomando la apariencia de una niña pequeña con un cántaro, y se detuvo delante de él, y le preguntó luego el divino Odiseo:

 

«Pequeña, ¿querrías llevarme a casa de Alcínoo, el que gobierna entre estos hombres? Pues yo soy forastero y después de muchas desventuras he llegado aquí desde lejos, de una tierra apartada; por esto no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta ciudad y estas tierras de labor.»

Y le respondió luego Atenea, la diosa de ojos brillantes:

«Yo te mostraré, padre forastero, la casa que me pides, ya que vive cerca de mi irreprochable padre. Anda, ven en silencio y te mostraré el camino, pero no mires ni preguntes a ninguno de los hombres, pues no soportan con agrado a los forasteros ni agasajan con gusto al que llega de otra parte. Confiados en sus rápidas naves surcan el gran abismo del mar, pues así se lo ha encomendado el que sacude la tierra, y sus naves son tan ligeras como las alas o como el pensamiento.»

Hablando así le condujo rápidamente Palas Atenea y él marchaba tras las huellas de la diosa. Pero no lo vieron los feacios, famosos por sus naves, mientras marchaba entre ellos por su ciudad, ya que no lo permitía Atenea, de lindas trenzas, la terrible diosa que preocupándose por él en su ánimo le había cubierto con una nube divina.

Odiseo iba contemplando con admiración los puertos y las proporcionadas naves, las ágoras de ellos, de los héroes y las grandes murallas elevadas, ajustadas con piedras, maravilla de ver. Y cuando al fin llegó a la famosa morada del rey, Atenea, de ojos brillantes, comenzó a hablar:

«Ese es, padre forastero, el palacio que me pedías que te mostrara; encontrarás a los reyes, vástagos de Zeus, celebrando un banquete. Tú pasa adentro y no te turbes en tu ánimo, pues un hombre con arrojo resulta ser el mejor en toda acción, aunque llegue de otra tierra. Primero encontrarás a la reina en el mégaron; su nombre es Arete y deiende de los mismos padres que engendraron a Alcínoo. A Nausítoo lo engendraron primero Poseidón, el que sacude la tierra, y Peribea, la más excelente de las mujeres en su porte, hija menor del magnánimo Eurimedonte, que entonces gobernaba sobre los soberbios Gigantes -éste hizo perecer a su arrogante pueblo, pereciendo también él-; con ella se unió Poseidón y engendró a su hijo, el magnánimo Nausítoo, que reinó entre los feacios. Nausítoo fue el padre de Rexenor y Alcínoo. A aquél lo alcanzó Apolo[125] , el del arco de plata, recién casado y sin hijos varones y en la casa dejó a una niña sola, a Arete, a la que Alcínoo hizo su ésposa y honró como jamás ninguna otra ha sido honrada de cuantas mujeres gobiernan una casa sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada en su corazón y lo sigue siendo por sus hijos y el mismo Alcínoo y por su pueblo que la contempla como a una diosa, y la saludan con agradables palabras cuando pasea por la ciudad, que no carece tampoco ella de buen juicio y resuelve los litigios, incluso a los hombres por los que siente amistad. Si ella te recibe con sentimientos amigos puedes tener la esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de alto techo y a tu tierra patria.»

Cuando hubo hablado así marchó Atenea, de ojos brillantes, por el estéril ponto y abandonó la agradable Esqueria. Llegó así a Maratón y a Atenas, de anchas calles, y penetró en la sólida morada de Erecteo.

Entretanto, Odiseo caminaba hacia la famosa morada de Alcínoo, y su corazón removía diversos pensamientos cuando se detuvo antes de alcanzar el broncíneo umbral. Pues hay un resplandor como de sol o de luna en el elevado palacio del magnánimo Alcínoo[126] ; a ambos lados se extienden muros de bronce desde el umbral hasta el fondo y en su torno un azulado friso; puertas de oro cierran por dentro la sólida estancia; las jambas sobre el umbral son de plata y de plata el dintel, y el tirador, de oro. A uno y otro lado de la puerta había perros de oro y plata que había eulpido Hefesto con la habilidad de su mente para custodiar la morada del magnánimo Alcínoo perros que son inmortales y no envejecen nunca. A lo largo de la pared y a ambos lados, desde el umbral hasta el fondo, había tronos cubiertos por ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En ellos se sentaban los señores feacios mientras bebían y comían; y los ocupaban constantemente. Había también unos jovenes de oro en pie sobre pedestales perfectamente construidos, portando en sus manos antorchas encendidas, los cuales alumbraban los banquetes nocturnos del palacio. Tiene cincuenta elavas en su mansión: unas muelen el dorado fruto, otras tejen telas y sentadas hacen funcionar los husos, semejantes a las hojas de un esbelto álamo negro, y del lino tejido gotea el húmedo aceite. Tanto como los feacios son más expertos que los demás hombres en gobernar su rápida nave sobre el ponto, así son sus mujeres en el telar. Pues Atenea les ha concedido en grado sumo el saber realizar brillantes labores y buena cabeza.

 

Fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de cuatro yugadas y alrededor se extiende un cerco a ambos lados. Allí han nacido y florecen árboles: perales y granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces itigueras y verdes olivos; de ellos no se pierde el fruto ni falta nunca en invierno ni en verano: son perennes. Siempre que sopla Céfiro, unos nacen y otros maduran. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y también el higo sobre el higo. Allí tiene plantada una viña muy fructífera, en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado, otras las vendimian y otras las pisan: delante están las vides que dejan salir la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí también, en el fondo del huerto, crecen liños de verduras de todas clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la una que corre por todo el huerto, la otra que va de una parte a otra bajo el umbral del patio hasta la elevada morada a donde van por agua los ciudadanos. Tales eran las brillantes dádivas de los dioses en la mansión de Alcínoo.

Allí estaba el divino Odiseo, el sufridor, y lo contemplaba con admiración. Conque una vez que hubo contemplado todo boquiabierto cruzó el umbral con rapidez para entrar en la casa. Y encontró a los jefes y señores de los feacios que hacían libación con sus copas al vigilante Argifonte, a quien solían ofrecer libación en último lugar, cuando ya sentían necesidad del lecho. Así que el sufridor, el divino Odiseo, echó a andar por la casa envuelto en la espesa niebla que le había derramado Atenea, hasta que llegó ante Arete y el rey Alcínoo.

Abrazó Odiseo las rodillas de Arete y entonces, por fin, se disipó la divina nube. Quedaron todos en silencio al ver a un hombre en el palacio y se llenaron de asombro al contemplarle. Y Odiseo suplicaba de esta guisa:

«Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a tu esposo, a tus rodillas y ante éstos tus invitados, después de sufrir muchas desventuras. ¡Ojalá los dioses concedan a éstos vivir en la abundancia; que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes de su hacienda y las prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En cuanto a mí, proporcionadme eolta para llegar rápidamente a mi patria. Pues ya hace tiempo que padezco pesares lejos de los míos.»

Así diciendo se sentó entre las cenizas junto al fuego del hogar. Todos ellos permanecían inmóviles en silencio. Al fin tomó la palabra un anciano héroe, Equeneo, que era el más anciano entre los feacios y sobresalía por su palabra, pues era conocedor de muchas y antiguas cosas. Este les habló y dijo con sentimientos de amistad:

«Alcínoo, no me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped permanezca sentado en el suelo entre las cenizas del hogar. Estos permanecen callados esperando únicamente tu palabra. Anda, haz que se levante y siéntalo en un trono de clavos de plata. Ordena también a los heraldos que mezclen vino para que hagamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes. En fin, que el ama de llaves proporcione al forastero alguna vianda de las que hay dentro.»

Cuando hubo euchado esto, la sagrada fuerza de Alcínoo[127]  asiendo de la mano a Odiseo, prudente y hábil en astucias, lo hizo levantar del hogar y lo asentó en su brillante trono, después de haber levantado a su hijo, al valeroso Laodamante, que solía sentarse a su lado y al que sobre todos quería. Una sirvienta trajo aguamanos en hermoso jarro de oro y la vertió sobre una jofaina de plata para que se lavara. A su lado extendió una pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le proporcionó pan y le dejó allí toda clase de manjares, favoreciéndole gustosa entre los presentes. En tanto que comía y bebía el sufridor, divino Odiseo, la fuerza de Alcínoo dijo a un heraldo:

 

«Pontónoo, mezcla vino en la crátera y repártelo a todos en la casa para que ofrezcamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste siempre a los venerables suplicantes.»

Así dijo; Pontónoo mezcló el dulce vino y lo repartió entre todos, haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto quiso su ánimo, habló entre ellos Alcínoo y dijo:

«Euchadme, jefes y señores de los feacios, para que os diga lo que mi corazón me ordena en el pecho. Dad ahora fin al banquete y marchad a acostaros a vuestra casa. Y a la aurora, después de convocar al mayor número de ancianos, ofreceremos hospitalidad al forastero, haremos hermosos sacrificios a los dioses y después trataremos de su eolta para que el forastero alcance su tierra patria sin fatiga ni esfuerzo con nuestra eolta - la que recibirá contento- por muy lejana que sea, y para que no sufra ningún daño antes de desembarcar en su tierra. Una vez allí sufrirá cuantas desventuras le tejieron con el hilo en su nacimiento, cuando lo parió su madre, la Aisa[128]  y las graves Hilanderas. Pero si fuera uno de los inmortales que ha venido desde el cielo, alguna otra cosa nos preparan los dioses, pues hasta ahora siempre se nos han mostrado a las claras, cuando les ofrecemos magníficas hecatombes y participan con nosotros del banquete sentados allí donde nos sentamos nosotros. Y si algún caminante solitario se topa con ellos, no se le ocultan, y es que somos semejantes a ellos tanto como los Cíclopes y la salvaje raza de los Gigantes.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«Alcínoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada me asemejo a los inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente ni en porte, sino a los mortales hombres; quien vosotros sepáis que ha soportado más desventuras entre los hombres mortales, a éste podría yo igualarme en pesares. Y todavía podría contar desgracias mucho mayores, todas cuantas soporté por la voluntad de los dioses. Pero dejadme cenar, por más angustiado que yo esté, pues no hay cosa más inoportuna que el maldito estómago que nos incita por fuerza a acordarnos de él, y aun al que está muy afligido y con un gran pesar en las mientes, como yo ahora tengo el mío, lo fuerza a comer y beber. También a mí me hace olvidar todos los males, que he padecido; y me ordena llenarlo.

 

«Vosotros, en cuanto apunte la aurora, apresuraos a dejarme a mí, desgraciado, en mi tierra patria, a pesar de lo que he sufrido. Que me abandone la vida una vez que haya visto mi hacienda, mis siervos y mi gran morada de elevado techo.»

Así dijo; todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar eolta al forastero, ya que había hablado como le correspondía.

Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto su ánimo quiso, cada uno marchó a su casa para acostarse. Así que quedó sólo en el mégaron el divino Odiseo y a su lado se sentaron Arete y Alcínoo, semejante a un dios. Las siervas se llevaron los útiles del banquete.

Y Arete, de blancos brazos, comenzó a hablar, pues, al verlos, reconoció el manto, la túnica y los hermosos ropajes que ella misma había tejido con sus siervas. Y le habló y le dijo aladas palabras:

«Huésped, seré yo la primera en preguntarte: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿quién te dio esos vestidos?, ¿no dices que has llegado aquí después de andar errante por el ponto?»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

 

Es doloroso, reina, que enumere uno a uno mis padecimientos[129] , que los dioses celestes me han otorgado muchos. Pero con todo te contestaré a lo que me preguntas a inquieres. Lejos, en el mar, está la isla de Ogigia, donde vive la hija de Atlante, la engañosa Calipso de lindas trenzas, terrible diosa; ninguno de los dioses ni de los hombres mortales tienen trato con ella. Sólo a mí, desventurado, me llevó como huésped un demón después que Zeus, empujando mi rápida nave, la incendió con un brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Todos mis demás valientes compañeros perecieron, pero yo, abrazado a la quilla de mi curvada nave, aguanté durante nueve días; y al décimo, en negra noche, los dioses me echaron a la isla Ogigia, donde habita Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa que acogiéndome gentilmente me alimentaba y no dejaba de decir que me haría inmortal y libre de vejez para siempre; pero no logró convencer a mi corazón dentro del pecho. Allí permanecí, no obstante, siete años regando sin cesar con mis lágrimas las inmortales ropas que me había dado Calipso. Pero cuando por fin cumplió su curso el año octavo, me apremió e incitó a que partiera ya sea por mensaje de Zeus o quizá porque ella misma cambió de opinión. Despidióme en una bien trabada balsa y me proporcionó abundante pan y dulce vino, me vistió inmortales ropas y me envió un viento próspero y cálido.

Diecisiete días navegué por el ponto, hasta que el decimoctavo aparecieron las sombrías montañas de vuestras tierras. Conque se me alegró el corazón, ¡desdichado de mí!, pues aún había de verme envuelto en la incesante aflición que me proporcionó Poseidón, el que sacude la tierra, quien impulsando los vientos me cerró el camino, sacudió el mar infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras gemía incesamente, avanzara en mi balsa; después la destruyó la tempestad. Fue entonces cuando surqué nadando el abismo hastá que el viento y el agua me acercaron a vuestra tierra; y cuando trataba de alcanzar la orilla, habríame arrojado violentamente el oleaje contra las grandes rocas, en lugar funesto; pero retrocedí de nuevo nadando, hasta que llegué al río, allí donde me pareció el mejor lugar, limpio de piedras y al abrigo del viento. Me dejé caer allí para recobrar el aliento y se me echó encima la noche divina. Alejéme del río nacido de Zeus y entre los matorrales acomodé mi lecho amontonando alrededor muchas hojas; y un dios me vertió profundo sueño. Allí, entre las hojas, dormí con el corazón afligido toda la noche, la aurora y hasta el mediodía. Se ponía el Sol cuando me abandonó el dulce sueño. Vi jugando en la orilla a las siervas de tu hija; y ella era semejante a las diosas. Le supliqué y no estuvo ayuna de buen juicio, como no se podría esperar que obrara una joven que se encuentra con alguien. Pues con frecuencia los jóvenes son sandios. Me entregó pan suficiente y ouro vino, me lavó[130]  en el río y me proporcionó esta ropa. Aun estando apesadumbrado te he contado toda la verdad.»

Y le respondió Alcínoo y dijo:

«Huésped, en verdad mi hija no tomó un acuerdo sensato al no traerte a nuestra casa con sus siervas. Y sin embargo fue ella la primera a quien dirigiste tus súplicas.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Héroe! No reprendas por esto a tu irreprochable hija; ella me aconsejó seguirla con sus siervas, pero yo no quise por vergüenza, y temiendo que al verme pudieras disgustarte. Que la raza de los hombres sobre la tierra es suspicaz.»

Y le respondió Alcínoo y dijo:

«Huésped! El corazón que alberga mi pecho no es tal como para irritarse sin motivo, pero todo es mejor si es ajustado. ¡Zeus padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como eres y pensando las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por esposa y permaneciendo aquí pudiese llamarte mi yerno!; que yo te daría casa y hacienda si permanecieras aquí de buen grado. Pero ninguno de los feacios te retendrá contra tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a Zeus. Yo te anuncio, para que lo sepas bien, tu viaje para mañana. Mientras tú deansas sometido por el sueño, ellos remarán por el mar encalmado hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o a donde quiera que te sea grato, por distance que esté (aunque más lejos que Eubea, la más lejana según dicen los que la vieron de nuestros soldados cuando llevaron allí al rubio Radamanto para que visitara a Ticio[131] , hijo de la Tierra. Allí llegaron y, sin cansancio, en un solo día, llevaron a cabo el viaje y regresaron a casa). Tú mismo podrás observar qué excelentes son mis navíos y mis jóvenes en golpear el mar con el remo.»

 

Así dijo y se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y suplicando dijo su palabra y lo llamó por su nombre:

«Padre Zeus, ¡ojalá cumpla Alcínoo cuanto ha prometido! Que su fama jamás se extinga sobre la nutricia tierra y que yo llegue a mi tierra patria.»

Mientras ellos cambiaban estas palabras, Arete, de blancos brazos, ordenó a las mujeres colocar lechos bajo el portico y disponer las más bellas mantas de púrpura y extender encima las colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse.

Así que salieron las siervas de la sala con hachas ardiendo, y una vez que terminaron de hacer diligentemente la cama, dirigiéronse a Odiseo y lo invitaron con estas palabras:

«Huésped, levántate y ven a dormir, tienes hecha la cama.»

Así hablaron y a él le plugo marchar a acostarse. Así que allí durmió debajo del sonoro pórtico el sufridor, el divino Odiseo, en lecho taladrado. Luego se acostó Alcínoo en el interior de la alta morada; le había dispuesto su esposa y señora el lecho y la cama.

 

 

CANTO VIII

ODISEO AGASAJADO POR LOS FEACIOS

 

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó del lecho la sagrada fuerza de Alcínoo y se levantó Odiseo del linaje de Zeus, el destructor de ciudades. La sagrada fuerza de Alcínoo los conducía al ágora que los feacios tenían construida cerca de las naves. Y cuando llegaron se sentaron en piedras pulimentadas, cerca unos de otros.

Y recorría la ciudad Palas Atenea, que tomó el aspecto del heraldo del prudente Alcínoo, preparando el regreso a su patria para el valeroso Odiseo. La diosa se colocaba cerca de cada hombre y le decía sú palabra:

«¡Vamos, caudillos y señores de los feacios! Id al ágora para que os informéis sobre el forastero que ha llegado recientemente a casa del prudente Alcínoo después de recorrer el ponto, semejante en su cuerpo a los inmortales.»

Así diciendo movía la fuerza y el ánimo de cada uno. Bien pronto el ágora y los asientos se llenaron de hombres que se iban congregando y muchos se admiraron al ver al prudente hijo de Laertes; que Atenea derramaba una gracia divina por su cabeza y hombros e hizo que pareciese más alto y más grueso: así sería grato a todos los feacios y temible y venerable, y Ilevaría a término muchas pruebas, las que los feacios iban a poner a Odiseo. Cuando se habían reunido y estaban ya congregados, habló entre ellos Alcínoo y dijo:

«Oídme, caudillos y señores de los feacios, para que os diga lo que mi ánimo me ordena dentro del pecho. Este forastero -y no sé quién es- ha llegado errante a mi palacio bien de los hombres de Oriente o de los de Occidente; nos pide una eolta y suplica que le sea asegurada. Apresuremos nosotros su eolta como otras veces, que nadie que llega a mi casa está suspirando mucho tiempo por ella.

«Vamos, echemos al mar divino una negra nave que navegue por primera vez, y que sean eogidos entre el pueblo cincuenta y dos jóvenes, cuantos son siempre los mejores. Atad bien los remos a los bancos y salid. Preparad a continuación un convite al volver a mi palacio, que a todos se lo ofreceré en abundancia. Esto es lo que ordeno a los jóvenes. Y los demás, los reyes que lleváis cetro, venid,a mi hermosa mansión para que honremos en el palacio al forastero. Que nadie se niegue. Y llamad al divino aedo Demódoco, a quien la divinidad há otorgado el canto para deleitar siempre que su ánimo lo empuja a cantar.»

Así habló y los condujo y ellos le siguieron, los reyes que llevan cetro. El heraldo fue a llamar al divino aedo y los cincuenta y dos jóyenes se dirigieron, como les había ordenado, á la ribera del mar estéril. Cuando llegaron a la negra nave y al mar echaron la nave al abismo del mar y pusieron el mástil y las velas y ataron los remos con correas, todo según correspondía. Extendieron hacia arriba las blancás velas, anclaron a la nave en aguas profundas y se pusieron en camino para ir a la gran casa del prudente Alcínoo. Y los pórticos, el recinto de los patios y las habitaciones se llenaron de hombres que se congregaban, pues eran muchos, jóvenes y ancianos. Para ellos sacrificó Alcínoo doce ovejas y ocho cerdos albidentes y dos bueyes de rotátíles patas. Los desollaron y prepararon a hicieron un agradable banquete.

Y se acercó el heraldo con el deseable aedo a quien Musa amó mucho y le había dado lo bueno y lo malo: le privó de los ojos, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso un sillón de clavos de plata en medio de los comensales, apoyándolo a una elevada columna, y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara sobre su cabeza. y le mostró cómo tomarla con las manos. También le puso al lado un canastillo y una linda mesa y una copa de vino para beber siempre que su ánimo le impulsara.

Y ellos echaron mano de las viándas qúe tenían delante. Y cuando hubieron arrojado el deseo de comida y bebida, Musa empujó al aedo a que cantara la gloria de los guerreros con un canto cuya fama llegaba entonces al ancho cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles, cómo en cierta ocasión diutieron en el suntuoso banquete de los dioses con horribles palabras. Y el soberano de hombres; Agamenón, se alegraba en su ánimó de que riñeran los mejores de los aqueos. Así se lo había dicho con su oráculo Febo Apolo en la divina Pitó cuando sobrépasó el umbral de piedra para ir a consultarle; en aquel momento comenzó a desarrollarse el principio de la calamidad para teucros y dánaos por los designios del gran Zeus. Esta cantaba el muy ilustre aedo. Entonces Odiseo tomó con sus pesadas manos su grande, purpúrea manta; se lo echó par encima de la cabeza y cubrió su hermoso rostro; le daba vergüenza déjar caer lágrimas bajo sus párpados delanté de los feacios. Siempre que el divino aedo dejaba de cantar se enjugaba las lágrimas y retiraba el manto de su cabeza y, tomando una copa doble, hacía libaciones a los dioses.

Pero cuando comenzaba otra vez -lo impulsaban a cantar los más nobles de los feacios porque gozaban con sus versos-, Odiseo se cubría nuevamente la cabeza y lloraba. A los demás les pasó inadvertido que derramaba lágrimas. Sólo Alcínoo lo advirtió y observó, pues estaba sentado al lado y le oía gemir gravemente. Entonces dijo el soberano a los feacios amantes del remo:

«¡Oídme, caudillós y señores de los feacios! Ya hemos gozado del bien distribuido banquete y de la cítara que es compañera del festín espléndido; salgamos y -probemos toda clase de juegos. Así también el huésped contará a los suyos al volver a casa cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y en la carrera.»

Así habló y los condujo y ellos les siguieron. El heraldo colgó del clavo la sonora cítara y tomó de la mano a Demódoco; lo sacó del mégaron y lo conducía por el mismo camino que llevaban los mejores de los feacios para admirar los juegos,. Se pusieron en camino para ir al ágora y los seguía una gran multitud, miles. Y se pusieron en pie muchos y vigorosos jóvenes, se levantó Acroneo, y Ocíalo, y Elatreo, y Nauteo, y Primneo, y Anquíalo, y Eretmeo, y Ponteo, y Poreo, y Toón, y Anabesineo, y Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida[132] . Se levantó también Eurfalo, semejante a Ares, funesto para los mortales, el que más sobresalía en cuerpo y hermosura de todos los feacios después del irreprochable Laodamante. También se pusieron en pie tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Élitoneo, parecido a un dios. Éstos hicieron la primera prueba con los pies. Desde la línea de salida se les extendía la pista y volaban velozmente por la llanura levantando polvo. Entre ellos fue con mucho el mejor en el correr el irreprochable Clitoneo; cuanto en un campo noval es el alcance de dos mulas[133] , tanto se les adelantó llegando a la gente mientras los otros se quedaron atrás. Luego hicieron la prueba de la fatigosa lucha y en ésta venció Euríalo a todos los mejores. Y en el salto fue Anfíalo el mejor, y en el dio fue Elatreo el mejor de todos con mucho, y en el pugilato Laodamante, el noble hijo de Alcínoo. Y cuando todos hubieron deleitado su ánimo con los juegos, entre ellos habló Laodamante, el hijo de Alcínoo:

«Aquí, amigos, preguntemos al huésped si conoce y ha aprendido algún juego. Que no es vulgar en su natural: en sus múulos y piernas, en sus dos brazos, en su robusto cuello y en su gran vigor. Y no carece de vigor juvenil, sino que está quebrantado por numerosos males; que no creo yo que haya cosa peor que el mar para abatir a un hombre por fuerte que sea.»

 

Y Euríalo le contestó y dijo:

«Has hablado como te corresponde. Ve tú mismo a desafiarlo y manifiéstale tu palabra.»

Cuando le oyó se adelantó el noble hijo de Alcínoo, se puso en medio y dijo a Odiseo:

«Ven aquí, padre huésped, y prueba tú también los juegos si es que has aprendido alguno. Es natural que los conozcas, pues no hay gloria mayor para el hombre mientras vive que lo que hace con sus pies o con sus manos. Vamos, pues, haz la prueba y arroja de tu ánimo las penas, pues tu viaje no se diferirá por más tiempo; ya la nave te ha sido botada y tienes preparados unos acompañantes.»

Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo:

«¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tal cosa por burlaros de mí? Las perlas ocupan mi interior más que los juegos. Yo he sufrido antes mucho y mucho he soportado. Y ahora estoy sentado en vuestra asamblea necesitando el regreso, suplicando al rey y a todo el pueblo.»

Entonces, Euríalo le contestó y le echó en cara:

«No, huésped, no te asemejas a un hombre entendido en juegos, cuantos hay en abundancia entre los hombres, sino al que está siempre en una nave de muchos bancos, a un comandante de marinos mercantes que cuida de la carga y vigíla las mercancías y las ganancias debidas al pillaje. No tienes traza de atleta.»

Y lo miró torvamente y le contestó el muy astuto Odiseo:

«¡Huésped! No has hablado bien y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido de igual modo a todos sús ámables dones de hermosura, inteligencia y elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero la divinidad lo corona con la hermosura de la palabra y todos miran hacia él complacidos. Les habla con firmeza y con suavidad respetuosa y sobresale entre los congregados, y lo contemplan como a un dios cuando anda por la ciudad.

«Otro, por el contrario, se parece a los inmortales en su porte, pero no lo corona la gracia cuando habla.

«Así tu aspecto es distinguido y ni un dios lo habría formado de otra guisa, mas de inteligencia eres necio. Me has movido el ánimo dentro del pecho al hablar inconvenientemente. No soy deonocedor de los juegos como tú aseguras, antes bién, creo que estaba entre los primeros mientras confiaba en mi juventud y mis brazos. Pero ahora estóy poseído por la adversidad y los dolores, pues he soportado mucho guerreando con los hombres y atravesando las dolorosas olas. Pero aun así, aunque haya padecido muchos males, probaré en los juegos: tu palabra ha mordido mi corazón y me has provocado al hablar.»

Dijo, y con su mismo vestido se levantó, tomó un dio mayor y más ancho y no poco más pesado que con el que solían competir entre sí los feacios. Le dio vueltas, lo lanzó de su pesada mano y la piedra resonó. Echáronse a tierra los feacios de largos remos, hombres ilustres por sus naves, por el ímpetu de la piedra, y ésta sobrevoló todas las señales al salir velozmente de su mano. Atenea le puso la señal tomando la forma de un hombre, le dijo su palabra y lo llamó por su nombre:

«Incluso un ciego, forastero, distinguiría a tientas la señal, pues no está mezclada entre la multitud sino mucho más adelante; confía en esta prueba; ninguno de los feacios la alcanzará ni sobrepasará.»

Así habló, y se alegró el sufridor, el divino Odiseo gozoso porque había visto en la competición un compañero a su favor. Y entonces habló más suavemente a los feacios:

«Alcanzad esta señal, jóvenes; en breve lanzaré, creo yo, otra piedra tan lejos o aún más. Y aquél entre los demás feacios, salvo Laodamante, a quien su corazón y su ánimo le impulse, que venga acá, que haga la prueba -puesto que me habéis irritado en exceso- en el pugilato o en la lucha o en la carrera; a nada me niego. Pues Laodamante es mi huésped: ¿Quién lucharía con el que lo honra como huésped? Es hombre loco y de poco precio el que propone rivalizar en los juegos a quien le da hospitalidad en tierra extranjera, pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás no rechazo a ninguno ni lo desprecio, sino que quiero verlo y ejecutar las pruebas frente a él. Que no soy malo en todas las competiciones cuantas hay entre los hombres. Sé muy bien tender el arco bien pulimentado; sería el primero en tocar a un hombre enviando mi dardo entre una multitud de enemigos aunque lo rodearan muchos compañeros y lanzaran flechas contra los hombres. Sólo Filoctetes me superaba en el arco en el pueblo de los troyanos cuando disparábamos los aqueos[134] . De los demás os aseguro que yo soy el mejor con mucho, de cuantos mortales hay sobre la tierra que comen pan. Aunque no pretendo rivalizar con hombres antepasados como Heracles[135]  y Eurito Ecaliense[136] , los que incluso con los inmortales rivalizaban en el arco. Por eso murió el gran Eurito y no llegó a la vejez en su palacio, pues Apolo lo mató irritado porque le había desafiado a tirar con el arco.

 

«También lanzo la jabalina a donde nadie llegaría con una flecha. Sólo temo a la carrera, no sea que uno de los feacios me sobrepase; que fui excesivamente quebrantado en medio del abundante oleaje, puesto que no había siempre provisiones en la nave y por esto mis miembros están flojos.»

Así habló, y todos enmudecieron en silencio. Sólo Alcínoo contestó y dijo:

«Huésped, puesto que esto que dices entre nosotros no es desagradable, sino que quieres mostrar la valía que te acompaña, irritado porque este hombre se ha acercado a injuriarte en el certamen -pues no pondría en duda tu valía cualquier mortal que supiera en su interior decir cosas apropiadas- . ...Pero, vamos, atiende a mi palabra para que a tu vez se lo comuniques a cualquiera de los héroes, cuando comas en tu palacio junto a tu esposa y tus hijos, acordándote de nuestra valía: qué obras nos concede Zeus también a nosotros continuamente ya desde nuestros antepasados. No somos irreprochables púgiles ni luchadores, pero corremos velozmente con los pies y somos los mejores en la navegación; continuamente tenemos agradables banquetes y cítara y bailes y vestidos mudables y baños calientes y camas.

«Conque, vamos, bailarines de los feacios, cuantos sois los mejores, danzad; así podrá también decir el huésped a los suyos cuando regrese a casa cuánto superamos a los demás en la náutica y en la carrera y en el baile y en el canto. Que alguien vaya a llevar a Demódoco la sonora cítara que yace en algún lugar de nuestro palacio.»

Así habló Alcínoo semejante a un dios, y se levantó un heraldo para llevar la curvada cítara de la habitación del rey. También se levantaron árbitros elegidos, nueve en total -los que organizaban bien cada cosa en los concursos-, allanaron el piso y ensancharon la hermosa pista. Se acercó el heraldo trayendo la sonora cítara a Demódoco y éste enseguida salió al centro. A su alrededor se colocaron unos jóvenes adoleentes conocedores de la danza y batían la divina pista con los pies. Odiseo contemplaba el brillo de sus pies y quedó admirado en su ánimo.

Y Demódoco, acompañándose de la cítara, rompió a cantar bellamente sobre los amores de Ares y de la de linda corona, Afrodita: cómo se unieron por primera vez a ocultas en el palacio de Hefesto. Ares le hizo muchos regalos y deshonró el lecho y la cama de Hefesto, el soberano. Entonces se lo fue a comunicar Helios, que los había visto unirse en amor. Cuando oyó Hefesto la triste noticia, se puso en camino hacia su fragua meditando males en su interior; colocó sobre el tajo el enorme yunque y se puso a forjar unos hilos irrompibles, indisolubles, para que se quedaran allí firmemente.

Y cuando había construido su trampa irritado contra Ares, se puso en camino hacia su dormitorio, donde tenía la cama, y extendió los hilos en círculo por todas partes en torno a las patas de la cama; muchos estaban tendidos desde arriba, desde el techo, como suaves hilos de araña, hilos que no podría ver nadie, ni siquiera los dioses felices, pues estaban fabricados con mucho engaño. Y cuando toda su trampa estuvo extendida alrededor de la cama, simuló marcharse a Lemnos, bien edificada ciudad, la que le era más querida de todas las tierras.

Ares, el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego, pues vio marcharse lejos a Hefesto, al ilustre herrero, y se puso en camino hacia el palacio del muy ilustre Hefesto deseando el amor de la diosa de linda corona, de la de Citera. Estabá ella sentada, recién venida de junto a su padre, el poderoso hijo de Cronos. Y él entró en el palacio y la tomó de la mano y la llamó por su nombre:

«Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos, pues Hefesto ya no está entre nosotros, sino que se ha marchado a Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.»

Así habló, y a ella le pareció deseable acostarse. Y los dos marcharon a la cama y se acostaron. A su alrededor se extendían los hilos fabricados del prudence Hefesto y no les era posible mover los miembros ni levantarse. Entonces se dieron cuenta que no había eape posible. Y llegó a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies, pues había vuelto antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía la vigilancia y le dio la noticia y se puso en camino hacia su palacio, acongojado su corazón. Se detuvo en el pórtico y una rabia salvaje se apoderó de él, y gritó estrepitosamente haciéndose oír de todos los dioses:

«Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, venid aquí para que veáis un acto ridículo y vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares; que él es hermoso y con los dos pies, mientras que yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable, sino mis dos padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero mirad dónde duermen estos dos en amor; se han metido en mi propia cama. Los estoy viendo y me lleno de dolor, pues nunca esperé ni por un instante que iban a dormir así por mucho que se amaran. Pero no van a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi trampa y las ligaduras hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de esponsales, cuantos le entregué por la muchacha de cara de perra. Porque su hija era bella, pero incapaz de contener sus deseos.»

Así habló, y los dioses se congregaron junto a la casa de piso de bronce. Llegó Poseidón, el que conduce su carro por la tierra; llegó el subastador, Hermes, y llegó el soberano que dispara desde lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se quedaban por vergüenza en casa cada una de ellas.

Se apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores de bienes, y se les levantó inextinguible la risa al ver las artes del prudente Hefesto. Y al verlo, decía así uno al que tenía más cerca:

«No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así, ahora, Hefesto, que es lento, ha cogido con sus artes a Ares, aunque es el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo, cojo como es. Y debe la multa por adulterio.»

Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo, se dirigió a Hermes:

«Hermes, hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te gustaría dormir en la cama junto a la dorada Afrodita sujeto por fuertes ligaduras?»

Y le contestó el mensajero el Argifonte:

«¡Así sucediera esto, soberano disparador de lejos, Apolo! ¡Que me sujetaran interminables ligaduras tres veces más que ésas y que vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!»

Así dijo y se les levantó la risa a los inmortales dioses. Pero a Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba de rogar a Hefesto, al insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y le dirigió aladas palabras:

«Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo lo que es justo entre los inmortales dioses.»

Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:

«No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me ordenes eso; sin valor son las fianzas que se toman por gente sin valor. ¿Cómo iba yo a requerirte entre los inmortales dioses si Ares se eapa evitando la deuda y las ligaduras?

Y le respondió Poseidón, el que sacude la tierra:

«Hefesto, si Ares se eapa huyendo sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré.»

Y le contestó el muy insigne cojo de ambos pies:

«No es posible ni está bien negarme a tu palabra.»

Así hablando los liberó de las ligaduras la fuerza de Hefesto. Y cuando se vieron libres de las ligaduras, aunque eran muy fuertes, se levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se llegó a Chipre, Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias y la ungieron con aceite inmortal, cosas que aumentan el esplendor de los dioses que viven siempre y la vistieron deseables vestidos, una maravilla para verlos.

Esto cantaba el muy insigne aedo. Odiseo gozaba en su interior al oírlo y también los demás feacios que usan largos remos, hombres insignes por sus naves.

Alcínoo ordenó a Halio y Laodamante que danzaran solos, pues nadie rivalizaba con ellos. Así que tomaron en sus manos una hermosa pelota de púrpura (se la había hecho el sabio Pólibo); el uno la lanzaba hacia las sombrías nubes doblándose hacia atrás y el otro saltando hacia arriba la recibía con facilidad antes de tocar el suelo con sus pies.

Después; cuando habían hecho la prueba de lanzar la pelota en línea recta, danzaban sobre la tierra nutricia cambiando a menudo sus posiciones; los demás jóvenes aplaudían en pie entre la concurrencia y gradualmente se levantaba un gran murmullo.

Fue entonces cuando el divino Odiseo se dirigió a Alcínoo:

«Alcínoo, poderoso, el más insigne de todo tu pueblo, con razón me asegurabas que erais los mejores bailarines. Se ha presentado esto como un hecho cumplido, la admiración se apodera de mí al verlo.»

Así habló, y se alegró la sagrada fuerza de Alcínoo. Y enseguida dijo a los feacios amantes del remo:

«Euchad, caudillos y señores de los feacios. El huésped me parece muy direto. Vamos, démosle un regalo de hospitalidad, como es natural. Puesto que gobiernan en el pueblo doce elarecidos reyes -yo soy el decimotercero-, cada uno de éstos entregadle un vestido bien lavado y un manto y un talento de estimable oro. Traigámoslo enseguida todos juntos para que el huésped, con ello en sus manos, se acerque al banquete con ánimo gozoso. Y que Euríalo lo aplaque con sus palabras y con un regalo, que no dijo su palabra como le correspondía.»

Así dijó, y todos aprobaron sus palabras y se lo aconsejaron a Euríalo. Y cada uno envió un heraldo para que trajera los regalos.

Entonces, Euríalo le contestó y dijo:

«Alcínoo poderoso, el más señalado de todo el pueblo, aplacaré al huésped como tú ordenas. Le regalaré esta espada Coda de bronce, cuya empuñadura es de plata y cuya vaina está rodeada de marfil recién cortado. Y le será de mucho valor.»

Así dijo, y puso en manos de Odiseo la espada de clavos de plaza; le habló y le dirigió aladas palabras:

«Salud, padre huésped, si alguna palabra desagradable ha sido dicha, que la arrebaten los vendavales y se la lleven. Y a ti, que los dioses te concedan ver a tu esposa y llegar a to patria, pues sufres penalidades largo tiempo ya lejos de los tuyos.»

Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:

«También a ti, amigo, salud y que los dioses te concedan felicidad, y que después no sientas nostalgia de la espada ésta que ya me has dado aplacándome con tus palabras.»

Así dijo, y colocó la espada de clavos de plata en torno a sus hombros.

Cuando se sumergió Helios ya tenía él a su lado los insignes regalos; los ilustres heraldos los llevaban al palacio de Alcínoo y los hijos del irreprochable Alcínoo los recibieron y colocaron los muy hermosos regalos junto a su venerable madre.

Ante ellos marchaba la sagrada fuerza de Alcínoo y al llegar se sentaron en elevados sillones.

Entonces se dirigió a Arete la fuerza de Alcínoo:

«Trae acá, mujer, un arcón insigne, el que sea mejor. Y en él coloca un vestido bien lavado y un manto. Calentadle un caldero de bronce con fuego alrededor y templad el agua para que se lave y vea bien puestos todos los regalos que le han traído aquí los irreprochables feacios, y goce con el banquete euchando también la música de una tonada. También yo le entregaré esta copa mía hermosísima, de oro, para qua se acuerde de mí todos los días al hacer libaciones en su palacio a Zeus y a los demás dioses.»

Así dijo, y Arete ordenó a sus. elavas que colocaran al fuego un gran trípode lo antes posible. Ellas colocaron al fuego ardiente una bañera de tres patas, echaron agua, pusieron leña y la encendieron debajo. Y el fuego lamía el vientre de la bañera y se calentaba el agua.

Entretanto Arete traía de su tálamo un arcón hermosísimo para el huésped en él había colocado los lindos regalos, vestidos y oro, que los feacios le habían dado. También había colocado en el arcón un hermoso vestido y un manto y le habló y le dirigió aladas palabras:

«Mira tú mismo esta tapa y échale enseguida un nudo, no sea que alguien la fuerce en el viaje cuando duermas dulce sueño al marchar en la negra nave.»

Cuando euchó esto el sufridor, el divino Odiseo, adaptó la tapa y le echó enseguida un bien trabado nudo, el que le había enseñado en otro tiempo la soberana Circe.

Acto seguido el ama de llaves ordenó que lo lavaran una vez metido en la bañera, y él vio con gusto el baño caliente, pues no se había cuidado a menudo de él desde que había abandonado la morada de Calipso, la de lindas trenzas. En aquella época le estaba siempre dispuesto el baño como para un dios.

Cuando las elavas lo habían lavado y ungido con aceite y le habían puesto túnica y manto, salió de la bañera y fue hacia los hombres que bebían vino. Y Nausícaa[137] , que tenía una hermosura dada por los dioses se detuvo junto a un pilar del bien fabricado techo. Y admiraba a Odiseo al verlo en sus ojos; y le habló y le dijo aladas palabras:

«Salud, huésped, acuérdate de mí cuando estés en tu patria, pues es a mí la primera a quien debes la vida.»

Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo:

«Nausícaa, hija del valeroso Alcínoo, que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el esposo de Hera, volver a mi casa y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te haré súplicas como a una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.»

Dijo, y se sentó en su sillón junto al rey Alcínoo.

Y ellos ya estaban repartiendo las porciones y mezclando el vino.

Y un heraldo se acercó conduciendo al deseable aedo, a Demódoco, honrado en el pueblo, y le hizo sentar en medio de los comensales apoyándolo junto a una enorme columna.

Entonces se dirigió al heraldo el muy inteligente Odiseo, mientras cortaba el lomo -pues aún sobraba mucho- de un albidente cerdo (y alrededor había abundante grasa):

«Heraldo, van acá, entrega esta carne a Demódoco para que lo coma, que yo le mostraré cordialidad por triste que esté. Pues entre todos los hombres terrenos los aedos participan de la honra y del respeto, porque Musa les ha enseñado el canto y ama a la raza de los aedos.»

 

Así dijo, el heraldo lo llevó y se lo puso en las manos del héroe Demódoco, y éste lo recibió y se alegró en su ánimo. Y ellos echaban mano de las viandas que tenían delante.

Cuando hubieron arrojado lejos de sí el deseo de bebida y de comida, ya entonces se dirigió a Demódoco el muy inteligente Odiseo:

«Demódoco, muy por encima de todos los mortales te alabo: seguro que te han enseñado Musa, la hija de Zeus, o Apolo. Pues con mucha belleza cantas el destino de los aqueos -cuánto hicieron y sufrieron y cuánto soportaron- como si tú mismo lo hubieras presenciado o lo hubieras euchado de otro allí presente!

«Pero, vamos, pasa a otro tema y canta la estratagema del caballo de madera que fabricó Epeo con la ayuda de Atenea; la emboada que en otro tiempo condujo el divino Odiseo hasta la Acrópolis, llenándola de los hombres que destruyeron Ilión.

«Si me narras esto como te corresponde, yo diré bien alto a todos los hombres que la divinidad te ha concedido benigna el divino canto.»

Así habló, y Demódoco, movido por la divinidad, inició y mostró su cánto desde el momento en que los argivos se embarcaron en las naves de buenos bancos y se dieron a la mar después de incendíar las tiendas de campaña. Ya estaban los emboados con el insigne Odiseo en el ágora de los troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los mismos troyanos lo habían arrastrado hasta la Acrópolis.

Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran incertidumbre sentados alrededor de éste. Y les agradaban tres decisiones: rajar la cóncava madera con el mortal bronce, arrojarlo por las rocas empujándolo desde to alto, o dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es la que iba a cumplirse. Pues era su Destino que perecieran una vez que la ciudad encerrara el gran caballo de madera donde estaban sentados todos los mejores de los argivos portando la muerte y Ker para los troyanos. Y cantaba cómo los hijos de los aqueos asolaron la ciudad una vez que salieron del caballo y abandonaron la cóncava emboada. Y cantaba que unos por un lado y otros por otro iban devastando la elevada ciudad, pero que Odiseo marchó semejante a Ares en compañía del divino Menelao hacia el palacio de Deífobo.

Y dijo que, una vez allí, sostuvo el más terrible combate y que al fin venció con la ayuda de la valerosa Atenea.

Esto es lo que cantaba el insigne aedo, y Odiseo se derretía: el llanto empapaba sus mejillas deslizándose de sus párpados.

Como una mujer llora a su marido arrojándose sobre él caído ante su ciudad y su pueblo por apartar de ésta y de sus hijos el día de la muerte -ella lo contempla moribundo y palpitante, y tendida sobre él llora a voces; los enemigos cortan con sus lanzas la espalda y los hombros de los ciudadanos y se los llevan prisioneros para soportar el trabajo y la pena, y las mejillas de ésta se consumen en un dolor digno de lástima-, así Odiseo destilaba bajo sus párpados un llanto digno de lástima[138] .

A los demás les pasó desapercibido que derramaba lágrimas, y sólo Alcínoo lo advirtió y observó sentado como estaba cerca de él y le oyó gemir pesadamente.

Entonces dijo al punto a los feacios amantes del remo:

«Euchad, caudillos y señores de los feacios. Que Demódoco detenga su cítara sonora, pues no agrada a todos al cantar esto. Desde que estamos cenando y comenzó el divino aedo, no ha dejado el huésped un momento el lamentable llanto. El dolor le rodea el ánimo.

«Varnos, que se detenga para que gocemos todos por igual, los que le damos hospitalidad y el huésped, pues así será mucho mejor. Que por causa del venerable huésped se han preparado estas cosas, la eolta y amables regalos, cosas que le entregamos como muestra de afecto. Como un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que goce de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú eondas en tu pensamiento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es hablar. Dime tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás, los que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres carece completamente de nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han nacido. Antes bien, a todos se lo ponen sus padres una vez que lo han dado a luz.

 

Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. Pues entre los feacios no hay pilotos ni timones en sus naves, cosas que otras naves tienen. Ellas conocen las intenciones y los pensamientos de los hombres y conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres. Recorren velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la ouridad y la niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser destruidas. Pero yo he oído decir en otro tiempo a mi padre Nausítoo que Poseidón estaba celoso de nosotros porque acompañamos a todos sin daño. Y decía que algún día destruiría en el nebuloso ponto a una bien fabricada nave de los feacios al volver de una eolta y nos bloquearía la ciudad con un gran monte. Así decía el anciano; que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea agradable a su ánimo.

«Pero, vamos, dime -e infórmame en verdad.-, por dónde has andado errante y a qué regiones de hombres has llegado. Háblame de ellos y de sus bien habitadas ciudades, los que son duros y salvajes y no justos, y los que son amigos de los forasteros y tienen sentimientos de veneración hacia los dioses. Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el destino de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Esto lo han hecho los dioses y han urdido la perdición para esos hombres, para que también sea motivo de canto pará los venideros. ¿Es que ha perecido ante Ilión algún pariente tuyo..., un noble yerno, o suegro, los que son más objeto de preocupación después de nuestra propia sangre y linaje? ¿O un noble amigo de sentimientos agradables? Pues no es inferior a un hermano el amigo que tiene pensamientos diretos.» 

 

Notas

 [105]Titono es hijo de Laomedonte y hermano de Príamo. Fue raptado por Eos, que se enamoró de su belleza y lo convirtió en su esposo. Eos pidió a Zeus la inmortalidad para Titono, pero se le olvidó pedir también la juventud, por lo que envejecía eternamente. Al final lo encerró en una habitación «y desde allí fluye incesante su voz» convertido en cigarra, cfr. Himo a Afrodita, V.218-38.  

 [106]Este diurso de Atenea es un cosido de 11.230-4 (palabras de Méntor), III:556-60 (palabras de Proteo) y IV.700-2 (palabras de Medonte). Ello ha llevado a los analíticos a considerar esta segunda Asamblea como una interpolación rapsódica para recitar las Aventuras por separado, cfr. Introducción.  

 [107]Estos versos se repiten en XXIV-2-4, donde la presencia del caduceo o varita está más justificada que aquí.  

 [108]Tanto en esta deripción tópica de un locus amoenus, como en la del palacio de Alcínoo (cfr. VIl.12-32) se incluyen árboles de sombra o frutales, una viña y una o varias fuentes. En todo caso, es notable una deripción de este género, porque la apreciación sensible de la Naturaleza es ajena a la Literatura griega en general.  

 [109]Se refiere, sin citarlo expresamente, al sacrilegio de Ayante, hijo de Oileo (cfr. nota 93). En esta breve y confusa narración se mezclan los regresos de los aqueos en general con el de Odiseo. En todo caso, se trata de un resumen, demasiado sumario e impreciso, de los Nostoi, e inexacto: los compañeros de Odiseo perecieron por faltar a Helios, no a Atenea (cfr. XII.375-419). La propia Calipso demuestra más abajo (vv. 130 y ss.) conocer mejor los hechos.  

 [110]Orión, el cazador, es uno de los amantes de Eos. Otras versiones atribuyen su muerte a la picadura de un eorpión que le envió Artemis. Ambos fueron convertidos en astros y Orión huye eternamente de Eorpio -en términos astronómicos, cuando uno tiene su orto el otro tiene su ocaso. En la Vekya (XI.572-5) Orión aparece, como los demás, realizando las mismas actividades que en vida, lo que indica que su catasterismo es posterior.  

 [111]Héroe civilizador de Creta relacionado con la Agricultura. Según Hesiodo (Teogomía, 969 y ss.), Deméter se unió con él «en campo tres veces labrado» (la misma frase que aquí) y alumbró a Pluto «quien camina sobre la tierra toda y el ancho lomo del mar» otorgando riqueza a quien lo alcanza con sus manos. Otras versiones (cfr. Diodoro Sículo 5.48) lo ponen en relación con Samotracia.  

 [112]En el río del Hades por el que juran los dioses, cfr. Hesiodo, Teogonía 400.  

 [113]Las constelaciones eran el único punto de referencia para la navegación nocturna en la Grecia arcaica. Las Pléyades (también llamadas Peleiades o palomas) son un closter de la constelación Taurus (M45 en el NGC). Bootes, el boyero, tiene como estrella principal a Arturo (Alpha Bootis), y a ésta probablemente se refiere el pasaje, pues no se conoció como constelación hasta más tarde. La Osa debe ser la Mayor (hasta después de Tales de Mileto los marinos no se guiaron por la Osa Menor) y « está privada de los baños de Océano» porque nunca se pone. Con estos datos es difícil imaginar el tiempo y rumbo de la navegación de Odiseo -si es que hay algún intento por parte de Homero de ofrecer algo coherente. Si se viaja en dirección Este, la Osa Mayor queda a la izquierda solamente en invierno, pero en este caso, a la derecha (Sur), sólo son visibles las Pléyades y Orión (no Bootes). En otoño, en cambio, quedan en línea Bootes, Osa y Pléyades, por lo que quedan todas a la izquierda. En todo caso, la dirección siempre tiene que ser Este para que la Osa quede «a la izquierda». Cfr. P. Moore, Guide to the Stars and Planets, Londres, 1983.  

 [114]Ino era hija de Cadmo y hermana de Semele y Agave, todas de maternidad trágica. Ino fue transformada en divinidad marina recibiendo el nombre de Leucótea («diosa blanca», de la neblina o del mar) cuando se arrojó a éste con el cadáver de su hijo Melicertes después que, enloquecida por Hera, lo hirviera en un caldero. Su papel en la Odisea es similar al de Idotea, cfr. IV.365 y ss.  

 [115]Nombre mítico que significa «Tierra alta». En la Ilíada (11.734) es el nornbre de una fuente.  

 [116]Nombre perteneciente también a la geografía mítica de la Odisea, aunque los antiguos la identificaran con la actual Corfú (cfr. Tucídides, 3.70, y Estrabón, 7.3.6). Todo lo que aquí se dice sobre su fundación y características urbanísticas se ajusta a las polis fundadas en las colonizaciones de la época arcaica. Es una ciudad planificada urbanísticamente con su muralla, ágora, calles, templos y puerto (cfr. vv. 262 y ss.). Sin embargo, su sistema politico y social tiene claras reminiencias de la época micénica: Alcínoo, que vive en un palacio «micénico» es el anax y tiene preeminencia (aunque no se precisa de qué tipo) sobre los jefes (basileis) de los feacios. Cfr. F. R. Adrados, Introduccion a Homero, págs. 321 y siguientes.  

 [117]Se refiere a los amigos y amigas de la novia que la «conducen» a casa del novio en la boda.  

 [118]Cfr. la deripción del Elísio en IV.566-8.  

 [119]En gr. b. En Homero se aplica sistemáticamente a los líquidos, especialmente en dos fórmulas: una referida al mar «los húmedos senderos», cfr. IIL71, IX.252, etc.) y otra al aceite, ocupando siempre los dos últimos metros del hexámetro (cfr. VL215 y VIL107).  

 [120]Es probable que no se trate de un simple juego de pelota, sino de una danza ritual, por la alusión a Artemis, semejante a la de los jovenes feacios en VIIL370 y ss. Cfr. F. R. Adrados, Origenes de la Lírica griega, Madrid, 1976, Pag. 51.  

 [121]Fórmula que se repite en IX.175 y ss. (referida a los Cíclopes) y en XIII.201 y ss. (a Itaca cuando llega Odiseo) y en VIII.575 y ss. (en general a los pueblos que ha conocido Odiseo).  

 [122]«Simplemente soltera».  

 [123]Nombre mítico que significa «Tierra iluminada».  

 [124]Eurimedusa tiene en el palacio de Alcínoo un papel semejante al de Eurínome (sus nombres significan lo mismo) en el de Odiseo (cfr. XX111.295 y ss.). Son thalamepóloi, es decir, se cuidan de las habitaciones privadas del palacio (sea la despensa o los dormitorios). La presentación de Eurimedusa es muy semejante a la de Euriclea (cfr. 1.430 y ss.), aunque no se justifica por su insignificante papel en el relato.  

 [125]Cfr. nota 67.  

 [126]Este verso aparece también en IV.45, referido al palacio de Menelao. Pero allí se interrumpe; mientras que aquí es el de una deripción muy detallada del palacio de Alcínoo.  

 [127]Cfr. nota 49.  

 [128]Aisa es, junto con Moira, una personificación del Destino. Aquí va unida a las Klothes, las Hilanderas, a las que Hesiodo (cfr. Teogoaía, 217) llama Moiras en general sin especificar su número. Posteriormente, como demuestran los versos interpolados 218-9, se convirtieron en tres, cuyos nombres eran Kloto («la que hila»), Láquesis («la que echa suertes») y Atropo («la inflexible»).  

 [129]Este es el célebre verso que imita Virgilio en Eneida 11.3: infandum regina iubes renovare dolorem.  

 [130]En realidad, Odiseo no permitió a las siervas de Nausícaa que lo lavaran. Lo hizo solo. Cfr.215 y ss.  

 [131]Fuera de este pasaje, en ninguna parte se relaciona a Radamante con Ticio. Sobre el castigo de éste en el Hades, cfr. X1.576 y ss.  

 [132]Todos los nombres propios de los feacios (excepto Alcínoo y Arete) hacen alusión al mar (Ponteo, Halio y terminados en -alo), a las naves (Nausícaa y terminados en -neo) o a una parte de éstas (Primneo); a su velocidad (Tóon, Ocíalo), a su capacidad de navegar (Nauteo) o de constnuir naves (Tectónida).  

 [133]Se refiere a la extensión que dos mulas pueden arar en un día, comparada implícitamente con la que aran dos bueyes. Cfr. Illoda X.351, donde la comparación es más explícita y de donde esta frase ha sido tomada y abreviada.  

 [134]Es la segunda vez que se alude a la destreza de Odiseo con el arco (la primera en 1.255 y ss.). En la Ilíada, Odiseo nunca maneja el arco, por lo que su comparación con Filoctetes, etc., resulta extraña. Es una de las razones que llevan a Page, Homeric.., a afirmar que el autor de la Odisea no conocía la Ilíada.  

 [135]En Homero, Heracles es un héroe importante, pero está en el mismo plano que los demás. Es mortal (cfr. también Mada, XVIII.117-9) y, por tanto, se encuentra en el Hades (cfr. XI.605). Sin embargo, en este pasaje se añade que goza de los banquetes de los inmortales y que está casado con Hebe, lo que indica, a menos que se trate de una interpolación, que ya había comenzado el proceso de divinización de Heracles. Cfr. W. K. C. Guthrie, The Greeks and their Gods, Londres, 1950, págs. 235 y ss.  

 [136]Este Eurito es el padre de Ifito, que regaló a Odiseo el arco con el que mató a los pretendientes, cfr. XXI.14 y ss.  

 [137]Nausícaa desapareció bruamente al final dal canto VI y reaparece brevemente para despedirse de Odiseo. Es todo lo que puede hacer Homero (quien suele eliminar el elemento erótico) con un personaje cuya función en el foklore es conquistar al extranjero deonocido qua llega a su patria, cfr. W. J. Woodhouse, The composition págs. 58 y ss.  

 [138]Se trata de una comparación, nada exacta en los detalles y muy poco en sus líneas generales. Pero sin duda viene traída por asociación de ideas con la Iliupersis que acaba de cantar Demódoco.  

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