LA CONSTRUCCIÓN DE UN NUEVO ORDEN MUNDIAL Y EL PAPEL DE LA EDUCACIÓN

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  LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICO- TECNOLÓGICA Y LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO

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Mario Casalla/ Mario Morant
IPLAC/FLATEC
Buenos Aires- Argentina

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MIS AMIGOS

 

I.  TEMAS PARA UNA AGENDA GLOBAL

        El marco de reflexión latinoamericana -que es el que aquí esencialmente nos interesa- no podrá ser determinado con claridad, si no partimos del escenario  internacional que hoy integra. Este ha sido caracterizado como “global” y –más allá de las diferentes interpretaciones que podamos darle a este equívoco término- hay ciertas características fundamentales que se le reconocen.
        A ellas quisiéramos referirnos ahora, para luego volver sobre nuestra región específica. Por cierto que de manera sintética y presentando sólo sus rasgos fundamentales , esto en función del tiempo y de la propia jerarquía de los problemas (ya que cada uno de ellos daría para un largo desarrollo en sí mismo).
        Si se quisiera sintetizar en dos los puntos fundamentales de esta agenda global, deberíamos apuntar en primer lugar a la consumación y quiebre del paradigma de la Modernidad, y en segundo término a la planetarización de una verdadera revolución tecnocientífica con impactos estructurales en todos los órdenes de la cultura contemporánea.

 

        Ambos fenómenos están indisolublemente asociados y -alimentán-dose mutuamente- generan tanto la crisis como el crecimiento de propues-tas alternativas. Veamos cada uno de ellos:
(a) La crisis (y consumación) del paradigma de la Modernidad

        La noción de paradigma  (acuñada por T. Kuhn en su célebre obra La estructura de las revoluciones científicas, publicada en 1962) dado su carácter integrador, rebasó de inmediato el campo de lo epistemológico y se constituyó a su vez en modelo de explicación de las relaciones entre pensamiento y cultura.
        En efecto, Kuhn pensó el paradigma como una constelación de ideas, creencias y valores que marcan los cimientos de una época y sus teorías (científicas y filosóficas). Su ruptura implicaba una auténtica revolución y no una mera crisis, ya que éstas son todavía resolubles en el marco del sistema hasta allí vigente.
        Esto es precisamente lo que ha ocurrido con el paradigma de la Modernidad: su crisis es terminal y su implosión evidente, aún cuando todavía apelemos a sus valores porque el reemplazo efectivo tampoco se ha producido. Acaso por esto, hablemos ya de un mundo post-moderno, expresión también harto ambigua; sin embargo no avanzaremos aquí en esta dirección, ya que no es éste ahora nuestro tema central. Volvemos de inmediato sobre los componentes de aquél "centro firme" de la Modernidad, ahora en  consumación y crisis.
        En principio señalemos que nos referimos al paradigma históricamente construído por Europa entre los siglos XIII y XV; desarrollado, enriquecido y “globalizado”entre los siglos XVI a XVIII; en declinación a partir de la segunda mitad del XIX y en crisis radical a fines del XX, crisis que por su grado de universali-zación marca los inicios del este siglo XXI recién iniciado.
        Consignamos a continuación -muy sumariamente- algunos "núcleos duros" de ese paradigma:
        * su racionalismo (instrumental y dominador), base de esa confianza iluminista que desplaza a Dios a los márgenes y pone al "yo pienso" en el centro de la escena;
        * su visión de la historia como progreso constante; historicis-mo siempre justificador que le permitirá a Europa plantearse como modelo "universal" en pro de una suerte de cruzada civilizatoria mundial ("civiliza-ción/barbarie", un clásico que hará época!);
        * su fe ilimitada en el desarrollo tecnocientífico; nueva religión laica y positivista, acorde con su racionalismo e historicis-mo. Tecnociencia para quien la Naturaleza es ahora un gigantesco depósi-to de mercancías, a ser puestas en el mercado por medio del trabajo humano;
        * su concepción societaria y contractualista de la vida en       comunidad (solución racional al "egoísmo congénito" de la naturaleza humana), a la cual seguirá inexorablemente su peculiar teoría de la representa-ción política como forma "democrática" para manejo del "contrato social".
        Estos núcleos duros del paradigma Moderno -más otros que les están directamente asociados- son los que precisamente ahora están en crisis profunda y planetaria. Y lo grave del caso es que no se trata de un simple problema académico o de vanguardias intelectuales (aunque algunas veces se lo reduzca a esto), sino que ese paradigma Moderno fue el "núcleo duro" que inspiró -con las variantes del caso-  los dos grandes modelos económicos y sociales hoy en crisis: el capitalismo y el comunis-mo.
        Lo cual a su vez explica su competencia en espejo, primero, y sus recambios y combinatorias en este momento de crisis profunda. Es que ambos -capitalismo y comunismo-a nivel ideológico son hijos directos y dilectos del paradigma de la Modernidad. Razón por la cual, el deterioro de aquél los afecta a ambos, aún cuando esto se de en diferentes momentos e intensidades.
        No se trata entonces de que hoy -como en una competencia deportiva- uno se haya impuesto circunstancialmente al otro; ni tampoco de esperar la revancha en un próximo partido. La cosa es más simple y más grave: es el juego mismo el que se ha agotado. Vivimos en consecuencia un peligroso "tiempo de descuento", que requerirá de toda nuestra inteligencia, voluntad y honestidad, en pos de una continuidad digna y al mismo tiempo respetuosa "de todo el hombre y de todos los hombres".
        En las escuelas, en los institutos y en las universidad, esta crisis de fondo a nivel el pensamiento y los valores, se refleja a diario y tiene consecuencias muy importantes en el proceso educativo y en la vida de nuestros jóvenes alumnos. Es cierto que los valores de la modernidad están en crisis; es cierto que la mayoría de esos valores respondían a una visión más eurocéntrica que universal de la cultura, pero también lo es que su crisis nos arrastra a todos y que, en consecuencia, es urgente cabalgar esa crisis, encontrar nuevos caminos y generar un pensamiento propio capaz de sostenernos y enriquecernos en ellos.

 

(b) Una revolución tecnocientífica de dimensión planetaria.

        La habíamos señalado como el segundo gran tópico a considerar dentro de una agenda esencial del pensamiento contemporáneo. Se trata de una revolución inédita, con estos alcances y profundidades, la cual modela nuestro futuro, así como revoluciona nuestro presente. Las Tecnociencias ocupan hoy el lugar de "motor" histórico y social, que en el mundo feudal correspondía a la posesión de la tierra y en el moderno al capital.
        Se trata de una era tecnotrónica  o de una sociedad postindustrial  (de la que comenzaron a hablar B. Brzezinski y D.Bell, 1976); de la tercera ola (Tofler, '80); o bien de la sociedad de la información, o sociedad digital, en el lenguaje más propio de los '90.
        En ella la figura del técnico (y de la "tecnoburocracia" que le está asociada) ocupan el lugar central, desplazando de allí tanto al terrateniente, como al capitalista de la anterior era industrial. Lo cual por cierto no implica su desaparición del cuadro del poder, sino su radical reconversión.
        Hoy más que nunca sabemos que -tal cual Bacon lo pronosticaba en los comienzos mismo de aquella Modernidad- "El conocimiento es poder" y que su posesión (técnica) es la plataforma indispensable para todo otro tipo de desarrollo. Y eso muy especialmente, mirado desde nuestra América Latina.
        En su obra pionera en la materia (El advenimiento de la sociedad posindustrial) el norteamericano Daniel Bell sintetizaba así lo que él bautizó como las "cinco dimensiones de la sociedad postindustrial": 1) la creación de una economía de servicio; 2) el predominio de una clase profesional y técnica; 3) la prioridad del conocimiento técnico como fuente de innovación y de decisión política en la sociedad; 4) la posibilidad de un crecimiento tecnológico autónomo y 5) la creación de una nueva tecnología intelectual.
        Ese mismo año su compatriota Zbigniew Brzezinski (en La era tecnotrónica), caracterizó a la época donde es posible una sociedad tal como "era tecnotróni-ca", neologismo que al asociar los conceptos de tecnología y electrónica, "transmite de modo más directo la naturaleza de los impulsos principales que favorecen el cambio de nuestra época".
        Al principio ambos fueron optimistas respecto de estos advenimientos, pero luego sus preocupaciones fueron en constante aumento. Primero alertó Bell (en su obra Las contradicciones culturales del capitalismo) sobre los peligros de la "nueva clase tecnoburocrática" que se estaba gestando (que poco tenía que ver con los valores e intereses del capitalismo tradicional); así como sobre "el aflojamiento de los hilos que antaño mantenían unidas la cultura y la economía" y "la influencia del hedonismo, que se ha convertido en valor preponderante de esta sociedad". Crecientemente inquieto por la forma como la lógica implacable e individualista de la economía de mercado erosionaba la idea de "lo común", relanza la idea de "hogar público", como angustiante contrapartida ética para una sociedad que empezaba a caminar peligrosamente por la cornisa.
          Más tarde es el propio Zbigniew Brzezinki quien -en su Fuera de control, de 1994- advertirá sin medias tintas que "El mundo se encuentra fuera de control. Estamos viajando sobre un avión guiado por un piloto automático que acelera continuamente su velocidad, pero no tiene ninguna meta".
        Repasando las causas de esto, coloca en primer lugar lo que él denomina la "cornucopia permisiva", es decir el deseo de conseguir la mayor abundancia (“cornucopia”) de bienes materiales rápidamente y al cualquier precio. Y denuncia de inmediato que "La cornucopia es el emblema del sueño americano", quitándole así a su propio país (los EEUU) todo derecho a un liderazgo ético de la humanidad, aún cuando -por haber derrotado a los que denomina "los dictadores de las utopías coercitivas", los países comunistas- "podrá asumir un liderazgo mundial económico, político y militar".
        Para terminar recomendando, después de repasar y citar la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II, la obra del ruso A. Yakovlev (estrecho colaborador de M.Gorbachov) y la poética política del checo V. Havel: "Es necesario rehabilitar un sentido elemental de justicia, una sabiduría arquetípica, coraje, compasión y el sentido de una responsabilidad trascendente", sin los cuales el mundo seguirá estando fuera de control (aún cuando nosotros mantengamos la ilusión de gobernabilidad y racionalidad de los hechos que suceden).    
        Por venir de quiénes vienen –es decir del corazón mismo de “imperio americano”- estas advertencias son doblemente significativas. Y por cierto que la mejor intelectualidad latinoamericana también ha advertido la profundidad de la crisis.

 

c) Las tensiones entre globalización e identidades culturales.

          Finalmente, aunque más no sea dos palabras sobre las tensiones entre globalización e identidades nacionales, efecto estructural e ineludible de los dos tópicos anteriores (moderniza-ción y revolución tecnocientífica).
        Las tendencias a la universalización no son nuevas: nacen en los inicios mismos de la Modernidad (siglos XIII y XIV). Más aún, nosotros "americanos" somos fruto de esa tendencia globalizadora (1492). Por lo tanto la sociedad global no se inicia -sino que más bien se consuma- en los acontecimientos propios de este fin de siglo.
        El motor globalizador fue siempre preponderantemente económico: búsqueda de mercados para colocar los productos manufacturados (Revolución Mercantil, siglos XV a XVIII; Revolución Industrial, a partir del siglo XIX y Revolución Postindustrial, desde la segunda mitad del siglo XX).
        Aunque también siempre tuvieron su costado cultural . Es así que esas empresas económicas  -al ser exportadas más allá de su geografía inmediata- se concibieron simultánea-men-te como auténticas cruzadas "civilizato-rias" (la dicotomía civilización/barbarie, estructuró casi todos sus más importantes discursos).
        La globalización no es entonces un fenómeno reciente, sino consecuencia directa y necesaria del paradigma de la Moderni-dad. Tanto el capitalismo como el marxismo se autoconcibieron siempre como fenómenos "universales" y necesarios.        Lo que va cambiando son sus grados y los medios concretos para lograrlo, cada vez más efectivos, revolución tecnológica median-te.
        Por ello es que se impone -con toda urgencia- distinguir entre "globaliza-ción" y auténtica ecumene (planetarización). Así como entre una universalidad abstracta (producto de un particular que se autoerige en "universal" y, desde allí se globaliza) y una universalidad situada (propia de una cultura que -asumiendo dialogalmente sus diferencias- es capaz de participar creativamente de un diálogo planetario y, ahora sí, auténticamente universal).
        Así la "globalización" (en tanto imperialismo “de lo que ya es”), supone aquella universalidad abstracta y genera, en consecuen-cia, formas de integración satelizante que mutilan las soberanías de las partes en el todo. Mientras que, por oposición, denominamos planetarización a ese juego ecuménico que -apoyado en universalida-des situadas- construye el ámbito común como libre juego de identidades que se realizan integrándose en torno e un programa que combina justicia social y desarrollo económico.
        Es urgente la transformación del paradigma "globaliza-dor" vigente, en un auténtico espacio ecuménico, porque en ello se juega buena parte de las chances de esta nave espacial Tierra y sus preocupados tripulantes. Sólo entonces podremos utilizar con propiedad la expresión "nuevo orden internacional" y profundizar así nuestros actuales procesos de integración (regionales y continenta-les) en dirección de un orden tan justo como auténticamente planetario (y no méramente “globalizador”).  

Recogido este desafío, ¿qué implica hoy participar –desde América Latina y desde el pensamiento popular- en la construcción de un nuevo imaginario latinoamericano? Varias cosas, pero empecemos por una de ellas: es necesario hacerlo activamente y en todas las iniciativas de integración subregional; lo cual supone reinventar las propias, proponer nuevas (llegado el caso y la necesidad) y escuchar y colaborar con todas aquéllas que provengan de otros estados (o pactos) subregionales.
¿Y por qué –en esta era global- nos parece indispensable y urgente escuchar (sin “saltearse”) la voz de las regiones y subregiones? Precisamente porque éstas son las que permitirán un tipo de orden internacional diferente del imperialismo global al que peligrosamente nos estamos acercando. No es deseable, de ninguna manera, que esta globalización termine por consolidar una “nueva Roma”; es decir, que el ecumenismo a que aspiramos no debe rematar en un “Estado Universal” (uni o bipersonal, mas en todo caso estrecho y selecto), sino en un verdadero sistema internacional, con fuertes y representativos actores regionales y subregionales, de cuyos múltiples y activos juegos de poder resulte el ansiado orden que infructuosamente venimos buscando desde comienzos de los noventa.
Vista así la cosa, las organizaciones regionales y subregionales cumplirán –en ese  nuevo orden internacional- el papel positivo que las “organizaciones intermedias” juegan en el interior de los respectivos estados nacionales. Esto es: organizan los intereses y aspiraciones individuales, las armonizan en el conjunto y potencian su voz frente al estado de turno. Aquéllas organizaciones lo son de ciudadanos, éstas lo serán de naciones. En cualquiera de los casos –y complementariamente por cierto- ambas circundan el poder y lo limitan, evitando totalitarismos de cualquier tipo y representando frente a él una suerte “voluntad general” (y popular/nacional) a la que no podrán dejar de escuchar.
Casualmente el actual proceso globalizador parece alejarse de un camino así y corre el peligro de devenir un globalitarismo (es decir un nuevo totalitarismo o imperialismo, esta vez a escala planetaria). Una “pirámide” de poder (con un par de actores importantes en su vértice, EEUU, la CE, por caso), quedándole al resto sólo la potestad de adherir a decisiones que no han generado y muchas veces ni siquiera comparten.
Por lo tanto, también en la construcción de una auténtica comunidad de naciones (que de esto y no sólo de “globalizar” se trata), es necesario ir por partes y de abajo hacia arriba. De la nación a la región, de ésta al continente y desde él hacia lo ecuménico o mundial. Cuanto más simples, imperativos y “urgentes” se presenten los procesos, más desconfianza deben inspirarnos. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que la integración no nos urja, pero no de cualquier tipo y a cualquier precio.
El siglo XX se ha cerrado, el XXI acaba de inaugurarse y lo medular de una vieja dicotomía que nos ha atravesado siempre -liberación o dependencia- sigue en pie (sólo que ahora, no ya en el marco de aquél Diálogo Norte-Sur, sino en el contexto mucho más crítico y férreo del proceso globalizador). Cuestión ésta última que no implica desertar del ideal liberador, sino buscar la forma y estrategia para su adecuado logro en la era global.
Estas consideraciones nos obligan a repensar a fondo el concepto de “soberanía”, pero no aquí tampoco para renunciar a ella (so pena de que sería imposible en un época “interdependiente” y global, como pretenden convencernos los mentores del neoliberalismo), sino para ver y entender como cursan y qué desafíos deberán sortear los proyectos soberanos en una era de creciente integración mundial.
Lo primero será comprender que el modelo de nación soberana del siglo XXI, no podrá ser el del “nacionalismo” (europeo) del siglo XIX. Lo que está agotado y resulta inviable, es enonces ese concepto de soberanía: autárquico, autosuficiente y expansivo; con una concepción esencialmente “egoísta” (yo) y rentística de la vida, siempre a la defensiva (del “otro” que amenaza sus fronteras), siempre presto para la guerra y esencialmente insolidario. Por el contrario, un proyecto actualizado y viable de “soberanía” (tanto personal, como social y nacional) requiere la superación (convencida) de tal egoísmo insolidario y su reemplazo por un modelo solidario, integrador y dialogante, donde lo “propio” se realiza también con lo “otro” (y no contra él) y donde unidades menores van posibilitando integraciones mayores que las fortalecen (y no las absorben).
Sobre tales bases filosóficas, queremos aportar ahora a la construcción de este nuevo imaginario latinoamericano, la categoría de “soberanía ampliada”, sobre la cual bien puede apoyarse la de “soberanía regional”. Entendemos por “soberanía ampliada” aquélla que realiza y completa su voluntad autonómica y su deseo de libertad (base de todo tipo de soberanía), más allá de la esfera exclusiva del “yo” o del sí mismo. Esto es, un proyecto de libertad y autonomía que, si bien parte como reclamo y llamada del “yo”, no se queda en él (a la manera del “egoísmo” moderno), sino que requiere al “otro” como contrapartida inexcusable de mi propio libertad. En consecuencia: mi libertad no termina donde empieza la libertad del otro, sino que allí apenas comienza a madurar ese proyecto en común donde “yo” y “tú” devienen un “nosotros”.
Proyecto por cierto lleno de contradicciones, tensiones y dificultades, pero inexcusable para la realización auténtica (y sostenible) de todo “yo” (y de todo “tú”). Así, en este pasaje de la autonomía (imperial) del “yo” a la heteronomía del “nosotros” , aquél yo inicial se amplía (no se “reduce”, ni se “limita”, como pregona el contractualismo o el pactismo “liberal”) y en esa misma “ampliación” fortalece y gesta (en comunidad con el “otro”) un espacio y un tiempo cualitativamente distinto: el del “nosotros”, una región por completo diferente y sin embargo encarnada que contiene (y a la vez supera)  los respectivos puntos individuales de partida.
Así es como -en nuestro entender- este concepto de “soberanía ampliada”  resulta la matriz teórica adecuada para pensar (más allá del “pacto” o de la “invasión”, del yo al otro) la creación de un “nosotros” cultural sobre el cual hacer descansar (por acción de la solidaridad y la justicia, antes que por la guerra o la conveniencia circunstancial) una nueva realidad: la región común, la comunidad (de destino, antes que de “origen”), la “soberanía regional”, en fin.
Pensar la soberanía de esta manera nueva (ampliada y regional), nos parece decisivo a la hora de organizar y ejecutar nuestra gran asignatura pendiente: la integración latinoamericana.


II. LOS CAMBIOS EN EL MUNDO DEL TRABAJO

        Exprofesamente nos hemos detenido en caracterizar con cierto detenimiento los componentes esenciales de esta agenda de fin de siglo. Sólo en ese marco general cobran real entidad los temas más específicos.
        Ahora podemos afirmar -cargando a estas aseveraciones con todo su peso- que esos cambios se dan en el contexto de la crisis irreversible del paradigma Moderno; del predominio planetario de las tecnociencias y de un proceso globalizador que redefine radicalmente las identidades nacionales, comunitarias y personales.
        Los cambios en el mundo del trabajo están en relación directa con ese trípode que -a la vez que lo soporta- lo redefine cada vez con mayor profundidad y celeridad. Aunque nuestras expectativas respecto del trabajo siguen siendo estructuralmente las mismas (satisfacción de nuestras necesidades básicas, realización de la persona humana y aporte a la comunidad que habitamos; en tanto y en cuanto el trabajo tiene que ver con nuestro proceso de hominización, antes que con variables ocasionales, sin embargo la satisfac-ción de esas expectativas y los modos concretos del mismo han variado y variarán de modo radical.
        No es lo mismo trabajar (o no tener trabajo, la otra y perversa cara de la moneda) en una sociedad de tipo postindustrial, que en otra. Así como, los valores que rodeaban a ese mundo del trabajo y generaban las lógicas expectativas del trabajador, adoptan por hoy rostros por completo diferentes y cambiantes.
        Hace treinta años el mexicano Octavio Paz -bajo el título "Los signos en rotación"- describía poéticamente ese corte profundo, con estos términos: "En la antigüedad el universo tenía una forma y un centro; su movimiento estaba regido por un ritmo cíclico y esa figura rítmica fue durante siglos el arquetipo de la ciudad, las leyes y las obras. El órden político y el órden del poema, las fiestas públicas y los ritos privados -y aún las discordias y las transgresiones a la regla universal- eran manifestaciones del ritmo cósmico. Después la figura del mundo se ensanchó: el espacio se hizo infinito y transfinito [ahora, virtual!]; el año platónico se convirtió en sucesión lineal, incabable; y los astros dejaron de ser la imágen de la armonía cósmica. Se desplazó el centro del mundo y Dios, las ideas y las esencias se desvanecieron. Nos quedamos solos. Cambió la figura del universo y cambió la idea que se hacía el hombre de sí mismo...Ahora el espacio se expande y disgrega; el tiempo se vuelve discontínuo; y el mundo, el todo, estalla en añicos. Dispersión del hombre, errante en un espacio que también se dispersa, errante en su propia dispersión".
        ¿Qué es,  pues, trabajar en un espacio que se disgrega y en un tiempo sin borde?; ¿qué es trabajar cuando los centros se han desplazado y nos quedamos solos?; ¿cómo y para quién se produce allí donde todo se discontinúa y cambia?; ¿quién manda y quién obedece, quién planifica y quién ejecuta, quién representa -y a quién- en medio de la soledad anónima?; por fin, ¿quién trabaja y quién no, allí donde las antiguas ideas, creencias y valores y sistemas de conocimientos han entrado en crisis acelerada?.
        Sólo teniendo en cuenta este marco básico, es que podemos comprender por qué conceptos hasta ahora aparentemente simples y sólidamente arraigados (jornada laboral, tipo de trabajo, salario, convenio colectivo, etc,etc), han entrado a su vez en profunda (y peligrosa) crisis. Quiénes no comprendan integralmente esta mutación cultural, o confundan las causas con las consecuencias, se encontra-rán en serias dificultades para proponer alternativas prácticas y factibles (algo que urge muy especialmente a los trabajadores).
        La anterior sociedad industrial -cuyo clima de realización podemos ubicarlo en la década de los '50 de este siglo- forjó un estilo de producción basado en organizaciones optimizadas, cuyos procedimientos y rutinas se encontraban estandarizadas. El "fordismo" era el eje dominante del desarrollo. Cada individuo realizaba una pequeña porción de la producción total y estaba circunscrito a una tarea específica en el engranaje de la maquinaria productiva. A su vez, esas piezas, convergían ascendentemente hacia el mando centrali-zado y el control vertical. La mano de obra, en este marco, era un costo variable provisto por el mercado y los trabajadores se encontraban vinculados a puestos bien definidos, siendo la disciplina laboral su principal virtud.
        Los supuestos básicos de tal organización de la producción y del trabajo, eran los de una demanda estable, sin bruscas alteraciones en el corto y mediano plazo, como consecuencia de asignarle al estado ("de bienestar") la tarea de mantenerla efectiva.
        Se aspiraba así a economías de escala para la producción en masa y el objetivo central era lograr productos estándares para clientes masivos. A su vez las teorías del desarrollo económico  privilegiaban la acumulación de capital físico -requeridos por una infraestructura montada para el largo plazo- y asociaban la idea de crecimiento con la materialidad del proceso productivo, el cual por sí solo traería aparejado el progreso social y el desarrollo global.
        De más está señalar que poco de esto subsiste hoy. Al calor del cambio tecnológico la sociedad posindustrial -que es también del conocimiento y de la información- dio forma a un mundo del trabajo completamente diferente (por cierto que no a la misma velocidad en todos los lugares, ni con las mismas consecuencias).
        El capital humano y el conocimiento tecnológico son ahora el elemento central en la estructura de la empresa. En este contexto los puestos de trabajo pasan a ser variables y a la vez flexibles; la norma es ahora la búsqueda y capacitación de trabajadores en términos de adaptación, capacidad en situaciones cambiantes, potencial de iniciativas y automotivación.
        La producción no se orienta ya más en torno de una demanda básicamente estable, sino que busca adecuarse a preferencias cambiantes, lo que implica la segmentación y acortamiento de los procesos productivos. El consumidor (selectivo y no ya estándar) es el destinatario de este modelo y la tecnologización del proceso productivo posibilita atender esa fragmentación, al mismo tiempo que abarata los productos. Estas innovaciones han alterado sustancial-mente los vínculos de los hombres con las máquinas y de estos entre sí.
        Al mismo tiempo -al acortarse los ciclos, reducirse los costos y abaratarse los precios- la barrera dominante de acceso al mercado deja de ser la inversión y pasan a ser las personas y el conocimien-to. Así, consumidores exigentes en el marco de un mercado en permanente (y conflictiva) ampliación y trabajadores con una alta exigencia de capacitación, son los términos de una nueva ecuación entre tecnología y mundo del trabajo.
        Hasta aquí lo estructural, lo que ya está ocurriendo y no puede (ni debe) ser ignorado, ni minimizado. Sin embargo, esto no es neutro, ni beneficia a todos por igual, ni implica los mismos riesgos ni desafíos. Pensarlo situadamente (en nuestro caso como latinoamericanos), es lo primero que se impone.    
        Un buen punto de partida es partir de aquélla revolución tecnocientífica que anteriormente hemos descripto y cuyos impactos en el mundo del trabajo son decisivos y evidentes.

a) Valorar crítica y objetivamente esa revolución tecnocientífica.
        
        Ni el "optimismo tecnológico" ni su correlativo especular, el "pesimismo", ayudan a una correcta comprensión de lo que en realidad está pasando. La técnica -en sí misma- no es ni un dios, ni un demonio; no condena ni absuelve por sí misma. Es increíble lo rápido que somos inducidos a olvidar el carácter instrumental de las técnicas (y por ende la necesaria referencia humana de las mismas), en aras de una suerte de “fatalismo”que nos deja prácticamente inermes frente al desarrollo tecnocientífico.
        Al transformar el instrumento en fin y presentar a éste como universal e inexorable, lo que hacemos es escamotear la responsabi-lidad humana (es decir, política) en ese proceso tecnológico, así como se nos induce a aceptar este horizonte "fuera de control" como si se tratase de otro fatalismo inmodificable de origen casi celestial. Algo similar a lo que ocurre cuando se confunde -como veíamos anterior-mente- la "globalización" con una auténtica ecumene, induciéndose  a aceptar como inmodificable lo que en realidad es una muy concreta construcción de poder.   
        Es que aquí también -como en la economía y en la politica- el Pensamiento Unico viene extendiendo peligrosamente sus recetas. Así  se elabora y propagandiza una suerte de desarrollismo tecnológico universal,  cuyo cumplimiento ritual traería inexorablemente aparejados riqueza, empleo y prosperidad sin más (sino hoy, con seguridad mañana, si persistimos en ese único camino).
        Este verdadero mito se apoya puntualmente en tres fábulas. La primera de ellas es la de la supuesta neutralidad (política y axiológica) de la ciencia y la tecnología, de la que se extrae la posibilidad y beneficio de su expansión universal sin más.
        Por cierto que lo que aquí se ignora es que las ciencias y las técnicas son fundamentalmente productos socio-culturales y que -junto a los otros saberes artísticos y humanísticos- expresan siempre una concepción del mundo. De aquí precisamente la necesidad de una relación libre (no dependiente) con esos productos y de tener siempre presente el paradigma de las denominadas tecnologías apropiadas en el trato e intercambio universal en materia de tecnociencias. Quienes olvidan que lo tecnologico es siempre opción (y muchas veces creación), pagarán cultural y socialmente muy caro esta fábula de la "neutralidad" tecnológica.
        La segunda fábula a superar -solidaria de la anterior- es la de la supuesta sincronía universal de las culturas, según la cual éstas progresan a través estadios uniformes, hacia metas universal-mente predeterminadas, requiriendo en consecuencia los mismos tipos de técnicas y saberes para ir así escalando etapas. Es así que ha llegado a decirse: "Aquello que es futuro (eventual) para nosotros, es presente para otros. En eso, al fin de cuentas, consiste el subdesarrollo: en ir detrás, en ignorar lo que otros ya saben y uno sabrá después, en carecer de lo que otros tienen y uno podrá tener más tarde".
        Ojalá las cosas fueran así de fáciles y sencillas! Desgraciada-mente no lo son. No hay tales “estadios” o metas fijas (por el contrario éstas se diseñan y se alcanzan según las respectivas culturas e intereses nacionales y regionales); el tiempo (local y planetario) no es una sencilla construcción lineal, sino complejas parábolas dialécticamente entrelazadas; finalmente, los juegos de interdepen-dencia y dependencia las atraviesan cambiantemente por igual.
        La tercera fábula -que refuerza y complementa las dos anteriores- es la que denominamos del supuesto banquete tecnológico universal, según la cual las bondades tecnológicas estarían allí servidas al alcance de cualquier mano planetaria que las desee o necesite. Bastaría con acercarse y servirse. Craso error, porque desde Bacon bien sabemos que "el conocimiento es poder" y que éste no se regala ni se presta. Y si esto nos parece demasiado duro, recordemos a Federico List quien ya en 1841 escribía: "Es una regla de prudencia vulgar, la de quitar la escalera con la que se alcanzó la cima, con el fin de quitar a los demás los medios para subir detrás".
        De aquí la necesidad de sostener -junto al deseo legítimo y justo de democratización universal del saber- un desarrollo nacional y regional suficiente en materia de ciencia y tecnología, capaz de ofrecer alternativas culturales acordes con nuestras específicas necesidades latinoame-ricanas en la materia. Japón es un excelente ejemplo en esta dirección positiva pués desde 1867 -luego de la derrota del Shogunado (gobierno oligárquico de los nobles) y el comienzo de la célebre dinastía Meiji- realizó un esfuerzo de modernización social y tecnológica, con firme base en su identidad nacional, que sostenidamente explica su estado presente (cara oculta del  "milagro", tantas veces olvidada o minimizada).
        En síntesis, que las tecnologías no son neutrales, ni universalmente positivas sin más trámite, ni disponibles sin condicionamientos más o menos abiertos. Por consiguiente las relaciones entre desarrollos tecnológicos y aparatos productivos, que hoy por hoy se encuentran en pleno debate y fuego cruzado de mutuas acusaciones (debido a fenómenos como el desempleo, la devastación ecológica, o los fenómenos sociales que suelen provocar, no se resolverán en serio sin llevar ese debate al terreno profundo en que técnicas, culturas y decisiones políticas vuelvan a quedar firmemente imbricadas. Se impone entonces:
        * la recuperación de la dimensión humana de la técnica, recordando siempre el carácter instrumental (“medio” y no “fin”) de ésta;
        * el reconocimiento de la pluralidad de estilos y desarrollos tecnológicos, optando por aquél que mejor se integra con los ideales, valores y necesidades de una determinada cultura;
        * en consonancia con esto, el pleno aliento -político y económico- de la investigación y desarrollos nacionales (y regionales) en materia científica y tecnológica;
        * finalmente, la puesta al servicio del hombre del saber tecnológico y sus productos, en un acto de democratización del saber y del consumo que sólo tendrá como fronteras la dignidad de la especie humana y su ancestral lucha por la libertad y la justicia social.
        Sin embargo, esto sólo no basta.

b) Necesitamos volver a rediseñar el estado nacional.

        Ya un lugar común referirse a la década del '80 como la "década perdida" para el crecimiento latinoamericano y a la de los ’90 como las de verdadera liquidación de sus poderes soberanos y riquezas económicas. Sin embargo, acaso por su proximidad, todavía no hemos tomado conciencia -en toda su dimensión- de la profundidad de esas perdidas. Cuando lo hagamos, acaso advirtamos que sus consecuencias han sido más desvastadoras que la Gran Depresión de los '30, que su duración fue mayor y que la caída ha sido inclusive más pronunciada que la experimentada por Europa y los EEUU sesenta años atrás.
        Un sólo dato estadístico para tomar la temperatura del problema: a comienzos de los '80, 112 millones de latinoamericanos y caribeños (o sea el 35% de los hogares), era pobres; ya en la mitad de esa década, los pobres eran 164 millones y totalizaban el 38% de los hogares. Para tener una idea de esta velocidad de la pobreza, señalemos que la población total de la región (en términos absolutos) había crecido menos que el número de pobres. De allí en más la tendencia siguió en ascenso; "nuevos pobres" se incorporan todos los días a una mesa latinoamericana cada vez más estrecha y austera.
        A pesar de todo, la región siguió apostando a la esperanza y a la vida: a comienzos de los '80 éramos 359 millones de habitantes; el fin de siglo en cambio nos aguardó aquí con 523 millones de almas. Y como van las cosas, ¡cerca de la mitad serán pobres!
        También es ya un lugar común el señalar que allí se quebró un ciclo: el del "Estado de Bienestar". Denominación por cierto dudosa y exógena a la región (¿cuándo realmente en América Latina existió en plenitud ese tipo de estado?), pero denominación al fin aceptada para caracteri-zar un modelo integrado,al menos, por tres ingredientes básicos: 1) en lo económico, un proceso de sustitución de las importaciones, cuya meta fue incorporar -tardíamente- estas economías al proceso de industrialización avanzada de Occidente; 2) el fomento explícito de políticas sociales que -apoyadas en aquél impulso industrializador- incorporara a estas sociedades a las coetáneas prácticas del estado de bienestar vigentes en el mundo desarrollado; 3) la puesta en marcha de procesos de mayor participación popular y democratización de la vida política, requeridos a la vez por la modernización económica y el sostén de las políticas industriales y sociales en curso.
        Todo esto conformó por cierto un tipo por completo diferente de estado: ahora activo, interventor directo en la vida económica y con fuerte voluntad de reparación y justicia. Con diferentes grados y matices según los países que conforman la región, lo cierto es que el protagonismo de la vida política se instaló en el estado y desde él se disputó (también con diferentes estrategias) los espacios de decisión que hasta entonces monopolizaban los sectores sociales y económicos hasta entonces dominantes.
        Paradójicamente ese incipiente "estado de bienestar" latinoamericano contó con una gran comprensión y acompañamiento de las agencias internacionales que, por aquel entonces, había asumido un fuerte compromiso con del “desarrollo” (palabra clave de la época). Al mismo tiempo, la existencia de un "segundo mundo" socialista, presionaba con ofertas de políticas alternativas y distintas apoyaturas a los procesos en marcha en el "tercer mundo".
        Sabido es que todo este modelo comienza a tambalear a mediados de los '70 y se derrumba en los '80. Dejamos aquí ahora pendiente el análisis pormenorizado de las causas (internas y externas) que llevaron a esa crisis y derrumbe, para pasar rápidamente a las consecuencias y al tipo de modelo (¿de "malestar"?) que lo sustituyó. Eso nos sumerge de inmediato en el presente.
        La crisis de la deuda externa nacional y regional, fue sin dudas desencadenante. Se cerró un tiempo de esperanzas (y también de frustraciones, es cierto) y el ajuste de los ’90 ocupó el mítico lugar del "desarrollo" e los ‘60. Se iniciaron aquí las que ahora -y también desde su ya evidente agotamiento- podríamos denominar como políticas de primera generación post "bienestar". Desregular, desestatizar, desproteger y abrir (indisolublemente unidas al verbo pagar), fueron las nuevas voces de mando. Las tímidas democracias latinoamericanas de los '80, nacieron en medio de ellas e inocultablemente condicionadas por estas nuevas realidades.
        Estas políticas de primera generación de los '80, en los '90 ya comenzaron a mostrar su agotamiento y, en el comienzo de un nuevo siglo, requieren su propio ajuste y -en ciertos ámbitos- de cambios fundamentales.
        El discurso ortodoxamente fiscalista que las sustentaba, se correspondía en un todo con un mundo donde el principal problema era la inflación y las incon-troladas deudas públicas.
         Frente a un keynesianismo en crisis, los "médicos" aparecieron por el lado de la escuela monetarista de Chicago (Milton Fridman), cuyas recetas fueron continuadas (en dosis ampliadas) por la denominada Escuela de las Expectativas Racionales (conducida por el reciente premio Nobel, Robert Lucas) y propagadas en modelos ultramatemáticos al estilo de Lucas, Sargenat y Barro. La conclusión de todos ellos desembocaba -por diferentes vías- en una recomendación única y universal: todos los esfuerzos económicos debían dirigirse al logro de un “presupuesto equilibrado” y los estados debían abstenerse de intentar cualquier reactivación económica, porque ello derivaría inexorablemente en inflación. Y en el mundo, había inflación. Por lo tanto los gobiernos debían hacer lo menos posible en materia económica, ajustarse el cinturón y confiar a rajatabla en la “mano invisible” y racional de los mercados. Por décadas los economistas latinoamericanos fueron educados en esta escuela y de ella extrajeron -con las variantes del caso- sus recetas locales.
        Y el gran cometido se cumplió. A un costo social y humano brutal, la inflación fue retrocediendo y hoy en el centro de la escena ocupan su lugar el desempleo y la falta de crecimiento económico a niveles sustantivos. Simultáneamente, en las propias usinas económicas del Primer Mundo, surgen cuestionamientos crecientes a aquellas doctrinas monetaristas y fiscalistas. Los hechos terminaron probando (con altísimo costo humano) que hacer girar toda la economía sobre el presupuesto básico y la perfecta racionalidad de las expectativas, era algo tan irreal como desacertado. En 1994 Paul Krugman -polemizando con Lucas- decía: "Nada hay más irracional que la perfecta racionalidad". De allí en más la polémica no cesa y esta "tercera ola neokeynesiana" (representada por Krugman y George Akelrof), plantea lisa y llanamente un cambio en la “medicina”. El remedio que sirvió (en parte) para la fiebre inflacionaria, no es útil para el tumor del desempleo y la recesión. Sin embargo y por aquel retraso lógico que genera la dependencia intelectual, buena parte de nuestros economistas latinoamericanos en función de gobierno, parecen no haberse enterado y se limitan a doblar la dosis de la misma medicina, esperando -casi con fervor místico- que el milagro se produzca. En tanto, el enfermo empeora.
        Pero lo cierto es que ese fiscalismo, que hasta hoy funcionó como Pensamiento Unico, ha dejado de ser tal. Se lo debate -aún cuando se lo siga implementando- y esto nos dan posibilidades de ir esbozando las denominadas "políticas de segunda generación", decisivas para poder plantearnos -en serio- la posibilidad de salir del atolladero y recuperar la iniciativa (humana y política) de los procesos económicos.
        Estas políticas serán ahora activas (a diferencia de la pasividad del "ajuste") y se orientarán primordialmente hacia los dos inquietantes huéspedes de las sociedades contemporáneas: el desempleo y la recesión económica sustantiva.
        Ellas suponen por importante rediseño del estado (post reforma y post ajuste). Porque no puede haber políticas de segunda generación, si no hay un estado capaz de llevarlas adelante; de allí que este estado "reformado" se muestre muy por debajo de las necesidades actuales en materia social y hoy su crisis ha vuelto a hacerse evidente.
        Se requiere así un estado que -aprendiendo aún de sus propios errores y no desertando de sus tareas indelegables en el mercado- sea capaz de transitar los espacios que aquellas políticas de segunda generación requieren. Muy sucintamente dicho:
        * la construcción de un nuevo consenso democrático, en torno de cuestiones abandonadas (de manera suicida) hace más de una década: productividad, empleo, distribución de la riqueza;
        * la construcción de oportunidades, para evitar así la necesaria ceguera del mercado en cuestiones que ya lo han demostrado insuficiente;
        * la discusión e implementación de políticas nacionales (y regionales)activas frente a la globalidad: de adaptación en algunos casos, de autonomía en otros, imaginativas siempre;
        * la definición de regulaciones óptimas, frente a las políticas (ya fracasadas) de aperturas, privatizaciones y descentralizaciones, así como una profunda revisión de las reformas en curso;
        * finalmente, la formulación inteligente de políticas de región, de sector y de tamaño las cuales favorecerán -aun en medio de la globalidad y acaso por las posibili-dades que ésta misma abre- la conformación de un aparato productivo acorde con nuestra impronta socio-cultural y con nuestros legítimos intereses. Para el caso de las "conexiones financieras" (claves en toda economía de tipo capitalista), esto resulta de primerísima importancia.
        Por cierto, que esto ni es sencillo ni es todo; pero constituye en nuestro entender, el punto de partida de un imprescindible diálogo (nacional y regional) que permita ir buscando ese "arriba del laberinto" que la dictadura del Pensamiento Unico se encargó reiteradamente de negarnos, o dificultarnos

        Sin embargo, allí están. Constituyen nuestras dolorosas y muy latinoamericanas asignatu-ras pendientes. Burlándose del promocionado "fin de la historia" y de los apresurados decretos funerarios (muerte del hombre, de Dios, de las ideologías), insisten con la terquedad de lo insoslayable.
        ¿Estaremos a la altura de sus circunstancias; ¿o insistiremos con los caminos del laberinto?. ¿Seguiremos presentando como "natural" (científico e ineluctable), lo que en realidad es histórico y por ende modifica-ble?. ¿O recordaremos a tiempo que siempre es posible volver a empezar, si se aúnan la decisión política y la inteligencia (propia) para hacerlo?

 

III. UNA AGENDA LATINOAMERICANA

Por eso mismo y con la urgencia del caso, vale la pena intentar aproximarnos, al menos, a una agenda latinoamericana de cuestiones pendientes.
        En principio una agenda de ese tipo, estará seguramente inspirada por dos grandes grupos de cuestiones. Uno de ellos podríamos denominarlos el conjunto histórico, comprendiendo aquel grupo de “asignaturas pendientes” que –desde el fondo de nuestra historia iberoamericana- nos convocan como problemas o situaciones todavía abiertos y, por ello mismo, de permanente vigencia en el nivel de la reflexión y del pensamiento. Son las cuestiones estratégicas de todo discurso que pretenda situarse iberoamericanamente y cuyo tratamiento –lejos de cerrarse- permanece siempre críticamente abierto, lo cual no sólo es lógico sino también muy deseable.

a) Las asignaturas históricas pendientes.
        
Sin pretender por cierto agotar este grupo de problemas –que además varía según la ubicación sociocultural concreta dentro del gran conjunto iberoamericano- diríamos que una agenda histórica común y mínima, no puede dejar de seguir transitando -al menos- por los cuatro siguientes ítem:
1) la identidad y diversidad cultural americana; 2) la peculiar constitución de nuestras nacionalidades (a partir del hecho colonial inicial) y de nuestros respectivos sistemas políticos y estatales;  3) el logro de la justicia social, como legado siempre abierto y pendiente en nuestras comunidades nacionales y sectores sociales específicos; y 4) la integración regional iberoamericana, como motivación histórica original y sus permanentes derivas concretas.
        Cada uno de estos puntos es un extenso e inagotable problema en sí mismo, sin embargo en su conjunto, constituyen un plexo básico de memoria histórica que –como trasfondo cultural permanente- está presente en nuestra candente actualidad iberoamericana. Ignorarlos o minimizarlos en la búsqueda de las soluciones más urgentes, es tan peligroso como quedarse eternamente demorados en ellos.
Todo planteo inteligente del presente iberoamericano juega con y contra esa “memoria histórica” y –en ese mismo juego cultural- obtiene sus motivos y voluntades más genuinas y a la vez más transformadoras. Esto ha sido ignorado con harta frecuencia, tanto por los proyectos “modernizadores” sin más, como por los “tradicionalismos” a ultranza, que operaron y operan al interior de nuestro mundo iberoamericano, con resultados visiblemente insuficientes y hasta peligrosos para sus respectivas comunidades.

b) Los desafíos del presentes

Hay un segundo bloque de cuestiones, en esta inicial agenda latinoamericana que aquí ensayamos, que bien podríamos denominar como los desafíos del presente (inmediato o mediato). Estos tienen ya carácter de urgentes y dilemáticos y, postergarlos o ignorarlos, resultaría una actitud tan suicida como la renuncia a aquélla memoria histórica que antes apuntamos. Si esto último nos hace perder el pasado (condenándonos a un presente light y depotenciado), aquello amenaza con dejarnos sin futuro, es decir sin pro-yecto posible y sustentable. Iberoamérica, América Latina –o cómo elijamos llamar, nunca ingenuamente, a esta realidad que somos- está hoy atravesada por encrucijadas (dilemas) de magnitud y urgencia muy semejantes a los de la etapa fundacional de su vida independiente. Estamos en medio de un “ser o no ser”, estructuralmente muy parecido a la salida de la etapa colonial y el comienzo de su (siempre relativa) soberanía política. Tal la gravedad del presente iberoamericano, sometido a tensiones globales de singular magnitud y violencia.
En esta primera década del nuevo siglo, se jugarán sin dudas cuestiones realmente atinentes a la supervivencia de Iberoamérica como entidad cultural y política con perfil propio (aunque integrada, por cierto, a la ecumene planetaria). Está en juego la naturaleza de esta integración, oscilando entre los extremos de la fusión lisa y llana en un proyecto “global” y externo (como simple “mercado emergente”), o su vigencia como entidad autogobernada e integrada (es decir, como nación). Su libertad, es en una palabra lo que está en juego, ya que sin ella no hay determinación ni soberanía cultural, política o económica.
        Una agenda mínima de este presente urgente y dilemático debería contemplar, al menos, los siguientes asuntos básicos:
1) en el nivel económico, el peso cada más insoportable de su “deuda externa” y los condicionamientos que ello genera en términos de “deuda social”. Esta consideración debería además dar cuenta de los efectos devastadores que ha tenido y tiene –para los diferentes países iberoamericanos- la aplicación de “recetas magistrales” (pensamiento único) en aras de su eventual solución;
2) en el orden político, es urgente pensar y actuar sobre el estado de crisis grave que actualmente atraviesan nuestro sistema democrático, el sistema de representación política y la anomia desesperanzada que afecta a grandes sectores de nuestra población. Este tema político, está profundamente entrelazado con el económico que le precede y
3) en el orden geopolítico y estratégico, es urgente imaginar -de manera creativa y consensuada- una estrategia de desarrollo regional integrado capaz de aceptar (y a la vez “superar”) los escollos y condicionamientos que impone este momento “global”, de características casi imperiales. Este modelo (pendiente) de desarrollo regional integrado, no es sólo ni preponderantemente un modelo económico, sino también un modelo político, cultural y social iberoamericanamente situado, es decir: abierto al mundo, pero respetuoso y promotor de nuestras diferencias y necesidades regionales. Frente al “globalitarismo” (imperial y aplanador de las diferencias), un auténtico y ecuménico universalismo que –por ser tal- respeta y promueve tales diferencias, encontrando en ese juego planetario su más profunda y humana razón de ser.

c) El proyecto de una Comunidad Latinoamericana de Naciones.
        
Como todo pro-yecto éste tiene, un punto de partida, un pro..., una herencia (en este caso la peculiar historia de América Latina y sus asignaturas pendientes); y tiene también un punto de llegada que, precisamente como algo yecto..., está por delante y genera expectativas de unidad y acción (ahora) comunes, en tanto respuesta a aquéllas asignaturas pendientes y a los nuevos desafíos de la época.
Por ello, en este proyecto de una Comunidad Latinoamericana de Naciones, “pasado” y “futuro”, se encuentran –conflictivamente por cierto- en un presente vivo que exige a su vez dos cosas: primero, recuperar aquélla herencia, pero a la vez superarla en lo que ésta ha tenido de impedimentos para la constitución de un “nosotros” (afirmativo y plural); y en segundo lugar, responder a los desafíos de ese “futuro” que –desde este presente vivo- reclama la redención de la injusticia y la realización más plena y solidaria de nuestros pueblos. Podemos entonces decir que este proyecto de una Comunidad Latinoamericana de Naciones, está por detrás y por delante de nosotros mismos: es nuestra historia y, a la vez, nuestro futuro.  
        La construcción de un nuevo imaginario latinoamericano requiere entonces de ese doble movimiento. Si miramos ahora hacia nuestra historia continental más reciente (siglos XIX y XX), lo primero que salta a la vista es la fragmentación de su territorio y de su política común, a favor de nacionalidades débiles y muchas veces enfrentadas entre sí, lo cual fue  alejando cada vez más a la región del aquél “nosotros” que (en común) enfrentó con éxito al agresor español.
Podría decirse –sin exagerar-  que después de la orden del joven general venezolano José María Córdoba del año 1824, para que los ejércitos patriotas carguen en la decisiva Batalla de Ayacucho (“¡División!. ¡De frente!. Armas a discreción. Paso de vencedores”!), América Latina casi no tuvo política en común. Una combinación casi perfecta de factores externos (ingleses primeros, norteamericanos, más tarde) e internos (la miopía y los intereses “parroquiales” de las respectivas elites criollas) tornaron ilusorio el viejo ideal de la “unión americana”, con el cual los patriotas mayores sí habían hecho una impresionante revolución continental.
Desde 1824 en adelante se hacen trizas los pactos o acuerdos subregionales que iban a posibilitar esa América Latina libre y unida. Así se disgregan –unas tras otras- las Provincias Altoperuanas, la Confederación Peruano-Boliviana, las Provincias Unidas del Río de la Plata, la República de la Gran Colombia y la República Federal de Centroamérica. Sobre esos retazos de liquidación se edifican entonces pretenciosos “estados nacionales”: endebles en lo interno y muy vulnerables en lo externo; muchas veces hasta geográfica inviables para un desarrolllo sustentable y siempre consolidados por el baño de sangre de larguísimas “guerras civiles· (es decir, fraticidas), al cabo de las cuáles las oligarquías dirigentes terminaban imponiendo su propio proyecto de clase al conjunto de un país desgarrado y empobrecido (procesos que luego –con pretendida asepsia- las historiografías oficiales denominarán como de “organización nacional”). No hubo organizaciones en serio (es decir propias y solidarias), ni dentro ni fuera de aquellos estados parroquiales; por el contrario, la “organización” fuerte y real les provino “desde afuera” (con la complicidad y apoyo imprescindible desde adentro) y así la región terminó como terminó: disgregada, dependiente y endeudada.
Es todo un símbolo al respecto que el Gran Libertador, Simón Bolívar, muriera pobre, en Santa María, casi solo, en cama prestada y atendido por un médico piadoso, diciendo aquello de “He arado en el mar”. Que otro tanto le ocurriera a su par argentino José de San Martín, sin el beneficio siquiera de morir en su propia patria, sino exilado en Francia. Y que el el general hondureño Francisco de Morazán –el valiente impulsor de la integración centroamericana- terminara fusilado en la plaza pública, a manos del guatemalteco Rafael Carrera.
Sin embargo estos procesos de fragmentación, no lograron nunca quebrar del todo aquél ideal de la “unidad americana”, el que reaparece con fuerza cada vez que –en el interior de aquellas “parroquias”, o bien en el orden regional- surgen gobiernos o liderazgos populares capaces de recordar la gran tarea pendiente, con todos los riesgos que ello implica.
Estas fuerzas centrífugas (solidarias y regionalmente integradoras), competirán más tarde con aquéllas otras (centrípetas y disgregadoras), en el interior del sistema de instituciones y acuerdos regionales y subregionales, en gestación desde la segunda mitad del siglo XX. El terreno de debate será ahora lo “económico”, aunque como telón de fondo estará siempre lo político y sus asignaturas pendientes.
Así desde el año 1960 vemos sucederse febrilmente instituciones para la “integración económica” que generalmente –pasada la euforia de declaraciones y los gestos iniciales de buena voluntad - terminan casi invariablemente empantanas, cuando no autodisueltas en la práctica. Un arancel de importación, o un cupo de exportación, suele terminar en peleas y tristes finales burocráticos o diplomáticos. Es que se atan los caballos detrás del carro, o si se prefiere, se parte de lo coyuntural (que competitivamente nos separa y enfrenta, desde cada “yo”) y se relega lo estructural (donde el “nosotros”, todavía alienta). Mientras lo político y lo cultural (en sentido amplio y profundo) se subordinen a lo económico –o bien queden como simples adornos decorativos- es difícil que nuestra voluntad de integración no sucumba ante aquellos viejos impulsos centrípetos.  
A manera de simple recuerdo, desde el año 1960 en que se crea la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), la región promovió (¡y a la vez estancó!) los siguientes acuerdos entre estados: el Mercado Común Centroamericano (MCC,1960); el Pacto Andino (1969); el Tratado de la Cuenca del Plata (1969); el Mercado Común del Caribe (CARICOM, 1973); el Sistema Económico Latinoamericano (SELA, 1975) ; la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI, 1980) y, más recientemente, el Mercado Común el Sur (MERCOSUR, 1991) y el Sistema de Integración Centroamericana (SICA, 1991).
Dicho esto con todo respeto y también con todo dolor: un verdadero bosque de siglas que, con los años , terminan burocratizadas e ineficaces para resolver los problemas que les dieron origen. Y allí quedan, reducidas a un calendario de reuniones más o menos rotativas, de las que terminan ocupándose “expertos” u asesores de las respectivas cancillerías o ministerios de economía (para alegría también de las “consultoras” privadas -nacionales e internacionales- que encuentran en la preparación de papers una buena y constante fuente laboral). Sus ya célebres “informes”, cumplido el encargo coyuntural, tapizan las bibliotecas ministeriales en espera de la llegada de....nuevos informes!
Si no fuese dramático –porque en tanto la realidad continental es cada día peor- aquello sería risueño. Más no lo es, ya que desnuda a un tiempo dos tendencias que terminan anulándose entre sí: por un lado, la voluntad vigente de la integración y la conveniencia de ésta para todos los pueblos latinoamericanos; de otro, la debilidad política de sus clases dirigentes para llevarla adelante. Y sin esto, todo es imposible: así como en la Colonia, las 6385 “Leyes de Indias” no protegieron a los pueblos originarios de su explotación y casi exterminio, estos nueve tratados de integración económica (generados en sólo tres décadas del siglo XX) tampoco parecen protegernos demasiado frente al tipo de globalización que busca imponerse.
Seamos claros y justos en el diagnóstico, única forma de proyectar algo diferente: bastó que los EEUU pusieran el señuelo del ALCA en la mesa de las negociaciones continentales y desempolvasen el viejo “panamericanismo” (vestido ahora de “Iniciativa para las Américas”) para que casi todo ese frondoso bosque de siglas regionales entrase en crisis y en visible agitación. Es cierto también que no todo está perdido y que,  al menos en la zona sudamericana, se va anudando  -en torno del MERCOSUR- un interesante polo de unidad subregional, pero ésta no será fácil y requerirá urgentes y  valientes resoluciones.
Mientras tanto lo que se impone –en nuestro humilde y nada “especializado” entender- es una reestructuración integral de este sistema de pactos subregionales latinoamericanos (Andino, MERCOSUR, SICA, SELA, etc, etc). Lo cual implica toda una batería de acciones concretas y urgentes: redimensionarlos;  evitar superposiciones; unificarlos -allí donde esto fuese posible- o al menos conectarlos estrecha y solidariamente entre sí. Todo esto en vista de una conjunción de esfuerzos y de voces ante los organismos claves del actual proceso globalizador (FMI, Grupo de los 7, OCM, etc,etc) donde se juega y disputa aquél poder todavía estructurante.
Así enumerado parece poco, o un objetivo demasiado modesto, pero no lo es sí clocamos todas estas acciones dentro de un proyecto (a su manera “teleológico”) que debería servirle de nuevo Norte: la progresiva constitución de una Comunidad Latinoamericana de Naciones, objetivo que debería irse entretejiendo con los hilos ya en marcha de la integración continental, agregando aquellos que falten e imaginando otros que la misma práctica indique. En esto, vale la crítica de Hegel a Schelling: uno no se coloca “de un pistoletazo en lo Absoluto”; pero esa –salvando las distancias- es la meta; la integración política (y autonomizante) de esa realidad subcontinental.
En realidad, formalmente hablando, la Comunidad Latinoamericana de Naciones ya existe. El Parlamento Latino (PARLATINO, creado en 1987) aprobó -en 1994 y de común acuerdo con el denominado “Grupo de Río”- la elaboración de un “Proyecto de Tratado para la Comunidad Latinoamericana de Naciones (CLAN)

”, el que se presentó cuatro años después en una reunión de presidentes latinoamericanos realizada en Quito (Ecuador). Allí a su vez se decidió la creación de un “Grupo de Trabajo” con Cancilleres de Brasil, Chile, Ecuador y Uruguay para “examinar y recomendar cursos de acción inmediata para la racionalización de la institucionalización regional”. De aquí en adelante el proyecto CLAN no ha avanzado demasiado en lo sustancial, empezando lentamente a “empantanarse” en los largos y reservados vericuetos de la burocracia internacional (y de los “expertos” en diferentes áreas de la integración).
Con todo el respeto por las excepciones a esa dramática “regla de oro” de la diplomacia regional, es necesario decir que con esto no alcanza. Que es necesario pasar –más decisivamente- de lo formal a lo real y que la CLAN (y el PARLATINO que la ha engendrado) pueden, en lo inmediato, constituir un excelente foro regional frente a la “Iniciativa de las Américas”, fuertemente impulsada por las administraciones estadounidenses (tanto republicanas, como demócratas).
Sin embargo, la idea está lanzada, el organismo “madre” subregional está formalmente creado y esto sólo ha despertado ya vastas esperanzas y apoyos al interior de nuestras respectivos comunidades (aún cuando el proyecto CLAN tiene al momento una muy escasa difusión popular). Lo demás, como siempre, dependerá fundamentalmente de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad de vencer y subsistir como pueblos libres.  
        
IV. LA EDUCACIÓN EN MEDIO DE ESAS AGENDAS GLOBALES Y REGIONALES

Pocos temas como el de la Educación, atraen tanto la opinión pública. Casi siempre figura al tope de la lista de prioridades declamadas para una eventual asignación de recursos, así como se deposita en su fomento, la gran esperanza para una solución de fondo de muchos de nuestros males. Es lógico que así sea, ya que la Educación (junto con la salud, el trabajo y la vivienda) constituyen metas e ideales básicos del desarrollo humano.
Pero también es cierto que en pocos temas –como este de la Educación- “el doble discurso” es moneda corriente. Se la valora y se la prioriza, es cierto, en el momento preliminar de los deseos y de las esperanzas; pero esto no se concretiza demasiado a la hora de asignar presupuestos (públicos y privados), planificar políticas de mediano o largo plazo, conducir el sistema educativo o, incluso, trabajar en él.
Es aquí donde la lógica “económica” prima sobre el resto de las consideraciones y la Educación termina siendo uno de los demás “gastos” del Estado (para colmo, abultado, dado el carácter masivo del servicio educativo formal) y, por tanto, sometido a los ajustes de una creciente escasez de recursos. Hay que atender cada vez más con menos presupuesto y la Educación no escapará a esa lógica de hierro del ajuste constante; sobretodo cuando esa lógica neoliberal del pensamiento único amenaza con teñirlo todo de un solo color. Se tratará entonces a la Educación como un ¨producto¨ más del mercado (aplicándole la universal ecuación “costos- beneficios”) y se terminará demostrando que ella no es tan buena inversión como parece.
A su vez, desde el propio sistema educativo, se enviarán señales deudoras en esa misma dirección económica, así como se convalidarán – con no pocos desaciertos administrativos- las críticas que ya pesan sobre él. En ese círculo vicioso (político y económico) aquel “plus” que la educación tiene y que originalmente todos le reconocemos, casi se pierde. La Educación termina siendo ¨una cosa más, un gasto más. Lo espiritual, lo formativo, lo ciudadano termina quedando en el camino.
        Ahora bien, ¿cuánto y cómo gastamos en Educación?.  Para decirlo en una frase: en Educación gastamos poco y mal.  Poco porque –a pesar del crecimiento numérico del gasto- éste sigue siendo bajo, en relación con el gasto público en general; y mal porque, la ineficiencia del sistema educativo latinoamericano para invertir bien esos pocos recursos, es significativa. Si bien es cierto que el sector educativo no es ajeno a la estructura general del Estado que integra ( y que los estados nacionales en América Latina se encuentran en franca crisis), esto no puede ser utilizado para descargar responsabilidades públicas en aras de una mejor administración y empleo de los recursos del sector.
No solo necesitamos más recursos en el sistema educativo, sino un mejor uso de los mismos; caso contrario, no habría presupuesto que aguante.
Vayamos en búsqueda de algunos pocos números muy significativos. Globalmente hablando, podríamos decir que en casi todos los lugares del mundo el gasto publico en Educación va en aumento. En 1980 se gastaban en Educación 526,7 millones de dólares y, en 1992, se gastaron 1196,8 millones de dólares. Por lo tanto, cualquier observador apresurado podrá sacar como conclusión que el mundo ha doblado en doce años el gasto educativo y así quedarse contento. Sin embargo, en éste – como en casi todos los órdenes- el apresuramiento suele ser mal consejero: en primer lugar, porque ese aumento no tiene el mismo significado en todo el mundo y, en segundo lugar porque este aumento puede parecer muy grande, sólo si ponemos entre paréntesis el crecimiento económico de ese mismo período que estamos considerando (1980-1992).
Empecemos por este último tópico. Si ponemos aquella cifra de 1992 (1996,8 millones de dólares en gasto mundial educativo) en término de porcentaje de PBN mundial, ese aumento es menos importante. El gasto educativo representaba en 1980 el 4,9% del PBN mundial y en 1992 sólo representaba el 5,1%. O sea que, proporcionalmente a nuestro PBN no dedicamos mucho más a la Educación. Sin embargo, ese 5,1% promedio del PBN mundial dedicado a la Educación, baja enormemente si nos posicionamos desde América Latina. Los países latinoamericanos sólo dedicaron a Educación –en la pasada década de los ´90- el 3% de su PBN, mientras los denominados desarrollados sólo lo hicieron en el orden del 5,3%. Con un agravante, mientras que en los países de América Latina el PBN per cápita es de 3.000 dólares, en los países de altos ingresos supera los 20.000 dólares per cápita.
Por eso es dable destacar – no obstante sus incomparables ingresos con el Primer mundo- los esfuerzos que la región hace en pos de la Educación: la proporción del gasto público que los países latinoamericanos dedican a la Educación se sitúa alrededor del 15%, mientras que los selectos países de la OCDE dedican un 17%. Una diferencia de sólo dos puntos en el caso de la Educación, mucho menor que en casi todas las demás áreas. Aunque por cierto, aquí también hay que tener muy en cuenta los respectivos tamaños de sus PBN.
Así y todo hay enormes diferencias entre los mismos países latinoamericanos, cuando estudiamos qué porcentaje de su gasto público dedican efectivamente a Educación. Estas cifras oscilan entre el 3,6% que le dedica Brasil y el 22,1% que le dedica el Paraguay, claro que aquí también hay que tener muy en cuenta la magnitud de los respectivos PBN (ampliamente favorable en Brasil en este caso).
Lo cierto es que los recursos no aumentan en la misma proporción que la riqueza de los países y que – donde esto último no ocurre- la situación es cada vez más dramática.
En consecuencia, la Educación es otra de las asignaturas pendientes que nuestra América Latina debe considerar con urgente e inteligente estrategia inmediata.

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