LITERATURA, CULTURA Y TIEMPO HISTÓRICO

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Mijaíl Bajtin
(URSS)
December 18th, 2006 

Traducción del ruso por Desiderio Navarro

“Smelee pol’zovat’sia vozmozhnostiami”, en: Novyi mir, Moscú, 1970, no. 11, pp. 237-240. 

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La redacción de Novyi Mir se ha dirigido a mí con la siguiente pregunta: ¿cuál es su apreciación del estado de los estudios literarios en nuestros días? Desde luego, a tal pregunta es difícil dar una respuesta categórica y firme. Al valorar su propio momento, su contemporaneidad, la gente siempre tiende a equivocarse (en uno u otro aspecto). Y esto hay que tenerlo en cuenta. A pesar de todo, trataré de responder.
Nuestros estudios literarios disponen de grandes posibilidades: tenemos muchos investigadores literarios serios y talentosos, y, entre ellos, jóvenes; tenemos elevadas tradiciones científicas, elaboradas tanto en el pasado (recordemos siquiera a Potebniá o a Veselovski) como en la época soviética (podemos mencionar a Tyniánov, Tomashevski, Eijenbaum, Gukovski y otros); también tenemos, desde luego, las condiciones necesarias para su desarrollo (institutos de investigación, cátedras, posibilidades editoriales, etcétera).
Pero, a pesar de todo esto, nuestros estudios literarios, a mi parecer, por lo general no realizan debidamente esas posibilidades, no responden a las exigencias que tenemos derecho a hacerles. No es frecuente el planteamiento audaz de problemas generales, son pocos los descubrimientos de nuevos dominios o de fenómenos aislados importantes en el vasto mundo de la literatura, y es poca la verdadera lucha de corrientes científicas. En realidad, los estudios literarios son todavía una ciencia joven, no poseen métodos elaborados y comprobados empíricamente como los que tienen las ciencias naturales. Por eso, el debilitamiento de la lucha entre corrientes científicas y el temor a las hipótesis audaces conducen inevitablemente a perogrulladas y estereotipos. De éstos, por desgracia, no tenemos escasez.
Tal es, en mi opinión, el carácter general de los estudios literarios de nuestros días. Pero ninguna caracterización general es enteramente justa. También en nuestros días salen, desde luego, libros bastante buenos y útiles (especialmente de historia literaria); aparecen artículos interesantes y profundos; hay también, por último, grandes fenómenos, a los que mi caracterización general no se extiende en modo alguno. Me refiero al libro Occidente y Oriente de N. Konrad, y al libro Poética de la literatura rusa antigua, de D. S. Lijachóv; éstos son los fenómenos sumamente agradables de los últimos años. También fueron un fenómeno notable la cuarta entrega de los Trabajos sobre los sistemas sígnicos (corriente de jóvenes investigadores encabezados por Iuri Lotman), aunque éstos también suscitan discusiones en el medio científico.
Pero si he de decir mi opinión respecto a las tareas que se les plantean en primera línea a los estudios literarios, entonces me detendré aquí exclusivamente en dos tareas ligadas sólo con la historia de la literatura de las épocas pasadas, y de la manera más general. No tocaré en absoluto las cuestiones del estudio de la literatura contemporánea y de la critica literaria, aunque es precisamente en ese terreno donde hay más importantes tareas de primer orden. Esas dos tareas de las que me propongo hablar, las he escogido porque, en mi opinión, han madurado y ya ha comenzado su elaboración productiva, la cual es necesario continuar.
.Ante todo, los estudios literarios deben establecer un vínculo más estrecho con la historia de la cultura. La literatura es una parte inseparable de la cultura; no se la puede comprender fuera del contexto integral de toda la cultura de una época dada. Es inadmisible que se la desprenda del resto de la cultura y que, como a menudo se hace, se la correlacione directamente, por así decir, saltando por encima de la cultura, con los factores socioeconómicos. Estos factores actúan sobre la cultura en su totalidad y, sólo a través de ella y junto con ella, sobre la literatura.
En nuestro país, durante un período bastante largo, se concedía una atención especial a las cuestiones de la especificidad de la literatura. En su tiempo, esto, posiblemente, era necesario y provechoso. Se ha de decir que el especificadurismo estrecho es ajeno a las mejores tradiciones de nuestra ciencia. Recordemos los vastísimos horizontes culturales de las investigaciones de Potebniá y, particularmente, de Veselovski. En medio de los entusiasmos especificadores, se hacía caso omiso de las cuestiones de la interconexión y la dependencia mutua de los diferentes dominios de la cultura; a menudo se olvidaba que las fronteras de estos dominios no son absolutas, que en diferentes épocas ellas se delinean de manera diferente; no se tenía en cuenta que justamente la vida más intensa y productiva de la cultura es la que tiene lugar en las fronteras de sus distintos dominios, y no allí donde estos dominios se encierran en su especificidad. Es particularmente necesario subrayar que entre los distintos dominios de la cultura, dentro de los límites de una época, puede tener lugar no sólo una interacción, sino también una lucha: la unidad de la cultura de una época es un fenómeno muy complejo que en nada se parece a una simple armonía; se parece más a una discusión inconclusa dentro de los límites de una época.

 

En nuestros trabajos históricoliterarios por lo común se ofrecen caracterizaciones de las épocas a las que pertenecen los fenómenos literarios estudiados, pero en la mayoría de los casos estas caracterizaciones no se distinguen en nada de las que se ofrecen en la historia general, sin un análisis diferenciado de los dominios de la cultura, de su lucha y su interacción con la literatura. Además, la metodología de tales análisis todavía no ha sido elaborada. Y el llamado “proceso literario” de la época, estudiado en desvinculación de un análisis profundo de la cultura, es reducido en algunos trabajos a una lucha superficial de corrientes literarias y, cuando se trata de los tiempos modernos (particularmente del siglo XIX), a veces simplemente a un alboroto de periódicos y revistas que no ha ejercido una influencia sustancial sobre la gran literatura, la auténtica literatura de la época. Las poderosas corrientes profundas de la cultura (en particular, las de las capas bajas, las populares), que efectivamente determinan la obra de los escritores, permanecen sin revelar, y a veces incluso del todo desconocidas para los investigadores. Con tal acercamiento no se puede penetrar en la profundidad de las grandes obras, y la literatura misma empieza a parecer un asunto menor y sin importancia.
La tarea de la que vengo hablando y los problemas a ella ligados (el problema de las fronteras de la época como unidad cultural, el. problema de la tipología de las culturas, y otros) se presentaron de una manera muy aguda al discutir la cuestión de la literatura del barroco en los países eslavos y, sobre todo, en el debate, que todavía continúa, sobre el Renacimiento y el humanismo en los países del Oriente; ahí se reveló de una manera particularmente clara la necesidad de un estudio más profundo del vínculo indisoluble de la literatura con la cultura de la época.
Los mencionados trabajos científicoliterarios de los últimos años -los de Konrad, Lijachov, Lotman y su escuela-, con toda la diferencia que hay entre sus metodologías, coinciden en no arrancar de la cultura a la literatura, en esforzarse por comprender los fenómenos literarios dentro de la unidad diferenciada de toda la cultura de la época. Aquí se ha de subrayar que la literatura es un fenómeno demasiado complejo y polifacético y que los estudios literarios son todavía demasiado jóvenes para que se pueda hablar de algún método que sea el único “salvador” en dichos estudios. Está justificada y es incluso absolutamente necesaria la existencia de diversos acercamientos, con tal que sean serios y descubran algo nuevo en el fenómeno literario,
Aunque no se puede estudiar la literatura en desvinculación de la cultura de la época, tampoco se debe encerrar el fenómeno literario en la sola época de su creación, por así decir, en su contemporaneidad. Habitualmente nos esforzamos por explicar un escritor y su obra justamente a partir de su contemporaneidad y de su pasado más o menos cercano (habitualmente dentro de los límites de una “época”, como nosotros la entendemos), pero, a la vez, tememos alejarnos, en el tiempo, del fenómeno estudiado.
Tal estudio (a partir de las condiciones y tareas de la contemporaneidad) es, desde luego, absolutamente obligatorio, pero no puede abarcar toda la plenitud del fenómeno estudiado, ni, ante todo, la de aquellos factores suyos que están vinculados con la llamada “carga de contenido (soderzhatel’ nost’) de la forma”. Y es que la obra hunde sus raíces en el pasado lejano. Las grandes obras literarias se preparan durante siglos, y en la época de su creación se recogen sólo los frutos de una prolongada y compleja maduración. Al tratar de comprender y explicar una obra sólo a partir de las condiciones de su época, sólo a partir de las condiciones de los tiempos más cercanos, nunca penetraremos en sus profundidades de sentido. El encierro dentro de una época tampoco permite comprender la vida futura de la obra en los siguientes siglos; esa vida se presenta como algo parecido a una paradoja. Las obras rompen los límites de su tiempo, viven en los siglos, es decir, en el gran tiempo y, además, a menudo (las grandes obras, siempre) con una vida más intensa y plena que en su propia contemporaneidad. Hablando de una manera un tanto simplista y aproximativa: si se reduce la significación de una obra, por ejemplo, a su papel en la lucha contra el régimen de servidumbre (en la escuela de nivel medio hacen esto), esa obra debe perder por completo su significación cuando el régimen de servidumbre y sus supervivencias dejan de existir, pero frecuentemente ella aumenta aún más su significación, o sea, la obra entra en el gran tiempo. Mas la obra no puede vivir en los siglos futuros si no recoge dentro de sí de alguna manera también los siglos pasados. Si hubiera nacido por entero en el día de hoy (es decir, en su contemporaneidad), si no continuara el pasado y no estuviera vinculada esencialmente con éste, tampoco podría vivir en el futuro. Todo la que pertenece sólo al presente, muere junto con él.

 

La vida de las grandes obras en las épocas futuras distantes de ellas, como he dicho ya, parece una paradoja. En el proceso de su vida póstuma esas obras se enriquecen con nuevos significados, con nuevos sentidos; ocurre como si crecieran, superando lo que fueron en la época de su creación. Recordemos qué sucedió con Shakespeare. Podemos decir que ni el propio Shakespeare, ni sus contemporáneos, conocieron a ese “gran Shakespeare” que nosotros conocemos actualmente.
Ya Belinski hablaba en su tiempo sobre el hecho de que cada época descubre siempre algo nuevo en las grandes obras del pasado. ¿Que nosotros le agregamos a las obras de Shakespeare lo que no estaba en ellas? ¿Que lo modernizamos y lo tergiversamos? Modernizaciones y tergiversaciones, desde luego, las hubo y las habrá. Pero no a cuenta de ellas creció Shakespeare. Creció a cuenta de la que realmente había y hay en sus obras, pero que ni él mismo ni sus contemporáneos pudieron percibir y valorar de una manera consciente en el contexto de la cultura de su época. Los fenómenos de sentido pueden existir en una forma latente, potencial, y revelarse sólo en los contextos culturales de sentido favorables para esa revelación en épocas posteriores. Los tesoros de sentido que puso Shakespeare en sus obras, se fueron creando y reuniendo durante siglos e incluso milenios: estaban ocultos en el lenguaje, y no sólo en el literaria, sino también en las capas del lenguaje popular que antes de Shakespeare aun no habían entrado en la literatura; en los variados géneros y formas del contacto mediante el habla; en las formas de la poderosa cultura popular (principalmente en las carnavalescas), que se habían ido constituyendo durante milenios; en los géneros del espectáculo teatral (de misterios, farsas y otros); en los sujets cuyas raíces se hunden en la antigüedad prehistórica, y, por último, en las formas de su propio pensamiento.
Como todo artista, Shakespeare construía sus obras no de elementos muertos, no de ladrillos, sino de formas ya cargadas de sentido, llenas de él. Por lo demás, hasta los ladrillos tienen una determinada forma espacial y, por consiguiente, expresan algo en las manos del constructor.
Los géneros tienen una significación particularmente importante. En los géneros (literarios, y discursivos) se acumulan, a lo largo de los siglos, formas de ver e interpretar determinados aspectos del mundo. Al escritor-artesano el género le sirve como un estereotipo externo, mientras que el gran artista despierta las posibilidades de sentido ínsitas en él. Shakespeare aprovechó y encerró en sus obras enormes tesoros de sentidos potenciales, que en esa época no podían ser revelados y llevados a la conciencia en toda su plenitud. El propio autor y sus contemporáneos ven, llevan a su conciencia y valoran, ante todo, lo que es más afín a su día presente. El autor es un cautivo de su época, de su contemporaneidad. Los tiempos posteriores lo liberan del cautiverio, y los estudios literarios están llamados a ayudar a ello.
De lo que hemos dicho no se sigue en absoluto que de alguna manera se pueda hacer caso omiso de la época contemporánea del escritor, que su obra pueda ser arrojada al pasado o proyectada al futuro. La contemporaneidad conserva toda su importancia decisiva: sin ella no existiría esa obra. El análisis científico sólo puede partir de ella, y en su desarrollo ulterior debe hacer todo el tiempo confrontaciones con ella. Como hemos dicho ya, la obra literaria se revela, ante todo, en la unidad diferenciada de la cultura de la época de su creación, pero no se la puede encerrar dentro de esa época: su plenitud se revela sólo en el gran tiempo.
Pero tampoco se puede encerrar la cultura de una época -por más lejos de nosotros que se halle esa época en el tiempo- dentro de ella misma, como algo listo, completamente terminado e irreversiblemente ido, muerto. Las ideas de Spengler acerca de los mundos culturales cerrados y concluidos, ejercen hasta este momento una gran influencia sobre los historiadores y los estudiosos literarios. Pero esas ideas requieren las más sustanciales reservas y críticas. Spengler se imaginaba la cultura de una época como un círculo cerrado. Pero la unidad de una determinada cultura es una unidad abierta. Cada una de tales unidades (por ejemplo, la Antigüedad), con toda su peculiaridad, entra en el proceso único (aunque no rectilíneo) de la formación de la cultura de la humanidad. En cada cultura del pasado están ínsitas enormes posibilidades de sentido, que quedaron sin ser llevadas a la conciencia y aprovechadas a lo largo de toda la vida histórica de la cultura dada.

 

La Antigüedad misma no conoció esa Antigüedad que ahora conocemos nosotros. Había un chiste escolar que decía que los griegos antiguos no sabían sobre sí mismos lo más importante: no sabían que ellos eran los griegos antiguos y nunca se llamaron de tal modo a sí mismos. Pero es que, en efecto, esa distancia en el tiempo, que convirtió a los griegos en griegos antiguos, tuvo una enorme significación transformadora: ella está llena de los continuos hallazgos de nuevos valores de sentido en la Antigüedad, valores de los que los griegos realmente no supieron, aunque ellos mismos los crearon.
Debemos subrayar que hablamos aquí de las nuevas profundidades de sentido ínsitas en las culturas de las épocas pasadas y no de una ampliación de nuestros conocimientos sobre ellas en lo relativo a material de hechos, conocimientos obtenidos incesantemente por las excavaciones arqueológicas, el descubrimiento de nuevos textos, el perfeccionamiento de su desciframiento, las reconstrucciones, etcétera. En este segundo caso se obtienen nuevos portadores materiales de sentido, por así decir, cuerpos del sentido. Pero en el dominio de la cultura no se puede trazar una frontera absoluta entre el cuerpo y el sentido: la cultura no se crea de los muertos: incluso el simple ladrillo, como ya dijimos en las manos del constructor expresa algo mediante su forma. Por eso los nuevos hallazgos de portadores materiales de sentido introducen correcciones en nuestras concepciones de sentido y pueden incluso exigir una reestructuración sustancial de las mismas.
Existe la idea muy vivaz, pero unilateral y por eso errónea, de que para la mejor comprensión de una cultura ajena es necesario, por así decir, mudarse a ella y, habiendo olvidado la propia, mirar el mundo con los ojos de esa cultura ajena. Desde luego, cierta identificación con la cultura ajena, la posibilidad de mirar el mundo con los ojos de ésta, es un factor indispensable en el proceso de su comprensión; pero si la comprensión se agotara con ese solo factor, sería un simple doblaje y no traería consigo nada nuevo y generalizador. La comprensión creadora no renuncia a sí misma, ni a su lugar en el tiempo, ni a su cultura, y no olvida nada. Una gran cosa para la comprensión es la “exotopía” (unenajodimost’) del investigador -en el tiempo, en el espacio, en la cultura- con relación a lo que él quiere comprender de manera creadora. Y es que el hombre mismo no puede ver debidamente siquiera su propia apariencia externa, ni comprenderla en su totalidad; y ningún tipo de espejos ni de fotos le ayudaría a ello; su auténtica apariencia exterior sólo pueden verla y comprenderla otros hombres, gracias a su ubicación espacial en el exterior y gracias al hecho de que son otros.
En el dominio de la cultura, la exotopía es una poderosa palanca de la comprensión (en indisoluble vínculo con la penetración “desde adentro” por la vía de la identificación). Una cultura ajena se revela más plena y profundamente sólo en los ojos de otra cultura (pero no en toda su plenitud, porque vendrán también otras culturas que verán y comprenderán aún más en ella). Un sentido revela sus profundidades al haberse encontrado y entrado en contacto con otro sentido, con un sentido ajeno; entre ellos comienza algo así como un diálogo que supera el encierro y la unilateralidad de ambos sentidos, de ambas culturas. A la cultura ajena le planteamos nuevas preguntas que ella nunca se planteó, y la cultura ajena nos responde abriendo ante nosotros nuevos aspectos suyos, nuevas profundidades de sentido. Sin preguntas propias no es posible comprender creadoramente nada ajeno (pero, desde luego, preguntas serías, auténticas). En ese encuentro dialogado de las dos culturas, ellas no se funden ni se mezclan; cada una conserva su unidad y su integridad abierta, pero se enriquecen mutuamente.
En lo que respecta a mi apreciación de las ulteriores perspectivas del desarrollo de nuestros estudios literarios, considero que esas perspectivas son del todo buenas, ya que tenemos enormes posibilidades. Lo único que no siempre tenemos en suficiente medida es audacia en la investigación científica, sin la cual no se asciende a las alturas ni se desciende a las profundidades.
 

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