NUESTRO MUNDO ADULTO Y SUS RAÍCES EN LA INFANCIA. (1959)

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Melanie Klein

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Para examinar la conducta humana en su contexto social desde el punto de vista psicoanalítico, es necesario investigar la forma en que el individuo evoluciona desde la infancia hasta la madurez. Un grupo -sea grande o pequeño- consiste en individuos mutuamente relacionados; por consiguiente, la comprensión de la personalidad es básica para la comprensión de la vida social. Al explorar el desarrollo individual, el psicoanalista retrocede, por etapas graduales, hacia la infancia; por lo tanto me detendré primero en las tendencias fundamentales del niño pequeño.

Los diversos signos de dificultades en el bebé -estado de rabia, falta de interés por el mundo circundante, incapacidad para tolerar frustraciones y fugaces expresiones de tristeza- solían explicarse antes en términos de factores físicos. Hasta la época de los grandes descubrimientos de Freud, existía una tendencia general a considerar la infancia perfecta, como un período de felicidad, y las diversas perturbaciones observadas en los niños no se tomaban en serio. Con el transcurso del tiempo, los hallazgos de Freud nos han ayudado a comprender la complejidad de las emociones infantiles y han revelado que los niños atraviesan por serios conflictos. Ello permite lograr una mejor comprensión de la mente infantil y de su relación con los procesos mentales del adulto.

La técnica del juego que desarrollé en el análisis de niños muy pequeños, y otros progresos técnicos resultantes de mi trabajo, me permitieron llegar a nuevas conclusiones acerca de etapas muy tempranas de la infancia y de capas más profundas del inconsciente. La comprensión retrospectiva esta basada en uno de los hallazgos cruciales de Freud, la situación transferencial, es decir, el hecho de que el paciente revive en su análisis y en relación con el analista, situaciones y emociones tempranas, diría incluso muy tempranas. Por lo tanto, la relación con el analista exhibe a veces, aun en los adultos, rasgos muy infantiles, tales como excesiva dependencia y la necesidad de una guía, junto con una desconfianza por completo irracional. Forma parte de la técnica analítica la reconstrucción del pasado a partir de tales manifestaciones. Sabemos que Freud descubrió primero el complejo de Edipo en el adulto y luego pudo encontrar sus orígenes en la infancia. La posibilidad de analizar niños muy pequeños me permitió obtener un conocimiento aun más directo de su vida mental, lo cual, a su vez, me llevó a comprender la vida mental del bebé. Gracias a la cuidadosa atención prestada a la transferencia en la técnica del juego, pude lograr una comprensión más profunda de las formas en que la vida mental -en el niño y, más tarde, en el adulto- sufre la influencia de las más tempranas emociones y fantasías inconscientes. Es precisamente desde este ángulo que me propongo describir, con la menor cantidad posible de términos técnicos, mis conclusiones relativas a la vida emocional del bebé.

He propuesto la hipótesis de que el niño recién nacido experimenta, tanto en el proceso del nacimiento como en la adaptación a la situación postnatal, una ansiedad de naturaleza persecutoria. La explicación es que el bebé, sin poder captarlo intelectualmente, vive de modo inconsciente cada molestia como si le fuera infligida por fuerzas hostiles. Si se le brinda consuelo sin tardanza -en particular calor, la forma amorosa en que se lo sostiene y la gratificación de recibir alimento- surgen emociones más felices. El bebé siente que tal consuelo proviene de fuerzas bondadosas y, según mi opinión, ello hace posible la primera relación amorosa del niño con una persona o, como diría un analista, con un objeto. Mi hipótesis es que el bebé posee una percepción inconsciente innata de la existencia de la madre. Sabemos que los animales recurren a la madre en cuanto nacen y se acercan a ella para obtener alimento. El animal humano no difiere en este sentido y su conocimiento instintivo es la base para la relación primitiva del bebé con la madre. Asimismo, es dable observar que el bebé de unas pocas semanas ya levanta la mirada hacia el rostro de la madre, reconoce sus pasos, el toque de sus manos, el olor y el tacto de su pecho o de la mamadera que ella le da, todo lo cual sugiere que se ha establecido alguna relación, por primitiva que sea, con la madre.

 

Sin embargo, el bebé no sólo espera alimento de la madre, sino que también desea amor y comprensión. En las primeras etapas, el amor y la comprensión se expresan a través del manejo del niño por la madre y llevan a cierta unicidad inconsciente, basada en el hecho de que el inconsciente de la madre y el del niño están en estrecha interrelación. La sensación resultante de sentirse comprendido y amado por la madre subyace a la primera, y fundamental, relación de la vida: la relación con la madre. Al mismo tiempo, frustración, molestia y dolor que, según sugerí, se experimentan como persecución, aparecen también en sus sentimientos hacia la madre, pues, en los primeros meses, ella representa para el niño la totalidad del mundo exterior; por ende, de ella llegan a su mente tanto el bien como el mal, lo cual conduce a una doble actitud hacia la madre, aun en las mejores condiciones posibles.

Tanto la capacidad de amar como el sentimiento de persecución tienen profundas raíces en los primeros procesos mentales del bebé, y ambos están dirigidos, en primer lugar, hacia la madre. Los impulsos destructivos y sus concomitantes -resentimiento por la frustración, el odio que ésta despierta, la incapacidad de reconciliarse y la envidia hacia el objeto todopoderoso, la madre, de quien dependen su vida y su bienestar- son emociones diversas que despiertan ansiedad persecutoria en el bebé. Mutatis mutandis dichas emociones continúan operando a lo largo de la vida, pues los impulsos destructivos hacia cualquier persona siempre originan el sentimiento de que esa persona se tornará hostil y vengativa.

Es inevitable que la agresividad innata resulte incrementada por circunstancias externas desfavorables y, de manera inversa, que disminuya por obra del amor y la comprensión que recibe el niño; y esos factores siguen actuando a lo largo de todo el desarrollo. Pero, si bien hoy se reconoce ampliamente la importancia de las circunstancias externas, todavía no se atribuye a los factores internos su real significación. Los impulsos destructivos que varían de un individuo a otro, constituyen una parte integral de la vida mental aun en circunstancias favorables, y por lo tanto debemos considerar el desarrollo del niño y las actitudes del adulto como un resultado de la interacción de influencias internas y externas. Ahora que nuestra capacidad de comprender a los bebés ha aumentado, la lucha entre el amor y el odio puede reconocerse en cierta medida a través de una observación cuidadosa. Algunos bebés experimentan un profundo resentimiento ante cualquier frustración y lo demuestran al no poder aceptar la gratificación cuando ésta sigue a una privación. Opino que esos niños poseen agresividad y avidez innatas más fuertes que los bebés cuyos ocasionales estallidos de rabia son de breve duración. Si un bebé se muestra capaz de aceptar alimento y amor, ello significa que puede sobreponerse al resentimiento por la frustración con rapidez y, cuando se le proporciona una nueva gratificación, recupera sus sentimientos de amor.

Antes de proseguir con mi descripción del desarrollo infantil, pienso que debería definir con pocas palabras los términos sí-mismo y yo desde el punto de vista psicoanalítico. Según Freud, el yo es la parte organizada del sí-mismo, sometida a la influencia constante de

Los impulsos instintivos, pero ejerciendo control sobre ellos a través de la represión; además, dirige todas las actividades y establece y mantiene la relación con el mundo externo. El si-mismo cubre la personalidad total, que incluye no sólo el yo sino también la vida instintiva que Freud denominó el ello.

Mi trabajo me ha llevado a suponer que el yo existe y opera desde el nacimiento y que, además de las funciones mencionadas, tiene a su cargo la importante tarea de defenderse contra la ansiedad provocada por el conflicto interno y por las influencias del exterior. Por otra parte, inicia una serie de procesos entre los que seleccionaré, en primer término, la introyección y la proyección. Más tarde he de referirme al proceso no menos importante de división de impulsos y objetos.

Debemos a Freud y Abraham el gran descubrimiento de que la introyección y la proyección son de importancia fundamental tanto en las perturbaciones mentales graves como en la vida mental normal. Debo renunciar aquí a cualquier intento de describir el proceso por el cual Freud, partiendo del estudio de la psicosis maníaco-depresiva, llegó al descubrimiento de la introyección que subyace al superyó, y a una explicación de la relación vital entre el superyó, el yo y el ello. En el curso del tiempo, esos conceptos básicos sufrieron ulteriores desarrollos. A la luz de mi labor analítica con niños, llegué a la conclusión de que la introyección y la proyección funcionan desde el comienzo de la vida postnatal como dos de las primeras actividades del yo, el cual, según mi criterio, actúa a partir del nacimiento. Considerada desde este ángulo, la introyección significa que el mundo exterior, su impacto, las situaciones vividas por el bebé y los objetos que éste encuentra, no sólo se experimentan como externos, sino que se introducen en el sí-mismo y llegan a formar parte de la vida interior. Es imposible evaluar la vida interior, incluso en el adulto, sin estos agregados a la personalidad derivados de la introyección continua. La proyección, que tiene lugar de manera simultánea, implica la existencia en el niño de una capacidad para atribuir a quienes lo rodean sentimientos de diversa clase, entre los que predominan el amor y el odio.

 

He llegado a la conclusión de que el amor y el odio hacia la madre están ligados a la capacidad del bebé muy pequeño de proyectar en ella todas sus emociones, transformándola así en un objeto bueno a la vez que peligroso. Sin embargo la introyección y la proyección, aunque arraigadas en la infancia, no son procesos exclusivamente infantiles. Forman parte de las fantasías del niño, que, según mi criterio, también actúan desde el comienzo y ayudan a moldear su expresión del mundo circundante; y, por introyección, ese cuadro modificado del mundo externo influye sobre lo que ocurre en su mente. Así se construye un mundo interno que es, en parte, un reflejo del externo. Es decir, el doble proceso de introyección y proyección contribuye a la interacción de los factores externos e internos, la cual continúa a través de todas las etapas de la vida. Del mismo modo, la introyección y la proyección persisten durante toda la vida y se modifican en el curso de la maduración, pero nunca pierden su importancia en la relación del individuo con el mundo circundante. Por lo tanto, incluso en el adulto, la percepción de la realidad nunca se libera por completo de la influencia de su mundo interno.

He sugerido ya que, desde un cierto ángulo, es necesario considerar los procesos de proyección e introyección descritos como fantasías inconscientes. Como señalara mi amiga Susan Isaacs (1952) en su trabajo sobre el tema: "La fantasía es (en primera instancia) el corolario mental, el representante psíquico, del instinto. No hay impulso, no hay anhelo o respuesta instintivos que no sean experimentados como fantasía inconsciente... Una fantasía representa el contenido particular de los impulsos o sentimientos (por ejemplo, deseos, temores, ansiedades, triunfos, amor o aflicción) que predominan en la mente en un determinado momento."

Las fantasías inconscientes no son idénticas a los sueños diurnos (si bien existe una relación entre ambos); constituyen una actividad de la mente que tiene lugar en niveles inconscientes profundos y acompaña todos los impulsos experimentados por el niño. Por ejemplo, un bebé hambriento puede manejar temporariamente su hambre alucinando la satisfacción de recibir el pecho, con todos los placeres que normalmente obtiene de él, tales como el sabor de la leche, el calor del pecho y el sostén amoroso de los brazos maternos. Pero la fantasía inconsciente asume también la forma opuesta, es decir, sentirse privado y perseguido por el pecho que le niega esa satisfacción. Las fantasías -que se van tornando más elaboradas y se refieren a una variedad cada vez más amplia de objetos y situaciones- continúan durante todo el desarrollo y acompañan todas las actividades; nunca dejan de desempeñar un papel importante en la vida mental. No hay peligro de sobreestimar la influencia de la fantasía inconsciente en el arte, la labor científica y las actividades de la vida diaria.

Ya he mencionado que la madre es introyectada y que ello constituye un factor fundamental en el desarrollo. Considero que las relaciones de objeto comienzan casi con el nacimiento. La madre en sus aspectos buenos -la madre que ama, ayuda y alimenta al niño- es el primer objeto bueno que el bebé transforma en una parte de su mundo interno. Me atrevería a sugerir que su capacidad para hacerlo es hasta cierto punto, innata. La posibilidad de que el objeto bueno se convierta suficientemente en una parte del sí-mismo depende, en cierto grado, de que la ansiedad persecutoria -y, por ende, el resentimiento- no sea demasiado marcada; al mismo tiempo, una actitud amorosa por parte de la madre contribuye en buena medida al éxito de este proceso. Si el bebé introyecta a la madre en su mundo interior como un objeto bueno y seguro, se suma al yo un elemento de fuerza, pues considero que el yo se desarrolla en gran parte en torno de ese objeto bueno, y que la identificación con las características buenas de la madre se convierte en la base para ulteriores identificaciones beneficiosas. La identificación con el objeto bueno tiene manifestación en el niño que copia las actividades y actitudes de la madre; es factible observarla en el juego y, muchas veces, en su conducta frente a niños más pequeños. Una fuerte identificación con la madre buena facilita la identificación con un padre bueno y, más tarde, con otras figuras amistosas. Como resultado, su mundo interno llega a contener objetos y sentimientos predominantemente buenos, y el niño siente que esos objetos buenos responden a su amor. Todo ello contribuye a formar una personalidad estable y hace posible extender a otras personas los sentimientos de cordialidad y simpatía. Resulta evidente que la buena relación entre los padres, y entre éstos y el niño, y una feliz atmósfera en el hogar, desempeñan un papel vital para el éxito de este proceso.

 

Sin embargo, y por buenos que sean los sentimientos del niño hacia sus progenitores, también el odio y la agresión continúan actuando. Una de sus manifestaciones es la rivalidad con el padre, originada en los deseos del niño hacia la madre y en todas las fantasías vinculadas con ellos. Tal rivalidad encuentra expresión en el complejo edípico, que puede observarse claramente en niños de tres, cuatro y cinco años de edad. Dicho complejo existe, en realidad, desde mucho antes y tiene sus raíces en las primeras sospechas del bebé en el sentido de que su padre lo priva del amor y la atención de la madre. Hay grandes diferencias entre el complejo edípico en el varón y en la niña, que sólo señalaré diciendo que, mientras el varón retorna en su desarrollo genital a su objeto primitivo, la madre, y por lo tanto busca objetos femeninos con los consiguientes celos del padre y los hombres en general, la niña debe, en cierto grado, apartarse de la madre y encontrar el objeto de sus deseos en el padre y, más tarde, en otros hombres. Es ésta una caracterización demasiado simple, pues también el niño se siente atraído por su padre y se identifica con él; por lo tanto, en su desarrollo normal interviene un elemento de homosexualidad. Lo mismo es válido para la niña, en quien la relación con la madre, y con las mujeres en general, nunca pierde su importancia. Así, pues, el complejo de Edipo no es sólo una cuestión de sentimientos de odio y rivalidad hacia uno de los progenitores y amor hacia el otro, sino que también existen sentimientos de amor y de culpa en relación con el progenitor rival. Por ende, múltiples emociones conflictuales están centradas en el complejo de Edipo.

Volvamos ahora a la proyección. Al proyectar la totalidad o una parte de los propios impulsos y sentimientos en otra persona, se logra una identificación con ésta, si bien de un tipo distinto del que produce la introyección. Pues, si se toma un objeto en el si-mismo (si se introyecta), el acento recae en la incorporación de algunas de las características de ese objeto y en la influencia que ejercen. Por otro lado, al colocar una parte de uno mismo en otra persona (proyección), la identificación está basada en que atribuimos a la otra persona algunas de nuestras propias cualidades. La proyección tiene múltiples repercusiones. Nos inclinamos a adscribir a otra gente -en cierto sentido, a colocar en ella- algunos de nuestros propios pensamientos y emociones; y es obvio que la índole amistosa u hostil de esa proyección dependerá de nuestro estado de equilibrio y persecución. Al atribuir parte de nuestros sentimientos a otra persona, comprendemos sus sentimientos, necesidades y satisfacciones; en otras palabras, nos ponemos en su lugar. Hay personas capaces de llegar tan lejos en este sentido que se pierden por entero en los demás y se tornan incapaces de discernimiento objetivo. Al mismo tiempo, la introyección excesiva pone en peligro la fuerza del yo, pues éste queda completamente sometido al objeto introyectado. Si en la proyección predomina la hostilidad, la verdadera empatía y la comprensión de los demás resultan dañadas. Por lo tanto, la índole de la proyección posee suma importancia en nuestras relaciones con los demás. Si la interacción entre introyección y proyección no está dominada por la hostilidad o por una excesiva dependencia y posee un buen equilibrio, el mundo interno resulta enriquecido y mejoran las relaciones con el mundo externo.

Me he referido ya a la tendencia del yo infantil a dividir impulsos y objetos, y creo que ésta constituye otra de las primeras actividades yoicas. Esa tendencia a dividir es, en parte, un resultado del hecho de que el yo temprano carece en gran medida de coherencia. Pero -y también aquí debo referirme a mis propios conceptos- la ansiedad persecutoria refuerza la necesidad de mantener al objeto amado apartado del peligro y, por lo tanto, de separar el amor del odio. Pues la autoconservación del bebé depende de su confianza en una madre buena. Al dividir los dos aspectos y aferrarse al bondadoso, conserva su creencia en un objeto bueno y su capacidad de amarlo; y ésta es una condición esencial para mantenerse vivo. Sin alguna porción de tal sentimiento, el niño quedaría expuesto a un mundo completamente hostil que podría destruirlo. Además, también tendría que incorporar ese mundo hostil en su propio interior. Sabemos que hay bebés carentes de vitalidad e incapaces de sobrevivir, probablemente porque no han podido desarrollar una relación de confianza con su madre buena. En contraste, hay otros bebés que pasan por grandes dificultades, pero conservan suficiente vitalidad como para hacer uso de la ayuda y el alimento que les ofrece la madre. Conozco el caso de un niño que tuvo un nacimiento prolongado y difícil y resultó lastimado en el proceso, pero, cuando se le dio el pecho, se alimentó ávidamente. Lo mismo ha ocurrido con bebés que sufrieron una operación seria poco después de nacer. Otros niños en circunstancias similares no logran sobrevivir porque tienen dificultades para aceptar alimento y amor, lo cual implica que no han logrado establecer confianza y amor hacia la madre.

 

El proceso de la división cambia en cuanto a forma y contenido a lo largo del desarrollo, pero nunca se abandona por completo en algunas de sus formas. Opino que los impulsos destructivos omnipotentes, la ansiedad persecutoria y la división predominan en los primeros tres a cuatro meses de la vida. He descrito esta combinación de mecanismos y ansiedades como posición esquizo-paranoide, la cual, en los casos extremos, constituye la base de la paranoia y la esquizofrenia. Los concomitantes de los sentimientos destructivos en esa temprana etapa poseen suma importancia y quisiera destacar entre ellos la avidez y la envidia como factores muy perturbadores en la relación con la madre primero y, más tarde, con otros miembros de la familia; de hecho, durante toda la vida.

La avidez varía de modo considerable de un niño a otro. Hay bebés que jamás se sienten satisfechos, pues su avidez excede todo lo que puedan recibir. La avidez implica el deseo de vaciar el pecho materno y de explotar todas las posibilidades de satisfacción, sin consideración por nadie. El niño muy ávido puede disfrutar momentáneamente de lo que recibe; pero, en cuanto ha desaparecido la gratificación, se torna insatisfecho y se ve impulsado a explotar, primero, a la madre, y luego a todos los familiares que puedan proporcionarle atención, alimento o cualquier otra gratificación. No cabe duda de que la ansiedad aumenta la avidez -la ansiedad de verse privado, despojado, de no ser bastante bueno como para merecer amor-. El niño que tiene tal avidez de amor y atención también se siente inseguro respecto de su propia capacidad de amar, y todas sus ansiedades refuerzan la avidez. En sus aspectos fundamentales, esa situación no aparece modificada en la avidez del niño mayor o del adulto.

En cuanto a la envidia, no resulta fácil explicar cómo la madre que alimenta al niño y lo cuida puede ser, a la vez, objeto de envidia. Pero, toda vez que el niño se siente hambriento o descuidado, la frustración lo lleva a la fantasía de que la leche y el amor le son deliberadamente negados, o bien retenidos por la madre para su propio beneficio. Tales sospechas constituyen la base de la envidia. Es inherente a la envidia no sólo el anhelo de posesión, sino también un poderoso deseo de arruinar el placer que los demás pueden obtener del objeto anhelado, deseo que tiende a dañar el objeto mismo. Si la envidia es muy fuerte, su cualidad destructiva perturba la relación con la madre, y más tarde con otras personas; significa, asimismo, que el niño no puede disfrutar plenamente de nada porque el objeto deseado ya ha sido dañado por la envidia. Además, si la envidia es muy fuerte, es imposible incorporar la bondad y convertirla en parte de la propia vida interna, lo cual permitiría expresar un sentimiento de gratitud. Por contraste, la capacidad de disfrutar en forma plena de lo que se recibe, y la experiencia de gratitud hacia quien lo da, ejercen una poderosa influencia sobre el carácter y las relaciones con la gente. No deja de ser sugestivo que, al bendecir la mesa antes de las comidas, los cristianos utilicen las palabras: "Por lo que vamos a recibir, haznos sentir, Señor, verdaderamente agradecidos". Tales palabras implican que se trata de lograr aquella cualidad -la gratitud- que contribuye a la felicidad y libera del resentimiento y la envidia. Cierta vez oí a una niñita decir que amaba a su madre más que a nadie, porque, "¿qué habría hecho si su madre no la hubiera traído al mundo y alimentado?" Este poderoso sentimiento de gratitud estaba ligado a su capacidad de gozar y se expresaba en el carácter de la niña y en sus relaciones con la gente, en particular como generosidad y consideración. A lo largo de toda la vida, esa capacidad para el goce y la gratitud hace posible una variedad de intereses y placeres. En el desarrollo normal, con la creciente integración del yo disminuyen los procesos de división, y la mayor capacidad para comprender la realidad externa y, en cierto grado, para conciliar los impulsos infantiles contradictorios, lleva también a una mayor síntesis de los aspectos buenos y malos del objeto. Ello significa que es posible amar a la gente a pesar de sus defectos y que el mundo no se ve sólo en términos de blanco y negro.

En mi criterio, el superyó -esa parte del yo que critica y controla los impulsos peligrosos, y que Freud ubicó en líneas generales en el quinto año de vida- actúa desde mucho antes. Según mi hipótesis, en el quinto o sexto mes después del nacimiento el bebé comienza a temer el daño que sus impulsos destructivos y su avidez podrían causar -o haber causado- a sus objetos amados. Pues aún no puede distinguir los deseos e impulsos de sus efectos reales. Experimenta sentimientos de culpa y el anhelo de proteger esos objetos y de repararlos por el daño causado. La ansiedad adquiere ahora un carácter predominantemente depresivo; y considero que las emociones acompañantes, así como las defensas que surgen contra ellas, forman parte del desarrollo normal: lo que he llamado "posición depresiva". Los sentimientos de culpa, que en ocasiones surgen en todos nosotros, tienen raíces muy profundas en la infancia, y la tendencia a reparar desempeña un papel importante en nuestras sublimaciones y relaciones de objeto.

 

Cuando observamos niños muy pequeños desde este ángulo, vemos que a veces parecen deprimidos sin ninguna causa externa particular. En esa etapa tratan de complacer a quienes los rodean en todas las formas posibles: sonrisas, gestos juguetones, incluso intentos de alimentar a la madre colocándole la cuchara con comida en la boca. Al mismo tiempo, éste es también el período en que muchas veces aparecen pesadillas e inhibiciones respecto de la comida, y todos esos síntomas alcanzan su culminación en el momento del destete. En el caso de niños mayores, la necesidad de manejar los sentimientos de culpa se expresa de manera más clara: diversas actividades constructivas se utilizan con tal fin y, en relación con los padres y hermanos, hay una necesidad excesiva de complacer y cooperar, todo lo cual expresa no sólo amor, sino también necesidad de reparar.

Freud postuló que el proceso de elaboración constituye una parte esencial del procedimiento psicoanalítico. Para decirlo en pocas palabras, ello significa lograr que el paciente vuelva a experimentar sus emociones, ansiedades y situaciones pasadas una y otra vez, en relación con el analista y con las distintas personas y situaciones en la vida pasada y presente del enfermo. Sin embargo, cierta medida de elaboración tiene lugar en el desarrollo normal del individuo. La adaptación a la realidad externa es cada vez mayor y, con ello, el niño logra un cuadro menos fantástico del mundo circundante. La experiencia repetida del alejamiento y retorno de la madre torna su ausencia menos atemorizante y, por lo tanto, disminuye su temor de que lo abandone. En esa forma, el niño elabora gradualmente sus tempranos temores y logra un equilibrio entre sus impulsos y emociones conflictuales. En esta etapa predomina la ansiedad depresiva y disminuye la ansiedad persecutoria. Opino que muchas manifestaciones aparentemente extrañas, fobias inexplicables e idiosincrasias que pueden observarse en los niños pequeños, constituyen indicaciones, así como maneras, de la elaboración de la posición depresiva. Si los sentimientos de culpa que surgen en el niño no son excesivos, el deseo de reparar y otros procesos que forman parte del crecimiento traen aparejado alivio. No obstante, las ansiedades depresivas y persecutorias nunca se superan del todo; pueden reaparecer temporariamente bajo alguna presión interna o externa, si bien una persona relativamente normal es capaz de hacer frente a esa reaparición y recuperar su equilibrio. Pero si la presión es demasiado grande, puede malograrse el desarrollo de una personalidad fuerte y bien equilibrada.

Habiendo descrito -si bien temo que en forma demasiado simplificada- las ansiedades depresivas y paranoides y sus implicaciones, quisiera considerar la influencia de los procesos mencionados sobre las relaciones sociales. Me he referido a la introyección del mundo externo y he sugerido que ese proceso continúa durante toda la vida. Toda vez que admiramos y amamos a alguien -o que odiamos y despreciamos a alguien- también incorporamos algo de esa persona en nosotros mismos, y nuestras actitudes más profundas se ven modificadas por tales experiencias. En el primer caso, nos enriquece y se convierte en una base para recuerdos preciosos; en el otro, sentimos a veces que el mundo exterior se nos ha arruinado y que el interior ha quedado, por lo tanto, empobrecido.

Aquí sólo puedo referirme someramente a la importancia de las experiencias reales favorables y desfavorables a las que el niño se ve sometido desde el comienzo, en primer lugar por sus padres y más tarde por otra gente. Las experiencias externas son de importancia fundamental a lo largo de la vida. Sin embargo, aun en el niño, mucho depende de la forma en que éste interpreta y asimila las influencias externas; y esto, a su vez, depende en gran medida de la fuerza con que actúan los impulsos destructivos y las ansiedades persecutorias y depresivas. De idéntico modo, nuestras experiencias adultas sufren la influencia de nuestras actitudes básicas, las cuales nos ayudan a enfrentar las desgracias, o bien, si estamos demasiado dominados por la sospecha y la autocompasión, convierten las menores desilusiones en desastres.

Los descubrimientos de Freud acerca de la infancia han aumentado la comprensión de los problemas relativos a la crianza, pero más de una vez han sido objeto de interpretaciones erróneas. Si bien es cierto que una educación demasiado severa fortalece la tendencia del niño a reprimir, debemos recordar que una indulgencia excesiva puede ser casi tan dañina como un exceso de restricción. La llamada "autoexpresión plena" puede ofrecer grandes desventajas tanto para los padres como para el niño. Mientras que, en épocas anteriores, el niño era con frecuencia una víctima de la actitud severa de los padres, hoy día éstos pueden llegar a ser las víctimas de sus hijos. Una conocida broma nos habla de un hombre que nunca probó pechuga de pollo pues en su infancia la comían sus padres y, cuando creció, se la daba a sus hijos. En el trato con nuestros hijos es esencial mantener un equilibrio entre el exceso y la ausencia de disciplina. Cerrar los ojos ante una pequeña travesura es una actitud muy sana, pero si la travesura se convierte en una continua falta de consideración, es necesario expresar desaprobación y exigir al niño un cambio.

 

La excesiva indulgencia de los padres debe considerarse, asimismo, desde otro ángulo: si bien el niño puede sacar ventajas de la actitud de sus progenitores, también experimenta sentimientos de culpa por explotarlos y siente la necesidad de una cierta restricción que le proporcionaría seguridad. Ello también le permitiría sentir respeto por sus padres, lo cual es esencial para una buena relación con ellos y para desarrollar el respeto hacia otras personas. Además, no debemos olvidar que los padres que sufren demasiado bajo la autoexpresión incontrolada del niño -por más que intenten someterse a ella- experimentan inevitablemente algún resentimiento que se infiltrará en su actitud para con el niño.

He descrito ya al niño pequeño que reacciona violentamente contra toda frustración -y no hay educación posible sin alguna inevitable frustración- y que tiende a sentirse profundamente agraviado ante cualquier falla o defecto de su ambiente y a subestimar la bondad recibida. Como consecuencia, proyectará sus agravios en la gente que lo rodea. Son bien conocidas las actitudes similares en los adultos. Si comparamos los individuos capaces de tolerar la frustración sin demasiado resentimiento y de recuperar sin tardanza su equilibrio después de una desilusión, con aquellos que se inclinan a atribuir toda la culpa al mundo exterior, podemos observar el efecto nocivo de la proyección hostil. Pocos de nosotros tenemos la tolerancia necesaria para soportar la acusación, aunque ésta no se exprese con palabras, de que, en cierto sentido, somos la parte culpable. De hecho, muchas veces nos hace rechazar a quienes nos acusan y entonces aparecemos tanto más como sus enemigos; en consecuencia, experimentan hacia nosotros mayores sospechas y sentimientos persecutorios, y las relaciones se perturban más y más.

Una manera de hacer frente a la sospecha excesiva es tratar de apaciguar a los enemigos supuestos o reales. Es raro que el intento tenga éxito. Naturalmente, muchas personas se dejan ganar por la adulación y el apaciguamiento, en particular si sus propios sentimientos persecutorios engendran en ellos la necesidad de ser apaciguados. Pero una relación de ese tipo se quiebra fácilmente y se transforma en hostilidad mutua. De paso, quisiera mencionar las dificultades que pueden provocar en los asuntos internacionales esas fluctuaciones en las actitudes de los principales estadistas.

Cuando la ansiedad persecutoria no es tan fuerte y la proyección al atribuir a los demás principalmente buenos sentimientos, se convierte en la base de la empatía, la respuesta del mundo exterior es muy distinta. Todos conocernos personas que tienen la capacidad de hacerse querer, pues tenemos la impresión de que nos tienen confianza, lo cual, a su vez, despierta en nosotros un sentimiento de simpatía. No me refiero a la gente que trata de conquistar popularidad en una forma insincera. Por el contrario, creo que son las personas sinceras y que obran de acuerdo con sus convicciones las que, a la larga, despiertan respeto y aun afecto.

Un ejemplo interesante de la influencia de las primeras actitudes a lo largo de toda la vida es el hecho de que la relación con las primeras figuras sigue reapareciendo y que los problemas infantiles no resueltos se reviven, si bien en forma modificada. Por ejemplo, la actitud hacia un subordinado o un superior repite, hasta cierto punto, la relación con un hermano menor o con uno de los progenitores. Si conocemos a una persona mayor amistosa y servicial, revivimos de modo inconsciente la relación con un progenitor o un abuelo amado; mientras que un individuo mayor altanero y desagradable vuelve a provocar las actitudes rebeldes del niño hacia sus padres. No es necesario que esas personas sean física o mentalmente similares a las figuras originales, o siquiera que tengan parecida edad real; basta algo en común en su actitud. Cuando alguien se encuentra enteramente bajo el influjo de situaciones y relaciones tempranas, es inevitable que sus juicios respecto de personas y hechos estén perturbados. Normalmente la revivencia de situaciones tempranas está limitada y rectificada por el juicio objetivo. Es decir, todos podemos sufrir la influencia de factores irracionales, pero en la vida normal éstos no nos dominan.

La capacidad de amor y devoción, en primer lugar hacia la madre, se transforma de múltiples modos en devoción hacia diversas causas que se sienten como buenas y valiosas. Ello significa que el goce que el bebé podía experimentar en el pasado al sentir que amaba y era amado, se transfiere más tarde no sólo a las relaciones con la gente, lo cual es muy importante, sino también a su trabajo y a todo lo que se considera valioso. Significa, asimismo, un enriquecimiento de la personalidad y de la capacidad de disfrutar con el trabajo, y abre caminos de acceso a múltiples fuentes de satisfacción.

 

En este esfuerzo por alcanzar nuestras metas, así como en nuestra relación con la gente, el temprano deseo de reparar se une a la capacidad de amar. He dicho ya que en nuestras sublimaciones, originadas en los más tempranos intereses infantiles, las actividades constructivas adquieren un mayor ímpetu porque el niño siente inconscientemente que, en esa forma, repara a las personas amadas que ha dañado. Este ímpetu nunca pierde su fuerza, aunque muchas veces no se lo reconozca en la vida diaria. El hecho irrevocable de que ninguno de nosotros está nunca enteramente libre de culpa tiene aspectos muy valiosos, porque implica el deseo jamás agotado de reparar y de crear en cualquier forma que podamos.

Todas las formas de ayuda social se benefician con ese anhelo. En los casos extremos, los sentimientos de culpa impulsan a la gente hacia el total sacrificio de sí misma por una causa o por sus semejantes, y pueden conducir al fanatismo. Con todo, sabemos que algunas personas arriesgan su vida para salvar a otras, y esa acción no corresponde necesariamente al mismo orden. En tales casos, no es tanto la culpa lo que podría actuar como la capacidad de amor y generosidad y una identificación con nuestro semejante en peligro.

He señalado la importancia de la identificación con los padres y, más tarde, con otras personas, para el desarrolló del niño pequeño, y ahora deseo acentuar un aspecto particular de la identificación exitosa que se prolonga hacia la adultez. Cuando la envidia y la rivalidad no son demasiado grandes, se torna posible disfrutar en forma vicariante de los placeres ajenos. En la infancia, la hostilidad y la rivalidad del complejo edípico están neutralizadas por la capacidad de disfrutar substitutivamente de la felicidad de los padres. En la vida adulta, los padres pueden compartir los placeres de la infancia y evitar interferirlo porque son capaces de identificarse con sus hijos: pueden contemplar sin envidia el crecimiento de sus hijos.

Esta actitud cobra particular importancia a medida que se envejece y que los placeres de la juventud se tornan cada vez menos accesibles. Si la gratitud por las satisfacciones pasadas no se ha desvanecido, las personas de edad pueden disfrutar de todo aquello que está aún a su alcance. Además, esa actitud, que da origen a la serenidad, les permite identificarse con los jóvenes. Por ejemplo, quien se dedica a descubrir talentos jóvenes y ayuda a desarrollarlos -sea en su capacidad de maestro o crítico, o, en épocas pasadas, como patrón de las artes y la cultura- puede hacerlo precisamente porque le es posible identificarse con los demás; en cierto sentido, repite su propia vida y, a veces, logra en forma sustitutiva la realización de aspiraciones frustradas en su propia vida.

En todas las etapas, la capacidad de identificarse hace posible la felicidad que surge cuando se es capaz de admirar el carácter o los logros de los demás. Si no podemos permitirnos apreciar las realizaciones y las cualidades de otras personas -lo cual significa que no somos capaces de tolerar la idea de que nunca podremos emularlas- nos vemos privados de fuentes de enorme felicidad y enriquecimiento. El mundo nos parecería un lugar mucho más pobre si no tuviéramos oportunidad de percibir la grandeza que existe y seguirá existiendo en el futuro. Tal admiración también despierta algo en nosotros y aumenta de manera indirecta nuestra fe en nosotros mismos. Esta es una de las múltiples formas en que las identificaciones originadas en la infancia se convierten en una parte importante de nuestra personalidad.

La capacidad de admirar los logros de otra persona es uno de los factores que hacen posible el trabajo eficaz en equipo. Si la envidia no es demasiado grande, podemos experimentar placer y orgullo por el hecho de trabajar con personas que a veces superan nuestras propias capacidades, pues nos identificamos con esos miembros destacados del equipo.

Sin embargo, el problema de la identificación es muy complejo. Cuando Freud descubrió el superyó, lo consideró como una parte de la estructura mental resultante de la influencia de los padres sobre el niño, una influencia que entra a formar parte de las actitudes infantiles fundamentales. Mi trabajo con niños pequeños me ha mostrado que, incluso desde los primeros meses de vida, se incorporan en el sí-mismo la madre y, poco después, otras personas que rodean al niño, y ello constituye la base para una variedad de identificaciones, favorables y desfavorables. He citado antes ejemplos de identificaciones que son útiles tanto para el niño como para el adulto. Pero la influencia vital del ambiente original hace también que los aspectos desfavorables de las actitudes del adulto para con el niño perjudiquen su desarrollo, porque despiertan en él odio y rebelión o bien un excesivo sometimiento. Al mismo tiempo, el niño internaliza esta actitud adulta hostil y colérica. A partir de tales experiencias, un progenitor excesivamente severo o carente de comprensión y amor influye por identificación sobre la formación del carácter del niño, y puede llevarlo a repetir en su vida posterior lo que él mismo ha sufrido. Por lo tanto, un padre usa a veces con sus hijos los mismos métodos erróneos que su padre empleó con él. Por otro lado, la rebelión contra las injusticias experimentadas en la infancia puede llevar a la reacción opuesta de hacer todas las cosas en forma distinta de la que utilizaron los padres. Esto conduciría al otro extremo, por ejemplo, a la excesiva indulgencia a la que me referí antes. Aprender de nuestras experiencias infantiles y, por ende, ser más comprensivos y tolerantes con nuestros propios hijos y con las personas ajenas al círculo familiar, constituye un signo de madurez y de sano desarrollo. Pero ser tolerante no significa ser ciego a los defectos ajenos, sino reconocer esas fallas y, no obstante, conservar la propia capacidad para cooperar con los demás o incluso para experimentar amor hacia algunas personas.

 

Al describir el desarrollo del niño he acentuado en particular la importancia de la avidez. Consideremos ahora el papel que desempeña la avidez en la formación del carácter y su influencia sobre las actitudes del adulto. Es fácil observar el papel de la avidez como un elemento muy destructivo en la vida social. La persona ávida quiere siempre más y más, aun a expensas de quienes la rodean; no es realmente capaz de consideración y generosidad hacia ellos. No me refiero aquí sólo a las posesiones materiales, sino también al status y el prestigio.

Es probable que el individuo ávido sea muy ambicioso. El papel de la ambición, en sus aspectos útiles y perturbadores, se pone de manifiesto dondequiera que observemos la conducta humana. No cabe duda de que la ambición da. nuevo ímpetu a la capacidad de realización, pero, si se convierte en la principal fuerza impulsora, pone en peligro la cooperación con los demás. A pesar de todos sus éxitos, el individuo muy ambicioso permanece siempre insatisfecho, tal como ocurre con un bebé ávido. Es bien conocido el tipo de figura pública que, hambrienta de éxitos cada vez mayores, nunca parece satisfecha con lo que ha logrado. Una de los rasgos de esa actitud -en la que la envidia desempeña también un papel importante- es la incapacidad para permitir que los demás alcancen una posición destacada. Quizá se les permita desempeñar un papel secundario siempre que no hagan peligrar la supremacía de la persona ambiciosa. Asimismo observamos que esas personas no pueden ni quieren estimular y alentar a los jóvenes, porque algunos de ellos podrían llegar a ser sus sucesores. Un motivo de la falta de satisfacción frente a éxitos aparentemente grandes proviene de que su interés no está centrado tanto en el campo en que actúan como en su prestigio personal. Ello implica la conexión entre la avidez y la envidia. El rival aparece no sólo como alguien que nos ha despojado y privado de nuestras propias posiciones o bienes, sino también como el poseedor de cualidades valiosas que provocan envidia y el impulso a dañarlas.

Cuando la avidez y la envidia no son excesivas, incluso una persona ambiciosa puede encontrar satisfacción en ayudar a los demás a realizar su tarea. Tenemos aquí una de las actitudes subyacentes al liderazgo exitoso. En cierta medida, esto también puede observarse ya en etapas muy tempranas. Un niño es capaz de enorgullecerse por los progresos de un hermano menor y hacer todo lo posible por ayudarlo. Algunos niños incluso ejercen un efecto integrador sobre toda la vida familiar; al mostrarse predominantemente amistosos y cooperativos, mejoran la atmósfera familiar. He visto que madres muy impacientes e intolerantes ante las dificultades han mejorado gracias a la influencia de un hijo con esa actitud. Lo mismo se aplica a la vida escolar, donde a veces bastan uno o dos niños para ejercer un efecto benéfico sobre la actitud de los demás, a través de una especie de liderazgo moral basado en una relación cordial y cooperativa con los otros niños, sin ningún intento de hacerlos sentir inferiores.

Volviendo al liderazgo: si el líder -y esto también puede aplicarse a cualquier miembro de un grupo- sospecha que es objeto de odio, ese sentimiento aumenta todas sus actitudes antisociales. Observamos que las personas incapaces de soportar una crítica, porque ésta afecta de inmediato su ansiedad persecutoria, son no sólo víctimas del sufrimiento, sino que también tienen dificultades en relación con los demás e incluso pueden poner en peligro la causa por la que luchan, cualquiera que sea su campo de actividades; exhibirán una gran incapacidad para corregir sus errores y aprender de los demás.

Si contemplamos nuestro mundo adulto desde el punto de vista de sus raíces en la infancia, comprenderemos la forma en que nuestra mente, nuestros hábitos y nuestros enfoques se han ido construyendo a partir de las más tempranas fantasías y emociones infantiles, hasta llegar a las manifestaciones adultas más complejas y elaboradas. Aun cabe extraer otra conclusión, y es que nada que haya existido alguna vez en el inconsciente llega a perder por completo su influencia sobre la personalidad.

Queda aun por considerar otro aspecto del desarrollo del niño; la formación del carácter. He citado algunos ejemplos del efecto perturbador que ejercen los impulsos destructivos, la envidia y la avidez, y las ansiedades persecutorias resultantes, sobre el equilibrio emocional y las relaciones sociales del niño. Asimismo, me he referido a los aspectos benéficos de un desarrollo opuesto y he tratado de mostrar la forma en que surgen. Intenté poner de manifiesto la importancia de la interacción entre los factores innatos y la influencia del ambiente. Al atribuir a esa interacción toda su importancia real logramos una comprensión más profunda de la forma en que se desarrolla el carácter del niño. Los cambios favorables que sufre el carácter del paciente, en el curso de un análisis exitoso, han constituido siempre un aspecto de suma importancia en la labor psicológica.

Una de las consecuencias de un desarrollo equilibrado es la integridad y la fuerza del carácter. Dichas cualidades tienen un efecto de largo alcance tanto sobre la autoconfianza del individuo como sobre su relación con el mundo exterior. Es fácil observar la influencia que ejerce sobre la gente un carácter realmente sincero y genuino. Incluso quienes no poseen esas mismas cualidades se sienten impresionados y no pueden dejar de experimentar cierto respeto por la integridad y la sinceridad. Pues dichas cualidades despiertan en ellos una imagen de lo que ellos mismos habrían podido llegar a ser o quizás aún puedan llegar a ser. Ese tipo de personalidad hace surgir en la gente alguna esperanza acerca del mundo en general y una mayor confianza en la bondad.

He concluido este trabajo con una referencia a la importancia del carácter porque opino que éste constituye el fundamento para toda realización humana. El efecto de un buen carácter sobre los demás está en la raíz de todo desarrollo social sano.

 

POST SCRIPTUM

En ocasión de discutir mis criterios sobre el desarrollo del carácter con un antropólogo, éste rechazó mi supuesto de una base general para el desarrollo del carácter. Adujo que en su experiencia de trabajo de campo había encontrado una evolución del carácter completamente distinta. Por ejemplo, había trabajado en una comunidad donde se consideraba admirable estafar a los demás. También describió, respondiendo a algunas de mis preguntas, que en la misma comunidad la misericordia para con un enemigo constituía un signo de debilidad. Le pregunté si no había alguna circunstancia en la que se exhibiera cierta misericordia. Me replicó que si una persona lograba colocarse detrás de una mujer en forma tal que quedara cubierto hasta cierto punto por su pollera, se le perdonaba la vida. Ante algunas otras preguntas, me contó que si el enemigo lograba introducirse en la tienda de un hombre, no se lo mataba, y que también encontraba refugio en el interior de un santuario.

El antropólogo estuvo de acuerdo conmigo cuando sugerí que la tienda, la pollera y el santuario eran símbolos de la madre buena y protectora. También aceptó mi interpretación de que la protección materna incluía a un hermano odiado -el hombre oculto detrás de la pollera de la mujer- y que la prohibición de matar dentro de la propia tienda estaba vinculada a las normas de hospitalidad. Mi conclusión relativa a este último punto es que, fundamentalmente, la hospitalidad está relacionada con la vida familiar, con los lazos entre los hijos y, en particular, con la madre, pues, como sugerí antes, la tienda representa a la madre que protege a la familia.

Cito esta conversación para sugerir posibles vínculos entre culturas que parecen ser completamente distintas y para indicar que tales vínculos aparecen en la relación con el objeto original, la madre, cualesquiera que sean las formas en que las distorsiones del carácter se acepten y aun se admiren.   

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