EL DESARROLLO TEMPRANO DE LA CONCIENCIA EN EL NIÑO (1933)

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Melanie Klein

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            Una de las más importantes contribuciones de la investigación psicoanalítica ha sido el descubrimiento de los procesos mentales que subyacen al desarrollo de la conciencia del individuo. En su tarea de sacar a la superficie las tendencias instintivas inconscientes, Freud ha reconocido también la existencia de las fuerzas que sirven de defensa contra ellas. Según sus hallazgos, que la práctica psicoanalítica ha confirmado en cada caso, la conciencia de la persona es un precipitado o representante de sus primeras relaciones con los padres. En cierto modo, ha incorporado sus padres así, los ha puesto en su interior. Y entonces ellos se convierten en una parte diferenciada de su yo -su superyó-, en un agente que presenta, contra el resto del yo, ciertas exigencias, reproches y admoniciones, y que se opone a sus impulsos instintivos.

            Freud ha demostrado que el funcionamiento de ese superyó no se limita a la mente consciente, no es sólo lo que se entiende por conciencia, sino que ejerce también una influencia inconsciente y a menudo sumamente opresiva, influencia que constituye un importante factor, tanto en las enfermedades mentales como en el desarrollo de la personalidad normal. Este nuevo descubrimiento ha hecho que la investigación psicoanalítica enfoque cada vez más el estudio del superyó y de sus orígenes.

            En el curso de mis análisis de niños pequeños, mientras comenzaba a adquirir conocimiento directo de los cimientos sobre los que estaba construida su personalidad, me topé con ciertos hechos que parecían admitir una ampliación, en determinadas direcciones, de la teoría de Freud al respecto. No podía caber duda alguna de que un superyó había estado en plena actividad, durante cierto tiempo, en mis pequeños pacientes de entre dos años y nueve meses, y cuatro años de edad, en tanto que, según la concepción aceptada, el superyó no comenzaba a funcionar hasta que había desaparecido el complejo de Edipo, es decir, aproximadamente en el quinto año de vida. Más aun, mis datos demostraban que este primer superyó era inconmensurablemente más riguroso y cruel que el del niño mayor o el del adulto, y que, literalmente, aplastaba el débil yo del niño pequeño.

            Es verdad que en el adulto encontramos en funciones un superyó más severo de lo que fueron en realidad los padres del sujeto, y que en modo alguno es idéntico a éstos[1]. Esto no obstante, se les aproxima más o menos. Pero en el niño pequeño encontramos un superyó de características altamente increíbles y fantásticas. Y cuanto más pequeño es el niño, o cuanto más profundo el plano mental en que penetramos, tanto más sucede eso. Llegamos a considerar que el temor del niño a ser devorado, o cortado o despedazado, o su terror a ser rodeado y perseguido por figuras amenazadoras, es un componente regular de su vida mental; y sabemos que el lobo comedor de hombres, el dragón vomitador de fuego y todos los monstruos malignos surgidos de los mitos y los cuentos de hadas florecen y ejercen su influencia inconsciente en la fantasía de cada niño, que se siente perseguido y amenazado por esas formas adversas. No me queda ninguna duda, gracias a mis observaciones analíticas, de que las identidades que se ocultan detrás de esas figuras imaginarias, aterradoras, son las de los padres del propio niño, ni de que, de uno u otro modo, esas terroríficas formas reflejan características del padre y la madre del chiquillo, por deformada y fantástica que pueda parecer la semejanza.

            Si aceptamos estos hechos de las primeras observaciones analíticas y admitimos que las cosas que el niño teme son esos monstruos y animales salvajes que ha internalizado en sí y que iguala a sus padres, nos vemos arrastrados a las siguientes conclusiones: 1) El superyó del niño no coincide con el cuadro presentado por sus padres reales, sino que es creado con elementos imaginarios de ellos, o imagos, que ha incorporado así. 2) Su temor a los objetos reales -su ansiedad fóbica- se basa en su temor a su yo irrealista y a los objetos que son reales en sí mismos, pero que él contempla bajo una luz fantástica debido a la influencia de su superyó.

Esto nos trae al problema que para mí es el central en toda la cuestión de la formación del superyó. ¿Cómo se lleva a cabo la creación, por parte del niño, de una imagen tan fantástica de sus padres, una imagen tan alejada de la realidad? La respuesta se encontrará en los hechos descubiertos en los análisis infantiles. Al penetrar en las capas más profundas de la mente del niño y descubrir esas enormes cantidades de ansiedad -esos temores hacia objetos imaginarios y esos terrores a ser atacado de todos los modos posibles-, dejamos también al desnudo una cantidad correspondiente de impulsos de agresión reprimidos, y podemos observar la relación causal que existe entre los temores del niño y sus tendencias agresivas.

            En su libro Más allá del principio del placer, Freud formuló una teoría según la cual, al comienzo de la vida en el organismo humano, el instinto de agresión, o instinto de muerte, es opuesto y contenido por la libido o instinto de vida, el Eros. A continuación se produce una fusión de los dos instintos, que da nacimiento al sadismo. A fin de evitar ser destruido por su propio instinto de muerte, el organismo emplea su libido narcisista o de autoconservación para expulsar a aquél hacia afuera y dirigirlo contra sus objetos. Freud considera que este proceso es fundamental para las relaciones sádicas de la persona con sus objetos. Y yo diría, más aun, que paralelamente a esa desviación hacia afuera del instinto de muerte, contra los objetos, se produce una reacción intrapsíquica de defensa contra la parte del instinto que no ha podido ser exteriorizada de tal modo. Porque el peligro de ser destruido por ese instinto de agresión provoca, creo, una excesiva tensión en el yo, que es sentida por éste como una ansiedad[2], de modo que se ve, en el comienzo mismo de su desarrollo, ante la tarea de movilizar la libido contra su instinto de muerte. Sin embargo, sólo puede llevar a cabo en forma imperfecta esa misión, ya que, debido a la fusión de los dos instintos, no puede ya, como lo sabemos, efectuar una separación entre los mismos. Se produce una división en el ello, o en los planos instintivos de la psique, debido a la cual una parte de los impulsos instintivos es dirigida contra la otra.

            Esta medida defensiva por parte del yo, aparentemente la primera, constituye, creo, la piedra fundamental del desarrollo del superyó, cuya excesiva violencia en esa primera etapa quedaría así explicada por el hecho de que es un producto de intensísimos instintos destructivos y de que contiene, juntamente con cierta proporción de impulsos libidinales, cantidades sumamente grandes de impulsos agresivos[3].Este punto de vista hace que resulte menos difícil entender por qué el niño forma imágenes monstruosas y fantásticas de sus padres. Porque percibe que su ansiedad surge de sus instintos agresivos, como temor hacía un objeto externo, porque ha hecho de dicho objeto su meta, de tal modo que parecen iniciarse contra él mismo desde ese terreno[4].De esa manera, desplaza la fuente de su ansiedad hacia afuera y convierte sus objetos en objetos peligrosos; pero, en definitiva, ese peligro pertenece a sus propios instintos agresivos. Por ese motivo, su temor hacia los objetos será siempre proporcionado al grado de sus impulsos sádicos.            Sin embargo, no se trata simplemente de una cuestión de convertir una cantidad dada de sadismo en una cantidad correspondiente de ansiedad. La relación es también una relación de contenido. El temor del niño hacia su objeto y hacia los ataques imaginarios que sufrirá de éste se ajusta en todos los detalles a los particulares impulsos agresivos y fantasías que experimenta con respecto a su ambiente. De ese modo, cada niño crea imagos de sus padres que le son peculiares; aunque en cada caso esas imagos serán de un carácter irreal y terrorífico.

 

            Según mis observaciones, la formación del superyó comienza al mismo tiempo que el niño efectúa la primera introyección oral de sus objetos[5]. Puesto que las primeras imagos que de tal modo forma son dotadas de todos los atributos del intenso sadismo correspondiente a este estadío de su desarrollo, y puesto que serán proyectadas una vez más sobre objetos del mundo exterior, el chiquillo es dominado por el temor de sufrir ataques inimaginablemente crueles, tanto de sus objetos reales como de su superyó. Su ansiedad sirve para aumentar sus impulsos sádicos, al acicatearle a destruir dichos objetos hostiles a fin de escapar a sus embestidas. El circulo vicioso que de tal modo queda establecido y en el que la ansiedad del niño le impulsa a destruir su objeto, produce un aumento de su propia ansiedad, cosa que, a su vez, le lanza contra su objeto y constituye un mecanismo psicológico que, en mi opinión, se encuentra en el fondo de las tendencias asociales y criminales del individuo. Así, debemos suponer que la responsable de la conducta de las personas asociales y criminales es la excesiva severidad y la aplastante crueldad del superyó, y no la debilidad o la falta de dicha severidad, como se cree habitualmente.

            En una etapa un tanto posterior del desarrollo, el temor al superyó hará que el yo se aparte del objeto provocador de la ansiedad. Este mecanismo de defensa puede crear una defectuosa o menoscabada relación del niño con los objetos.

            Como lo sabemos, cuando aparece la etapa genital, los instintos sádicos del niño han sido normalmente superados, y sus relaciones con los objetos han adquirido un carácter positivo. Tal avance en su desarrollo acompaña a alteraciones producidas en la naturaleza de su superyó e interactúa con ellas. Porque cuanto más se aminora el sadismo del niño, tanto más se retira hacia el fondo la influencia de sus irreales y terroríficas imagos, puesto que éstas son producto de sus propias tendencias agresivas. Y a medida que sus impulsos genitales crecen en energía, surgen imagos benéficas y útiles, basadas en sus fijaciones -en la etapa oral de succión- en su generosa y bondadosa madre, que se aproximan más estrechamente a los objetos reales; y su superyó, que era una fuerza amenazadora, despótica, que emitía órdenes insensatas y contradictorias que el yo era totalmente incapaz de cumplir, comienza a ejercer un gobierno más suave y más persuasivo y a presentar exigencias posibles de cumplir. En rigor, se transforma gradualmente en conciencia moral, en el verdadero sentido de la palabra.

            Más aun: a medida que varía el carácter del superyó, del mismo modo varía su efecto sobre el yo y sobre el mecanismo defensivo que éste pone en movimiento. Sabemos, por Freud, que la piedad es una reacción a la crueldad. Pero las reacciones de esa especie no se establecen hasta que el niño ha adquirido cierto grado de relaciones positivas con los objetos; hasta que, en otras palabras, su organización genital pasa al frente. Si colocamos este hecho junto a los concernientes a la formación del superyó, tales como yo los veo, podremos llegar a las siguientes conclusiones: mientras la función del superyó sea principalmente la de provocar ansiedad, estimulará los violentos mecanismos defensivos que hemos descrito antes y cuya naturaleza es aética y asocial. Pero en cuanto disminuye el sadismo del niño, y cambian las funciones y el carácter del superyó, provocando menos ansiedad y más sentimiento de culpabilidad, son activados los mecanismos defensivos que forman la base de una actitud moral y ética y el niño comienza a sentir consideración hacia sus objetos y a responder a los sentimientos sociales[6]. Numerosos análisis de niños de todas las edades han confirmado esta opinión. En el análisis de los juegos podemos seguir el curso de las fantasías de nuestros pacientes, tales como están representadas por sus juegos y pasatiempos, y establecer una conexión entre dichas fantasías y su ansiedad. Cuando analizamos el contenido de la ansiedad, vemos que las tendencias agresivas y las fantasías que dan nacimiento a aquélla surgen a la superficie cada vez más y crecen hasta alcanzar enormes proporciones, tanto en cantidad como en intensidad. El yo del niño corre peligro de ser aplastado por la fuerza elemental de esas tendencias y fantasías, y por la gigantesca extensión de las mismas, y sostiene una perpetua lucha para mantenerse contra ellas, con la ayuda de sus impulsos libidinales, ya sea conteniéndolas o tornándolas inocuas.

            Este cuadro ejemplifica la tesis de Freud sobre los instintos de vida (Eros) en combate contra los instintos de muerte, o instintos de agresión. Pero también reconocemos que existe la más íntima unión e interacción entre las dos fuerzas, en todo momento, de modo que el análisis podrá descubrir en todos sus detalles las fantasías agresivas del niño -para así disminuir el efecto de las mismas-, sólo en la medida en que pueda seguir también el curso de las fantasías libidinales y descubrir sus primeras fuentes, y viceversa.

            En relación con el contenido y los objetivos reales de esas fantasías, sabemos, por Freud y Abraham, que en etapas primeras, pregenitales, de la organización libidinal, en las que tiene lugar esa fusión de libido e instintos destructivos, los impulsos sádicos del niño tienen primerísima importancia. Como lo demuestra el análisis de toda persona mayor, en la etapa oral-sádica que sigue a la oral de succión, el niño pasa por una fase canibalística a la que está asociada una plétora de fantasías canibalistas. Estas fantasías, aunque todavía se concentran en torno al hecho de devorar el pecho de la madre, o la madre entera, no están interesadas solamente en la satisfacción de un deseo primitivo de alimentación. Sirven también para satisfacer los impulsos destructores del niño. La fase sádica que sigue a ésta -la fase anal-sádica- se caracteriza por un interés dominante en los procesos excretores, en las heces y el ano; y también este interés está estrechamente aliado a tendencias destructivas extraordinariamente fuertes[7].            Sabemos que la eyección de las heces simboliza una enérgica expulsión del objeto incorporado, y que es acompañada de sentimientos de hostilidad y crueldad y de deseos destructivos de distintas clases, en los que se asigna importancia a las asentaderas como objeto de esas actividades. Sin embargo, en mi opinión, las tendencias anal-sádicas tienen fines y objetos aun más profundos y hondamente reprimidos. Los datos que me ha sido posible reunir en primeros análisis demuestran que entre las tendencias oral-sádicas se inserta una etapa en que se hacen sentir tendencias uretral-sádicas, y que las tendencias anal y uretral son una continuación directa de las oral-sádicas, en cuanto a fin específico y objeto de ataque. En sus fantasías oral-sádicas, el niño ataca el pecho de su madre, y los medios que emplea son los dientes y las mandíbulas. En sus fantasías uretral y anal trata de destruir el interior del cuerpo de su madre, y para este propósito emplea la orina y las heces. En este segundo grupo de fantasías, los excrementos son considerados como sustancias ardientes y corrosivas, como animales salvajes, armas de toda clase, etc.; y el niño entra en una fase en que dirige todos los instrumentos de su sadismo hacia el único fin de destruir el cuerpo de su madre y lo que ese cuerpo contiene.

 

            En lo que atañe a su elección objetal, los impulsos oral-sádicos del niño son aún el factor subyacente, de tal manera que piensa en succionar y devorar el interior del cuerpo de su madre como si se tratase de un pecho. Pero esos impulsos son ampliados por las primeras teorías sexuales del niño, que se desarrollan durante esa fase. Ya sabemos que cuando despertaron sus instintos genitales comenzó a tener teorías inconscientes sobre la copulación entre sus padres, el nacimiento de los niños, etc. Pero el análisis temprano ha demostrado que desarrolla tales teorías mucho antes, en momentos en que sus impulsos genitales, aún ocultos, tienen mucho que decir en la cuestión. Esas teorías dicen que, en la copulación, la madre se incorpora continuamente el pene del padre por vía bucal, de manera que su cuerpo está colmado de muchísimos penes y niños. Y el niño desea comer y destruir todo eso.

            En consecuencia, al atacar el interior del cuerpo de su madre, el niño ataca una gran cantidad de objetos y se embarca en una conducta preñada de sucesos. Primeramente, la matriz representa al mundo; y al comienzo el niño se aproxima a ese mundo con deseos de atacarlo y destruirlo; por lo tanto, está preparado desde un principio para ver el mundo real, externo, como más o menos hostil hacia él y poblado de objetos listos para atacarlo[8]. Su convicción de que al atacar de tal modo el cuerpo de su madre ha atacado también el cuerpo de su padre y el de sus hermanos y hermanas, y, en un sentido más amplio, a todo el mundo, constituye, en mi experiencia, una de las causas subyacentes de su sentimiento de culpa y del desarrollo de sus sentimientos sociales y morales en general[9]. Porque cuando la excesiva severidad del superyó ha aminorado un tanto, sus apariciones en el yo, debido a aquellos ataques imaginarios, producen sentimientos de culpa que provocan fuertes tendencias, en el niño, a poner en práctica el daño imaginario que ha inferido a sus objetos. Y entonces el contenido individual y los detalles de sus fantasías destructoras ayudan a determinar el desarrollo de sus sublimaciones, que, indirectamente, sirven a sus tendencias sustitutivas[10], o para producir deseos aun más directos de ayudar a otras personas. El análisis de los juegos demuestra que cuando los instintos agresivos del niño se encuentran en su apogeo, éste jamás se cansa de rasgar o cortar, de romper, mojar y quemar toda clase de cosas, como papel, fósforos, cajas, juguetes, todo lo cual representa a sus padres, hermanos y hermanas y el cuerpo y los pechos de su madre, y que esta furia de destrucción alterna con accesos de ansiedad y un sentimiento de culpabilidad. Pero cuando, en el curso del análisis, la ansiedad va disminuyendo lentamente, sus tendencias constructivas comienzan a adquirir predominio[11].  Por ejemplo, un niño que antes no hacía otra cosa que romper en pedazos trozos de madera, comienza a intentar convertir esos pedazos en un lápiz. Toma porciones de mina sacadas de lápices que ha cortado, las inserta en una hendidura de la madera y luego cose un trozo de tela en torno de la tosca madera para darle un aspecto más bonito. Que este lápiz de fabricación casera representa al pene de su padre, que él ha destruido en su fantasía, y el suyo propio, cuya destrucción teme como medida retaliatoria, se torna más evidente por el contexto general del material que el chiquillo presenta y por las asociaciones que le asigna.

            Cuando en el curso del análisis, el niño empieza a mostrar tendencias constructivas más enérgicas, en todas las formas posibles, en sus juegos y sublimaciones -cuando pinta o escribe o dibuja cosas, en lugar de mancharlo todo con cenizas; cuando cose o diseña, en tanto que antes cortaba o desgarraba-, exhibe también cambios en sus relaciones con su padre o su madre, o con sus hermanos y hermanas; y estos cambios marcan el comienzo de una relación mejorada con los objetos en general y un crecimiento del sentimiento social. Qué vías de sublimación se abrirán para el niño, cuán potentes serán sus impulsos a ofrecer compensaciones y qué formas asumirán éstas, todo esto queda determinado, no sólo por el grado de tendencias agresivas primarias, sino por la interacción de una cantidad de otros factores que no tenemos espacio para analizar en estas páginas. Pero nuestro conocimiento del análisis infantil nos permite decir lo siguiente: que el análisis de las capas más profundas del superyó conduce invariablemente a un considerable mejoramiento de las relaciones del niño con los objetos, de su capacidad para la sublimación y de sus poderes de adaptación social. Mejoramiento que hace que el niño no sólo sea mucho mas feliz y más sano en sí, sino también más capaz de sentimientos sociales y éticos.

            Esto nos lleva a considerar una objeción sumamente notoria que puede ser presentada contra el análisis infantil. Podría preguntarse: ¿una reducción demasiado grande de la severidad del superyó -una reducción por debajo de cierto nivel favorable-, no daría un resultado opuesto, conduciendo a la abolición, en el niño, de los sentimientos éticos y sociales? La respuesta a esto es, en primer lugar, que, hasta donde yo sé, jamás se ha dado en los hechos una disminución tan grande; y un segundo lugar, que existen razones teóricas para creer que jamás podrá ocurrir. Por lo que hace a la experiencia real, sabemos que, al analizar las fijaciones libidinales pregenitales, sólo podemos convertir en libido genital cierta proporción de las cantidades libidinales involucradas, aún en circunstancias favorables, y que el resto -un resto no poco importante- continúa funcionando como libido pregenital y como sadismo; aunque, ya que el plano genital ha establecido más firmemente su supremacía, puede ser manejado por el yo, ora recibiendo satisfacción, ora siendo contenido, ora sufriendo modificaciones o siendo sublimado. Del mismo modo, el análisis no puede nunca eliminar el núcleo de sadismo que se ha formado bajo la primacía de los planos genitales; pero puede mitigarlos aumentando la fuerza del plano genital, de modo que el yo, entonces más potente, puede enfrentar al superyó, como lo hace con sus impulsos instintivos, en una forma más satisfactoria para el individuo mismo y para el mundo que lo rodea.

 

            Hasta este momento nos hemos ocupado de establecer el hecho de que los sentimientos sociales y morales de una persona se desarrollan a partir de un superyó de características más suaves, gobernado por el plano genital. Ahora debemos considerar lo que se puede inferir de esto. Cuanto más profundamente penetra el análisis en los planos inferiores de la mente del niño, tanto más éxito tendrá en suavizar la severidad del superyó al disminuir el funcionamiento de sus constituyentes sádicos, que surgen en las primeras etapas del desarrollo. Al hacerlo, el análisis prepara el terreno, no sólo para la consecución de la adaptabilidad social del niño, sino también para el desarrollo de normas morales y éticas en el adulto. Porque un desarrollo de esa clase depende de que el superyó y la sexualidad lleguen satisfactoriamente a un plano genital, al comienzo de la expansión de la vida sexual del niño[12], de manera que el superyó haya alcanzado el carácter y función de los que se deriva el sentimiento de culpabilidad de la persona -es decir, su conciencia-, en la medida en que la persona sea socialmente valiosa. La experiencia ha dejado demostrado ya, desde hace algún tiempo, que el psicoanálisis, aunque originariamente proyectado por Freud como un método para curar enfermedades mentales, cumple asimismo con un segundo propósito. Elimina las perturbaciones de la formación del carácter, especialmente en los niños y adolescentes, en los que logra efectuar considerables alteraciones. En rigor, podemos decir que, después de que han sido analizados, todos los niños muestran radicales cambios de carácter; tampoco podemos evitar la convicción, basada en la observación de hechos, de que el análisis del carácter no es menos importante como medida terapéutica que el análisis de la neurosis.

            En vista de estos hechos, no puede uno dejar de preguntarse si el psicoanálisis no estará destinado a ir más allá del individuo en su esfera de operaciones, para influir sobre la vida de la humanidad en su conjunto. Los repetidos intentos que se han hecho para mejorar a la humanidad -en especial para hacerla más pacífica- fracasaron porque nadie entendió toda la profundidad y el vigor de los instintos de agresión innatos en cada individuo. Tales esfuerzos no buscan otra cosa que estimular los impulsos positivos, los deseos bondadosos de cada persona, negando o suprimiendo los impulsos agresivos. Y, de tal modo, estuvieron condenados al fracaso desde el comienzo. Pero el psicoanálisis tiene a su disposición distintos medios para encarar una tarea de esa clase. No puede, es verdad, borrar por completo el instinto agresivo del hombre, en cuanto tal instinto; pero sí puede, disminuyendo la ansiedad que acentúa a ese instinto, quebrar el refuerzo mutuo que se produce continuamente entre su odio y su temor. Cuando en nuestro trabajo analítico, vemos a cada rato cómo la descomposición de la ansiedad infantil prematura no sólo aminora los impulsos agresivos del niño, sino que conduce a un empleo y satisfacción más valiosos de ellos, desde el punto de vista social; cómo el niño muestra un deseo continuamente creciente, profundamente arraigado, de ser amado y de amar, y de estar en paz con el mundo que lo rodea; y cuánto más placer y beneficios, y qué disminución de la ansiedad, extrae de la satisfacción de ese deseo, cuando vemos todo esto, estarnos dispuestos a creer que lo que ahora podría parecer un estado de cosas utópico, llegará a darse en la realidad, en los días todavía lejanos en que -así lo espero- el análisis infantil llegue a constituir una parte de la educación de cada persona, como lo es ahora la educación escolar. Y quizás entonces la actitud hostil que surge del temor y la suspicacia, que se encuentra en estado latente, con mayor o menor fuerza, en todos los seres humanos, y que intensifica en ellos, multiplicándolos por cien, todos los impulsos de destrucción, cederá su lugar a sentimientos más bondadosos y confiados, y los hombres podrán habitar el mundo, todos juntos, más pacíficamente, y con mejor buena voluntad recíproca de lo que pueden hacerlo ahora.


Notas

[1] En "Symposium on Chid Analysis" (1927) fueron presentadas opiniones similares, basadas en el análisis de adultos y vistas desde ángulos un tanto distintos, por Ernest Jones, Joan Riviere, Edward Glover y Nina Searl. La opinión de Nina Searl también fue confirmada por su experiencia en análisis infantiles.

[2] Esta tensión, es verdad, es sentida asimismo como una tensión libidinal, puesto que los instintos destructivo y libidinal se funden; pero su efecto de causar ansiedad es referible, en mi opinión, a sus componentes destructivos.

[3] Freud dice: "... que la severidad original del superyó no representa -o no representa en tan gran proporción- la severidad que ha sido experimentada o anticipada del objeto, sino la agresividad del niño hacia dicho objeto".  El malestar en la cultura. O.C., 21.

[4] Incidentalmente, el niño tiene motivos reales para temer a su madre, puesto que cobra cada vez más conciencia de que ella tiene el poder de concederle o negarle la satisfacción de sus necesidades.

[5] Este punto de vista está también basado en mi creencia de que las tendencias edípicas del niño, asimismo comienzan mucho antes de lo que se creía hasta ahora, a saber, mientras todavía se encuentra en su etapa de lactancia, mucho antes de que sus impulsos genitales hayan adquirido primacía. En mi opinión, el niño incorpora sus objetos edípicos durante la etapa oral-sádica, y en ese momento empieza a desarrollarse su superyó, en estrecha relación con sus primeros impulsos edípicos.

[6] En el análisis de adultos, sólo atraían la atención, en su mayor parte, estas últimas funciones y atributos del superyó. En consecuencia, los analistas mostraban inclinación a considerarlos como constituyentes del carácter específico del superyó; y, en verdad, reconocían el superyó únicamente en la medida en que aparecía con tal carácter.

[7] Aparte de Freud, Jones, Abraham y Ferenczi han sido los principales contribuyentes a nuestro conocimiento de la influencia que esa alianza ha ejercido sobre la formación del carácter y la neurosis del individuo.

[8] La excesiva fuerza de esas primeras situaciones de ansiedad es, en mi opinión, un factor fundamental para la producción de perturbaciones psicóticas.

[9] Debido a la creencia que el niño sustenta acerca de la omnipotencia de los pensamientos (véanse Freud, Tótem y tabú; Ferenczi, "Estadíos en el desarrollo del sentido de la realidad") -creencia que data de una anterior etapa de desarrollo-, confunde sus ataques imaginarios con ataques reales; y las consecuencias de ello todavía pueden verse actuar en la vida adulta.

[10] En mi articulo "Situaciones infantiles de angustia reflejadas en una obra de arte y en el impulso creador", he afirmado que el sentido de culpabilidad de la persona y su deseo de reparar el objeto dañado constituyen un factor universal y fundamental en el desarrollo de sus sublimaciones. Ella Sharpe, en su trabajo "Certain aspects of sublimation and delusion", ha llegado a la misma conclusión.

[11] En el análisis, la descomposición de la ansiedad es efectuada gradual y parejamente, de modo que tanto ella como los instintos agresivos quedan liberados en proporciones debidamente prorrateadas.

[12] Es decir, cuando se indica el periodo de latencia, aproximadamente entre las edades de cinco y seis años. 

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