HUME, SUJETO TÁCITO

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Diego Parente

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Todo espacio vacío es significativo. Da que pensar. Por lo que vale una referencia, en primer lugar, a aquello que falta en el Treatise of Human Nature. Pero, ¿cuál es la omisión en este caso? ¿Qué es lo que podría faltar –efectivamente- en una obra de más de 800 páginas que lleva un título tan grandilocuente, ambicioso y dieciochesco como Tratado de la Naturaleza Humana?

 

Intentaré referime a una curiosidad dentro del Tratado de la Naturaleza Humana de Hume, una curiosidad que adopta distintas formas, pero todas ellas ancladas en una única contradicción pragmática, todas originadas en un particular accidente de la enunciación: falta la firma. Su firma: David Hume.

Los dos primeros libros del Treatise se publicaron de manera anónima en noviembre y diciembre de 1739 en Londres. Ocurrió lo mismo con el tercer volumen, aparecido en 1740. De modo que podemos decir que el Treatise, uno de los escritos más decisivos en la historia de la filosofía moderna, uno de los "despertadores" de Kant, es un libro sin autor.

 

LA AUTORIA

Este carácter fantasmal de su creador, junto con las alternativas que se despliegan con este gesto, merecen –creo- un comentario o, al menos, un signo de interrogación.

La autoría, aquel ídolo (en el sentido baconiano) que la tecnología de la imprenta y su velocidad terminaron de edificar, juega aquí un papel determinante. La autoría, esa instancia de poder que se deja ver en el momento histórico en que las palabras devienen "propiedad privada", "mercancías" cuya circulación requiere el cuidado especial de un órgano de control: la Stationers’ Company, entidad fundada precisamente en Londres un par de siglos antes de la publicación del Treatise, con el fin de regular la producción literaria y vigilar las apropiaciones ilegales, es decir, el plagio.

Lo cierto es que con ese hueco, mediante la omisión voluntaria del nombre propio, Hume se ríe de esa "propiedad privada de las palabras". O, por el contrario, le teme. O bien ambas cosas. Pero ¿es posible reír y temer frente al mismo objeto en un solo movimiento, repito, aquel consistente en evitar la firma? Como la burla tímida del ateo frente a Dios, como un chiste insolente contado en voz baja, prudentemente, Hume no firma.

¿Y qué tiene esto de peculiar? Sócrates, el que no escribe, tampoco firma. Es obvio que su autoridad no reside en su autoría. Pero su omisión es diferente a la de Hume, ya que rechaza globalmente a la escritura como vehículo de comunicación. De modo que es razonable pensar que aquel que no escribe tampoco sea capaz de firmar. Lo mismo ocurre con los sabios o los "maestros del saber" que forman parte de una cultura exclusivamente oral. No hay en ellos ninguna requisitoria a dar la identidad en tanto esta última no resulta "donable". No existe algo así como la "identidad autoral", es decir, no hay un sistema letrado que permita la circulación de ideas impresas como si estas pertenecieran o estuvieran a cargo de un autor empírico particular. En una cultura ágrafa las ideas no son adjudicables. La autoridad del nombre es, en tal sentido, una ilusión.

En contraste con la ausencia socrática, lo llamativo en el Treatise es que su no-autoría se inscribe en una cultura tipográfica que ya concibe claramente la noción de ‘autor’, una cultura que sabe cómo se juega con el fetiche del "nombre propio". Los indicios que nos señalan un reconocimiento efectivo de este juego son muchos y aparecen, especialmente, bajo la forma de ciertos procedimientos retóricos: los pasajes auto-biográficos, las discusiones de sistemas de pensamiento adjudicados a autores, las notas al pie señalando nombres de libros, las citas de autoridad, las alusiones a su propio auditorio.

Ahora bien, ¿qué es lo que Hume realiza (en el sentido del perform inglés) en esa cubierta incompleta del Treatise? Es decir, ¿qué ocurre, performativamente, con ese blanco? Evitando la firma, Hume pretende deshacerse de su obra, despojarse de sus dichos y de sus implicaciones. Se trata de una privación, pero de una privación duplicada, articulada en dos tiempos. La primera, en la firma que falta en la edición original. La segunda (quizá la más significativa), en la firma agregada a destiempo y refunfuñando. En este caso, una firma glosada: firma más comentario. O, mejor, firma que no puede despegarse de la glosa.

 

EL ANONIMATO

Borrar la firma, mantenerla invisible el tiempo necesario para alumbrarla: treinta y ocho años después. El anonimato de esta obra se mantiene hasta 1777, unos meses después de su muerte, cuando en una edición póstuma se adjunta una breve Autobiografía al inicio del libro. Allí Hume habla de su fracaso literario, aludiendo al Treatise sin orgullo sino, por el contrario, con marcada tristeza. Declara que "jamás hubo un intento literario tan desgraciado" como ese, y confiesa que el libro "salió muerto de las prensas".

La segunda privación -la del reconocimiento tardío- también puede observarse cuando se refiere al Treatise como simple "obra juvenil" o, con mayor énfasis, cuando decide excluirla de la compilación final de sus trabajos filosóficos. En cierto sentido, descalificar al Treatise equivale a firmarlo sin firmar, significa asumir su autoría y –al mismo tiempo- renunciar a ella, des/autorizando, anulando la "sensatez" de aquello que en él se plantea.

A diferencia de este rasgo espectral que rodea al autor en aquel momento, unos años más tarde Hume firmará con convicción su Enquiry (Investigación sobre el entendimiento humano) en 1748. Estas dos obras se oponen no solo en lo enunciativo sino también en lo estilístico. Si comparamos este "salto retórico" con el de Wittgenstein, podríamos decir que el Treatise es a la Enquiry lo que las Investigaciones Filosóficas al Tractatus. Es decir, de la filosofía "en tiempo real", con retrocesos, promesas y argumentos incompletos del Treatise pasamos a la escritura meticulosa, paciente y esquemática de la Enquiry.

Pero regresemos a la firma o -como he planteado anteriormente- a su ausencia. Había dicho que Hume firma sin firmar. Agazapado detrás de los volúmenes del Treatise, Hume es sólo "sujeto tácito". Tácito en cuanto calla, en cuanto mantiene en silencio su identidad -en realidad esta última no se puede ver, sino solo inferirse o suponerse-.

Tácito es también el lugar que Hume le asigna al "sujeto" como palabra filosófica. En el cierre del libro I, habla de la identidad personal para borrarla, para hacerla fantasmal. El yo –dice Hume- es una creencia infundada, un simple puñado o colección de percepciones diferentes. De este modo, abandona la idea cartesiana de un yo "sustancial", de un YO que debe pensarse y escribirse con mayúsculas. Es más, concluye disolviendo el problema de la identidad personal cuando sostiene que debería ser considerado solamente como una dificultad "gramatical", antes que como un problema filosófico. En el fondo, todo es culpa del lenguaje. Sin embargo -podríamos agregar- la decisión de retirar la firma y, con ella, su propia identidad, es necesariamente algo más que un inconveniente "gramatical".

Ahora bien, como si hubiera previsto especulaciones como la que estamos haciendo, como si se riera de ellas anticipadamente, Hume abre el Treatise citando una frase de Tácito, el orador latino del siglo II dC: "Rara felicidad de una época en que puede pensarse lo que se quiere y decir lo que se piensa". Como bien sabía Spinoza, de las dos posibilidades planteadas en la cita anterior, solo la última es verdaderamente conflictiva: "pensar lo que se quiere" es algo que vale la pena solamente si uno tiene la libertad necesaria para hacer público aquello que piensa. Pero, ¿por qué Hume, sujeto tácito, sujeto auto-elidido, elige una cita como esa? Quiero decir: ¿Por qué calla la autoría precisamente en una época en la que se puede "decir lo que se piensa"? ¿Qué sentido tiene ocultar el nombre propio si uno habita la "tierra de la tolerancia y la libertad", como declara patrióticamente en su Introducción? ¿No somos testigos -aquí también- de una afirmación que navega entre la risa y el temor, entre la alegría de la libertad de expresión y cierto cuidado que se exterioriza en la omisión de la firma?

Una lectura político-religiosa de esta contradicción nos remitiría a 1756, el año en el que diversos representantes de la esfera religiosa y académica solicitaron la excomunión de Hume –pero este pedido no fue producido a raíz del Treatise, sino por los argumentos proclives al ateísmo presentes en la Enquiry (libro que sí logró sobrevivir a las prensas)-. Si bien el pedido no fue aceptado, debe ser tomado como signo de la persistente resistencia que se le presentó desde esos ámbitos -incluso la jerarquía católica inglesa logró hacer ingresar sus principales obras en el Index en 1761-.

 

LOS LECTORES

La última cuestión, la última curiosidad dentro de esta obra sin autor, no está relacionada con la firma sino con su complemento, su destinatario: los lectores. ¿Cómo puede un escritor sin firma disponer de sus lectores? ¿Qué relación se puede dar entre ellos, si resulta adecuado aquí todavía hablar de "relación"?

Si firmar una obra equivale –en algún sentido- a entregarse metáforicamente al auditorio, a abandonarse a sus elogios o a sus desaprobaciones, entonces Hume se escabulle de esa escena antes de tiempo. Sin embargo, en la advertencia que coloca en la edición original, declara abiertamente su preocupación por cuál será la recepción pública que se le hará al Treatise. Allí escribe: "La aprobación del público sería la mayor recompensa de mis esfuerzos. Estoy sin embargo decidido a considerar su juicio, sea cual fuere, como la mejor lección que pueda recibir". Es cierto: esta es una especie de concesión a sus lectores, pero –también- una entrega paradójica. Hume se muestra dispuesto a aceptar cualquier tipo de crítica de sus intérpretes como una suerte de enseñanza, pero no admite donar su identidad, privando al público de su propio nombre.

En resumen, aquí no intenté señalar –obviamente- los motivos de este carácter tácito del autor del Treatise. Investigar estas causas implicaría un extenso trabajo que considerara aspectos religiosos, políticos, académicos y sociales del propio Hume, de sus interlocutores y de su auditorio. Lo cierto es que el accidente de la enunciación que inicia el conflicto es aquella firma que falta, la ausencia del nombre propio, el anonimato. Es este último el que produce las tres contradicciones que he tratado de describir. La primera de ellas -para ser más preciso- más que una contradicción se aproxima a aquello que Watzlawick ha denominado "instrucción paradójica" (es decir, una instrucción que no puede respetarse sin ser quebrada, ni ser quebrada sin respetarse). Como si Hume dijera al inicio del Treatise:

"No leas esta obra que estás leyendo: es sólo un escrito juvenil y, si por mí fuera, ni siquiera la firmaría".

Las otras dos toman la forma de contradicciones pragmáticas. Primero: "Yo, David Hume, que vivo en la tierra de la tolerancia y la libertad, donde cada uno puede decir lo que piensa, retiro mi nombre, mi firma, de la obra que presento".

Y luego: "Me preocupa mucho mi auditorio y sus reacciones. De hecho, los invoco en mi advertencia al Treatise. Pero al mismo tiempo –al no firmar mi obra- no me entrego a ellos".

De todos modos, David Hume, ese sujeto tácito, silencioso, no calla completamente. Habla, sin querer, en cada uno de sus trazos. En las referencias laterales o marginales del Treatise podemos hallar no solo una determinada concepción filosófica sino también los rastros de un auditorio, de un contexto sociocultural y de una cierta clave de circulación y consumo de textos. En sus procedimientos (y sabemos bien que omitir algo también es un procedimiento) se puede escuchar una cierta estética y una cierta política del nombre propio. En definitiva, la firma -esa metonimia que nos ayuda a comprender la autoría y sus laberintos- puede tal vez abrir el camino para pensar una dimensión ético-política del filosofar.  

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