LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS II

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Sigmund Freud

Flectere si nequeo superos, acheronta movebo

 «Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

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CAPÍTULO I

LA LITERATURA CIENTÍFICA SOBRE LOS PROBLEMAS ONÍRICOS

 

CAPÍTULO II

EL MÉTODO DE LA INTERPRETACIÓN ONÍRICA

EJEMPLO DEL ANÁLISIS DE UN SUEÑO

 

CAPÍTULO III

EL SUEÑO ES UNA REALIZACIÓN DE DESEOS

 

CAPÍTULO IV 

LA DEFORMACIÓN ONÍRICA

 

CAPÍTULO V

MATERIAL Y FUENTES DE LOS SUEÑOS

 

CAPÍTULO VI

LA ELABORACIÓN ONÍRICA

 

CAPÍTULO VII 

PSICOLOGÍA DE LOS PROCESOS ONÍRICOS

 

 

CAPÍTULO II

EL MÉTODO DE LA INTERPRETACIÓN ONÍRICA

EJEMPLO DEL ANÁLISIS DE UN SUEÑO

 

        EL título dado a la presente obra revela ya a qué concepción de la vida onírica intenta incorporarse. Me he propuesto demostrar que los sueños son susceptibles de interpretación, y mi estudio tenderá, con exclusión de todo otro propósito, hacia este fin, aunque claro está que en el curso de mi labor podrán surgir accesoriamente interesantes aportaciones al esclarecimiento de los problemas oníricos señalados en el capítulo anterior. La hipótesis de que los sueños son interpretables me sitúa ya enfrente de la teoría onírica dominante e incluso de todas las desarrolladas hasta el día, excepción hecha de la de Scherner, pues «interpretar un sueño» quiere decir indicar su «sentido», o sea, sustituirlo por algo que pueda incluirse en la concatenación de nuestros actos psíquicos como un factor de importancia y valor equivalentes a los demás que la integran. Pero, como ya hemos visto, las teorías científicas no dejan lugar alguno al planteamiento de este problema de la interpretación de los sueños, no viendo en ellos un acto anímico, sino un proceso puramente somático, cuyo desarrollo se exterioriza en el aparato psíquico por medio de determinados signos. En cambio, la opinión profana se ha manifestado siempre en un sentido opuesto. Haciendo uso de su perfecto derecho a la inconsecuencia, no puede resolverse a negar a los sueños toda significación, aunque reconoce que son incomprensibles y absurdos, y, guiada por un oscuro presentimiento, se inclina a aceptar que poseen un sentido, si bien oculto, a título de sustitutivos de un diferente proceso mental. De este modo todo quedaría reducido a desentrañar acertadamente la sustitución y penetrar así hasta el significado oculto.

        En consecuencia, la opinión profana se ha preocupado siempre de «interpretar» los sueños, intentándolo por dos procedimientos esencialmente distintos. El primero toma el contenido de cada sueño en su totalidad y procura sustituirlo por otro contenido, comprensible y análogo en ciertos aspectos. Es ésta la interpretación simbólica de los sueños, que, naturalmente, fracasa en todos aquellos que a más de incomprensibles se muestran embrollados y confusos. La historia bíblica nos da un ejemplo de este procedimiento en la interpretación dada por José al sueño del Faraón. Las siete vacas gordas, sucedidas por otras siete flacas, que devoraban a las primeras, constituye una sustitución simbólica de la predicción de siete años de hambre, que habrían de consumir la abundancia que otros siete de prósperas cosechas produjeran en Egipto. La mayoría de los sueños artificiales creados por los poetas se hallan destinados a una tal interpretación, pues reproducen el pensamiento concebido por el autor bajo un disfraz, correspondiente a los caracteres que de los sueños nos son conocidos por experiencia personal. Un resto de la antigua creencia en la significación profética de los sueños perdura aún en la opinión popular de que se refieren principalmente al porvenir, anticipando su contenido, y de este modo el sentido descubierto por medio de la interpretación simbólica es generalmente transferido a un futuro más o menos lejano.

        Naturalmente, no es posible indicar norma alguna para llevar a cabo una tal interpretación simbólica. Esta depende tan solo del ingenio y de la inmediata intuición del interpretador; razón por la cual pudo elevarse la interpretación por medio de símbolos a la categoría de arte, para el que se precisaba una especial aptitud. En cambio, el segundo de los métodos populares, a que antes aludimos, se mantiene muy lejos de semejantes aspiraciones. Pudiéramos calificarlo de método descifrador, pues considera el sueño como una especie de escritura secreta, en la que cada signo puede ser sustituido, mediante una clave prefijada, por otro de significación conocida. Si, por ejemplo, hemos soñado con una «carta» y luego con un «entierro», y consultamos una de las popularísimas «claves de los sueños», hallaremos que debemos sustituir «carta» por «disgusto» y «entierro» por «esponsales». A nuestro arbitrio queda después construir con las réplicas halladas un todo coherente, que habremos también de transferir al futuro. En el libro de Artemidoro de Dalcis, sobre la interpretación de los sueños, hallamos una curiosa variante de este «método descifrador» que corrige en cierto modo su carácter de mera traducción mecánica. Consiste tal variante en atender no sólo el contenido del sueño, sino a la personalidad y circunstancias del sujeto; de manera que el mismo elemento onírico tendrá para el rico, el casado o el orador diferente significación que para el pobre, el soltero, o por ejemplo, el comerciante. Lo esencial de este procedimiento es que la labor de interpretación no recae sobre la totalidad del sueño, sino separadamente sobre cada uno de los componentes de su contenido, como si el sueño fuese un conglomerado, en el que cada fragmento exigiera una especial determinación. Los sueños incoherentes y confusos son con seguridad los que han incitado a la creación del método descifrador.

        De la imposibilidad de utilizar cualquiera de los dos métodos populares reseñados en un estudio científico de la interpretación de los sueños, no cabe dudar un solo instante. El método simbólico es de aplicación limitada y nada susceptible de una exposición general. En el «descifrador» dependería todo de que pudiésemos dar crédito a la «clave» o «libro de los sueños», cosa para la que carecemos de toda garantía. Así, pues, parece que deberemos inclinarnos a dar la razón a los filósofos y psiquiatras y a prescindir con ellos del problema de la interpretación onírica, considerándolo como puramente imaginario y ficticio.

        Mas por mi parte he llegado a un mejor conocimiento. Me he visto obligado a reconocer que se trata nuevamente de uno de aquellos casos nada raros en los que una antiquísima creencia popular, hondamente arraigada, parece hallarse más próxima a la verdad objetiva que los juicios de la ciencia moderna. Debo, pues, afirmar que los sueños poseen realmente un significado, y que existe un procedimiento científico de interpretación onírica, a cuyo descubrimiento me ha conducido el proceso que sigue:

        Desde hace muchos años me vengo ocupando, guiado por intenciones terapéuticas, de la solución de ciertos productos psicopatológicos, tales como las fobias histéricas, las representaciones obsesivas, etc. A esta labor hubo de incitarme la importante comunicación de J. Breuer de que la solución de estos productos, sentidos como síntomas patológicos, equivale a su supresión. En el momento en que conseguimos referir una de las tales representaciones patológicas a los elementos que provocaron su emergencia en la vida anímica del enfermo logramos hacerla desaparecer, quedando el sujeto libre de ella. Dada la impotencia de nuestros restantes esfuerzos terapéuticos, y ante el enigma de estos estados, me pareció atractivo continuar el camino iniciado por Breuer hasta llegar a un completo esclarecimiento, no obstante, las grandes dificultades que a ello se oponían. En otro lugar expondré detalladamente cómo la técnica del procedimiento fue perfeccionándose hasta su forma actual, y cuáles han sido los resultados de mi labor. La interpretación de los sueños surgió en el curso de estos trabajos psicoanalíticos. Mis pacientes, a los que comprometía a referirme todo lo que con respecto a un tema dado se les ocurriera, me relataban también sus sueños, y hube de comprobar que un sueño puede hallarse incluido en la concatenación psíquica, que puede perseguirse retrocediendo en la memoria del sujeto a partir de la idea patológica. De aquí a considerar los sueños como síntomas patológicos y aplicarles el método de interpretación para ellos establecido no había más que un paso.

        La realización de esta labor exige cierta preparación psíquica del enfermo. Dos cosas perseguimos en él: una intensificación de su atención sobre sus percepciones psíquicas y una exclusión de la crítica, con la que acostumbra seleccionar las ideas que en él emergen. Para facilitarle concentrar toda su atención en la labor de autoobservación es conveniente hacerle cerrar los ojos y adoptar una postura descansada. El renunciamiento a la crítica de los productos mentales percibidos habremos de imponérselo expresamente. Le diremos, por tanto, que el éxito del psicoanálisis depende de que respete y comunique todo lo que atraviese su pensamiento y no se deje llevar a retener unas ocurrencias por creerlas insignificantes o faltas de conexión con el tema dado, y otras, por parecerle absurdas o desatinadas. Habrá de mantenerse en una perfecta imparcialidad con respecto a sus ocurrencias, pues la crítica que sobre las mismas se halla habituado a ejercer es precisamente lo que le ha impedido hasta el momento hallar la buscada solución del sueño, de la idea obsesiva, etc.

        En mis trabajos psicoanalíticos he observado que la disposición de ánimo del hombre que reflexiona es totalmente distinta de la del que observa sus procesos psíquicos. En la reflexión entra más intensamente en juego una acción psíquica que en la más atenta autoobservación; diferencia que se revela en la tensión expresa la fisonomía del hombre que reflexiona, contrastando con la serenidad mímica del autoobservador. En muchos casos tiene que existir una concentración de la atención; pero el sujeto sumido en la reflexión ejercita, además, una crítica, a consecuencia de la cual rechaza una parte de las ocurrencias emergentes después de percibirlas, interrumpe otras en el acto, negándose a seguir los caminos que abren a su pensamiento, y reprime otras antes que hayan llegado a la percepción, no dejándolas devenir conscientes. En cambio, el autoobservador no tiene que realizar más esfuerzo que el de reprimir la crítica, y si lo consigue acudirá a su consciencia una infinidad de ocurrencias, que de otro modo hubieran permanecido inaprehensibles. Con ayuda de estos nuevos materiales, conseguidos por su autopercepción, se nos hace posible llevar a cabo la interpretación de las ideas patológicas y de los productos oníricos. Como vemos, se trata de provocar un estado que tiene de común con el de adormecimiento anterior al reposo -y seguramente también con el hipnótico- una cierta analogía en la distribución de la energía psíquica (de la atención móvil). En el estado de adormecimiento surgen las «representaciones involuntarias» por el relajamiento de una cierta acción voluntaria -y seguramente también crítica- que dejamos actuar sobre el curso de nuestras representaciones; relajamiento que solemos atribuir a la «fatiga». Estas representaciones involuntarias emergentes se transforman en imágenes visuales y acústicas. (Cf. las observaciones de Schleiermacher y otros autores, incluidas en el capítulo anterior.). En el estado que provocamos para llevar a cabo el análisis de los sueños y de las ideas patológicas renuncia el sujeto, intencionada y voluntariamente, a aquella actividad crítica y emplea la energía psíquica ahorrada o parte de ella en la atenta persecución de los pensamientos emergentes, los cuales conservan ahora su carácter de representaciones. De este modo se convierte a las representaciones «involuntarias» en «voluntarias».

        Para muchas personas no parece ser fácil adoptar esta disposición a las ocurrencias, «libremente emergentes» en apariencia, y renunciar a la crítica que sobre ellas ejercen en todo otro caso. Los «pensamientos involuntarios» acostumbran desencadenar una violentísima resistencia, que trata de impedirles emerger. Si hemos de dar crédito a F. Schiller, nuestro gran filósofo poeta, es también una tal disposición condición de la producción poética. En una de sus cartas a Körner, cuidadosamente estudiadas por Otto Rank, escribe Schiller, contestando a las quejas de su amigo sobre su falta de productividad: «El motivo de tus quejas reside, a mi juicio, en la coerción que tu razón ejerce sobre tus facultades imaginativas. Expresaré mi pensamiento por medio de una comparación plástica. No parece ser provechoso para la obra creadora del alma el que la razón examine demasiado penetrantemente, y en el mismo momento en que llegan ante la puerta las ideas que van acudiendo. Aisladamente considerada, puede una idea ser harto insignificante o aventurada, pero es posible que otra posterior le haga adquirir importancia, o que uniéndose a otras, tan insulsas como ella, forme un conjunto nada despreciable. = La razón no podrá juzgar nada de esto si no retiene las ideas hasta poder contemplarlas unidas a las posteriormente surgidas. En los cerebros creadores sospecho que la razón ha retirado su vigilancia de las puertas de entrada; deja que las ideas se precipiten pêle-mêle al interior, y entonces es cuando advierte y examina el considerable montón que han formado. = Vosotros, los señores críticos, o como queráis llamaros, os avergonzáis o asustáis del desvarío propio de todo creador original, cuya mayor o menor duración distingue al artista pensador del soñador. De aquí la esterilidad de que os quejáis. Rechazáis demasiado pronto las ideas y las seleccionáis con excesiva severidad.» (Carta del 1 de diciembre de 1788.)

        Sin embargo, una adopción del estado de autoobservación exenta de crítica o, como describe Schiller la «supresión de la vigilancia a las puertas de la consciencia», no es nada difícil. La mayoría de los pacientes la consiguen a la primera indicación, y yo mismo la logro perfectamente cuando en el análisis de fenómenos propios voy redactando por escrito mis ocurrencias. El montante de energía, en el que de este modo se disminuye la actividad psíquica, y con el que se puede elevar la intensidad de la autoobservación, oscila considerablemente según el tema sobre el que la atención debe recaer.

        Los primeros ensayos de aplicación de este procedimiento nos enseñan que el objeto sobre el que hemos de concentrar nuestra atención no es el sueño en su totalidad, sino separadamente cada uno de los elementos de su contenido. Si a un paciente aún inexperimentado le preguntamos qué es le ocurre con respecto a un sueño, no sabrá aprehender nada en su campo de visión espiritual. Tendremos, pues, que presentarle el sueño fragmentariamente, y entonces producirá, con relación a cada elemento, una serie de ocurrencias que podremos calificar de «segundas intenciones» de aquella parte del sueño. En esta primera condición, importantísima, se aparta ya, como vemos, nuestro procedimiento de interpretación onírica del método popular histórica y fabulosamente famoso, de la interpretación por medio del simbolismo, y se acerca, en cambio, al otro de los métodos populares, o sea, al de la «clave». Como este último constituye una interpretación en détail y no en masse, y ve en los sueños, desde un principio, algo complejo, un conglomerado de productos psíquicos.

        En el curso de mis psicoanálisis de individuos neuróticos he llegado a interpretar muchos millares de sueños: pero es éste un material que no quisiera utilizar aquí para la introducción a la técnica y a la teoría de la interpretación onírica. Aparte de la probable objeción de que se trataba de sueños de neurópatas, que no autorizaban deducción alguna sobre los del hombre normal, existe otra razón que me aconseja prescindir de dicho material. El tema sobre el que tales sueños recae es siempre, naturalmente, la enfermedad del sujeto, y de este modo habríamos de anteponer a cada análisis una extensa información preliminar y un esclarecimiento de la esencia y condiciones etiológicas de las psiconeurosis, cuestiones tan nuevas y singulares que desviarían nuestra atención de los problemas oníricos. Mi propósito es, por el contrario, crear, con la solución de los sueños, una labor preliminar para la de los más intrincados problemas de la psicología de la neurosis. Mas si renuncio a los sueños de los neuróticos, que constituyen la parte principal del material por mí reunido, no podré ya aplicar a la parte restante un severo criterio de selección. Sólo me quedan aquellos sueños que me han sido ocasionalmente relatados por personas de mi amistad, y los que a título de paradigmas aparecen incluidos en la literatura de la vida onírica. Pero ninguno de tales sueños ha sido sometido al análisis, sin lo cual no me es posible hallar su sentido.

        Mi procedimiento no es tan cómodo como el del popular método «descifrador», que traduce todo contenido onírico dado conforme a una clave fija. Por lo contrario, sé que un mismo sueño puede presentar diferentes sentidos, según quien lo sueñe o el estado individual al que se relacione. De este modo se me imponen mis propios sueños como el material de que mejor puedo hacer uso en esta exposición, pues reúne las condiciones de ser suficientemente amplio, proceder de una persona aproximadamente normal y referirse a las más diversas circunstancias de la vida diurna. Seguramente se me objetará que tales «autoanálisis» carecen de una firme garantía y que en ellos queda abierto el campo a la arbitrariedad. A mi juicio, carece esta objeción de fundamento pues se desarrolla la autoobservación en circunstancias más favorables que las que presiden a la observación de una persona ajena; pero aunque así no fuese, siempre sería lícito tratar de averiguar hasta qué punto podemos avanzar en la interpretación de los sueños por medio del autoanálisis. Muy otras son las dificultades que se oponen a tal empresa. Habréis, en efecto, de dominar enérgicas resistencias interiores: la comprensible aversión a comunicar intimidades de mi vida anímica y el temor a que los extraños las interpreten equivocadamente. Pero es preciso sobreponerse a todo esto. Tout psychologiste -escribe Delboeuf- est obligé de faire l'aveu même de ses faiblesses s'il croit para là jeter le jour sur quelque problème obscur. Asimismo debo esperar que el lector habrá de sustituir la curiosidad inicial que le inspiren las indiscreciones que me veo obligado a cometer por un interés exclusivamente orientado hacia la comprensión de los problemas psicológicos, que de este modo quedarán esclarecidos.

        Escogeré, pues, uno de mis sueños y explicaré en él, prácticamente, mi procedimiento de interpretación. Cada uno de estos sueños precisa de una información preliminar. Habré de rogar al lector haga suyos, durante algún tiempo, mis intereses y penetre atentamente conmigo en los más pequeños detalles de mi vida, pues el descubrimiento del oculto sentido de los sueños exige imperiosamente una tal transferencia.

 

        INFORMACIÓN PRELIMINAR. -A principios del verano de 1895 sometí al tratamiento psicoanalítico a una señora joven, a la que tanto yo como todos los míos profesábamos una cariñosa amistad. La mezcla de esta relación amistosa con la profesional constituye siempre para el médico -y mucho más para el psicoterapeuta- un inagotable venero de inquietudes. Su interés personal aumenta y, en cambio, disminuye su autoridad. Un fracaso puede enfriar la antigua amistad que le une a los familiares del enfermo. En este caso terminó la cura con un éxito parcial: la paciente quedó libre de su angustia histérica, pero no de todos sus síntomas somáticos. No me hallaba yo por aquel entonces completamente seguro del criterio que debía seguirse para dar un fin definitivo al tratamiento de una histeria, y propuse a la paciente una solución que le pareció inaceptable. Llegaba la época del veraneo, hubimos de interrumpir el tratamiento en tal desacuerdo. Así las cosas, recibí la visita de un joven colega y buen amigo mío que había visto a Irma -mi paciente- y a su familia en su residencia veraniega. Al preguntarle yo cómo había encontrado a la enferma, me respondió: «Está mejor, pero no del todo.» Sé que estas palabras de mi amigo Otto, o quizá el tono en que fueron pronunciadas, me irritaron. Creí ver en ellas el reproche de haber prometido demasiado a la paciente, y atribuí -con razón o sin ella- la supuesta actitud de Otto en contra mía a la influencia de los familiares de la enferma, de los que sospechaba no ver con buenos ojos el tratamiento. De todos modos, la penosa sensación que las palabras de Otto despertaron en mí no se me hizo muy clara ni precisa, y me abstuve de exteriorizarla. Aquella misma tarde redacté por escrito el historial clínico de Irma con el propósito de enviarlo -como para justificarme- al doctor M., entonces la personalidad que solía dar el tono en nuestro círculo. En la noche inmediata, más bien a la mañana, tuve el siguiente sueño, que senté por escrito al despertar y que es el primero que sometí a una minuciosa interpretación.

 

        SUEÑO DEL 23-24 DE JULIO DE 1895. -En un amplio hall. Muchos invitados, a los que recibimos. Entre ellos, Irma, a la que me acerco en seguida para contestar, sin pérdida de momento, a su carta y reprocharle no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores es exclusivamente por tu culpa.» Ella me responde: «¡Si supieras qué dolores siento ahora en la garganta, el vientre y el estómago!… ¡Siento una opresión!…» Asustado, la contemplo atentamente. Está pálida y abotagada. Pienso que quizá me haya pasado inadvertido algo orgánico. La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no la necesita. Por fin, abre bien la boca, y veo a la derecha una gran mancha blanca, y en otras partes, singulares escaras grisáceas, cuya forma recuerda al de los cornetes de la nariz. Apresuradamente llamo al doctor M., que repite y confirma el reconocimiento… El doctor M. presenta un aspecto muy diferente al acostumbrado: está pálido, cojea y se ha afeitado la barba… Mi amigo Otto se halla ahora a su lado, y mi amigo Leopoldo percute a Irma por encima de la blusa y dice: «Tiene una zona de macidez abajo, a la izquierda, y una parte de la piel infiltrada, en el hombro izquierdo» (cosa que yo siento como él a pesar del vestido). M. dice: «No cabe duda, es una infección. Pero no hay cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno…» Sabemos también inmediatamente de qué procede la infección. Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección con un preparado a base de propil, propilena…, ácido propiónico…, trimetilamina (cuya fórmula veo impresa en gruesos caracteres). No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente… Probablemente estaría además sucia la jeringuilla.

        Este sueño presenta, con respecto a otros muchos una ventaja; revela en seguida claramente a qué sucesos del último día se halla enlazado y cuál es el tema de que se trata.

        Las noticias que Otto me dio sobre el estado de Irma y el historial clínico, en cuya redacción trabajé hasta muy entrada la noche, han seguido ocupando mi actividad anímica durante el reposo. Sin embargo, por la información preliminar que antecede y por el contenido del sueño, nadie podría sospechar lo que el mismo significa. Yo mismo no lo sé todavía. Me asombran los síntomas patológicos de que Irma se queja en el sueño, pues no son los mismos por los que hube de someterla a tratamiento. La desatinada idea de administrar a un enfermo una inyección de ácido propiónico, y las palabras consoladoras del doctor M. me mueven a risa. El sueño se muestra hacia su fin más oscuro y comprimido que en su principio. Para averiguar su significado habré de someterlo a un penetrante y minucioso análisis.

 

        ANÁLISIS: Un amplio «hall»; muchos invitados, a los que recibimos. Durante este verano vivíamos en una villa, denominada «Bellevue», y situada sobre una de las colinas próximas a Kahlenberg. Esta villa había sido destinada anteriormente a casino, y tenía, por tanto, habitaciones de amplitud superior a la corriente. Mi sueño se desarrolló hallándome en «Bellevue», y pocos días antes del cumpleaños de mi mujer. En la tarde que le precedió había expresado mi mujer la esperanza de que para su cumpleaños vinieran a comer con nosotros algunos amigos, Irma entre ellos. Así, pues, mi sueño anticipa esta situación. Es el día del cumpleaños de mi mujer, y recibimos en el gran hall de «Bellevue» a nuestros numerosos invitados, entre los cuales se halla Irma.

        Reprocho a Irma no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores, es exclusivamente por tu culpa.» Esto mismo hubiera podido decírselo o se lo he dicho realmente en la vida despierta. Por aquel entonces tenía yo la opinión (que luego hube de reconocer equivocada) de que mi labor terapéutica quedaba terminada con la revelación al enfermo del oculto sentido de sus síntomas. Que el paciente aceptara luego o no esta solución -de lo cual depende el éxito o el fracaso del tratamiento- era cosa por la que no podía exigírseme responsabilidad alguna. A este error, felizmente rectificado después, le estoy, sin embargo, agradecido, pues me simplificó la existencia en una época en la que, a pesar de mi inevitable ignorancia, debía obtener resultados curativos. Pero en la frase que a Irma dirijo en mi sueño advierto que ante todo no quiero ser responsable de los dolores que aún la aquejan. Si Irma tiene exclusivamente la culpa de padecerlos todavía, no puede hacérseme responsable de ellos. ¿Habremos de buscar en esta dirección el propósito del sueño?

        Irma se queja de dolores en la garganta, el vientre y el estómago, y de una gran opresión. Los dolores de estómago pertenecían al complejo de síntomas de mi paciente, pero no fueron nunca muy intensos. Más bien se quejaba de sensaciones de malestar y repugnancia. La opresión o el dolor de garganta y los dolores de vientre apenas si desempeñaban papel alguno en su enfermedad. Me asombra, pues, la elección de síntomas realizada en mi sueño y no me es posible hallar por el momento razón alguna determinante.

        Está pálida y abotagada. Mi paciente presenta siempre, por el contrario, una rosada coloración. Sospecho que se ha superpuesto aquí a ella una tercera persona.

        Pienso, con temor, que quizá me haya pasado inadvertida una afección orgánica. Como fácilmente puede comprenderse, es éste un temor constante del especialista que apenas ve enfermos distintos de los neuróticos y se halla habituado a atribuir a la histeria un gran número de fenómenos que otros médicos tratan como de origen orgánico. Por otro lado, se me insinúan -no sé por qué- ciertas dudas sobre la sinceridad de mi alarma. Si los dolores de Irma son de origen orgánico, no me hallo obligado a curarlos. Mi tratamiento no suprime sino los dolores histéricos. Parece realmente como si desease hubiera existido un error en el diagnóstico, pues entonces no se me podría reprochar fracaso alguno.

        La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no lo necesita. No he tenido nunca ocasión de reconocer la cavidad bucal de Irma. El suceso del sueño me recuerda el reciente reconocimiento de una institutriz, que me había hecho al principio una impresión de juvenil belleza, y que luego, al abrir la boca, intentó ocultar que llevaba dentadura postiza. A este caso se enlazan otros recuerdos de reconocimientos profesionales y de pequeños secretos, descubiertos durante ellos para confusión de médico y enfermo. Mi pensamiento de que Irma no necesita dentadura postiza es, en primer lugar, una galantería para con nuestra amiga, pero sospecho que encierra aún otro significado distinto. En un atento análisis nos damos siempre cuenta de si hemos agotado o no los pensamientos ocultos buscados. La actitud de Irma junto a la ventana me recuerda de repente otro suceso. Irma tiene una íntima amiga, a la que estimo altamente. Una tarde que fui a visitarla, la encontré al lado de la ventana en la actitud que mi sueño reproduce, y su médico, el mismo doctor M., me comunicó que al reconocerle la garganta había descubierto una placa de carácter diftérico. La persona del doctor M. y la placa diftérica retornan en la continuación del sueño. Recuerdo ahora que en los últimos meses he tenido razones suficientes para sospechar que también esta señora padece de histeria. Irma misma me lo ha revelado. Pero ¿qué es lo que de sus síntomas conozco? Precisamente que sufre de opresión histérica de la garganta, como la Irma de mi sueño. Así, pues, he sustituido en éste a mi paciente por su amiga. Ahora recuerdo que he acariciado varias veces la esperanza de que también esta señora se confiase a mis cuidados profesionales; pero siempre he acabado por considerarlo improbable, pues es persona de carácter muy retraído. Se resiste a la intervención médica, como Irma en mi sueño. Otra explicación sería la de que no lo necesita, pues hasta ahora se ha mostrado suficientemente enérgica para dominar sin auxilio ajeno sus trastornos. Quedan ya tan sólo algunos rasgos que no me es posible adjudicar a Irma ni a su amiga: la palidez, el abotagamiento y la dentadura postiza. Esta última despertó en mí el recuerdo de la institutriz antes citada. A continuación se me muestra otra persona, a la que los rasgos restantes podrían aludir. No la cuento tampoco entre mis pacientes, ni deseo que jamás lo sea, pues se avergüenza ante mí, y no la creo una enferma dócil. Generalmente, se halla pálida, y en temporada que gozó de excelente salud engordó hasta parecer abotagada. Por tanto, he comparado a Irma con otras dos personas que se resistirán igualmente al tratamiento. ¿Qué sentido puede tener el haberla sustituido por su amiga en mi sueño? Quizá el de que deseo realmente una tal sustitución, por serme esta señora más simpática o porque tengo una más alta idea de su inteligencia. Resulta, en efecto, que Irma me parece ahora ininteligente por no haber aceptado mi solución. La otra, más lista, cedería antes. Por fin abre bien la boca; la amiga de Irma me relataría sus pensamientos con más sinceridad y menor resistencia que aquélla.

        En la garganta veo una mancha blanca y escaras de forma semejante a los cornetes de la nariz. La mancha blanca me recuerda la difteria y, por tanto, a la amiga de Irma, y, además, la grave enfermedad de mi hija mayor, hace ya cerca de dos años, y todos los sobresaltos de aquella triste época. Las escaras que cubren las conchas nasales aluden a una preocupación mía sobre mi propia salud. En esta época solía tomar con frecuencia cocaína para aliviar una molesta rinitis, y había oído decir pocos días antes que una paciente, que usaba este mismo medio, se había provocado una extensa necrosis de la mucosa nasal. La prescripción de la cocaína para estos casos, dada por mí en 1885, me ha atraído severos reproches. Un querido amigo mío, muerto ya en 1885, apresuró su fin por el abuso de este medio.

        Apresuradamente llamo al doctor M., que repite el reconocimiento. Esto correspondería sencillamente a la posición que M. ocupaba entre nosotros. Pero «mi apresuramiento» es lo bastante singular para exigir una especial explicación. Evoca en mí el recuerdo de un triste suceso profesional. Por la continuada prescripción de una sustancia que por entonces se creía aún totalmente innocua (sulfonal) provoqué una vez una grave intoxicación en una paciente, teniendo que acudir en busca de auxilio a la mayor experiencia de mi colega el doctor M., más antiguo que yo en el ejercicio profesional. Otras circunstancias accesorias prueban que es éste realmente el suceso a que en mi sueño me refiero. La enferma, que sucumbió a la intoxicación, llevaba el mismo nombre que mi hija mayor. Hasta el momento no se me había ocurrido pensar en ello, pero ahora se me aparece este suceso como una represalia del Destino y como si la sustitución de personas hubiera de proseguir aquí en un distinto sentido: esta Matilde por aquella Matilde; ojo por ojo y diente por diente. Parece como si fuera buscando todas aquellas ocasiones por las que me puedo reprochar una insuficiente conciencia profesional.

        El doctor M. está pálido, se ha quitado la barba y cojea. Lo que de verdad entraña esta parte del sueño se reduce a que el doctor M. presenta a veces tan mal aspecto, que llega a inquietar a sus amigos. Los dos caracteres restantes deben de pertenecer a otras personas. Recuerdo ahora a mi hermano mayor, residente en el extranjero, que llevaba el rostro afeitado y al que, si no me equivoco, se parecía extraordinariamente el doctor M. de mi sueño. Hace algunos días nos llegó la noticia de que un ataque de artritismo a la cadera le hacía cojear un poco. Tiene que existir una razón que me haya hecho confundir en mi sueño a ambas personas en una sola. Recuerdo, en efecto, que me hallo irritado contra ambas por algún motivo: el de haber rechazado una proposición que recientemente les hice.

        Mi amigo Otto se halla ahora al lado de la enferma, y mi amigo Leopoldo la percute y descubre una zona de macidez abajo, a la izquierda. Leopoldo es también médico y, además, pariente de Otto. El Destino los ha convertido en competidores, pues ejercen igual especialidad y se los compara constantemente entre sí. Ambos han trabajado conmigo durante varios años, mientras fui director de un consultorio público para niños neuróticos, y con gran frecuencia se desarrollan durante esta época escenas como la que mi sueño reproduce. Mientras yo discutía con Otto sobre el diagnóstico de un caso, había Leopoldo reconocido de nuevo al niño y nos aportaba un inesperado dato decisivo. Entre Otto y Leopoldo existe una fundamental diferencia de carácter. El primero sobresalía por su rapidez de concepción, mientras que el segundo era más lento, pero también más cuidadoso y concienzudo. Si en mi sueño coloco frente a frente a Otto y al prudente Leopoldo, ello es claramente para hacer resaltar al segundo. Trátase de una comparación análoga a la que anteriormente efectué entre Irma, paciente nada dócil, y su amiga, a la que tengo por más inteligente. Advierto también ahora una de las vías sobre la que se desplaza la asociación de pensamientos en el sueño, y que va desde la niña enferma al consultorio para niños enfermos. La zona de macidez, abajo, a la izquierda, me hace la impresión de corresponder en todos sus detalles a un caso en el que me admiró la concienzuda seguridad de Leopoldo. Por otra parte, surge en mí vagamente la idea de algo como una afección metastásica; pero pudiera también ser una relación con la paciente que desearía sustituyera a Irma. Esta señora simula, en efecto, y por lo que he podido observar, una tuberculosis.

        Una parte de la piel, infiltrada en el hombro izquierdo. Caigo inmediatamente en que se trata de mis propios dolores reumáticos en el hombro, dolores que se hacen sentir siempre que permanezco en vela hasta altas horas de la noche. La letra del sueño confirma esta interpretación, mostrándose aquí un tanto equívoca;… cosa que ya siento como él; esto es, que siento en mi propio cuerpo. Además, extraño los términos, nada habituales: «Una parte de la piel infiltrada.» A la frase «una infiltración posterosuperior izquierda» estamos acostumbrados. Esta frase se referiría al pulmón, y con ello nuevamente a la tuberculosis.

        A pesar del vestido. Esto no es, desde luego, sino una interpolación accesoria. En el consultorio acostumbrábamos, como es natural, hacer desnudar a los niños para reconocerlos; detalle que se opone aquí a la forma en que hemos de reconocer a nuestras pacientes adultas. De un excelente clínico solía referirse que nunca reconoció a sus enfermas sino por encima de los vestidos; a partir de aquí se oscurecen mis ideas, o dicho francamente, no me siento inclinado a profundizar más en esta cuestión.

        El doctor M. dice: «No cabe duda; es una infección. Pero no hay cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno.» Todo esto me parece al principio absolutamente ridículo; mas, sin embargo, habré de someterlo, como los demás elementos del sueño, a un cuidadoso análisis. Lo que en la paciente he hallado es una difteritis local. De la época en que mi hija estuvo enferma, recuerdo la discusión sobre difteritis y difteria. Esta última sería la infección general, subsiguiente a la difteritis local. Así, pues, es una tal infección general lo que Leopoldo diagnostica al descubrir la zona de macidez, la cual hace pensar en un foco metastásico. Pero creo que precisamente en la difteria no se presentan jamás tales metástasis. Más bien me recuerdan una piemia.

        No hay cuidado. Es ésta una frase de aliento y consuelo, que, a mi juicio, se justifica en la forma siguiente: el fragmento onírico últimamente examinado pretende que los dolores de la paciente proceden de una grave afección orgánica. Sospecho que con esto no quiero sino alejar de mí toda culpa. El tratamiento psíquico no puede ser hecho responsable de la no curación de una difteritis. De todos modos, me avergüenza echar sobre Irma el peso de una tan grave enfermedad no más que para quedarme libre de todo reproche, y necesitando algo que me garantice un desenlace favorable, me parece de perlas poner las palabras de aliento en la boca del doctor M. Pero en este punto me coloco por encima del sueño, cosa que necesita explicación.

        Mas ¿por qué es este consuelo tan desatinado?

        Disentería. Una cualquiera representación teórica lejana de que los gérmenes patógenos pueden ser eliminados por el intestino. ¿Me propondré acaso burlarme así de la inclinación del doctor M. a explicaciones un tanto traídas por los cabellos y a singulares conexiones patológicas? La disentería evoca en mí otras ideas distintas. Hace pocos meses reconocí a un joven que padecía singulares trastornos intestinales y al que otros colegas habían tratado como un caso de «anemia con nutrición insuficiente». Comprobé que se trataba de un histérico, pero no quise ensayar en él mi psicoterapia, y le recomendé que hiciese un viaje por mar. Hace pocos días recibí desde Egipto una desesperada carta de este enfermo, en la que me comunicaba haber padecido un nuevo ataque, que el médico había diagnosticado de disentería. Sospecho, ciertamente, que este diagnóstico es un error de un ignorante colega, que se ha dejado engañar por una de las simulaciones de la histeria; pero de todos modos, no puedo por menos de reprocharme el haber expuesto a mi paciente a contraer, sobre su afección intestinal histérica, una afección orgánica. «Disentería» suena análogamente a «difteria», palabra que no aparece en el sueño.

        Habré realmente de aceptar que con el pronóstico optimista que en mi sueño pongo en boca del doctor M. no persigo sino burlarme de él, pues ahora recuerdo que hace años me relató él mismo, con grandes risas, una análoga historia. Había sido llamado a consultar con otro colega sobre un enfermo grave, y ante el optimismo del médico de cabecera hubo de señalarle la presencia de albúmina en la orina del paciente. «No hay cuidado -respondió el optimista-; la albúmina se eliminará por sí sola.» No cabe, pues, duda alguna de que esta parte de mi sueño entraña una burla hacia aquellos de mis colegas ignorantes de la histeria. Como para confirmarlo así, surge ahora en mi pensamiento la siguiente interrogación: ¿Sabe acaso el doctor M. que los fenómenos que su paciente -la amiga de Irma- presenta, y que hacen temer una tuberculosis, son de origen histérico? ¿Ha descubierto la histeria o se ha dejado burlar por ella?

        Mas ¿qué motivo puedo tener para tratar tan mal a un amigo? Muy sencillo. El doctor M. está tan poco conforme como Irma misma con la «solución» por mí propuesta. De este modo me he vengado ya en mi sueño de dos personas: de Irma, diciéndole que si aún tenía dolores era exclusivamente por su culpa, y del doctor M., con el desatinado pronóstico que pongo en sus labios.

        Sabemos inmediatamente de qué procede la infección. Este inmediato conocimiento en el sueño es algo muy singular. Un instante antes no sabíamos nada, pues la infección no fue descubierta hasta el reconocimiento efectuado por Leopoldo.

        Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección. Otto me había referido realmente que durante su corta estancia en casa de la familia de Irma le llamaron del hotel próximo para poner una inyección a un individuo que se había sentido repentinamente enfermo. Las inyecciones me recuerdan de nuevo a aquel infeliz amigo mío que se envenenó con cocaína. Yo le había aconsejado el uso interno de esta sustancia únicamente durante una cura de desmorfinización, pero el desdichado comenzó a ponerse inyecciones de cocaína.

        Con un preparado a base de propil…, propilena…, ácido propiónico. ¿Cómo puede incluirse esto en mi sueño? Aquella misma tarde, después de la cual redacté por cierto el historial clínico de Irma y tuve el sueño que ahora me ocupa, abrió mi mujer una botella de licor, en cuya etiqueta se leía la palabra ananás (piña), y que nos había sido regalada por Otto. Tiene éste la costumbre de aprovechar toda ocasión que para hacer un regalo pueda presentársele; costumbre de la que es de esperar le cure algún día una mujer. Destapada la botella, emanaba del licor un tal olor amílico, que me negué a probarlo. Mi mujer propuso regalárselo a los criados; pero yo, más prudente, me opuse, observando humanitariamente que tampoco ellos debían envenenarse. El olor a amílico despertó en mí, sin duda, el recuerdo de la serie química: amil, propil, metil, etc., y este recuerdo proporcionó al sueño el preparado a base de propil. De todos modos, he realizado aquí una sustitución. He soñado con el propil después de haber olido el amil, pero tales sustituciones se hallan quizá permitidas precisamente en la química orgánica.

        Trimetilamina. En mi sueño veo la fórmula química de esta sustancia, cosa que testimonia de un gran esfuerzo de mi memoria, y la veo impresa en gruesos caracteres, como si quisiera hacer resaltar su especial importancia dentro del contexto en que se halla incluida. ¿Adónde puede llevarme la trimetilamina sobre la cual es atraída mi atención en esta forma? A una conversación con otro amigo mío, que desde hace muchos años sabe de todos mis trabajos en preparación como yo de los suyos. Por aquella época me había comunicado ciertas ideas sobre una química sexual, y, entre otras, la de que la trimetilamina le parecía constituir uno de estos productos del metabolismo sexual. Este cuerpo me conduce, pues, a la sexualidad; esto es, a aquel factor al que adscribo la máxima importancia en la génesis de las afecciones nerviosas, cuya curación me propongo. Irma, mi paciente, es una joven viuda. Si me veo en la necesidad de disculpar el mal éxito de la cura en su caso, habré seguramente de alegar este hecho, al que sus amigos pondrían gustosos el remedio. Pero ¡observemos cuán singularmente construido puede hallarse un sueño! La otra señora, a la que yo quisiera tener como paciente en lugar de Irma, es también una joven viuda.

        Sospecho por qué la fórmula de la trimetilamina ha adquirido tanta importancia en el sueño. En esta palabra se acumula un gran número de cosas harto significativas. No sólo es una alusión al poderoso factor «sexualidad», sino también a una persona cuya aprobación recuerdo con agrado siempre que me siento aislado en medio de una opinión hostil o indiferente a mis teorías. Y este buen amigo mío, que tan importante papel desempeña en mi vida, ¿no habrá de intervenir aún más en el conjunto de ideas de mi sueño? Desde luego; posee especialísimos conocimientos sobre las afecciones que se inician en la nariz o en las cavidades vecinas, y ha aportado a la Ciencia el descubrimiento de singularísimas relaciones de los cornetes nasales con los órganos sexuales femeninos. (Las tres escaras grisáceas que advierto en la garganta de Irma.) He hecho que reconociera a esta paciente para comprobar si los dolores de estómago que padecía podían ser de origen nasal. Pero se da el caso de que él mismo padece una afección nasal que me inspira algún cuidado. A esta afección alude, sin duda, la piemia, cuya duda surge en mí, asociada a la metástasis de mi sueño.

        No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente. Acuso aquí, directamente, de ligereza a mi amigo Otto. Realmente creo haber pensado algo análogo la tarde anterior a mi sueño, cuando me pareció ver expresado en sus palabras o en su mirada un reproche contra mi actuación profesional con Irma. Mis pensamientos fueron, aproximadamente, como sigue: «¡Qué fácilmente se deja influir por otras personas, y cuán ligero es en sus juicios!» Esta parte del sueño alude, además, a aquel difunto amigo mío, que tan ligeramente se decidió a inyectarse cocaína. Como ya he indicado antes, al prescribirle el uso interno de esta sustancia no pensé jamás que pudiera administrársela en inyecciones. Al reprochar a Otto su ligereza en el empleo de ciertas sustancias químicas observo que rozo de nuevo la historia de aquella infeliz Matilde, de la que se deduce un análogo reproche para mí. Claramente se ve que reúno aquí ejemplos de mi consciencia profesional, pero también de todo lo contrario.

        Probablemente estaría, además, sucia la jeringuilla. Un nuevo reproche contra Otto, pero de distinta procedencia. Ayer encontré casualmente al hijo de una señora de ochenta y dos años, a la que administro diariamente dos inyecciones de morfina. En la actualidad se halla veraneando, y ha llegado hasta mí la noticia de que padece una flebitis. Inmediatamente pensé que debía tratarse de una infección provocada por falta de limpieza de la jeringuilla. Puedo vanagloriarme de no haber causado un solo accidente de este género en dos años que llevo tratándola a diario. Bien es verdad que la total asepsia de la jeringuilla constituye mi constante preocupación. En estas cosas soy siempre muy concienzudo. La flebitis me recuerda de nuevo a mi mujer, que padeció de esta enfermedad durante un embarazo. Después surge en mí el recuerdo de tres situaciones análogas, de las que fueron, respectivamente protagonistas mi mujer, Irma y la difunta Matilde; situaciones cuya entidad, es, sin duda alguna, lo que me ha permitido sustituir entre sí a estas tres personas en mi sueño.

        Aquí termina la interpretación emprendida. Durante ella me ha costado trabajo defenderme de todas las ocurrencias a las que tenía que incitarme la comparación del sentido del sueño con las ideas que tras él se ocultaban. El «sentido» del sueño ha surgido a mis ojos. He advertido una intención que el sueño realiza, y que ha tenido que constituir su motivo. El sueño cumple algunos deseos que los sucesos del día inmediatamente anterior (las noticias de Otto y la redacción del historial clínico) hubieron de despertar en mí. El resultado del sueño es, en efecto, que no soy yo, sino Otto, el responsable de los dolores de Irma. Otto me ha irritado con sus observaciones sobre la incompleta curación de Irma, y el sueño me venga de él, volviendo en contra suya sus reproches. Al mismo tiempo me absuelve de toda responsabilidad por el estado de Irma, atribuyéndolo a otros factores, que expone como una serie de razonamientos, y presenta las cosas tal y como yo desearía que fuesen en la realidad. Su contenido es, por tanto, una realización de deseos, y su motivo, un deseo.

        Todo esto resulta evidente; pero también se nos hace comprensible, desde el punto de vista de la realización de deseos, una gran parte de los detalles del sueño. En éste me vengo de Otto no sólo por su parcialidad en el caso de Irma -atribuyéndole una ligereza en el ejercicio de su profesión (la inyección)-, sino también por la mala calidad de su licor, que apestaba a amílico, y hallo una expresión que reúne ambos reproches: una inyección con un preparado a base de propilena. Pero aún no me doy por satisfecho, y continúo mi venganza situándole frente a su competidor. De este modo me parece que le digo: «Leopoldo me inspira más estimación que tú.» Tampoco es Otto el único a quien hago sentir el peso de mi cólera. Me vengo también de mi indócil paciente, sustituyéndola por otra más inteligente y manejable. De igual modo no dejo pasar sin protesta la contradicción del doctor M., sino que, por medio de una transparente alusión, le expreso un juicio de que en este caso se ha conducido como un ignorante («sobrevendrá una disentería», etc.), y apelo contra él ante alguien en cuya ciencia fío más (ante aquel amigo mío que me habló de la trimetilamina), en la misma forma que apelo de Irma ante su amiga, y de Otto, ante Leopoldo. Anuladas las tres personas que me son contrarias, y sustituidas por otras tres de mi elección, quedo libre de los reproches que no quiero haber merecido. La falta de fundamento de estos reproches queda también amplia y minuciosamente demostrada en mi sueño. No me cabe responsabilidad alguna de los dolores de Irma, pues si continúa padeciéndolos es exclusivamente por su culpa al no querer aceptar mi solución. Tales dolores son de origen orgánico, no pueden ser curados por medio de un tratamiento psíquico, y, por tanto, nada tengo que ver en ellos. En tercer lugar, se explican satisfactoriamente por la viudez de Irma (¡trimetilamina!), cosa contra la cual nada me es posible hacer. Además, han sido provocados por una imprudente inyección que Otto le administró con una sustancia inadecuada, falta en la que jamás he incurrido. Por último, proceden de una inyección practicada con una jeringuilla sucia, como la flebitis de mi anciana paciente; complicación que nunca he acarreado a mis enfermos. Advierto, ciertamente, que estas explicaciones de los padecimientos de Irma no concuerdan entre sí, sino que se excluyen unas a otras. Toda mi defensa -que no otra cosa constituye este sueño- recuerda vivamente la de aquel individuo al que un vecino acusaba de haberle devuelto inservible un caldero que le había prestado, y que rechazaba tal acusación con las siguientes razones: «En primer lugar, le he devuelto el caldero completamente intacto; además, el caldero estaba ya agujereado cuando me lo prestó. Por último, jamás le he pedido prestado ningún caldero.» Las razones son contradictorias, pero bastará con que se aprecie una de ellas para declarar al individuo libre de toda culpa.

        En el sueño aparecen otros temas, cuya relación con mis descargos respecto a la enfermedad de Irma no se muestra tan transparente: la enfermedad de mi hija y la de una paciente de igual nombre; la toxicidad de la cocaína; la afección de mi paciente, residente en Egipto; mis preocupaciones sobre la salud de mi mujer, de mi hermano y del doctor M., mis propias dolencias, y el cuidado que me inspira la afección nasal de mi amigo ausente. Pero todo ello puede reunirse en un solo círculo de ideas, que podría rotularse: preocupaciones sobre la salud tanto ajena como propia, y consciencia profesional. Recuerdo haber experimentado una vaga sensación penosa cuando Otto me trajo la noticia del estado de Irma. Del círculo de ideas que intervienen en el sueño quisiera extraer ahora, a posteriori, la expresión que en él halla dicha fugitiva sensación. Es como si Otto me hubiera dicho: «No tomas suficientemente en serio tus deberes profesionales; no eres lo bastante concienzudo, y no cumples lo que prometes.» Ante este reproche se puso a mi disposición el círculo de ideas indicado para permitirme demostrar hasta qué punto soy un fiel cumplidor de mis deberes médicos y cuánto me intereso por la salud de mis familiares, amigos y pacientes. En este acervo de ideas aparecen singularmente algunos recuerdos penosos, pero todos ellos tienden más a apoyar las inculpaciones que sobre Otto acumulo que a mi propia defensa. El conjunto de pensamientos es impersonal, pero la conexión de este amplio material, sobre el que el sueño reposa, con el tema más restringido del mismo, que ha dado origen a mi deseo de no ser responsable del estado de Irma, no puede pasar inadvertida.

        De todos modos, no quiero afirmar haber descubierto por completo el sentido de este sueño ni que en su interpretación no existan lagunas. Podría aún dedicarle más tiempo, extraer de él nuevas aclaraciones y analizar nuevos enigmas, a cuyo planteamiento incita. Sé incluso cuáles son los puntos a partir de los cuales podríamos perseguir nuevas series de ideas, pero consideraciones especiales, que surgen de todo análisis de un sueño propio, me obligan a limitar la labor de interpretación. Aquellos que se precipiten a criticar una tal reserva pueden intentar ser más sinceros que yo. Por el momento me satisfaré con señalar un nuevo conocimiento que nuestro análisis nos ha revelado. Siguiendo el método de interpretación onírica aquí indicado, hallamos que el sueño tiene realmente un sentido, y no es en modo alguno, como pretenden los investigadores, la expresión de una actividad cerebral fragmentaria. Una vez llevada a cabo la interpretación completa de un sueño, se nos revela éste como una realización de deseos.

 

CAPÍTULO III

EL SUEÑO ES UNA REALIZACIÓN DE DESEOS

 

        CUANDO por una angosta garganta desembocamos de repente en una altura de la que parten diversos caminos y desde la que se nos ofrece un variado panorama en distintas direcciones, habremos de detenernos un momento y meditar hacia dónde debemos volver primero nuestros ojos. Análogamente nos sucede ahora, después de llevar a término la primera interpretación onírica. Nos hallamos envueltos en la luminosidad de un súbito descubrimiento: el sueño no es comparable a los sonidos irregulares producidos por un instrumento musical bajo el ciego impulso de una fuerza exterior y no bajo la mano del músico. No es desatinado ni absurdo, ni presupone que una parte de nuestro acervo de representaciones duerme, en tanto que otra comienza a despertar. Es un acabado fenómeno psíquico, y precisamente una realización de deseos; debe ser incluido en el conjunto de actos comprensibles de nuestra vida despierta y constituye el resultado de una actividad intelectual altamente complicada. Pero en el mismo instante en que comenzamos a regocijarnos de nuestro descubrimiento nos vemos agobiados por un cúmulo de interrogaciones. Si, como la interpretación onírica lo demuestra, nos presenta el sueño un deseo cumplido, ¿de dónde procede la forma singular y desorientadora en la que tal realización de deseos queda expresada? ¿Qué transformación han sufrido las ideas oníricas hasta constituir el sueño manifiesto, tal y como al despertar lo recordamos? ¿En qué forma y por qué caminos se ha llevado a cabo esta transformación? ¿De dónde procede el material cuya elaboración ha dado cuerpo al sueño ? ¿Cuál es el origen de alguna de las peculiaridades que hemos podido observar en las ideas oníricas; por ejemplo, la de que pueden contradecirse unas a otras? (Véase la historia del caldero, a finales del capítulo anterior.) ¿Puede el sueño revelarnos algo sobre nuestros procesos psíquicos internos, y puede su contenido rectificar opiniones que durante el día mantenemos? Creo conveniente prescindir por el momento de todas estas interrogaciones y seguir un único camino. Nuestro primer análisis nos ha revelado que el sueño nos presenta el cumplimiento de un deseo, y ante todo habremos de investigar si es éste un carácter general del fenómeno onírico o, por el contrario, única y casualmente del contenido del sueño con el que hemos iniciado nuestra labor analítica (el de la inyección de Irma); pues aun sosteniendo que todo sueño posee un sentido y un valor psíquico, no podemos negar a priori la posibilidad de que tal sentido no sea el mismo en todos los sueños. El primero que analizamos era una realización de deseos; otro podrá, quizá, presentarse como la realización de un temor; el contenido de un tercero pudiera ser una reflexión, y otros, por último, limitarse sencillamente a reproducir un recuerdo. Nuestra labor se dirigirá, pues, en primer lugar, a averiguar si existen o no sueños distintos de los realizados de deseos.

        Fácilmente puede demostrarse que los sueños evidencian frecuentemente, sin disfraz alguno, el carácter de realización de deseos, hasta el punto de que nos asombra cómo el lenguaje onírico no ha encontrado comprensión hace ya mucho tiempo. Hay, por ejemplo, un sueño, que puedo provocar siempre en mí, a voluntad y como experimentalmente. Cuando en la cena tomo algún plato muy salado, siento por la noche intensa sed, que llega a hacerme despertar. Pero antes que esto suceda tengo siempre un sueño de idéntico contenido: el de que bebo agua a grandes tragos y con todo el placer del sediento. Sin embargo, despierto después y me veo en la necesidad de beber realmente. El estímulo de este sencillo sueño ha sido la sed, que al despertar continúo sintiendo; sensación de la que emana el deseo de beber. El sueño me presenta realizado este deseo, cumpliendo,al hacerlo así, una función que se me revela en seguida. Mi reposo es, generalmente, profundo y tranquilo, y ninguna necesidad física suele interrumpirlo. Si soñando que bebo logro engañar mi sed, me habré evitado tener que despertar para satisfacerla. Se trata, por tanto, de un «sueño de comodidad» (Bequemlichkeitstraum). El sueño se sustituye a la acción, como sucede también en la vida despierta. Desgraciadamente, mi necesidad de agua para calmar mi sed no puede ser satisfecha por medio de un sueño, como mi sed de venganza contra mi amigo Otto y contra el doctor M., pero en ambos casos existe una idéntica buena voluntad por arte del fenómeno onírico.

        Este mismo sueño se presentó modificado en una reciente ocasión. Antes de conciliar el reposo, sentí ya sed y agoté el vaso de agua que había encima de mi mesa de noche. Horas después se renovó mi sed y con ella la excitación consiguiente. Para procurarme agua hubiera tenido que levantarme y coger el vaso que quedaba lleno en la mesa de noche de mi mujer. Adecuadamente a esta circunstancia, soñé que mi mujer me dada a beber en un cacharro de forma poco corriente, que reconocí era un vaso cinerario etrusco, traído por mí de un viaje a Italia y que recientemente había regalado. Pero el agua sabía tan salada -seguramente a causa de la ceniza contenida en el vaso- que desperté en el acto.

        Obsérvese con qué minucioso cuidado lo dispone todo el sueño para la mayor comodidad del sujeto. Siendo su exclusivo propósito el de realizar un deseo, puede mostrarse absolutamente egoísta. El amor a la comodidad propia es inconciliable con el respeto a la de otras personas. La intervención del vaso cinerario constituye también una realización de deseos. Me disgusta no poseerlo ya, del mismo modo que me disgusta tener que levantarme para coger el vaso de encima de la mesilla de noche. Por su especial destinación -la de contener cenizas- se adapta, además, al resabor salado que ha provocado en mí la sed que habrá de acabar por despertarme.

        Estos sueños de comodidad eran en mí muy frecuentes durante mis años juveniles. Acostumbrado desde siempre a trabajar hasta altas horas de la noche, me era luego muy penoso tener que despertarme temprano, y solía soñar que me había levantado ya y estaba lavándome. Al cabo de un rato, no podía menos de reconocer que aún me hallaba en el lecho; pero, entre tanto, había logrado continuar durmiendo unos minutos más. Un análogo sueño de pereza, especialmente chistoso, me ha sido comunicado por uno de mis colegas que, por lo visto, comparte mi afición al reposo matinal.

        La dueña de la pensión en que vivía tenía el encargo severísimo de despertarle con tiempo para llegar al hospital a la hora marcada, encargo cuyo cumplimiento no dejaba de entrañar graves dificultades. Una mañana dormía mi colega con especial delectación, cuando la patrona le gritó desde la puerta: «¡Levántese usted, don José, que es ya la hora de ir al hospital!» A continuación soñó que ocupaba una de las salas del hospital, un lecho sobre el cual colgaba un tarjetón con las palabras: «José H. cand., méd., veintidós años.» Viendo esto, se dijo en sueños: «Si estoy ya en el hospital no tengo por qué levantarme para ir.» Y dándose la vuelta continuó durmiendo. Con su razonamiento se había confesado sin disfraz alguno el motivo de su sueño.

        He aquí otro sueño cuyo estímulo actúa también durante el reposo: una de mis pacientes, que había tenido que someterse a una operación en la mandíbula, operación cuyo resultado fue desgraciadamente negativo, debía llevar de continuo, sobre la mejilla operada, un determinado aparato. Mas por las noches, en cuanto se dormía, lo arrojaba lejos de sí. Se me pidió que le amonestara por aquella desobediencia al consejo de los médicos, pero ante mis reproches se disculpó la enferma, alegando que la última vez lo había hecho sin darse cuenta y en el transcurso de un sueño.» «Soñé que estaba en un palco de la Opera y que la representación me interesaba extraordinariamente. En cambio, Carlos Meyer se hallaba en el sanatorio y padecía horribles dolores de cabeza. Entonces me dije que, como a mí no me dolía nada, no necesitaba ya el aparato, y lo tiré.» Este sueño de la pobre enferma parece la representación plástica de una frase muy corriente que acude a nuestros labios en las situaciones desagradables: «¡Vaya una diversión! ¡Como no encuentre nunca otra más agradable…!» El sueño, solícito a los deseos de la durmiente, le proporcionaba la mejor diversión anhelada. El Carlos Meyer al que traslada sus dolores es aquel de sus amigos que menos simpatías le inspira.

        Con igual facilidad descubrimos la realización de deseos en algunos otros de los sueños de personas sanas por mí reunidos. Un amigo mío, que conoce mi teoría onírica y se la ha explicado a su mujer, me dijo un día: «Mi mujer ha soñado ayer que tenía el período. ¿Qué puede esto significar?» La respuesta es sencilla: si la joven casada ha soñado que tenía el período es, indudablemente, porque aquel mes le ha faltado o se le retrasa, y hemos de suponer que le sería grato verse libre, aún, durante algún tiempo, de los cuidados y preocupaciones de la maternidad. Resulta, pues, que al comunicar su sueño a su marido le anuncia sin saberlo, de una manera delicada, su primer embarazo.

        Otro amigo me escribió que su mujer había soñado que advertía en su camisa manchas de leche; también esto es un anuncio de embarazo, pero no ya del primero, pues el sueño realiza el deseo de la durmiente de poder criar a su segundo hijo con más facilidad que al primero.

        Una casada joven a la que una enfermedad infecciosa de un hijo suyo había apartado durante algunas semanas de toda relación social, soñó, días después del feliz término de la enfermedad que se hallaba en una reunión de la que formaban parte A. Daudet, Bourget, Prévost y otros escritores conocidos, mostrándose todos muy amables para con ella. Daudet y Bourget aparecen en el sueño tal y como la durmiente los conoce por retratos; en cambio, Prévost, del que nunca ha visto ninguno, toma la figura del empleado que había venido el día anterior a desinfectar el cuarto del enfermo y que había sido la primera persona extraña a la casa que desde el comienzo de la enfermedad de su hijo había visto la sociable señora. Este sueño puede quizá interpretarse, sin dejar laguna ninguna, por el pensamiento siguiente de la sujeto: «Ya es hora de que pueda dedicarme a algo más divertido que esta labor de enfermera.»

        Bastará quizá esta selección para demostrar cómo con gran frecuencia y en las más diversas circunstancias hallamos sueños que se nos muestran comprensibles a título de realizaciones de deseos y evidencian sin disfraz alguno su contenido. Son éstos, en su mayor parte, sueños sencillos y cortos, que se apartan, para descanso del investigador, de las embrolladas y exuberantes composiciones oníricas, que han atraído casi exclusivamente la atención de los autores. A pesar de su sencillez, merecen ser examinados con detención, pues nos proporcionan inestimables datos sobre la vida onírica. Los sueños de forma más sencilla habrán de ser, indudablemente, los de los niños, cuyos rendimientos psíquicos son, con seguridad, menos complicados que los de personas adultas. A mi juicio, la psicología infantil está llamada a prestarnos, con respecto a la psicología del adulto, idénticos servicios que la investigación de la anatomía o el desarrollo de los animales inferiores ha prestado para la de la estructura de especies zoológicas superiores. Pero hasta el presente no han surgido sino muy escasas tentativas de utilizar para tal fin la psicología infantil.

        Los sueños de los niños pequeños son con frecuencia simples realizaciones de deseos, y al contrario de los de personas adultas, muy poco interesantes. No presentan enigma ninguno que resolver, pero poseen un valor inestimable para la demostración de que por su última esencia significa el sueño una realización de deseos. Los sueños de mis propios hijos me han proporcionado material suficiente de este género.

        A una excursión desde Aussee a Hallstatt, realizada durante el verano de 1896, debo dos ejemplos de estos sueños: uno, de mi hija, que tenía por entonces ocho años y medio, y otro de uno de mis hijos, niño de cinco años y tres meses. Como información preliminar expondré que en aquel verano vivíamos en una casa situada sobre una colina cercana a Aussee, desde la cual se dominaba un espléndido panorama. En los días claros se veía en último término la Dachstein, y con ayuda de un anteojo de larga vista se divisaba la Simonyhütte, cabaña emplazada en la cumbre de dicha montaña. Los niños habían mirado varias veces con el anteojo, pero no sé si habían logrado ver algo. Antes de emprender la excursión, de la que se prometían maravillas, les había dicho yo que Hallstatt se hallaba al pie de la Dachstein. Desde Hallstatt nos dirigimos al valle de Escher, cuyos variados panoramas entusiasmaron a los chicos. Sólo uno de ellos -el de cinco años- parecía disgustado. Cada vez que aparecía a su vista una nueva montaña me preguntaba si era la Dachstein, y a medida que recibía respuestas negativas se fue desanimando y terminó por enmudecer y rehusar tomar parte en una pequeña ascensión que los demás hicieron para ver una cascada. Le creí fatigado; pero a la mañana siguiente vino a contarme rebosando alegría, que aquella noche había subido en sueños a la Simonyhütte, y entonces comprendí que al oírme hablar de la Dachstein, antes de la excursión, había creído que subiríamos a esta montaña y visitaríamos la cabaña de que tanto hablaban los que miraban por el anteojo. Luego, cuando se dio cuenta de que nuestro itinerario era distinto, quedó defraudado y se puso de mal humor. El sueño le compensó de su descanso. Los detalles que de él pudo darme eran, sin embargo, muy pobres: «Para llegar a la cabaña hay que subir escaleras durante seis horas», circunstancia de la que, sin duda, había oído hablar en alguna ocasión.

        También en la niña de ocho años y medio despertó esta excursión un deseo, que no habiéndose realizado, tuvo que ser satisfecho por el sueño. Habíamos llevado con nosotros a un niño de doce años, hijo de unos vecinos nuestros, que supo conquistarse en poco tiempo todas las simpatías de la niña. A la mañana siguiente vino ésta a contarme un sueño que había tenido: «Figúrate que he soñado que Emilio era uno de nosotros; os llamaba «papá» y «mamá», y dormía con nosotros en la alcoba grande. Entonces venía mamá y echaba un puñado de bombones, envueltos en papeles verdes y azules, debajo de las camas.» Los hermanos de la pequeña a los que, indudablemente, no ha sido transmitido por herencia el conocimiento de la interpretación onírica, declararon, como cualquier investigador, que aquel sueño era un disparate. Pero la niña defendió parte del mismo, y es muy interesante para la teoría de las neurosis saber cuál: «Que Emilio vivía con nosotros puede ser un disparate; pero lo de los bombones, no.» Para mí era precisamente esto lo que me parecía oscuro, pero mi mujer me proporcionó la explicación. En el camino desde la estación a casa se habían detenido los niños ante una máquina de la que, echando una moneda, salían bombones envueltos en brillantes papeles de colores. Mi mujer, pensando con razón que aquel día había traído ya consigo suficientes realizaciones de deseos, dejó la satisfacción de este último para el sueño, y ordenó a los niños que continuaran adelante. Toda esta escena había pasado inadvertida para mí. La parte de su sueño que mi hija aceptaba como desatinada me era, en cambio, comprensible sin necesidad de explicación alguna. Durante la excursión había oído cómo nuestro pequeño invitado aconsejaba lleno de formalidad, a los niños que esperasen hasta que llegasen el papá o la mamá. Esta sumisión interina quedó convertida por el sueño en una adopción duradera. La ternura de mi hija no conocía aún otras formas de la vida común que aquellas fraternales que su sueño le mostraba: por qué los bombones eran arrojados por la mamá precisamente debajo de las camas constituía un detalle imposible de esclarecer sin interrogar a la niña analíticamente.

        Un amigo mío me ha comunicado un sueño totalmente análogo al de mi hijo, soñado por una niña de ocho años. Su padre la había llevado de paseo con otros niños, y cuando se hallaban ya cerca del lugar que se habían propuesto como fin, lo avanzado de la hora los obligó a emprender el regreso, consolándose los infantiles excursionistas con la promesa de volver otro día con más tiempo. Luego, en el camino, atrajo su atención un nombre, inscrito en un poste indicador, y expresaron su deseo de ir al lugar a que correspondía; pero por la misma razón de tiempo tuvieron que contentarse con una nueva promesa. A la mañana siguiente, lo primero que la niña dijo a su padre fue que había soñado que iba con él, tanto al lugar que no habían alcanzado la víspera como a aquel otro al que después había prometido llevarlos. Su impaciencia había anticipado, por tanto, la realización de las promesas de su padre.

        Igualmente sincero es otro sueño que la belleza del paisaje de Aussee provocó en otra hija mía de tres años y tres meses. Había hecho por primera vez una travesía en bote sobre el lago, y el tiempo había pasado tan rápidamente para ella, que al volver a tierra se echó a llorar con amargura, resistiéndose a abandonar el bote. A la mañana siguiente me contó: «Esta noche he estado paseando por el lago.» Esperemos que la duración de este paseo nocturno la satisficiera más.

        Mi hijo mayor, que por esta época tenía ocho años, soñó ya una vez con la realización de una fantasía. En su sueño acompañó a Aquiles en el carro de guerra que Diomedes guiaba. La tarde anterior le había apasionado la lectura de un libro de leyendas mitológicas, regalado a su hermana mayor.

        Admitiendo que las palabras que los niños suelen pronunciar dormidos pertenecen también al círculo de los sueños, comunicaré aquí uno de los primeros sueños de la colección por mí reunida. Teniendo mi hija menor diecinueve meses, hubo que someterla a dieta durante todo un día pues había vomitado repetidamente por la mañana. A la noche se le oyó exclamar enérgicamente en sueños: «Ana F(r)eud, f(r)esas, f(r)ambuesas, bollos, papilla.» La pequeña utilizaba su nombre para expresar posesión, y el menú que a continuación detalla contiene todo lo que podía parecerle una comida deseable. El que la fruta aparezca en él repetida constituye una rebelión contra nuestra policía sanitaria casera, y tenía su motivo en la circunstancia, advertida seguramente por la niña, de que la niñera había achacado su indisposición a un excesivo consumo de fresas. Contra esta observación y sus naturales consecuencias toma ya en sueños su desquite.

        Si consideramos dichosa a la infancia por no conocer aún al deseo sexual, tenemos, en cambio, que reconocer cuán rica fuente de desencanto y renunciamiento, y con ello de génesis de sueños, constituye para ella el otro de los dos grandes instintos vitales.

        Expondré aquí un segundo ejemplo de este género. Un sobrino mío de veintidós meses, recibió el encargo de felicitarme el día de mi cumpleaños y entregarme como regalo un cestillo de cerezas, fruta rara aún en esta época. Su cometido le debió de parecer harto penoso de cumplir, pues señalado el cestillo, se limitaba a repetir: «Dent(r)o hay cerezas», sin que por nada del mundo se decidiese a entregármelo. Obligado a ello, supo después hallar una compensación. Hasta aquel día solía contar todas las mañanas que había soñado con el «soldado blanco», un oficial de la Guardia imperial que le inspiró una gran admiración un día que le vio por la calle; pero al día siguiente a mi cumpleaños se despertó diciendo alegremente: «Ge(r)mán, comido todas las cerezas», afirmación que no podía hallarse fundada sino en un sueño.

        Ignoro con qué soñarán los animales. Un proverbio parece, sin embargo, saberlo, pues pregunta: «¿Con qué sueña el ganso?», y responde: «Con el maíz». Toda la teoría que atribuye al sueño el carácter de realización de deseos se halla contenida en estas dos frases.

        Observamos ahora que hubiéramos llegado a nuestra teoría del sentido oculto de los sueños por el camino más corto con sólo consultar el uso vulgar del lenguaje. La sabiduría popular habla a veces con bastante desprecio de los sueños, parece querer dar la razón a la Ciencia cuando juzga en un proverbio que «los sueños son vana espuma»; mas para el lenguaje corriente es predominantemente el sueño el benéfico realizador de deseos. «Esto no me lo hubiera figurado ni en sueños», exclama encantado aquel que encuentra superada por la realidad sus esperanzas.

 

CAPÍTULO IV 

LA DEFORMACIÓN ONÍRICA

 

        SÉ desde luego que ante mi afirmación de que todo sueño es una realización de deseos y que no existen por tanto sino sueños optativos, habrán de alzarse rotundas negativas. Se me objetará que la existencia de sueños interpretables como realizaciones de deseos no es cosa nueva y ha sido observada ya por un gran número de autores (cf. Radestock, págs. 137 y 138; Volkelt, págs. 110 y 111; Purkinje, pág. 456; Tissié, pág. 70; M. Simón, pág. 42 -sobre los sueños de hambre del barón de Trenck durante su encarcelamiento-; Griesinger, pág. 111), pero que el negar en absoluto la posibilidad de otro género de sueños no es sino una injustificada generalización, fácilmente controvertible por fortuna. Existen, en efecto, muchos sueños de contenido penoso que no muestran el menor indicio de una realización de deseos. E. V. Hartman, el filósofo pesimista, es quien más se aleja de esta percepción de la vida onírica. En su Filosofía de lo inconsciente escribe (segunda parte, pág. 344):

        «Con los sueños pasan al estado de reposo todos los cuidados de la vida despierta, y no, en cambio, aquello que puede reconciliar al hombre culto con la existencia: el goce científico y artístico…» Pero también observadores menos pesimistas han hecho resaltar la circunstancia de que en los sueños son más frecuentes el dolor y el displacer que el placer (cf. Scholz, pág. 33; Volkelt, página 80, y otros). Las «señoras Sarah Weed y Florence Hallam han formado una estadística de sus sueños, y deducido de ella una expresión numérica para el predominio del displacer en la vida onírica -un 58 por 100 de sueños penosos y un 28,6 por 100 de sueños agradables-. Por otra parte, además de estos sueños, que continúan durante el reposo los diversos sentimientos penosos de la vida despierta, existen sueños de angustia, en los que esta sensación, la más terrible de todas las displacientes, se apodera de nosotros hasta que su misma intensidad nos hace despertar, y se da el caso de que los niños, en cuyos sueños se nos ha mostrado la realización de deseos sin disfraz alguno, se hallan sujetos con gran frecuencia a tales pesadillas angustiosas» (cf. las observaciones de Debacker sobre el pavor nocturnus.)

        Los sueños de angustia parecen realmente excluir la posibilidad de una generalización del principio que los análisis incluidos en el capítulo anterior nos llevaron a deducir, o sea, el de que los sueños son una realización de deseos, y hasta demostrar su total absurdo. Sin embargo, no es muy difícil sustraerse a estas objeciones, aparentemente incontrovertibles. Obsérvese tan sólo que nuestra teoría no reposa sobre los caracteres del contenido manifiesto, sino que se basa en el contenido ideológico que la labor de interpretación nos descubre detrás del sueño. Confrontemos, en efecto, el contenido manifiesto con el latente. Es cierto que existen sueños en los que el primero es penosísimo. Pero ¿se ha intentado nunca interpretar estos sueños y descubrir el contenido ideológico latente de los mismos? Desde luego, no; y por tanto, no pueden alcanzarnos ya las objeciones citadas, y cabe siempre la posibilidad de que también los sueños penosos y los de angustia se revelen después de la interpretación como realizaciones de deseos.

        En la investigación científica resulta a veces ventajoso, cuando un problema presenta difícil solución, acumular a él otro nuevo; del mismo modo que nos es más fácil cascar dos nueces apretándolas una contra otra que separadamente. Así, a la interrogación planteada de cómo los sueños penosos y los de angustia pueden constituir realizaciones de deseos, podemos agregar, deduciéndola de las características de la vida onírica hasta ahora examinadas, la de por qué los sueños de contenido indiferente, que resultan ser realizaciones de deseos, no muestran abiertamente este significado. Tomemos el sueño examinado antes con todo detalle de la inyección de Irma; no es de carácter penoso, y la interpretación nos lo ha revelado como una amplia realización de deseos. Mas ¿por qué precisa de interpretación? ¿Por qué no expresa directamente su sentido? A primera vista no nos hace tampoco la impresión de presentar realizado un deseo del durmiente, y sólo después del análisis es cuando nos convencemos de ello. Dando a este comportamiento del sueño, cuyos motivos ignoramos aún, el nombre de «deformación onírica» (Traumentstellung), surge en nosotros la segunda interrogación: ¿de dónde proviene esta deformación de los sueños?

        Si para contestar a esta pregunta echamos mano a las primeras ocurrencias que por su estímulo surgen en nuestro pensamiento, podremos proponer varias soluciones verosímiles; por ejemplo, la de que durante el reposo no existe el poder de crear una expresión correspondiente a las ideas del sueño. Pero el análisis de determinados sueños nos obliga a aceptar una distinta explicación de la deformación onírica. Para demostrarlo expondré la interpretación de otro sueño propio; interpretación que, si bien me fuerza a cometer de nuevo multitud de indiscreciones, compensa este sacrificio personal con un acabado esclarecimiento del problema planteado.

        Información preliminar. -En la primavera de 1897 supe que dos profesores de nuestra Universidad me habían propuesto para el cargo de profesor extraordinario; hecho que, a más de sorprenderme por inesperado, me causó una viva alegría, pues suponía una prueba de estimación, independiente de toda relación personal, por parte de dos hombres de altos merecimientos científicos. Pero en el acto me dije que no debía fundar esperanza alguna en la propuesta de que había sido objeto, pues durante los últimos años había hecho el Ministerio caso omiso de todas las que le habían sido dirigidas, y muchos de mis colegas, de más edad, y por lo menos de iguales merecimientos que yo, esperaban en vano su promoción. Careciendo de motivos para esperar mejor suerte, decidí resignarme a que mi nombramiento quedase sin efecto. «Después de todo -me dije-, no soy ambicioso, y ejerzo con éxito mi actividad profesional sin necesidad de título honorífico ninguno, aunque también es verdad que en este caso no se trata de que las uvas estés verdes o maduras, pues lo indudable es que se hallan fuera de mi alcance.»

        Así las cosas, recibí una tarde la visita de un colega, con el que me unían vínculos de amistad, y que se contaba precisamente entre aquellos cuya suerte me había servido de advertencia. Candidato desde hacía mucho tiempo al nombramiento de profesor, que hace del médico en nuestra sociedad moderna una especie de semidiós ante los ojos de los enfermos, y menos resignado que yo, solía visitar de cuando en cuando las oficinas del ministerio para activar la resolución de su empeño. De una de tales visitas venía la tarde a que me refiero, y me relató que esta vez había puesto en un aprieto al alto empleado que le recibió, preguntándole sin ambages si el retraso de su nombramiento dependía realmente de consideraciones confesionales. La respuesta fue que, en efecto, dadas las corrientes de opinión dominantes, no se hallaba S. E., por el momento, en situación, etc., etc. «Por lo menos sé ya a qué atenerme», dijo mi amigo al final de su relato, con el cual no me había revelado nada nuevo, aunque sí me había afirmado en mi resignación, pues las consideraciones confesionales alegadas eran también aplicables a mi caso.

        A la madrugada siguiente a esta visita tuve un sueño de contenido y formas singulares. Se componía de dos ideas y dos imágenes, en sucesión alternada; mas para el fin que aquí perseguimos nos bastará con comunicar su primera mitad, o sea, una idea y una imagen.

        I.      Mi amigo R. es mi tío. Siento un gran cariño por él.

        II.     Veo ante mí su rostro, pero algo cambiado y como alargado, resaltando con especial precisión la rubia barba que lo encuadra. A continuación sigue la segunda mitad del sueño, compuesta de otra idea y otra imagen, de las que prescindo, como antes indiqué.

        La interpretación de este sueño se desarrolló en la forma siguiente:

        Al recordarlo por la mañana me eché a reír, exclamando: «¡Qué disparate!» Pero no pude apartar de él mi pensamiento en todo el día, y acabé por dirigirme los siguientes reproches: «Si cualquiera de tus enfermos tratase de rehuir la interpretación de uno de sus sueños, tachándolo de disparatado, cuya percatación intentaba evitarse. Por tanto, debes proceder contigo mismo como con un tal enfermo procederías. Tu opinión de que este sueño es un desatino no significa sino una resistencia interior contra la interpretación y no debes dejarte vencer por ella. Estos pensamientos me movieron a emprender el análisis.

        «R. es mi tío.» ¿Qué puede esto significar? No he tenido más que un tío, mi tío José, protagonista por cierto de una triste historia. Llevado por el ansia de dinero, se dejó inducir a cometer un acto que las leyes castigan severamente y cayó bajo el peso de las mismas. Mi padre, que por entonces (de esto hace ya más de treinta años) encaneció del disgusto, solía decir que tío José no había sido nunca un hombre perverso, y si únicamente un imbécil. De este modo, al pensar en mi sueño que mi amigo R. es mi tío José, no quiero decir otra cosa sino que R. es un imbécil. Esto, aparte de serme muy desagradable, me parece al principio inverosímil. Mas para confirmarlo acude el alargado rostro, encuadrado por una cuidada barba rubia, que a continuación veo en mi sueño. Mi tío realmente cara alargada, y llevaba una hermosa barba rubia. En cambio, mi amigo R. ha sido muy moreno; pero, como todos los hombres morenos, paga ahora, que comienza a encanecer,, el atractivo aspecto de sus años juveniles, pues su barba va experimentando, pelo a pelo, transformaciones de color nada estéticas, pasando primero al rojo sucio y luego al gris amarillento antes de blanquear definitivamente. En uno de estos cambios se halla ahora la barba de mi amigo R., y según advierto con desagrado, también la mía. El rostro que en sueños he visto es el mismo tiempo el de R. y el de mi tío José, como si fuese una de aquellas fotografías en que Galton obtenía los rasgos característicos de una familia, superponiendo en una misma placa los rostros de varios de sus individuos. Así, pues, habré de aceptar que en mi sueño quiero, efectivamente, decir que mi amigo R. es un imbécil, como mi tío José.

        Lo que no sospecho aún es para qué habré podido establecer una tal comparación, contra la que todo en mí se rebela, aunque he de reconocer que no pasa de ser harto superficial, pues mi tío José era un delincuente, y R. es un hombre de conducta intachable. Sin embargo, también él ha sufrido los rigores de la Ley por haber atropellado a un muchacho, yendo en bicicleta. ¿Me referiré acaso en mi sueño a este delito? Sería llevar la comparación hasta lo ridículo. Pero recuerdo ahora una conversación mantenida hace unos día con N., otro de mis colegas, y que versó sobre le mismo tema de la detallada en la información preliminar. N., al que encontré en la calle, se halla también propuesto para el cargo de profesor, y me felicitó por haber sido objeto de igual honor; felicitación que yo rechacé, diciendo: «No sé por qué me da usted la enhorabuena conociendo mejor que nadie, por experiencia propia, el valor de tales propuestas.» A estas palabras mías, bromeando, repuso N.: «¿Quién sabe? Yo tengo quizá algo especial en contra mía. ¿Ignora usted acaso que fui una vez objeto de una denuncia? Naturalmente, se trataba de una vulgar tentativa de chantaje, y todavía me costó Dios y ayuda librar a la denunciante del castigo merecido. Pero ¿quién me dice que en el Ministerio no toman este suceso como pretexto para negarme el título de profesor? En cambio, a usted no tienen «pero» que ponerle.»

        Con el recuerdo de esta conversación se me revela el delincuente de que precisaba para completar la comprensión del paralelo establecido en mi sueño, y al mismo tiempo todo el sentido y la tendencia de este último. Mi tío José -imbécil y delincuente- representa en mi sueño a mis dos colegas, que no han alcanzado aún el nombramiento de profesor, y por el hecho mismo de representarlos tacha al uno de imbécil, y de delincuente al otro. Asimismo, veo ahora con toda claridad para qué me es necesario todo esto. Si efectivamente es a razones «confesionales» a lo que obedece el indefinido retraso de la promoción de mis dos colegas, puedo estar seguro de que la propuesta hecha a mi favor habrá de correr la misma suerte. Por lo contrario, si consigo atribuir a motivos distintos, y que no pueda alcanzarme el veto opuesto a ambos por las altas esferas oficiales, no tendré por qué perder la esperanza de ser nombrado. En este sentido actúa, pues, mi sueño, haciendo de R. un imbécil, y de N., un delincuente. En cambio, yo, libre de ambos reproches, no tengo ya nada común con mis dos colegas, puedo esperar confiado mi nombramiento y me veo libre de la objeción revelada a mi amigo R. por el alto empleado del Ministerio; objeción que es perfectamente aplicable a mi caso.

        A pesar de los esclarecimientos logrados, no puedo dar aquí por terminada la interpretación, pues siento que falta aún mucho que explicar y sobre todo no he conseguido todavía justificar ante mis propios ojos la ligereza con que me he decidido a denigrar a dos de mis colegas, a los que respeto y estimo, sólo por desembarazar de obstáculos mi camino hacia el Profesorado. Claro es que el disgusto que tal conducta me inspira queda atenuado por mi conocimiento del valor que debe concederse a los juicios que en nuestros sueños formamos. No creo realmente que R. sea un imbécil, ni dudo un solo instante de la explicación que N. me dio del enojoso asunto en que se vio envuelto, como tampoco podía creer en realidad que Irma se hallaba gravemente enferma a causa de una inyección de un preparado a base de propilena que Otto le había administrado. Lo que tanto en un caso como en otro expresa mi sueño no es sino mi deseo de que así fuese. La afirmación por medio de la cual se realiza este deseo parece más absurda en el sueño de Irma que en el últimamente analizado, pues en éste quedan utilizados con gran habilidad varios puntos de apoyo efectivos, resultando así como una diestra calumnia, en la que «hay algo de verdad». En efecto, mi amigo R. fue propuesto con el voto en contra de uno de los profesores, y N. me proporcionó por sí mismo, inocentemente, en la conversión relatada, material más que suficiente para denigrarle. Repito, no obstante, que me parece necesario más amplio esclarecimiento.

        Recuerdo ahora que el sueño contenía aún otro fragmento, del que hasta ahora no me he ocupado en la interpretación. Después de ocurrírseme que R. es mi tío, experimento en sueños un tierno cariño hacia él. ¿De dónde proviene este sentimiento? Mi tío José no me inspiró nunca, naturalmente, cariño alguno; R. es, desde hace años, un buen amigo mío, al que quiero y estimo, pero si me oyera expresarle mi afecto en términos aproximadamente correspondientes al grado que él mismo alcanza en mi sueño, quedaría con seguridad un tanto sorprendido. Tal afecto me parece, pues, tan falso y exagerado -aunque esto último en sentido inverso- como el juicio que sobre sus facultades intelectuales expreso en mi sueño al fundir su personalidad con la de mi tío. Pero esta misma circunstancia me hace entrever una posible explicación. El cariño que por R. siento en mi sueño no pertenece al contenido latente; esto es, a los pensamientos que se esconden detrás del sueño. Por el contrario, se halla en oposición a dicho contenido, y es muy apropiado para encubrirse su sentido. Probablemente no es otro su destino. Recuerdo qué enérgica resistencia se opuso en mí a la interpretación de este sueño, y cómo fui aplazándola una y otra vez hasta la noche siguiente, con el pretexto de que todo él no era sino un puro disparate.

        Por mi experiencia psicoanalítica sé cómo han de interpretarse estos juicios condenatorios. Su valor no es el de un conocimiento, sino tan sólo el de una manifestación afectiva. Cuando mi hija pequeña no quiere comer una manzana que le ofrecen afirma que está agria sin siquiera haberla probado. En aquellos casos en que mis pacientes siguen esta conducta infantil comprendo en seguida que se trata de una representación que quieren reprimir. Esto mismo sucede en mi sueño. Me resisto a interpretarlo, porque la interpretación contiene algo contra lo cual me rebelo, y que una vez efectuada aquélla, demuestra ser la afirmación de que R. es un imbécil. El cariño que por R. siento no puedo referirlo a las ideas latentes de mi sueño, pero sí, en cambio, a esta, mi resistencia. Si mi sueño, comparado con su contenido latente, aparece deformado hasta la inversión, con respecto a este punto habré de deducir que el cariño en él manifiesto sirve precisamente a dicha deformación; o dicho de otro modo: que la deformación demuestra ser aquí intencionada, constituyendo un medio de disimulación. Mis ideas latentes contienen un insulto contra R., y para evitar que yo me dé cuenta de ello llega al contenido manifiesto todo lo contrario; esto es, un cariñoso sentimiento hacia él.

        Podía se éste un descubrimiento de carácter general. Como hemos visto por los ejemplos incluidos en el capítulo III, existen sueños que constituyen francas realizaciones de deseos. En aquellos casos en que tal realización aparece disfrazada e irreconocible habrá de existir una tendencia opuesta al deseo de que se trate, y a consecuencia de ella no podría el deseo manifestarse sino encubierto y disfrazado. La vida social nos ofrece un proceso paralelo a este que en la vida psíquica se desarrolla, mostrándonos una análoga deformación de un acto psíquico. En efecto, siempre que en la relación social entre dos personas se halle una de ellas investida de cualquier poder, que imponga a la otra determinadas precauciones en la expresión de sus pensamientos, se verá obligada esta última a deformar sus actos psíquicos, al exteriorizarlos; o dicho de otro modo: a disimular. La cortesía socal que estamos habituados a observar cotidianamente no es en gran parte sino tal disimulo. Asimismo, al comunicar aquí a mis lectores las interpretaciones de mis sueños me veo forzado a llevar a cabo tales deformaciones. De esta necesidad de disfrazar nuestro pensamiento se lamentaba también el poeta: Lo mejor que saber puede no te es dado decírselo a los niños.

        En análoga situación se encuentra el escritor político que quiere decir unas cuantas verdades desagradables al Gobierno. Si las expresa sin disfraz alguno, la autoridad reprimirá su exteriorización, a posteriori, si se trata de manifestaciones verbales, o preventivamente, si han de hacerse públicas por medio de la imprenta. De este modo el escritor, temeroso de la censura, atenuará y deformará la expresión de sus opiniones. Según la energía y la susceptibilidad de esta censura, se verá obligado a prescindir simplemente de algunas formas de ataque, a hablar por medio de alusiones y no directamente o a ocultar sus juicios bajo un disfraz, inocente en apariencia, refiriendo, por ejemplo, los actos de dos mandarines del Celeste Imperio cuando intente publicar los dos altos personajes de su patria. Cuanto más severa es la censura, más chistosos son con frecuencia los medios de que el escritor se sirve para poner a sus lectores sobre la pista de la significación verdadera de su artículo.

        La absoluta y minuciosa coincidencia de los fenómenos de la censura con los de la deformación onírica nos autoriza a atribuir a ambos procesos condiciones análogas de la formación de los sueños, dos poderes psíquicos del individuo (corrientes, sistemas), uno de los cuales forma el deseo expresado por el sueño, mientras que el otro ejerce una censura sobre dicho deseo y le obliga de este modo a deformar su exteriorización. Sólo nos quedaría entonces por averiguar qué es lo que confiere a esta segunda instancia el poder mediante el cual le es dado ejercer la censura. Si recordamos que las ideas latentes del sueño no son conscientes antes del análisis, y, en cambio, el contenido manifiesto de ellas emanado si es recordado como consciente, podemos sentar la hipótesis de que el privilegio de que dicha segunda instancia goza es precisamente el del acceso a la consciencia. Nada del primer sistema puede llegar a la consciencia sin antes pasar por la segunda instancia, y ésta no deja pasar nada sin ejercer sobre ello sus derechos e imponer a los elementos que aspiran a llegar a la consciencia aquellas transformaciones que le parecen convenientes. Entrevemos aquí una especialísima concepción de la «esencia» de la consciencia; el devenir consciente es para nosotros un especial acto psíquico, distinto e independiente de los procesos de inteligir o representar, y la consciencia se nos muestra como un órgano sensorial, que percibe un contenido dado en otra parte. No es nada difícil demostrar que la psicopatología no puede prescindir en absoluto de estas hipótesis fundamentales, cuyo detenido estudio habremos de llevar a cabo más adelante.

        Conservando esta representación de las dos instancias psíquicas y de sus relaiones con la consciencia, se nos muestra una analogía por completo congruente entre la singular ternura que en mi sueño experimento hacia mi amigo R. -tan denigrado luego en la interpretación- y la vida política del hombre. Supongámonos, en efecto, trasladados a un Estado en el que un rey absoluto, muy celoso de sus prerrogativas, y una activa opinión pública luchan entre sí. El pueblo se rebela conttra un ministro que no le es grato y pide su destitución. Entonces el monarca, con el fin de mostrar que no tiene por qué doblegarse a la voluntad popular, hará precisamente objeto a su ministro de una lata distinción, para la cual no existía antes el menor motivo. Del mismo modo, si mi segunda instancia, que domina el acceso a la consciencia, distingue a mi amigo R. con una exagerada efusión de ternura, es precisamente porque las tendencias optativas del primer sistema quisieran denigrarle, calificándole de imbécil, en persecución de un interés particular, del que dependen.

        Sospechamos auqí que la interpetación onírica puede proporcionarnos, sobre la estructura de nuestro aparato anímico, datos que hasta ahora habíamos esperado en vano de la filosofía. Pero no queremos seguir ahora este camino, sino que, después de haber esclarecido la deformación onírica, volvemos a nuestro punto de partida. Nos preguntamos cómo los sueños de contenido penoso podían ser interpretados como realizaciones de deseos, y vemos ahora que ello es perfectamente posible cuando ha tenido efecto una deformación onírica; esto es, cuando el contenido penoso no sirve sino de disfraz de otro deseado. Refiriéndose a nuestras hipótesis sobre las dos instancias psíquicas, podremos, pues, decir que los sueños penosos contienen, efectivamente, algo que resulta penoso para la segunda instancia, pero que al mismo tiempo cumplen un deseo de la primera. Son sueños optativos, en tanto en cuanto todo sueño parte de la primera instancia, no actuando la segunda, con respecto al sueño, sino defensivamente, y no con carácter creador. Si nos limitamos a tener en cuenta aquello que la segunda instancia aporta al sueño no llegaremos jamás a comprenderlo, y permanecerán en pie todos los enigmas que los autores han observado en el fenómeno onírico.

        El análisis nos demuestra en todo caso que el sueño posee realmente un sentido y que éste es el de una realización de deseos. Tomaré, pues, algunos sueños de contenido penoso e intentaré su análisis. En parte son sueños de sujetos histéricos, que exigen una larga información preliminar y nos obligan a adentrarnos a veces en los procesos psíquicos de la histeria. Pero no me es posible eludir estas complicaciones de mi exposición.

        En el tratamiento analítico de un psiconeurótico constituyen siempre sus sueños, como ya hubimos de indicar, uno de los temas sobre los que han de versar las conferencias entre médico y enfermo. En ellas comunico al sujeto todos aquellos esclarecimientos psicológicos con ayuda de los cuales he llegado a la comprensión de los síntomas; pero estas explicaciones son siempre objeto, por parte del enfermo, de una implacable crítica, tan minuciosa y severa como la que de un colega pudiera yo esperar. Sin excepción alguna se niegan los pacientes a aceptar el principio de que todos los sueños son realizaciones de deseos, y suelen apoyar su negativa con el relato de sueños que, a su juicio, contradicen rotundamente tal teoría. Expondré aquí algunos de ellos:

        «Dice usted que todo sueño es un deseo cumplido -me expone una ingeniosa paciente-. Pues bien: le voy a referir uno que es todo lo contrario. En él se me niega precisamente un deseo. ¿Cómo armoniza usted esto con su teoría?» El sueño a que la enferma alude es el siguiente:

        «Quiero dar una comida, pero no dispongo sino de un poco de salmón ahumado. Pienso en salir para comprar lo necesario, pero recuerdo que es domingo y que las tiendas están cerradas. Intento luego telefonear a algunos proveedores, y resulta que el teléfono no funciona. De este modo, tengo que renunciar al deseo de dar una comida.»

        Como es natural, respondo a mi paciente que tan sólo el análisis puede decidir sobre el sentido de sus sueños, aunque concedo, desde luego, que a primera vista se muestra razonable y coherente, y parece constituir todo lo contrario de una realización de deseos. «Pero ¿de qué material ha surgido este sueño? Ya sabe usted que el estímulo de un sueño se halla siempre entre los sucesos del día inmediatamente anterior.»

        Análisis. Su marido, un honrado y laborioso carnicero, le había dicho el día anterior que estaba demasiado grueso e iba a comenzar una cura de adelgazamiento. Se levantaría temprano, haría gimnasia, observaría un severo régimen en la comidas y, sobre todo, no aceptaría ya más invitaciones a comer fuera de su casa. A continuación relata la paciente, entre grandes risas, que un pintor, al que su marido había conocido en el café, hubo de empeñarse en retratarle, alegando no haber hallado nunca una cabeza tan expresiva. Pero el buen carnicero había rechazado la proposición, diciendo al pintor, con sus rudas maneras acostumbradas, que, sin dejar de agradecerle mucho su interés, estaba seguro de que el más pequeño trozo del trasero de una muchacha bonita habría de serle más agradable de pintar que toda su cabeza, por muy expresiva que fuese. La sujeto se halla muy enamorada de su marido y gusta de embromarle de cuando en cuando. Recientemente le ha pedido que no le traiga nunca caviar. ¿Qué significa esto?

        Hace ya mucho tiempo que tiene el deseo de tomar caviar como entremés en la s comidas, pero no quiere permitirse el gasto que ello supondría. Naturalmente, tendría el caviar deseado en cuanto expresase su deseo a su marido. Pero, por el contrario, le ha pedido que no se lo traiga nunca para poder seguir embromándole con este motivo.

        (Esta última razón me parece harto inconsciente. Detrás de tales explicaciones, poco satisfactorias, suelen esconderse motivos inconfesados. Recuérdese a los hipnotizados de Bernheim, que llevan a cabo un encargo post-hipnótico y, preguntados luego por los motivos de su acto, no manifiestan ignorar por qué han hecho aquello, sino que inventan un fundamento cualquiera insuficiente. Algo análogo debe de suceder aquí con la historia del caviar. Observo además que mi paciente se ve obligada a crearse en la vida un deseo insatisfecho. Su sueño le muestra también realizada la negación de un deseo. Mas ¿para qué puede precisar de un deseo insatisfecho?)

        Las ocurrencias que hasta ahora han surgido en el análisis no bastan para lograr la interpretación del sueño. Habré, pues, de procurar que la sujeto produzca otras nuevas. Después de una corta pausa, como corresponde al vencimiento de la resistencia, declara que ayer fue a visitar a una amiga suya de l que se halla celosa, pues su marido la celebra siempre extraordinariamente.

        Por fortuna, está muy seca y delgada y a su marido le gustan las mujeres de formas llenas. ¿De qué habló su amiga durante la visita? Naturalmente, de su deseo de engordar. Además, le preguntó: «¿Cuándo vuelve usted a convidarnos a comer? En su casa se come siempre maravillosamente.»

        Llegado el análisis a este punto, se me muestra ya con toda claridad el sentido del sueño y puedo explicarlo a mi paciente. «Es como si ante la pregunta de su amiga hubiera usted pensado: "¡Cualquier día te convido yo, para que engordes hartándote de comer a costa mía y gustes luego más a mi marido!" De este modo, cuando a la noche siguiente sueña usted que no puede dar una comida, no hace su sueño sino realizar su deseo de no colaborar al redondeamiento de las formas de su amiga. La idea de que comer fuera de su casa engorda le ha sido sugerida por el propósito que su marido le comunicó de rehusar en adelante toda invitación de este género, como parte del régimen al que pensaba someterse para adelgazar.» Fáltanos ahora tan sólo hallar una coincidencia cualquiera que confirme nuestra solución. Observando que el análisis no nos ha proporcionado aún dato alguno sobre el «salmón ahumado», mencionado en el contenido manifiesto, pregunto a mi paciente: «¿Por qué ha escogido usted en su sueño precisamente este pescado?» «Sin duda -me responde- porque es el plato preferido de mi amiga.» Casualmente conozco también a esta señora y puedo confirmar que le sucede con este plato lo mismo que a mi paciente con el caviar; esto es, que, gustándole mucho, se priva de él por razones de economía.

        Este mismo sueño es susceptible de otra interpretación más sutil, que incluso queda hecha necesaria para una circunstancia accesoria. Tales dos interpretaciones no se contradicen, sino que se superponen, constituyendo un ejemplo del doble sentido habitual de los sueños y, en general, de todos los demás productos psicopatológicos. Ya hemos visto que contemporáneamente a este sueño, que parecía negarle un deseo, se ocupaba la sujeto en crearse, en la realidad, un deseo no satisfecho (el caviar). También su amiga había exteriorizado un deseo, el de engordar, y no nos admiraría que nuestra paciente hubiera soñado que a su amiga le había sido negado un deseo. Pero, en lugar de esto, sueña que no se le realiza a ella otro suyo. Obtendremos, pues, una nueva interpretación si aceptamos que la sujeto no se refiere en su sueño a si misma, sino a su amiga, sustituyéndose a ella en el contenido manifiesto o, como también podríamos decir, identificándose con ella.

        A mi juicio es esto, en efecto, lo que ha llevado a cabo, y como signo de tal identificación se ha creado, en la realidad, un deseo insatisfecho. Pero ¿qué sentido tiene la identificación histérica? Para esclarecer este punto se nos hace precisa una minuciosa exposición. La identificación es un factor importantísimo del mecanismo de los síntomas histéricos, y constituye el medio por el que los enfermos logran expresar en sus síntomas los estados de toda una amplia serie de personas y no únicamente los suyos propios. De este modo sufren por todo un conjunto de hombres y les es posible representar todos los papeles de una obra dramática con sólo sus medios personales. Se me objetará que esto no es sino la conocida imitación histérica, o sea, la facultad que los histéricos poseen de imitar todos los síntomas que en otros enfermos les impresionan, facultad equivalente a una compasión elevada hasta la reproducción. Pero con esto no se hace sino señalar el camino recorrido por el proceso psíquico en la imitación histérica, y no debemos olvidar que una cosa es el acto anímico y otra el camino que el mismo sigue. El primero es algo más complicado de lo que gustamos de representarnos la imitación de los histéricos y equivale a un proceso deductivo inconsciente, como veremos en el siguiente ejemplo: el médico que tiene en su clínica una enferma que presenta determinadas contracciones y advierte una mañana que este especial síntoma histérico ha encontrado numerosas imitadoras entre las demás ocupantes de la sala, no se admirará en modo alguno y se limitará a decir: «La han visto durante un ataque y ahora la imitan. Es la infección psíquica.» Está bien; pero tal infección se desarrolla en la forma siguiente: las enfermas saben, por lo general, bastante más unas de otras que el médico sobre cada una de ellas, y se preocupan de sus asuntos respectivos, cambiando impresiones después de la visita. Si una de ellas tiene un día un ataque, las demás se enteran en seguida de que la causa del mismo ha sido una carta que ha recibido de su casa, una renovación de sus disgustos amorosos, etc. Estos hechos despiertan su compasión, y entonces se desarrolla en ellas, aunque sin llegar a su consciencia, el siguiente proceso deductivo: «Si tales causas provocan ataques como ése, también yo puedo tenerlos, pues tengo idénticos motivos.» Si esta conclusión fuera capaz de consciencia, conduciría quizá al temor de padecer tales ataques; mas como tiene efecto en un distinto terreno psíquico, conduce al realización del síntoma temido. Así, pues, la identificación no es una simple imitación, sino una apropiación basada en la misma causa etiológica, expresa una equivalencia y se refiere a una comunidad que permanece en lo inconsciente.

        La identificación es utilizada casi siempre en la histeria para la expresión de una comunidad sexual. La histérica se identifica ante todo -aunque no exclusivamente- en sus síntomas con aquellas personas con las que ha mantenido comercio sexual o con aquellas otras que lo mantienen con las mismas personas que ella. Tanto en la fantasía histérica como en el sueño basta para la identificación que el sujeto piense en relaciones sexuales, sin necesidad de que las mismas sean reales. Así, pues, mi paciente no hace más que seguir las reglas de los procesos intelectuales histéricos cuando expresa los celos que su amiga le inspira (celos que reconoce injustificados), sustituyéndose a ella en el sueño e identificándose con ella por medio de la creación de un síntoma (el deseo prohibido). Si tenemos en cuenta la forma expresiva idiomática, podríamos explicar el proceso en la forma que sigue: la sujeto ocupa en su sueño el lugar de su amiga porque ésta ocupa en el ánimo de su marido el lugar que a ella le corresponde y porque quisiera ocupar en la estimación del mismo el lugar que aquélla ocupa.

        De un modo más sencillo, aunque siempre conforme al mismo principio de que la no realización de un deseo significa la realización de otro, quedó rebatida la contradicción opuesta a mi teoría onírica por otra de mis pacientes, la más ingeniosa de todas ellas cuyos sueños he analizado. Al día siguiente de haberle comunicado que los sueños eran realizaciones de deseos, me relató haber soñado aquella noche que salía de viaje con su suegra para el punto en que habían acordado pasar juntas el verano. Sabía yo que mi paciente se había resistido con toda energía a ir a veranear con su suegra y había logrado por fin eludir la temida compañía alquilando, hacía pocos días, una casa de campo en un lugar muy lejano a la residencia de aquélla. Y ahora el sueño deshacía esta solución tan deseada. ¿Cabía una más absoluta contradicción a mi teoría de la realización de deseos? Mas para hallar la interpretación de este sueño no había más que deducir su consecuencia. Según él, no tenía yo razón. El deseo de la paciente era precisamente éste: el de que yo no tuviese razón -el sueño se lo muestra realizado-. Pero este deseo de que yo no tuviese razón, realizado con relación al tema de la residencia veraniega, se refería en realidad a un tema distinto y mucho más importante. Por aquellos días había yo deducido del material que los análisis me proporcionaban el hecho de que en un determinado período de la vida le había sucedido algo muy importante para la adquisición de su enfermedad, deducción que ella había rechazado por no hallar en su memoria nada correspondiente. Al poco tiempo quedó, sin embargo, demostrado que tenía yo razón. Su deseo de que no la tuviese, transformado en el sueño que la muestra saliendo de veraneo en compañía de su suegra, correspondía, por tanto, al deseo justificado de que aquellos sucesos a que yo me había referido y que aún no habían obtenido confirmación no hubiesen sucedido jamás.

        Sin análisis, solamente por una sospecha, me permití interpretar un sueño de un amigo mío que durante ocho años había sido condiscípulo mío en segunda enseñanza. Un día me oyó pronunciar una conferencia sobre mi nuevo descubrimiento de que el sueño constituía una realización de deseos. Aquella noche soñó que perdía todos sus pleitos -era abogado- y vino a relatarme su sueño como prueba de la inexactitud de mi teoría. Por mi parte, salí del paso con la evasiva de que no todos los pleitos se pueden ganar, pero en el fondo me dije: «Un hombre que ha sido condiscípulo mío durante ocho años, y que estaba siempre entre los medianos mientras yo era el primero de la clase, ¿no habrá conservado de estos años de colegio el deseo de verme alguna vez en ridículo?»

        Una muchacha joven, a la que tenía sometida al tratamiento analítico, me relató -también como prueba de la inexactitud de mis afirmaciones- otro sueño más sombrío: «Recordará usted -me dijo- que mi hermana no tiene ya más que un hijo: Carlos. El mayor, Otto, se le murió cuando todavía vivía yo con ellos. Otto era mi preferido; podía decirse que era yo quien había cuidado de él y le había educado. Naturalmente, también quiero al pequeño, pero no tanto como quise a su hermano. Pues bien: esta noche he soñado que Carlos había muerto, y le veía ante mí, colocado ya en su pequeño ataúd con las manos cruzadas y rodeado de velas, tal y como vi a Otto, cuya muerte me causó tan profundo dolor. ¿Qué puede significar este sueño? Usted me conoce y sabe que no soy tan perversa como para desear que mi hermana pierda el único hijo que le queda. ¿O querrá decir que hubiera preferido que muriera Carlos en lugar de Otto, mucho más querido por mí?»

        Esta interpretación debía desecharse, desde luego, y así se lo comuniqué a la paciente. Una corta reflexión me reveló luego, sin necesidad de análisis, el verdadero sentido del sueño, sentido que la sujeto aceptó y confirmó al dárselo a conocer. Claro está que si pude prescindir del análisis fue tan sólo porque me hallaba previamente en posesión de todos los antecedentes necesarios.

        Al quedar huérfana siendo aún muy joven, se fue a vivir con una hermana suya mucho mayor que ella, en cuya casa conoció a un hombre que impresionó profundamente su corazón. Durante algún tiempo pareció que aquellas relaciones, apenas manifestadas, iban a terminar en boda. Pero la hermana estorbó este feliz desenlace, sin que hayan llegado nunca a verse claramente los motivos que para ello pudo tener. Después de la ruptura dejó el pretendiente de visitar la casa, y la muchacha concentró toda su ternura en el pequeño Otto. Muerto éste, abandonó la casa de su hermana y se fue a vivir sola. Pero su amorosa inclinación hacia el amigo de su hermana continuó viva en ella. Su orgullo le ordenaba evitarle, pero le era imposible transferir su amor a otro de los pretendientes que luego la solicitaron. Cuando el hombre amado, que era un conocido dientes que luego la solicitaron. Cuando el hombre amado, que era un conocido literato, daba alguna conferencia, se la hallaba siempre entre los oyentes, y no dejaba pasar ocasión alguna que de verle de lejos se le ofreciera. El día inmediatamente anterior a su sueño me había relatado que pensaba asistir a un concierto en el que seguramente podría gozar de la vista de su amor. Este concierto estaba anunciado para el día mismo en que acudió a relatarme el sueño antes detallado. Con todos estos antecedentes no era difícil hallar la interpretación exacta del mismo. Para confirmarla pregunté a la paciente si recordaba algún suceso acaecido después de la muerte de Otto, obteniendo en el acto la respuesta siguiente: «Si, el profesor (título que poseía su amado) fue a casa de mi hermana, después de una larga ausencia, y pude verle junto a la caja del pobre Otto.» Esto era precisamente lo que yo esperaba, y mediante ello pude ya dar por terminada la interpretación, expresándola como sigue: «Si ahora muriese el otro niño se repetiría la misma escena. Pasaría usted el día en casa de su hermana, el profesor iría seguramente a dar el pésame y volvería usted a verle en situación idéntica a la de entonces. El sueño no significa sino este su deseo de volver a ver al hombre amado, deseo contra el cual lucha usted interiormente. Sé, además, que lleva usted en el bolsillo el billete para el concierto de hoy. Su sueño es, por tanto, un sueño de impaciencia, que anticipa algunas horas el encuentro que hoy debía realizarse.»

        Con objeto de encubrir su deseo había escogido la sujeto una triste situación, en la que el mismo había de quedar reprimido, pues es natural que el dolor que experimentamos ante la pérdida de una persona querida aleje nuestro pensamiento de nuestros amores. Sin embargo, es muy posible que tampoco en la situación real que luego el sueño copia, esto es, cuando la muerte de Otto, al que tanto quería, consiguiese la muchacha dominar por completo los tiernos sentimientos que la presencia del hombre amado había de inspirarle.

        Otra paciente mía, que antes de enfermar se había distinguido por su vivo ingenio y buen humor, cualidades que aún emergían en sus ocurrencias durante las sesiones del tratamiento, tuvo un sueño muy semejante al anterior, pero de muy distinto sentido. En él vio, entre otras muchas cosas, a su única hija, una muchacha de quince años muerta y metida en una caja que no tenía forma de ataúd, sino la de aquellas que se usan para guardar objetos. Le hubiera gustado presentarme este sueño como prueba de la inexactitud de mis teorías, pero la detenía la sospecha de que el singular detalle de la «caja» había de indicar el camino de otra distinta interpretación del sueño. Durante el análisis recordó que en una reunión de la que el día anterior había formado parte, recayó la conversación sobre la palabra inglesa box y lo vario de sus significados, pues puede traducirse por caja, palco, cajón, bofetada, etc. De otros elementos del mismo sueño se deducía que la sujeto se había dado cuenta de la afinidad de dicha palabra inglesa con la alemana Büchse (estuche) y había recordado que esta última era empleada vulgarmente para designar los genitales femeninos. Teniendo en cuenta la impresión de sus conocimientos de anatomía topográfica, podía, por tanto, suponerse que la niña en la «caja» significaba el feto en la matriz. Cuando le comuniqué esta explicación no negó ya que la imagen onírica correspondía realmente a un deseo suyo. Como tantas otras mujeres jóvenes, consideraba cada nuevo embarazo como una desgracia, y se confesaba más de una vez el deseo de que el feto muriese antes del nacimiento. En una ocasión que tuvo un grave disgusto con su marido, llegó a golpearse el vientre, poseída por la cólera, para matar al hijo que en su seno llevaba. El niño muerto de su sueño era, pues, realmente, una realización de deseos, pero de un deseo rechazado hacía ya más de quince años. No debemos, pues, de extrañar que la realización de un deseo tan pretérito resultase irreconocible. En el intervalo tiene que haberse modificado mucho.

        Al tratar de los sueños típicos volveremos a ocuparnos del grupo al que pertenecen los dos últimamente consignados, cuyo contenido es la muerte de personas queridas, y demostraremos con nuevos ejemplos que, a pesar de su contenido indeseado, han de ser interpretados, sin excepción alguna, como realizaciones de deseos. No un enfermo, sino un inteligentísimo jurisconsulto conocido mío, me relató el siguiente sueño, también con la intención de detenerme en una prematura generalización de la teoría del sueño, realizador de deseos: «Sueño -me relata- que llego a mi casa llevando del brazo a una señora. Un coche cerrado me espera ante la puerta. Se me acerca un señor y, después de justificar su personalidad de agente de Policía, me invita a seguirle. Le pido únicamente que me dé tiempo para ordenar mis asuntos. ¿Cree usted que puedo desear ser detenido?» «Claro que no -tengo que contestarle-. Pero ¿sabe usted por qué le detenían?» «Sí; creo que por infanticidio.» «¿Infanticidio? Demasiado sabe usted que no puede hablarse de este delito más que con respecto a la madre que mata a su hijo recién nacido.» «Exacto». «¿Cuáles son las circunstancias que rodearon su sueño? ¿Qué hizo usted la tarde antes?» «Perdóneme usted; pero preferiría no contarlo. Se trata de algo muy personal y delicado.» «Siendo así, tendremos que renunciar a la interpretación de su sueño.» «Óigame, entonces: no he pasado la noche en mi casa, sino en la de una señora que significa mucho para mí. Al despertar por la mañana hubo de nuevo algo entre nosotros, y después volví a dormirme soñando entonces lo que acabo de contarle.» «¿Es una mujer casada?» «Sí». «Y, naturalmente, no querrá usted provocar un embarazo.» «No; eso podría delatarnos.» «Por tanto, no practica usted con ella el coito normal.» «Tomo la precaución de retirarme antes de la eyaculación.» «¿Debo suponer que aquella noche realizó usted esta habilidad varias veces y que, en cambio, no quedó usted por la mañana muy seguro de haberlo conseguido?» «Pudiera ser.» «Entonces su sueño es una realización de deseos, pues le tranquiliza a usted mostrándose que no ha engendrado un hijo, o lo que es aproximadamente lo mismo, que ha matado usted a un hijo. El proceso deductivo que me ha llevado a esta conclusión es fácilmente evidenciable. Recuerde usted que hace algunos días hablamos sobre la disminución de los nacimientos y sobre la inconsecuencia que supone el haberse permitido realizar el coito en forma que evite la fecundación, mientras que cuando la semilla y el óvulo se han encontrado y han formado un feto es castigada severamente toda intervención. En relación con esto recordamos también la discusión que en la Edad Media se desarrolló sobre el momento en que el alma entraba en el feto, pues sólo a partir de él podía hablarse de asesinato. Seguramente conoce usted también la escalofriante poesía de Lenáu, en la que se equiparan el infanticidio y la evitación de la fecundidad.» «Precisamente he estado pensando en Lenáu, sin saber por qué, esta misma mañana.» «Sin duda, un nuevo eco de su sueño. Por último, quiero hacerle ver a usted otra pequeña realización de deseo, accesoria, que su sueño presenta. En él llega usted a su casa, llevando a la señora del brazo; esto es, le trae usted a su casa en lugar de, como realmente ha sucedido, ir usted a pasar la noche en la de ella. El que la realización de deseos que constituye el nódulo del sueño se oculte bajo una apariencia tan desagradable, obedece quizá a más de una razón. En mi estudio sobre la etiología de la neurosis de angustia podrá usted ver que considero el coitus interruptus como uno de los factores causales de la génesis de la angustia neurótica. No me extrañaría, por tanto, que después de un repetido coito de este género permaneciera usted en desagradable estado de ánimo, que pasa a su sueño como elemento de la composición del mismo. De este malestar se sirve usted también para ocultarse la realización de deseos. Pero lo que aún no me parece suficientemente esclarecida es la acusación de infanticidio. ¿Cómo llega usted a la idea de este delito, esencialmente femenino?» «Le confesaré a usted que hace años me encontré envuelto en un asunto de este género. Tuve la culpa de que una muchacha intentase borrar por medio del aborto las consecuencias de sus relaciones conmigo. Desde luego, no intervine para nada en la realización de tal propósito, pero durante mucho tiempo tuve el natural temor de que aquello pudiera descubrirse.» «Ahora queda ya todo aclarado, pues este recuerdo nos proporciona otro motivo de que la sospecha de no haber interrumpido el coito en el momento oportuno le fuera a usted penosa.»

        Esta interpretación onírica debió de impresionar vivamente a un joven médico que la oyó relatar, pues tuvo en seguida un sueño de forma totalmente análoga, aunque sobre distinto tema. Días antes había presentado en las oficinas de Hacienda la declaración jurada de sus ingresos y siendo éstos aún muy pequeños, no había razón alguna que hubiera podido impulsarle a una ocultación. En su sueño vio a un amigo suyo que había asistido a la sesión de la Junta de impuestos, y venía a comunicarle que todas las declaraciones habían sido aceptadas sin reparo, pero que la suya había despertado general desconfianza, siendo casi seguro que se le impusiera una fuerte multa por tentativa de defraudación. Este sueño es la realización, descuidadamente encubierta, del deseo de pasar por un médico de grandes ingresos, y recuerda la conocida historia de aquella muchacha, a la que se aconsejaba rompiera con su novio, hombre colérico, que seguramente la maltrataría después de casada. A estos consejos respondió la muchacha: «¡Ojalá me pegase ya!» Su deseo de verse casada es tan vivo, que acepta ya e incluso desea los inconvenientes que el matrimonio habrá de traer consigo.

        Reuniendo bajo el rótulo de sueños negativos de deseos (Gegenwunschträume) todos los de este género, muy frecuentes que parecen contradecir directamente mi teoría, puesto que su contenido manifiesto se halla constituido por la negación de un deseo o por algo evidentemente indeseado, advierto que es posible referirlos en general a dos principios, uno de los cuales no ha sido citado nunca antes de ahora, a pesar de desempeñar, tanto en la vida despierta del hombre como en su vida onírica, un importantísimo papel. Como ya hemos visto, el deseo de que me equivoque es una de las fuerzas determinantes de estos sueños que aparecen siempre en el curso del tratamiento, cuando el enfermo entra en estado de resistencia contra mí. Al ponerle por vez primera al corriente de mi teoría de la realización de deseos puedo también tener la seguridad de provocar en él sueños de este género, y lo mismo habrá de suceder, sin duda, con algunos de mis lectores, los cuales se negarán en sueños un deseo sólo para que pueda realizarse el de que yo me equivoque. El último sueño de este género que aquí voy a comunicar demuestra nuevamente lo mismo. Una muchacha joven, que, después de penosa lucha contra su familia y contra las autoridades médicas consultadas, había conseguido que le permitieran continuar sometiéndose a mi tratamiento, soñó lo siguiente: «En su casa le habían prohibido que continuara acudiendo a mi consulta. Entonces ella me recordaba la promesa que le había hecho de seguir tratándola gratis si llegaba este caso.» Pero yo le respondía: «En cuestiones de dinero no puedo guardar consideraciones a nadie.

        No es ciertamente nada fácil descubrir aquí la realización de deseos, pero todos estos casos entrañan, además de éste, otro enigma distinto, cuya solución contribuye al primero. ¿De dónde proceden las palabras que el sueño pone en mis labios? Muy sencillo; por mi parte jamás había dicho a la enferma nada semejante, pero uno de sus hermanos tuvo una vez la amabilidad de hablar de mi en términos análogos. El sueño quiere, por tanto, dar la razón al hermano, y este deseo de dar la razón a su hermano no es cosa que la sujeto sienta sólo en sus sueños, sino que constituye el secreto de su vida y el motivo de su enfermedad.

        He aquí otro sueño, soñado e interpretado por un médico (August Stärcke), y en el que a primera vista parece imposible hallar realización alguna de deseo: «En la última falange de mi dedo índice advierto una lesión sifilítica primaria.»

        La claridad y coherencia de este sueño, cuyo único interrogante es lo indeseado de su contenido, pudieran inducirnos a no someterlo a una interpretación aparentemente innecesaria. Pero si no tememos dedicar algún trabajo al análisis, hallaremos que «lesión primaria» (en alemán, Primäraffekt) puede equipararse a primera afectio (primer amor) y que la repugnante úlcera vista en el sueño revela representar, según palabras del mismo Staercke, «realizaciones de deseos cargadas de intenso afecto.»

        El segundo de los factores a que antes aludimos como motivadores de estos sueños negativos de deseos es tan evidente, que, como sucede con las cosas que más a la vista se hallan, corre el peligro de que no lo advertamos, y éste ha sido, en efecto, mi caso durante mucho tiempo. En la constitución sexual de muchos hombres existe un componente masoquista, surgido por la transformación en su contrario de los componentes agresivos sadistas. A estos hombres los denominamos masoquistas mentales cuando no buscan el placer en el dolor físico que se les causa, sino en las humillaciones y torturas espirituales. Claramente se ve, sin necesidad de más amplias explicaciones, que estas personas pueden tener sueños negativos y displacientes, sin que los mismos sean en ellos otra cosa que realizaciones de deseos y la satisfacción de sus inclinaciones masoquistas. He aquí uno de estos sueños:

        Un joven, que en años anteriores había atormentado mucho a su hermano, hacia el que sentía una secreta inclinación homosexual, tiene, después de pasar por una radical transformación de carácter, el sueño siguiente, compuesto de tres partes: I. Su hermano mayor le «hace rabiar». II. Dos adultos coquetean entre sí con propósitos homosexuales. III. Su hermano ha vendido la empresa, cuya dirección se reservaba él para su porvenir. Después de este último fragmento onírico despierta, presa de los más penosos sentimientos. Sin embargo, su sueño no es sino una realización de deseos de carácter masoquista, y podríamos interpretarlo por la ideas siguientes: «Me estaría muy bien empleado que mi hermano realizara ahora esa venta, en la que salgo perjudicado, para castigarme por lo mucho que antes le atormenté.»

        Espero que los ejemplos y reflexiones que anteceden bastarán para mostrar -hasta nuevas objeciones- la posibilidad de interpretar también los sueños penosos como realizaciones de deseos. De todos modos, habré de volver más adelante sobre este tema de los sueños displacientes. Creo asimismo que tampoco podrá ya nadie considerar como una casualidad el hecho de que en la interpretación de estos sueños lleguemos siempre a temas de los que no hablamos sino a disgusto o en los que nos es desagradable pensar. El penoso sentimiento que tales sueños despiertan es sencillamente idéntico a la repugnancia, que tiende a apartarnos -con éxito casi siempre- de la reflexión o discusión sobre tales temas, y que todos y cada uno de nosotros hemos de vencer cuando nos vemos obligados a emprender una tal labor. Este sentimiento de displacer, que retorna en el sueño, no excluye, sin embargo, la persistencia de un deseo. Todo hombre abriga deseos que no quisiera comunicar a los demás, y otros que ni aun quisiera confesarse a sí mismo. Por otra parte, creemos justificado enlazar el carácter displaciente de todos estos sueños al hecho de la deformación onírica y deducir que si se muestran deformados y aparece en ellos disfrazada la realización de deseos hasta resultar irreconocible, es precisamente porque existe una repugnancia o una intención represora orientadas contra el tema del sueño o contra el deseo que de él emana. Al agregar al conocimiento que ya poseemos de la vida onírica todo lo que el análisis de los sueños displacientes nos ha descubierto, habremos de transformar la fórmula en la que antes intentamos encerrar la esencia del sueño, dándole la siguiente forma: El sueño es la realización disfrazada de un deseo reprimido.

        Sólo nos quedan ya por examinar desde este punto de vista los sueños de angustia, los cuales constituyen un orden especial de los sueños de contenido penoso, y cuya interpretación, como realizadores de deseos, habrá de tropezar con la máxima resistencia por parte de los no iniciados. Pero afortunadamente puedo dejar aquí esclarecida esta cuestión con escasas palabras. Tales sueños no corresponden, en efecto, a una nueva faceta del problema onírico, sino al problema general de la angustia neurótica. La angustia que en sueños sentimos sólo aparentemente queda explicada por el contenido de los mismos. Al someter el contenido onírico a la interpretación, advertimos que la angustia del sueño no queda más ni mejor justificada por el contenido del sueño que, por ejemplo, la angustia de una fobia por la representación de que esta última depende. Es, por ejemplo, cierto que podemos caernos al asomarnos a una ventana, y que, por tanto, debemos observar cierta prudencia al efectuarlo, pero no es comprensible por qué en la fobia correspondiente es tan grande la angustia y persigue a los enfermos mucho más allá de sus motivos. La misma explicación se demuestra después, aplicable tanto a la fobia como al sueño de angustia. La angustia no está en ambos casos sino soldada a la representación que la acompaña, y procede de una fuente distinta.

        A causa de esta íntima conexión de la angustia onírica con la neurótica tengo que referirme aquí en la discusión de la primera a la segunda. En un cierto estudio sobre la neurosis de angustia (Neurolog. Zentralblatt, 1895) afirmé yo que la angustia neurótica procede de la vida sexual, y corresponde a una libido desviada de su fin, y que no ha llegado a su empleo. Esta fórmula se ha demostrado cada día más verdadera. De ella puede deducirse el principio de que los sueños de angustia poseen un contenido sexual, cuya libido correspondiente ha experimentado una transformación en angustia. Más tarde tendremos ocasión de apoyar esta afirmación con el análisis de algunos sueños de sujetos neuróticos. Asimismo, en mis ulteriores tentativas de aproximarme a una teoría del sueño, habré de tratar nuevamente de la condición de los sueños de angustia y de su compatibilidad con la teoría de la realización de deseos.

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