LA COMUNICACIÓN NO VERBAL

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Flora Davis 

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ÍNDICE

Prólogo 

La ciencia incipiente

Señales genéricas 

Comportamiento durante el galanteo

El silencioso mundo de celulolide de la cinesis

El cuerpo es el mensaje

El saludo de un antiguo primate

El rostro humano

Lo que dicen los ojos 

La danza de las manos 

Mensajes a la distancia y en el lugar

Interpretación de posturas

Ritmos corporales 

Los ritmos de los encuentros humanos

Comunicación por el olfato

Comunicación por el tacto 

Las lecciones intrauterinas

El código no-verbal durante la niñez

Indicadores del carácter

El orden público

El arte de conversar

El futuro   

 

AGRADECIMIENTO

Para escribir este libro tuve la ayuda de una gran cantidad de personas. El profesor Erving Goffman, por ejemplo, me inició en el camino de su publicación, durante una entrevista en la que me proporcionó un panorama general sobre este tema. El profesor Ray L. Birdwhistell fue muy generoso con su tiempo y sus sugerencias como lo fueron también los doc­tores Adam Kendon, Albert Scheflen, y Paul Ekman; las se­ñoras Martha Davis e Irmgard Bartenieff, el profesor William Condon, y los doctores Eliot Chapple y Paul Byers.

Además otras personas me ayudaron considerablemente; respondieron mis interrogantes, me enviaron documentación o me dijeron donde podía encontrarla. Por eso quiero ex­presar mi gratitud al doctor Christopher Brannígan, a los profesores Edward Cervenka, Starkey Óuncan (h), Ralph Ex­ime, Edward T. Hall, Eckhard H. Hess, Carroll E. Izard, y Sidney Jourard; a los doctores Augustus F. Kinzel y Robert E. Kleck; al profesor George F. Mahl; al doctor Melvin Schnapper; a los profesores Thomas A. Sebeok, Robert Sommer, Silvan Tomkins y Henry Truby; y finalmente a los doctores lan Vine y Harry Wiener.

A Mamu Tayyabkhan y también a Karen Davis que leye­ron el manuscrito pacientemente y que fueron mis críticos más duros y mis más calurosos defensores. A Joan Fredericks que, en el punto crucial, me benefició con su experiencia de editora y su consejo.

Por último, mi especial agradecimiento a Rebecca y Jeffrey Uavis, que de tanto en tanto consintieron cariñosamente en atenderse mutuamente y me dejaron más tiempo libre para trabajar.


NOTA  PARA  EL LECTOR

Pertenezco a la clase de personas que no confía plenamente en el uso del teléfono. No es que considere que el sistema telefónico se esté desintegrando —a pesar de que en ciertas circunstancias da esa impresión—sino que al emplear este medio me parece que no logro saber a ciencia cierta lo que está pensando realmente la otra persona. Si no puedo verla, ¿cómo puedo adivinar sus sentimientos? Y, ¿qué importancia tiene lo que dice si desconozco lo que piensa?

Tal vez fue por esta característica mía que sentí tanta curiosidad cuando, hace más de cuatro años encontré en el "New York Times" una noticia sobre un nuevo campo de investigación: La comunicación no-verbal. Al poco tiempo me encargaron que escribiera un artículo sobre el tema para la revista "Glamour". Cuando terminé el trabajo al cabo de tres o cuatro meses, tuve la sensación de haber tratado el tema superficialmente y que había mucho más que aprender al respecto.

Muy a menudo, cuando escribo un artículo me siento incli­nada a cambiar de carrera. Si entrevisto a un antropólogo, termino deseando convertirme en un antropólogo. Si paso una hora consultando a un psicoterapeuta, cuando salgo al ardiente sol de las calles de Nueva York, me pregunto por qué demonios habré elegido ser escritora cuando muy bien podría haber estudiado psicología en la universidad y haber dedicado mi vida a esta profesión. Lo que me fascina no es la carrera, sino el tema en sí.

De cualquier manera, después de haber pasado varios me­ses en contacto con la comunicación no verbal, el efecto que experimenté, fue más profundo que lo habitual, estaba entre­gada por completo al tema y no podía soportar la idea de dejarlo. Por lo tanto, durante el siguiente año y medio recorrí universidades e institutos de salud mental, ya que allí se lleva a cabo la mayor parte de la investigación. Tuve entrevistas con psicólogos, antropólogos y psiquiatras; lo que da una pauta de la diversidad de personas que se ocupan del tema. Vi interminables películas en blanco y negro de gente sentada conversando y de gente conversando de pie. Por lo general las pasaban en cámara lenta, de manera que los movimientos corporales y las voces tomaban un aspecto extraño y fantas­mal, como si los protagonistas estuvieran debajo del agua. Poco a poco, de tanto mirar las películas, comencé a "ver". No tanto como puede ver un especialista —uno de ellos me dijo que tardaría por lo menos dos años en entrenarme— pero sí mucho más de lo que veía al principio.

Porque ver es el secreto de la comunicación no-verbal. Su­geriría que el lector comenzara la lectura de este libro sentán­dose frente al televisor. Enciéndalo pero deje sólo la imagen, sin sonido. Le recomendaría los programas tipo conferencia —especialmente los de Dick Cavett y Johnny Carson—. En este tipo de programas la gente se comporta de una manera nor­mal; no "actúa" y las cámaras, al acercarse y alejarse del pro­tagonista, brindan una imagen total del individuo. Al eli­minar la distracción que producen las palabras, su primera impresión será la gran cantidad de movimientos que los protagonistas realizan con el cuerpo. En un momento dado, parece que están haciendo demasiadas cosas al mismo tiempo. Una persona levanta las cejas, inclina la cabeza, descruza una pierna, se echa hacia atrás en el asiento, juguetea con los dedos; unos segundos después, sus manos revolotean en el aire, con gestos enfáticos, cuando comienza a hablar.

Si usted fuera un científico que se enfrentara con esta imagen, ¿qué estudiaría? ¿Cómo registraría lo que está viendo? ¿Por dónde comenzaría?

En los últimos años, cientos de estudiosos de ciencias sociales se han formulado estas preguntas y han tratado de descifrar el código de la comunicación no-verbal. Este libro pone en relieve los esfuerzos y los descubrimientos realizados.

Quisiera aclarar desde el comienzo que este libro no es un código en sí. No ofrece la posibilidad de conocer a otra persona simplemente a través del comportamiento no-verbal. El lector tampoco podrá sentarse frente al televisor sin sonido y traducir los movimientos del cuerpo de los protagonistas como si éstos respondieran a un vocabulario fijo: juguetear con los dedos no quiere decir necesariamente siempre lo mismo y cruzar la pierna de izquierda a derecha, tampoco. La comunicación humana es demasiado compleja. De todos modos, la investigación sobre la comunicación es todavía una ciencia incipiente.

Lo que sí pienso, es que llegará el día en que puedan reali­zarse cursos que permitan descifrar el comportamiento no-verbal. No estoy segura de que esto sea algo muy valioso, especialmente si la gente espera demasiado de ello.

No obstante, todos tenemos una cierta habilidad para des­cifrar determinados gestos. La llamamos intuición. La aprendemos en la primera infancia y la utilizamos a nivel subconsciente durante toda la vida, y es en realidad la mejor manera de hacerlo. En un instante interpretamos cierto movi­miento corporal o reaccionamos ante un tono de voz dife­rente y lo leemos como parte del mensaje total. Esto es mejor que barajar varias docenas de distintos componentes de un mismo mensaje y llegar a la conclusión de que algunos se contradicen entre sí.

Deseo que este libro le dé a los lectores lo que al escribirlo me dio a mí: ha agregado a mi vida una cantidad de placeres curiosos. Ahora confío en mi intuición, a veces hasta el exceso. También puedo descifrar de dónde proviene. Cuan­do tengo la impresión de que alguien está secretamente en­fadado, por ejemplo, sé que algún movimiento impercep­tible de su cuerpo me lo ha indicado así. Todavía me dejo guiar más por un sentimiento generalizado acerca de una situación que por un análisis intelectual. Para mi satisfac­ción personal, sin embargo, y más aun para mi propio placer, puedo explicar con frecuencia, aunque sea parcialmente, este sentimiento.

Otra cosa que he descubierto es que la televisión y el cine tienen para mí un renovado interés, especialmente cuando veo alguna película por segunda vez. Puedo relajarme y gozar de las mínimas expresiones o gestos de un buen actor; analizar el efecto que tiene el hecho de que se eche hacia atrás en su asiento en un momento determinado, o que se incline abruptamente hacia adelante en otro.

En grandes reuniones o cuando estoy con un grupo pe­queño de personas, suelo sorprenderme fijando mi atención en algún gesto especial. Recuerdo que una vez mis ojos se posaron en dos hombres sentados, uno a cada extremo de un sofá, que tenían las piernas recogidas en extraña e idén­tica posición. En ese silencioso compañerismo de los cuerpos, parecían un par de aprieta libros, excepto que uno, el que aparentemente había ido en busca de consejo, tenía el brazo extendido a lo largo del respaldo, como abriéndose hacia su amigo; el otro, mientras tanto, estaba echado hacia atrás, los brazos cruzados indiferentemente, revelando a las claras —o por lo menos así me pareció— algunas reservas o diferen­cias de opinión.

En otra ocasión, un amigo me dijo al finalizar una reunión: "Me pareció notarte algo lejana esta noche, como si real­mente no estuvieras a mi lado". . . No me resultó fácil tra­tar de negar con rápidas evasivas cuando recapacité acerca de los mínimos movimientos corporales que había realizado y que hubieran podido brindarle esa impresión. En ciertas ocasiones no he sacado provecho de lo que he aprendido acerca de la comunicación no-verbal. Ya es bastante difícil mantener un control sobre lo que se dice durante una con­versación como para sentir también que estamos obligados a explicar cierta postura, justificar el lugar elegido para pararse, el lugar hacia donde miramos o dejamos de mirar, y la manera especial de cruzar o descruzar nuestros bra­zos y piernas.

Para mucha gente, tomar conciencia de que los movimientos del cuerpo comunican algo a los demás, constituye un problema. A mí me ha sucedido que algunas veces lo he sentido de manera tan aguda, que casi ha llegado a para­lizarme. Entrevistar a los científicos me resultaba parti­cularmente aterrador. Después que tres de ellos me dijeron que presentar la mano con la palma hacia arriba es un claro gesto de la mujer anglosajona cuando se siente atraída por un hombre, me sentaba prácticamente sobre mis manos. Pero, luego llegué a aceptar lo que me sugirió uno de los investi­gadores: la gente puede ser tan igual o tan diferente como las hojas de los árboles, y los científicos raramente se fijan en un gesto a no ser que se trate de algo realmente inusual.

En cierto modo fue una liberación reconocer cómo había dejado translucir mis emociones. Darme cuenta de lo que la gente había conocido acerca de mí intuitivamente. Por lo general, mucho más de lo que yo les hubiera dicho con palabras acerca de cómo me sentía, lo qué quería decir en realidad y de qué manera estaba reaccionando. Todos lo habían aceptado así y probablemente lo seguirían haciendo, aun los expertos en comunicación humana para los que los mensajes corporales suelen presentarse no ya cifrados, sino como claras señales.

Una vez que hube sobrepasado la barrera de la conciencia de mi propio yo, descubrí que había hallado una nueva perspectiva; una nueva sensibilidad hacia los sentimientos de los demás y algunas veces hacia los míos propios y mis reacciones personales.

También aprendí, sin lugar a dudas, que la parte de un mensaje que resulta visible es por lo menos tan importante como la parte oral. Luego comprendí que la comunicación no-verbal es más que un simple sistema de señales emocio­nales y que en realidad no pueden separarse de la comuni­cación verbal. Ambos sistemas están estrechamente vincu­lados entre sí, ya que cuando dos seres humanos se encuen­tran cara a cara se comunican simultáneamente en varios niveles, consciente o inconscientemente, y emplean para ello todos los sentidos: la vista, el oído, el tacto, el olfato. Luego integran todas estas sensaciones mediante un sistema de codificación, que algunas veces llamamos "el sexto sentido": la intuición.


LA CIENCIA INCIPIENTE

El concepto de comunicación no-verbal ha fascinado, du­rante siglos, a los no científicos. Escultores y pintores siem­pre tuvieron conciencia de cuánto puede lograrse con un gesto o una pose especial; y la mímica es esencial en la carrera de un actor. El novelista que describe la forma, en que el protagonista "aplastó con rabia el cigarrillo" o "se rascó la nariz, pensativamente" está penetrando en el te­rreno de la comunicación no-verbal. También los psiquia­tras son agudos observadores que analizan los gestos de sus pacientes y hacen una práctica constante estudiando e inter­pretándolos.

Pero sólo a comienzos de este siglo se inició una verdadera investigación acerca de la comunicación no-verbal. Desde 1914 hasta 1940 hubo un considerable interés acerca de cómo se comunica la gente por las expresiones del rostro. Los psi­cólogos realizaron docenas de experimentos, pero los resul­tados fueron desalentadores, hasta tal punto, que llegaron a la notable conclusión de que el rostro no expresa las emo­ciones de manera segura e infalible.

Durante el mismo período, los antropólogos señalaron que los movimientos corporales no eran fortuitos, sino que se aprendían de igual manera que el lenguaje. Edward Salir escribió: "Respondemos a los gestos con especial viveza y podríamos decir que lo hacemos de acuerdo a un código que no está escrito en ninguna parte, que nadie conoce pero que todos comprendemos. Pero los antropólogos, en su mayoría, no se han esforzado para tratar de descifrar este código. Sólo en la década del cincuenta un puñado de hombres —entre ellos Ray L. Birdwhistell, Albert E. Scheflen, Edward T. Hall, Erving Goffman y Paul Ekman— enfocaron el tema de manera sistemática. Aun después de esto, la investigación de la comunicación fue una especialidad esotérica. Los investigadores que se ocu­paban del tema eran individualistas y trabajaban por sepa­rado. También tenían un cierto grado de audacia, ya que la especialidad era considerada pseudo-científica. Uno de ellos dijo al respecto: "En un tiempo, todos nos conocíamos, éramos un clan. Cuando dábamos conferencias a grupos de profesionales, con frecuencia nos recibían con una especie de curiosidad y rechazo."

Todo eso ha cambiado. El nuevo interés científico por la investigación de la comunicación tiene sus raíces en el trabajo básico realizado por aquellos precursores en la materia. Pero el enorme interés que ahora despierta la comunicación no-verbal parece ser parte del espíritu de nuestro tiempo; de la necesidad que mucha gente siente de volver a ponerse en contacto con sus propias emociones. La búsqueda de la verdad emocional que tal vez pueda expresarse sin palabras.

La investigación de la comunicación proviene de cinco disciplinas diferentes: la psicología, la psiquiatría, la antro­pología, la sociología y la etología. Es una ciencia nueva y controvertida, que contiene descubrimientos y métodos de investigación discutidos con frecuencia. Una consideración esquemática de los distintos puntos de vista y de las metodo­logías empleadas explica las controversias. Los psicólogos, por ejemplo, al observar la corriente del movimiento del cuerpo humano, eligen las diversas unidades de la conducta por separado: el contacto visual, la sonrisa, el roce del cuerpo o alguna combinación de estos factores, y las estudian en la forma tradicional. Mientras realizan sus experimentos dece­nas de estudiantes universitarios pasan por sus laboratorios. Generalmente se les da una tarea para distraer su atención, y al mismo tiempo se filma el comportamiento no-verbal, que luego es procesado en estadísticas y analizado.

Por otra parte, los especialistas en cinesis (kinesics, la palabra significa estudio del movimiento del cuerpo humano) prefieren el estudio sistemático. Estos especialistas pro­vienen de diferentes orígenes científicos. Este nuevo campo de investigación tuvo como fundador un antropólogo y ha atraído a psiquiatras, psicólogos y otros. Uno de sus enun­ciados básicos es que no se puede estudiar la comunicación como un ente separado. Es un sistema integrado y como tal debe analizarse en su conjunto, prestando especial atención a la forma en que cada elemento se relaciona con los demás. Los especialistas en cinesis suelen salir llevando sus máquinas fotográficas al campo, al zoológico, al parque o a las calles de la ciudad, y algunos de ellos sostienen que los psicólogos que permanecen filmando dentro del laboratorio corren el riesgo de captar solamente una conducta forzada y artifi­cial. Al analizar sus propias películas pasadas en cámara lenta, han descubierto un nivel de comunicación entre las personas, tan sutil y veloz, que el mensaje, aunque obvia­mente posee impacto, pasa casi inadvertido para las mismas.

Los psiquiatras reconocen desde hace mucho tiempo que la forma de moverse de un individuo proporciona datos ciertos sobre su carácter, sus emociones y las reacciones hacia la gente que lo rodea. Durante largos años, Félix Deutsch registró las posiciones y los gestos de sus pacientes. Otros psiquiatras han realizado análisis fílmicos y algunos otros accedieron a ser filmados u observados mientras trataban a sus pacientes. Cada vez más, los terapeutas emplean pelícu­las y video tapes para estudiar el comportamiento humano y se valen de ellos como instrumentos en el proceso tera­péutico. Al ser confrontados con su propia imagen en la pantalla, los pacientes son estimulados a reaccionar ante la forma de actuar y de moverse, y aprenden en base a su pro­pio comportamiento verbal o no verbal, dentro de un grupo.

Luego están los sociólogos que han observado y descrito una especie de etiqueta subliminal a la que casi todos respon­demos, y que conforma nuestro comportamiento tanto en los aspectos fundamentales como en los pequeños detalles. Por ejemplo, todos sabemos cómo evitar un choque frontal en una vereda muy concurrida, a pesar de que nos resultaría muy difícil explicar cómo lo hacemos. Sabemos cómo reaccionar cuando un conocido se hurga la nariz en público; y cómo parecer interesado, y no comprometido en una conversación.

Los antropólogos han observado las diferentes expresiones culturales del lenguaje corporal y han descubierto que un árabe y un inglés, un negro norteamericano y un blanco de la misma nacionalidad no se mueven en la misma forma.

Los etólogos también han hecho su contribución. Tras varias décadas de estudiar a los animales en la selva, han descubierto asombrosas similitudes entre el comportamiento no-verbal del hombre y el de los otros primates. Sorpren­didos ante este fenómeno, algunos se están volcando ahora hacia la "etología humana". Estudian cómo se cortejan los seres humanos, cómo crían a sus hijos, cómo dominan a otros o transmiten su sometimiento, cómo pelean entre sí o hacen las paces. Este comportamiento físico tan concreto puede compararse a la forma en que los monos y los primates mayores encaran el mismo tipo de relaciones.

Por último, hay especialistas "esfuerzo-forma", un sistema que permite registrar el movimiento corporal, que deriva de la notación de la danza. Lo que se pretende desarrollar es la manera de deducir hechos relacionados con el carácter del hombre, no por la forma particular en que realiza un movimiento sino por el estilo integral en que se mueve.

George du Maurier escribió: "El lenguaje es algo de poca significación. Se llenan los pulmones de aire, vibra una pe­queña hendidura en la garganta, se hacen gestos con la boca, y entonces se lanza el aire; y el aire hace vibrar, a su vez, un par de tamborcillos en la cabeza... y el cerebro capta globalmente el significado. ¡Cuántos circunloquios y qué perdida de tiempo...!"

Tal vez podría ser así, si las palabras lo fueran todo. Pero ellas son tan sólo el comienzo, pues detrás de las palabras está el cimiento sobre el cual se construyen las relaciones humanas —la comunicación no-verbal—. Las palabras son hermosas, fascinantes e importantes, pero las hemos sobre­estimado en exceso, ya que no representan la totalidad ni siquiera la mitad del mensaje. Más aun, como sugirió cierto científico: "Las palabras pueden muy bien ser lo que em­plea el hombre, cuando todo lo demás ha fracasado."

 

SEÑALES GENÉRICAS

Al nacer una criatura lo primero que todos preguntan es su sexo. En los primeros días de su vida, la diferencia puede parecer puramente anatómica; pero a medida que el niño crece, comienza a comportarse como varón o mujer. Existe una controversia respecto a si la diferencia en el comporta­miento se debe puramente a razones biológicas o a una acti­tud aprendida. Algunas feministas insisten en que las dife­rencias de comportamiento son exclusivamente aprendidas y que, dejando de lado las particularidades físicas, las mujeres y los hombres son iguales. Otras personas opinan que los hombres son hombres y que las mujeres son mujeres, y que por razones biológicas, ambos sexos son, se comportan y se mueven en forma totalmente distinta. Los especialistas en cinesis han aportado numerosas evidencias que parecen apo­yar a las feministas.

Desde el momento en que nace un bebé, le hacemos saber, de mil maneras sutiles y no verbales, que es un varón o una niña. La mayoría de las personas sostiene en brazos a las niñas y a los varones en forma diferente. En nuestra socie­dad y aun a muy tierna edad, los varones suelen estar sujetos a un trato más brusco.

Cada vez que un niño actúa en la forma que concuerda con nuestras convicciones respecto de cómo debe proceder un varón, halagamos su comportamiento. Este halago puede ser algo tan sutil como la inflexión del tono de la voz o la fugaz expresión de aprobación en el rostro; también puede ser verbal y específico (indulgente: "Así hacen los varones...").

De igual manera halagamos a las niñas cuando muestran gestos eminentemente femeninos. Podremos no retar a los varones por querer jugar a las muñecas, pero rara vez los alentamos para que lo hagan. Tal vez la total ausencia de respuesta —la falta de vibraciones positivas— le haga saber al niño que está haciendo algo que los varones no deben hacer.

Es cierto que en algún nivel subliminal también se puede llegar a aprobar o desaprobar un comportamiento más sutil, ya que para determinada altura de su desarrollo los varones co­mienzan a moverse y desenvolverse como varones mientras que las niñas lo hacen como mujeres. Estas maneras de moverse son más adquiridas que innatas y varían entre una cultura y otra. Por citar sólo un ejemplo, los gestos de las manos que para nosotros son femeninos, o en un hombre afeminados se consideran naturales en muchos países del Medio Oriente; donde tanto los hombres como las mujeres mueven las manos en igual forma. 

Es muy poco lo que se sabe hasta ahora acerca del modo en que los niños toman conciencia de sus características gené­ricas, o de la edad en que comienzan a hacer uso de ellas. Hay indicios de que en el Sur de los Estados Unidos dicha toma de conciencia se produce alrededor de los cuatro años y algo más tarde en el Noreste. Por lo tanto, podría decirse que la edad depende de las diferentes subculturas regionales. Si nos detenemos a observar la forma en que se mantiene la pelvis, veremos que las mujeres la inclinan hacia adelante, mientras que los varones la echan hacia atrás. El ángulo pel­viano comienza a ser empleado como característica sexual, sólo cuando el individuo llega al punto de estar capacitado para cortejar a su pareja —lo que no significa que pretenda copular—. El ángulo pelviano responde a ese cambio total y confuso que se produce en la adolescencia, cuando se deja atrás la niñez y los varones parecen repentinamente intere­sados en las niñas y viceversa.

Las adolescentes deben aprender nuevos movimientos cor­porales que resultan interesantes por cuanto revelan la forma en que se enseña el código no-verbal. La niña podrá desa­rrollar rápidamente en la pubertad senos similares a la mujer adulta. Pero luego deberá aprender qué hacer con ellos. ¿Encorvarse y tratar de ocultarlos? ¿Echarlos hacia adelante en forma provocativa? Nadie la aconsejará claramente. Su madre no le dirá: "Mira, trata de levantar tus pechos un par de pulgadas y pon un poco más de tensión en tus hom­bros. No seas demasiado provocativa, pero tampoco te ocultes del todo."

Sin embargo, al verla encorvada, le dirá fastidiada: "arre­gla tu cabello". Si se excede hacia el otro extremo le dirá que su vestido es demasiado ajustado o simplemente que parece una mujerzuela.

Estas experiencias acerca de los movimientos corporales son más directas que las de los niños más pequeños.

En 1935, la antropóloga Margaret Mead señaló por pri­mera vez en su libro Sex and Temperament in Three Primitive Societies que muchas de las premisas que damos por sentadas acerca de lo que es masculinidad o femineidad pro­vienen de la cultura. Dentro de un perímetro de tan solo cien millas, la doctora Mead encontró tres tribus muy diferentes: en una de ellas, ambos sexos eran bravíos y agresivos; en otra, ambos eran suaves y se dedicaban a cuidar los hijos, y en una tercera, en la que los hombres tenían aspecto femenino, se enrulaban el cabello y se encargaban de hacer las compras, las mujeres eran "enérgicas, ejecutivas y despro­vistas totalmente de adornos superfluos". La doctora Mead cree que, efectivamente existen diferencias sexuales, pero que las tendencias básicas pueden ser alteradas por las cos­tumbres. Señala, en síntesis, que "la cultura humana puede impartir patrones de conducta consecuentes o no consecuen­tes con el género del individuo".

El antropólogo Ray Birdwhistell se refiere a Sex and Temperament como "uno de los trabajos más importantes jamás realizados en antropología". Si no produjo cambios más notables en nuestra manera de pensar acerca de lo que es femenino y masculino, dice, ha sido porque resultó dema­siado alarmante para aquellas personas que creen —y la ma­yoría continúa haciéndolo— que los aspectos sexuales de la personalidad se refieren exclusivamente a las hormonas.

El profesor Birdwhistell es el padre de esta nueva ciencia llamada cinesis. Su trabajo sobre las características gené­ricas han demostrado que los movimientos corporales mascu­linos y femeninos no están programados biológicamente, sino que se adquieren a través de la cultura y se aprenden en la niñez. Sus conclusiones son consecuencia de innumerables años de analizar películas realizadas en un laboratorio espe­cialmente equipado de la ciudad de Filadelfia.

 

Los norteamericanos son muy conscientes acerca del sexo y del movimiento corporal. Por ejemplo, si observamos a un inglés o a un latino que cruza las piernas, podemos llegar a sentirnos incómodos. A pesar de que no podríamos definir exactamente por qué, ese gesto puede parecemos afe­minado. Sólo algunos de nosotros somos plenamente cons­cientes de que el hombre norteamericano generalmente cruza las piernas separando levemente las rodillas o tal vez ponien­do un tobillo sobre la otra rodilla; por el contrario, los ingleses y los latinos suelen mantener las piernas más o menos paralelas, de la misma manera que lo hacen las mujeres en Norteamérica..

Éstos no son solamente convencionalismos, son prejuicios corporales. A un norteamericano le bastará tratar de adop­tar la postura que corresponde a la mujer cuando envía seña­les genéricas, para darse cuenta de cuan incómodo se siente: las piernas juntas, la pelvis inclinada hacia adelante y arriba, los brazos apretados contra el cuerpo y moviéndolos al cami­nar, los codos hacia abajo. A su vez, una norteamericana se sentirá incómoda al tratar de adoptar una posición mas­culina: los muslos algo separados —alrededor de diez a quin­ce grados— y la pelvis echada hacia atrás; los brazos separados del cuerpo y balanceándolos desde los hombros. Estas dife­rencias no provienen de la anatomía —como podrían ser las caderas más anchas en las mujeres— porque si así fuera, sería universal. Los hombres de Europa Oriental caminan manteniendo las piernas muy próximas entre sí y en el Lejano Oriente suelen llevar los brazos apretados contra la parte superior del cuerpo y cualquier balanceo comenzará recién debajo del codo.

Aun nuestra forma de parpadear está encasillada culturalmente como un signo genérico. Para un norteamericano, un parpadeo rápido resulta masculino. Un hombre que cierra los ojos lentamente y permite que permanezcan cerrados un instante, mientras se mueven bajo los párpados, nos dará la impresión de ser afeminado o un seductor potencial, a no ser que presente algún problema especial o tenga mucho sueño. Sin embargo, ésta es la forma normal en que los hombres de los países árabes cierran los ojos.           

¿Los seres humanos emiten señales genéricas constante­mente o tan solo algunas veces? Obviamente, los norteame­ricanos no están siempre de pie con los muslos separados entre diez y quince grados, y la pelvis echada hacia atrás. Las señales se enfatizan en algunas situaciones y se dismi­nuyen en otras. Tampoco representan necesariamente un síntoma de atracción sexual. Es cierto que con frecuencia constituyen un instrumento en el acto de cortejar a la pareja, pero también pueden aparecer en otras situaciones. En la vida diaria de relación entre el hombre y la mujer hay muchos síntomas genéricos, por ejemplo, cuál de ellos lava los platos; o en el comportamiento en público, cuál debe pasar por una puerta en primer término; en todas estas pequeñas situaciones, la atracción sexual es totalmente irre­levante.

Resulta evidente que los norteamericanos no son los úni­cos en diferenciar los distintos tipos de movimientos que hacen los hombres y las mujeres. Birdwhistell ha estudiado las señales genéricas en siete culturas totalmente diferentes —la Kutenai, la Hopi, la clase alta francesa, la clase alta y la 'clase trabajadora inglesa, los libaneses y la china Hokka— y en cada una de ellas ha descubierto que la gente puede señalar fácilmente algunos gestos como puramente "mascu­linos" o "femeninos", pero que en base a estos gestos puede distinguirse mujeres masculinas u hombres feminoides. Es obvio que las señales genéricas se han desarrollado en éstas, y tal vez en todas las culturas, como respuesta a una nece­sidad básica del ser humano: la capacidad de distinguir a los hombres de las mujeres.

En algunas especies de animales, el macho y la hembra se parecen tanto, que resulta extraordinario que ellos mismos puedan notar la diferencia. El fenómeno se conoce con el nombre de unimorfismo y dos seres humanos son más unimórficos de lo que pudiera creerse. Si nos detene­mos a observar cualquiera de las características sexuales secun­darias —tamaño de los senos, forma del cuerpo, distribución del vello, tono de voz, etc.— encontramos una variada gama de superposiciones entre los seres humanos. Existen muje­res de senos pequeños y hombres que los tienen más desa­rrollados; mujeres que tienen barba y hombres lampiños; mujeres con voz de contralto y hombres con voz de contra­tenor. Los seres humanos no establecen la diferencia entre el hombre y la mujer solamente por una característica sexual visible, sino por la suma de todas ellas, agregado al hecho de que los hombres y las mujeres se mueven de manera enteramente distinta. Los convencionalismos nos ayudan mediante la manera de vestir o el modo de usar el cabello. El hecho de que los hombres y las mujeres se vistan de manera distinta sugeriría que necesitamos cierta ayuda. Sin embargo, la moda cambia rápidamente y las señales genéricas no. Por lo tanto funcionan como características sexuales terciarias; respaldan a las características secundarias y de este modo hacen que la vida sea algo menos complicada.

En base a sus estudios sobre el género, Birdwhistell refuta diversas teorías populares acerca de la sexualidad humana. Por ejemplo: mucha gente piensa que puede identificar a un homosexual por su aspecto —es decir, por su manera de moverse y su postura—. Sin embargo, especialistas en cinesis no han podido hallar ninguna particularidad, feme­nina o masculina, que sea por sí misma una indicación de homosexualidad o heterosexualidad. Puesto que no existen movimientos femeninos innatos, resulta obvio que los homo­sexuales no pueden moverse de manera "femenina". Un homosexual puede irradiar señales que indiquen que desea ser reconocido como tal, pero en algunos casos, un hombre puede valerse de gestos femeninos simplemente para librarse de la compañía de las mujeres, por cualquier razón y en­cuentra de este modo la forma sutil y efectiva de conse­guirlo. Por otra parte, el hombre que emite señales sexuales muy enfáticamente también logra alejar a las mujeres. Si emite sus señales en una situación inadecuada —por ejemplo, cuando una mujer está en presencia de su esposo—, es im­posible que ella le corresponda sin sentir disminuida su con­dición de mujer.

Entre las mujeres suele suceder que las que parecen más sensuales y extremadamente femeninas, son con frecuencia las que responden en forma menos vehemente ante cual­quier aproximación directa y personal. Birdwhistell establece una diferencia entre la mujer sexy y la sensual; esta discre­pancia es bastante fácil de observar en cualquier reunión. La mujer sensual comienza la noche mirando desde lejos y asume un aspecto desinteresado; pero cuando habla con un hombre que le gusta, todo su rostro y hasta la postura de su cuerpo cambia. El hombre que llegue a percibir este hecho podrá sentir que, de alguna manera misteriosa, con­tribuyó a que ella sea más hermosa.

La mujer sexy, por otra parte, es la que usa grandes escotes y está rodeada de hombres. Pero los hombres que la rodean están allí porque, en realidad, no les gustan las mujeres y consideran que ése es el lugar más seguro de la reunión.  La mujer sexy está tan ocupada emitiendo la señal de "soy, mujer... soy mujer. . . soy mujer. . ." que no exige nada del hombre que está a su lado, excepto su total atención; por lo demás está tan compenetrada en el desempeño de su papel, que no tiene ningún interés real en sus ocasionales compa­ñeros. En el fondo es una figura trágica. Probablemente la pequeña aprendió a ser una niñita dulce y condescendiente, para agradar a sus padres, que gozaban luciéndose con ella; al mismo tiempo esto le enseñó que con frecuencia, las personas se tratan mutuamente como posesiones. A medida que creció, comenzaron a abordarla hombres que en el fondo no gustaban de las mujeres. Usaban su compañía simple­mente para probar su hombría, haciendo de ella lo que las feministas llaman "un objeto sexual". Al final se trans­forma en una mujer frágil y ansiosa, que presenta una ima­gen muy simple de sí misma y ofrece solamente su mercadería. Probablemente dice: "Los hombres sólo están interesados en una cosa. . ." Pero en realidad es ella la que no tiene nada más que ofrecer. Nunca aprendió a responder o intercambiar sentimientos con otro ser humano.

"La comunicación" —dijo Birdwhistell— "no es como una emisora; y una receptora. Es una negociación entre dos per­sonas, un acto creativo. No se mide por el hecho de que el otro entiende exactamente lo que uno dice, sino porque él también contribuye con su parte; ambos participan en la acción. Luego, cuando se comunican realmente, estarán actuando e interactuando en un sistema hermosamente in­tegrado".

    Éste es el quid de las señales genéricas. Son un intercambio   básico y sensitivo entre las personas; una manera de afirmar la propia identidad sexual y al mismo tiempo responder a los otros.


COMPORTAMIENTO  DURANTE  EL  GALANTEO

Todos sabemos mucho más de lo que realmente creemos saber. Ésta es una de las aplastantes conclusiones a la que llegamos cuando estudiamos la comunicación no-verbal.

Por ejemplo: toda mujer sabe cómo corresponder a los requerimientos amorosos de un hombre atractivo. Sabe có­mo frenar una relación no deseada o cómo alentar a su posible pareja. También sabe cómo controlarse para no parecer demasiado interesada. La mayoría de las mujeres no pueden precisar con exactitud cómo lo hacen. Muchas ni siquiera se dan cuenta de que la técnica es casi entera­mente no-verbal, a pesar de que durante la fase del galan­teo, los detalles de este tipo pueden transformar un tema ambiguo, como el del estado del tiempo, en una insinuación por demás seductora.

Los primeros estudios acerca de la comunicación no-verbal durante el galanteo fueron realizados por especialistas en cinesis, especialmente el doctor Albert Scheflen, que tra­bajó con Ray Birdwhistell.

Al analizar películas sobre el galanteo, Scheflen docu­mentó que el amor llega a transformar en bella a una per­sona —hombre o mujer— y logró señalar la forma en que esto se produce.

Una mujer, por ejemplo, se transforma súbitamente en más bella, cuando responde a un estímulo emocional como la atracción sexual que desencadena cambios sutiles en su orga­nismo. En su fría manera de expresarse, los especialistas definen este delicioso fenómeno como "un estar en dispo­sición para el galanteo inmediato".

 En parte, esta disposición se debe a la tensa inflexión muscular: los músculos se comprimen respondiendo a un toque de atención, de manera que todo el cuerpo se pone alerta. En el rostro, las arrugas que normalmente están muy marcadas, tienden a desvanecerse, del mismo modo que las bolsas debajo de los ojos. La mirada brilla, la piel se colo­rea o se torna más pálida y el labio inferior se hace más pronunciado. El individuo, que generalmente tiene una postura pobre, suele enderezarse, disminuye milagrosamente el vientre prominente y los músculos de las piernas se ponen tensos; este último efecto suele representarse en las fotos sexy y vulgares. También se altera el olor del cuerpo y algunas mujeres afirman que se modifica la textura de su cabello. Lo extraordinario es que una persona puede sufrir todas esas transformaciones y no tener conciencia de ellas.

La pareja en pleno galanteo también suele ocuparse de su arreglo personal: las mujeres juguetean con el cabello o se acomodan repetidas veces la ropa; el hombre se pasa la mano por el cabello, se endereza las medias o se toca la corbata. Por lo general, éstos son gestos inconscientes que se hacen automáticamente.

  A medida que avanza el flirt, las señales son obvias: mira­das rápidas o prolongadas a los ojos del otro. Pero también existen algunos signos menos obvios. Durante el galanteo las parejas se enfrentan abiertamente. Rara vez vuelven el cuerpo hacia un lado. Se inclinan el uno hacia el otro y en algunas ocasiones extienden un brazo o una pierna, como para no dejar pasar a ningún intruso. Al hablar con una tercera persona, si están uno junto al otro, dejan a la vista la parte superior del cuerpo de manera educada, los brazos caídos o apoyados en el sillón, pero no cruzados sobre el pecho; al mismo tiempo forman un círculo cerrado con las piernas: las rodillas cruzadas de afuera hacia aden­tro, de manera tal que las puntas de los pies casi se tocan. Con frecuencia, las personas dramatizan la situación y for­man una barricada con los brazos y piernas en esta posición.

Algunas veces, la pareja realiza roces sustitutivos: una mujer puede pasar suavemente el dedo por el borde de una copa en un restaurante, o dibujar imaginarias figuras sobre el mantel. Otras veces adopta actitudes provocativas: cruza las piernas, dejando entrever parte del muslo; apoya la mano en la cadera e inclina desafiante el busto hacia ade­lante; o se sienta como ausente y se acaricia el muslo o la muñeca. Las parejas durante el galanteo ladean la cabeza, y emplean señales genéricas como la inclinación pelviana. El mostrar la palma de la mano es quizás el más sutil de todos los signos. La mayoría de las mujeres anglosajonas man­tienen las manos cerradas y sólo raramente dejan ver las palmas. Pero mientras dura el flirt, las enseñan constan­temente. Aun en gestos que se realizan con la palma hacia adentro, como podría ser fumar o taparse la boca al toser.

La mayoría de nosotros al pensar en el galanteo considera en primer término las sensaciones internas —una excitación que proviene decididamente de nuestras vísceras—. Todo lo narrado anteriormente nos puede parecer artificial. Como investigadores del comportamiento humano, los especialistas en cinesis se limitan a estudiar esta rama y se niegan a espe­cular sobre los sentimientos, basándose en el hecho de que éstos no pueden medirse científicamente. Más aun, ni si­quiera pueden identificarse con certeza.

Obviamente, los sentimientos están presentes. En el punto culminante del galanteo, por ejemplo, uno se siente atento, atraído hacia la pareja, lleno de euforia. Los gestos que se realizan para tratar de mejorar el aspecto personal son la con­secuencia de una repentina toma de conciencia del propio yo. Las caricias diferidas o subrogadas forman parte de ese deli­cioso conflicto que se plantea entre el deseo de tocar y el senti­miento, de que, tal vez no se debe, conflicto que por lo general es subconsciente. La inclinación pelviana puede llegar a ser una señal tan sutil y automática, al punto que una mujer que camina por la calle distraídamente, se asom­bra al registrar una sensación semejante en su pelvis cuando se cruza con un hombre que le resulta atractivo; por supuesto, lo mismo puede ocurrirle al hombre. Mostrar las palmas de las manos es otro gesto inconsciente.

Resulta tentador extraer una conclusión simplista sobre este hecho y decir que cuando una mujer muestra la palma de la mano está tratando de conquistar a un hombre, cons­ciente o inconscientemente. Algunas veces es así, pero este mismo gesto también suele significar una bienvenida. Pue­de no tener connotación sexual alguna, a no ser que ocurra durante un período de galanteo y se relacione con otros gestos indicativos específicos. De cualquier manera, suele producirse con tanta rapidez o sutileza que sólo el ojo avezado puede detectarlo. Personalmente no lo he logrado nunca, con excepción de un par de veces en que me lo han indicado, especialmente en películas pasadas en cámara lenta. Allí resulta obvio: en un intervalo de pocos segundos, durante un normal movimiento de brazos, la palma apare­cía hacia arriba, abierta y enfrentaba a la otra persona, inde­fensa y pidiendo protección. En la vida cotidiana, uno suele interpretar erróneamente este hecho cuando no ocurre en realidad. En una reunión, por ejemplo, la dueña de casa recibía a todos los invitados mostrándoles las palmas de sus manos, excepto a alguno de ellos, y presumiblemente, éste era el invitado que menos le gustaba. (El hecho de ocultar las palmas de las manos ante alguien que no nos agrada, se reconoce vulgarmente en la expresión idiomática que los hombres mascullan enojados: "Le voy a dar un revés.")

 

Los estudios realizados hasta el presente sobre la conducta durante el galanteo son fascinantes en sus detalles: repre­sentan una tentación para el lector y por este motivo, se puede fantasear al respecto. Una joven que conozco tenía un buen amigo, pero un día decidió que necesitaba algo más que un buen amigo. Se preguntó si podría hacérselo saber empleando con él algunos de los sutiles métodos del galanteo. Pero el problema radica en que, al tratar de fingir —a no ser que se trate de un actor de primera— siempre aparece una falta de asociación, algo que resulta calculado o directamente torpe, porque en el mensaje corporal existe una indicación de que algo, en alguna parte, no es real.

Uno de los problemas que surgen al tratar de interpretar el comportamiento no-verbal, reside en la sorprendente complejidad de las comunicaciones humanas. En sus estudios sobre el quasi-galanteo, el doctor Scheflen nos ofrece un ejemplo casi perfecto. Curiosamente, ese comportamiento es como el galanteo, aunque no tiene el mismo significado.

Mientras observaba las películas de los psicoterapeutas y sus pacientes, el doctor Scheflen descubrió secuencias de galanteo en cada una de ellas. Entonces investigó también los encuentros entre gente sana y notó con sorpresa que, por lo menos entre la clase media norteamericana, el galan­teo puede aparecer virtualmente en cualquier situación: en reuniones sociales o en reuniones de negocios; entre padres e hijos, maestros y alumnos; médico y paciente, y aun entre dos hombres o dos mujeres, sin que se infiera de ello nin­guna intención homosexual. Vemos a las personas avispadas, llenas de vida, de pie una junto a otra, intercambiando largas miradas, mostrando las palmas de las manos, galan­teando; en una palabra, cortejándose entre sí. Debemos sacar en conclusión, por lo tanto, que están rodeadas de sexo y que los norteamericanos se cortejan en cualquier momento y ocasión, o que por el contrario, estas actitudes no son lo que parecen. Debe existir alguna clave especial en el comportamiento, que haga saber a los involucrados en la relación, que la seducción no está en juego.

Un examen detallado de las películas demostró que había elementos calificadores, y que realmente se trataba de un galanteo que tenía una diferencia. Algunas veces, la dife­rencia era obvia y expresada verbalmente. Una persona podía decir claramente que no estaba tratando de cortejar a otra en ese momento, o podía referirse a otra allí presente o al cónyuge ausente. O tal vez el tema de la conversación estaba totalmente alejado del sexo. Algunas veces, el ele­mento calificador era más sutil. Ambas personas se enfren­taban girando el cuerpo levemente hacia un lado; una de ellas extendía un brazo o una pierna como para incluir a una tercera persona. Otras veces, ambas miraban conti­nuamente alrededor de sí o conversaban en un tono más elevado que el indicado para una conversación íntima. Un hombre hablaba acerca del amor o del sexo pero de manera casual y en un tono indiferente, recostado en el asiento y sonriendo con los labios, pero no con los ojos. Entre la clase media norteamericana, los niños aprenden estas secuen­cias de quasi-galanteo, con todas sus sutilezas, en la relación con sus padres, parientes y maestros, mucho antes de ser capaces de separar los elementos calificadores superfluos de lo verdadero.

No debe interpretarse este quasi-galanteo como un signo de que, aunque el sexo esté excluido, es fervientemente anhe­lado por ambas partes. En realidad, es un medio que sirve a fines completamente diferentes. En las sesiones filmadas de psicoterapia que observó el doctor Scheflen, se lo utilizaba para captar la atención de alguno de los pacientes que pare­cía estar a punto de desconectarse de la acción del grupo. En una de las películas de terapia familiar, se veía al co­mienzo a la hija en actitud de galantear, reaccionando obvia­mente ante el terapeuta. Cuando éste eludió cuidadosamente mirarla o hablarle, ella perdió todo interés en la sesión. Inmediatamente, dos de los niños menores, que al parecer seguían el patrón de conducta normal, también comenzaron a desinteresarse en el proceso. El terapeuta, temiendo perder contacto con la mitad del grupo familiar y enfrascado en ese momento en una conversación con el padre, comenzó una secuencia de quasi-galanteo. La inició mirando fijamente a la chica y por un momento ambos aspiraron el humo de sus cigarrillos en perfecta sincronía. Repentinamente, ella sin­tiéndose incómoda, giró la cabeza y puso su brazo sobre la falda, formando una barrera. Luego volvió a integrarse al grupo.

En otras películas terapéuticas, filmadas por el doctor Scheflen, pueden verse otras secuencias del comportamiento del galanteo. Una de ellas muestra a un psiquiatra que entre­vista por primera vez a una familia —la madre, el padre, la hija, la abuela—. En un lapso de veinte minutos la misma reveladora secuencia se produjo once veces. El terapeuta inició una conversación con la hija o la abuela; inmediata­mente la madre comenzó a mostrar una actitud de quasi-galanteo. Cruzaba delicadamente los tobillos, extendiendo las piernas; se ponía una mano en la cadera o se inclinaba hacia adelante. Todas las veces, el terapeuta respondió, a su vez, mediante gestos como acomodarse la corbata, u otros simi­lares, y le formuló una pregunta. Del mismo modo, el padre mostraba signos de nerviosismo, balanceaba un pie, e inme­diatamente tanto la hija como la abuela, que estaban senta­das a ambos lados de la madre, cruzaban las rodillas de tal manera que las puntas de sus pies casi se tocaban frente a la madre, formando una invisible barrera protectora. En cuanto esto comenzaba a suceder, la madre "deponía" su actitud: cedía totalmente su tensión muscular y se recostaba hacia atrás en el asiento, permaneciendo aislada de tal ma­nera que para el psiquiatra resultaba autista.

A pesar de que la protagonista de este episodio había em­pleado técnicas de quasi-galanteo para atraer la atención del terapeuta, no es probable que tuviera realmente intenciones de seducirlo, puesto que no mostró ninguna de las otras pautas de comportamiento adicionales que pueden confir­marlo; sin embargo, por la forma en que reaccionó la familia, resultaba evidente que la conducta seductora de la madre constituía un problema para el grupo familiar. El doctor Scheflen dice que los sistemas de mensajes como los revelados en esta película son comunes. Más aun, piensa que existen en todas las familias y que constituyen todo un vocabulario de gestos de nivel subconsciente. Me imagino que la hija y la abuela notaron sólo parcialmente la inquietud del padre, pero cuando éste comenzó a mover el pie nerviosamente, reaccionaron en conjunto de manera inmediata.

El quasi-galanteo se produce también en situaciones donde existen confusiones genéricas. Cuando una mujer se com­porta en forma agresiva o dominante, actuando de una ma­nera que nuestra cultura considera inadecuada a su sexo, el hombre puede valerse del quasi-galanteo para hacerla re­accionar. De igual forma, cuando un hombre actúa pasiva­mente, la mujer podrá incentivarlo mediante el mismo sis­tema, para tratar de anular en él ese comportamiento su­puestamente femenino.

Algunas veces, el quasi-galanteo y su ausencia actúan como un termostato y mantienen la moral dentro de un grupo. Casi todos hemos sido testigos de una aburrida reunión social o de un tedioso encuentro de negocios, que se anima inmediatamente con la llegada de una persona notable. Los otros concurrentes se vuelven más animados y parecen más atrac­tivos. Si efectuamos un análisis de los movimientos corpora­les, nos revela que la nueva aparición desató una serie de secuencias de quasi-galanteo. Por otra parte, si uno de los miembros del grupo quasi-galantea excediéndose y elevan­do el nivel aceptable de intimidad, el resto del grupo co­mienza a tomar la actitud contraria, tratando de compen­sar la situación.

 

El quasi-galanteo, por lo tanto, está muy lejos de ser el deseo frustrado de "A" de acostarse con "B". Pienso que debe relacionarse con momentos de real armonía, y con un sentimiento, comprendido por el individuo, de agudeza, de bienestar y más aun, de excitación —sentimiento que tiene otros elementos calificadores, diferentes de los que están pre­sentes cuando la atracción sexual está involucrada.

Los estudios de Scheflen sobre el galanteo están basados en la clase media norteamericana. La evidencia existente, que no es mucha, sugiere que no sólo son sutilmente diferentes los patrones en los distintos países, sino que varían aun dentro de los Estados Unidos. El galanteo que se admite co­mo normal en un cocktail de la clase media alta de la ciudad o de los suburbios, podrá ser mal visto en una reunión similar de un pueblo chico, de un área rural o de un barrio de gente trabajadora. El quasi-galanteo entre la clase media puede parecer extraño o aun peligroso para un grupo de gente obrera, entre la que el elemento calificador del galanteo se parece a una imitación burlesca, en lugar de mostrar signos más sutiles.

Pero parece ser que existen ciertas pautas de galanteo que son comunes a todas las partes del mundo. El etólogo austriaco Irenáus Eibl-Eibesfeldt, que fue discípulo y ahora es colega de Konrad Lorenz, ha estudiado el flirteo en seis culturas diferentes y encontró muchos detalles similares en­tre ellas. Filmó sus películas utilizando un equipo de dos hombres: uno para manejar la cámara, y otro para sonreír y saludar a las chicas. Se vio que tanto en Samoa como en Papua, en Francia, en Japón o en África como en Sudamérica, se producía el mismo tipo de respuesta, en una sucesión de pequeños movimientos de danza de cinesis: una sonrisa, una vuelta, un rápido levantar de cejas en una expresión interrogativa —reacción considerada afirmativa— seguida por el hecho de volver la espalda, la cabeza hacia un lado, algunas veces gacha, mirando hacia abajo, y los pár­pados bajos. A menudo las chicas se cubrían parte de la cara con la mano y sonreían con vergüenza. Algunas veces seguían al hombre con el rabillo del ojo, o se volvían a echarle otra rápida ojeada antes de mirar hacia otro lado.

El doctor Adam Kendon, un psicólogo que trabajó con Scheflen, comenzó recientemente un análisis sobre el galan­teo entre los seres humanos. Surgieron de este análisis ciertos rasgos universales que pueden verse también entre los ani­males. Los estudios de Kendon, basados en películas de pa­rejas filmadas en parques y en paseos públicos, indican que para las mujeres, el galanteo combina dos elementos diferen­tes. En primer lugar, la mujer muestra su sexualidad "para atraer al hombre; luego lo tranquiliza mediante un com­portamiento infantil —miradas tímidas, la cabeza inclinada hacia un lado y gestos suaves como los de un bebé—. El hom­bre, a su vez, trata de demostrar su masculinidad parándose muy erguido, gesticulando agresivamente y luego la tranqui­liza asumiendo el comportamiento de un niño.

El comportamiento paralelo del animal procede del real peligro físico que involucra el galanteo: el macho se arriesga a un ataque furioso si la hembra no está en ánimo de reci­birlo; cuando la hembra inicia el galanteo, algunas veces recibe un castigo antes de que el macho se sienta seguro, y tenga la certeza de que su compañera no se volverá contra él, y no constituirá una amenaza. De esta manera el galanteo entre los animales generalmente consta de dos etapas: pri­mero, uno debe atraer sexualmente al compañero; luego debe conseguir que éste deje de temer un contacto más próximo. Algunas veces usan el recurso de imitar a las crías jóvenes para obtener la confianza de la hembra. El macho del pá­jaro carpintero suele invitar a la hembra a su nido imitando la actitud del pichón que pide comida. Cuando galantea el macho del hámster imita el grito de las crías.

El galanteo encierra verdaderos riesgos emocionales, aunque son muy pocas las personas que tienen idea de ello. El recato y el comportamiento infantil registrados por la cámara de cine son prueba de ello. El doctor Kendon narra que una vez habló de su teoría sobre el galanteo a una feminista, que luego de pensar un rato, le dijo: "puede que usted tenga razón, pero si es así, la mujer tendrá que cambiar. El recato no es mi idea sobre lo que debe ser la nueva mujer". Pero, si la teoría de Kendon es acertada, no podrá cambiar, porque si una mujer —o un hombre— no logra atraer y luego captar la confianza de su pareja, dejará de existir el galanteo.

A veces puede ser perjudicial e incómodo dar demasiada importancia al galanteo. Descubrí esto una noche, en una reunión cuando repentinamente me di cuenta de que me en­contraba, según la descripción de los especialistas en cinesis, en un estado de excitación y lista para galantear: tenía los ojos brillantes, mi rostro estaba arrebolado, el labio inferior ligeramente abultado y distraídamente me acariciaba el ca­bello. Por un par de segundos fue una sensación paralizante. Pero una vez que sobrepasé el instante de la toma de con­ciencia, descubrí que el galanteo o el quasi-galanteo me rodeaba por los cuatro costados. Después de haber hecho este descubrimiento pude relajarme y divertirme —actuando, mi­rando, sintiendo— en una forma nueva y diferente.

 

EL SILENCIOSO MUNDO DE CELULOIDE DE LA CINESIS

Visualmente, la película es inocua. Desde una distancia prudencial, la cámara capta a cuatro personas sentadas, ha­blando incansablemente. Se trata de una sesión de psicote­rapia. Los dos hombres son psiquiatras que trabajan en equi­po y las dos mujeres son madre e hija. La hija es esquizo­frénica.

Al pasar la película en cámara lenta y en silencio, surge un esquema bien claro. Cada pocos minutos la hija cruza la pierna seductoramente, mostrando una porción considerable de los muslos, y se da vuelta hacia uno de los psiquiatras en tal forma que uno de sus pechos lo enfrenta provocativa­mente, en un evidente signo de coqueteo. Cuando la hija hace esto, la madre realiza otro gesto particular: se pasa el dedo índice por debajo de la nariz. Inmediatamente, la chica descruza la pierna y suspende la conversación con el psiquiatra. Otras veces, la madre cruza los tobillos de una manera especial, y se pasa el dedo por debajo de la nariz y el efecto sobre la hija es el mismo.

Algunas veces, la madre da la impresión de aliarse con uno de los psiquiatras. Ante esto la hija reacciona dramática­mente, revolviéndose en el sillón o poniéndose súbitamente de pie con una expresión de estupor en el rostro. Sin decir palabra y sin ser conscientes de lo que están haciendo, ambas mujeres controlan mutuamente su comportamiento, y de esta manera defienden y preservan su propia relación.

A medida que progresa la sesión se presentan variaciones en el esquema. La hija cruza la pierna e intenta seducir al mayor de los psiquiatras; pero ahora el más joven, que pa­rece interesado en la conversación con la madre, se pasa el dedo por debajo de la nariz. Inconscientemente ha captado las señales descritas. Más aun: durante toda la sesión el mayor de los psiquiatras se detiene a encender o a juguetear con la pipa, cada vez que brinda su atención a la chica. Fi­nalmente, cuando empieza a encender la pipa, la madre comienza inmediatamente a rascarse la nariz.

Luego de largos años de estudiar películas de este tipo, Ray Birdwhistell, el pionero de los especialistas en cinesis, ha llegado a la conclusión de que la base de las comunica­ciones humanas se encuentra en un nivel por debajo de la conciencia, en el cual las palabras sólo tienen una impor­tancia relativa. Estima que no más del 35 por ciento del sig­nificado social de cualquier conversación corresponde a las palabras habladas.

Hay oportunidades en que el científico es tan fascinante como la ciencia, ocasiones en que el propio punto de vista del especialista, sobre la condición humana, forma e informa en grado extraordinario su trabajo. Ésta es la verdad de la cinesis, que es la gran realización de un solo hombre: Ray Birdwhistell. La historia de la cinesis es primeramente la historia del desarrollo de su pensamiento.

Birdwhistell comenzó a, interesarse en los movimientos cor­porales en 1946, mientras estaba estudiando antropología en el Oeste de Canadá, y vivía entre los indios Kutenai. Notó entonces que los aborígenes actuaban en forma diferente al hablar su propio idioma, que al hacerlo en inglés. Variaban la forma de sonreír, los movimientos de cabeza, de cejas y todo en general.

"Fue algo que me obsesionó después que dejé el lugar", dice.

Parece que algunas personas son bilingües tanto en los movimientos corporales como en el lenguaje hablado. Exis­ten películas que muestran al famoso alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, pronunciando discursos políticos en in­glés, en iddish o en italiano. Sin sonido puede diferenciarse fácilmente por los gestos en qué lengua se está expresando. Un francés no sólo habla el idioma, sino que gesticula como tal. Un norteamericano lo hace en una forma que lo identifica claramente. Un especialista en cinesis puede distinguir un europeo de un norteamericano solamente por la manera de arquear las cejas durante su conversación.          

A fines de 1940, Birdwhistell se dedicó de lleno al estudio de los movimientos corporales. Como otros lo hicieron des­pués de él, partió de la idea de que las emociones reales básicas del ser humano, como la alegría, el temor o la atrac­ción sexual, se expresan de igual manera en las diferentes culturas. Por lo tanto, consideró que hay algunos gestos y expresiones comunes a toda la humanidad. Era una presun­ción lógica —la mayoría de nosotros pensamos que todos los hombres del mundo sonríen cuando están contentos, fruncen el entrecejo cuando están enojados, etc. "Sin embargo", dice Birdwhistell, "rápidamente llegué a la conclusión de que no hay gestos universales. Lo más que sabemos es que existe una expresión facial, una actitud o una postura corporal que en sí misma no tiene el mismo significado en todas las so­ciedades".

El término "significado" es crucial en la afirmación de Birdwhistell. Desde el punto de vista anatómico, todos los hombres sonríen, por citar una expresión familiar. Pero el significado de la sonrisa varía en las diferentes culturas. Dentro de los Estados Unidos existen vastos grupos humanos muy propensos a sonreír, como en el Sur, y otros que no lo son tanto, como por ejemplo en Nueva Inglaterra o menos aun la parte Oeste del Estado de Nueva York. En la región de los Grandes Lagos, si una persona es demasiado afecta a sonreír, se presta a que le pregunten "qué es lo que encuentra tan gra­cioso"; en Georgia, si una persona no sonríe, le preguntarán si tiene algún problema. Esto no significa que la gente que más sonríe es más feliz, sino que en nuestra niñez aprendemos en qué circunstancias corresponde sonreír y en cuáles se espera que no lo hagamos; este aprendizaje difiere en los distintos puntos del país. Birdwhistell descubrió que no hay tal cosa como una simple sonrisa. La posición de la cabeza, la expresión de los ojos y la postura general del cuerpo están invo­lucrados en la sonrisa misma. Por ejemplo, la cabeza incli­nada hacia un lado puede añadir un aire de flirteo, mientras que una sonrisa que no provoca pequeñas arrugas alrededor de los ojos, o que surge de un cuerpo tieso, puede parecer forzada.

Una vez concluidas las reglas universales, Birdwhistell de­dicó su atención a la clase de gestos que tienen un significado consciente y sobreentendido. El saludo es un buen ejemplo de ello; hacer "dedo" en la ruta es otro.

 

Cada cultura posee su repertorio especial. Un italiano al ver a una chica bonita suele tirarse el lóbulo de la oreja; un árabe en una situación similar se acaricia la barba, mien­tras que un norteamericano mueve ambas manos describien­do las formas de una figura de mujer. Sin embargo, estos gestos suelen usarse también a modo de comentario irónico, cuando la mujer no es atractiva en absoluto, en cuyo caso la ironía del rostro, la postura o alguna otra pauta denotan la diferencia. Del mismo modo, un soldado cuando hace la ve­nia puede lograr la aprobación o el ridículo de su superior, tan solo por la manera de pararse, por la expresión de su rostro, por la velocidad o duración del movimiento de su brazo, o simplemente porque saluda en un momento ino­portuno.

Birdwhistell descubrió también que los gestos descritos más arriba son sólo actos parciales que deben ir acompa­ñados de otros para tener un significado. Esto condujo a un avance real en el desarrollo de la cinesis. Porque si los ges­tos son como las raíces en el lenguaje —"acepto" por ejemplo no tiene significado hasta que le añadimos el prefijo que forma "excepto"— el movimiento del cuerpo también se pa­rece al lenguaje en algunas cosas, y puede ser analizado por un sistema similar al que utilizan los lingüistas para estudiar la lengua.

Desde 1959, el profesor Birdwhistell tiene su propio labo­ratorio en Filadelfia, en el Instituto Psiquiátrico de Pensilvania del Este donde es investigador-jefe y director del pro­yecto de Estudios de la Comunicación Humana. Allí lo entrevisté. Fue una sorpresa para mí, como hombre, porque sus escritos son profundos y académicos. Alto, deportivo, de alrededor de cincuenta años, de voz inesperadamente pro­funda y un rostro acostumbrado a sonreír con facilidad. Sus colegas lo consideran "brillante" y un "loco ingenioso", pero muchos otros, particularmente los psicólogos, se quejan de que es demasiado teórico —polemista y muy provocativo en su teoría—, breve en lo bueno, es decir, información sólida que pueda brindar material a otros profesionales.

"Prefiero ser el que hace las preguntas, y no el que da las respuestas", ha dicho de sí mismo.

El laboratorio de Filadelfia parece más una oficina sub­urbana que un laboratorio científico. Posee silenciosos co­rredores, oficinas soleadas y depósitos repletos de todo tipo de instrumentos para el estudio de la cinesis. Si no hubiera cámaras filmadoras o implementos para analizar las películas en cámara lenta, hubiera peligrado la existencia de los espe­cialistas en cinesis. Un proyector funciona a cualquier velocidad y permite que el investigador examine y registre el film cuadro por cuadro.

Al estudiar las películas, Birdwhistell descubrió que existe una analogía entre la cinesis y el lenguaje. Así como el dis­curso puede separarse en sonidos, palabras, oraciones, párrafos, etc., en cinesis existen unidades similares. La menor de ellas es el "kine", un movimiento apenas perceptible. Por encima de éste existen otros movimientos mayores y más notorios, llamados "kinemas", que adquieren significado cuando se los toma en conjunto.    

Los norteamericanos cuentan con apenas cincuenta o se­senta "kinemas" para todo el cuerpo, incluyendo treinta y tres para la cara y la cabeza. Estos últimos tienen cuatro posiciones para las cejas (levantadas, bajas, contraídas, o movidas por separado); cuatro posiciones para los párpa­dos, siete para la boca, tres maneras de inclinar la cabeza (simple, doble, o triple asentimiento) y así sucesivamente. Es obvio que esto representa sólo una mínima fracción de los movimientos que son capaces de efectuar el rostro y la cabeza. En realidad cada cultura otorga un significado a unos pocos de los innumerables movimientos que correspon­den a la anatomía del cuerpo humano.

Los "kinemas" pueden ser intercambiados entre sí algunas veces. Puede sustituirse uno por otro, sin alterarse el signifi­cado. Si nos limitamos a las cejas, un simple movimiento al levantarlas puede expresar una duda o acentuar una inte­rrogación: pero también puede emplearse para dar énfasis a una palabra dentro de la oración.

Las normas del movimiento humano son tan complejas que no pueden ser analizadas a simple vista; primero deben ser transcritas, problema que ha preocupado a los estudio­sos de la comunicación. Birdwhistell halló la solución hace unos años, inventando un ingenioso sistema taquigráfico que ha sido adaptado y empleado por algunos científicos desde entonces.

Birdwhistell concibió un signo taquigráfico para cada "kine". La dirección del movimiento de cada "kine" se registra mediante otro sistema de símbolos. Las siglas son sencillas y a menudo gráficas; por ejemplo, la cabeza inclinada hacia un lado se indica con una H mayúscula (Head, cabeza) que lleva una línea que la atraviesa diagonalmente. La sonrisa que muestra la dentadura se representa con una media luna, que encierra los dientes en ella. Los hombros encorvados tie­nen como símbolo una T mayúscula, las puntas de la barra de la T se elevan ligeramente como el techo de una pagoda.

Este peculiar sistema taquigráfico es la clave de la inves­tigación técnica denominada microanálisis, que constituye un procedimiento extremadamente concienzudo y largo. A la ve­locidad normal, la mayoría de las películas proyectan a razón de veinticuatro cuadros por segundo. Por lo tanto, para po­der efectuar un microanálisis, el investigador debe registrar todo lo que sucede —cada movimiento de las cejas o de las manos, cada cambio en la postura del cuerpo— en los veinti­cuatro cuadros por cada segundo de película. Se registra esto mediante el sistema de anotaciones descrito, en enormes hojas de papel cuadriculado. El resultado es algo parecido a la partitura de un director de orquesta. Birdwhistell me con­fesó que tarda una hora en analizar un segundo de película, y comentó: "Cierta vez noté que en una tarde había mirado dos segundos y medio de película mil ocho veces".

Una vez terminado el trabajo escrito, Birdwhistell verifica las regularidades, es decir las pautas que se repiten una y otra vez. Es difícil encontrarlas. En veinte minutos de pe­lícula las mismas secuencias aparecen cientos de veces. Una de las cosas que más llaman la atención sobre el movimiento del cuerpo humano es justamente la frecuencia en las repe­ticiones.

El significado del mensaje está contenido siempre en el contexto, y jamás en algún movimiento aislado del cuerpo. Por ejemplo, en la película que describimos al comenzar el capítulo, podría caerse en la generalización de que frotarse la nariz siempre representa un gesto de desaprobación. La realidad es que puede serlo o no serlo. No obstante en este caso particular resulta claro que la forma de interpretarlo es correcta; en la película era una parte de la pauta que se repetía una y otra vez. Cada vez que la hija hacía un movi­miento seductor, la madre se pasaba el dedo debajo de la nariz y la hija cesaba en su intento.

Nunca lograremos tener un diccionario sobre gestos in­conscientes, porque el significado de ellos debe buscarse siem­pre solamente dentro del contexto general. No podemos afir­mar que si una mujer se sienta entrelazando los brazos y cruzando fuertemente las piernas, indefectiblemente expresa que es inalcanzable. Con frecuencia suele ser así, pero para estar seguros debemos estudiar el contexto, estudiar qué otros movimientos realiza con el cuerpo, quiénes la rodean, y muchos otros detalles.

 

Los hallazgos de Birdwhistell, luego de largos años de in­vestigar la cinesis, cubren una extensa gama que va desde el descubrimiento de todas las categorías de movimientos que ocurren en un minuto y que acompañan a la palabra ha­blada, hasta una larga lista de observaciones sobre psiquiatría, sobre signos genéricos, y sobre relaciones humanas en general. Descubrió por ejemplo que existen mini movimientos que son tan inseparables de la palabra como es la puntuación en una frase escrita. Encontró que los norteamericanos suelen terminar una aseveración dejando caer levemente la cabeza, una mano o tal vez los párpados. Del mismo modo, al efectuar una pregunta, levantan una mano, el mentón, o abren los ojos de una manera exagerada.

Algunas palabras y frases van acompañadas de "marcado­res" definidos, especialmente pequeños movimientos de ca­beza, de ojos, de manos, de dedos o de hombros. Para los pronombres "yo", "mío" y "nosotros" como así también para "éste" o "aquí" el marcador es un movimiento hacia el cuerpo de la persona que habla. Para los pronombres en plural, el gesto concluye con un giro mínimo para significar la presencia del plural. Si se utilizan los hombros, se los encorva o se los estrecha en dirección de una línea vertical imaginaria que pasa por el centro del cuerpo. Para los pro­nombres "tú", "ellos" y "eso" el marcador se aleja de dicha línea. Al emplear los verbos en tiempo futuro se nota un marcador que indica hacia adelante; si se trata de verbos en pasado, por el contrario, el movimiento es hacia atrás. Todo esto nos parece tan lógico que nos sorprende descubrir que para otras personas —por ejemplo algunas tribus de indios norteamericanos estos marcadores resultan confusos u ofen­sivos, al emplearlos combinados con sus propios dialectos.

También resulta necesario tanto para el norteamericano como para el inglés, el sistema del énfasis que emplea la cinesis, y que ayuda a aclarar ciertas ambigüedades verbales. El acento hablado no es el único que indica que cuan­do alguien utiliza la expresión hot dog se refiere a un perro en celo, a una comida, o simplemente hace una exclamación. Siempre se efectúa algún imperceptible gesto cor­poral mediante mínimos cabeceos, revoloteos de manos y de dedos, cambios en la posición de los pies, y de las piernas, y desplazamientos del torso.

Otro descubrimiento importante corroborado en numero­sas películas es que, algunas veces, el comportamiento no verbal contradice lo que se está expresando en un momento dado en lugar de subrayarlo. Un hombre considerado básica­mente un pacífico hombrecillo —al que Birdwhistell califica de "masculinoide"— algunas veces trata de imponer toda la autoridad de que es capaz en lo que dice y en el tono de voz que emplea, mientras que por la manera de mantener el cuerpo agachado, y por la indecisión de los gestos, resulta tan poco convincente como siempre. Algunas veces podemos observar parejas que realizan el repertorio entero de gestos usuales en el galanteo, mientras están enfrascadas en una discusión intelectual sobre literatura, o hablan de la respec­tiva fidelidad que les guardan a sus cónyuges. A la inversa, un diálogo fuertemente sexual puede no estar acompañado por el comportamiento del galanteo. En casos como éste, la gente se siente más inclinada a creer en la presencia del com­ponente no verbal, puesto que es más probable que éste se encuentre bajo control.

Inevitablemente la investigación de la cinesis abre ciertos interrogantes. ¿Cómo un movimiento, del cuerpo puede co­municar si es tan mínimo e imperceptible que pasa inadver­tido en la vida diaria y sólo cobra significado al observarlo en cámara lenta? ¿La cámara lenta distorsiona la vida real? ¿Es posible que los especialistas en cinesis den por sentado movimientos que en realidad no existen?

Resulta difícil creer que la gente pueda enviar y recibir mensajes, aun no-verbales, sin ser consciente de que lo está haciendo. Pero hay demasiadas coincidencias cuando una se­cuencia de conducta se repite una y otra vez, como en el caso de la película de la señora que se frota la nariz y siem­pre obtiene el mismo resultado. Tal vez, en el fenómeno normal de la atención exista una explicación biológica parcial.

Los científicos están tratando aún de descifrar el misterio de la atención, el sistema de filtro del cerebro humano que selecciona entre el vertiginoso caleidoscopio de sensaciones que recibimos —visiones, sonidos, etc.—, las particulares, aque­llas a las que el individuo presta atención, piensa sobre ellas y tal vez actúa de acuerdo con ellas. Obviamente vemos y oímos mucho más de lo que "absorbemos" —en el sentido de que somos conscientes de ello—. Interrumpa la lectura un momento y trate de registrar todos los sonidos que ha ex­cluido mientras leía; todo lo que ha dejado de ver y que sin embargo se encuentra al alcance de su vista; todas las sensaciones —el respaldo del asiento contra su espalda; los pies sobre el suelo— que usted ha estado ignorando. Las se­ñales de las que no estamos conscientes, las que no llaman nuestra atención momentánea, aparentemente son debilita­das por el filtro o absorbidas, pero no analizadas. No obs­tante poseen su impacto a un nivel subliminal y la investiga­ción de la comunicación humana hace hincapié continua­mente en este punto.

Birdwhistell resumió para mí su particular punto de vista sobre la comunicación humana de la siguiente manera:

"Hace muchos años comencé a preguntarme: ¿Cómo ha­cen los movimientos del cuerpo para representar las palabras? Ahora me pregunto: ¿Cuándo resulta apropia­do el empleo de las palabras? Son muy adecuadas para enseñar o para hablar por teléfono, pero en este instante usted y yo nos estamos comunicando en muchos niveles diferentes, y solamente en uno o dos de ellos las palabras poseen alguna relevancia. Actualmente mi planteo es di­ferente: El hombre es un ser multisensorial. Algunas veces se expresa con palabras."

 

EL CUERPO ES EL MENSAJE

Una de las teorías más asombrosas que han propuesto los especialistas en comunicación es la noción de que algunas veces el cuerpo se comunica por sí mismo, no sólo por la for­ma en que se mueve o por las posturas que adopta. También puede existir un mensaje en el aspecto del cuerpo en sí, y en la distribución de los rasgos faciales.  Birdwhistell cree que el aspecto físico muchas veces concuerda con las pautas cul­turales.

Birdwhistell considera que nosotros "adquirimos" nuestro aspecto físico; y no que hemos nacido con él. Cuando una criatura es pequeña, sus rasgos suelen ser suaves y poco definidos; una naricita arriba de una boquita, ansiosa y casi sin labios; una carita que es todo mejillas y ojos, y que potencialmente puede tomar cualquier rasgo. Hasta las cejas están sujetas a cambios puesto que son móviles y sólo gra­dualmente adoptarán su posición definitiva a una cierta distancia de los ojos. La distancia exacta es algo que el bebé aprende de los que lo rodean: la familia y las amistades. Birdwhistell dice que esto contribuye a explicar la razón por la que la gente de ciertas regiones se parece tanto entre sí, cuando no se trata de genes compartidos. El nivel de las cejas puede ser una característica distintiva. Hay personas que tienen las cejas muy juntas, mientras que otras —por ejemplo, algunos ingleses de clase alta— las tienen ubicadas tan arriba y separadas, que para los nortemericanos parecen te­ner un aire de perpetuo asombro.

La línea del cuero cabelludo tampoco se define al nacer sino más tarde, lo que indica que la frente amplia también es un rasgo adquirido. Por lo general, la parte superior de la cabeza alcanza su madurez antes que la inferior. La base de la nariz se eleva entre los nueve y los once años de edad, y debido a que los seres humanos poseen dos juegos de dien­tes —los "de leche" y los permanentes— la boca recién suele adoptar su forma definitiva más tarde aún, con frecuencia después de la pubertad.

De la misma manera que las personas aprenden a llevar el cuerpo erguido, también aprenden la forma de mantener la boca, y de este detalle depende mucho su aspecto general. A Birdwhistell le agrada indicar que su propio rostro es "más bien tradicional, típico de los estados del centro, el labio inferior algo grueso, las arrugas de alrededor de los ojos muy marcadas y una mala obstrucción bucal". Realiza una fascinante transformación de su boca, apareciendo con el labio delgado de los habitantes de Nueva Inglaterra, y luego imita a los del oeste del Estado de Nueva York, que tienen el labio inferior proyectado levemente hacia adelante y algo por encima del superior.

No resulta sorprendente que Birdwhistell crea también que, con frecuencia, marido y mujer pueden llegar a pare­cerse, y que también puede ser cierto que algunos dueños se asemejan a sus perros. El parecido entre marido y mujer es fácilmente inidentificable, si se dejan de lado características como el color del cabello y se observa la expresión de la boca y de los ojos.

Estas teorías acerca del rostro resultan algo inquietantes para las personas que ponderan los parecidos familiares. Desbaratan la vieja costumbre de tratar de decidir a qué lado de la familia se parece un niño y provocan algunas preguntas interesantes como por qué algunos niños se pare­cen mucho a uno de los progenitores y no al otro, aun cuando el parecido no está basado realmente en la estructura ósea. Pero también explican cómo puede suceder que criaturas adoptadas frecuentemente resultan parecidas a sus padres adoptivos. Las agencias de adopción tratan de combinar el parecido físico, pero algunas veces logran un éxito que va mucho más allá de lo imaginable.

La idea de que los esposos pueden llegar a parecerse, tam­bién proporciona algunos interrogantes de interés. Una vez estuve en una reunión, en la que había cinco parejas que tenían aproximadamente quince años de casados cada una, y hallé que en cuatro de ellas se notaba un fuerte parecido, mientras que en la quinta, no existía ninguno. No pude de­jar de preguntarme la razón. ¿El fuerte parecido entre los matrimonios representará un buen entendimiento, una debi­lidad de carácter, o algo totalmente diferente?

De cualquier manera, éste no es el tipo de pregunta que suelen hacerse los especialistas en cinesis. Lo real es que el ser humano es un gran imitador, maravillosamente sensible frente a los signos corporales de sus semejantes. El estudio de comunicación lo demuestra continuamente.

No solamente adquirimos nuestro rostro, dice Birdwhisteft quien cree que la belleza o la fealdad, la gracia o la torpeza, también se adquieren.   Notó,  por ejemplo, que los niños franceses, independientemente de la belleza que pueden ha­ber tenido cuando pequeños, tienen una tendencia a tornarse poco atractivos al llegar aproximadamente a los siete años. Los niños japoneses suelen metamorfosearse, cambiando su aspecto de muñequitas en jovencitos arrugados y tristes que de alguna manera tienen aire enfurruñado. Tal vez en cada cultura, la gente da por sentando que a cierta edad, los niños se transforman por un tiempo en seres menos atrac­tivos.

Es difícil creer que algo tan concreto como el aspecto físico de un niño, puede ser determinado por medio de pautas culturales. Pero aquí los términos "bello" o "feo" no se refieren únicamente a la forma del rostro, o a la pose­sión de un perfil clásico. Existe una manera primaria de llevar y mover el cuerpo y también el rostro; los músculos faciales pueden parecer vivaces, laxos o forzadamente tensos. Estos atributos no son biológicos; son respuestas —como lo prueban los estudios de cinesis sobre el galanteo—, respues­tas a otras personas, a necesidades interiores, y también en un nivel de largo alcance temporal, a expectativas cul­turales.

La sociedad nos indica quién es agraciado y quién no, lo que constituye gran parte del síndrome de la belleza. En la generación anterior a la nuestra, un muchacho que mi­diera más de un metro ochenta era considerado extre­madamente alto y se suponía que era desgarbado. Las expectativas han variado y en nuestros días, los jóvenes altos se consideran atrayentes. Entre las mujeres, las niñas de huesos pequeños generalmente alcanzan la madurez más temprano, y como aprenden en la adolescencia a ser graciosas, podrán sentirse más maduras que sus amigas más altas que parecen delgadas, desgarbadas y muy jóvenes para su edad. Con asombrosa frecuencia, la chica alta se vuelve hermosa al llegar a los treinta años, que es justamente cuando sus contemporáneas pequeñas comienzan a tener problemas, porque su única alternativa —según las expectativas socia­les— es que siga aparentando tener menos de veinte años o que comience a engordar para pertenecer al tipo de matrona.

El aspecto del cuerpo es otra característica física que puede ser programada culturalmente. Es una cuestión de moda y las modas cambian. La línea estilizada, que Birdwhistell denomina "estilo de las universidades de élite", fue el prototipo en los últimos veinticinco años de nuestra cul­tura. Sucedió que la figura femenina que tenía el estilo del siglo XIX —que hoy consideraríamos gordo— fue reempla­zada por el tipo unisex de los años veinte, que a su vez fue cambiado por el tipo unisex con el busto del sesenta. Para los hombres, la forma del cuerpo en boga en la actualidad, es más lineal aun; el aspecto hippie es notablemente si­milar.

Es inclinado hacia adelante, con mucho pelo, pero tie­ne la misma extrema linealidad (explica Birdwhistell). Tiene todo el aspecto de un niño de nueve años, que hace todas las cosas que su madre le dijo que no hiciera: las ropas sucias, el encorvarse, la cara de rasgos caídos y una sonrisa limpia y decente. No es en realidad una mezcla de hombre y de mujer sino que tiene el aspecto de la prepubertad. Parecen decir: "Estamos en la etapa previa a la que realmente importa" en lugar de decir que las diferencias sexuales no cuentan. Por supuesto, estoy exagerando; debo hacerlo. Éstos son chicos que se preocupan por las cosas o que se rebelan, pero están uniformados y pagan este uniforme con un grado de conformismo mayor que el que desprecian en la gene­ración de sus predecesores.

Los rostros que adquirimos y la manera de llevar nuestros cuerpos no solamente  tienen el sello de nuestra cultura, sino que al mismo tiempo poseen nuestro propio sello.   Es una de las formas que tenemos para indicar a la sociedad si merecemos o no su aprobación.  El chico atractivo y vivaz tendrá más atención y oportunidades que otro que no lo es tanto. Pero no todos quieren sobresalir y triunfar, porque  generalmente esto entraña nuevas responsabilidades que atemorizan a mucha gente. Al no ser tan atractivas, algunas personas   procuran  eludir  determinadas  responsabilidades. También pueden castigarse a sí mismas, a sus padres o a sus cónyuges.  La obesidad, por ejemplo, puede ser un autocastigo; puede representar una forma de aislarse de los reque­rimientos sexuales y algunas personas se sienten más seguras y dominantes cuando tienen mayor tamaño.

El mensaje que se transmite por el aspecto personal no es sólo el que se refiere a la persona en sí sino también a lo que ella expresa. Un acalorado discurso político pronun­ciado por un hombre de mirada apagada, de rostro de rasgos caídos y de posición corporal incorrecta, no resulta atractivo. El orador nos indica con su aspecto que no tenemos nece­sidad de prestarle atención, ya que nada interesante tiene que decir. Algunos observadores políticos afirman que en el famoso debate televisivo entre Kennedy y Nixon en el año 1960, el contraste entre la obvia vitalidad de Kennedy y el cansancio de Nixon (sumado a su habitual poca expre­sividad) fue más definitorio que todas las palabras que dijeron.

Los estudios de Birdwhistell sobre la belleza o la fealdad, su aseveración acerca de que "adquirimos nuestros aspecto", constituye un nuevo enfoque sobre la apariencia personal.

La belleza toma otro cariz si aceptamos el hecho de que nues­tro aspecto irradia un mensaje. Este mensaje puede estar dictado en parte por la sociedad, pero no puede descartarse, como muchos creen, como una cuestión de herencia o de suerte.

 

EL SALUDO  DE UN  ANTIGUO  PRIMATE

En los comienzos de la raza humana, antes de la evolución del lenguaje, el hombre se comunicaba en la única forma en que era capaz de hacerlo: no verbalmente. Los animales continúan comunicándose de este modo y muchos de ellos son capaces de intercambiar información en una medida mucho mayor de lo que se hubiera creído posible hasta hace muy poco tiempo. En cierta forma, el comportamiento no verbal de los seres humanos es notablemente parecido al de los animales, especialmente al de los viejos primates. Nos comunicamos algunas cosas en la misma forma que los ani­males; pero desde la aparición de la palabra no somos cons­cientes de que lo hacemos.

Los etólogos han comenzado recientemente a estudiar, a analizar y a comparar los sistemas de comunicación de los hombres y de los animales. Sus métodos y sus descubrimien­tos tienen cada vez más influencia sobre otros científicos, dedicados al estudio de la comunicación no verbal. Se ha sugerido inclusive, que este campo debería llamarse "etología humana".

El etólogo es esencialmente un biólogo que se interesa especialmente en el comportamiento que lleva al animal a adaptarse al medio ambiente, incluyendo el entorno social que comprende a otros miembros de las especies. Cuando un etólogo vuelca su atención en el ser humano se pre­gunta: ¿Hasta qué punto puede comprenderse el comporta­miento del hombre como un producto del proceso de la evolución?

La mejor manera de estudiar la evolución del compor­tamiento del ser humano es comparar las actividades del hombre con las de sus parientes más próximos en la escala zoológica: los monos y los simios. Tenemos bastantes cono­cimientos acerca de la organización social de los primates, su ecología y sus formas de comunicación. Sorprendentemente poseemos una escasa información similar sobre el hombre. Han sido estudiadas exhaustivamente sus instituciones, su lenguaje, sus procesos mentales superiores, pero sabemos muy poco respecto a su comportamiento: cómo galantea a su pareja, forma una familia, educa a sus hijos y enfrenta a sus semejantes.

Al encarar el comportamiento humano, el etólogo procura describir las actividades de todos los días. Le interesa par­ticularmente encontrar cuáles son las pautas de comporta­miento universales del género humano, pues piensa que éstas son las formas más antiguas, y los posibles orígenes que guían las pautas del comportamiento del hombre primi­tivo o incluso del homínido. Algunas expresiones faciales podrían estar precodificadas en los genes que determinan la estructura del cerebro, y en consecuencia determinar un eventual comportamiento. Cuando las actitudes universales del hombre se encuentran también en los primates inferiores, se considera que constituyen una evidencia adicional de su naturaleza hereditaria. No obstante, otras pautas univer­sales pueden ser determinadas por la anatomía humana. Se ha establecido, por ejemplo, que el signo simbólico de la comida es universalmente el gesto de llevar la mano a la boca. Pero, como para todos los seres humanos la mano y la boca están inevitablemente involucradas en el acto de comer, este gesto que podría ser hereditario, es probable que sea simplemente determinado por razones anatómicas.

Estudios recientes acerca de la forma de saludarse nos proporcionan llamativos ejemplos de ciertas pautas de con­ducta que comparten el hombre y el simio. Según parece, los animales salvajes se saludan entre sí y los simios lo hacen mediante gestos similares a los del hombre. Jane Goodal, la famosa etóloga que convivió con chimpancés en la selva durante largos períodos, narra que éstos algunas veces se abrazan y se besan, y hasta llegan a rozarse los labios. Tam­bién se hacen reverencias, se estrechan las manos, y se los ha visto palmeándose la espalda en un típico gesto de bien­venida.

Los otólogos creen que entre los animales el saludo cons­tituye una ceremonia de apaciguamiento.   Cuando dos de ellos se aproximan siempre existe el peligro de un ataque físico; por lo tanto uno o ambos harán un gesto de apaci­guamiento para demostrar que no existe una intención agre­siva.   Cualquier persona que dude que el saludo cumple, una función similar entre el género humano, que trate de no saludar a sus amigos y parientes durante una semana. Constatará rápidamente que florecen los sentimientos heridos, el resentimiento y el enojo.  Cuando los seres humanos se saludan inclinando la cabeza, posiblemente están indi­cando cierta sumisión, similar a la que efectúan los chimpancés.  El gesto de inclinar la cabeza se encuentra en muy diversas culturas, tal como la presentación de la palma de la mano.

El etólogo austriaco Irenaus Eibl-Eibesfeldt considera que algunas facetas de las pautas del saludo so realmente universales. En todas las culturas que ha estudiado, comprobó que los amigos, al avistarse a la distancia, se sonríen, luego si se sienten de buen humor hacen un rápido movimiento de cejas —lo denomina un "flash"— e incluso inclinan la cabeza. Filmó este tipo de comportamiento entre los papuanos que aún viven como en la edad de piedra, y cuyo primer contacto con las patrullas gubernamentales ha sido tan re­ciente, que es poco probable que hayan tenido posibilidades de haberlo adquirido.

Por otra parte, existen amplias ilustraciones sobre los modos de saludar que difieren totalmente entre una cultura y otra. Un antropólogo, Weston La Barre, informa que entre los isleños de Andaman, en el golfo de Bengala, los parien­tes o amigos que no se han visto en varias semanas se sien­tan juntos, uno sobre las faldas de los otros, se rodean mutuamente con los brazos y lloran durante varios minutos. Si se trata de marido y mujer, el hombre se sienta sobre la falda de la mujer. Entre los Ainu de Yezo, en el Japón, cuando un hombre se encuentra con su hermana, le toma las manos brevemente, luego la toma de ambas orejas y emite el tradicional grito Ainu. Luego se frotan el rostro y los hombros. Si esto puede parecernos ridículo, consideremos cómo reaccionarían los Ainu al ver a dos norteamericanos que se rozan cuidadosamente las mejillas mientras besan el aire.

¿Cómo puede explicarse que el saludo sea al mismo tiempo universal a toda la humanidad, y específico de cada cultura? La respuesta surge si consideramos al saludo no como un acto aislado, sino como una secuencia de actos. La sonrisa y el "flash" de las cejas ocurren a distancia, mientras que el tironeo de las orejas, el rozar de las mejillas u otro gesto suceden cuando se está cerca. En realidad, un análisis ciné­tico sobre el saludo ha diferenciado cinco etapas sucesivas: avistarse y reconocerse; un saludo a la distancia con un movimiento de la mano o el "flash" de las cejas; el acerca­miento; un saludo más próximo, como el beso, y finalmente la separación momentánea.

 

Algunas veces puede variar el orden. Se avista a una per­sona; se la reconoce; se la aproxima y luego se la saluda con la mano, por ejemplo. Otras veces, sucede que los indi­viduos ya están próximos y se reconocen; aun en esos casos, realizan algo como unos pasos de danza, alterando sus posi­ciones y posturas durante una etapa de aproximación esta­cionaria. Pero la secuencia del saludo inevitablemente termina con un movimiento de retroceso y la forma en que éste se realiza puede ser significativa. Ambos individuos pueden gi­rar sus cuerpos al separarse, o pueden permanecer enfren­tados; también uno de ellos puede darse vuelta mientras el otro permanece de frente. Estos pequeños detalles proba­blemente nos den un índice de la cordialidad de la relación —el darse vuelta obviamente indica menos cordialidad que el permanecer de frente—. Aparentemente, por la forma de saludarse, la gente deja traslucir el tipo de relación que ha tenido en el pasado o tal vez el que espera tener en el futuro.

El análisis del saludo que hemos descrito fue efectuado por el doctor Adam Kendon, un psicólogo con inclinaciones hacia la etología del comportamiento humano. Kendon tra­baja en el Hospital Estatal de Bronx, en Nueva York, y sus estudios sobre el saludo fueron realizados en colabora­ción con el doctor Andrew Ferber, especialista en terapia familiar del mismo hospital.

Kendon nos previene que este estudio no es "el verdadero evangelio del saludo", ya que se basa en el análisis de una sola película. No obstante la película es fascinante. Com­probé esto mientras la miraba, y escuchaba al doctor Kendon que decía que lo que estaba sucediendo era como observar el comportamiento de animales poco familiares.

La película fue tomada en una fiesta infantil de un niño de cinco años, en el jardín de su casa. Nos muestra a los padres del niño saludando a visitantes de todas las edades, que llegaban solos o en grupos. En total, contiene setenta saludos separados, y el día que entrevisté a Kendon, estaba ocupado analizándolos, ubicando las cinco etapas y buscando similitudes o diferencias entre un saludo y otro.

En la primera secuencia que Kendon me mostró, pasada en cámara lenta, las etapas se notaban claramente. Primero el encuentro visual. Una mujer vestida con un solero flo­reado, sentada bajo un árbol, se estiró tratando de ver quién llegaba. Luego se puso de pie sonriendo pero mostrando solamente los dientes superiores. La sonrisa "superior", como la denominan ahora algunos etólogos británicos, se empieza a identificar como la típica sonrisa de bienvenida.

La mujer avanzó al encuentro de los invitados, siguiendo la etapa de aproximación. Visto en cámara lenta, parecía deslizarse sobre el suelo, suavemente como un globo, con el largo cabello notándole por detrás. Exclamó "Hola" con la cabeza hacia atrás y luego la bajó esquivando la mirada. Generalmente, me explicó Kendon, esta breve inclinación de la cabeza sigue a un saludo a distancia.

Al acercarse a lo que para ella representaba el límite de su jurisdicción, se detenía y esperaba, lo hacía siempre en ese lugar cuando recibía a los invitados. Como propietaria del terreno, mantuvo la mirada relativamente fija, por lo general sus invitados se le aproximaron desviando los ojos.

Al penetrar en el territorio de otro, me explicó Kendon, rara  vez se mira al dueño directamente a los ojos; esto se podría tomar como un desafío.

Inmediatamente antes de llegar hasta la dueña de casa, una invitada inclinó la cabeza visiblemente, gesto tan común en esta etapa, que Kendon lo ha bautizado "corte en la fase previa al saludo cercano". Luego la invitada levantó un brazo y lo cruzó frente a sí, ladeó la cabeza y sonrió. Un psiquiatra interpretaría el gesto de cruzar el brazo frente a sí como un gesto de defensa y tal vez sea así. A Kendon le intriga especialmente que Jane Goodall haya observado gestos idénticos entre los chimpancés, particularmente en los más subordinados que se aproximan o son aproximados por uno más dominante.

Luego la invitada extendió su mano haciendo un gesto que dejó la palma a la vista y que nuevamente se asemejó mucho al que realizan los chimpancés. El chimpancé de menor jerarquía ofrece la palma lánguidamente, en lo que parece ser un gesto de pedir limosna; mientras que el animal de mayor status la toma firmemente como para brindar con­fianza.

Ambas mujeres se dieron la mano, y finalmente retroce­diendo, giraron sobre sus talones, lo que indicaría, si Ken­don y Ferber están acertados, que aquella no era una rela­ción muy cercana.

La película muestra asimismo, que el comportamiento del dueño de casa difiere del de su esposa. Mientras ella toma distancia en la frontera de su territorio, los brazos y los hombros hacia atrás, la cabeza ladeada y sonriente, el esposo avanza hacia los invitados con el cuello extendido y luego levanta los brazos preparando un abrazo de bienve­nida; en forma muy especial, levanta los brazos perpendicularmente a su cuerpo, casi como si sus muñecas estuvieran sostenidas por hilos invisibles. Los invitados varones se acer­can a él, mantienen sus torsos erguidos, no extienden sus cuellos, y al levantar los brazos para abrazar los mantienen derechos hacia arriba de manera que queden del lado de adentro, y los del dueño de casa del lado de afuera.

"Hasta ahora, éstas son solamente algunas de las observaciones que hemos realizado", explicó Kendon, "pero nos pre­guntamos si la escena del dueño de casa recibiendo a sus invitados es una postura dominante, que sólo se ve entre los machos cuando se saludan en su propio terreno". Cuando observaba las películas, me pareció una conclusión muy ló­gica. El gesto del anfitrión era expresivo, abierto como corresponde a una persona que se siente segura en su propio terreno. Los gestos de los invitados eran más reservados.

Después que el anfitrión y los invitados intercambian abrazos, retroceden y uno o ambos miran a otro lado. Ken­don denomina a esta actitud "el corte" y considera que es una manera de preservar el equilibrio. Cada tipo de rela­ción excepto una muy reciente, tiene su propio nivel de intimidad, y si un saludo sobrepasa la intimidad que corres­ponde, se necesita algún corte para volver rápidamente al equilibrio normal. Tal vez ésa sea la razón por la que los saludos muy estrechos se hayan transformado en un ritual —darse la mano, rozarse las mejillas— que sustituye entre los norteamericanos a un verdadero beso en la mejilla. Lo que se transforma en ritual pierde el aura de intimidad y la connotación sexual.

 

La película sobre el saludo muestra repetidamente a la gente haciendo gestos para corregir su aspecto personal: ali­sarse el cabello, acomodarse los anteojos o la ropa. Kendon notó que esto ocurre siempre, inmediatamente antes o des­pués de un encuentro cara a cara, y en general nunca mientras la gente conversa entre sí. Los otros primates se dedican a mejorar su apariencia concienzudamente, limpiándose, tanto entre sí como a sus semejantes. Parte de este proceso sirve para mejorar las condiciones de la piel o del pelo, pero "arreglarse" mutuamente puede ser una manera de ha­cer sociedad, y hacerlo por sí mismo es algunas veces una "actividad desubicada" dentro del grupo. El animal indeciso entre huir o atacar, se sentará y se rascará furiosamente, o se tirará del pelo con nerviosidad, mientras realiza gestos ame­nazadores. Los especialistas en comunicación humana sugie­ren que cuando nos rascamos en público, difícilmente sea porque nos pique y la serie de gestos que realizamos para tratar de mejorar nuestro aspecto, realmente no persiguen ese fin. El significado exacto de estos gestos varía según la situación. El arreglarse, por ejemplo, puede implicar una in­troducción al galanteo como ya hemos visto. Pero muy fre­cuentemente, parece reflejar en los primates inferiores, alguna tensión interna que no tiene otra salida posible en ese momento. La mayoría de los encuentros entre seres huma­nos no sólo comienzan con un saludo, también terminan con una despedida. La gente vuelve a aproximarse y realiza otro ritual de despedida. Los etólogos sugieren que como en el caso de la bienvenida, se trata de un gesto de apacigua­miento. Durante un encuentro, todos están presumiblemente ocupados en lo que acontece, pero al separarse, podrán libe­rarse agresiones contenidas. De cualquier manera, no hay nada más vulnerable que un individuo en retirada. En algu­nas sociedades, al alejarse de la presencia del rey, los súbdi­tos retroceden inclinándose e incidentalmente protegiendo sus espaldas.

Los seres humanos pueden apaciguarse con palabras o gestos, lo que dicen los tranquiliza mutuamente. De cual­quier modo, no vivimos con la sensación de que estamos en presencia de un peligro físico cada vez que nos encontramos cara a cara con otra persona. Pero al escuchar a los etólogos y al observar la película de Kendon, uno se pregunta si en algún profundo nivel inconsciente no mantenemos la pre­caución física que hemos heredado de nuestros antecesores.

Algún día un investigador realizará un análisis de las despedidas, similar al que se ha hecho de las bienvenidas. Esto brindaría las respuestas a algunas intrigantes preguntas. Por ejemplo, cómo hace la esposa, en una reunión, para avisar a su cónyuge que es prudente retirarse, si no se lo puede decir verbalmente. He visto a algunas mujeres que lo hace echándose hacia adelante en sus asientos, juntando sus pertenencias o reacomodando sus ropas, es decir, repre­sentando una secuencia de partida. Un ejecutivo —que pre­fiere permanecer en el anonimato— me dijo que había encontrado un sistema infalible de terminar una reunión aburrida. Comienza distraídamente a guardar sus papeles en el portafolio. Inmediatamente, los otros asistentes a la reunión comienzan a mover los papeles, aparentemente imitando su comportamiento, y el presidente de la misma, al notar el movimiento, que demuestra urgencia general por abandonar el local, se apresura a levantar la sesión.

En sus estudios sobre el comportamiento en menor escala, el saludo, los etólogos hacen una contribución distintiva para la investigación de la comunicación no verbal. Su tra­bajo ha influenciado el pensamiento de casi todos los inves­tigadores en este campo. Muchos científicos acostumbran comparar los descubrimientos sobre la comunicación humana con la comunicación animal.

 

EL ROSTRO HUMANO

Una estudiante de enfermería está sentada en una habita­ción a oscuras, mirando esa clase de película que se considera digna de una pesadilla. En la pantalla se ve un ser humano que tiene la cara y el cuerpo horriblemente quemados mien­tras soporta el agónico dolor ocasionado cuando le arrancan diferentes capas de piel.

La chica no está sola durante el experimento. Hay otra mujer encargada de entrevistarla, que está sentada en el otro extremo de la habitación, enfrentando una pared blan­ca. Ha sido ubicada en ese lugar pues desde allí no puede ver ni a la estudiante, ni a la pantalla.

El dramático filme continúa y la chica se revuelve en el asiento, mientras los segundos transcurren lentamente y en silencio. Luego, por fin aparece un subtítulo en la pantalla: las instrucciones. Debe describir la película, falseando la verdad, como si hubiera estado viendo flores, o niños jugando en un parque. Se oye el ruido de roces de ropa, una silla que se corre y finalmente la mujer que la entrevista, res­pondiendo a una señal, se da vuelta y enfrenta a la estu­diante. La chica finge una sonrisa valiente y comienza: "Debe ser primavera; nunca he visto tantas flores hermosas".

Este ingenioso experimento fue ideado por Paul Ekman, joven, dinámico, muy conocido, y probablemente el más im­portante en el campo de la comunicación no-verbal. Su cen­tro de investigaciones está ubicado en el Instituto Langley Porter de San Francisco, en una antigua casona de ladrillos, de altos cielos rasos, de revestimientos de roble y de largas escaleras de madera. La atmósfera es confortable; hay apro­ximadamente veinte investigadores en mangas de camisa; el equipo que utilizan es formidable. Otros científicos se refie­ren casi con veneración a la computadora, combinada con video tape que posee Ekman. Fue diseñada por él mismo y sus colaboradores que sólo tienen que hacerle una consulta —solicitar por ejemplo todo material archivado acerca de gestos de la mano hacia la boca— y en cuestión de segundos éstos aparecen en la pantalla de televisión. Se puede pasar las imágenes más lentamente o detenerlas a voluntad, para estudiarlas en detalle.

El interés de Ekman por la comunicación se remonta a 1953, cuando empezó a buscar una forma de evaluar lo que sucede durante una sesión de terapia de grupo. Se convenció de que lo que se dice durante ella no proporciona ninguna respuesta real, así que comenzó a investigar el comporta­miento no-verbal. Desde hace siete años, Wallace Friesen ha estado colaborando con él en todos sus proyectos. A pesar de que han analizado juntos todos los movimientos corporales, se han concentrado especialmente en el rostro.

El propósito que lo llevó a este experimento filmado fue tratar de aprender algo acerca del engaño. Cuando una per­sona miente, ¿cuáles son en su expresión los detalles míni­mos que la delatan? La estudiante de enfermería fue filmada mientras hablaba sobre la película. Había hecho dos sesiones previas en el laboratorio, durante las que le habían mostrado películas bastante inocuas y hasta alegres y se le dijo que las describiera tal como las veía. De esta manera, podrían comparar los movimientos de su cuerpo en ambas sesiones; en la que dijo la verdad y en la que se le pidió lo contrario, para ver si de alguna manera demostraba que estaba min­tiendo.

Todas las personas seleccionadas por Ekman para este ex­perimento eran estudiantes de enfermería porque, según él dice "no es la clase de espectáculo que me gusta mostrar a cualquier persona, excepto a alguien que debe acostumbrarse a este tipo de cosas". La mayoría de las futuras enfermeras mentían apasionadamente porque intentaban no reaccionar visiblemente ante la mutilación física. Los resultados, sin embargo, demostraron que podían catalogarse en tres cate­gorías: algunas eran extremadamente hábiles para fingir. Al principio, el cuidadoso análisis de su comportamiento no dio ninguna clave que indicara que estaban mintiendo. Otras, aparentemente incapaces de mentir, claudicaban rápida­mente durante la sesión y decían la verdad. Otras, en cambio, mentían pero no del todo bien. Una pista fueron los ges­tos. Realizaron menos de los que habitualmente acompañan una conversación: marcar el compás, dibujando figuras en el aire, señalar, dar ideas de dirección o tamaño. En cambio, la mayoría de los movimientos que hicieron tendían a ser nerviosos o sobresaltados: se pasaban la lengua por los labios, se frotaban los ojos, se rascaban, etcétera.

Un análisis preliminar de las expresiones de las chicas sugirió que las claves se hallaban al comenzar, al terminar y durante la sesión. En otras palabras, la mayoría de las personas sabe fingir una expresión alegre, triste o enojada, pero lo que no sabe es cómo hacerla surgir súbitamente, cuánto tiempo mantenerla, o en qué instante hacerla desa­parecer. Lo que los novelistas llaman una "sonrisa estereo­tipada" es un excelente ejemplo de esto.

El hombre es capaz de controlar su rostro y utilizarlo para transmitir mensajes. Deja trasuntar su carácter puesto que las expresiones habituales suelen dejar huellas. El rostro como transmisor de emociones ha interesado a los psicólogos. Con el correr de los años, su interés se ha volcado funda­mentalmente en dos aspectos: ¿Trasmite el rostro emocio­nes? Y si es así, ¿el género humano envía y comprende universalmente este tipo de mensajes? En su reciente libro, Emotion in the Human Face, Paul Ekman examina los experimentos realizados sobre el rostro en los últimos cin­cuenta años, y concluye que, reanalizados y tomados en con­junto, prueban que las expresiones faciales son un índice confiable de ciertas emociones básicas. Para el lego, esto puede parecer como trabajar sobre lo obvio; pero para Ekman es un punto de comprobación muy importante, pues­to que gran parte de su trabajo actual está basado en la creencia de que existe una especie de vocabulario facial.

 

Más de mil expresiones faciales diferentes son anatómicamente posibles. Los músculos de la cara son extremada­mente sensibles y en teoría una persona podría demostrar todas las expresiones en sólo dos horas. Sólo unas pocas, sin embargo, poseen un sentido real e inequívoco y Ekman considera que esas pocas se ven en toda su intensidad en la cocina, en el dormitorio o en el baño, puesto que la etiqueta exige que sean controladas en casi todas las circuns­tancias. (Deténgase a buscar la diferencia entre un verda­dero rugido de furia, una exagerada expresión que muestra todos los dientes y que se ve sólo en momentos de emoción extrema, y el controlado gruñido y la boca tensa que son más comunes.)

El problema de Ekman consistió en encontrar un método eficiente de codificar las expresiones. Eventualmente, mien­tras trabajaba con Wallace Friesen y el psicólogo Silvan Tomkins, encontró una solución ingeniosa. Una especie de atlas del rostro llamado FAST (Facial Affect Scoring Technique). FAST cataloga las expresiones faciales usando foto­grafías en vez de descripciones verbales, dividiendo el rostro en tres áreas: la frente y las cejas; los ojos; y el resto de la cara: nariz, mejilla, boca y mentón. Para la emoción de "la sorpresa", FAST ofrece fotografías de frentes fruncidas por encima de las cejas arqueadas; de ojos muy abiertos, y de bocas abiertas en distintos grados en el "oh" de la sorpresa. El que quiera catalogar una expresión facial, podrá comparar el rostro que le interese, área por área, con las fotografías de FAST. No son necesarias las explicaciones escritas.

Ekman está empleando ahora el FAST en una especie de entrenamiento de sensibilidad visual. El objetivo es enseñar a diferentes personas —vendedores, abogados o cualquiera que tenga interés— para que logren reconocer las expresiones faciales en la conversación cotidiana. Ekman comienza ense­ñando las expresiones básicas; luego las mezcla de manera que mientras un área del rostro denota una emoción, las otras presentan emociones distintas. (Por ejemplo, unos ojos y cejas enojados sobre una boca sonriente.) El mismo efecto se produce cuando las diferentes expresiones se suce­den rápidamente. Se producen las mezclas cuando ambas emociones son simultáneas o cuando la costumbre las liga entre sí. Para un hombre, la ira puede estar íntimamente ligada al temor si su propia ira lo asusta; para otro, el temor puede estar ligado a la vergüenza.

Ekman entrena a sus alumnos para que identifiquen las diferentes expresiones, que son fáciles de confundir, como ser la ira o el disgusto, el dolor y la sorpresa, y reconocer las emo­ciones que se han tratado de disimular. La piéce de résistance, sin embargo, es la que enseña a distinguir una expresión honesta de otra que no lo es. Para el entrena­miento se emplean muchas imágenes, tanto en video tape como en fotografías. Luego se les toma una prueba en video tape del experimento del engaño a los que se entrenaron. Al mostrarles las fotografías donde aparecen exclusivamente las cabezas de las enfermeras, por lo general pueden distin­guir por su expresión facial cuándo las chicas mienten o cuándo dicen la verdad. Las personas no entrenadas, por lo general, no notan ninguna diferencia.

Es probable que el FAST resulte un instrumento de in­menso valor para los psicólogos que estudian las emociones. Es difícil estar seguro de lo que siente otro ser humano en un momento dado. Se le puede preguntar, pero puede negarse a contestar; puede mentir o tal vez ni siquiera saber qué es lo que siente. En el laboratorio un investigador puede medir el ritmo cardíaco o respiratorio de una persona me­diante el sistema GSR (Galvanic Skin Response), pero si bien estos datos indican la presencia de emociones, no logran diferenciar unas de otras. Algunas veces el investigador pue­de considerar la situación en que se encuentra el paciente, y tratar de adivinar cuál es su verdadera emoción, pero los abismos son obvios.

Antes de que los científicos puedan considerar al FAST como un método seguro, deberá comprobarse que es real­mente confiable. Una de las preguntas que podríamos for­mular es si todas las personas entrenadas en su utilización extraen las mismas conclusiones sobre lo que ven. Los ex­perimentos de Ekman han demostrado que es así. La próxi­ma pregunta es más difícil de contestar. ¿Puede el FAST realmente medir la intensidad del sentimiento de una per­sona? La dificultad reside, como ya lo hemos mencionado anteriormente, en la imposibilidad de saber con certeza cuá­les son los sentimientos de un individuo, puesto que no podemos basarnos exclusivamente en lo que nos dice.

El interrogante sobre las expresiones universales ha preocu­pado a los investigadores de las expresiones faciales; y durante años, ha habido una polémica entre Paul Ekman y Ray Birdwhistell. Ekman considera que ha probado a través de estudios comparativos entre diferentes culturas, que efec­tivamente existen gestos universales: los hombres de todo el mundo se ríen cuando están alegres o quieren parecerlo, y fruncen el ceño cuando están enojados o pretenden estarlo. Como ya he dicho, Birdwhistell sostiene que algunas expre­siones anatómicas son similares en todos los hombres, pero el significado que se les da difiere según las culturas. Sin embargo, ésta es una opinión minoritaria. (La mayoría de los científicos considera que por lo menos algunas expre­siones son universales.)

La prueba más citada por aquellos que creen en las expre­siones universales es el estudio realizado en niños ciegos de nacimiento. Se ha observado que todos los bebés realizan una especie de sonrisa a partir de las cinco semanas, aun los ciegos, que de ninguna manera pueden imitar a las perso­nas que los rodean. Los niños ciegos de nacimiento también ríen, lloran, fruncen el ceño y adoptan expresiones típicas de ira, temor o tristeza.

La evidencia de Ekman, por el contrario, se basa en un estudio comparativo entre diferentes culturas que realizó con Friesen. Utilizando fotografías de rostros cuidadosa­mente seleccionados que muestran claramente las expresiones básicas —alegría, sorpresa, furia, tristeza, desprecio, disgusto o contento—, pidió a personas oriundas de Norteamérica, Brasil, Japón, Nueva Guinea y Borneo que identificaran las distintas expresiones, y la mayoría de ellas lo logró sin diferencias apreciables. Incluso tuvo éxito con la tribu neolí­tica Fore de Nueva Guinea, que ha estado aislada del resto del mundo hasta hace tan sólo doce años. Mientras Ekman realizaba sus estudios en las selvas del Pacífico Sur y en universidades norteamericanas, otro psicólogo, Carrol Izard, investigaba entre diez culturas alfabetizadas logrando el mis­mo resultado positivo.

Ekman, sin embargo, no pretende que la sonrisa de un Fore es un gesto invariable de placer. (En todas las culturas existen lo que él denomina "reglas demostrativas", que de­finen cuáles son las expresiones apropiadas a cada situación. Estas reglas pueden exigir que una expresión sea disimulada, exagerada, ocultada o tal vez suprimida por completo. Y cada cultura cuenta además, no solamente con sus propias reglas, sino con sus propios estilos faciales, Los italianos, cuyo comportamiento facial es extremadamente volátil y expresivo, suelen encontrar difícil de sondear el rostro parco de los ingleses.)

 

Las reglas demostrativas fueron comprobadas con claridad en un experimento realizado recientemente por Ekman en Norteamérica y en el Japón, donde la etiqueta exige una sonrisa en casi todas las situaciones. El entorno elegido por Ekman era idéntico en ambos lados del Pacífico. Los indivi­duos seleccionados estaban sentados a solas en una habitación para observar una película del tipo de la que se les mostró a las aspirantes a enfermeras, sólo que algo menos impre­sionante. Mientras la observaban, fueron filmados y graba­dos sin tener idea de que esto estuviera sucediendo. Luego penetró en la habitación un hombre para entrevistarlos, japonés en el caso del Japón y norteamericano en el otro. Se solicitó a cada una de las personas que describiera lo que había visto. Mientras observaban la película, japoneses y norteamericanos habían mostrado las mismas reacciones fa­ciales, moviendo los mismos músculos faciales en iguales situaciones. Durante la entrevista los norteamericanos con­tinuaron reaccionando visiblemente, recorriendo toda la ga­ma de expresiones de sorpresa y de desagrado; en cambio los japoneses describieron lo que habían visto con una amable sonrisa en el rostro. De tanto en tanto, cuando miraban hacia otro lado tratando de organizar sus ideas, se notaba un relampagueo fugaz de emoción, de desagrado o de enojo, que solamente podía captarse al pasar la película en cámara lenta.

El concepto de Ekman acerca de las reglas demostrativas y la admisión por parte de Birdwhistell de que desde el punto de vista anatómico existen realmente expresiones uni­versales, parecen aproximar ambos polos de esta polémica, a pesar de que los puntos de vista y los métodos de investigación empleados son muy diferentes. Lo que para Birdwshistell es una evidencia, para Ekman es meramente anecdótico. Por su parte, Birdwhistell considera que los experimentos realizados en laboratorios son a menudo artificiales, pla­neados y no guardan relación con la vida real.

La pregunta lógica que surge es: ¿si verdaderamente hay expresiones faciales universales para el género humano, cómo se desarrollaron?

Charles Darwin comenzó la investigación en 1872 con su libro The Expresión of the Emotions in Man and Animáis. Comparó las expresiones faciales de un determinado número de mamíferos, incluido el hombre, y sugirió que todas las expresiones humanas primarias podían remontarse hasta al­gún acto funcional primitivo. El gruñido de furia, por ejemplo, puede provenir del acto de enseñar los dientes an­tes de morder.

La evolución de la sonrisa es más difícil de explicar y se ha aventurado una serie de teorías diferentes. Richard Andrew, por ejemplo, parte del hecho de que algunos primates, al verse amenazados, emiten un agudo grito de protesta, ruido característico producido con los labios estirados hacia atrás, en lo que parece una sonrisa. Los monos Rhesus hacen también esto y algunas veces emplean esa mueca defensiva-amenazante pero sin molestarse siquiera en emitir sonido al­guno. El hombre suele emplear una sonrisa defensiva como gesto de pacificación. Pensemos en el invitado que sonríe avergonzado cuando llega tarde a una cena. Por más débil que parezca su sonrisa es un importante paragolpes que amortigua la agresión, ya que la sonrisa constituye un medio de comunicación sutil, pero vital entre los seres humanos. Existen diferentes historias de guerra que narran cómo un soldado preparado para el combate, al sorprender al ene­migo, fue literalmente desarmado por éste con una sonrisa o el ofrecimiento de algo para comer.

La sonrisa de verdadero placer es más difícil de explicar que la sonrisa defensiva, pero Andrew sugiere que puede provenir de la mueca que efectúan automáticamente muchos mamíferos, incluso el hombre, cuando se sobresaltan. Aque­lla mueca de sorpresa podría haber evolucionado hasta transformarse en una amplia sonrisa de placer; el humor de los adultos depende del factor sorpresa.

En 1966, dos psicólogos, Ernest Haggard y Kenneth Isaacs informaron que mientras pasaban en cámara lenta películas de psicoterapia, habían notado expresiones en el rostro de los pacientes que aparecían por un instante para volver a desaparecer inmediatamente en una fracción de segundo. Las expresiones no eran visibles al pasar la película a veloci­dad normal; al pasarla nuevamente en cámara lenta, a más o menos un sexto de la velocidad normal, podían ser detectadas en la mayoría de la gente. Estudios posteriores revelaron que estas fugaces expresiones eran reveladoras. Se notó que gene­ralmente ocurrían en pacientes con conflictos. "Yo no estaba enojado", diría al mismo tiempo que se lo veía momentánea­mente muy molesto. Por lo general las personas no tenían escapatoria al enfrentar las expresiones faciales que las po­nían al descubierto. Mientras que un paciente comentaba cuánto apreciaba a otra persona, su expresión solía pasar ver­tiginosamente del placer a la ira y nuevamente al placer. Haggard e Isaacs sugirieron que estas expresiones, que deno­minaron "micromentarias" o "micros", no constituyen de por sí mensajes, conscientes o inconscientes sino que son fil­traciones de sentimientos verdaderos. En realidad, pueden servir como una válvula de escape que permite a una per­sona expresar, aunque sea muy brevemente, sus impulsos o sentimientos considerados inaceptables.

Aparentemente, los micros no son necesariamente invisi­bles. Desde 1890 numerosos experimentos sobre percepción subliminal han demostrado que con frecuencia vemos mucho más de lo que creemos ver. Muchas personas recuerdan el revuelo producido en torno a la persuasión subliminal en el año 50. Un investigador de mercado, norteamericano, ase­guraba haber aumentado las ventas de Coca-Cola y de maíz tostado proyectando en un cinematógrafo repetidamente sendos carteles que rezaban "Tome Coca-Cola" o "Coma maíz tostado" mientras pasaban la película.

Los avisos se pasaban sólo por espacio de un tres milésimo de segundo; en realidad eran prácticamente invisibles. Cuan­do el experimento tomó estado público, muchos norteame­ricanos protestaron y se preocuparon por el peligro que sig­nificaba la persuasión subliminal Las implicancias políti­cas eran aterradoras. Sin embargo, otros experimentos han indicado que ésta no es la forma más eficiente de convenci­miento subconsciente. El límite entre lo visible y lo subcons­ciente varía entre una persona y otra y en cada individuo según las diferentes situaciones. Un mensaje que se irradia el tiempo suficiente para ser captado en forma subconsciente por la mayoría de la audiencia, probablemente será visto claramente y de manera consciente sólo por algunas per­sonas.

Estas diferencias individuales en la percepción fueron claramente demostradas en un experimento realizado por Paul Ekman. En éste, su primer ensayo sobre investigación de expresiones micromentarias, exhibió una película a un grupo de estudiantes universitarios y de enfermeras que in­cluía varios micros. Los estudiantes no lograron captar los micros cuando la película fue proyectada a velocidad normal, pero sí cuando se la pasó en cámara lenta. En cambio las enfermeras, que tenían aproximadamente diez años de ex­periencia, descubrieron los micros durante la proyección a velocidad normal.

 

Al partir de esta base, Ekman comenzó a estudiar los mi­cros mediante un taquitoscopio, aparato que puede repro­ducir fotografías sobre una pantalla a velocidades que lle­gan a un centésimo de segundo. Cuando pasaba sus fotografías de rostros a velocidad máxima, las personas insistían en que no veían absolutamente nada.

El experimento con el taquitoscopio es mi juego de magia preferido, dice el doctor Ekman. Usted se lo mues­tra a una persona y ella pensará que está mirando una pantalla en blanco. Entonces hará lo que ella insiste que son conjeturas y luego usted le explica. "Ahora le probaré que la mayor parte de lo que dijo era acertado". Lee sus primeras diez respuestas y ella quedará asombrada.
Todos poseemos un aparato de percepción capaz de des­cifrar rostros a una velocidad de un centésimo se­gundo, lo que ofrece un interrogante de especial interés: ¿por qué no lo empleamos? Yo pienso que sistemáticamente le enseñamos a la gente desde su infancia a no prestar atención a las expresiones faciales mínimas, por­que son demasiado reveladoras.

Obviamente, esta enseñanza se efectúa de manera subcons­ciente. En cierta forma, el taquitoscopio representa la imagen bastante real de un rostro, puesto que las expresiones fa­ciales pueden variar en sólo medio o un cuarto de segundo, y siempre están relacionadas con las expresiones que las preceden y las que les siguen, acompañadas además de una serie de palabras y de movimientos corporales que distraen la atención. El ojo humano tiene que ser muy veloz para captarlas, y un rostro proyectado por el taquitoscopio es quizás más cercano a lo que se nos presenta en la vida real que las fotografías que podemos estudiar con tiempo.

En el transcurso de sus experimentos con el taquitoscopio el doctor Ekman descubrió un fenómeno muy interesante. Apro­ximadamente la mitad de las personas entrevistadas perdían continuamente una emoción. Cada individuo parecía tener un punto débil particular. Lograba captar casi todo correc­tamente pero pasaba por alto las imágenes de rostros que demostraban ira o desagrado. Siempre se trataba de una expresión desagradable; ninguno pareció pasar por alto la alegría. Obviamente, había un mecanismo de bloqueo sub­consciente, y parecía estar relacionado con la personalidad del individuo y con el humor en que se hallaba en ese mo­mento.

Ekman investigó este bloqueo en mayor profundidad en otro estudio preliminar en que examinó a treinta individuos mediante el taquitoscopio, y luego les brindó la oportunidad de relajarse tomando un trago y fumando un cigarrillo. Diez de ellos tenían una proporción mucho mayor de alcohol en su bebida; otros diez fumaron cigarrillos de tabaco mezcla­do con marihuana; y el resto tomó bebida sin alcohol y fumó cigarrillos comunes, un doble efecto de placebo. Cuando to­dos los individuos volvieron a ser sometidos a la prueba del taquitoscopio, el último grupo reaccionó en forma similar a la inicial. El grupo alcohólico tuvo mayor dificultad para reconocer todas las emociones, excepto la de desagrado, y en ésta, parecían ahora mucho más precisos. Pero lo que más interesó a Ekman fue la reacción del grupo que había fu­mado marihuana, ya que es creencia popular que su uso acrecienta notablemente la sensibilidad. En realidad, el gru­po se comportó notablemente peor en el reconocimiento de la tristeza, del temor y de la ira. Ekman recalca que éste fue un estudio preliminar. No estaba investigando los diferen­tes estados de ánimo —tanto la marihuana como el alcohol producen efectos totalmente diferentes según las circunstan­cias—, así que trató de intensificar el estudio de las reacciones.

La mayoría de los investigadores dedicados al estudio de la comunicación no-verbal que conocí, consideran que rea­lizan trabajos científicos básicos y creen que aún falta mucho tiempo para que se pueda dar una aplicación práctica a su trabajo. Sin embargo, Paul Ekman piensa que los estudios de la comunicación no-verbal serán un "campo muy can­dente" durante unos años, hasta que se logre develar los interrogantes fundamentales. En cuanto a su aplicación prác­tica, predice que se emplearán en muchos estudios psicoló­gicos sobre la emoción, utilizando como parámetro la expresión facial.

Ekman considera asimismo que no habrá grandes progre­sos relacionados con la psicoterapia, puesto que los terapeu­tas ya están empleando los conocimientos existentes sobre la comunicación; piensa además que surgirá una tremenda explotación comercial.

Puedo prever la aparición de institutos dedicados a entrenar vendedores y aspirantes a diferentes puestos. También creo que se empleará la observación de las ex­presiones faciales durante las entrevistas de personal.

Pienso que la medida de las expresiones se utilizarán pa­ra probar la reacción ante distintas propagandas comer­ciales; ya he sido abordado a ese respecto. No he acep­tado. Creo que veremos un creciente entrenamiento del comportamiento facial de los empleados en todo el mun­do de los negocios. Considero que es posible enseñar a las personas para que aprendan a engañar mejor.

Algunas de estas predicciones no son muy halagüeñas, pero cuando así se lo comenté, Ekman me dijo que en cuanto la comunicación no-verbal pase a ser parte del conocimiento popular, comenzará a cambiar. En cuanto se publiquen es­tudios que describan las formas en que la gente disimula que está fingiendo, esas maneras comenzarán a desaparecer para dejar lugar a otras. Esto presenta un nuevo problema para los investigadores de ciencias sociales. Sus estudios sobre el comportamiento pueden precipitar cambios de conducta que a su vez quitarán validez a sus investigaciones anteriores.

La idea de que exista una persona para entrevistar al per­sonal que esté entrenada para registrar expresiones faciales, es algo escalofriante y nos recuerda el 1984 de George Orwell, donde un hombre cometió un "crimen facial" cuando su ros­tro dejó traslucir que estaba imaginando pensamientos pro­hibidos. Al explicar a la gente que los movimientos corpo­rales producen una comunicación, ésta se siente desamparada, expuesta y al descubierto aun en completo silencio; después de todo, uno puede negarse a hablar, pero es difícil perma­necer inmóvil y sin tensar un solo músculo. Freud escribió: “Aquel que tenga ojos para ver y oídos para escuchar, podrá convencerse de que ningún mortal puede guardar un secreto. Si sus labios mantienen silencio, conversará a través de las puntas de sus dedos; la traición brotará de todos sus poros. Una vez oí que un hombre le dijo a una mujer: ¿Te has dado cuenta de que acabas de cruzar las piernas y los brazos al mismo tiempo? Obviamente te has puesto a la defensiva". Ésta es una irrupción en la intimidad, tan incorrecta como leer o discutir la correspondencia ajena.

Mucha gente se sentirá menos feliz ante la perspectiva de vivir en un mundo en el que algunas personas aprenden a leer el rostro, y otras a mentir con la expresión facial. Sin embargo, este proceso cultural, que es una especie de "dien­te por diente", es probablemente tan antiguo como la hu­manidad misma; un hombre aprendía a usar la lanza; otro inventaba el escudo; el primero mejoraba la lanza y así sucesivamente.

De cualquier manera, yo considero que los beneficios po­tenciales de esta ciencia sobrepasarán en mucho las mínimas deficiencias que provengan de su uso indebido. Ya que, a medida que las personas se vuelvan más conscientes de sus rostros, ¿cómo podrán dejar de sentirse más próximas a los sentimientos de los demás? Marido y mujer, paciente y terapista, podrán interpretarse mejor uno al otro y captar más rápido la desazón, la ira o el placer para determinar con más claridad la impresión que causan en el otro.

Si al mismo tiempo, las personas se tornan más responsa­bles de lo que hacen con sus propios rostros, terminarán tomando un contacto más íntimo con sus sentimientos per­sonales. Eso es verdaderamente lo que se trata de conseguir en la actualidad mediante la terapia de grupo, la psicoterapia, los encuentros juveniles y otros fenómenos de la vida moderna.

 

LO QUE DICEN LOS OJOS

Imagínese que un día mientras usted está sentado en un lugar público, levanta la vista, y se encuentra con la mirada fija de un desconocido que lo observa inexpresivamente, y que no se altera aun cuando usted le clava los ojos. Con se­guridad, usted mirará rápidamente hacia otro lado y luego de unos segundos se volverá hacia él para ver si todavía lo sigue observando. Si continúa haciéndolo, usted lo mirará de hito en hito varias veces y a medida que lo haga, si la persona persiste en su actitud, usted pasará rápidamente de la ira a la alarma.

Esta forma de mirar fijo, sin variante, es un medio de amenaza para muchos animales como así también para el hombre. Un naturalista que estudió el comportamiento de los gorilas montañeses en la selva, registró esta especie de "combate de miradas fijas" entre los machos. Él mismo se expuso a un ataque si miraba a un animal fijamente por un lapso prolongado.

Los monos Rhesus también reaccionan violentamente cuando otro mono o un ser humano los mira fijo. En recien­tes experimentos de laboratorio, Ralph Exline, un psicólogo de la Universidad de Delaware, investigó la comunicación a nivel hombre-mono, referente al comportamiento del ojo. Los monos fueron encerrados en jaulas, en una habitación vacía bien iluminada. Cuando el investigador se aproxima­ba a la jaula mirando hacia abajo, con una actitud tímida, la reacción era mínima. Cuando lo hacía de manera más agresiva, mirando directamente a los ojos y fijando la mi­rada, el animal comenzaba a mostrar los dientes y balancear la cabeza amenazadoramente. Sin embargo, el mono no res­pondía como si se sintiera amenazado, cuando el investiga­dor con la misma expresión fija mantenía los ojos cerrados. Al dar un paso más en el experimento, es decir cuando el investigador se echaba hacia adelante y sacudía la jaula, siempre con los ojos cerrados, el animal demostraba estar atento pero no aparecía como amenazado.

Los monos son sensibles a la mirada hasta un límite in­creíble. En otro experimento se expuso a varios monos Rhesus a las miradas de un hombre que estaba oculto. Inmedia­tamente comenzaron a parecer deprimidos y al controlar sus ondas cerebrales, se descubrió que cada vez que el hombre los miraba directamente se notaban alteraciones en el esque­ma de las ondas. Resultaba difícil entender cómo sabían cuándo se los miraba directamente y cuándo no, puesto que no podían ver al hombre que lo hacía; pero este comporta­miento parece ligado a una experiencia humana muy co­mún. Casi todos hemos sentido en alguna oportunidad la incómoda sensación de ser vigilados y luego confirmar nues­tra sospecha al darnos vuelta. Generalmente consideramos que un sonido apenas audible o un movimiento ínfimo, cap­tado en la visión periférica, nos ha brindado esa sensación. Resulta intrigante la idea de que para los monos y quizá también para los hombres, exista tal vez alguna clave aun más primitiva que produzca esa sensación. Nadie ha obser­vado qué ocurre con las ondas cerebrales del hombre cuando lo miran fijo, pero un estudio reciente parece indicar que una persona que es mirada insistentemente tiende a aumentar su ritmo cardíaco en mayor proporción que la que no lo es. Una de las mayores incomodidades de hablar en público, consiste en enfrentarse con gran cantidad de miradas fijas.

La potencia de la mirada fija ha sido reconocida a través de la historia de la humanidad, y en muchas culturas dife­rentes existen leyendas sobre el "mal de ojo", mirada que ocasiona perjuicios a la persona que la recibe. En tabletas de arcilla atribuidas al tercer milenio a. C. hay referencias sobre una deidad que poseía el "mal de ojo".

El sabio judío Rab, en el tercer siglo d. C. sostenía que el noventa y nueve por ciento de las muertes se producían por el "mal de ojo". La gente creía que algunas veces estos extraños poderes oculares se adquirían en un pacto con el diablo, y en otras oportunidades que era una maldición que caía sobre un inocente. Se decía que el Papa Pío IX, electo en 1846, era el poseedor inocente de dicha condición malig­na. Se consideraba que su bendición era indefectiblemente fatal.

También ha existido la creencia paralela de que usar una larga mirada fija servía de magia protectora, y hasta 1947 los barcos que navegaban por el Mediterráneo solían llevar pin­tados ojos protectores. En 1957 se presentó ante la comisión del Congreso el caso de un empresario norteamericano que había contratado los servicios de una persona para que cada tanto mirara de cierta manera a sus empleados, una muda amenaza que los impulsaba a trabajar más intensamente.

¿Por qué existe el tabú sobre la mirada fija? Por supuesto puede explicarse como parte de la herencia biológica que compartimos con otros primates. Experimentos con bebés recién nacidos han demostrado que la primera reacción vi­sual que experimentan se produce ante un par de ojos o cualquier otra configuración similar, un par de puntos sobre una cartulina blanca que se asemeje a dos ojos; algunos cien­tíficos consideran esto como una evidencia de que la respuesta humana a la mirada es innata. Sin embargo, existe otra explicación posible. El lugar hacia donde mira una persona nos indicará cuál es el objeto de su atención. Cuando un hombre  (o un mono)  mira fijamente a otro,  indica que su atención está concentrada en él pero no proporciona señales de cuáles son sus intenciones, lo que ya de por sí es suficiente para hacer que un primate se sienta nervioso. Esto
explica asimismo, por qué ciertas personas se sienten tan incómodas frente a un ciego.
  Su comportamiento ocular no les brinda ninguna clave acerca de sus intenciones.

 

 A pesar de que todas las culturas desaprueban a la persona que mira fijo, algunas son más estrictas que otras. El psicó­logo Silvan Tomkins ha señalado que la mayoría de las so­ciedades consideran tabú el exceso de intimidad, de sexo, o de libre expresión en las emociones. Este exceso varía de una cultura a otra. Sin embargo, desde que existen estos tres tabúes, también existe el tabú acerca del contacto ocular, ya que destaca la intimidad, expresa y estimula las emociones, y es un elemento importante en la exploración sexual. Los norteamericanos interpretan el contacto ocular pro­longado como un signo de atracción sexual que debe ser escru­pulosamente evitado, excepto en las circunstancias íntimas apropiadas. Es fácil para un hombre denotar intenciones sexuales con los ojos: una larga mirada a los pechos, a las nalgas o a los genitales; una mirada escudriñadora de arriba abajo que desviste a quien la recibe o simplemente mi­rando directamente a los ojos. Tal vez el hecho de que el contacto ocular activa la excitación sexual tan rápidamente, sea la causa de ese episodio tan común en cualquier esquina: el hombre que mira provocativamente a una mujer, quien baja la vista en una inmediata actitud defensiva. Se en­seña a los niños a no mirar fijamente los senos o los geni­tales. Rara vez se les explica claramente; sin embargo, lo aprenden. En muchas, sino en todas las sociedades, las ni­ñas reciben un entrenamiento más estricto que los varones acerca de "dónde no deben mirar". La conexión entre el sexo y el contacto ocular es en realidad muy fuerte. Desde hace mucho tiempo se considera que el exceso sexual causa debilidad en la vista y ceguera.

Cuando dos personas se miran mutuamente a los ojos, comparten una sensación de placer por estar juntas, o de enojo, o bien ambas se excitan sexualmente. Podemos leer el rostro de otra persona sin mirar sus ojos, pero cuando los ojos se encuentran no solamente sabremos cómo se siente el otro, sino que él sabrá que nosotros conocemos su estado de ánimo.

De alguna manera, el contacto ocular nos hace sentir —vi­vamente— abiertos, expuestos y vulnerables. Tal vez ésa sea una de las razones que induce a la gente a hacer el amor a oscuras, evitando la única clase de contacto (el ocular) que es el que más tiende a profundizar la intimidad sexual.

Jean Paul Sartre sugirió una vez que el contacto visual es lo que nos hace real y directamente conscientes de la pre­sencia de otra persona como ser humano, que tiene conciencia e intenciones propias. Cuando los ojos se encuentran se nota una clase especiar de entendimiento de ser humano a ser humano. Una chica que tomaba parte en manifestaciones políticas declaró que le advirtieron que en caso de enfren­tarse a un policía, debía mirarlo directamente a los ojos. Si lograba que él la considerase como otro ser humano, tenía más posibilidades de ser tratada como tal. En situaciones en que debe mantenerse una intimidad mínima, por ejemplo, cuando un mayordomo atiende a un convidado, o cuando un oficial reprende a un soldado, el subordinado tratará de evi­tar el contacto visual manteniendo la mirada directamente hacia el frente.

Las diferencias interculturales relativas al comporta­miento visual son considerables y algunas veces importantes. El antropólogo Edward Hall ha observado que los árabes se paran muy cerca para conversar y se miran intensamente a los ojos mientras hablan. Por otra parte, existen sociedades en el Lejano Oriente donde se considera de mala edu­cación mirar a la otra persona mientras se conversa. Para los norteamericanos, la mirada prolongada de los árabes resulta irritante; pero evitar los ojos totalmente como lo hacen en el Lejano Oriente, representa un síntoma de enfermedad. Los norteamericanos encuentran que la etiqueta de  los ingleses es algo extraña, ya que éstos, a no ser que estén muy cerca, fijan intensamente los ojos en los de su interlo­cutor. Los ingleses realizan menos movimientos con la ca­beza ya que sus parpadeos y la mirada fija señalan que están prestando atención. La costumbre norteamericana es variar continuamente la dirección de la mirada de un ojo a otro o apartar totalmente los dos del rostro. Esta forma de mirar en lugares públicos varía de un país a otro. "Mi primer día en Tel Aviv fue perturbador" —narra un viajero—. "La gente no sólo me miraba fijamente sino que lo hacía de arriba abajo. Me preguntaba si no estaba despeinado, o tenía el cierre del pantalón bajo, o sim­plemente parecía demasiado norteamericano... Finalmente una amiga me explicó que los israelíes no consideraban extraño mirar fijo a una persona en la calle. En Francia se admite que un hombre mire abiertamente a una mujer por la calle. Más aun, las mujeres francesas suelen quejarse de que se sienten incómodas en las calles de Norteamérica, como si repentinamente se hubieran tornado invisibles.

En Norteamérica las reglas son diferentes. El sociólogo Erwin Goffman ha explicado que en los lugares públicos los norteamericanos se otorgan "desatención civil", es decir, que incluyen visualmente al otro para que comprenda que se lo percibe, pero no demasiado para no parecer curiosos o entrometidos. En la calle se adopta una forma especial de mirar al otro cuando se está a una distancia de dos metros y medio aproximadamente, durante ese tiempo se hacen gestos, y cuando el otro pasa, se bajan los ojos para "mitigar las luces", como lo describe Goffman. Posiblemente éste es el más leve de los rituales, pero se usa constantemente en nues­tra sociedad.

 

Los norteamericanos piensan que mirar fijo en público es una intromisión en la intimidad, y ser sorprendido en esta actitud es embarazoso. La mayoría de las personas se en­frenta con el problema de no saber hacia dónde mirar cuando comparten con otra un espacio pequeño como el ascensor. Por otra parte, cuando uno debe reunirse con otra persona a la que no se conoce en un lugar público, el tabú de la mirada facilita el medio de descubrirla: seguramente, violando la regla dirigirá una mirada interrogante. Los ho­mosexuales dicen que con frecuencia pueden ubicar a otro homosexual en un lugar público simplemente porque éste les llama la atención con la mirada.

Las películas también tienen en cuenta el tabú de la mi­rada fija. Una de las diferencias más notables entre las películas comerciales y familiares es que en éstas últimas la gente mira directamente a la cámara, como reconociendo la presencia del auditorio. Algunas veces esta regla ha sido violada con muy buen resultado. En las primeras escenas del "Satiricón" de Fellini, dos apuestos jóvenes vagan entre un hormiguero humano poblado de personajes tan extraños y monstruosos que apenas parecen seres humanos. La sensa­ción de pesadilla que brinda la escena se intensifica de ma­nera notable porque a medida que la cámara se mueve, uno de los monstruos se aproxima y se asoma directamente a través de la pantalla, envolviendo a la audiencia de una ma­nera inesperada y notablemente incómoda.

La mayoría de los encuentros comienzan con el contacto visual. Como gesto de apertura tiene distintas ventajas; puede ser poco comprometido si el que mira no necesita asumir la responsabilidad por el contacto, contrariamente a lo que sucedería si el saludo fuera verbal. No obstante, según Goffman, cuando un norteamericano permite que otro capte su mirada, se subordina a lo que pueda sobrevenir. Ésa es la razón por la que las camareras desarrollan una cierta ha­bilidad que permite que su mirada no sea captada mientras están muy ocupadas. Los niños aprenden esta actitud par­ticular sobre el contacto visual desde muy temprano. Cuan­do mi hijo tenía solamente dos años, y viajaba en el asiento posterior del' auto, estaba ansioso por quejarse y giraba cons­tantemente su cabeza hacia mí, pero no decía una palabra hasta que lograba captar mi mirada.

Establecer un contacto visual o verse impedido de hacerlo puede cambiar enteramente el significado total de una si­tuación. El hombre que corre a tomar el ómnibus y llega en el preciso momento en que el conductor cierra la puerta y arranca mirando hacia la carretera, se sentirá de manera muy diferente si las puertas se cierran y el conductor pro­sigue su camino mirándolo fijo. Las reglas de la etiqueta establecen una gran diferencia entre no saludar a una persona simulando no verla, o no hacerlo luego de mirarla y ne­garse a reconocerla. Esto último representa una ofensa mu­cho mayor.

El comportamiento visual es tal vez la forma más sutil del lenguaje corporal. La educación nos prepara desde peque­ños, enseñándonos qué hacer con nuestros ojos y qué esperar de los demás. Como resultado de esto, si un hombre esquiva la mirada, si se encuentra con la mirada de otra persona, o si no lo hace, produce un efecto totalmente desproporciona­do al esfuerzo muscular que ha realizado. Aun cuando el contacto visual sea efímero, como generalmente lo es, la su­ma de tiempo acumulado en mirar tiene cierto significado.

Los movimientos de los ojos, por supuesto, determinan qué es lo que ve una persona. Los estudios sobre la comunicación han demostrado el hecho inesperado de que estos movimien­tos también regulan la conversación. Durante el cotidiano intercambio de palabras, mientras la gente presta atención a lo que se dice, los movimientos de los ojos producen un sis­tema de señales de tráfico hablado que indican al interlocutor su turno para hablar.

Este descubrimiento fue hecho en Gran Bretaña en un es­tudio realizado por el doctor Adam Kendon. Llevaron al la­boratorio un par de estudiantes que no se conocían; les pi­dieron que se sentaran y trabaran relación, y luego los fil­maron mientras conversaban. A pesar de que entre los estu­diantes variaba enormemente el tiempo insumido en mirar a su compañero —la escala iba desde el veintiocho hasta más del setenta por ciento del tiempo—, el patrón que surgió era muy claro.

Imaginémonos dos personas que se encuentran en un co­rredor. Llamémoslos John y Alison. Una vez realizados los estudios preliminares, Alison inicia la conversación. Comen­zará por no mirar a John; luego cuando la conversación toma ritmo vuelve a mirarlo cada tanto, generalmente cuando se detiene al final de una frase u oración. Cuando ella lo ha­ce, él asiente con la cabeza o murmura "aja..." o indica de alguna otra manera que la está escuchando y ella vuelve sus ojos hacia otro lado. Sus miradas hacia él duran tanto tiem­po como los intervalos sin mirarlo, pero no lo hace cuando duda o comete errores en la conversación. Cuando concluye lo que quiere expresar, le dirige una larga mirada significa­tiva. Todo parece indicar, que de no hacerlo así, John sin saber que es su turno para hablar, dudará o permanecerá en silencio.

Cuando John inicia la conversación y Alison lo escucha, ella lo mira más tiempo que la vez anterior. La mirada de Alison hacia otro lado es breve y dura muy poco tiempo.

Cuando sus ojos se encuentran con los de él, asiente o efec­túa alguna señal que le hace comprender a John que ella le está prestando atención.

No es difícil comprender la lógica de este comportamiento. Alison mira hacia otro lado cuando comienza la conversa­ción, y cuando duda, para evitar distraerse mientras ordena sus pensamientos. Vuelve sus ojos hacia John, de vez en cuando, para asegurarse que él la escucha y ver cómo reac­ciona, o tal vez para solicitarle permiso para continuar. Mientras él habla, ella lo mira constantemente para demos­trarle que le presta atención, que es educada y respetuosa. La importancia del comportamiento visual como "señal de tráfico" durante una conversación, se demuestra claramente cuando ambos interlocutores usan anteojos oscuros; se notan muchas más interrupciones y pausas prolongadas de las que hay normalmente.

En su estudio Kendon descubrió que cuando una persona interroga a otra, suele mirarla directamente a los ojos a no ser que se trate de una pregunta algo atrevida o que se refiera a algún tema que tenga ansiedad por conocer. Si el que escucha se sorprende ante algo que ha dicho su compa­ñero, también tiende a mirarlo si se trata de algo agradable, o a desviar los ojos hacia otro lado si el que habla expresa algo desagradable, repugnante u horrible, a menos que ambos compartan una misma emoción, en cuyo caso el que escucha pestañeará bajando los ojos. Sin embargo Kendon recalca que todas estas generalidades se aplican a una conversación relativamente formal; presume que las personas en sus pro­pios hogares o las que se conocen muy bien, no se comporta­rán de esta manera.

El tiempo que una persona gasta en mirar a otra tiende a igualarse en ambos estudiantes de cada pareja observada. Pero a su vez un estudiante que formaba pareja primero con una persona y luego con otra, mostraba marcadas diferencias en el comportamiento visual en ambos experimentos. Esto sugiere que se logra un entendimiento muy sensible, y totalmente no verbal cuando las dos personas conversan y qué miradas se mantienen a un determinado nivel.

También parece ser cierto que durante una conversación social entre dos individuos que no se conocen, por lo general se trata de reducir mutuamente el intercambio visual, proba­blemente porque un exceso de éste alteraría el foco de aten­ción del tema de la conversación hacia una relación más personal. Un par de estudiantes, hombre y mujer, parecían atraídos mutuamente. El análisis demostró que cuanto más se sonreían uno a otro, menos se miraban. La chica comenzó a evitar el contacto visual y tendía a mirar hacia otro lado en los momentos en que se elevaba el nivel emocional. Esta pauta de comportamiento visual, por lo tanto, no guardaba ninguna relación con la función de la "señal de tráfico" vi­sual, sino que formaba parte de su vocabulario expresivo; era una manera de decir "me siento turbada".

Las señales visuales cambian de significado de acuerdo al contexto. Existe una gran diferencia entre recibir una pro­longada mirada cuando uno está hablando —en este caso puede ser halagador— o percibir la misma mirada en alguien que nos habla. Para el que escucha, recibir una mirada fija y prolongada resulta inesperado e incómodo. Más aun, du­rante un silencio amistoso la mirada fija puede ser directa­mente perturbadora. Un individuo puede expresar muchas cosas mediante su comportamiento visual, tan solo exage­rando levemente los patrones habituales. Si mira hacia otro lado mientras escucha al otro, le indica que no coincide con lo que el otro le dice. Si mientras habla vuelve los ojos hacia otro lado más tiempo del habitual, denota que no está seguro de lo que dice o que desea modificarlo. Si mira o la otra persona mientras la escucha, le indica que está de acuer­do con ella, o simplemente que le presta atención. Si mien­tras habla mira fijamente a la otra persona, demuestra que le interesa saber cómo reacciona su interlocutor ante sus afir­maciones, y que además está muy seguro de lo que dice.

 

Mientras una persona habla, puede en realidad tratar de controlar el comportamiento del que escucha mediante mo­vimientos oculares. Puede impedir una interrupción evi­tando mirar a la otra persona, o puede animarla a responder mirándola con frecuencia.

He mencionado anteriormente que la suma de miradas entre las personas varía enormemente. Parece ser que el comportamiento visual no es simplemente compartir y usar un mismo código. Los movimientos oculares de un mismo individuo están influenciados por su personalidad, por la situación en que se encuentra, por las actitudes que toma ha­cia las personas que lo acompañan y por la importancia que tiene dentro del grupo que conversa. También es cierto que los hombres y mujeres emplean sus miradas de manera to­talmente diferente. La mayoría de estos descubrimientos pue­de atribuirse a la investigación del psicólogo Ralph Exline, quien durante varios años ha efectuado docenas de experi­mentos en este campo, y la manera en que juegan las dife­rentes variantes. Los individuos elegidos, por lo general es­tudiantes, eran introducidos en una habitación especial y se les encomendaba alguna tarea que los mantuviera distraí­dos, mientras se registraba su comportamiento visual o se filmaba a través de un espejo visor especial.

Uno de los descubrimientos más llamativos de Exline es que el mirar está directamente relacionado con la sensación de agrado que se siente por otra persona. Cuando a una persona le agrada otra, es probable que la mire más fre­cuentemente que lo habitual y que sus miradas sean tam­bién más prolongadas. La otra persona interpretará esto como un signo de cortesía de que su amigo no está simple­mente absorto en el tema de la conversación, sino que tam­bién se siente interesado por ella como persona. Por su­puesto que el comportamiento visual no es la única clave de atracción. También cuentan las expresiones faciales, la proximidad, el contacto físico si existe y lo que se dicen entre sí. Pero a la mayoría de nosotros, sin embargo, nos resulta más fácil decir "me gustas" con el cuerpo y especialmente con una mirada, que con palabras. El comportamiento visual puede ser crucial en las etapas iniciales de una relación, porque se realiza sin esfuerzo. En una habitación llena de gente, aun antes de intercambiar una sola palabra, dos personas podrán iniciar una compleja relación preliminar, exclusivamente mediante los ojos: ini­ciar un contacto, retirarse tímidamente, interrogar, hacer tentativas, elegir o rechazar. Una vez iniciada la conversa­ción, ésta continuará, acompañada de sutiles comunicaciones no-verbales, en las que el comportamiento visual juega un papel preponderante.

Así como los movimientos oculares pueden transmitir ac­titudes y sentimientos, también expresan la personalidad. Algunas personas miran más que otras. Aquellos que por naturaleza son más afectuosos, suelen mirar mucho, como los individuos que, según los psicólogos, tienen más necesidad de afecto. Denominada también "motivo de amor", la ne­cesidad de afecto es el deseo de formar una relación cálida, afectiva e íntima con otras personas, necesidad que todos sen­timos en mayor o menor grado.

Realmente no constituye una sorpresa saber que las per­sonas que buscan afecto y las que se gustan mutuamente es­tán inclinadas a mirarse directamente al rostro y a los ojos. En realidad hay mucho de sabiduría popular relacionada con el movimiento de los ojos, y luego de investigar, algunas creen­cias resultan ciertas. Por ejemplo la persona que se encuen­tra turbada o a disgusto, y que trata de evitar la mirada de las otras. Asimismo, la persona que mira menos cuando hace una pregunta personal, que cuando formula otra más gene­ral. Más aun, algunos individuos suelen desviar la mirada notoriamente cuando están faltando a la verdad.

Este último hecho fue hábilmente demostrado en uno de los experimentos más ingeniosos de Exline. Como siempre, los individuos elegidos eran estudiantes. Se los analizó en parejas, y se les dijo que el propósito del experimento era estudiar la realización de decisiones en grupo. A cada pa­reja se le mostró una serie de naipes y se le pidió que adivi­nara el número de puntos que contenía cada uno. Debían dis­cutir juntos la probable cantidad y ponerse de acuerdo para dar una sola respuesta. Pero un estudiante de cada pareja estaba completado con el investigador.

Después de haber mostrado media docena de tarjetas, se simulaba llamar al investigador por teléfono, de modo que debía ausentarse del salón. Mientras él no estaba, el estu­diante completado inducía a su compañero a falsear la prue­ba, leyendo la respuesta en la hoja del investigador. Algunos de los alumnos lo hacían activamente; otros se resistían pero permitían al otro que lo hiciera, convirtiéndose en cómpli­ces pasivos.

 

Al retornar el investigador al salón, demostraba un cre­ciente escepticismo acerca de las respuestas de la pareja, hasta que finalmente, la acusaba abiertamente de haber he­cho trampa. Durante la tensa entrevista que seguía, se con­trolaba el comportamiento ocular del desventurado estu­diante, se lo registraba y se lo comparaba con otro similar, tomado con anterioridad al experimento.

Exline no trataba de comprobar solamente la teoría de las miradas evasivas. Deseaba probar cómo se relacionaba dicha mirada con cada variante particular de la personalidad, y el grado en que cada individuo se consideraba capaz de do­minar a los otros. Todos los estudiantes habían realizado un test con lápiz y papel antes de ir al laboratorio para efec­tuar esta prueba. Según este test, fueron clasificados en di­versos grados de "maquiavelismo", o por la tendencia de do­minar a los demás. Resultó que los que realmente tenían esta tendencia y mientras negaban haber consultado las res­puestas, miraban al investigador con mayor firmeza que los que no habían consultado las respuestas. Más aun, después de la acusación, en realidad aumentaron la duración de su mirada a pesar de que en la entrevista anterior todos lo ha­bían hecho en forma similar. De tal modo, el contacto vi­sual de cada sujeto se veía afectado no sólo por la necesidad que tenía de ocultar información, sino por la clase de per­sona que era.

Otra influencia importante sobre el comportamiento vi­sual está determinada por el sexo. Parece ser que las mujeres, por lo menos en el laboratorio, miran más que los hombres. Y una vez que realizan el contacto visual, lo mantienen por más tiempo. También existen otras diferencias más su­tiles. Tanto los hombres como las mujeres miran más cuando alguien les resulta agradable, pero los hombres in­tensifican el tiempo de la mirada cuando escuchan el final de una conversación, mientras que las mujeres lo hacen cuan­do son ellas las que hablan. Una explicación plausible de estas diferencias reside en el hecho de que les enseñamos a las niñas y a los varones a demostrar sus emociones de manera diferente. Las mujeres, por lo general, se sienten menos inhi­bidas para demostrar lo que sienten y más receptivas a las respuestas emocionales de terceros. Aparentemente las mu­jeres no sólo dan mayor importancia a la información que pueden recibir a través de la mirada —información con res­pecto a las emociones— sino que tienen una necesidad ma­yor de saber, especialmente cuando están con alguien que les resulta agradable, y cómo reacciona él o ella ante lo que están diciendo. En realidad, si se le pide a una mujer que converse con alguien a quien no puede ver, hablará menos de lo habitual. Un hombre, en cambio, al conversar con alguien a quien no puede ver, habla mucho más.

Otro experimento realizado por Exline arroja más luz sobre la relación existente entre el comportamiento visual y el emo­cional. Exline pidió a sus examinados que llenaran una ficha personal en la que se les preguntaba, entre otras cosas, cuánto afecto brindaban a los demás y cuánto pretendían recibir. Los hombres aparentemente demostraron que estaban dis­puestos a dar y recibir menos que la mayoría de las mujeres. Sin embargo, se dieron casos de algunos hombres que pare­cían más afectivos que el resto y algunas mujeres menos que el porcentaje usual. Cuando Exline examinó la interacción visual de estos individuos, descubrió que los hombres afec­tivos intercambiaban mutuamente miradas con otros en la misma proporción que las mujeres, mientras que las menos afectivas presentaban una actitud semejante a la generalidad de los hombres.

Entre los hombres, como así también entre los animales, la manera de mirar frecuentemente refleja el status. En general el animal superior es más dominante en su mirada. Cuando un mono superior o líder capta la mirada de otro que con­sidera inferior, éste entrecerrará los ojos o los desviará hacia otro lado. Algunos etólogos sostienen que la estructura dominante entre los primates se basa en la capacidad de sos­tener la mirada, más que en actos realmente agresivos. Cada vez que dos monos se encuentran, cruzan miradas y uno la desvía; ambos confirman el lugar que les corresponde en la jerarquía. Esto probablemente también sea cierto entre los hombres. El ejecutivo se considera con derecho de mirar desafiantemente a su secretaria; la secretaria lo hace con el cadete y los tres sentirían que algo no funciona bien si se alterara dicho esquema.

Hasta ahora nos hemos referido exclusivamente a los mo­vimientos visuales, como si el ojo en sí fuera inexpresivo. Sin embargo, la gente responde también en un nivel subliminal a los cambios que se producen dentro del ojo; a varia­ciones en el tamaño de la pupila. Un psicólogo de Chicago, Eckhard Hess, está investigando un nuevo campo que él deno­mina la "pupilometría". En 1965 escribió en el "Scientific American": “Una noche, hace aproximadamente cinco años, estaba en la cama hojeando un libro que tenía hermosas foto­grafías de animales. Mi mujer me miró por casualidad y me dijo que había poca luz, porque mis pupilas pare­cían más grandes que lo normal. Me pareció que la luz que provenía de la lámpara de la mesa de noche era su­ficiente, pero ella insistió en que mis pupilas estaban dilatadas. Como psicólogo, interesado en la percepción visual, este pequeño fenómeno me llamó la atención. Más tarde, mientras trataba de conciliar el sueño, re­cordé que alguien se había referido a la correlación que existe entre el tamaño de la pupila de una persona y su respuesta emocional a ciertos aspectos del medio que la rodeaba. En este caso era difícil hallar un componente emocional. Me pareció que era el resultado de un interés intelectual, y hasta ahora nadie se había referido al aumento del tamaño de la pupila en ese aspecto.

A la mañana siguiente, me dirigí a mi laboratorio en la Universidad de Chicago. En cuanto llegué, seleccioné una cantidad de fotografías —todos paisajes, con excep­ción de una chica desnuda—. Cuando entró mi asistente, James M. Polt, lo sometí a un pequeño experimento. Mezclé las fotos y manteniéndolas sobre mi cabeza, donde yo no podía verlas, se las mostré una por una, obser­vando sus ojos mientras las miraba. Cuando llegué a la séptima, hubo un notable aumento en el tamaño de sus pupilas; controlé la foto y por supuesto se trataba de la chica. Desde entonces, Polt y yo comenzamos una inves­tigación acerca de la relación entre el tamaño de las pupilas y la actividad mental".

 

Hess parece haber encontrado un índice bastante seguro y graduable acerca de lo que piensa y siente la gente. En sus experimentos, pide a sus examinados que miren a través de un visor diseñado especialmente, mientras les muestra diapositivas. A medida que un individuo observa una cá­mara cinematográfica le filma los ojos que se reflejan me­diante un espejo que hay en el interior del visor. Las diapo­sitivas se exhiben de a pares, tratando de neutralizar cuida­dosamente el estímulo que produce una brillante u otra que no lo es tanto, de manera tal que el cambio del tamaño de la pupila no responde al cambio de intensidad de la luz. Hess ha encontrado una extensa gama de respuestas de la pupila: desde la dilatación extrema cuando la persona ob­serva una diapositiva interesante o placentera, hasta la con­tracción extrema ante otra que resulta desagradable. Como era de suponer, las pupilas de los hombres se dilatan más que las de las mujeres ante la exhibición de una chica des­nuda, y las de las mujeres lo hacen más a la vista de una madre con un niño o de un hombre desnudo. Los niños de todas las edades, desde los cinco a los dieciocho años, res­ponden más ante fotos del sexo opuesto, a pesar de que este involuntario signo de preferencia no corresponde siempre a lo expresado verbalmente.

En experimentos posteriores, los homosexuales respondie­ron con mayor entusiasmo ante los desnudos masculinos que ante los femeninos; las personas hambrientas reaccionaron más ante imágenes de comida que aquellas que recién se ha­bían alimentado, y las fotos aterradoras producían una reac­ción negativa y constrictiva a no ser que fueran tan horribles que produjeran un shock, en cuyo caso la pupila se agran­daba para achicarse luego. Cuando al mismo tiempo se medía una reacción galvánica en la piel se obtenía una res­puesta similar, y el GSR se considera un índice seguro de
la reacción emocional. El tamaño de las pupilas se ve afectado no solamente por la visión, sino también por el gusto y el sonido. Cuando se les dio a las personas distintos líquidos para gustar, sus pupilas se dilataban ante cada uno de estos, tanto los agra­dables como los desagradables, pero se agrandaban más ante un sabor preferido. Las pupilas también se expanden ante el sonido de la música, pero un amante del folklore reaccio­nará más ante el sonido de una guitarra que ante los pri­meros acordes de la Novena Sinfonía de Beethoven.

Al enfrentar a las personas a un problema mental de arit­mética, el tamaño de la pupila comienza a aumentar a me­dida que piensan el problema; alcanza un tamaño máximo cuando llegan a la solución y luego comienza a decrecer. No obstante, las pupilas no vuelven a su tamaño normal —o sea el que tenían antes de comenzar el experimento— hasta que la persona ha dado una respuesta verbal al problema. Si se le pide que espere para dar la respuesta, el tamaño de la pupila vuelve a aumentar. Hess considera que la "pupilometría" puede proporcionar la capacidad de decisión de un individuo. "Embriológica y anatómicamente, el ojo es una extensión del cerebro" —escribe—; "es casi como si una parte del cerebro estuviera a la vista del psicólogo para poder espiar dentro de él".

¿Responde el hombre al cambio en el tamaño de las pu­pilas en los encuentros de la vida diaria? Existe evidencia para suponer que sí. Aparentemente, un prestidigitador que efectúa trucos con cartas puede captar la carta preseleccionada por un individuo porque las pupilas de éste se agran­dan al volverla a ver. Se dice que los vendedores chinos de jade examinan las pupilas de sus presuntos clientes para poder descubrir cuándo una pieza les interesa especialmente y pedir entonces un alto precio por ella. Pero la evidencia científica de que la gente reacciona ante el tamaño de las pupilas de otra persona surgió de un experimento realizado por Hess en el que mostró un grupo de fotografías a varios hombres. Entre ellos estaban las dos fotos de la misma chica hermosa; idénticas en todos los detalles menos en el tamaño de las pupilas, que habían sido retocadas. En una de ellas fueron agrandadas y en la otra, achicadas considerablemente. Las respuestas de los hombres se midieron por la reacción de sus propias pupilas. Más del doble de ellos las dilataron ante la foto que tenía las pupilas agrandadas. Sin embargo, al interrogárseles después del experimento, la mayoría creía que ambas fotos eran idénticas, a pesar de que algunos men­cionaron que una de ellas le había parecido de alguna ma­nera más suave o bonita. Ninguno había notado la dife­rencia de los ojos, por lo que parece que las pupilas grandes atraen a los hombres en un nivel subliminal; posiblemente porque es la respuesta de una mujer cuando está muy inte­resada en el hombre que está con ella.

Hess también demostró que las mujeres prefieren las fotos de hombres que tienen las pupilas agrandadas —y las de mu­jeres que las tienen contraídas—. Los homosexuales varones también se inclinan por las fotos de mujeres de pupilas pe­queñas, pero sorpresivamente, también prefieren las de hom­bres del tipo "Don Juan", que en realidad suelen estar más interesados en una "conquista" que en una respuesta afectiva. Parece ser, por lo tanto, que todos respondemos, de acuerdo con nuestra propia forma de ser, a la señal sexual que emite el tamaño de la pupila.

Las aplicaciones prácticas de la "pupilometría" son obvias. En la Edad Media, las mujeres solían emplear bellaidonna para dilatarse las pupilas y parecer más atrayentes. En nues­tros días los investigadores ya han empleado el descubri­miento de Hess para aumentar el impacto en la propaganda de ciertos productos y estudiar el poder de decisión evaluando el efecto de ciertas clases de experiencias sobre actitudes ínter-raciales. La "pupilometría" puede convertirse algún día en una manera de controlar el progreso logrado en la psicoterapia para descubrir, por ejemplo, si una fobia ha lo­grado ser dominada.

Sin embargo, dudo que la observación de la pupila pueda ser de uso práctico para el ciudadano común que mira a sim­ple vista. Aunque parece ser un arte al alcance de la ma­yoría de los vendedores, las circunstancias por lo general no suelen ser favorables. Realmente, esos vendedores chinos de jade deben poseer una habilidad muy especial. Aparte del riesgo que se corre por mirar demasiado fijo a un descono­cido, existe la posibilidad de que el vendedor que se aproxima lo suficiente al presunto cliente —y bajo una buena luz— para lograr una buena visión de las pupilas, lo alarme de tal manera que lo haga huir despavorido.

Probablemente el lego piensa que existe demasiada infor­mación respecto al comportamiento visual. En realidad, todo se podría resumir en una sola pregunta: ¿Cómo puede una persona discernir a través del movimiento de los ojos lo que otra está pensando en una situación determinada, si esto puede atribuirse a tantos factores diferentes? Si alguien a quien acabamos de conocer nos mira con insistencia, ¿debe­mos dar por sentado que le gustamos? ¿Lo hace porque es de por sí afectuoso? ¿O tiene necesidad de afecto? ¿O será que considera que su status es superior y automáticamente do­mina la situación? Si se trata de un encuentro entre hom­bres, ¿querrá significar que se considera superior? Si se trata de un hombre y usted es mujer, ¿será simplemente una apro­ximación sexual? ¿O un rechazo? Estas preguntas, que pue­den ser importantes para un científico que trata de develar el código de comportamiento corporal, serán una pérdida de tiempo y de esfuerzo para el lego. En la mayoría de las si­tuaciones, la intuición sumará muchos pequeños mensajes no-verbales que permitirán obtener una conclusión o por lo menos un indicio sobre lo que piensa nuestro interlocutor. Si esto se, consigue es probable que la clave que más haya influido después de la expresión facial sea el comportamien­to visual.

Todo esto nos retrotrae a un hecho básico que sólo pocas veces se tiene en cuenta: La afirmación de que "miramos para ver" es una verdad sólo parcialmente cierta con res­pecto a los encuentros cara a cara.

 

LA DANZA DE LAS MANOS

Es una antigua broma decir que "Fulano quedaría mudo si se le ataran las manos". Sin embargo es cierto que todos estaríamos bastante incómodos si nos forzaran a no realizar los pequeños movimientos con que acompañamos e ilustra­mos nuestras palabras.

La mayoría de las personas son conscientes del movimiento de las manos de los demás, pero en general lo ignoran, dando por sentado que no se trata más que de gestos sin sentido. Sin embargo los gestos comunican. A veces contribuyen a esclarecer, especialmente cuando el mensaje verbal no es claro. En otros momentos, pueden revelar emociones de ma­nera involuntaria. Las manos fuertemente apretadas o las que juguetean constituyen claves sobre la tensión que otras personas pueden notar en nosotros. Un gesto puede ser tan evidentemente funcional, que su sentido exacto es inconfun­dible. En una película, experimental, una mujer se cubría los ojos cada vez que hablaba de algo que la avergonzaba. Cuando discutía su relación con el terapeuta, se acomodaba la pollera.

Algunos de los gestos más comunes están íntimamente re­lacionados con el lenguaje, como formas de ilustrar o enfatizar lo que se dice. Hay gestos que señalan ciertas cosas y otros que sugieren distancias. "Se acercó un tanto así..." o direcciones: "Debemos movernos más allá". Algunos repre­sentan un movimiento corporal (blandir el puño o hacer juegos malabares) y otros delinean una forma o tamaño en el aire. Otros gestos subrayan las etapas durante el desarrollo de una narración: "Entonces se sentó y entonces dijo..."

Cada individuo posee su propio estilo de gesticular y en cierto modo el estilo de una persona revela su cultura. En Estados Unidos, los gestos frecuentemente revelan el origen étnico de un individuo ya que cada cultura posee sus pro­pios movimientos corporales, distintivos, y el estilo es más persistente que un "acento" extranjero o un dialecto. Los expertos creen que en los Estados Unidos los gestos étnicos se transmiten a menudo hasta la tercera generación; por ejem­plo, los miembros de una familia del Sur de Italia que han vivido en los Estados Unidos durante tres generaciones, to­davía se mueven con la expansividad y ampulosidad que es común a los italianos. Teóricamente, el estilo del movimien­to podría persistir para siempre si en cada generación los niños se educaran dentro del entorno étnico. Un niño criado en los suburbios y enviado a otro lugar para concurrir al colegio a una temprana edad, adquiere una forma diferente de moverse.

Albert Scheflen ha sugerido que algunas veces el estilo del movimiento se confunde con los rasgos físicos. Cuando decimos que alguien parece francés o parece judío, lo que queremos expresar es que se mueve con elegancia como un francés, o tiene movimientos cortos y apresurados como un judío. Hay personas bilingües que cambian su manera de gesticular al mismo tiempo que el idioma, como Fiorello La Guardia. Muchas otras no, y es por ello que solemos en­contrar gente que habla perfectamente el inglés y mantiene movimientos de cinesis claramente identificables con el iddish; de algún modo su inglés no sonará tan bueno como realmente es, porque los movimientos que hace no lo acom­pañan adecuadamente.

El estilo de los gestos se comenzó a investigar a comienzos de 1940, a través de un profundo estudio realizado por David Efron. Efron quería desmentir las afirmaciones de los cien­tíficos nazis acerca de que los gestos se heredaban a través de la raza. Se dedicó a estudiar a inmigrantes judíos e italia­nos en la parte baja del Este de la ciudad de Nueva York. Es difícil saber si el interés por el tema de la comunicación no verbal se originó con la publicación de su libro Gesture and Enviranment, o si los científicos simplemente lo redes­cubrieron a comienzos del año 1950, cuando alcanzó verda­dero auge. De cualquier modo, el libro de Efron repre­senta una importante fuente de información acerca de la his­toria de la gesticulación, y además, puede muy bien ser como dijo un investigador, "el trabajo individual más profundo sobre la cinesis". Efron utilizó en sus estudios una variada serie de técnicas: sus propias observaciones, dibujos realiza­dos al natural por un artista, y una serie de películas. Para analizar los filmes trazó un cuadriculado sobre la pantalla y realizó mediciones directas sobre la orientación de los gestos.

Para comenzar descubrió que realmente existen notables diferencias en el estilo de los gestos, Los judíos mantienen las manos muy próximas al pecho y al rostro. Los antebrazos contra el cuerpo, de manera que el movimiento comienza re­cién en los codos y hacia abajo. Gesticulan generalmente con una mano: en forma cortante, salpicada y llena de energía nerviosa. Dos personas que conversan gesticulan simultánea­mente y el que habla puede incluso aproximarse al otro y to­marlo por las solapas. Los judíos también suelen usar gestos claves para indicar la hora o sugerir direcciones. Los inmi­grantes italianos, por el contrario, emplean un tipo de gestos más ampulosos; para delinear formas son más expansivos y si­métricos, pues emplean ambas manos. Sus manos se mueven en todas direcciones, muchas veces más allá del brazo ex­tendido. Los italianos, por otra parte, son más propensos a tocar su propio cuerpo y no el de su interlocutor, y sus mo­vimientos están llenos de energía y fuerza interior, aunque sean suaves y parejos.

Efron estudió la primera generación de italianos y de ju­díos y descubrió que los que mantenían los lazos étnicos tra­dicionales con sus respectivas comunidades, retenían el estilo de sus gestos; mientras que los que se asimilaban a la vida norteamericana comenzaban a perderlos. Logró distinguir también algunos gestos híbridos que resultan comunes a to­dos los estilos. Lo que sí comprobó incuestionablemente, fue que las formas de gesticulación no se heredan racialmente.

 

En 1942, en un estudio realizado sobre el trabajo de Efron, Gardner Murphy hizo especulaciones acerca de las fuerzas que forman el estilo de los gestos de una cultura. Desarrollando la idea sugerida por Efron, Murphy escribió: La gesticulación de los italianos parece ser la expresión de una existencia vivida en aldeas donde el espacio es libre; la estructura familiar clara y definida, y la con­versación se asemeja mucho en su valor expresivo a la danza o al canto. Por el contrario, los judíos europeos, constreñidos por condiciones económicas y persecuciones sociales, realizan gestos de evasión y cuando se ven for­zados a enfrentarse con una dificultad, dirigen su agre­sión localizada hacia el objeto más próximo. La vida metropolitana de las grandes ciudades norteamericanas hace que ambos estilos pierdan cada vez más su sentido, y resulten más inútiles. No es solamente la imitación de las normas norteamericanas lo que los modifica; es el papel positivo de la gesticulación en la vida social que requiere su énfasis.

Los franceses usan pocos movimientos pero con elegancia y precisión en estilizadas expresiones de las emociones. No son tan expansivos como los italianos; tan insistentes como los judíos; tan angulares e incisivos como los alemanes, ni tan informales como los norteamericanos. Entre los alemanes, las zonas más expresivas son el rostro y la "región de la columna vertebral" —refiriéndose a la clásica postura del sol­dado— mientras que los movimientos de manos y de brazos, por lo general se emplean para reforzar una aseveración so­bre la que se está seguro. En Estados Unidos, los gestos carecen del estilo ardiente de los franceses o de los movimien­tos interpersonales integrados que se observan entre los ita­lianos. Más aun, existen notables diferencias de estilo entre las distintas regiones.

Margaret Mead en Male and Female destacó estas dife­rencias. Al comparar a los Estados Unidos con otras socieda­des menos desarrolladas técnicamente y por lo tanto más ho­mogéneas, donde existe un estilo de movimiento para cada individuo, escribió sobre los norteamericanos:

Todos los hombres no cruzan las piernas con la misma masculina seguridad. Todas las mujeres no caminan con pasos cortos y como a saltitos, ni se sientan y des­cansan con los muslos juntos, aun mientras duermen. El comportamiento de cada norteamericano es de por sí una mezcla, una versión imperfecta realizada en base al comportamiento de otros que a su vez tampoco provie­nen de un modelo único… sino de cientos de moldes, cada uno diferente, cada uno desarrollado en forma in­dividual y falto de autenticidad y de la precisión de un estilo de conjunto. La mano que se extiende para saludar, para enjugar una lágrima o para sostener a un niño desconocido que ha tropezado no será aceptada in­defectiblemente, y si se la acepta, no lo será en el sen­tido en que se ofrece...

El lenguaje y los gestos de los norteamericanos incluyen la duda, la posibilidad de no ser comprendidos cuando una relación se profundiza, la posibilidad de construir un código que sirve para comunicarse en lo básico, la necesidad de sondear a la otra persona, para encontrar alguna forma delicada, sobreentendida, imperfecta, de comunicación inmediata.

De la misma manera que cada cultura posee su propio estilo de movimientos característicos, también tiene su reper­torio de emblemas. Un "emblema" es un movimiento corpo­ral que posee un significado preconcebido, como el gesto de "hacer dedo" en la ruta o el gesto de cortar la garganta.

Paul Ekman, en un trabajo paralelo a su investigación so­bre la expresión facial, ha efectuado otra investigación sobre emblemas que resultan universales a toda la humanidad. Después de trabajar en Japón, en Argentina y en la tribu Fore de Nueva Guinea, ha encontrado hasta ahora entre diez y veinte emblemas que posiblemente son universales. Es de­cir, que en estas tres culturas totalmente divergentes el mis­mo movimiento corporal implica igual mensaje. Puede no ser cierto que todas las sociedades tengan estos emblemas, pero Ekman considera que si una cultura posee algunos em­blemas para ciertas palabras o frases, serán sin duda los que él extrajo de sus investigaciones.

Un claro ejemplo es el del sueño, que se indica inclinando la cabeza y apoyando la mejilla sobre una mano. Otro es el emblema de estar satisfecho, que se representa poniendo una mano sobre el estómago, palmeándolo suavemente o masa­jeándolo. Ekman piensa que estos gestos son universales debido a lo limitado de la anatomía humana. Cuando la musculatura permite realizar una acción en más de una for­ma, existen diferencias culturales en los emblemas. Por ejem­plo, a pesar de que el emblema de comer siempre involucra el movimiento de llevarse la mano a la boca, en Japón, una mano sostiene un tazón imaginario a la altura del mentón, mientras que la otra lleva una imaginaria comida a la boca; en Nueva Guinea, en cambio, donde la gente come sentada en el suelo, la mano se estira a lo largo del brazo, levanta un bocadillo imaginario y lo lleva a la boca. En la Argen­tina, el emblema del suicidio consiste en llevarse la mano en forma de pistola a la sien; en Japón, es la pantomima de abrirse el vientre mediante el hara-kiri.

 

Algunas veces las diferentes culturas emplean los mismos emblemas, pero con un significado totalmente diferente. Sa­car la lengua es considerado una señal de mala educación, entre nuestros niños, pero en el sur de China moderna, una rápida exhibición de la lengua significa turbación; en el Tibet, representa una señal de educada cortesía, y los ha­bitantes de las islas Marquesas sacan la lengua para negar.

Resulta obvio que una persona que visita un país extran­jero puede encontrarse ante un problema embarazoso si em­plea un emblema que no corresponde a la cultura local. Por ejemplo un norteamericano que estaba dictando conferen­cias en Colombia, les hablaba a sus alumnos acerca de niños de edad pre-escolar; cuando estiró el brazo con la palma de la mano hacia abajo para indicar la altura de esos niños, toda la clase comenzó a reír. Parece ser que en Colombia este gesto se emplea para señalar el tamaño de los animales pero nunca el del ser humano. Incidentes de este tipo indujeron a dos jóvenes becados de la Universidad de Colombia, a es­cribir lo que probablemente es el primer manual para inter­pretar emblemas. A pesar de que algunos profesores de idiomas han señalado que la gente no espera que los extran­jeros hagan gestos perfectos, aun cuando sean fluidamente bilingües, parece lógico que los estudiantes traten de apren­der aunque sea someramente la parte de la cinesis de una lengua, al mismo tiempo que aprenden su vocabulario. Es probable que en el futuro se encare así la enseñanza de los idiomas.

La gesticulación ha sido estudiada desde un punto de vista totalmente distinto por los especialistas en cinesis, que ven en ella un elemento perfectamente delineado dentro de la corriente regular y hasta repetitiva de los movimientos cor­porales.

Adam Kendon realizó un análisis detallado de las gesticu­laciones de un hombre, que fue filmado mientras hablaba a un grupo informal, de aproximadamente once personas. Con la ayuda de un lingüista, Kendon dividió la conferencia no en unidades gramaticales sino en sectores fonéticos, basados en los ritmos y los patrones de entonación del discurso en sí. Descubrió que esta conferencia de dos minutos podía ser ana­lizada en tres "párrafos", que contenían entre ellos once "subpárrafos", los que a su vez estaban formadas por dieci­ocho locuciones (cada una representaba grosso modo una oración). Éstas a su vez, podían subdividirse en cuarenta y ocho frases.

Kendon realizó a continuación un sorprendente descubri­miento. Cada nivel de un discurso está acompañado por una norma contrastante de movimiento corporal, de tal manera que cuando el orador pasa de una frase a la siguiente o de una oración a otra también varía de un tipo de movimiento corporal a otro. Durante el primero de los tres párrafos, por ejemplo, el hombre gesticulaba únicamente con su brazo de­recho; durante el segundo, con el izquierdo, y durante el tercero, con ambos. Dentro de los subpárrafos podía em­plear amplios movimientos de adentro hacia afuera con todo el brazo durante la primera oración, gestos con la muñeca sola y los dedos durante el segundo, y luego podría flexionar el brazo hasta el codo durante el tercero. Lo mismo ocurría a nivel de las frases.

Kendon me explicó que el hombre de la película estaba representando mediante su gesticulación la estructura gra­matical de lo que decía. Además, asociaba en forma regular algunos movimientos con frases o ideas particulares. En un momento dado, expresó: "Los británicos son conscientes de sí mismos", mientras mantenía sus manos en el regazo, los dedos entrecruzados, enfrentando las palmas y los pulgares hacia arriba. En el siguiente párrafo, volvió a citar la misma idea pero expresándola de manera diferente; sin embargo, la acompañó con la misma posición de las manos.

Todo esto concuerda de manera bastante clara con los des­cubrimientos de la cinesis acerca de la postura, en el sentido de que ante cada encuentro el hombre acomoda su cuerpo mediante una serie de posiciones diferentes. Adoptará una postura especial para hablar y otra para escuchar, y algunas veces hará diferencias entre las posturas para hablar. Se pre­sentará en una forma al interrogar; en otra al dar órdenes; en otra para dar explicaciones, y así sucesivamente. Mediante el microanálisis se ha llegado a la conclusión de que los movimientos corporales de un hombre cambian de dirección, cuando coinciden con los ritmos del lenguaje, de tal manera que aun a nivel silábico, el cuerpo danzará al ritmo de las palabras.

Un problema que interesa actualmente a Kendon es el contexto en el que la gente gesticula o deja de hacerlo. Notó que el hombre de la película estaba diciendo su pequeño discurso que probablemente tenía bien pensado de antema­no, y lo pronunció sin dificultades. Como sabía aproxima­damente lo que diría a continuación, el hombre condicio­naba sus gestos, aun cuando no lo hacía conscientemente, con la fluidez de sus palabras.

También se realizan gesticulaciones durante discursos que no denotan tanta seguridad. Kendon observó que cuando una persona se interrumpe en medio de una frase mientras busca la próxima palabra, trata de representarla mediante el mo­vimiento de sus manos. Una mujer que decía que "había traído rodando una mesa con una ah... eh... torta en­cima", había realizado en el aire con un dedo un movimiento circular y horizontal con la forma de una torta, mientras dudaba y decía "ah... eh...". Kendon sugirió que algunas veces, la gente suele hacer gestos que indican lo que está por decir. Y agregó:

 

También es cierto que si usted le pide a alguien que repita algo que no entendió claramente, aun cuando an­teriormente no haya gesticulado, seguramente lo hará al repetir la explicación. Los gestos aparecen cuando una persona tiene más dificultad para expresar lo que quiere  decir, o cuando le cuesta más trabajo hacerse comprender por su interlocutor. Cuanto más necesita despertar sus sentidos, mayor intensidad da a la expresión corporal, de tal manera que cada vez gesticula con mayor amplitud.

Esta explicación está refrendada en un experimento reali­zado por el psicólogo Howard Rosenfeld. Descubrió que las personas a las que se les indica que traten de parecer agradables ante terceros, gesticulan más y también sonríen más que las que reciben la consigna de no mostrarse demasiado amistosas.

Cuando una persona gesticula, se da cuenta sólo periféri­camente de que lo hace. Es más consciente del movimiento de las manos de la otra persona, pero en general, se fija más en el rostro que en ellas.

Sin embargo, las manos están maravillosamente articuladas. Se pueden lograr setecientas mil posiciones diferentes, usando combinaciones de movimientos del brazo, de la muñeca y de los dedos. El profesor Edward A. Adams, de la Universidad del Estado de Pensilvania ha notado que: "Los movimientos de las manos también son económicos, rápidos de emplear y pueden ejecutarse con mayor velocidad que el lenguaje ha­blado." A través de la historia ha habido lenguajes por señales que realmente reemplazaron a las palabras. Efectiva­mente, algunos científicos sugieren que el primitivo len­guaje del hombre era por señas. Aseguran también que el hombre aprende el lenguaje de los gestos con toda facilidad. Los niños sordomudos inventan rápidamente su propio sis­tema de comunicación si no se les enseña uno preestablecido.

Sin embargo, en nuestros días hablamos con nuestra len­gua más que con nuestras manos, obviamente es la mejor manera de hacerlo. La voz humana es capaz de lograr mu­chos matices ricos y sutiles y la persona que habla gesticu­lando con las manos, necesariamente dejará de hacerlo si ne­cesita emplearlas en otros menesteres. Aun así, la gesticula­ción transmite muchas cosas. Sirve de clave a la tensión de un individuo; puede ayudar a precisar su origen étnico, y representa una manera directa de expresión de la persona­lidad.

 

MENSAJES A LA DISTANCIA Y EN EL LUGAR

El sentido del yo del individuo está limitado por su piel; se desplaza dentro de una especie de burbuja invisible, que representa la cantidad de espacio aéreo que siente que debe haber entre él y los otros. Esto es algo que cualquiera puede demostrar fácilmente acercándose en forma gradual a otra persona. En algún momento, ésta comenzará, irritada o sin darse cuenta, a retroceder. Las cámaras han registrado los temblores y los mínimos movimientos oculares que dejan al descubierto el momento en que se irrumpe en la burbuja ajena. Edward Hall, profesor de antropología de la North­western Universtity, observó por primera vez, y comentó este fuerte sentido del espacio personal; y de su trabajo surgió un nuevo campo de investigación denominado proxémico (proxemics, en inglés), que él ha definido como "el estudio de cómo, el hombre estructura inconscientemente el microespacio".

La preocupación principal de Hall consiste en los malen­tendidos que pueden surgir del hecho de que las personas de diferentes culturas disponen de sus microespacios en formas distintas. Para dos norteamericanos adultos, la distancia có­moda para conversar es de aproximadamente setenta centí­metros. A los sudamericanos les gusta colocarse mucho más cerca, lo que crea un problema cuando un norteamericano y un sudamericano se encuentran frente a frente.

El sudamericano que se desplaza en lo que él considera la distancia apropiada para el diálogo, puede ser considerado "agresivo" por el norteamericano. A su vez, éste parecerá engreído para el otro al tratar de mantener la distancia que para él es adecuada. Hall observó una vez una conversación entre un latino y un norteamericano que comenzó en la esquina de un corredor de diez metros y finalmente terminó en la otra; el desplazamiento se produjo por "una serie con­tinuada de pasos hacia atrás del norteamericano e igual ritmo de pasos hacia adelante de su interlocutor".

Si existe una incomprensión entre los americanos del norte y los del sur con respecto a la distancia adecuada para man­tener una conversación social, los norteamericanos y los ára­bes son mucho menos compatibles en sus hábitos en cuanto al espacio. A éstos les encanta la proximidad. Hall explica que los mediterráneos pertenecen a una cultura de contacto y en su conversación literalmente rodean a la otra persona. Le toman la mano, la miran a los ojos y la envuelven en su aliento. Una vez le pregunté a un árabe cómo se daba cuenta cuando le "llegaba" a otra persona...; me miró como si es­tuviera loca y me dijo: "Si no llego a él, es porque está muerto".

El interés del doctor Hall por el uso que hace el hombre del microespacio despertó a comienzos del año 1950 cuando era director del programa de instrucción Punto Cuatro en el Instituto Nacional del Servicio Exterior. Al conversar con norteamericanos que habían vivido en el extranjero, descu­brió que muchos de ellos se habían sentido sumamente afec­tados por diferencias culturales de una naturaleza tan sutil como para que sus efectos se percibieran casi exclusivamente en un nivel preconsciente. A este fenómeno se lo denomina generalmente "shock cultural".

El problema es que relativamente hablando, los norteame­ricanos viven una cultura de "no contacto". En parte es el resultado de su herencia puritana. El doctor Hall señala que pasamos años enseñando a nuestros hijos a no aproximarse demasiado, a no recostarse sobre nosotros. Equiparamos el contacto físico con el sexo de tal manera que al ver a dos personas muy cerca la una de la otra, presumimos que están cortejándose o conspirando. En situaciones en que nos vemos forzados a estar demasiado cerca de otras personas, como en el subterráneo, tratamos cuidadosamente de compensar ese desequilibrio. Miramos hacia otro lado, nos damos vuelta y si se realiza un contacto físico real, los músculos del lado en que éste se produce se pondrán automáticamente tensos. La mayoría de nosotros consideramos que ésta es la única manera correcta de proceder.

"No puedo soportar a este tipo", dijo un corredor de bolsa refiriéndose a un colega. "Algunas veces debo viajar con él en el subterráneo y prácticamente se deja caer sobre mí; siento entonces, como si una montaña de gelatina ca­liente avanzara hacia mí."

Los animales también reaccionan frente al problema del espacio y en forma que es predecible para cada especie. Muchos poseen una distancia de fuga y una distancia crítica. Si cualquier ser viviente suficientemente amenazador apa­rece dentro de la distancia de fuga del animal, éste huirá. Pero si el animal se ve acorralado, y la amenaza entra en el ámbito de la distancia crítica, entonces atacará. Los do­madores aparentemente manejan a los leones porque conocen milímetro por milímetro la distancia crítica del animal. El domador atraviesa este límite de sensibilidad y el león salta y cae —no casualmente por cierto— sobre la banqueta que los separa. Instantáneamente, el hombre retrocede hasta estar nuevamente fuera de la distancia crítica. El animal queda en el lugar pues desde allí no siente necesidad de atacar.

 

La burbuja del espacio personal de un ser humano repre­senta al mismo tiempo su margen de seguridad. Dejemos que un extraño irrumpa en ella, e inmediatamente surgirá la necesidad de huir o de atacar. Los libros de texto policiales reconocen esto cuando aconsejan a los detectives, que al interrogar a un sospechoso se sienten cerca de él, sin ninguna mesa u otro obstáculo intermedio, y se acerquen a él a medida que avanza el interrogatorio.

El grado de proximidad puede transmitir mensajes más sutiles que una amenaza. Hall ha sugerido que expresa cla­ramente la naturaleza de cualquier encuentro. De hecho, ha confeccionado una escala hipotética de distancias, consi­deradas apropiadas en este país para cada tipo de relación. El contacto de hasta cuarenta y cinco centímetros es la distancia apropiada para reñir, galantear o conversar ínti­mamente. A esta distancia las personas se comunican no sólo por medio de palabras sino por el tacto, el olor, la tem­peratura del cuerpo; cada uno está consciente del ritmo respiratorio del otro, de las variaciones en el color de la piel. La distancia que Hall considera espacio personal es de cuarenta y cinco a setenta y cinco centímetros. Ésta se aproxima al espacio de la burbuja personal en una cultura de no contacto como la nuestra. La mujer puede permanecer cómodamente dentro de la burbuja de su marido pero no se sentirá así si otra mujer lo hace. Para la mayoría de la gente la distancia personal, en la fase alejada —setenta y cinco centímetros a un metro veinte— está limitada por la extensión del brazo, es decir, el límite del dominio físico; Es la distancia apropiada para discutir asuntos personales. La distancia social correcta es de un metro veinte a dos metros. En una oficina, la gente que trabaja junta, nor­malmente adoptará esta distancia para conversar. Sin embar­go, cuando un hombre se coloca de pie a una distancia que oscila entre dos y tres metros de donde está sentada su secretaria, y la mira desde allí, obtendrá un efecto dominador. La distancia social más alejada, entre tres y cuatro metros, es la que corresponde a conversaciones formales. Los escri­torios de personas importantes suelen ser muy anchos para mantener distancia con sus visitantes. Más allá de cuatro metros se considera una distancia para el público, adecuada para pronunciar discursos o algunas formas muy rígidas y formales de conversación. Elegir las distancias adecuadas puede llegar a ser crucial. Una joven que conozco, al recibir una declaración de amor de parte de un hombre a quien ella creía amar, lo rechazó de inmediato. Lo que la decidió a tal actitud fue el hecho de que él le declaró su amor sentado en una silla a una distancia de dos metros.

Hall considera que el ser humano no solamente tiene un sentimiento muy arraigado en cuanto al espacio que nece­sita, sino que posee una necesidad real y biológica de él. La importancia de este hecho queda demostrada en estudios sobre población hechos con animales. Hasta hace relativa­mente poco tiempo, los científicos creían que los límites de población de las especies salvajes estaban determinados por una combinación entre la escasez de alimentos y los depre­dadores naturales. Por lo tanto, predecían, que si se producía una superpoblación en la tierra, sobrevendría el hambre mundial y las guerras porque los alimentos rápidamente reducirían el número de habitantes. Pero ahora se sugiere que el espacio puede ser una necesidad tan acuciante para el hom­bre como el alimento. En experimentos realizados con ratas, se ha observado que mucho antes que se presente el proble­ma real de la alimentación, los animales entran en un estado de tensión tal por falta de espacio, que comienzan a compor­tarse de una manera totalmente extraña —en realidad muy similar a la de los seres humanos—. Los machos se vuelven homosexuales, corren en manadas, violan, asesinan y come­ten actos de pillaje; o simplemente se dejan estar, tornándose totalmente pasivos. Este fenómeno descorazonante se deno­mina "derrumbe del comportamiento".

Para un mundo enfrentado con la superpoblación, las im­plicancias de este problema son alarmantes a pesar de que algunos científicos todavía dudan si se puede o se debe gene­ralizar entre seres humanos y animales. También ha habido sugerencias de que para los hombres —y posiblemente para las ratas— lo que más importa no es la porción de espacio disponible o la preservación de la burbuja individual, sino el número de situaciones con quienes el individuo se ve forzado a interactuar. Si esto fuera cierto, en nuestras grandes ciu­dades podríamos acomodar cuidadosamente a la gente de tal manera que no se molestara entre sí; las personas debe­rían ser capaces de sobrevivir razonablemente bien sin im­portar la densidad por metro cuadrado que ocupan. También existe una evidencia creciente de que en algunas áreas del mundo el hambre está sólo a unas pocas décadas de distan­cia y por lo tanto, más próxima que un colapso del com­portamiento.

 

Pero, y en términos menos dramáticos, la superpoblación tiene influencia definitiva sobre el comportamiento y esta influencia es diferente para el hombre y para la mujer. Los hombres, encerrados en una habitación pequeña, se tornan desconfiados y combativos. Las mujeres, en una situación semejante, se hacen más amigas e íntimas entre sí. Suelen encontrar la experiencia agradable y gustar más una de otra que si estuvieran en un ambiente de mayores dimensiones. En un espacio reducido un jurado enteramente masculino dará un veredicto más estricto, mientras que uno femenino será más benigno.

Otros psicólogos han ideado experimentos basados en las observaciones de Hall acerca del comportamiento proxémico de los norteamericanos. Su evidencia sugiere que la forma en que los seres humanos se ubican entre sí puede ser deter­minada no sólo por su cultura y la relación que ésta implica, sino también por otros factores. En una reunión social, las personas necesariamente estarán de pie y muy juntas para poder conversar; lo mismo sucede, según se deduce de los experimentos, cuando la gente se encuentra en un lugar público tal como un parque. Adam Kendon sugiere que en público la gente necesita demostrar más claramente el hecho de que está junta —que están "con", por emplear el término técnico— y de esta manera pueden permane­cer en una pequeña burbuja de intimidad. Cuando dos individuos están parados más juntos de lo que la situa­ción o el ambiente pudiera aconsejar, puede ser simplemente porque se agraden mutuamente. Los estudios psicológicos han demostrado que los seres humanos prefieren pararse más cerca de aquellas personas que les agradan, y más lejos de las que no son de su gusto; que los amigos se paran más cerca que los simples conocidos, y los conocidos más cerca que los extraños. La evidencia también demuestra que en situaciones íntimas, los introvertidos mantienen una distan­cia algo mayor que los extrovertidos y que las parejas de mujeres lo hacen más cerca que las de hombres.

El psiquiatra Augustus F. Kinzel ha estudiado lo que él llama la "zona de absorción" del cuerpo entre convictos vio­lentos y no violentos. Luego de haber ubicado a un prisionero en el centro de una habitación pequeña y vacía, Kinzel se acercó lentamente hacia él, instruyendo al hombre para que informara cuando sentía que se le había aproximado demasiado. Los violentos reaccionaban vivamente cuando Kinzel estaba aproximadamente a ochenta y cinco centíme­tros de distancia. Los no violentos no decían nada hasta que el psiquiatra se ubicaba a medio metro. Los primeros dijeron que se sentían amenazados o que Kinzel se iba a abalanzar sobre ellos. Este experimento parece sugerir que la técnica proxémica podrá llegar a servir algún día para detectar a los individuos potencialmente violentos, pero Kin­zel hace la salvedad de que no servirá para identificar positi­vamente a todos los individuos de esta condición; algunos poseen una "zona de absorción" normal. También señala que: "Puede haber otros tipos de comportamiento relacio­nados con grandes 'zonas de absorción' que todavía no co­nocemos."

Otra serie de experimentos bastante sorprendentes es la realizada por el psicólogo Robert Kleck y que indica que per­sonas enfermas pueden muy bien sentirse solas y aisladas debido a la distancia que conservan las personas que toman contacto con ellas. Kleck pidió a ciertos estudiantes univer­sitarios que entraran en una habitación y conversaran con la persona que se encontraba dentro. Algunas veces, les des­cribía al sujeto como un epiléptico, y otras veces no. Cuando les decía que se trataba de un epiléptico, se sentaban más lejos. Cuando Kleck empleaba un falso inválido, obtenía la misma respuesta. Todo esto se torna más perturbador si se considera que el individuo probablemente deja traslucir su reacción negativa a través de otras formas no-verbales.

El espacio también puede proporcionar un signo de status. Al mostrar a varias personas un corto metraje mudo de un ejecutivo que entraba en la oficina de otro, todas coincidie­ron notablemente en clasificar la importancia de cada uno de ellos. Las claves empleadas fueron de tiempo y de distancia. ¿Cuánto tiempo tardó el hombre del escritorio antes de con­testar el llamado a su puerta? ¿Cuánto tardó en ponerse de pie? ¿Hasta dónde entró el visitante en el escritorio? Cuanto más se aproximaba, tanto más importante era considerado. Y por supuesto, la estimación de su status decrecía cuando el que estaba detrás del escritorio demoraba en aten­derlo. De estas maneras insignificantes, y cientos de veces por día, el individuo reafirma silenciosamente su superio­ridad, desafía a otros o se asegura a sí mismo que conoce su lugar.

El comportamiento espacial en público ha sido investigado por Robert Sommer de la Universidad de California y por otros numerosos psicólogos. En un experimento llevado a cabo en la biblioteca de la Universidad, el investigador seleccionaba una "víctima" rodeada de asientos vacíos y se sentaba en uno próximo a él. Esto viola reglas sociales im­plícitas puesto que si hay suficiente espacio libre, se espera que uno mantenga la distancia. La víctima generalmente reaccionaba con gestos defensivos e incómodos, cambios de postura o trataba de apartarse, sentándose en el borde de la silla. Pero si el investigador no sólo se sentaba cerca de él, sino que luego se aproximaba aun más, con frecuencia la víctima huía. Rara vez se hace una protesta verbal porque a pesar de que las personas tienen un fuerte sentido acerca de la ubicación respectiva en lugares públicos, este senti­miento no se suele expresar con palabras.

 

Los norteamericanos tienen otras reglas no-verbales acerca del espacio. Cuando dos o más personas están conversando en público, dan por sentado que el terreno sobre el que están paradas les pertenece temporariamente y que nadie osará penetrar en él. Los especialistas en cinesis han obser­vado que esto es realmente así. Efectivamente, si alguien tiene que bordear un grupo en estas condiciones, bajará notoriamente la cabeza al hacerlo. Si el grupo está en su camino y él debe forzosamente pasar a través de él, agregará unas palabras de disculpa al tiempo que baja la cabeza. Por otra parte, Hall hace resaltar que para los árabes, el espacio público es espacio público. Si una persona está esperando a un amigo en el hall de un hotel y otra persona tiene una ubicación preferencial, el árabe se le aproximará y se de­tendrá a su lado, a una distancia bien corta. Con mucha frecuencia, esta táctica da por resultado que la otra persona se retire —furiosa pero en silencio— a no ser, por supuesto, que se trate de otro árabe.

Algunas veces la gente trata de hacer notar la posesión de una porción de territorio público tan sólo por la ubica­ción que elige. En una biblioteca vacía, alguien que sim­plemente quiere sentarse solo, selecciona una silla en la punta de una mesa rectangular; pero en cambio, el que quiere desanimar abiertamente a otra persona a que se le aproxime, se sienta en la silla del medio. También podemos ver el mismo fenómeno en los bancos de las plazas. Si la primera persona que llega se sienta en una punta, la segunda lo hará en el otro extremo y después de esto, suponiendo que se trate de un banco corto, si la primera persona se sienta exactamente en el centro, podrá lograr mantenerlo para ella sola durante un lapso.

La posición relativa que adopta un individuo puede repre­sentar un signo de status. El líder de un grupo automáti­camente se dirigirá a la cabecera de una mesa rectangular. También parece que en general un jurado reunido para elegir presidente, si está sentado ante una mesa rectangular, tiende a elegir a uno de los que ocupan las cabeceras; más aun, los individuos que eligen esos lugares suelen ser gente de mucho status social y que toman parte activa en las dis­cusiones.

Adam Kendon señala que cualquier grupo de personas, al estar de pie y conversar, adopta lo que él llama una configu­ración. Si se colocan en forma circular, es casi seguro que todo el grupo es parejo. Los grupos que no lo son tienen tendencia a formar una "cabeza" y la persona que ocupa ese lugar será, formal o informalmente el líder. Los lugares que se asignan a los alumnos en un aula son casi siempre impuestos físicamente, y pueden afectar el comportamiento. Durante un seminario, si los estudiantes se sientan en forma de herradura, los que están en los extremos participan menos que los que están en el medio, y que pueden tener un con­tacto visual más frecuente con el profesor. Cuando los alumnos se sientan en filas, los que están en el medio suelen  intervenir más que los de los costados, y aquí nuevamente la facilidad de establecer contacto visual es lo que propor­ciona la explicación.

Otros estudios han demostrado que cuando dos personas están preparadas para competir, generalmente se sientan enfrentándose; si piensan cooperar, lo hacen una al lado de la otra, mientras que para conversaciones comunes, lo hacen en ángulo recto. Cuando se realiza una reunión de negocios entre dos corporaciones, los equipos tomarán ubi­cación automáticamente enfrentándose a ambos lados de la mesa de conferencia. Sin embargo, si se produce un inter­valo para almorzar, los hombres se sientan alternados entre sí en las mesas del restaurante, cada uno de ellos entre dos de la otra corporación. Toda vez que la ocasión se define como social, los individuos tratan cuidadosamente de mezclarse, así como antes evitaron hacerlo.

El espacio comunica. Cuando se forma un conjunto de personas que conversan en un grupo —en una reunión o en los parques de una universidad— cada individuo define su posición dentro del grupo por el lugar que ocupa. Al elegir la distancia, indica cuánto está dispuesto a intimar. Cuando toma ubicación en la cabeza del grupo, demuestra cuál es el rol que espera desempeñar. Cuando el grupo queda inmóvil en una configuración especial y cesa todo movimiento, es una señal inequívoca de que han cesado tam­bién las comunicaciones no-verbales. Todos los interesados están de acuerdo, aunque sea temporalmente, en cuanto al orden de precedencia de cada uno y el nivel de intimidad que debe mantenerse.

 

INTERPRETACIÓN DE POSTURAS

La mayoría de nosotros considera que el tema de la pos­tura es aburrido. Nuestra madre solía regañarnos al respecto. Sin embargo, para un psicoanalista, la postura de un pa­ciente muchas veces es la clave principal de la naturaleza de sus problemas. Estudios recientes sobre la comunicación humana han examinado la postura en cuanto expresa las actitudes de un hombre y sus sentimientos hacia las personas que lo acompañan.

La postura es la clave no-verbal más fácil de descubrir, y observarla puede resultar muy entretenido. Lo primero que debemos buscar es el "eco" de las posturas.

Albert Schefflen descubrió que, con mucha frecuencia, las personas imitan las actitudes corporales de los demás. Dos amigos se sientan exactamente de la misma manera, la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, y las manos entrelazadas detrás de la cabeza; o también uno de ellos suele hacerlo a la inversa, la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, como si fuera una imagen reflejada en un espejo. Schefflen denomina a este fenómeno posturas congruentes. Cree que así como dos personas comparten un mismo punto de vista, pueden compartir también una misma postura.

Cuando se reúnen cuatro o más personas, es común descu­brir varios grupos de posturas distintos. Rápidamente nos daremos cuenta de que esto no es mera coincidencia. Si una de las personas reacomoda la posición de su cuerpo, los otros miembros de su grupo la imitarán hasta que todas las pos­turas resulten congruentes. Si escuchamos la conversación nos daremos cuenta que los que opinan igual sobre el tema tam­bién se sientan de igual modo.

Los programas de televisión nos dan numerosos ejemplos de posturas combinadas, tanto como cualquier reunión so­cial. Estudiar la postura de las personas durante una discu­sión —ya sea al natural o por televisión— es sumamente interesante, ya que muchas veces podremos detectar quién está a favor de quién, antes de que cada uno hable. Cuando una persona está por cambiar de opinión, probablemente emitirá una señal reacomodando la posición de su cuerpo. Sin embargo, cuando discuten dos viejos amigos, pueden mantener posturas congruentes durante todo el tiempo que dura la discusión, como para hacer resaltar el hecho de que su amistad no varía aunque difieran en la opinión. Los amantes, aun en medio de una pelea, algunas veces se ase­mejan a un par de aprieta libros. La congruencia también puede relacionarse al status. Las personas que tienen más o menos el mismo status comparten una postura similar, no así el profesor y el alumno, el ejecutivo y la secretaria quienes lo hacen en raras oportunidades. Cuando comienza una discusión entre un grupo y su líder, éste cruza las piernas en forma que parece congruente con una parte del grupo, coloca los brazos sobre el pecho de acuerdo con la otra; mediante esta postura rehúsa tomar partido por una de ellas.

Algunos psicoterapeutas son muy conscientes en cuanto a la implicancia que tiene el eco de las posturas. La desapa­recida Frieda Fromm-Reichmann asumía la postura de su paciente para tratar de obtener una idea más clara sobre los sentimientos de éste. Otros terapeutas emplean la con­gruencia en forma distinta. Un investigador que analizó una película de psicoterapia sobre la relación existente entre las posturas combinadas y los momentos de concordancia verbal, descubrió al final que el terapeuta había imitado delibera­damente las posturas de sus pacientes para estimular la reciprocidad.

De la misma manera que las posturas congruentes expre­san reciprocidad, los no congruentes pueden utilizarse para señalar distancias psicológicas. Existe una película filmada en un dormitorio femenino de una universidad, que muestra una pareja de jóvenes sentados uno al lado del otro en un sofá. La chica está mirando hacia el muchacho, que está sentado mirando hacia afuera, los brazos y las piernas aco­modados como una barrera entre ambos. Permanece sentado así durante ocho largos minutos y sólo de tanto en tanto gira la cabeza hacia la chica cuando habla con ella. Al término de este lapso, otra joven entra en la habitación y el muchacho se pone de pie y sale acompañado por ella; mediante su pos­tura ha establecido que la chica que estaba sentada a su lado no era su pareja.

Algunas veces, cuando las personas se ven forzadas a sen­tarse demasiado juntas, inconscientemente despliegan sus brazos y piernas como barreras. Dos hombres, sentados muy juntos en un sofá, girarán el cuerpo levemente y cruzarán las piernas de adentro hacia afuera, o pondrán una mano o un brazo para protegerse mutuamente ese lado del rostro. Un hombre y una mujer sentados frente a frente a una distancia muy próxima, cruzarán los brazos y tal vez las piernas, y se echarán hacia atrás en sus asientos. La gente también emplea el cuerpo para establecer límites. Cuando varios amigos están de pie o se sientan en fila, los de los extremos extenderán con frecuencia un brazo o una pierna para excluir a los extraños.

Los cambios de postura son paralelos al lenguaje hablado, de igual manera que las gesticulaciones. Scheflen descu­brió que durante una conversación, cuando el individuo logra su objetivo, mueve la cabeza y los ojos cada pocas frases; y cuando cambia de punto de vista realiza un giro mayor con todo el cuerpo. Incluso, mientras una persona sueña dormida, cambia de posición cada vez que llega a un punto final lógico. Los científicos que investigan el sueño estable­cen que la gente se mueve en la cama entre sueños, o entre distintos episodios de un mismo sueño, pero raras veces durante la acción del sueño en sí.

Scheflen descubrió también, que la mayoría de las per­sonas parte de un repertorio de posturas sorprendentemente limitado, y realizan cambios en su posición en secuencias predecibles. Al investigar en base a una película, observó que cada vez que la terapeuta hablaba al paciente, éste giraba la cabeza hacia la derecha y evitaba mirarla; y cada vez que él le contestaba la miraba directamente como desafiándola. Luego, cuando en forma tangible el paciente cambiaba de tema, levantaba la cabeza y volvía los ojos hacia la izquierda.

 

Cada individuo tiene una forma característica de controlar su cuerpo cuando está sentado, de pie o caminando. Algunas veces resulta tan personal como su firma y frecuentemente suele ser una clave indiscutible de su carácter. Piense en la forma de moverse de John Wayne —derecho, sólido, er­guido—, y en la forma en que lo hace otro hombre alto, Elliott Gould —laxo, levemente inclinado hacia adelante—. La mayoría de nosotros somos capaces de reconocer a nuestros amigos, aun a gran distancia, por la forma que tienen de caminar o tan solo por la manera de pararse.

La postura de un hombre nos habla de su pasado. La sola posición de sus hombros nos da la pauta de las penurias su­fridas, de su furia contenida o de una personalidad tímida. En centros de investigación como el Instituto Esalen, se con­sidera que algunas veces los problemas psicológicos persona­les coinciden con la estructura corporal.

Cuando una mujer atraviesa un largo período depresivo, su cuerpo se descontrola, los hombros se encorvan bajo el peso de sus problemas. Tal vez desaparece el motivo de su depresión pero la postura se mantiene igual, puesto que al­gunos músculos se han acortado, otros se han estirado y se ha formado un nuevo tejido conjuntivo. Debido a que su cuerpo aún continúa agobiado, sigue sintiéndose deprimida. Es posible sin embargo, que si su cuerpo pudiera redisciplinarse, y volver a su equilibrio adecuado, mejorarían también sus condiciones psíquicas. Estas teorías forman parte de la Medicina psicosomática, que señala que el estado del cuerpo afecta al de la mente. (Por otra parte, la medicina psicoso­mática asegura también que la mente afecta al cuerpo). El psiquiatra Alexander Lowen combina la psicoterapia con la terapia física. Otra técnica denominada Rolfing, en home­naje a su inventora Ida Rolf, incluye intensos y dolorosos masajes destinados a destruir todo lo que constriñe el tejido conjuntivo. A pesar de que el método Rolfing no modifica el problema desde adentro, algunas veces proporciona mejorías notables a los pacientes que son sometidos a él.

La postura no es solamente una clave acerca del carác­ter; también es una expresión de la actitud. En efecto, mu­chos de los estudios psicológicos realizados sobre la postura la analizan según lo que revela acerca de los sentimientos de un individuo con respecto a las personas que lo rodean.

Durante el juicio de los Siete de Chicago, el abogado de­fensor, William Kunstler, hizo una protesta formal en cuan­to a la postura del juez. Señaló que durante el alegato del fiscal, el juez Julius Hoffman se inclinaba hacia adelante, sumamente atento, pero mientras actuaba la defensa, se echa­ba hacia atrás en el asiento de tal manera que parecía estar durmiendo. La protesta fue denegada.

En nuestra cultura, existen posturas consideradas socialmente adecuadas y otras que no lo son.  Uno no se recuesta durante una reunión de negocios, ni pone los pies sobre la mesa mientras cena.   Una persona puede dejar traslucir un mensaje asumiendo una postura inadecuada a la situación.

Entre los norteamericanos, la postura puede ser un indi­cio no sólo de un status relativo, sino del agrado o desagrado que dos personas sienten entre sí. Las señales son levemente diferentes para los hombres y las mujeres. Un investigador ha observado que cuando un hombre se inclina levemente hacia adelante, pero está relajado y con la espalda algo en­corvada, probablemente simpatiza con la persona que está con él. Por otra parte, si se recuesta en el asiento puede signi­ficar desagrado. No obstante, si está con otro hombre que al mismo tiempo no le resulta agradable o le teme —el ca­dete de la oficina que recibe órdenes del vicepresidente de la empresa—, se sienta muy tenso y rígido. Pero si está con una mujer que no le agrada, lo demuestra simplemente echándose hacia atrás. Aparentemente no existen mujeres suficientemente amenazadoras como para lograr que un hom­bre se siente rígido y en tensión. De la misma manera, las mujeres muestran su agrado inclinándose hacia adelante, aun­que sin embargo, demuestran su desagrado echándose hacia atrás. Nunca se sientan rígidas, cualquiera sea el sexo de la persona que tienen enfrente. Tal vez no sea porque no perciban las señales de amenaza, sino porque nunca se mo­lestan en aprender las indicaciones que siguen los hombres para alcanzar status. El experimento que produjo estas ob­servaciones es criticado por los especialistas en cinesis porque está muy alejado de la observación de la escena real. Se rea­lizó pidiendo a los voluntarios que se sentaran e imaginaran que estaban con alguien de su agrado o desagrado. No obs­tante, otras investigaciones apoyan esta teoría, y hay además una especie de lógica en los resultados.

Existe un tipo de folklore acerca de las posturas y cómo se puede interpretar a algunas de ellas. Para mucha gente una mujer que cruza los brazos sobre el pecho, por ejemplo, aparenta ser tímida, fría o simplemente pasiva. Si los bra­zos caen al costado de su cuerpo, parece más abierta y acce­sible. En una serie de televisión, cuando un sospechoso procura defenderse de un detective, si el argumento exige una respuesta nega­tiva, seguramente el detective se pone de pie y tiene los brazos cruzados. Si no lo hace así, los matices de la actuación pue­den ser sutilmente diferentes. Cuando en las primeras se­siones de terapia de grupo los participantes parecen estar a la defensiva y poco propensos a decir lo que sienten, se les pide que abran los brazos y las piernas al sentarse, basándose en la teoría de que esto los hará sentirse más abiertos y ser menos reservados entre sí. Sin embargo, como siempre, los brazos no constituyen el mensaje completo. Una inclinación de la cabeza, una sonrisa seductora, una pequeña inclinación de los hombros —en realidad tensiones corporales mínimas— y el efecto de los brazos cruzados, producirán un resultado muy diferente.

 

Un psiquiatra que registró a través de los años las postu­ras y el cambio de las mismas en los pacientes que había tratado, encontró que algunas de ellas se presentaban casi indefectiblemente en determinadas coyunturas. Cada pa­ciente tenía una posición básica al tenderse en el diván y la variaba mediante movimientos de brazos y piernas o de todo el cuerpo, que por lo general, coincidían con ciertas declaraciones verbales. Un hombre, por ejemplo, podía tener una manera especial de colocar su cuerpo al hablar de su madre y otra postura totalmente distinta, al hacerlo de su padre. Solía cubrirse el tórax y el abdomen con los brazos cuando estaba a la defensiva o ponerse las manos en los bolsillos si se sentía agresivo y masculino.

Los especialistas en cinesis comenzaron a examinar las posturas dentro de un contexto amplio y nuevo: al estudiar las películas filmadas en lugares públicos, las calles de una pequeña ciudad donde la gente se reúne para un desfile, para un almuerzo al aire libre o el campus de una universidad. Hasta la fecha sus descubrimientos han probado que las per­sonas que se mantienen fuera de la acción, paradas en la pe­riferia de un grupo o escudriñando desde la distancia, colo­can sus cuerpos de manera levemente distinta a las que están dentro del grupo. Suelen apoyar todo el peso del cuerpo en un solo pie, y no en los dos, a veces ponen las manos sobre las caderas y levantan la cabeza o incluso la echan suavemente hacia atrás. En una reunión social, un alumno de primer año, que quiere demostrar hastío, puede adoptar una postura similar. Por otra parte, uno que está realmente integrado al grupo se inclina levemente hacia adelante, y ladea la cabeza.

Los especialistas en ciencias sociales han investigado tam­bién la orientación, es decir el grado en que dos personas se encuentran frente a frente. Entre los primates no humanos, que por supuesto no hablan, ésta es una importante clave vital acerca de las intenciones del animal. Un chimpancé indica que está prestando atención mediante la dirección hacia donde orienta su cuerpo y el lugar hacia el que dirige su mirada.

Los hombres hacen lo mismo aunque de manera más sutil. Un individuo puede enfrentar a otro en forma firme con todo su cuerpo o sólo con la cabeza, o con la parte superior del cuerpo o las piernas. La orientación es difícil de estudiar y los resultados han sido ambiguos; pero es probable que la firmeza con que se enfrente a otra persona indique el grado de atención que se le está prestando. Si se la enfrenta total­mente, o si se gira el cuerpo hacia otro lado, y uno se conecta con ella sólo ocasionalmente, volviendo la cabeza, el impacto emocional es completamente distinto. En realidad, uno puede interrumpir una conversación por completo, dan­do la espalda al interlocutor, mientras que girar solamente la cabeza produce el mismo efecto pero en forma menos drástica.

Frecuentemente, en grupos de tres o más personas, la gente dividirá la orientación de sus cuerpos. Será posible observar que cada persona habrá colocado la parte supe­rior de su cuerpo frente a uno de sus compañeros y la parte inferior frente a otro. Si esto no ocurriera así, si dos perso­nas se colocaran enteramente una frente a la otra, la tercera se sentiría inexplicablemente excluida, sin importar el cui­dado que se tome por incluirla en la conversación.

Los experimentos de la orientación han sugerido que tan­to los hombres como las mujeres se enfrentan más directa­mente a hombres de mayor status y menos directamente a mujeres de status más bajo. Nuevamente parece importante la amenaza potencial: el patrón ante la empleada de lim­pieza.

Existen aproximadamente mil posturas estáticas que son anatómicamente posibles y relativamente cómodas; de ellas, cada cultura selecciona su propio repertorio limitado. Así lo afirma Cordón Hewes que ha estudiado las posturas en forma global. Nosotros, en Occidente, tendemos a olvidar que exis­ten otras maneras de sentarse y de ponerse de pie que las que estamos acostumbrados a emplear. Resulta sorprendente comprobar que "por lo menos la cuarta parte de la humani­dad tiene el hábito de ponerse en cuclillas para descansar o para trabajar". La mayoría de los niños adoptan esta posi­ción fácil y cómoda durante mucho tiempo, pero en nuestra sociedad se considera que esta posición es incómoda, signo de mala educación y molesta y los adultos han perdido la habilidad de usarla. El repertorio de posturas de una cultura da forma a los complementos de ésta y éstos a su vez requie­ren ciertas posturas. Cuando un estilo de vida está en forma­ción puede ocurrir que posturas y complementos se desen­cuentren entre sí. En el Japón, donde las personas están acostumbradas a sentarse en el piso de las casas, frecuentemente se las puede ver en cuclillas sobre la butaca de un teatro o en el asiento del tren.

Si ponerse en cuclillas puede parecemos incómodo, la po­sición de las cigüeñas que adoptan ciertos habitantes del África nos parecerá imposible. Los hombres se paran du­rante largo rato sobre una pierna, y doblan la otra por de­bajo de la rodilla, enlazando el pie de la pierna libre a la
otra espinilla.
   

A través de todas las culturas que ha estudiado, Hewes descubrió que es raro que las mujeres se sienten o se pongan de pie con las piernas separadas, una postura que es común    en los hombres. Cada cultura posee posturas que considera correctas y otras que juzga incorrectas, de manera que lo que en una sociedad es signo de buena educación puede resultar escandaloso en otra.    

La postura es, como ya lo hemos dicho, el elemento más fácil de observar y de interpretar. En cierto modo, es bas­tante molesto saber que algunos movimientos corporales que efectuamos bastante seguido son tan circunscriptos y predecibles que revelan nuestra personalidad; pero por otra par­te, es muy agradable saber que todo nuestro cuerpo res­ponde en forma continua ante el desarrollo de un encuentro con otro ser humano.

A medida que un individuo toma conciencia de su propia postura, puede descubrir que durante una velada estuvo compartiendo posturas corporales con un amigo y que el com­pañerismo siguió el curso del cambio de éstas. En otra cir­cunstancia, puede darse cuenta de que está sentado forman­do una barrera con sus brazos y con sus piernas. Esta toma de conciencia del propio yo puede ser un primer paso ten­tativo hacia un mejor conocimiento de sí mismo.

 

RITMOS CORPORALES

Del mismo modo que otros especialistas en cinesis, el pro­fesor William Condón ha investigado en base a películas estudiando, analizando y buscando patrones.   De sus estu­dios surgió un fenómeno sorprendente y fascinante: en formas mínimas, el cuerpo del hombre baila continuamente al compás de su propio lenguaje.   Cada vez que una persona  habla, los movimientos de sus manos y dedos, los cabeceos, los parpadeos, todos los movimientos del cuerpo coinciden con este compás. Resulta interesante saber que este ritmo suele alterarse cuándo se trata de casos patológicos o de da­ños cerebrales.   Los esquizofrénicos, los niños autísticos, las personas afectadas por el mal de Parkinson, epilepsia leve o afasias, y los tartamudos, están fuera de sincronía consigo mismos.  La mano izquierda puede seguir el ritmo del len­guaje mientras que la derecha está completamente desfasada. El resultado, tanto en la vida real como en las películas, es una rara impresión de torpeza, un sentimiento de que algo no está completamente bien en la forma en que se mueve el individuo.

"Después de haber pasado miles de horas mirando películas -narra Condón— comencé a encontrar la clave en forma de visión periférica.  El que escucha también se mueve al mismo tiempo que el relato del que habla.  Entonces empecé a examinar este hecho sistemáticamente, y éste fue el comienzo del estudio de la sincronía interaccional."

La sincronía de interacción resulta difícil de creer hasta que no se la ve en películas, puesto que en la vida real generalmente se produce en forma veloz y es demasiado sutil para ser captada. Sin embargo, en todos los filmes analizados por Condón (cerca de un centenar), siempre se encontró pre­sente la sincronía interaccional ya se tratara de norteameri­canos de clase media, de esquimales, o de bosquimanos del África. Se produce continuamente cuando la gente está con­versando. Aunque puede parecer que el que escucha está sentado perfectamente quieto, el microanálisis revela que el parpadeo de los ojos o las aspiraciones del humo de la pipa, están sincronizados con las palabras del que habla. Cuando dos personas conversan, están unidas no sólo por las pala­bras que se intercambian mutuamente sino por ese ritmo compartido. Es como si fueran llevados por una misma co­rriente. Algunas veces aun durante intervalos de silencio, la gente se mueve simultáneamente, porque en apariencia reacciona ante claves visuales en ausencia de otras verbales. Es posible realizar un pequeño experimento para compro­bar la sincronía interaccional, mediante una técnica muy simple: pídale a un amigo que marque un ritmo con los dedos y luego comience a hablarle. Los repiquetees de él coincidirán inmediatamente con los acentos o las divisiones silábicas de las palabras de usted. Los ritmos del lenguaje humano, aparentemente, pueden ser tan irresistibles como los de un violento rock.

La sincronía interaccional es algo sutil, no es simplemente una imitación de los gestos —a pesar de que esto sucede también algunas veces— sino que se trata de un ritmo com­partido. La cabeza del que habla se mueve hacia la derecha y exactamente en ese momento el oyente levanta una mano. En el mismo instante en que se invierte el movimiento de la cabeza, la mano cambia de dirección. Si la cabeza se apre­sura, también lo hace la mano y quizás el pie o la otra mano se adaptan al ritmo.

Naturalmente uno se pregunta qué propósito puede tener la sincronía interaccional puesto que la gente casi nunca está enterada de que ella existe. Condón considera que es el basa­mento sobre el que está edificada la comunicación humana y que sin ella la comunicación sería completamente impo­sible. Sirve para indicar a la persona que habla que el oyente lo está escuchando realmente. Si el oyente se dis­trae, la sincronía fallará o desaparecerá por completo. Con­dón posee una película de dos psiquiatras conversando y moviéndose al mismo ritmo. Luego de un tiempo, apare­cen en escena otras dos personas; los psiquiatras interrumpen su diálogo para conversar con los recién llegados. En el instante en que comienzan a prestar atención a nuevas con­versaciones, se quiebra la sincronía mutua. Unos minutos después, cuando los psiquiatras retoman la conversación ori­ginal, entre ellos vuelve a aparecer el ritmo primitivo.

La sincronía interaccional es variable. Algunas veces está presente sólo de manera muy leve y otras se nota en forma más acentuada. Dos personas que están sentadas pueden mover solamente sus cabezas al compás; luego pueden agre­gar movimientos de pies o de manos, hasta que finalmente parecen acompañarse con todo el cuerpo. La experiencia interna en un momento así es un sentimiento de gran armo­nía, de que realmente uno llega a comunicarse con la otra persona —a pesar de que la conversación puede parecer en­teramente trivial—. Por lo tanto en un nivel subliminal, la sincronía interaccional expresa variaciones sutiles aunque muy importantes en una relación.

 

Condón trabajó ocho largos y penosos años para apren­der todo lo que sabe sobre esta sincronía. Durante todo este tiempo, su laboratorio ha estado en el Instituto Psiquiátrico y Clínico del Oeste en Pittsburgh (Western Psychiatric Institute and Clinic, WPIC), donde es profesor e investigador asociado de comunicación humana.

Me previno, cuando lo entrevisté, de que sus estudios toda­vía deben ser considerados "tentativos". Poseen la misma va­lidez que las observaciones que Konrad Lorenz realizara so­bre animales salvajes. Condón ha corroborado sus descu­brimientos en más de cien películas, y otras personas que las han visto también han descubierto la existencia de la sincronía. Pero las pruebas todavía no están reflejadas en términos experimentales o en estadísticas.

Condón me mostró una serie de estas películas en una habitación algo más grande que un placard. La primera era sobre una conversación filmada entre un hombre blanco y un negro, que no se conocían entre sí; habían sido llevados al laboratorio WPIC y se les pidió que se sentaran y conver­saran para obtener datos acerca de la comunicación huma­na. Ambos hombres, bien vestidos, se sentaron uno frente a otro. El negro era joven: un estudiante. El blanco era algo mayor. Echándose hacia atrás en el asiento comenzaron a discutir amablemente acerca de los posibles beneficios de una educación universitaria. El estudiante estaba a favor de ella, en contraposición con el blanco que defendía la tesis de la especialización laboral.

Condón me mostró la película mediante un proyector ma­nual, pasando una vez tras otra los mismos cuadros. En cá­mara lenta, el sonido era semejante al del Pato Donald; otras veces se parecía al silbar del viento o al grito de las focas. Pero la cadencia era siempre clara, aunque las palabras no lo fueran. En forma gradual comencé a notar que cada uno de los hombres tenía su propio ritmo de moverse al hablar; luego, repentinamente y por el rabillo del ojo, capté que realmente lo hacían al mismo compás. El hombre blanco hablaba, y a pesar de que el negro permanecía aparente­mente inmóvil, cada vez que se movía lo hacía coincidiendo con alguna acentuación en las palabras de la frase que estaba pronunciando su interlocutor.

Condón me explicó que, como en esta primera parte del filme ambos personajes estaban intercambiando ideas, no ha­bía mucha sincronía. Divorciados de las palabras, los gestos parecían algo agresivos al señalar, enfatizar y cortar el aire. El blanco se contradijo: "Yo quiero... yo no quiero..." y pude notar que su cabeza se movía hacia atrás, mientras en­señaba los dientes y levantaba las cejas; luego en un gesto enfático, parecido a una bofetada, golpeó el aire.

Inmediatamente el hombre negro se enderezó en su asien­to. A partir de ese momento, el tono del encuentro fue to­talmente diferente. Donde antes había una sincronía espo­rádica, ahora ambos hombres se movían juntos al ritmo de sus frases, de sus palabras y hasta de las sílabas, en una danza creciente e intrincada. Se notaba un complejo juego de ma­nos. Luego de una pausa, uno de los dos comenzó a hablar, y el otro mediante un movimiento de su cuerpo retomó la conversación al compás en el momento preciso. El estu­diante buscó la pipa en su bolsillo y el ritmo del gesto fue tan claro como "da-da-da-dum", y reflejó de manera igual­mente clara las palabras del otro.

La primera parte de la película, según Condón, refleja una lucha de dominio-sumisión. Es difícil precisar qué fue lo que pasó exactamente en el momento de la bofetada pero, indudablemente, algo cambió. Tal vez este solo y enérgico gesto dirimió la cuestión del dominio.

Luego Condón pasó otro grupo de películas cortas, esta vez mostrando a la etóloga Jane Goodall acompañada por un par de chimpancés salvajes. En cuclillas, Jane trata de arre­batar un cacho de bananas a uno de los monos. Éste echa hacia atrás la cabeza, mostrando los dientes y procura darle una bofetada de manera muy semejante a la escena filmada entre los dos hombres.

Volviendo a la película anterior, Condón me señaló algu­nas sutiles diferencias culturales en la manera en que em­plean el cuerpo los blancos y los negros. Cada vez que un blanco movía simultáneamente la cabeza y las manos, estos se sacudían al mismo compás. En el negro, algunas veces se notaban síncopas: las manos se movían algo más rápido pero no obstante guardaban relación con el movimiento de la cabeza. En un momento dado; una de las manos del es­tudiante se movía casi al doble de velocidad que la otra. Esto resulta prácticamente imposible para los blancos, me explicó Condón, aun cuando se empeñen en hacerlo. Cuando blan­cos y negros se reúnen, tienen menos inconvenientes si cada uno trata de acomodarse a las sutiles diferencias de los mo­vimientos corporales del otro.         

Los investigadores están comenzando a probar que los negros norteamericanos y los blancos se mueven realmente en forma diferente.   Los negros, en general, son más rápidos, más sutiles y más sensibles a matices no-verbales.  Parece ser que muchas veces transmiten numerosos mensajes mediante movimientos mínimos de los hombros, de las manos o de los dedos.  Varios investigadores han señalado que también pueden existir importantes diferencias en el comportamiento visual.  Entre las familias de origen pobre, la gente se mira menos directamente a los ojos que entre las familias blancas de clase media.  Esto explicaría el hecho de que al encontrarse los negros con los blancos, los primeros se sienten obser­vados en forma impertinente, mientras que los segundos no­tan que los negros tratan de evitar sus miradas.   Las diferencias en los movimientos corporales, por cierto, no causan prejuicios; sin embargo, no contribuyen a una mejor comprensión interracial.

 

Paul Byers, antropólogo de la Universidad de Columbia, me había mostrado antes una película filmada en un jar­dín de infantes. En ella, durante una secuencia de diez mi­nutos, una niñita negra había tratado de captar la mirada de la maestra blanca, unas treinta y cinco veces, contadas una por una, y sólo lo consiguió cuatro veces. En el mismo lapso, una criatura blanca logró hacerlo ocho veces en sólo catorce intentos, pese a que no se trataba de un caso de fa­voritismo. El análisis demostró que la oportunidad de la niña blanca era simplemente más adecuada; la niñita negra, con­tinuaba mirando fijamente a su maestra, aun cuando ésta estuviera ocupada ayudando a otro niño, mientras que la blanca esperaba la oportunidad más favorable para hacerlo. Una y otra vez, en este filme, la maestra trataba de acercarse a la niña negra, pero cada intento se transformaba en una especie de fracaso, ya sea porque la maestra dudaba a último momento, como si no estuviera segura de que su contacto sería bien recibido, o porque la criatura mediante un gra­cioso y casi invisible gesto de hombros, trataba de escabullírsele de la mano. Byers considera que el filme demuestra no un prejuicio, sino problemas en la interpretación de los movimientos corporales.

La tercera película que me mostró Condón era un ejemplo de sincronía perfecta. Un hombre y una mujer, el empleador y la aspirante a un puesto, sentados frente a frente en una secuencia que a velocidad normal mostraba una abundante variación de posiciones. Al principio el hombre cruzaba y descruzaba las piernas y la mujer estaba inquieta en su asiento. Pero al volver a pasar la película cuadro por cuadro, se notó claramente la sincronía. En un mismo cuadro, ambos se inclinaban hacia adelante, se interrumpían exactamente en el mismo momento, levantaban la cabeza y luego se echaban hacia atrás en los asientos, volviendo a quedar inmóviles nuevamente. Se parecía mucho a la danza del ga­lanteo de algunas aves. Según una de las analogías favoritas de Condón era como una exhibición de marionetas suspen­didas en el aire por el mismo juego de hilos. Condón me explicó que este tipo de sincronía amplificada se produce a menudo entre macho y hembra. Durante el galanteo entre el hombre y la mujer es una de las numerosas maneras de manifestar mutuo agrado sin emitir palabra alguna.

Los hombres y las mujeres poseen distintos estilos de sin­cronía, añade Condón. En los encuentros entre hombre-hombre que ha estudiado hasta ahora, el rebote y el ritmo son completamente diferentes de los que se observan entre hombres y mujeres. Los movimientos son más moderados entre hombres, y éstos suelen emplear las manos con mayor frecuencia; la proporción del cuerpo que está involucrada en el movimiento no es tanta y el ritmo no se entrelaza tan estrechamente.

"Parecería ser que la vida humana está profundamente integrada al movimiento rítmico compartido que la cir­cunda", ha escrito Condón. El bebé dentro del vientre de la madre se mueve mediante los movimientos de ésta. Después del nacimiento, el movimiento compartido y el rit­mo continúan...

La cinesis ha demostrado a Condón que los bebés también poseen una sincronía propia. A pesar de que sus movimientos parecen casuales y entrecortados, todas las partes de su cuer­po responden a un mismo compás. A los tres meses y medio y posiblemente antes, el bebé se mueve al ritmo de las pa­labras de su madre.

"En realidad, entre la madre y el hijo existe una sincronía amplificada —dice Condón—, intrincada, relajada y extensa. Se encierran durante largos períodos de tiempo en una par­ticipación de movimientos. Las películas de las chimpancés que cuidan a sus crías nos blindan el mismo efecto."

En el próximo grupo de películas que me mostró Condón, había ejemplos de la clase de patología que bloquea la sin­cronía interaccional. La primera de ellas, mostraba a una preciosa niñita de tres años, de hermosos ojos enormes y de cabello largo y oscuro. La trajeron al laboratorio WPIC porque se sospechaba que podía ser sorda, a pesar de que las pruebas de rutina no habían demostrado nada en con­creto. Condón pensaba que las películas indicarían si la niña oía en forma normal, ya que se movería al ritmo del lenguaje de las personas que la rodeaban. Sin embargo la película señaló, por el contrario, que no se movía en absoluto al compás de la voz humana, sino que reaccionaba con ex­trema sensibilidad ante los sonidos inanimados. Su madre desparramó un collar de cuentas sobre la mesa, de manera que cayó en secciones, haciendo un ruido semejante a un suave tamborileo; los hombros y la cabeza de la niñita res­pondieron rítmicamente al compás de las cuentas. Una pediatra tamborileó con los dedos sobre la mesa y la niña se movió de acuerdo a ese ritmo. Los niños normales no reaccionan de esta manera ante el sonido. Condón ha pro­bado esto mediante ruidos intensos, golpeando varios libros fuertemente, y sin embargo ellos no se adaptan al ritmo.

Más tarde la niña del filme fue declarada autista.  "Pobrecita —dijo Condón—, era como si su mundo estu­viera compuesto de sonidos, y ella reaccionaba ante ellos de la misma manera que la gente normal reacciona ante el lenguaje hablado."

 

En la película siguiente, una mujer que tenía un vestido escotado estaba sentada junto a un hombre en un sofá, mien­tras que en primer plano un niño jugaba en el suelo. La mujer se quejaba porque el niño siempre había constituido un problema por la forma de alimentarse. Por el tono de su voz, que por momentos adquiría un nivel agudo e irritante al referirse a su hijo y por un gesto especial que ejecutaba como "apuñalando" con un dedo, expresaba su rechazo hacia el niño. A medida que ella hablaba, el niño movía el cuer­po al ritmo exacto de las palabras maternas, y luego desapa­reció de la escena para regresar después de unos segundos, trayendo un pequeño almohadón que ofreció a su madre, lo que parecía ser un gesto de ruego o de pacificación. Sin embargo la mujer tomó el almohadón y puso un rostro duro, severo y frío, que recordé por mucho tiempo.

El próximo filme presentaba a una mujer, madre de mellizas, una de las cuales era esquizofrénica. En los treinta mi­nutos que duró la película, la madre y la hija normal se movieron al mismo ritmo, y compartieron posiciones el no­venta y cinco por ciento del tiempo; incluso se acomodaron la ropa en un mismo cuadro de la película. La hija esquizo­frénica rara vez coincidía con su madre o con su hermana. Más aun, cada vez que trataba de adoptar una postura coin­cidente con la madre, ésta inmediatamente cambiaba y adop­taba otra, como si de esta manera mantuviera cierta distancia entre ambas. Siempre que la madre se refería a la hija es­quizofrénica, gesticulaba hacia ella manteniendo las palmas de las manos hacia abajo, como si golpeara, en un movi­miento que indicaba claramente: "aléjate". Algunas veces, la niña reaccionaba volviendo enérgicamente la cabeza ha­cia un lado y excluyéndose más que antes de la conversación.

"Éstos son mensajes mayores —me dijo Condón sobria­mente—. Cuando usted ha visto suficientes películas de este tipo, comienza a aceptarlas como parte de la realidad."

Me previno, sin embargo, que no existe una simple rela­ción causa-efecto en estos procesos. La reacción de la madre no produjo la esquizofrenia de la hija. De hecho, la niña enferma puede haberse comunicado mal desde un principio. Pero Condón tenía otra película de un par de mellizos de ocho años, uno normal y otro no, que mostraba el mismo es­quema de exclusión rítmica y corporal. También ha colec­cionado varias películas de madres de mellizos normales, en las que la madre se comporta en forma equilibrada frente a ambos. Puede ser, entonces, que la sincronía interaccional no sólo sea una forma de demostrar armonía sino una mane­ra de incluir o excluir a otros.

En otra película sobre un adolescente perturbado y sus padres, la madre y el hijo mostraban claramente por su comportamiento que estaban aliados en contra del padre. De hecho, en un momento dado, el muchacho comenzó a discutir con el padre, y la madre reforzó esta actitud adoptando la misma postura de su hijo y moviéndose en estrecha sincronía con él. En otro momento, el padre y la madre concordaron maravillosamente, y de inmediato, el muchacho enojado dijo a la madre: "Bueno, antes me hiciste cerrar la boca, así que ahora puedes hacer que la abra nuevamente", lo que nos proporciona, dice Condón, una verificación más amplia de que existe en este caso tanto una inclusión como una exclusión.

Condón especula en base al hecho de que adaptarse al ritmo de otra persona puede tener a grosso modo el mismo efecto que compartir una postura, ya que promueve un sen­tido de intimidad y de armonía. La gente es muy sensible ante la forma en que se mueve otra persona. Edward Hall posee una colección de fotografías tomadas en una galería de arte en las que las personas, sin darse cuenta, adoptan las posturas de las esculturas expuestas.

Las personas poseen esta sensibilidad especial y ni si­guiera lo saben —sugiere el doctor Condón—. Puede haber, por lo que conozco, varios cientos de niveles diferentes para expresar intimidad o alejamiento en una relación —posturas, sincronía, contacto visual y otros—. La vida puede tornarse cada vez más fascinante a me­dida que uno estudia esto; puede llegar a ser extremada­mente agradable. Pienso que a medida que la gente conozca estas sutilezas, accederá a matices de placer, de relación compartida que todavía no conocemos, ya que nuestra sensibilidad se verá acrecentada.

La más notable de todas las películas que me mostró Con­dón fue la última. En ella aparecían dos sujetos conectados a un EEG (electroencefalógrafo), de tal manera que se po­día registrar sus ondas cerebrales a medida que hablaban. Una cámara enfocaba el encuentro a nivel humano, y la otra las agujas del EEG, mientras dibujaban los temblorosos trazos en el papel cuadriculado que corría bajo ellas. Re­sultaron dos películas distintas. Sobre la pantalla que re­flejaba los trazos del EEG, se veían los rasgos alineados de doce indicadores: los seis de la derecha correspondían al hombre y los seis de la izquierda a la mujer. Se asemejaban bastante a la estela que dejan dos esquiadores acuáticos no muy hábiles, que esquían al compás de una música que no se oye. Todos no se movían a derecha o a izquierda en el mismo instante, pero en general, lo hacían en forma bastante sincronizada; también aumentaban o disminuían la velo­cidad en forma pareja. De una manera casi mágica, era como si los indicadores hablaran entre sí.

 

Esto me recordó una aseveración que hizo Paul Byers, medio en broma: la sincronía interaccional o los ritmos com­partidos podrían brindar una explicación de la comunica­ción existente entre el hombre y las plantas. Ese extraño fenómeno, en base al cual ciertas personas al concentrar su cuidado en alguna planta —tal vez amándola— logran hacerla crecer mucho mejor que a una planta tipo, que es observada en un laboratorio a la que se trata en forma similar, recibe la misma proporción de agua, e igual cantidad de sol, etc. Byers dice: "¿Qué somos nosotros, después de todo —nues­tras acciones, nuestras percepciones— sino nervios que efec­túan descargas eléctricas, ritmos?" Sugiere asimismo que, cuando los jóvenes hablan de "estar en onda", o "estar fuera de onda", están reconociendo inconscientemente este fenó­meno.

Condón es muy cauteloso acerca de las películas filmadas en base al sistema EEG. Todo lo que se puede decir, me previno, es que resulta sugestivo y que es un fenómeno que merece estudiarse. Sin embargo, existen problemas al tra­bajar basándose en este tipo de películas. Nadie puede de­cir en forma precisa qué es lo que miden, excepto que re­flejan la actividad eléctrica del cerebro, complicada por la contracción del músculo del ojo que parpadea. Un científico ha expresado que tratar de explorar el cerebro mediante el EEG, es como tratar de descifrar el funcionamiento de un motor aplicando un estetoscopio al capó del automóvil. No obstante, los registros de EEG realizados por Condón mues­tran complejas configuraciones de cambio que se relacionan al fluir de las palabras, y Condón está empeñado en realizar nuevos estudios con el objeto de identificar estas relaciones existentes.

Condón está convencido de que lo bioeléctrico —el sistema nervioso del cuerpo que funciona mediante descargas eléctricas de los nervios— capta la sincronía interaccional y está profundamente involucrado en él. Piensa que el sistema nervioso vibra rítmicamente en respuesta al lenguaje, y com­para todo este mecanismo a dos motores eléctricos, conecta­dos en forma sincronizada, de tal manera que si se produce una alteración en la oscilación de uno de ellos, el otro la producirá también. De igual manera que los motores se co­nectan mediante cables, los seres humanos están conectados entre sí por el sonido.

"Los seres humanos son increíblemente sensibles al len­guaje y a los sonidos —explica Condón—. Éste es el proceso más evolucionado. Considero que lo que se produce por de­bajo de ese nivel se cierra automáticamente de tal manera que todo el organismo está engranado y no existe una sepa­ración real entre el lenguaje y la cinesis."

Aparentemente las personas que sincronizan mutuamente, no lo hacen porque anticipan el tipo de conversación, sino porque emiten una reacción repentina semejante a un re­flejo. En películas proyectadas a una velocidad de veinticua­tro a cuarenta y ocho cuadros por segundo, la sincronización parece ser instantánea. Los movimientos combinados co­mienzan en el mismo cuadro de la película; pero cuando se emplea una cámara de alta velocidad, a noventa y seis imá­genes por segundo, se comienza a notar un retraso entre el lenguaje y el gesto. Es como si el sonido llegara al oyente y fuera procesado en un instante, en un nivel neurológico in­ferior, donde produce el impacto en su ritmo. Tal vez sea esta la explicación de porqué el ritmo compartido nunca llega a un nivel consciente.

Guando interactúan dos personas que no hablan un mismo idioma, no existe sincronización; solamente se nota una ma­nera entrecortada y apagada. No sólo el patrón hablado de uno es extraño al del otro, sino qué posiblemente en un nivel biológico más básico, los ritmos resultan algo incompatibles, ya que el lenguaje, los movimientos del cuerpo y el EEG parecen estar conectados tan maravillosamente; otros ritmos fisiológicos, como el latido del corazón, pueden estar también afectados. Existe cierta evidencia que brinda apoyo a esta teoría. Diversos ritmos fisiológicos, en el hombre y en los animales, pueden ponerse en fase mediante un metrónomo. Los estudios realizados sobre seres humanos que escuchan canciones de cuna —ya sea en alemán, chino, inglés o cual­quier otro idioma (aparentemente una canción de cuna no es más que eso en cualquier idioma) —, indican que a medida que la gente las oye, su respiración se hace cada vez más liviana y regular, como durante el sueño, y se acompasa al ritmo de la letra de la canción; al mismo tiempo, el ritmo del corazón disminuye y el GSR (Galvanic Skin Response) se mantiene inalterable. Cuando en idénticas condiciones, se expone a la gente al sonido de la música de jazz, su respi­ración y el GSR se tornan irregulares. Tal vez los ritmos fi­siológicos básicos del hombre siguen el ritmo de su lenguaje, de tal manera que su cadencia, así sea francesa o norteame­ricana, existe no solamente en el lenguaje sino en todo su sistema.

Según dice Condón, sus experimentos han sido "muy mi­cros" durante años; sin embargo en la actualidad se están volviendo "macros". A medida que trabaja en lapsos más prolongados, ha descubierto que ciertos intervalos rítmicos ocurren con tanta frecuencia que uno siente la tentación de pensar que forman parte del organismo en sí. En consecuen­cia, una vez por segundo se produce, un gran compás que tiene aproximadamente el ritmo del latido del corazón hu­mano. Este efecto no es tan regular como para que uno pueda hablar simplemente de sincronía interaccional como de vibración por segundo —la exactitud del ritmo del movi­miento corporal es demasiado precisa para esto— pero con frecuencia el ritmo del latido del corazón siempre está pre­sente.

La explicación de esto podría encontrarse en el hecho de que el bebé vive durante nueve meses en el útero de la madre, al ritmo constante del corazón materno, y se ha com­probado que después de nacer, los recién nacidos que escu­chan la grabación del sonido del latido del corazón lloran menos y aumentan más de peso que otros bebés de la mis­ma edad. Por lo tanto, no es aventurado decir que el latido del corazón es un ritmo humano básico.

 

Adam Kendon ha analizado varias películas de sincronía interaccional y ha sugerido que cuando dos personas adoptan un mismo ritmo no siempre significa que existe entre ellas total armonía o que es una señal de que una ha logrado la atención completa de la otra. Algunas veces dicho ritmo comunica algo mucho más sutil. Por ejemplo, cuando un hombre comienza a hablar, durante los primeros segundos su interlocutor puede mostrar una sincronía  amplificada tal vez, hasta el extremo de repetir exactamente los gestos del que habla, indicando que presta gran atención. Luego puede echarse hacia atrás y mantenerse inmóvil por un  tiempo, apenas moviendo un músculo. Pero en cuanto hay alguna indicación de que el que habla está llegando a una conclusión definitiva, el oyente comienza a moverse nuevamente en forma conspicua.  Esta vez, sus movimientos siguen el ritmo del otro, pero no imitan exactamente los gestos de él. En lugar de ello, casi inmediatamente, el que habla comienza a imitar al oyente.  En ese instante, el oyente que comienza a moverse, indica que ahora es él quien quiere hablar. Sus movimientos pueden ayudarle también a intercalar sus primeras palabras. De la misma manera que un músico marca el ritmo con el pie mientras espera el momento de entrar, al compás, la gente puede tomar el ritmo de otra persona para estar lista para hablar en el instante adecuado.

Kendon, Condón y otros interesados en el estudio de la sincronía interaccional, creen que todavía hay mucho por aprender acerca de ella. Condón proyecta trabajar en dos direcciones hacia un microanálisis más compacto en sus in­vestigaciones del sistema nervioso, y hacia un macroanálisis de películas de psicoterapia y de terapia familiar. En estos filmes ya ha brindado una clara evidencia sobre la forma en que una persona puede "identificarse" con otra —un hijo con su padre, un estudiante con su profesor—. El adolescente de la película citada anteriormente había adquirido algunos de los gestos de su madre, en especial la costumbre que tenía ésta cuando estaba indecisa, de juguetear primero con la mano derecha y luego con la izquierda. El hijo imitaba este hábito aun cuando la madre no estuviera presente. Esa mímica inconsciente es muy común y con frecuencia el individuo adopta gestos, una forma de reírse o una variación en la entonación de otra persona a quien admira.

"Por lo tanto, podemos comenzar a demostrar la identifi­cación en términos de comportamiento —la hallaremos en la entonación y en otras cualidades vocales, así como también en movimientos corporales—. Cada día descubro identifica­ciones de este tipo entre los jóvenes del laboratorio", dice Condón, aludiendo a que se imita una parte del compor­tamiento del personal jerárquico.

"He observado una configuración de gestos particular y una manera de reír que yo mismo he imitado. A veces me sorprende oírme y pienso: ¡Oh. . . caramba. . .!"

Los descubrimientos de Condón se emplean ahora para entrenar a psicoterapeutas. Los jóvenes terapeutas observan en las películas la forma en que un psiquiatra experimen­tado subraya un tema: el paciente llega al punto crucial y el terapeuta se inclina hacia adelante y comienza a moverse en sincronía amplificada. Los buenos terapeutas emplean sus cuerpos de esta manera instintivamente, y por lo tanto en las lecciones de cinesis se trata de entrenar el analista no­vato para que tenga la capacidad de interpretar el compor­tamiento corporal de su paciente, más que de enseñarle a usar su propio cuerpo.

Mientras estaba en el aeropuerto, esperando el avión que me llevaría rumbo a mi hogar, después de haber observado durante horas películas sobre sincronía interaccional, encon­tré un ejemplo vivo de ella en un bar de las inmediaciones: Dos aviadores algo mayores y una llamativa azafata rubia, que evidentemente eran viejos amigos, estaban de pie juntos y ocasionalmente se tocaban mientras estaban compenetra­dos en una animada conversación; sus cabezas y manos dan­zaban en armonía en un claro ejemplo de sincronía am­plificada.

 

LOS RITMOS DE LOS ENCUENTROS HUMANOS

Imagínese que lo están entrevistando por .algún motivo: un nuevo trabajo, un ascenso o lo que sea. Usted ha llegado algo nervioso, pero, ¡oh, maravilla!, el entrevistador ha re­sultado ser un oyente perfecto. Permanece allí sentado, aten­to, amable, brindándole toda su atención y dejándolo hablar libremente. Cada vez que usted se interrumpe para ver su reacción, él preguntará algo para indicarle a usted que quiere oír mucho más. Esto hace que usted se sienta muy bien.

Pero, repentinamente, todo cambia: Usted hace una pausa y espera ansiosamente que el hombre le diga algo, y él per­manece allí imperturbable. El silencio se prolonga hasta llegar a ser incómodo. Pensando que tal vez no le entendió, usted repite la última frase. Aun así, él permanece silen­cioso. Entonces usted trata de iniciar otro tema de conver­sación. Lo hace durante un minuto y luego se vuelve a inte­rrumpir. Nuevamente: silencio. Temeroso de preguntar qué sucede, usted comienza a hablar ahora nerviosamente y los momentos se eternizan mientras busca algo que decir que vuelva a despertar el interés de su interlocutor, y que me­rezca una respuesta. Por fin usted parece haber dado en el clavo, porque cuando hace una nueva pausa, su entrevistador abre la boca para efectuarle una pregunta interesante y alentadora. Pero ahora, usted se siente acalorado, ruborizado y poco feliz; y antes de que pueda darse cuenta, habrá co­menzado a despacharse acerca de la manera en que lo tra­taba su jefe anterior y todos los jefes en general. Pero ahora cada vez que usted haga una pausa, el hombre formulará una pregunta que exprese interés, y en forma gradual usted volverá a calmarse y olvidará su descontento anterior.

El tipo de entrevista que he descripto no es habitual en modo alguno. Se denomina "entrevista de interacción pro­gramada", un medio complejo y muy seguro de diagnosticar. Cualquier información que el sujeto —en este caso usted— pueda brindar es completamente irrelevante. E incluso su in­terlocutor que está atento en forma aparente recordará muy poco de ella. Lo importante no es lo que se dice, sino la oportunidad y la duración de lo dicho. Siempre que el su­jeto habla, un observador o el mismo entrevistador registra la duración de una afirmación. Cada vez que él le formula una pregunta, toma nota de cuánto tiempo tarda usted en responder.

La técnica de registro en sí es sumamente simple. Se efec­túa mediante una pequeña cajita negra, del tamaño de una caja de fósforos. A pesar de que la cajita puede parecer to­talmente inocente, está conectada a un grabador y a una computadora. Cada vez que el sujeto habla, el observador aprieta un botón marcado con la letra "A". Al responder, el entrevistador toca un botón marcado con la letra "B". Los botones también se oprimen para asentimientos de la ca­beza, sonrisas y otros comportamientos no verbales si éstos parecen estar claramente vinculados a las respuestas de la conversación. El resultado final es un registro cronológico exacto, una especie de índice que establece cuánto tiempo y con qué frecuencia respondió cada persona (en términos científicos "actuó"), y también figuran los silencios, las in­terrupciones, etc. En este registro el comportamiento del entrevistador podrá tomarse como patrón constante porque ha sido entrenado para contestar en el momento preciso, con­versar el tiempo necesario y permanecer en silencio oportu­namente.

Los seres humanos son tremendamente regulares en el há­bito de hablar y de escuchar. Si un hombre que pasa por esta entrevista de diagnóstico es reentrevistado nuevamente se­manas, meses o aun un año después, se comportará de ma­nera muy similar en la segunda oportunidad. Hablará menudo, y cada vez que lo haga, será por un intervalo apro­ximadamente igual y reaccionará de la misma manera a la tensión. Aparentemente, el ritmo de la conversación de mí hombre es una de sus características más constantes y predecibles y según lo registrado mediante la "entrevista de in­teracción programada" quedará revelada la forma en que el entrevistado se relaciona con las otras personas.

Todos empleamos el ritmo de la conversación para interpretar las relaciones humanas. Si nos detenemos a pensar, podemos definir a casi todas las personas que conocemos por su manera de hablar. Hay personas que responden luego de una meditada pausa y hablan lentamente durante lapsos pro­longados, como si, en forma deliberada, fueran tomándose tiempo para pensar mientras hablan. Otras tratan de con­cluir las ideas que alguien ha iniciado y toman luego por  una tangente propia para concluir su afirmación en forma tan abrupta como la comenzare: Si imaginamos a dos personas tratando de mantener una conversación mutua, tendre­mos una idea cabal de la forma en que la acción recíproca de los  diferentes  ritmos  interaccionales puede  afectar  su relación. Los efectos de esta acción recíproca son a menudo mucho más sutiles y más predecibles de lo que uno podría pensar, y por supuesto ejercen su influencia en un nivel subconsciente. Las palabras son una gran fuente de distrac­ción para la mayoría de nosotros. Estamos demasiado preo­cupados por lo que dice la otra persona como para fijarnos en la forma en que actúa mientras habla. Sin embargo, si fuera posible negar las palabras —substituir sílabas sin sentido —el significado de los "cuándo" y de los "por cuánto tiempo" se notaría en forma clara.

 

Los  psicólogos  reclutaron  a  tres estudiantes, les dieron un tema de discusión y luego los filmaron en video-tape mientras conversaban.   Luego se trajo a más de cien "jueces".  A la mitad de ellos se les mostró el video, a la otra mitad, sólo se les exhibió un show de luces, en panel que tenía tres luces que se prendían y apagaban el sonido. Cada una de las luces representaba a uno de los estudiantes y las tres reproducían exactamente el en­cuentro. Cuando se encendía la primera luz, significaba que un estudiante había comenzado a hablar. Si, a los pocos se­gundos, se encendía una segunda luz, éste había sido inte­rrumpido. Cuando no había luces prendidas, era porque es­taban en silencio. Todos los jueces, tanto los que vieron el video-tape como los que observaron el panel de las luces, fueron invitados a llenar un cuestionario. Una de las prin­cipales preguntas fue: ¿Cuál de los estudiantes es el más dominante y cuál el más sumiso? Los jueces que sólo habían visto el panel de luces no tuvieron más dificultad para con­testar la pregunta, que los que habían observado el video-tape.

La cantidad de tiempo que habla una persona y la forma en que lo hace son factores determinantes para establecer la forma en que la gente reacciona frente a ella. Estudios psi­cológicos han demostrado que en un grupo, la persona que más habla es la que tiene más status, y en consecuencia, tiene mayores posibilidades de ser elegida líder. También es cierto que los otros miembros del grupo se reservan sus sentimientos ambivalentes respecto a ella. El que interrumpe a menudo probablemente desea dominar; el que tercia ansiosamente en cuanto se produce una oportunidad es normalmente un in­dividuo emprendedor o como se dice en la jerga de los eje­cutivos tiene un "arranque automático". Estos conocimien­tos son casi obvios; sin embargo, el ritmo interaccional de una persona nos revelará asimismo muchas otras caracterís­ticas más sutiles de su personalidad.

El antropólogo Eliot Chapple es el hombre que "descu­brió" los ritmos interaccionales, e inventó no sólo los mé­todos para medirlos sino también una computadora para analizarlos, denominada cronógrafo de la interacción. El doctor Chapple desarrolló el primitivo modelo del cronógrafo en los últimos años de la década del treinta y lo empleó du­rante mucho tiempo para seleccionar personal para grandes tiendas y empresas. Desde 1961 ha sido director de un de­partamento del hospital de Rockland County que utiliza el cronógrafo para diagnosticar y tratar a adolescentes pertur­bados, y para evaluar a adultos psicópatas.

Cuando visité el hospital de Rockland, para enfermos men­tales, que está situado al norte de Manhattan, el doctor Chapple me explicó parte de la biología básica que respalda su trabajo. El cuerpo humano es una intrincada madeja de rit­mos que se producen constantemente a diferentes niveles de
tiempo, desde los ciclos menstruales hasta el ritmo respiratorio y cardíaco, que se mide en inspiraciones y latidos por minuto, e incluso los diez escalofríos por segundo que cons­tituyen la acción de tiritar. La mayoría de los sistemas in­ternos del cuerpo humano están regidos por ritmos cíclicos
de un día de duración que llegan a un punto máximo cada veinticuatro horas. Para cada individuo hay un momento del día en que su temperatura es más baja y el latido de su corazón más lento. La glucemia, la actividad glandular, el metabolismo, la división celular, la sensibilidad hacia las drogas y muchas otras cosas varían de acuerdo a ciclos predecibles dentro de las veinticuatro horas. Algunas personas trabajan mejor por la mañana, mientras otras están más avispadas durante la noche porque el sistema de sus cuerpos alcanza su punto máximo de eficiencia a cierta hora. No resulta sorprendente que períodos de actividad o de inacti­vidad sean paralelos a otros ritmos del organismo y de igual manera sigan un ciclo de un día de duración.

Los ritmos biológicos existen en cada uno de los escalones de la evolución, desde la ameba hasta el hombre, así como las plantas. Varían entre cada especie y dentro de cada una de ellas; pero para un mismo individuo son muy regu­lares y característicos. Más aun, si se aísla una sola célula del cuerpo, se podrán detectar en ella los ritmos cíclicos dia­rios de la persona a que pertenece, lo que constituye una evidencia de que los factores biológicos que diferencian a una persona de otra comienzan a nivel celular.

No resulta difícil aceptar el hecho de que la temperatura del cuerpo fluctúa de acuerdo a estos ritmos cíclicos; pero uno se resiste a la idea de que los patrones de interacción sean igualmente predecibles. Nos gusta pensar que hablamos porque tenemos algo que decir y que callamos al concluir nuestra idea. Sin embargo, las experiencias llevadas a cabo por Chapple durante largos años, analizando a miles de casadas; al cabo de ese tiempo la mujer comenzó a quejarse de que no podía extraer de su marido una contestación; tardaba tanto en responder, que ella se ponía furiosa mientras esperaba. Él afirmó que nunca había sido muy conversador y que ella lo sabía cuando se casaron. Éste es un caso en que la tensión era acumulativa, y a medida que crecía, hacía que ambos individuos se tornaran más inflexi­bles e incapaces de adaptarse, hasta que los ritmos desave­nidos que no tuvieron importancia en un principio comen­zaron a pesar en el descontento mutuo.

 

También es cierto que los individuos no mantienen rela­ciones aisladas con otras personas aisladas, sino que viven en medio de todo un sistema de relaciones humanas de tal manera que el desequilibrio rítmico en un punto puede com­pensarse con el equilibrio rítmico en otro. De esta manera, el hombre que tiene una mujer charlatana podrá tener una buena relación si él es taciturno o si tiene suficiente canti­dad de amigos que le permitan expresar sus sentimientos. Si pierde a algunos de esos amigos, puede comenzar a en­contrar su matrimonio inaguantable.

Originariamente, los patrones de interacción del doctor Chapple fueron registrados en situaciones naturales. Se ob­servó conversaciones entre parejas casadas, entre amigos o desconocidos. Sin embargo, aunque por lo general es posi­ble determinar el ritmo interaccional en una situación precisa, mediante trabajosos análisis estadísticos, es difícil lograrlo puesto que continuamente una persona trata de adap­tarse a la otra. Cuando Chapple trató de utilizar entrevistadores, e incluso psiquiatras experimentados que efectua­ban las mismas preguntas, el ritmo individual era notable­mente diferente en cada caso. De este modo, Chapple co­menzó a entrenar entrevistadores que programaran sus propios comportamientos eliminando así el factor personal. Descu­brió que los entrevistadores a los que se les enseñó no sólo lo que debían decir, sino cuánto debían tardar en decirlo, cuánto tiempo esperar antes de contestar y cómo controlar sus expresiones faciales, lograban registros consistentes y acertados.

De esta manera, se desarrolló la entrevista de diagnóstico standard. Mediante ella se registra antes que nada el compás básico de cada individuo. Luego se lo somete en forma pre­cisa a exactas medidas de tensión para determinar sus pa­trones de reacción característicos. A partir de allí, es posible descubrir mucho acerca de su personalidad y acerca de la ma­nera en que se relaciona con otras personas.

Por lo general, no se aclara el motivo de esta entrevista  los individuos que son sometidos a ella. El procedimiento está dividido en cinco períodos y comienza con quince mi­nutos previos de conversación complementaria y profunda, ya que los entrevistadores de Chapple están entrenados para responder en perfecta sincronía y demostrar un interés con­centrado en un solo propósito. Luego viene el período de no-respuesta, descripto al comienzo de este capítulo. Cada vez que el examinado deja de hablar, se produce un silencio mortal. Durante quince segundos el entrevistador hace una pausa completa a menos que el entrevistado la haga primero. Esto sucede doce veces en total, a pesar de que hay un mo­mento de pausa después de quince minutos.

Muchas personas equiparan la no-respuesta a un rechazo y se sienten muy perturbadas cuando ésta sucede repetidamente. Cada individuo tiene una manera especial de reac­cionar. Algunos rompen el silencio cada vez con más fre­cuencia, mediante acotaciones breves. Es como si la tensión apresurara su "tempo" o como si se provocara a la otra persona para que responda. Ésta fue la reacción del sujeto, de la entrevista que describí al comienzo de este capítulo. La persona que reacciona ante la falta de respuesta acelerando la tensión suele ser la que tiene gran dificultad en delegar responsabilidades. Al encontrar en los otros una falta inmediata de respuesta, prefiere hacer el trabajo ella misma. Otras personas, al recibir este tratamiento desarrollan una imperiosa necesidad de hablar. Cada vez que el entrevistado se interrumpe en su turno de hablar, ellas arremeterán me­diante acotaciones propias que duran cada vez más. El enojo parece ser el factor desencadenante de esta situación. Otra  situación común es provocar una falta de respuesta con otra respuesta: esperar que el otro hable en medio de silencio tenso y una retirada llena de sospechas. Estas reacciones representan situaciones extremas. La mayoría de la gente tiene respuestas mixtas; unas veces aceleran el "tiempo", otras lo reducen, o tratan tanto de hablar como de ca­llar, en un intento de lograr restablecer el equilibrio de una conversación normal. Existen también aquellos indivi­duos afortunados que se mantienen totalmente ajenos a lo que sucede alrededor de ellos.

Una vez terminado el período de no-respuesta, el entre­vistador vuelve a la complementación, a ese patrón maravi­lloso y sincronizado del primer período. El propósito no es tanto darle un respiro al individuo, sino lograr un índice del grado de tensión, puesto que la tensión se nota al compa­rar el ritmo de este período con el ritmo del período número uno. Algunas personas vuelven al mismo patrón casi inme­diatamente, en apariencia, poco perturbadas por la tensión; pero son mucho más comunes las que muestran signos evi­dentes de tensión.

Una vez terminado el período de complementación de cin­co minutos, el entrevistador introduce un nuevo patrón.  El sujeto comienza a hablar y luego de tres segundos es in­terrumpido  en   forma  precisa.    Si  ignora  la   interrupción y continúa hablando, el entrevistador habla durante cinco segundos más y luego se detiene.   Cuando el sujeto termina lo que está diciendo, le hace otra pregunta cortés, espera tres segundos y lo vuelve a interrumpir.   Por otra parte, si el sujeto se calla al ser interrumpido la primera vez, el entre­vistador habla durante cinco segundos, y le da una oportu­nidad para reanudar la conversación y luego vuelve a inte­rrumpirlo.  El período termina después de doce interrupcio­nes o es suspendido después de quince minutos. La interrupción, por supuesto, es un intento de dominar; es clara evidencia de  agresividad.   La gente reacciona de diversas maneras ante el intento de dominación.  Muy pocas personas son persistentes y hablan durante más tiempo y más fuerte cada vez que se las interrumpe.  Más usual es la reac­ción escalonada: el sujeto que es interrumpido duda y luego se encierra en sí mismo.   Cada vez se interrumpe un poco,  antes, de manera que el "tiempo" es más rápido.   Este tipo de competición, donde una persona interrumpe a la otra antes de que ésta pueda terminar lo que quiere decir, es típico de las rencillas. Otra reacción común es la de
sumisión. Si puede, el individuo se interrumpe y huye. Si no puede, se pone muy dubitativo y efectúa largas pausas, mien­tras inventa algo para decir.

 

El doctor Chapple ha descubierto que regular el tiempo de una interrupción es particularmente importante. Es mu­cho más perturbador ser interrumpido cuando uno recién ha comenzado a hablar. Una vez que se está bien encaminado en la conversación, uno puede evadir con mayor facilidad las interrupciones de la otra persona. No obstante, se puede lograr entrecortar a la otra persona, hacerla hablar por perío­dos cada vez más cortos e interrumpirla repetidamente justo cuando está por terminar su exposición. Presumiblemente, la otra persona considera estas interrupciones como una expresión de impaciencia y esto la hace sentir cada vez más insegura de sí misma.

El período de interrupción o dominación es seguido por otro período complementario, que mide exactamente hasta dónde ha sido alejado el ritmo de interacción de un individuo de su nivel normal. Algunas personas reaccionan de manera negativa. Pueden parecer casi normales pero su ritmo es algo más rápido y sus acciones son un poco cortas; resulta difícil sincronizar con ellas. Todos conocemos personas así, que después de una discusión muestran, por esta actitud, que el conflicto no ha sido superado. Otra reacción común es la petulancia. La persona se pone muy tensa y sin deseo de ha­blar y mantiene esta actitud aunque haya superado todas las interrupciones. Otras —éstas son generalmente las resenti­das— dejan pasar largos intervalos de silencio antes de res­ponder una pregunta. En contraste, otras hablan compulsivamente y se tornan muy impulsivas y excitadas. Las reacciones transitorias ante el intento de ser dominado pueden ser importantes. Si un hombre discute con su esposa y enseguida se encuentra con un amigo, su comportamiento puede ser tan distinto al habitual que el amigo a su vez puede ponerse molesto o enfadarse.     

Los entrevistadores y observadores de Chapple son entrenados cuidadosamente. Los primeros practican para lograr una duración exacta en sus actuaciones. Se los ayuda me­diante una pantalla colgada de una pared que está fuera de la vista del entrevistado. Manejada mediante una "caja lógica" que está ubicada en la habitación contigua —una pequeña computadora pre-programada— la pantalla se ilumina y muestra una columna de números en clave que le indican al entrevistador la etapa exacta en que se halla, cuán­tas interrupciones ha efectuado, cuánto tiempo ha trans­currido, etc. Los resultados finales de la "entrevista de diagnóstico" se obtienen mediante una computadora y se expresan en términos matemáticos.

Ha sido comprobado que el cronógrafo de Chapple puede predecir patrones de interacción, no a través de sus propios estudios, sino por otros realizados por investigadores britá­nicos y por José Matarazzo, de la Universidad de Oregón. Las conclusiones acerca de la personalidad que se extraen de estos patrones se utilizan constantemente. Además, los años de experimentos que Chapple lleva como consultor de em­presarios proporcionan una cierta evidencia práctica. Su trabajo, realizado entre personal de grandes tiendas es bas­tante acertado, puesto que la habilidad para vender se puede probar en dólares y centavos. En sucesivas oportunidades los aspirantes fueron seleccionados en entrevistas secretas. Después de ellas se hicieron las predicciones de su capacidad como vendedores, es decir que las empresas los tomaron sin conocer esas predicciones. Luego pudo comprobarse que en una tienda los resultados de la técnica de Chapple fueron acertados en un 96,8 por ciento cuando predijo que los can­didatos tenían buenas condiciones para ser vendedores y en un 85,4 por ciento cuando predijo que tenían "capacidad me­diana". Al predecir que no servirían, la técnica fue correcta en un 97,7 por ciento de los casos. Como es de esperar en casos de duda, en el grupo de los que eran de "capacidad mediana" las predicciones resultaron acertadas solamente en un 61,5 por ciento.

Chapple descubrió que para las grandes tiendas se requie­ren diferentes tipos de personalidad para cada tipo de ar­tículo. La chica que está detrás de un mostrador tiene que atender a una cantidad de clientes simultáneamente. Para ella, es importante ser capaz de mantener un "tempo" flexi­ble y de rápida interacción. Por otra parte, la persona en­cargada de vender modelos de alta costura debe esperar, conversando, mientras la cliente se prueba los diferentes modelos, y debe estar capacitada para advertir cuándo reac­ciona favorablemente ante un modelo determinado y em­plear todos sus recursos en la venta de ese artículo. Por lo tanto, en el caso de la alta costura, es necesario un cierto grado de dominio.

 

Chapple se ocupó de los puestos para ejecutivos de la mis­ma manera. Daba mayor importancia a lo que el aspirante tenía que enfrentar en términos básicos de interacción, más que a los conocimientos que el empleador consideraba que el aspirante debía poseer. En una oportunidad, los especia­listas de negocios de una escuela aconsejaron que uno de los directores de personal debía ser reentrenado, porque no encuadraba dentro del criterio usual para ejercer ese cargo: no parecía comprensivo, era incapaz de comunicarse fácil­mente con su gente, etc. La firma consultó a Chapple, quien entrevistó al hombre, descubriendo que era algo rígido y taciturno pero que poseía una increíble capacidad para es­cuchar. Cuando Chapple examinó en qué consistía el traba­jo del hombre, descubrió que el 80 por ciento de su tiempo lo pasaba entrevistando a representantes gremiales, casi todos sumamente charlatanes, especialmente cuando presentaban sus quejas. Después de la entrevista, se llegó a la conclusión de que el director era la persona más indicada para ese puesto, si era necesario, y porque era capaz de escuchar quejas todo el día y de no ceder en nada.

Actualmente Chapple está empleando el procedimiento de cronógrafo interaccional para hacer terapia. En Rockland, él su equipo están trabajando con muchachos adolescentes que tienen problemas por su comportamiento violento y anti­social. Antes que nada Chapple realiza una entrevista para diagnosticar el problema de cada paciente. Mediante esta entrevista, descubre que uno de ellos no puede soportar ser interrumpido y reacciona violentamente en el período mediato posterior a la interrupción. Entonces emplea com­putadoras para preparar un programa por el que dosifica gradualmente los momentos de dominación en entrevista individuales o de grupo, hasta que el muchacho aprende a reconocer la tensión y su propia reacción, y a controlar esta reacción. En general, Chapple ha descubierto que la ma­yoría de los adolescentes son capaces de dominar esa tensión después de aproximadamente doce sesiones, y lo más impor­tante, es que el aprendizaje conduce a situaciones en que no necesitan más tratamiento. Esta terapia bastante pragmá­tica, tiende más a modificar el comportamiento que a pro­ducir un conocimiento interior, y está incluida en una gran cantidad de programas de escuelas especiales y de talleres de reformatorios, donde los muchachos perciben dinero por su trabajo. También se emplea en lugares de recuperación intermedia que tratan de asegurar que una vez que los indi­viduos son devueltos a la comunidad, no volverán a pade­cer los mismos problemas que los llevaron inicialmente a Rockland.

Estas tentativas también se efectúan en la comunidad mis­ma —en los hogares, en la escuela y en los distintos barrios—. En un proyecto especial en Bronx, los entrevistadores de Chapple, provistos de grabadores portátiles, siguen a los ado­lescentes mientras éstos desarrollan sus actividades normales y toman notas de su interacción. A través de las entrevistas de diagnóstico, Chapple ya conoce cuál es la clase de tensión que perturba a los muchachos. También quiere registrar esa tensión en el momento en que se produce, ver cuándo, por qué y con qué frecuencia tiene lugar, y de qué modo los afecta para considerar el cúmulo de relaciones que compone el total de la red de intercomunicación. Luego trata de rela­cionar estos descubrimientos con las entrevistas de diagnós­tico originales.

No es fácil relacionar el trabajo realizado por Chapple con el que efectúan otros especialistas en comunicación. Por una parte, su investigación parece ocupar un lugar inter­medio entre la comunicación verbal y la no-verbal. Por otra, él no enfoca su trabajo en un código sino en el indi­viduo y en la forma en que juegan las diferencias indivi­duales básicas, los ritmos biológicos de cada individuo en frente a frente.

 

COMUNICACIÓN  POR EL OLFATO

La comunicación verbal y la visible —lo que un hombre dice y cómo mueve el cuerpo— constituyen solamente dos de las formas más obvias de la comunicación. Los seres huma­nos también se comunican a través del tacto, del olfato y en algunas oportunidades a través del gusto. Estos sentidos pueden formar una parte importante del mensaje total. A pesar de esto, es bien poco lo que conocemos acerca de ellos.

Desgraciadamente, los norteamericanos subestiman la im­portancia de la nariz como receptora de mensajes. En rea­lidad, somos tan reacios a olernos unos a otros que muy bien podríamos suprimir el sentido del olfato Es innegable que somos una sociedad super desodorizada y parece ser que cada año, los agentes de propaganda descubren un nuevo olor del cual nos quieren librar. Vivimos temerosos del mal aliento, del olor corporal, de los olores en el hogar, de los olores genitales —a pesar de que es bien sabido que cualquier animal que se respete sabe que este tipo de olor es agradable y resulta favorable a las relaciones sexuales—. También parece existir una definida tendencia a reemplazar los olo­res naturales por otros elaborados por el hombre, es decir perfumes, lociones para después de afeitarse y otras cosas semejantes. Debemos admitir que hay algo de grotesco en el empeño que muestran las mujeres en librarse de sus propios olores biológicos y desodorizar hasta el último rincón de su cuerpo, para volver a untarse luego con un perfume elabo­rado con la almizclada fragancia sexual de algún otro mamífero más sabio.

¿Por qué los norteamericanos se preocupan tanto por los olores humanos? Probablemente es nuestra inclinación anti­sensual, sospechamos de los placeres de los sentidos porque forman parte de los placeres del sexo. Sin embargo, de todas las experiencias que nos acometen, el ruido y el olor son las dos más irresistibles Un individuo puede cerrar los ojos, puede negarse a tocar o a comer pero tiene serios proble­mas para tratar de evitar los ruidos producidos por terceros o para tratar de cerrar su nariz a los olores. Margaret Mead ha sugerido que la famosa mezcla étnica de los Estados Unidos puede ser culpable en parte de la fobia contra los olores que tienen los norteamericanos. En este país, dife­rentes grupos de personas que comen diferentes alimentos, viven de diferente manera y hasta tienen diferente olor, habitan en inmediata proximidad y frecuentemente sin mucha ventilación. Los olores extraños han sido siempre más difíciles de tolerar y los norteamericanos resultan muy sensiti­vos frente a ellos. En los primeros relatos de los pioneros del Oeste, ellos, se quejaban de que no solamente se sentían cercados ante la sola vista de vecinos que vivían en la otra colina, sino que también el olor de la comida que éstos preparaban y que el viento arrastraba a dos o tres millas de distancia los ofendía.

No todas las culturas son tan "antiolor”. Los árabes, según dice Edward Hall en su libro The Hidwen Dimensión, apa­rentemente reconocen que existe una relación entre la dispo­sición personal y el olor. Los intermediarios que conciertan un casamiento árabe normalmente toman grandes precauciones para asegurar un buen encuentro. Frecuentemente, piden "oler" a la presunta candidata y si "no huele bien", la recha­zan, no tanto en base a una cuestión estética, sino porque ha­llan en ella un olor residual debido al enojo o el descontento. Más aun, continúa Hall, para los árabes los buenos olores son agradables y una forma de verse comprometido a otra persona. Oler a un amigo no sólo es apropiado sino aconse­jable, puesto que negarle el aliento, sería actuar como si se tuviera vergüenza. Los norteamericanos, por otra parte, acos­tumbrados como están a no respirar en la cara de la gente, automáticamente transmitirán una sensación de vergüenza a los árabes mientras tratan de parecer educados.

En Balí, cuando los amantes se saludan, respiran profunda­mente en una especie de "olfateada amistosa". Entre los componentes de la tribu Kanum-irebe en Nueva Guinea del Sur, cuando dos buenos amigos se separan, el que se queda, algunas veces toca al amigo que se va en la axila para tomar aira del olor de él y frotárselo a sí mismo.

 

El sentido del olfato tiene una enorme importancia entre la mayoría de los animales. Les indica la presencia de ene­migos y los excita ante la presencia de ejemplares del sexo opuesto. Sirve para delinear el territorio de cada uno, les permite seguir al rebaño si se han perdido, e identificar el estado emocional de otras criaturas. El sentido del olfato incluso funciona eficientemente en el mar. Se dice que es lo que guía al salmón cuando va a desovar. El hombre no tiene el sentido del olfato tan desarrollado como otros ani­males; como era una criatura acostumbrada a trepar a los árboles, aprendió a confiar en sus ojos más que en su nariz. Hall sugiere que esta aparente deficiencia puede ser una ventaja: Puede haber proporcionado al hombre la capacidad de soportar aglomeraciones. Si los seres humanos tuvie­ran el olfato tan sensible como las ratas, estarían perma­nentemente sujetos al conjunto de variaciones emocio­nales de las personas que los rodean. La identidad de cualquiera que visita una casa y las connotaciones emo­cionales de todo lo que en ella ocurre, serían conocidas públicamente mientras persistiera el olor. Podríamos oler el disgusto de las otras personas. Los psicópatas terminarían por volvernos locos a todos, y los ansiosos nos harían más ansiosos aun. Lo menos que podemos de­cir, es que la vida sería mucho más intensa y complicada. Tendríamos menos control consciente, puesto que los centros olfativos del cerebro son más antiguos y más primitivos que los de la vista.

Recientemente, algunos científicos han afirmado que los seres humanos pueden estar, quizás sin saberlo, en la cate­goría descripta por el profesor Hall. El doctor Harry Wiener, un físico que trabaja en el laboratorio Pfizer en Nueva York, ha enunciado una teoría fascinante y ciertamente asombrosa: los hombres perciben olores más allá de aquellos olores que tienen conciencia de percibir; es decir, que existiría un sen­tido olfativo subconsciente.

"Olores" es quizás una palabra que se presta a falsas in­terpretaciones. Wiener se refiere a ellos como "mensajeros químicos externos" (MQE), que incluyen aminoácidos y hor­monas esferoides; y no como sustancias en las que habitual-mente detectamos un aroma, al menos en pequeñas cantida­des excretadas por el cuerpo humano. Sin embargo, ellas son excretadas y pueden transmitirse por el aire y penetrar en el cuerpo de otras personas a través de la nariz.

Los MQE, llamados feromonas, son muy importantes en los animales. La palabra feromonas se comenzó a utilizar hace aproximadamente diez años para describir los olores que emanan los insectos para atraerse sexualmente; en nues­tros días se sabe que casi todos los animales los excretan y que afectan el comportamiento de otros miembros de la misma especie. Son especialmente importantes en todo lo relacio­nado con el sexo, como lo demostraron experimentos reali­zados con ratones. Si se confinan treinta ratas, durante el ciclo estrógeno de cada una o el ciclo en que entran en celo, se produce una situación caótica. Si se agrega solamente un ratón macho, todos los ciclos estrógenos vuelven a la norma­lidad, excepto que ahora funcionan en sincronía. Si se ex­pone a una hembra preñada tan solo durante un cuarto de hora diario a la compañía de un macho que no sea el que la preñó, cesará su embarazo. La preñez también puede ser detenida si se coloca a la hembra en una jaula vacía que ha sido ocupada anteriormente por un macho, lo que prueba que el aroma que éste excreta es crucial. Otra prueba adi­cional consiste en destruir el lóbulo olfativo del cerebro de una hembra, lo que la inmuniza a este tipo de bloqueo del embarazo.

Se ha sugerido que, por lo menos entre los animales, las secreciones externas de un individuo pueden actuar directamente sobre la química del organismo de otro, probable­mente en sus glándulas endocrinas. Esto puede explicar que cuando los animales están apiñados se comportan de ma­nera extraña y terminan por morir: un bombardeo de las glándulas endocrinas, especialmente la glándula suprarrenal, puede causar una tensión extrema y llegar a actuar en favor de la supervivencia de la especie como un recurso para con­trolar la población.

Por supuesto, es peligroso generalizar entre hombres y ani­males, pero los científicos han sido sorprendidos por un hecho bastante llamativo descubierto por la doctora Martha McClintock de la Universidad de Harvard, al estudiar los ciclos menstruales de las estudiantes que residían en el campus. Descubrió que los ciclos de las que eran muy amigas estaban sincronizados como entre las ratas. Y, de ninguna manera se trataba sólo de un poder de sugestión o de hábitos de vida similares, sino que la proximidad física parecía ser la clave de ello. En otras palabras, se producía la misma clase de transmisión química que había sido observada entre los ratones.

 

Parece suficientemente claro que el hombre emite MQE, pero generalmente se da por sentado que solamente los perros y otros animales de olfato agudo pueden reconocerlos. La ma­yoría de la gente sabe que los perros son capaces de detectar el temor, el odio o la amistad del hombre y que también pueden seguir el rastro de una persona si se les proporciona el olor de ésta mediante una prenda que le pertenezca, lo que indica que cada ser humano posee una especie de firma olfativa. (Resulta interesante hacer notar que los perros suelen tener dificultades en discriminar cuando se trata de dos personas gemelas). También es evidente que el hombre excreta hormonas. Los perros de policía, a los que se les hizo oler progesterona, fueron capaces de identificar varas que habían estado en manos de mujeres embarazadas, o de mujeres que estaban en la segunda parte del ciclo menstrual, ya que en ambos casos el nivel de la progesterona asciende. Los mosquitos también reaccionan ante los olores humanos. Se ha comprobado que se sienten más atraídos por unas personas que por otras. Cualquier mujer será más atractiva para el mosquito cuando está entre el treceavo y dieciochoavo día de su ciclo menstrual, ya que su nivel de estrógeno es más elevado.

La mayoría de los animales emiten olores que atraen sexualmente y es casi seguro que dicho fenómeno se produce también entre los hombres. Sin embargo, entre los animales actúan como "desencadenantes" despertando casi automáticamente el deseo sexual, mientras que entre los seres humanos la reacción biológica puede ser cubierta por otra aprendida. Para algunas personas el olor del caucho es sexy, porque lo asocian a los preservativos. Para otras, los olores biológicos  naturales del cuerpo pueden resultar intimídatenos e incluso amenazadores.

Un vistazo a la anatomía del hombre nos proporciona una evidencia adicional del sistema de emisión del MQE. Como resume Wiener "el hecho es que nuestra piel contiene una profusión de glándulas odoríferas que rivalizan con las de otros animales. . . Cubren nuestro cuerpo de la cabeza a los pies; su estructura es extremadamente compleja y existen tantos tipos individuales que ha sido imposible registrar una clasificación anatómica completa".

Es probable que estas glándulas odoríferas hayan sobrevivido luego de miles de años de evolución en beneficio de los perros y de los mosquitos.  A pesar de que los MQE se excretan en la orina, las heces, la saliva, las lágrimas y el aliento, Wiener cree que el grueso de ellos está contenido en la transpiración, ya que ésta es notoriamente responsable de la tensión emocional y de esta manera, proporciona un excelente sistema de señales.

Wiener hace hincapié en la hipótesis de que los seres humanos emiten MQE; demostrar que nosotros también los recibimos es más difícil. Se refiere a experimentos en los cuales ciertos individuos fueron expuestos a determinados productos químicos. A pesar de que el sujeto no percibía el olor, la reacción galvánica de su piel (GSR) descendió en cuestión de segundos y se notaron cambios menores en la presión sanguínea, la respiración y el ritmo cardíaco. En nuestra cultura, las personas no suelen hablar mucho acerca de lo que huelen, pues se considera de mal gusto dicho tema. Por eso no se sabe en realidad cuántos son los individuos que realmente tienen una aguda percepción olfativa entre nosotros, ya que esta habilidad permanece oculta. Una vez mencioné a una vieja amiga mía, que estaba realizando estudios sobre el sentido del olfato y ella me reveló, casi en secreto, que creía poseer una capacidad olfativa mucho más pronunciada que la mayoría de la gente. Tenía que lavar sus sábanas con un detergente especial, porque de lo contra­rio el olor la atormentaba. Era capaz de distinguir clara­mente entre el olor de un hombre y el de una mujer, y du­rante su estada en la universidad sentía pena por su com­pañera de dormitorio porque "la pobre Betsy tenía olor a hombre". Conserva aún como un tesoro —aunque nunca lo usa— un viejo saco tejido porque todavía mantiene leve­mente el olor de su abuela, y ese olor es el olor biológico de la anciana, y no como en las novelas románticas un aroma de lavanda o de lila, o de algún otro perfume usado por ella. Mi amiga nunca admite lo que ella denomina "su idiosin­crasia" porque si lo hace la gente piensa que es algo rara.

 

La capacidad olfativa varía no solamente entre individuos sino también entre sexos.  Hay ciertos olores almizclados que las mujeres pueden captar mientras que los hombres y las niñas preadolescentes no lo hacen.  La capacidad olfativa de la mujer varía durante su ciclo menstrual y alcanza su máxima aptitud en la mitad del mismo, cuando su nivel de estrógeno se eleva coincidiendo con el momento de la ovulación. Más aun,  algunos  científicos que  estudian el sentido  del  olfato han  sugerido  que es posible emplear como  índice el ciclo olfativo  de  la  mujer  como  una  sencilla  medida de control de la natalidad para determinar el momento de la ovulación.

Es probable que los niños de nuestra cultura comiencen a vivir, teniendo un sentido aguzado del olfato y aprendan a suprimirlo con el tiempo. He tenido oportunidad de hallar una evidencia anecdótica. Un padre joven se quejaba de que le resultaba imposible dar el biberón a su hijito mientras la madre permanecía en la misma habitación, aparentemente porque el niño olía la leche materna y la prefería. Los obser­vadores han notado también que en la etapa edípica, cuando padre e hijo están en competencia, los niños demuestran un marcado interés por los olores sexuales de los adultos y pare­cen rechazar el de su padre.

Hasta ahora nos hemos referido a la capacidad olfativa dentro de límites normales. Sin embargo, durante siglos han existido personas que tienen una habilidad excepcional —ver­daderos prodigios—, hombres y mujeres que pueden distinguir emociones mediante el olfato, que pueden decir dónde ha estado un amigo o con quién, por el olor que lleva en la ropa o en la piel. Wiener sugiere que estas personas eran consideradas extraordinarias porque eran capaces de realizar conscientemente algo que todos hacemos en forma incons­ciente.

La teoría de los MQE podría explicar por qué en general las emociones se contagian en las multitudes. También su­giere una explicación para el hecho de que las mujeres parez­can tener aguzado el sentido del olfato durante la ovulación: mediante esta agudeza extra están más aptas para captar los mensajes químicos externos (MQE) del hombre. Wiener cree también que los MQE pueden explicar algunos tipos de esquizofrenia. Es muy poco lo que se sabe acerca de las causas de esta enfermedad, pero algunos especialistas han indicado que con frecuencia entraña irregularidades de la percepción, como ser experiencias visuales sobrenaturales y algunas veces, un exagerado sentido del olfato. Es bien sabido que los esquizofrénicos, a no ser que estén completamente alejados de la realidad, tienen una forma precisa y alar­mante de percibir las emociones secretas de los que los rodean. También se ha señalado en repetidas oportunidades que los esquizofrénicos poseen un olor especial alrededor de ellos. Las ratas pueden diferenciar entre el olor de un esquizo­frénico y el de uno que no lo es. Un equipo de investigación de St. Louis ha logrado aislar el ácido transmetilhexanoico que causa este olor.

La teoría de la esquizofrenia de Wiener es muy com­pleja para explicarla aquí en detalle; pero una de sus prin­cipales sugerencias es que algunos (no todos) de los pacientes esquizofrénicos no solamente emiten MQE anormales sino que perciben de manera consciente los MQE de otras personas. Wiener cree que si realmente existe una comunicación química entre los seres humanos, los esquizofrénicos son cons­cientes de su efecto. Si al mismo tiempo el enfermo no logra identificar la naturaleza de ésta, llega a la conclusión de que se trata de una fuerza externa que actúa sobre él. Algunas veces sabe lo que la gente siente, pero no sabe cómo llega a ese conocimiento, y frecuentemente lo negará. Según una analogía de Wiener, es semejante al héroe de la novela de H. G. Wells The Country of the Blind, capaz de percibir cosas que las personas que lo rodean no pueden ni siquiera imaginar y, en consecuencia, es considerado loco o peligroso. Sus problemas pueden verse complicados por el hecho de que sus propios MQE anormales son percibidos en forma sub­consciente por las personas que lo rodean, que lo encuentran alarmante e incluso aterrador.

G. Groddeck, uno de los primeros colaboradores de Freud, escribió una vez: "Yo sé, a pesar de todo lo que se ha ense­ñado y aprendido en contraposición a esto, que el hombre es primariamente un 'animal nasal' y que aprende a repri­mir su agudo sentido del olfato durante la infancia porque de otra manera la vida le sería insoportable." Y, para el esqui­zofrénico, por supuesto, la vida es así: La aseveración de Groddeck de que el hombre es un "animal nasal" es por supuesto una posición extrema.

Wiener hace notar que los MQE son simplemente un canal de comunicación y por lo general un canal menor comparado con la vista y el oído. Su teoría, como él mismo dice, es hasta ahora tan solo una teoría. No obstante el "New York State Journal of Medicine" la ha tomado bastante en serio como para publicar tres largos artículos describiéndola. Varias revistas científicas también se han ocupado de ella, comen­tándola favorablemente y en la actualidad, otros científicos comienzan a interesarse en algunos de los fenómenos simi­lares.

A pesar de que la evidencia del subconsciente olfativo es hasta el presente bastante incompleta, abre una posibilidad fascinante. No hay duda de que la mayoría de nosotros le res­tamos importancia al significado del sentido del olfato, tal vez Porque en cierto modo le tememos. Los olores tienen una capacidad casi legendaria de despertar recuerdos. Además, la frivolidad, el sexo y los perfumes parecen marchar de la mano. La prueba más concluyente de esta afirmación que podemos presentar consiste en el empeño que pone nuestra sociedad, que de muchas maneras sigue siendo puritana, en tratar de eliminar vanamente los olores naturales del cuerpo humano.

 

COMUNICACIÓN POR EL TACTO

Los norteamericanos no sólo son reacios a olerse entre sí, sino que tampoco son afectos a tocarse. Sin embargo, el tacto posee una clase especial de proximidad, puesto que cuando una persona toca a otra, la experiencia es fatal e inevitablemente mutua. La piel se pone en contacto con la piel, en forma directa o a través de la vestimenta, y se establece una inmediata toma de conciencia de ambas partes. Esta toma de conciencia es más aguda cuando el contacto es poco frecuente. El tacto no ha sido estudiado tan exhaustivamente como los otros canales de comunicación, pero se han realizado com­paraciones entre las diferentes culturas, se han hecho algunos experimentos psicológicos y se ha obtenido una información bastante amplia a través de investigaciones orientadas inicialmente hacia otros fines. Todo lo que se conoce acerca del tacto ha sido reunido de una manera maravillosa en dos opor­tunidades. La primera hace quince años, en una monografía de Lawrence K. Frank; y la segunda en un excelente libro de Ashley Montagu.

Lo que el hombre experimenta a través de la piel es mucho más importante de lo que la mayoría de nosotros pien­sa. Prueba de ello es el sorprendente tamaño de las áreas táctiles del cerebro, la sensorial y la motora. Los labios, el dedo índice y el pulgar, ocupan una parte desproporcionada del espacio cerebral.   Se podría pensar que la piel, por ser el órgano más extenso del cuerpo humano, debería tener una representación considerable en el cerebro.   No obstante, en neurología la regla general es que no interesa el tamaño del órgano en sí, sino el número de funciones que debe cumplir cada región del cerebro.  La experiencia táctil, por lo tanto, debe considerarse muy compleja y de gran significación.

La piel, como señaló Frank, es la "envoltura que contiene el organismo humano". Como tal, es sensible al calor, al frío, a la presión, al dolor, aunque el grado de sensibilidad puede variar según el estado emocional del individuo y la zona del cuerpo involucrada. Todo cuerpo humano posee zonas erógenas, zonas cosquillosas y otros lugares callosos que son virtualmente insensibles.

Todo ser humano está en contacto constante con el mundo exterior a través de la piel.  A pesar de que no es consciente de ello hasta que se detiene a pensarlo, siempre existe la presión del pavimento contra la planta del pie, o la presión del asiento contra las nalgas.   En realidad, todo el medio ambiente lo agrede a través de la piel; siente la presión del aire, el viento, la luz del sol, la niebla, las ondas de sonido y algunas veces las de otros seres humanos.

El tacto es probablemente el más primitivo de los sentidos. En los peldaños inferiores de la escala animal, las pequeñas criaturas ciegas captan su camino a través de la vida. La primera experiencia, tal vez la más elemental y predominante del ser humano que no ha nacido aún es aparentemente la táctil. Cuando un embrión tiene menos de ocho semanas, antes de poseer ojos y orejas y cuando todavía mide menos de tres centímetros, desde la parte superior de la cabeza hasta las minúsculas nalgas, responde al tacto. Si se lo toca suavemente sobre el labio superior o sobre la nariz, doblará hacia atrás el pescuezo y el torso como para alejarse del cosquilleo.

Cómodamente alojado en el útero materno, el feto siente contra toda la superficie del cuerpo la presión cálida y pa­reja del fluido amniótico, y magnificado por éste, el rítmico latido del corazón de la madre. En el momento de nacer, el bebé es expulsado lenta pero inexorablemente desde su rítmico y abrigado refugio hacia el exterior. Sometido du­rante un rato a una gran presión, es luego forzado hacia el mundo exterior para sentir por primera vez en la piel, la atracción de la gravedad, la presión de la atmósfera y una temperatura que no es la del cuerpo. El "shock epidérmico", como lo llamó Margaret Mead, es uno de los mayores impactos del nacimiento. También sugiere que, como la piel de las mujeres es generalmente más sensible que la de los hom­bres, tanto unos como otros, comienzan a experimentar el mundo en forma diferente desde el primer momento de la vida.

El bebé recién nacido explora mediante el tacto; es así como descubre dónde termina su propio cuerpo y empieza el mundo exterior.  Cuando comienza a moverse, el sentido del tacto es su primera guía. Se encuentra con superficies que lo enfrentan y superficies que ceden; contra el calor y contra el frío; objetos ásperos y suaves. Pronto es capaz de conectar la experiencia visual a la táctil; al ver una pared, sabe que es dura.   Eventualmente da un paso hacia adelante en su educación, aprendiendo el símbolo, la palabra "duro".  Si se priva a un bebé de la primera experiencia de aprender a través del tacto, podrá no captar el producto final, el símbolo, de manera tan clara.  Esto bien podría explicar por qué los niños de un orfelinato algunas veces tienen problemas para captar ideas abstractas.   El  aprendizaje emocional también comienza a través del tacto.  La voz de la madre pasa a sus­tituir el contacto y sus expresiones faciales le comunicarán al bebé las mismas cosas que antes le comunicara al tenerlo en los brazos.

 

A medida que el bebé crece, aprende a diferenciar los objetos, toma conciencia de que existen partes de su propio cuerpo y del de las otras personas que se pueden tocar y otras no. En el transcurso de la niñez, los roles masculinos o feme­ninos se aprenden en cierta medida en base a las reglas que establecen cuáles partes de la piel pueden exponerse y cuáles no; qué partes del cuerpo pueden tocarse, en qué circunstancias y por quién.

A la edad de cinco o seis años, en nuestra sociedad, los niños comienzan a tocarse y a ser tocados cada vez menos; pero durante la pubertad, parecen volverse nuevamente ávi­dos del contacto físico, comenzando a hacerlo con amigos del mismo sexo —para los varones sólo parece posible mediante la práctica de deportes— y luego lo harán con los del sexo opuesto.

Cuando el individuo descubre las relaciones sexuales, en realidad está redescubriendo la comunicación táctil; de hecho parte de la intensa emoción que se siente a través de la experiencia sexual puede deberse a la reminiscencia que los retrotrae a un medio de expresión mucho más primitivo y poderoso. Entre madre e hijo puede existir un lenguaje de contacto y el mismo es real en el caso de la comunicación amorosa. Más aun, en las relaciones sexuales no sólo existe el contacto en sí sino que la textura misma de la piel es parte de la experiencia. El antropólogo Edward Hall escribió una vez: "La resistencia por medio del endurecimiento, co­mo si se tratara de formar una coraza contra el contacto no deseado o las variaciones excitantes y continuas de la textura de la piel durante el acto de hacer el amor, así como la sensación como de terciopelo que se siente después de lograr la satisfacción, son mensajes que se transmiten de un cuerpo a otro y poseen un significado universal."

Esta sensibilidad al tacto continúa hasta la edad adulta. A pesar de todo lo que se ha escrito acerca de la pobreza táctil de la cultura norteamericana, y que se ha dicho que no nos tocamos suficientemente entre nosotros, Erving Goffman ha objetado: "La teoría de que la clase media norteamericana no se toca entre sí mientras habla, es una tontería. Las personas lo hacen todo el tiempo pero debemos saber verlo y estar muy atentos para notarlo."

Lo que nos permite comprobar lo dicho por Goffman es el hecho de que la gente se tocará en el lugar especial donde el contacto pueda tener solamente un significado. Por ejem­plo si un hombre se encuentra con una familia —el hombre, la mujer y un niño— en una vereda angosta, resultará per­fectamente normal que tome a la mujer del brazo al tratar de pasar entre el grupo. Ella está ampliamente protegida y resulta obvio que todo lo que él desea es pasar con la menor proporción de contacto corporal. Resumiendo, son simples unidades en el sistema de tráfico de la calle y no potenciales conocidos sociales. Si se interrumpe una conversación, la per­sona que lo hace podrá poner su mano en el brazo de su interlocutor de manera casual, ya que este gesto podrá inter­pretarse como el pedido de "un momento" y evidentemente forma parte del mecanismo de la conversación.

"En un lugar público —sugiere el profesor Goffman—, se puede disponer la oportunidad para que un desconocido toque a otro que se le designa, impunemente, preparando la irrupción en su comportamiento en el momento oportuno."

En cualquier intento de interpretar el contacto, la opor­tunidad —el contexto— es obviamente de la mayor importancia. Ser tomado de la mano en una recepción en el momento de los saludos, no tiene ningún significado, a pesar de que si esto no se produce, puede resultar una experiencia desastrosa. También resulta importante la parte del cuerpo que se toca. Una mano que reposa suavemente sobre un antebrazo tendrá un impacto completamente diferente al que tendría si se coloca sobre una rodilla.

El contacto también está relacionado con el status; cualquiera puede tocar a un niño y un médico podrá tocar acci­dentalmente a la enfermera y ésta a su vez a un paciente. Pero si esto se revierte, es decir; si la paciente o la enfermera tocan al médico, el efecto será diferente. Entre personas conocidas, si un individuo tiene la costumbre o no de tocar a la otra, afectará de distinta manera el mensaje que transmite. Además existen distintos tipos de contacto; la piel podrá estar fría o caliente, húmeda o seca y el contacto podrá ser áspero e insistente, suave y prolongado o abiertamente sensual. En realidad, la naturaleza del contacto y la cualidad de la piel en sí actúan en íntima correspondencia. No resulta
nada agradable recibir una caricia, aunque sea con todo cariño, si proviene de una mano helada y húmeda.

 

El contacto —por lo menos desde un punto de vista im­personal— se produce en todo nuestro entorno, ya sea que lo percibamos o no; pero el solo hecho de que lo advertimos en tantas situaciones distintas, nos indica que nos afecta de una manera concreta. Vinculamos el contacto físico con el sexo, excepto cuando se nota claramente que no hay conexión entre ambos y en tales circunstancias lo utilizamos abierta­mente para expresar amistad y afecto.   En las calles de los Estados Unidos  no suelen verse hombres  ni  mujeres que caminen del brazo. Sin embargo ésta es una costumbre bas­tante  común  en  Sudamérica.   A  los  norteamericanos  nos parece un indicio de homosexualidad. Aun los padres e hijos grandes tienen entre sí el contacto más superficial posible.

Hace algunos años, Sidney Jourard, profesor de psicología de la Universidad de Florida se interesó en el estudio de las costumbres que rigen el contacto físico; pretendía develar quiénes tocan a quiénes y dónde. Presentó a varios cientos de estudiantes universitarios una carta del cuerpo humano donde existían veintidós zonas numeradas y le preguntó a cada uno de ellos cuál zona de su cuerpo había sido tocada con más frecuencia por alguna razón, por su madre, padre, sus amigos más cercanos del mismo sexo y los del opuesto. Jourard también les pidió que indicaran cuáles zonas de las mismas personas habían tocado ellos y los motivos que los llevaron a hacerlo. Descubrió que tanto los estudiantes varo­nes como las mujeres habían tenido poco contacto con sus padres y amigos del mismo sexo —la mayor parte de ellos en las manos, brazos y hombros—. Pero con las amistades del sexo opuesto fue como si "se hubieran abierto las compuer­tas". No todos los estudiantes disfrutaban de una relación constante con el sexo opuesto y estos pobres diablos confe­saban que habían permanecido virtualmente "sin ser tocados" ni haber "tocado" a su vez.

Pareciera ser que los jóvenes norteamericanos, a no ser que se entreguen regularmente a prácticas amorosas, pueden no conocer la experiencia de sentir su cuerpo cuando lo toca otra persona, lo abraza, lo empuja o lo masajea. Hasta los peluqueros, hoy en día, tienen tendencia a emplear masajeadores eléctricos para despersonalizar el contacto de la mano sobre el cuero cabelludo. Jourard cree que todo esto tiende a confirmar el diagnóstico de R. D. Laing de que el hombre moderno está "despersonalizado" —nuestros cuerpos tienen una tendencia a desaparecer del campo de nuestra experiencia.

Jourard considera que tanto en la terapia de grupo, como en el uso de drogas, aparece el intento de volver a estar en contacto con el cuerpo. En la terapia de grupo, los parti­cipantes son estimulados a tocarse entre sí; se les enseña a estar más atentos a la existencia de sus propios cuerpos y a los de los demás. Las drogas psicodélicas despiertan en el individuo una serie de sensaciones y experiencias distintas en la percepción.

Los investigadores del comportamiento algunas veces se re­fieren a un fenómeno que denominan "hambre de piel". Realmente la juventud en sus grandes reuniones rituales,
como la de Woodstock, parecen necesitar y sentirse reconfor­tados, con lo que ha sido descripto como "el calor producido por la reunión de cuerpos animales". El antropólogo Paul Byers especula señalando que son las personas de edad las que padecen en mayor grado esa "hambre de piel" en nues­tra sociedad. Son tocados quizá menos que nadie; más aun, a veces pareciera que la gente temiera que la vejez fuera contagiosa. Esta pérdida de contacto debe contribuir gran-
demente a la sensación de aislamiento que sienten los ancianos.

La nuestra no es la única cultura en la que el contacto físico es relativamente tabú.   Los británicos y canadienses del mismo origen practican esta costumbre en forma más  severa y los alemanes más aun.  Por otra parte, los españoles, italianos, franceses, judíos, rusos, franco-canadienses y sudamericanos son gente altamente táctiles.   Dentro de los Estados Unidos los ciudadanos de origen anglo-sajón son los que resultan más reacios al contacto.   Los italianos de segunda generación,  en cambio, mantienen  los  patrones de contacto corporal de sus padres y abuelos.

El tacto, el gusto y el olfato son sentidos de corta distan­cia. El oído y la vista, en cambio, pueden brindar expe­riencia a la distancia. Tal vez por esa razón, se considera que los placeres vinculados a éstos son más cerebrales y dig­nos de admiración. Los norteamericanos que tienen ten­dencia a plantear las cosas en términos dicotómicos —blanco y negro, bueno o malo, verbal o no-verbal— en general insisten en plantear una distinción artificial entre la mente y el cuerpo. Inevitablemente consideran que todo lo que proviene de la mente es bueno, digno de fe y limpio, mien­tras que lo que proviene del cuerpo se hace sospechoso y susceptible de desprecio. Los malos olores, malos sabores o algo que provoque una sensación rara o viscosa, recibirán el más abierto desprecio; a su vez, los buenos olores, los gustos agradables y buenos sentimientos suelen ser objeto de des­confianza. Generalizando, lo que parece subyacer detrás de este tabú es la vieja conexión existente entre los sentidos de proximidad y el sexo, que es, en suma, la experiencia más cercana de todas.

Los hedonistas que existen entre nosotros llegarán segu­ramente a la conclusión de que los placeres corporales entre los norteamericanos están en franco renacimiento, gracias a la revolución sexual. Sin embargo, yo dudo que ésta reimplante automáticamente los hábitos táctiles de la cul­tura. Desde cierto punto de vista, tocarse es más importante que hacer el amor —evidentemente existen más oportuni­dades para lo primero—. Mientras que las prácticas en la crianza de los niños norteamericanos lleven involucradas una proporción limitada de contacto entre madre e hijo, parece poco probable que el comportamiento táctil de los adultos varíe de manera significativa. La nuestra es, por lo tanto, una cultura sexual pero no realmente una cultura sensual.

 

LAS LECCIONES INTRAUTERINAS

El hombre no nace hablando. Sus primeras experiencias con el mundo que lo rodea y sus primeras comunicaciones con él son necesariamente no-verbales. Aprende a mirar y a tocar por la manera en que lo sostienen, esto constituye sus primeras y más importantes lecciones de la vida. Estas lecciones comienzan aun antes de nacer, mientras el bebé todavía habita el útero materno.

En el momento de nacer, ya ha experimentado la dife­rencia entre la luz y la oscuridad, puesto que dentro del útero no hay mucha luz pero no es totalmente oscuro. Ha aprendido a absorber líquidos —al ingerir líquido amniótico que algunas veces hasta le llega a producir hipo— y tal vez también a chuparse el pulgar. Habrá adquirido la habili­dad de adaptarse a los movimientos maternos y también podrá rascarse y revolverse o estirarse al sentirse sacudido o empujado.

Protegido dentro de su mundo acuoso, el feto siente el calor del líquido amniótico contra la piel de su cuerpecito y escucha los movimientos internos del cuerpo de su madre. El doctor Joost Meerloo ha descripto al útero como un "mun­do de sonidos rítmicos", puesto que desde el primer vestigio de vida, el feto vive al compás del corazón de su madre, en síncopa con el suyo propio, que late a un ritmo de casi el doble de velocidad. El bebé mismo, se mueve rítmicamente dentro del útero; flota, se hamaca, y algunas veces hasta casi podría decirse que baila en los primeros meses, cuando to­davía tiene suficiente espacio como para hacerlo libremente.

En épocas más avanzadas de la vida, cuando las personas reaccionan en éxtasis al ritmo del rock o del jazz, puede ser porque se sienten retrotraídos, aunque sea brevemente, al paraíso perdido del útero materno. El descubrimiento de William Condón de que la gente se mueve constantemente al ritmo de los demás —los bebés suelen hacerlo en sincronía con su madre— sugiere que esta experiencia prenatal con los ritmos humanos pueda influenciarnos profundamente duran­te el resto de la vida. "El bebé nonato tiene capacidad para aprender a un ritmo muy veloz" —ha escrito el fetólogo H. M. I. Liley— y llega a aseverar que el feto oye una gran variedad de sonidos:

Hemos descubierto que el útero es un lugar muy rui­doso. El feto está expuesto a una variedad de sonidos que incluyen el latido del corazón de la madre, su voz y hasta los ruidos externos de la calle. Si su madre no ha engordado demasiado, el bebe llega a percibir una gran variedad de sonidos del exterior: choques de automó­viles, sonidos ultrasónicos, música, etc. El ruido sordo que producen los movimientos intestinales de su madre, están constantemente presentes. Cuando ella toma un vaso de champán o de cerveza, para el feto será como el sonido de fuegos artificiales que estallan a su alrededor.

Debido a que el líquido amniótico es mejor conductor del sonido que el aire, las conversaciones de la madre serán perfectamente audibles para el hijo. El doctor Henry Truby, profesor de Pediatría, Lingüística y Antropología de la Uni­versidad de Miami ha sugerido que el aprendizaje del len­guaje podría comenzar dentro del útero materno. Extensas investigaciones efectuadas en Estocolmo por el doctor Truby y otros colegas han demostrado no solamente que el bebé es capaz de oír dentro del vientre materno, por lo menos durante la última parte del embarazo, sino que un feto na­cido al quinto mes de gestación será capaz de llorar. Si se inyecta una burbuja de aire en el útero de una mujer em­barazada, ésta se ubica, aparentemente, sobre la boca del niño que se la traga, pues se percibe claramente un vagido proveniente del seno materno. Puesto que oír y llorar son los precursores del lenguaje, el doctor Truby considera que no sería aventurado afirmar que el ambiente lingüístico que rodea al feto en los últimos tres o cuatro meses de embarazo, posea influencia en el desarrollo del lenguaje y la capacidad de conversación del niño. Específicamente, especula con el hecho de que si, justo antes del nacimiento o inmediatamente después, el niño es transportado a otro ambiente lingüístico totalmente distinto al propio -por ejemplo de un lugar donde se hable exclusivamente chino a otro donde sólo se hable inglés- al comenzar a hablar existirían sutiles diferen­cias que podrían detectarse, si no por el oído común, me­diante instrumentos que realizaran un análisis del sonido, y esto ocurriría aun cuando desde su nacimiento no hubiera vuelto a oír una sola palabra de su "lengua materna". El doctor Truby ha pasado catorce años estudiando e investi­gando el llanto de los recién nacidos. En la actualidad está en condiciones de predecir, mediante análisis efectuados en el momento del nacimiento, posibles lesiones cerebrales y otros defectos en el futuro desarrollo del niño y aun acerca de su futura personalidad y comportamiento. En entrevistas realizadas a niños cuyo llanto había registrado diez años antes, en el momento de su nacimiento, por lo que resultaba de hecho la primera entrevista, logró afirmar una cantidad de datos acertados. Tan sólo a través del informe que poseía del momento del nacimiento, podía predecir si el niño sería abúlico o hiperactivo. En uno de los casos y basándose so­lamente en el llanto, descubrió que el niño tenía una fisura palatina y sería algo retardado mentalmente.

 

La posible importancia del aprendizaje prenatal del len­guaje se advierte en trabajos realizados en una clínica de París que desde hace por lo menos diez años trata niños mudos, criaturas de tres o cuatro años que jamás han produ­cido un sonido inteligible. Cada niño es ubicado en una pequeña habitación silenciosa acompañado por un tera­peuta y escucha la voz de su madre, grabada con anterioridad mediante un micrófono de contacto ubicado contra su ab­domen, mientras ella habla normalmente y de manera audi­ble. Esta imitación del lenguaje "filtrado" a través del útero suena confuso y extraño pero posee un efecto sorprendente sobre algunos de estos niños. Unos comenzaron a hablar de manera inteligible, o pudieron trazar garabatos o ambas cosas a la vez; nunca antes habían llegado a eso en sus cortas vidas. También se logró disminuir gran variedad de impedimentos para el aprendizaje. El doctor Truby, que visitó la clínica por primera vez en 1962, comparte la opinión de su director, el doctor Alfred Tomatis. Ambos concuerdan en que es como si los niños fueran llevados nuevamente a recorrer un camino que por algún motivo no habían recorrido antes. También se empleó este método de volver a "recorrer un ca­mino" para tratar otros tipos de alteraciones en el desarrollo de los niños. Jóvenes esquizofrénicos, por ejemplo, han sido envueltos en pañales nuevamente, alimentados con biberón, mantenidos en brazos y mecidos como bebés, independien­temente de la edad o el tamaño. El psicoanálisis en sí es una especie de "volver a recorrer" un camino ya recorrido.

Todo esto nos hace meditar acerca de la predicción del doctor Bentley Glass, anterior presidente de la Asociación Americana para el Progreso de las Ciencias, quien sugiere que para fines de este siglo se logrará la gestación de seres humanos en probetas en el laboratorio, en lugar del útero humano. Aun conviniendo en que los científicos lograran reproducir con total exactitud el ambiente químico del útero, no debería dejar de prestarse rigurosa atención al entorno sensorial. Si no se hiciera así o no pudieran lograrlo, ¿qué especie de criatura podrá surgir de un tubo de ensayo?

El hecho de nacer es un shock para el ser humano, proba­blemente el mayor que deba soportar durante su existencia. Si al hacerlo se encuentra en un ambiente similar en muchos aspectos al del útero del que acaba de ser expelido violenta­mente, parece obvio que el shock será menor. Sin embargo, en nuestra cultura se realizan pocos esfuerzos para tratar de ayudar al recién nacido en una etapa tan importante de la vida. En su fascinante libro Tawching, Ashley Montagu sostiene que éste puede ser un peligroso error.

Dentro del útero, el niño es sostenido y rodeado —en rea­lidad siente presiones por todos lados— del calor del vientre materno. Lo que más se asemeja a esta experiencia en el mundo exterior es estar en brazos de su madre. No obstante, en la mayoría de las clínicas norteamericanas el niño es inmediatamente separado de su madre y ubicado so­bre la superficie plana y desprotegida de una cunita, que no le proporciona apoyo alguno.

Cada vez que su madre se mueve, el bebé se hamaca suavemente dentro de su vientre y continuamente oye el rítmico latir de su corazón. Pero en el momento de nacer, repentinamente lo agreden una cantidad de sensaciones extrañas y a la vez abrumadoras y totalmente inesperadas. Han desaparecido para ellos ritmos fijos y adormecedores de su existencia prenatal. De manera experimental se les ha hecho escuchar a los recién nacidos grabaciones del ritmo cardíaco, y los que fueron expuestos a este tratamiento aumentaron de peso y lloraron menos que los otros. También presentaron menos problemas digestivos y respiratorios y su res­piración era más profunda y regular.

La mayoría de las mujeres parecen comprender instinti­vamente la necesidad de una experiencia rítmica y automáti­camente hamacan y palmean a sus hijitos. Más aun, cuando una madre mece a su hijo, tendrá una tendencia a hacerlo siguiendo el ritmo de su propia respiración o de la del niño; al palmearlo, este ritmo reproducirá también el ritmo car­díaco de la madre o del niño. La cuna mecedora, raramente empleada en nuestros días, solía brindar una sensación de seguridad basada en el ritmo. Hasta casi el final del siglo xix, era considerada indispensable. Sin embargo, a fines de 1890 los pedíatras comenzaron a objetar su empleo, acu­sándola de ser formadora de hábito y a condenar el mecer a los niños como una "práctica malsana". Eventualmente la confortable mecedora fue reemplazada por la rígida exten­sión desprotegida de una cuna. Montagu es un ardoroso de­fensor de la vuelta al uso de la mecedora.

 

Montagu también considera que los bebés norteamericanos no son tocados ni tenidos en brazos el tiempo suficiente. Para muchos mamíferos las primeras experiencias táctiles son literalmente una fuente de vida. El animal recién nacido es cuidadosamente lamido y aseado inmediatamente después de nacer y luego con frecuencia, esto no es tanto una medida sanitaria como un estímulo tangible necesario. La piel es masajeada y los impulsos sensoriales llegan al sistema nervio­so central y despiertan los centros respiratorios y otras fun­ciones. Este despertar constituye una necesidad del animal recién nacido. El que no reciba este tratamiento, es muy po­sible que muera. Montagu sostiene que en los seres huma­nos, las prolongadas contracciones del útero que constituyen el trabajo de parto, cumplen la misma función que la la­mida después del nacimiento en los animales. Ambos ponen en funcionamiento los sistemas vitales del ser.

Sin embargo, la necesidad del contacto táctil estimulatorio no termina a los pocos días del nacimiento. Los famosos ex­perimentos de Harry Harlow prueban que por lo menos para los monos, el continuo contacto de la piel es extremadamente importante. Harlow separó a monitos recién nacidos de sus madres y los colocó en jaulas con dos madres sustitutas arti­ficiales. Una de estas figuras hecha de alambre, periódica­mente les proveía leche. La otra, confeccionada con felpa, no les proporcionaba alimento alguno, sin embargo, los monitos no preferían la figura que les proporcionaba comida, sino que se acercaban, con mucha más frecuencia, a recibir el contacto de la felpa, que al parecer les proporcionaba con­suelo. Aparentemente, para ellos, era tan importante el con­tacto corporal como el alimento.

El contacto corporal es también muy importante para los seres humanos recién nacidos. Si se los separa de sus madres inmediatamente después de nacer y se los interna en alguna institución, padecerán lo que se conoce como síndrome de la "privación materna". El desarrollo mental, emocional y aun físico de estos pobres niños, está amenazado. Los niños de orfelinato son demasiado tranquilos y duermen en exceso. Desde que tienen cinco meses, hasta los ocho, tendrán una tendencia a consolarse solos mediante un balanceo monótono similar al que realiza un adulto sumido a una gran pena. El bebé huérfano hasta reacciona en forma distinta al ser toma­do en brazos. Dos científicos que efectuaron estudios de este problema escribieron: "No se adaptan bien a los bra­zos de los adultos, no parecen querer acurrucarse y hasta se nota una falta de flexibilidad. . . Parecen muñecos rellenos de aserrín; se mueven y flexionan correctamente las articu­laciones pero se los siente algo rígidos, como si fueran de madera". Al igual que los cachorros de animales, los niños parecen necesitar que se les estimule el sistema nervioso de alguna manera para poder desarrollarse normalmente.

A pesar de que en nuestros días son pocos los niños nortea­mericanos que padecen de ausencia materna, Montagu piensa que aun los bebés normales en nuestra cultura no reciben el estímulo táctil suficiente. Ciertamente, si comparamos la forma en que son tratados los niños en otras culturas, des­cubriremos que los norteamericanos figuran entre los que reciben menor proporción de contacto. Los bebés balineses, por ejemplo, pasan sus días dentro de una faja que sus madres, sus padres o alguna  otra persona lleva colgando a la espalda. Por la noche, duermen en brazos de los adultos. Las madres esquimales de Netsilik mantienen a sus bebés desnudos con excepción de un pañal, sobre su espalda, me­tidos dentro de su parka que tiene un cinturón especial que la convierte en una bolsa muy adecuada. En los Estados Unidos, por el contrario el bebé es llevado en un cochecito, atado ocasionalmente al asiento de un auto, o librado a su propio albedrío en una cuna movible o un "corralito".
Cuando duerme, lo hace solo. Esta temprana separación del bebé y la mamá en nuestra cultura, probablemente contribuye al sentimiento de estar aislado en el adulto, que se siente aun dentro de la familia.
  

Montagu no es muy afecto al modo de criar los niños en el mundo occidental. Más aun, cree que la privación del contacto táctil de los bebés norteamericanos produce un adulto torpe en el arte de hacer el amor y una mujer que, con frecuencia, está más interesada en el acto en sí por el contacto corporal que entraña, que por la gratificación sexual que pueda obtener de él. Algunas mujeres que se convierten en ninfómanas, lo hacen en un aparente deseo ferviente de ser acariciadas y estrechadas entre los brazos; realmente un desesperado deseo infantil.

La evidencia de la pobreza táctil surgió en uno de los pocos estudios naturalistas realizados con respecto al contacto. Vidal Starr Clay observó el comportamiento táctil de madres con sus hijos en lugares públicos. Descubrió, como era de esperar, que los niños son tocados cada vez menos a medida que crecen. No obstante, los que mayor contacto físico tenían con sus madres no eran los llamados "niños de brazos", sino los más grandecitos; los de menos de dos años que ya sabían caminar. En nuestra cultura, hay una canti­dad de cosas que se interponen entre la madre y el niño: biberones, pañales, cunas, cochecitos, etc. El niño comienza a disfrutar de un período satisfactorio de contacto cuando comienza a caminar y luego éste disminuye progresivamente hasta decaer casi totalmente a la edad de cinco o seis años. Las observaciones de Clay mostraron también que la ma­yoría de los contactos entre la madre y el niño se producen a través de los gestos que aquélla realiza para atenderlo —limpiarle la nariz, arreglarle las ropas— más que expre­siones de afecto. Asimismo comprobó que las niñitas eran tocadas con mayor frecuencia que los varones. Otros estu­dios revelaron que las niñas son sometidas a mayor número de demostraciones de cariño que los varones y que aquéllas mantienen durante más tiempo la alimentación maternal. Así como a los varones se les permite una mayor indepen­dencia física, a las niñas se les proporciona una mayor inde­pendencia emocional. La madre norteamericana parece tan empeñada en no sobreestimular a sus hijos varones ni sexual ni emocionalmente, que en realidad probablemente peque de lo contrario. Tal vez ésa sea la razón que lleva a las americanas adultas a sentirse más cómodas con respecto al contacto corporal que los hombres.

 

''Para el bebé, ser tenido en brazos representa amor. Pero a medida que crece la forma en que lo sostienen representa mucho más que eso. Le indica muchas cosas acerca de la persona que lo sostiene; se da cuenta cuándo el que lo ma­neja está nervioso y no está acostumbrado a tratar con bebés. Puede sentir la tensión que acompaña a la ira y captar el letargo de la depresión. A temprana edad, comienza a ab­sorber los sentimientos de su madre hacia el sexo, que le son transmitidos de manera no-verbal. El psiquiatra Alexander Lowen explica que si una madre siente vergüenza de su cuerpo, podrá transmitir ese sentimiento al amamantar a su hijo, por la forma tensa y poco graciosa en que lo haga. Si los órganos genitales le resultan repulsivos, lo demostrará al cambiar los pañales de su niño. Debe ser difícil, casi imposible, tratar de esconder estas reacciones básicas ante la ávida atención del infante.

Los bebés aprenden rápidamente todas las experiencias sensoriales que se les ofrecen, a pesar de que tenemos una tendencia a despreciar esa habilidad, de la misma manera que ignoramos la capacidad de aprender del feto. El psicó­logo Jerome Bruner considera que los infantes captan mu­chos más detalles del medio ambiente que los rodea que lo que los adultos suponen. También sostiene que los niños más pequeños inventan sus propias teorías para explicar lo que perciben. Un niño de sólo tres semanas aparecerá per­turbado si, mediante un micrófono o ventrilocuismo, la voz de la madre pareciera provenir no del lugar donde se en­cuentra ésta sino de otro. Ya tiene formada una teoría que une la dirección del sonido con lo que percibe. Bruner sos­tiene que los bebés poseen una capacidad innata para cons­truir teorías lógicas partiendo de trozos de evidencia. A pe­sar de que esta idea es relativamente nueva, los científicos han considerado desde hace muchos años otras posibles reac­ciones innatas. Por ejemplo, han señalado que desde una edad muy temprana los niños sienten una enorme atracción hacia el rostro humano, especialmente los ojos. Esta reac­ción hacia los ojos es una secuencia vital del comportamiento que se produce en las primeras etapas de la vida de todo ser humano normal.

En el momento de nacer, el niño sólo podrá distinguir formas entre la luz y la sombra; no obstante, aproxima­damente a las cuatro semanas aprenderá a fijar la mirada y lo que sucede entonces es uno de los hechos más pequeños pero más trascendentes de su vida.  Un día, mirará a su ma­dre directamente a los ojos y sonreirá.  Aun los niños ciegos tienen una reacción similar a la misma edad. Ante esto, las madres reaccionarán indefectiblemente con gran alborozo y alegría.  Algunos científicos creen que estas pautas de comportamiento son innatas: el contacto ocular, la sonrisa del bebé y aun la alegría materna. El argumento que se esgrime es que esta reacción de alegría de la madre tiene un valor de supervivencia, ya que para los seres humanos la maternidad entraña un período prolongado, exigente, agotador y con frecuencia poco reconocido. Puede resultar crucial para la madre en ese momento, percibir que está recibiendo una res­puesta positiva de su hijito; algo así como parte de pago por sus servicios inacabables.

En un intento de ubicar exactamente ante cuáles aspectos del rostro humano reaccionan los niños y a qué edad, los investigadores han realizado experimentos en los que les presentan láminas especialmente diseñadas. Han descubier­to que bebés de sólo dos meses de edad sonreirán si se les muestra una tarjeta con dos puntos pequeños bien delineados y ubicados horizontalmente; en otras palabras, una repre­sentación gráfica de un par de ojos. También han probado que a esa edad es más probable que reaccionen ante una imagen de ese tipo que ante todo un rostro. El número de puntos no parece tener importancia; tampoco parece tenerla la forma de la tarjeta. Pero a medida que el bebé crece, el estímulo debe semejarse cada vez más a un rostro humano para despertar su interés. Deberá tener una boca, tendrá que moverse y, eventualmente, a la edad de siete meses, deberá también sonreír.

Mientras que la atracción básica de los ojos puede ser innata, es posible explicarla sin tal comportamiento. El bebé reaccionará favorablemente ante cualquier estímulo que le sea familiar y al mismo tiempo suficientemente complejo como para interesarlo. A1 nacer, su radio de visión está limitado a unos veinticinco centímetros desde la punta de su nariz y es ésa la distancia a la que se presenta el rostro de su madre mientras lo alimenta y en muchas otras oca­siones durante el día. Al principio puede ser que el rostro le resulte demasiado complejo para asimilarlo en su tota­lidad, pero los ojos, brillantes, movedizos, surgiendo de su propia imagen borrosa debido a lo inmaduro de su visión, atraerán poderosamente su atención. Ellos podrán, como dice el psicólogo inglés lan Vine, "proporcionar una base que incite a una mayor investigación y percepción total del rostro".

 

A medida que el bebé crece, comienza a distinguir no sólo los rostros familiares, sino a reconocer las expresiones y en poco tiempo estará capacitado para interpretar el lenguaje no-verbal de manera más hábil, tal vez, que en toda su exis­tencia. Como escribiera Desmond Morris en su libro The Naked Ape: En las etapas pre-verbales, antes de que toda la ma­quinaria de la comunicación simbólica y cultural se nos haya impuesto, nos dejaremos guiar mucho más por pequeños movimientos, cambios de postura y tonos de voz, que lo que necesitaremos más tarde en nuestra vi­da... Si la madre realiza movimientos tensos y agitados, sin importar cuánto procure disimularlos, se los co­municará al niño. Si al mismo tiempo muestra una amplia sonrisa, no lo engañará sino que lo confundirá más aun.

El bebé se transforma en niño y continúa siendo extrema­damente sensible a los mensajes faciales. Puesto que todavía no ha aprendido a mirar fijamente a otra persona a la cara y porque aún no se distrae por las palabras, como los adul­tos, es capaz de leer la excitación, el temor, la vergüenza o la alegría. La importancia que los niños otorgan al rostro está demostrada en los típicos dibujos que realizan en la edad pre-escolar. La figura humana está coronada por una enor­me cara cuidadosamente detallada. Nueve de cada diez ni­ños, al ser tocados simultáneamente en la mano y el rostro y luego interrogados acerca del lugar donde se los tocó, indicarán el rostro, mientras que entre adultos normales la proporción será del cincuenta por ciento. Silvan Tomkins (ha sugerido que el primer motivo de temor en la niñez no son las palabras de enojo o una voz amonestadora, sino un rostro que demuestre ira. Lo explica así: He tratado a niños en los que se notaba claramente que el temor ante el rostro enojado o de falta de cariño o vergüenza de uno de los padres, era tanto mayor que el temor a una palmada u otro castigo, y hasta parecería que los niños buscaran este tipo de reprimenda, con tal de evitar el aspecto condenatorio del rostro que los asusta. Puesto que el rostro paterno suele suavizarse después de descargada la agresión, algunos niños provocaban esa descarga mediante la vía más inocua, como ser enviados a su cuarto o recibir unas palmadas, con tal de no tener que enfrentar la temida interacción facial.

Ésta es una nueva manera de explicar un fenómeno notado por los psiquiatras: el niño que busca ser castigado. La explicación más común de estos especialistas es que secretamente se siente culpable y el castigo lo releva de su culpa; pero esto no quiere decir que no prefiera unas palmadas a tener que ver la cara enojada de su padre o de su madre.

Los niños de dos y tres años suelen tener terror a las máscaras.  Esto se debe, en parte, a un reflejo de lo que la psi­coanalista Selma Fraiberg, especialista en niños llama:  "el pensamiento mágico".   El niño piensa que si el rostro ha cambiado, también puede haber una persona distinta detrás. Pero puede deberse, asimismo, a que los niños dependen ex­traordinariamente de los rostros de otras personas, y buscan en ellos la clave de sus reacciones.   Algunas veces, también desarrollan prejuicios contra ciertos rostros; esta reacción es perfectamente lógica por cuanto ellos "ven" más de lo que pueden apreciar los adultos.  Cuando mi hija tenía cuatro o cinco años, por ejemplo, solía decirme de algún adulto que "no le gustaba su cara".  Casi siempre resultaba que lo que producía esa reacción no era una falta de atractivo en el sentido que le damos los adultos, sino una expresión habitual de enojo, hastío o descontento.

Resulta desconcertante para una madre (o un padre) dar­se cuenta de que constantemente se comunica con su hijo pe­queño a través de canales no verbales y que con frecuencia le transmite sensaciones y reacciones de las cuales ni siquiera está consciente. Esta idea, logró transtornarme durante un tiempo, especialmente cuando tropecé con la literatura que se refería a profecías que siempre se cumplen.

 

La investigación de dichas profecías comenzó a principios de la década del treinta con un caso clásico: el de un niño de seis años que insistía en querer irse de su casa. Cada vez que retornaba, el padre escuchaba los detalles de su aventura. A pesar de que lo castigaba después, parecía evidente que le agra­daban las hazañas de su hijo. A raíz de los trabajos realizados desde entonces sobre comunicaciones no-verbales, es fácil ex­plicar cómo se reflejaba ese placer a través de sus expresiones faciales; por las posturas que adoptaba y el ritmo que se­guían sus movimientos al escuchar las narraciones de su hijo.

Asombrados ante este claro ejemplo, dos psiquiatras de Chicago se dedicaron a buscar otros problemas de comporta­miento y descubrieron niños que robaban, otros que provo­caban incendios, algunos que tenían desviaciones sexuales y otros finalmente que hasta llegaron a cometer crímenes; to­dos actuaban impulsados por deseos inconscientes de sus padres. Cualquier adulto que se haya enfrentado aunque sea brevemente con sus propias fantasías, hallará esta idea demo­ledora. La madre sobreprotectora será algunas veces la cul­pable de que su hijo haga las cosas que ella más detesta. La madre que no soporta las mentiras, será la más propensa a tener un hijo mentiroso.

No obstante, las emociones reprimidas y las ambiciones subconscientes son parte del contexto psicológico de todo adulto normal. Los padres siempre han comunicado cosas de este tipo a sus hijos y la mayoría de ellos las han sopor­tado bastante bien. En el futuro, seguramente, los estudios sobre la interacción entre padres e hijos nos enseñarán mucho más acerca de la forma en que se comunican las familias, pero pasará mucho tiempo hasta que logremos establecer la forma de enseñar a los padres a no transmitir ciertos senti­mientos de manera no-verbal. Además, por supuesto, antes de lograr ser capaces de no comunicarlos, uno debe enfren­tar valientemente el hecho de que los posee. En cuanto se refiere al aprendizaje no-verbal de los bebés, si tomamos seriamente los argumentos de Ashley Montagu ( y yo lo hago), debemos llegar a la conclusión de que todo nuestro sistema merece ser revisado. Los padres, los médicos y los hospitales deben tratar de lograr un medio para pro­veer al infante de una transición más suave desde el útero materno al mundo exterior. Debemos asegurarnos, según me parece, antes de llevar a niños pequeños a guarderías donde los tengan todo el día, de que serán convenientemente tratados, sostenidos en brazos, estrechados y en general "ama­dos", "queridos" en proporción suficiente. Es maravilloso ofrecer a una criatura de edad pre-escolar un caudal de estí­mulo intelectual y la oportunidad de aprender a una edad temprana, como sucede en los buenos centros de atención infantil; pero el aprendizaje no-verbal que realiza en sus primeros años es tal vez más importante aun y la mejor forma de lograrlo es mediante una buena relación con los adultos que gozan de su compañía y tienen tiempo para dedicársela.

 

EL CÓDIGO NO-VERBAL DURANTE LA NIÑEZ

En sus estudios sobre animales, los etólogos han desarro­llado técnicas de campo, que les permiten observar y regis­trar el comportamiento de manera muy objetiva y detallada, sin nociones preconcebidas. El etólogo se interna en el am­biente salvaje de los animales y permanece allí hasta que éstos lo aceptan como parte de su hábitat. Luego comenzará a tomar notas sobre pautas de comportamiento, observando qué acción precede cada uno de sus actos y cuáles son sus consecuencias. Sobre el terreno mismo o tal vez más tarde, mediante el análisis por computadoras, se extraerán los pa­trones de estas pautas, que llevarán a describir e identificar todos los elementos que intervienen en ellos: por ejemplo, en el ataque, la postura, la expresión facial, el comportamiento ocular, el efecto de los sonidos, etc. Una vez que todos estos patrones han sido identificados y señalados a un observador, las acciones aparentemente casuales de los animales adquie­ren un nuevo significado para él; literalmente, los verá de manera diferente.

Para los expertos en etología humana, los niños de jardín de infantes constituyen excelentes sujetos, puesto que son mucho más activos y desinhibidos que los adultos. Juegan juntos, forman pequeñas bandas, se atacan entre ellos y luego se baten en retirada; y en todo momento se comunican am­pliamente por medio de expresiones faciales y gestos, rara vez con palabras.

Uno de los primeros estudios etológicos sobre niños fue realizado en 1963-1964 por N. G. Blurton Jones, que pasó meses observando en silencio desde un rincón, el comporta­miento de los alumnos de un jardín de infantes en Londres, registrando en una libreta los mínimos detalles físicos y de comportamiento. Logró efectuar algunas curiosas compa­raciones entre las actividades de los seres humanos jóvenes y las de los otros primates. Pudo notar, por ejemplo, que algunas de las expresiones faciales de los niños, son curio­samente parecidas a las de otros primates. Fijar la mirada, con el ceño levemente fruncido y las cejas juntas, muestra de la "cara de ataque", es muy similar en el niño y en el mono. La sonrisa de la "cara de juego" del niño —una mueca con la boca abierta que, sin embargo, no muestra los dien­tes— también se asemeja a la "sonrisa" de la "cara de juego" de los otros primates jóvenes. No obstante, Jones señaló que entre los seres humanos cuyas edades oscilan entre los tres y los cinco años, no parece existir un verdadero equivalente a la jerarquía que rige entre los primates, aunque puede ser que esta dominación exista entre niños mayores.

Jones notó también que, al igual que a los monos, a los niños les encanta realizar juegos bruscos, revolcándose por el suelo en una imitación de lucha. Existen evidencias que demuestran y confirman la naturaleza juguetona de este comportamiento, tanto entre los chicos como entre los monos. Los niños, por ejemplo, mantienen su "cara de juego". Se ríen y saltan con ambos pies juntos. Sólo tratan de apa­rentar que se agreden. Cuando se persiguen, lo hacen tur­nándose entre perseguidos y perseguidores, y así sucesiva­mente. Los monos actúan de manera similar.

Los monitos pequeños a los que se priva de jugar de esta manera con otros animales de su edad, se transforman en criaturas solitarias y antisociales, mucho peor aun que los niños separados de sus madres pero que tienen oportunidad de jugar con otros pequeños de su edad. Para los monitos, parece ser más importante la compañía de otros animales de su edad que la de su madre, en lo que se refiere al compor­tamiento social. Jones sugiere que también debe ser vital para los seres humanos, puesto que el repertorio no-verbal de los niños mientras juegan es mucho más extenso.

Jones observó que algunos de los niños no participaba en absoluto de esos juegos bruscos. Hablaban bien y con frecuencia con cualquiera que quisiera escucharlos; leían mu­cho y jugaban solos la mayor parte del tiempo. Como los patrones motores de estos juegos bruscos y sus expresiones aparecen ya a los dieciocho meses, o aun más temprano en algunos casos, Jones se preguntó si estas criaturas habrían sido privadas de esta experiencia vital en una edad crítica y ahora serían demasiado crecidos para asimilarla.

 

Otro grupo de etólogos reunido por el doctor Michael Chance en Birmingham, Inglaterra, se ha dedicado a estudiar niños de jardín de infantes. La descripción etológica está claramente ilustrada por el informe del equipo, acerca de la manera en que un grupo de niños se pelean por un juguete. Según éste, uno de los niños tendrá el ceño fruncido —con las cejas hacia abajo en los ángulos internos— y echará la cabeza y el mentón hacia adelante, manteniendo los labios apretados y echados hacia adelante. Presentará "el rostro iracundo". También podrá agredir al otro niño mediante un golpe característico. Este golpe es típico entre los niños de edad pre-escolar: el brazo levantado, los dedos apretados y las palmas hacia adelante. El niño agredido con frecuen­cia se agachará, llorará o emprenderá la fuga, manteniendo en su rostro todo el tiempo una expresión de huida. Las cejas más bajas en los extremos exteriores, la boca abierta y algo cuadrada y el rostro congestionado. Cuando los seres humanos están por atacar, raramente aparecen congestiona­dos; según Desmond Morris es más frecuente que se pongan pálidos. El rubor suele ser un indicio de derrota.

El golpe de los niños suele ir precedido por lo que se llama "posición para pegar": la mano levantada hasta el nivel de la cabeza y mantenida allí por varios segundos. Si la mano se mantiene hacia atrás y lejos de la cabeza, es muy probable que se propine el golpe. Si la mano se mantiene hacia atrás y próxima a la cabeza, puede ser simplemente un gesto defensivo. Los etólogos citan otra gran variedad de posiciones de las manos entre estos extremos y, aparentemente, de eso depende la representación del equilibrio entre el deseo de atacar y el de huir. Ésta es, evidentemente, una señal de que el otro niño está preparado, pues al verse enfrentado con esta "posición de pegar", algunas veces girará sobre sus ta­lones y huirá antes de que se produzca el golpe o podrá responder adoptando a su vez una postura defensiva para enfrentarlo.

El equipo de Birmingham prestó considerable atención a las expresiones faciales de los niños. De sus observaciones se deduce que existen seis maneras diferentes de fruncir el ceño, y que cada una de ellas corresponde específicamente a una posición de las cejas y una forma de arrugar la frente. Tam­bién registraron ocho maneras diferentes de sonreír y cada una de ellas se emplea en una situación particular. Estos gestos faciales, aparentemente, se mantienen inalterables du­rante la vida del adulto.

La sonrisa más común es la empleada al saludarse; invo­lucra solamente el labio superior y deja ver solamente los dientes de arriba. Sin embargo, existen variaciones sobre ella: por ejemplo, si se trata de una presentación formal, no será necesario mostrar los dientes; solamente se levantará levemente el labio superior. Al mismo tiempo, si se trata del encuentro entre dos amantes o cuando un niño corre albo­rozado hacia su madre, la boca podrá estar algo más abierta, aunque sólo se enseñarán los dientes superiores. La sonrisa del labio superior se transforma en la sonrisa con los labios hacia adentro, al hundir levemente el labio inferior sobre los dientes. La gente suele emplear este tipo de sonrisa cuan­do se encuentran con personas a quienes consideran sus su­periores. La "sonrisa de gran intensidad" que deja ver tanto los dientes de arriba como los de abajo, se produce durante momentos de agradable excitación y es algo diferente de la "sonrisa radiante" en que la boca está totalmente abierta pero los dientes están cubiertos. Los niños emplean en sus juegos estos dos tipos, pero la versión de la "sonrisa de gran intensidad" parece ser la que mejor concuerda con la "cara de juego". Los etólogos registran también una sonrisa no sociable. La denominan la sonrisa simple y es la mueca enigmática de la Mona Lisa, que parece reflejar una alegría interior. Los labios se curvan hacia arriba pero la boca permanece cerrada. Probablemente es la sonrisa empleada por el individuo cuando está a solas. Una sonrisa fría es la que interesa solamente la boca. Los pequeños cambios sutiles que se producen alrededor de los ojos, son los que proveen calidez a la expresión. Aun una "sonrisa radiante" será poco convincente si los ojos se mantienen inalterables y no va acompañada por un arqueamiento de las cejas.

A pesar de que los niños mantienen algunas de estas expresiones hasta la edad adulta, otros gestos de la niñez desaparecen o se transforman. La posición para "golpear" raramente se encuentra entre niños mayores de seis años, a pesar de que pueden hallarse rastros de ella aun en el com­portamiento de algunos adultos. Cuando una persona se toca el mentón o la mejilla con el pulgar e índice y la palma de la mano vuelta hacia afuera, en una posición incómoda, probablemente lo hará porque se siente amena­zada. Dos de los etólogos de Birmingham, Christopher Brannigan y David Humphries han escrito:

En situaciones más defensivas, la mano se mueve ha­cia atrás en la postura de golpear, pero esto se disimula colocando la palma de la mano sobre la parte de atrás del cuello. Si usted se encuentra en una situación simi­lar, examine sus motivaciones: se dará cuenta de que está muy a la defensiva. Entre las mujeres, especialmente, el movimiento de la mano hacia la nuca puede aparecer combinado con la acción de arreglar el cabello de forma sofisticada. Similarmente, un conductor que realice una falsa maniobra y sobrepase a otro coche demasiado rá­pido, con frecuencia efectuará un instintivo movimiento de la mano hacia la nuca, como queriendo acomodarse el peinado.

 

El significado social de los movimientos de la mano hacia la cabeza resulta algunas veces fácil de identificar, tanto en los niños como entre los adultos, puesto que el movi­miento está destinado a cumplir una función: cubrirnos los ojos cuando no deseamos ver algo; taparnos la boca cuando nos preocupa hablar o tratamos de disimular una sonrisa. Gestos menos obvios como pasarnos los dedos entre los cabe­llos, rascarse la cabeza, frotarse la nariz o masajearse suavemente el mentón —o mesarse la barba cuando un individuo la posee— parecen relacionados con el cuidado del cuerpo pero en realidad se realizan cuando estamos indecisos o tra­tando de tomar una resolución.

Los expertos en cinesis norteamericanos han notado que la acción de frotarse la nariz se produce con frecuencia cuando una persona está por reaccionar de manera negativa. También señalan que acomodarse el cabello, indica una ten­dencia al deseo de galantear. Los etólogos británicos, en cambio, relacionan el arreglo del cabello con la indecisión. Afirman que pasarse los dedos por el cabello, por ejemplo, suele producirse en un momento de equilibrio, cuando el individuo se encuentra frente a la alternativa de tomar una decisión. Un niñito del jardín de infantes que estaba por tirarle de las trenzas a una compañera cuando la maestra lo llamó, se pasó los dedos por el cabello y luego dejó a la niña para ir hacia la maestra. Rascarse la cabeza, por otra parte, parece ser más un índice de frustración que de indecisión.

En nuestros días, la etología humana está refrescando al­gunas prácticas sumamente eficientes. Se emplean métodos etológicos para estudiar a los enfermos mentales, muchos de los cuales están imposibilitados o simplemente no desean hablar; esto hace que su lenguaje no-verbal adquiera gran importancia. Un científico británico, Ewan Grant, observó y registró una entrevista entre paciente y médico, realizó un análisis estadístico de los datos obtenidos y descubrió que podía agrupar todas las pautas de comportamiento obser­vadas en cinco grandes unidades: afirmación, huida, rela­jamiento, contacto y autocontacto (arreglarse el cabello, etc.). También notó lazos de unión entre las unidades. La "huida", por ejemplo, puede estar relacionada con el "con­tacto" mediante la mirada. Una persona que parece decidida a rehuir una relación puede, luego de mirar directamente a la otra persona, comenzar a sonreír o mostrar otras señales representativas de un comportamiento de "contacto".

Aplicando el sistema de análisis de Grant, Christopher Brannigan y Kate Currie trabajaron con una criatura autista, una niñita de cinco años. Como muchas otras criaturas de su misma condición, hablaba raramente y era suma­mente retraída. Pocas veces se aproximaba a los investigado­res por su propia voluntad y en lo posible eludía hasta sus miradas. En términos etológicos, era completamente deficiente en su "comportamiento de contacto y afirmación". Brannigan y Currie decidieron tratar de condicionar a la criatura mediante nexos de comportamiento; aproximación y miradas, para ver si luego se realizaban los comportamien­tos de contacto. Mediante trozos de chocolate y cariñosas palabras como recompensa, le enseñaron primero a aproxi­marse a ellos y luego a mirarlos y sonreír. La sonrisa es un nexo entre el contacto y los comportamientos de afirmación y una vez que la criatura comenzó a sonreír, pasó luego a fruncir el ceño en señal de enojo, echar la cabeza hacia adelante y "golpear" —todas éstas, señales de afirmación—. Esto representó un gran adelanto para la criatura, aun cuan­do todavía no lograron que hablara.

Los estudios etológicos sobre niños realizados en Gran Bretaña, representan un comienzo fascinante a pesar de que todavía queda mucho trabajo por realizar. Por ejemplo, lo­grar saber qué extensión de lenguaje no-verbal deberá poseer un niño a determinada edad. Se ha logrado una respuesta parcial a un interrogante más interesante aun: ¿cómo hacen los niños para aprender este código? Las investigaciones de William Condón sugieren que los niños lo aprenden porque sus padres los gratifican de manera no-verbal cuando reali­zan los movimientos adecuados: mediante una sonrisa o tal vez echándose hacia adelante y moviéndose en armoniosa sin­cronía. La presencia de estas lecciones inconscientes acerca de capacidades que también lo son, es fácilmente identificable en cuanto los investigadores comienzan su labor.

 

INDICADORES DEL CARÁCTER

Los mimos siempre han sabido que los movimientos corporales de un hombre son tan personales como su firma. Los novelistas también saben que, con frecuencia, reflejan su carácter.

Las investigaciones acerca de la comunicación humana a menudo han descuidado al individuo en sí. No obstante, es obvio que cualquiera de nosotros puede hacer un análisis básico del carácter de un individuo, basándose en su manera de moverse —rígido, desenvuelto, vigoroso— y que la manera en que lo haga representará un rasgo bastante estable de sus características personales.

Tomemos por ejemplo la simple acción de caminar: levan­tar en forma alternada los pies, llevarlos hacia adelante y colocarlos sobre el piso. Este solo hecho nos puede indicar muchas cosas. El hombre que habitualmente taconee con fuerza al caminar nos dará la impresión de ser un individuo decidido. Si camina ligero, podrá parecer impaciente o agre­sivo, aunque si con el mismo impulso lo hace más lentamente, de manera más pareja, nos hará pensar que se trata de una persona paciente y persistente en el logro de sus objetivos. Otra lo hará con muy poco impulso —como si cruzando un parque tratara de no arruinar la gramilla— y nos dará una idea de falta de seguridad. Como el movimiento de la pierna comienza a la altura de la cadera, existen otras varia­ciones. El hecho de levantar las caderas exageradamente nos hará pensar en una persona satisfecha de sí misma; si al mis­mo tiempo que camina, produce un leve movimiento de caderas, la manera de andar será cómoda y cadenciosa. Si a ésto se le agrega un poco más de ritmo, más énfasis y una figura en forma de "guitarra", se logrará la forma de caminar que hace dar vuelta la cabeza a los hombres por la calle, para mirar a una mujer.

Esto representa la forma del movimiento corporal, en contraste con sus motivaciones: no el acto de caminar sino la manera en que se hace; no el acto de estrechar la mano, sino la forma de hacerlo. El sistema que surgió para "el estudio de este tema se denomina "esfuerzo-forma". El ana­lista de "esfuerzo-forma" estudiará el fluir del movimiento —en tensión o en relajación, intenso o leve, repentino o di­recto, etc.— y en la "figura", que es en realidad un concepto de la danza: las formas que adopta el cuerpo en el espacio.

En verdad, el sistema "esfuerzo-forma" tuvo su origen en la observación de la danza. Toda su historia coincide con la de un hombre notable: Rudolph Laban. Originariamente, éste era arquitecto y pintor; se volcó hacia la coreografía a principios del año 1900, en Europa. Ideó un sistema para registrar los diferentes pasos de danza —para lograr un re­gistro de los movimientos de los bailarines— que se denominó Labanotation. Este sistema se emplea tanto para ballet, como folklore y danzas modernas, desde hace más de trein­ta años.

Cuando surgió el nazismo, Laban huyó de Europa Cen­tral hacia Inglaterra. Allí, durante la guerra, le encargaron que investigara la eficiencia y la fatiga en la industria britá­nica. Su manera de encarar el problema fue totalmente diferente al estudio, empleado hasta entonces, del "tiempo-movimiento", que concentraba el máximo esfuerzo en hallar el modo más corto y breve de lograr un objetivo determinado, tratando al obrero en algunas oportunidades, como si fuera solamente una parte más de la maquinaria. Laban trató de hallar secuencias de movimiento que resultaran cómodas, variadas, tratando de evitar cualquier tipo de esfuerzo inne­cesario. Por ejemplo: si un obrero debía levantar un objeto pesado, la manera más rápida de hacerlo podría ser levan­tándolo perpendicularmente. Laban propuso un movimiento en dos etapas: primero un movimiento hacia arriba y a la derecha y luego otro hacia la izquierda, de manera tal que el impulso y el ritmo del movimiento acompañaran al es­fuerzo de levantarlo.

A través de estos estudios industriales Laban desarrolló un sistema diferente para analizar y describir los movimien­tos: "esfuerzo-forma". En cierta manera, la Labanotation es algo similar a la escritura musical, mientras que "esfuerzo-forma" representaría las diferentes intensidades de la mú­sica: pianissimo, forte, etc. Laban descubrió que mediante este nuevo sistema podía registrar no solamente los pasos de danza, sino cualquier interacción, aun la que se produce cuando la gente está sentada y conversando sobre cualquier tema. Más aun: su sistema describía tanto el modo como el hombre se relacionaba con el mundo exterior (espacio), como la forma en que descargaba y modificaba su energía (esfuerzo). Al demostrar la interrelación de estos dos fac­tores, trataba de llegar a la misma raíz biológica de la comunicación del hombre. Laban logró ampliamente su propósito, siendo a un mismo tiempo objetivo y exacto. Así lo explicó más tarde una de las discípulas de Laban, Irmgard Bartenieff: "podemos describir una 'postura orgullosa', un modo de andar 'seductor' o un 'gesto exigente', en térmi­nos específicos y objetivos de rasgos de los movimientos".

 

"Esfuerzo-forma" ha sido aplicado tanto para la instruc­ción de la danza como para la de los actores; para terapia por medio de la danza y para la rehabilitación física; para estudios acerca del desarrollo de los niños, en investigacio­nes psicoterapéuticas y aun en la investigación comparativa de las diversas culturas. En Inglaterra, Warren Lamb, que colaboró con Laban en la creación del sistema "esfuerzo-forma", lo ha estado empleando en su tarea de consultor industrial desde hace más de veinte años. Lamb evalúa a los aspirantes a puestos directivos, analizando el estilo de sus movimientos. Ha estudiado a más de cinco mil indivi­duos y esto sólo constituye una prueba fehaciente de la practicidad del sistema. Los resultados obtenidos han sido bue­nos, aunque todavía no se ha logrado una manera de vali­dación experimental.

Hay algo casi sobrenatural en el sistema de Laban sobre el análisis de los movimientos, especialmente debido a que luego de un entrenamiento de dos años, el analista logra "ver" muchos detalles reveladores que el lego ni siquiera imagina.   Para tener una idea más concreta acerca de le que puede llegar a interpretar un experto en "esfuerzo forma", fui al hospital del Estado de Bronx, a entrevistar a Martha Davis, una psicoanalista del equipo de esta institución, que está realizando estudios sobre el movimiento mientras termina su doctorado. Hace aproximadamente nueve años, la señorita Davis trabajaba como asistente de investigación en el consultorio externo del Hospital Psiquiátrico "Albert Einstein".   Allí conoció a Irmgard Bartenieff, la mujer que introdujo el estudio de "esfuerzo-forma" en nuestro país.  Intrigada al principio y luego entregada por completo a su estudio, terminó colaborando con la señora Bar­tenieff en una serie de análisis del movimiento que fueron los primeros que se emplearon en terapia familiar y de grupo.

La señorita Davis me enseñó una de las películas tomadas durante una de esas sesiones. Al comenzar, entraban a una habitación dos hombres: el médico y su paciente, pasaban frente a la cámara y se sentaban enfrentándola. Lo que me llamó la atención inmediatamente, era que había algo sumamente extraño en el paciente. La película fue pasada sin la banda de sonido de manera que no contábamos con ese recurso para hallar una pista en el diálogo. No obstante, era evidente que el paciente no se movía de la misma manera que una persona normal. La señorita Davis me fue señalan­do las diferencias. Por una parte, su manera de caminar: parecía deslizar los pies de manera muy lenta, monótona y pareja, trasladando sólo muy levemente el peso del cuerpo de un pie a otro. También se sentaba de una manera ex­traña: en perfecta simetría, con las piernas descruzadas, los brazos colgando a los costados y con el torso inmóvil. La señorita Davis me explicó que este grado de simetría e inmo­vilidad son típicos de algunos esquizofrénicos. Ella ha des­cubierto que algunos trastornos motores parecen ser indicios efectivos de la gravedad de la enfermedad del paciente y otros son correlativos con otros diagnósticos específicos.

A medida que pasaba la película, el paciente se movía muy poco pero, cada vez que lo hacía, producía un efecto extraño. Algunas veces volvía lentamente la cabeza de la izquierda hacia la derecha, como en un sueño y al terminar el movimiento comenzaba a rascarse la cara, arañándose repetidas veces con las uñas. Luego comenzaba un movi­miento que dejaba inconcluso o empezaba otro para dejarlo inmediatamente e iniciaba otro totalmente diferente. Todo lo que hacía era contradictorio; sus ritmos y frecuencias pa­recían fragmentados y era como si su extraña lentitud consti­tuyera una barrera entre él y los demás. Me hizo recordar algo que Birdwhistell me había dicho: las madres de niños psicóticos parecen notar que ellos tienen un serio problema desde que tienen pocos meses de edad, por la manera extraña de moverse.

Como contraste, observamos luego al psiquiatra que apa­recía en la película. Estaba sentado echado levemente hacia adelante, enfrentando al paciente y cuando gesticulaba, cosa que no sucedía muy a menudo, sus movimientos eran claros, rápidos, breves y espaciados. En un momento dado, el pa­ciente se cayó hacia un lado: el doctor se estiró hacia él, lo tomó del brazo y volvió a enderezarlo. Este gesto fue reali­zado con gesto decidido y directo. No pareció nada repen­tino ni brusco y fue perfectamente aprovechado; cuando tomó al paciente del brazo, no tiró de él hacia abajo ni lo empujó hacia arriba sino, que, con suavidad pero firmeza, lo volvió a su posición anterior. Resumiendo, la señorita Davis me dijo que, a su juicio —más que un verdadero aná­lisis la impresión de una persona acostumbrada a observar—, el médico era una persona firme, suave y sensible, algo inte­lectual y alejado de la realidad.

 

Si la señorita Davis hubiera deseado realizar un análisis más profundo, lo hubiera efectuado por alguno de estos dos métodos: podría haber registrado en detalle las secuencias de movimiento, características de cada individuo; como alterna­tiva, proyectaría la película repetidas veces, buscando en cada oportunidad lo que se llaman "parámetros de esfuerzo-forma". Estos parámetros son numerosos y complejos, pero, resumiendo, podrían haber llamado su atención los siguien­tes aspectos: Relación entre el gesto y la postura: es una forma de eva­luar el grado de compromiso que tiene un individuo con respecto a una situación dada. Pueden distinguirse dos tipos de movimientos: el expresivo, en el que el individuo utiliza sólo una parte de su cuerpo y el postural, que generalmente atañe a toda su persona e implica también variaciones en la ubicación del peso total del cuerpo. El movimiento pos­tural es en realidad más importante y puede emplearse para denotar la medida del compromiso. Un hombre que sacude enérgicamente los brazos no parecerá convincente si sus mo­vimientos no se extienden al resto del cuerpo. Un cambio postural, señaló la señorita Davis, no implica solamente una variación en la posición del torso, ya que a no ser que parti­cipen también otras partes del cuerpo, éste se denominará un gesto del torso. Aun el caminar puede ser expresivo y en consecuencia, una señal del retraimiento, como lo era efectivamente en el enfermo de la película mencionada. Lo que importa, es la proporción que existe entre los movi­mientos posturales y los expresivos más que el mero número de movimientos posturales que se realizan. Un hombre puede estar sentado muy quieto, escuchando, pero si al moverse lo hace con todo su cuerpo, parecerá estar prestando más aten­ción, que aquel que está continuamente en movimiento, ju­gueteando tal vez constantemente con una parte de su cuerpo. Las actitudes corporales reflejan actitudes persistentes y orientaciones del individuo. Una persona puede estar in­móvil o sentada hacia adelante de manera activa, o hundida en sí misma, y así sucesivamente. Estas posiciones o posturas y sus variaciones o la falta de ellas, representan la forma en que uno se relaciona y orienta hacia los demás.

El flujo de esfuerzo representa la escala de movimiento que va desde las situaciones tensas a las relajadas, de las controladas a las descontroladas o en términos técnicos de "reprimido a libre". Cuando una persona trata de enhebrar una aguja o llevar una taza de café caliente, sus movimientos serán reprimidos; cuando mueve los brazos en forma de remolino, serán libres. Algunas personas varían mucho el flujo de su esfuerzo, los niños sobre todo. En los adultos, este fluir variable del esfuerzo está relacionado con la espon­taneidad y flexibilidad. En el otro extremo del espectro, los enfermos mentales y los ancianos se mueven de manera monótona, como el paciente de la película. Los movimientos pueden ser ligeros o enérgicos; directos o indirectos; repen­tinos o prolongados o no evidenciar ninguna de estas varia­ciones. En general, se relaciona el esfuerzo con el humor o el sentimiento; un fuerte movimiento hacia abajo suele ser índice de una aseveración, mientras que un toque ligero y leve representará sensibilidad y suavidad. Podemos pensar en el lento movimiento de un cortejo fúnebre; el ritmo fuerte y agresivo de una danza guerrera o el movimiento rítmico, indirecto y libre, que transmite sensualidad a tra­vés de otra danza.

El fluir en el espacio y la figura se refieren al modo en que el Cuerpo utiliza el espacio. El secreto para advertir esta acción parece estar en imaginar los movimientos como si fueran un ballet, de tal manera que uno pueda sentir que su cuerpo adopta una forma en el espacio. Podrá percibirse el cuerpo extendiéndose en tres dimensiones: estrechándose o ensanchándose; elevándose o hundiéndose; adelantándose o retrocediendo. Algunas veces, las personas concentran sus movimientos en un determinado plano. El que lo haga solamente en el horizontal dará la impresión de estar "desparramado"; sus codos emergen y parecen ocupar en el sillón más espacio del que corresponde. El que se mueva exclusivamente en el plano vertical parecerá estar dentro de un marco; caminará con pasos cortos, tratará de parecer más alto al dar la mano y al sentarse se dejará caer con ambas manos sobre los brazos del sillón, enfrentando a su interlocutor. El individuo que adopta una posición diagonal se moverá con las rodillas y los tobillos muy juntos y se sentará moviéndose hacia atrás en su asiento o corriéndolo hacia adelante hasta colocarlo debajo de sí. Mientras conversa, dará la impresión de incli­narse hacia su interlocutor. Las interpretaciones de estos esti­los de movimiento son sugeridas en la descripción, aunque no muchas personas coinciden perfectamente con una u otra categoría.

 

Las dimensiones de estas formas principales están relacionadas tanto al temperamento como a las reacciones individuales de cada uno, ante determinada situación. Por lo general, el estilo de un hombre refleja la forma en que reacciona ante sus propios sentimientos y cómo se adapta a la realidad exterior. La variedad y complejidad de sus esfuerzos como el uso que hace del espacio, son de especial importancia, pues allí residen las claves específicas de su capacidad para enfrentar a otras personas y determina la flexibi­lidad o rigidez de su trato. La importancia de esta flexibilidad ha sido demostrada, de manera espectacular, durante la filmación de una sesión de terapia de grupo analizada por la señorita Davis y la señora Bartenieff. Se advertía un claro contraste entre los estilos de movimiento de dos de los miembros del grupo. Uno de ellos, Carol, no hablaba mucho, pero sus movimientos eran sumamente complejos y variados en intensidad. Otra mujer, Diana, hablaba en voz alta y frecuentemente; si uno no se hubiera fijado en su forma de moverse, hubiera parecido el miembro más activo e integrado del grupo. Sus gestos, sin embargo, eran laxos y repetidos y efectuaba muy pocos cambios de posición. A pesar de parecer muy conversadora, era retraída y alejada de sus propios sentimientos. Una confrontación entre ella y Carol, que tuvo lugar al término de la sesión, demostró que, incluso en un nivel verbal, Diana resultaba inalcanzable, mientras que Carol estaba muy presente, integrada y pronta a responder.

Todo esto parece extremadamente simple, pero en realidad, es muy difícil llegar a ver en términos de "esfuerzo-forma", a no ser que los movimientos de la persona analizada sean destacados y explicados en detalle por un experto. Para dar una idea a los lectores sobre la forma de penetrar en estos análisis,  le pedí  a la señorita Davis  que  analizara los movimientos de dos personajes de la televisión.   Dedicó varias horas a la observación de David Frost y Dick Cavett, por ser dos programas que se ven en todo el territorio de los Estados Unidos.  Mirando la pantalla, sin sonido, la señorita Davis tomó notas, no tan sistemáticamente como corresponde a una investigación, sino procurando fijar los rasgos más sa­lientes de ambas personas.

"Éstas son impresiones —me dijo— basadas en descripcio­nes técnicas, pero no pretenden ser un verdadero análisis detallado."

Esto es lo que vio y registró: David Frost, por lo general, se sienta desalineado en el borde o el costado de su asiento, enfrentando a su invi­tado, la cabeza hacia adelante, con las cejas juntas o una sonrisa afable; sus ojos mantienen un contacto firme y claro mientras escucha. Sus movimientos varían con­siderablemente, según la parte del cuerpo de que se trate, la mayor o menor dimensión del gesto, su dirección y los planos espaciales que emplea. Las transiciones de una dirección a otra suelen ser abruptas y angulares; a veces se notan pequeñas fluctuaciones direccionales erráticas dentro de una secuencia prolongada, lo que da una sensación de torpeza o intranquilidad.

El movimiento de Frost es raramente sinuoso, len­to, leve o sostenido. Los acentos principales están dados por la intensidad, velocidad y fuerza y por una manera directa de encarar las cosas, ya sea mediante pequeños movimientos angulares de cabeza al anunciar una in­terrupción en el programa, o en sus variadas gesticula­ciones, acentuadas con rápidos cambios y enérgicos ademanes. En los movimientos de Frost, el esfuerzo fluye —variando constantemente entre libre o forzado—; en gran parte depende de la persona con quien se en­cuentra en ese momento. Algunas veces, se limita a movimientos mínimos y repetidos del antebrazo, mien­tras habla; otras, gesticula libremente con amplios mo­vimientos de todo el brazo.

Al recordar su estilo de movimiento, surgen varios ad­jetivos para calificarlo: espontáneo, variado, forzado, algunas veces torpe o errático, rápido al responder, sen­cillo, informal y emocionalmente interesado. El aspecto de Frost puede variar notablemente de una audición a otra; en tres sesiones sucesivas, con invitados distintos, el cambio en su movimiento fue realmente notable. Esto refirma mi impresión de que, obviamente, domina el programa y atento siempre al éxito de esas entrevistas, está también genuina y emocionalmente interesado en el diálogo.

El estilo de movimiento de Dick Cavett es totalmente distinto. Se sienta derecho, abierto y ligeramente hacia atrás, aparece orientado hacia su invitado, la audiencia y la cámara, todo a un mismo tiempo. Su estilo es muy claro, preciso y limpio, es decir, se nota mayor énfasis en los aspectos espaciales que en la intensidad del es­fuerzo realizado. El esfuerzo parece fluir de manera pareja y controlada con direcciones siempre definidas. Por ejemplo: de una posición muy erguida que mantiene por largo rato, pasa a gesticular hacia los costados con un movimiento rápido y natural, de tal manera que mientras se mantiene parejo y preciso en un gran plano espacial, su torso puede moverse como una unidad, sin torcerse o doblarse a la altura de la cintura.

 

Cavett posee rapidez, es directo y tiene fuerza y cla­ridad; pero esta dinámica se nota rara vez y tiene menos variaciones que Frost en lo que respecta a las partes de su cuerpo que hace intervenir en la secuencia direccional. Cavett no varía tanto de un interlocutor a otro como lo hace Frost, pero al igual que éste, es rápido para contestar y muy sensible frente a su invitado. La im­presión que se obtiene por su movimiento es que se trata de una persona formal, algo tímida pero que, sin embargo, maneja su audición. Sensible en el control de sus propios sentimientos, pone toda su atención y capa­cidad para tratar de comprender intelectualmente a su entrevistado.

Al leer esté análisis, me di cuenta de que alguna vez había notado cierta torpeza en Frost y su interés total hacia sus interlocutores, como asimismo la sensibilidad de Cavett y su autocontrol, aunque no podría haber comenzado siquiera a explicar de dónde habían surgido mis impresiones.

El sistema "esfuerzo-forma" es tan nuevo en nuestro país que solamente existe un grupo de personas especialmente adiestradas para interpretarlo y todas se conocen entre sí. La más prominente es Irmgard Bartenieff, que originariamente estudió danza con Rudolph Laban en Alemania, cuando tenía sólo veinte años. Llegó a los Estados Unidos en 1937, pero en la década del cincuenta realizó varios viajes a Europa para efectuar consultas con Laban y Warren Lamb, cuando comenzó a tomar forma este sistema.

La señora Bartenieff es una de esas personas sobre las cuales suelen tejerse leyendas. Es pequeña, con un cuerpo flexible de bailarina que podría dar envidia a una joven de diecinueve años y posee una especie de don sobrenatural para interpretar los movimientos del cuerpo. Causó sensación entre los psiquiatras del Colegio de Medicina Albert Einstein, cuando un grupo de ellos observaba una sesión de terapia familiar a través de una pantalla de visión unidireccional. En esa oportunidad se descompuso el sistema de sonido, por lo que los psiquiatras se fueron retirando, uno a uno, a discutir la sesión en otro local. La señora Bartenieff se quedó observando. Cuando finalmente se volvió a reunir el grupo, uno de los psiquiatras le preguntó qué había visto. Realizó una narración tan perfecta de todo lo sucedido que dejó a los miembros del grupo asombrados e impresionados.

El episodio que más recuerdo, sin embargo —narra la señorita Davis— fue algo que sucedió durante mi entrena­miento con ella. Estábamos detrás del visor cuando se des­compuso el equipo sonoro. Observábamos una sesión de terapia de grupo cuando irrumpió una joven muy compuesta y vivaracha que comenzó a conversar inmediatamente. Yo la observé durante unos quince minutos y comencé a sen­tirme totalmente frustrada. Noté algo raro en el movimiento de la joven pero no lograba descifrar exactamente su signifi­cado. Era como si no existieran los términos adecuados para hacerlo. Mientras tanto, Irmgard escribía incansablemente y luego de un rato dijo, como para sí:

"Muy interesante. Nunca vi algo semejante antes. Esta mujer está sumamente deprimida."

Yo dije:   "¿Deprimida? Parece una  pila..."

"Oh, no; tiene intenciones suicidas..."

Pocos minutos después retornó el sonido y logramos escuchar lo que sucedía. Efectivamente, la joven estaba hablando de  envenenarse.   Realmente fue  una  experiencia  espeluz­nante.

Luego la señora Bartenieff me explicó qué era lo que resultaba tan peculiar en el movimiento de la joven. Iniciaba un movimiento con la velocidad del rayo —lo que de por sí es poco común— y luego se transformaba en algo constreñido y directo. En cierto sentido, era como si el impulso del movimiento fuera estrangulado; como si ella misma matara su propio impulso. Este esquema es muy poco frecuente. La señorita Davis no ha vuelto a verlo desde aquella vez. Recuerda también que las enfermeras de la sala solían quejarse de que la cercanía de esta paciente, extraña­mente vivaz y movediza, las hacía sentir incómodas; pero nunca pudieron definir qué era lo que les molestaba de ella.

La señora Bartenieff preside ahora el Programa del Sistema "esfuerzo-forma" en el "Centro de Notaciones de la Danza" en Nueva York, organización fundada hace aproximadamente treinta años con el propósito de enseñar y difundir la Labanotation y de mantener un registro sobre los distintos pasos de danza. Los estudiantes que ahora concurren a aprender "esfuerzo-forma" incluyen bailarines, especialistas en terapia a través de la danza, antropólogos, psicólogos y psiquiatras. Pero el sistema "esfuerzo-forma" surgió de la danza y es a través de ella que está realizando algunas de las contribu­ciones más interesantes a la antropología y la psicología. En estos últimos años, la señora Bartenieff está dedicada al estu­dio de la coreometría, un análisis antropológico de los dis­tintos estilos de danza folklórica a través del mundo. Esto es parte de un experimento que lleva a cabo un experto en folklore llamado Alan Lomax.

La señora Bartenieff y un colega de "esfuerzo-forma", Forrestine Paulay, habían programado la utilización de la Labanotation para analizar las danzas folklóricas filmadas de distintas culturas. No obstante, el sistema "esfuerzo-forma" fue seleccionado para registrar las variaciones individuales en el estilo de movimiento; ambos investigadores coincidieron en afirmar que cuanto mayor es la diferencia entre dos culturas, mayor será la oscuridad por la masa de detalles que las envuelve. Con la colaboración de Lomax, expe­rimentaron y diseñaron un nuevo sistema de registro que denominaron "coreometría", basado enteramente en el siste­ma "esfuerzo-forma", pero que puede emplearse también so­bre una base cultural para codificar la danza y el estilo de movimiento.

La gente siempre ha percibido las diferencias de movimien­tos entre las distintas culturas. Para cualquiera que haya visto películas sobre el tema, resultará fácil advertir la dife­rencia existente entre los movimientos geométricos, enérgicos y violentos de los bailes de los esquimales y los movimientos ondulantes de los habitantes de las islas de Samoa, que hacen vibrar sus cuerpos desde la cintura y efectúan gestos curvos y sinuosos con las manos, brazos y hombros. Pero mediante la coreometría, es posible reemplazar una impresión general por una descripción objetiva de los rasgos de movimiento que merecen ser observados.

Lo que descubrieron los especialistas en coreometría, es que existe una íntima relación entre el estilo de la danza y los movimientos más comunes de la vida diaria. Los mo­vimientos que parecían representados en la danza son los que resultan tan familiares, tan aceptados o tan importantes para la comunidad, que para todas las personas es un placer contemplarlos e imitarlos. Entre los esquimales, por ejem­plo, los más grandes cazadores bailarán, uno tras otro, ante la tribu reunida. Parados, con sus pies separados, con un tambor en la mano izquierda, los palillos en la derecha, ba­jarán esa mano diagonalmente con respecto al cuerpo hasta golpear en el tambor. Los esquimales adoptan esta misma postura rústica en la caza de focas o en la caza del salmón; arrojan su lanza o arpón con el mismo gesto violento que cruza su cuerpo en una acción similar a la danza.

 

Después de analizar numerosas películas, el equipo inves­tigador descubrió que, en realidad, podría dividirse el mundo en dos sectores: uno integrado por todas las culturas que mueven el torso como una unidad compacta y el otro que las hacen como si fueran distintas unidades.

Comparemos las danzas desafiantes y enfáticas de los indios norteamericanos con la danza del vientre o de la hula-hula hawaiana. La unidad del torso predomina entre los indios americanos y los habitantes de Eurasia; la actitud articulada está centrada en el África, con extensiones a través de la India y la Polinesia.

En el libro titulado Folk Song, Siyle and Culture de Lomax, el equipo de éste describe el estilo ondulante y sinuo­so de la danza africana y los gestos que imitan, recuerdan y enfatizan el acto sexual, especialmente en la parte que corresponde a las mujeres. Por esta razón, parece correr a través de toda la vida del África una abierta actitud eró­tica, constante y agradable, que calienta como el mismo sol.

El libro señala que en el África la vida siempre ha depen­dido de una alta tasa de natalidad, de familias grandes, grandes grupos de labradores, incluidas las mujeres, y de la poligamia. Para los indios de América, una tasa de nata­lidad elevada hubiera representado simplemente más bocas que alimentar, de manera que la actitud femenina pélvica y la representación de la fertilidad, no formaban parte del repertorio de movimientos.

El sistema "esfuerzo-forma" ha tenido ciertos aspectos inte­resantes en el estudio del desarrollo de los niños. Antes que la señora Bartenieff se dedicara a la coreometría, trabajó con la doctora Judith Kestenberg, pedíatra especializada en psiquiatría, en el análisis del movimiento de bebés recién nacidos. Observando a veinte criaturas durante sus primeros cinco días de vida, descubrieron que cada una de ellas tenía su propio estilo de movimiento, que se reflejaba en esquemas de esfuerzo y el fluir del movimiento. Esto es lo que el lego observa al notar que algunos bebés son muy acti­vos, mientras otros parecen indiferentes o tranquilos.

La doctora Kestenberg fue entrenada con Warren Lamb y Marión North en Inglaterra y por la señora Bartenieff durante los años de mutuo intercambio. Su interés espe­cial reside en los niños; ha efectuado estudios sobre el desa­rrollo, desde el nacimiento hasta los once años y posee pruebas de que los esquemas de esfuerzo-movimiento son gené­ticos, están relacionados con el temperamento y se mantienen relativamente invariables a través de los años. Ha diseñado una forma de registrar los continuos cambios en el fluir del esfuerzo en una curva y cree también que a medida que el niño se desarrolla, predomina en su movimiento un ritmo especial que depende en cierta forma de las distintas fases psicosexuales del desarrollo descriptas por Freud —oral, anal, fálica y genital— ritmos que pueden extraerse de las curvas del fluir del esfuerzo.

En términos de la teoría del psicoanálisis sin embargo, "esfuerzo-forma" está menos relacionado con el trabajo de Freud que con el de Wilhelm Reich y más recientemente el de Alexander Lowen, pues estos dos investigadores han reco­nocido que los problemas psicológicos suelen reflejarse a menudo en las características físicas. Reich, refiriéndose a expresiones faciales, áreas de tensión del cuerpo y patrones de intranquilidad, vio en todas ellas una manera de reflejar emociones, formando parte de la "armadura del carácter"; la tensión constante en el cuello puede provenir del miedo a ser atacado por la espalda; la tensión en la boca, la gar­ganta y el cuello podrá derivar de una negativa a llorar; una pelvis sostenida en forma rígida puede haber comenzado en un deseo de refrenar sensaciones sexuales. Reich primero y Lowen después, concentraron su interés en diferentes áreas de tensión del cuerpo y las formas de tratarlas, así como los problemas psicológicos que las acompañan. A pesar de que el sistema "esfuerzo-forma" no hace inferencias psi­cológicas de lo que analiza, describe en cambio el movi­miento y la rigidez.

El sistema "esfuerzo-forma" está siendo reconocido por los especialistas en cinesis, con quienes Martha Davis ha reali­zado trabajos, comparando métodos e interpretaciones. De­bido a que el centro focal de cada disciplina es tan distinto —uno acerca del fluir del movimiento individual y el otro sobre el vocabulario no-verbal— ha resultado un contraste muy interesante. Cuando la señorita Davis y un especialista en cinesis observan una película al mismo tiempo, ella verá las cosas de manera más constante; registra un estilo, una manera recurrente de actuar y reaccionar, mientras que el otro observará la repetición de gestos que sirven como seña­les de interacción.

En una ocasión, la señorita Davis se reunió con Albert Scheflen y otros especialistas, para observar una película sobre una sesión de terapia familiar. En varias oportunidades, Scheflen señaló actitudes de galanteo —las palmas hacia afuera —por parte de una de las mujeres de la película. Pero para la señorita Davis no había nada seductor en los movimientos de la misma, se la veía tensa, constreñida, casi torturada. El terapeuta que había sido filmado con la fa­milia estaba allí por casualidad y confirmó que la mujer más bien parecía tensa que seductora. Resultaba claro que de la misma manera que un hombre puede modificar el sig­nificado de las palabras "te quiero", por él tono de voz en que la modula, en la mujer de la película el impacto de la conducta de galanteo aparente estaba modificado por la ma­nera en que lo hacía.

Le pregunté a la señorita Davis si creía que es posible fingir la cualidad de movimientos; Warren Lamb, por ejem­plo, ha notado que un movimiento parece forzado y poco espontáneo si sólo es gesticulatorio y no postural. Cuando una persona que habla en público mueve sus manos de ma­nera cuidadosa y convencional, mediante gestos ensayados de antemano, parece poco natural y probablemente no des­pertará interés. Por lo tanto, yo me había preguntado si habría una manera de aprender a controlar la cualidad de movimientos. Pero aparentemente, es tan complejo, que la señorita Davis considera que sería muy difícil orquestar una falsa imagen.

"Sería como el problema del ciempiés —dijo— si en alguna oportunidad empezara a pensar cuál pata debe mover pri­mero, terminaría totalmente paralizado."

 

EL ORDEN PÚBLICO

Cuando un hombre camina por las calles de una ciudad a la luz del día, presume que nadie lo atacará o le impedirá el paso.  Durante una conversación normal, no pensará tampoco que su interlocutor lo insultará, lo engañará, intentará tratarlo de manera autoritaria o simplemente le hará una escena.   A través de la conducta no-verbal, los individuos advierten, unos a otros, que pueden confiarse mutuamente de la misma manera que entre los monos y otros primates, un animal le da a entender a otro que no tiene malas intencio­nes.   No obstante siempre está presente la posibilidad de una amenaza, puesto que dependemos en gran parte del com­portamiento correcto de los demás.  Leyendo a Erving Goffman se llega a comprender cuan vulnerable es el ser humano.

Goffman, profesor de sociología en la Universidad de Pensilvania constituye con frecuencia el punto de partida de la investigación acerca de la comunicación. En cierta forma él nos proporciona el marco y otros completan el patrón de comportamiento. Aunque Goffman es un agudo observador de los pequeños detalles, va más allá y se ocupa de las accio­nes conscientes o inconscientes sobre las que todos nosotros basamos nuestro diario vivir.

Goffman no posee un laboratorio. Lo reemplaza por un sistema de fichas. Cuando escribe, reúne datos que ha leído, partes de novelas, recortes de diarios, párrafos de libros sobre etiqueta y los conocimientos que adquirió durante el año que pasó estudiando la estructura social de una institución men­tal. A todo esto agrega sus propias observaciones sistemáticas realizadas en distintas situaciones sociales, desde cocktails hasta reuniones públicas. Los resultados de sus observaciones están resumidos en sus libros sobre "interacción cara a cara", redactados en prosa clara y concisa.

En los últimos años el profesor Goffman ha volcado su atención hacia el orden público, campo de estudio de inne­gable importancia en una era en que es alterado con tanta frecuencia. Anteriormente, los estudiosos de la sociología lo consideraban desde una perspectiva totalmente distinta y haciendo hincapié en la alteración del mismo. Existe gran cantidad de literatura sobre revueltas y otras formas de alte­ración colectiva del orden. El enfoque de Goffman consiste en observar el comportamiento normal, para luego analizar las reglas a aplicar.

Goffman señala que las reglas que rigen la conducta de los hombres entre sí, parecen desarrollar universalmente sus propias normas. Existen normas para comportarse en una calle muy concurrida; sobre dónde ubicarse en un ascensor a medio llenar; acerca del momento apropiado para dirigirse a un desconocido. Por lo general, no es mucho lo que puede ganarse burlando las reglas preestablecidas y por lo tanto la gente confía hasta tal punto en los demás, que dichas reglas pasan a convertirse en presunciones semiconscientes. Resultará más fácil comprender por qué mucha gente se siente muy molesta si se trasgreden ciertas normas públicas de conducta, si primero observamos de cuáles se trata.

Si tomamos, por ejemplo, la forma de vestirse, veremos que es un asunto de elección personal. Vestirnos como se supone que debemos hacerlo, es una manera de expresar nues­tro respeto por una situación social existente y las personas que la integran. La manera de vestir puede alienar o per­suadir. En la costa oeste de los Estados Unidos, media docena de estudiantes de psicología fueron a cometer pequeños robos en las tiendas para hacer un estudio sobre la importancia de la indumentaria. Mientras estaban correctamente vesti­dos —con traje, camisa y corbata— los otros parroquianos no se fijaban en ellos o trataban de mirar hacia otro lado. Por el contrario, cuando iban vestidos como hippies, los miraban en forma sospechosa en todas partes.

Los hombres siempre han aprovechado su vestimenta y apariencia para expresar el significado de su situación per­sonal. En el siglo pasado, la vestimenta de un hombre revelaba su status, su ubicación en la jerarquía social, mientras que para la mujer, servía a un doble propósito, como procedimien­to de seducción. Los hippies han empleado el mismo método para significar su rechazo a participar en el juego del status. Su manera de vestir reflejaba al mismo tiempo lo que eran y lo que no eran; servía simultáneamente como medio de reconocimiento y como desprecio disimulado a la sociedad que rechazaban. Tomando la forma de vestir que es uno de los medios disponibles de demostrar respeto, lo emplearon para expresar su desafío al mismo. Los que Goffman llama los "revolucionarios del decoro" emplean el mismo idioma básico que los más respetuosos miembros del conjunto de trepadores de la pirámide social, pero lo emplean de modo inverso, al estilo de Alicia en el País de las Maravillas.

De la misma manera que los hippies invierten algunas re­glas del orden, los extremistas subvierten otras.

"Lo que sucede en la confrontación política —escribe Goff­man— es que una persona, en presencia de otra, se niega intencionalmente a mantener una o más de las reglas funda­mentales del orden. Los enfermos mentales, emplean la misma estrategia por razones diferentes."

 

Goffman utiliza con frecuencia sus conocimientos sobre enfermos mentales a manera de espejo para reflejar el mun­do normal. En las trasgresiones que efectúan los enfermos mentales, podemos ver lo que normalmente esperamos unos de otros. Los síntomas mentales nos indican con frecuencia que una persona no está preparada para guardar su posición. Goffman lo explica así:

En un hospital, los pacientes al conversar efectuarán preguntas mucho más cándidas, delicadas y personales que el resto de la gente, salvo un analista. Con fre­cuencia, no contestarán cuando se les formula una pre­gunta. Aparecerán exquisitamente desaliñados en su arreglo personal o parcos en su manera de actuar o interrumpirán una conversación.  Todas éstas son estra­tagemas destinadas a romper las reglas del orden.

Los grupos extremistas, ya sean negros, estudiantes o fe­ministas, atacan de manera similar las reglas del orden es­tablecido y demuestran su rechazo a reconocer su "ubica­ción", al ocupar un edificio público, empuñar un micrófono durante un acto popular, dirigirse a un decano o un político, llamándolo por su nombre de pila o empleando muchas otras técnicas más mundanas e ingeniosas.

Estos enfrentamientos han comenzado a ser muy comunes en los últimos años, aun dentro de los casi sacrosantos re­cintos de la Corte de Justicia. Dwight Macdonald en su introducción a The Tales of Hoffman —transcripción editada del juicio de los siete de Chicago— señaló que cuando los Wobblies fueron sometidos a juicio en el año 1918, aceptaron las reglas imperantes en el Juzgado como si fueran parte de los valores y el estilo de vida imperante en él, a pesar de que eran todos anarquistas "tan hábiles e ingeniosos en cuanto a todo lo que atenta contra las reglas de la convivencia pací­fica fuera del Juzgado, como sus descendientes lineales di­rectos los SDS de Tom Hayden y los Yippies de Abbie Hoffman". Los Wobblies no tenían mayores ilusiones cívi­cas, pero como la mayoría de los extremistas, hasta los grupos más recientes separaban claramente su forma de compor­tamiento en público, de su conducta personal. En con­traste, los defensores en el Juicio de Chicago, constante­mente y de manera imprevista, desafiaban a la Corte. Con­testaban de mala manera; sus abogados hacían hincapié sobre el momento en que podían o debían ir al baño; pidieron permiso para ofrecer una torta de cumpleaños a Bobby Seale durante el juicio en la corte misma y Abbie Hoffman y Jerry Rubín llegaron al colmo de presentarse un día vestidos con togas judiciales. En general, se negaban a comportarse co­rrectamente como correspondía a la situación.

La mayor parte de los acusados, no obstante, se compor­taban por lo general con paciencia y sobriedad, cooperando de buen grado con el sistema que se proponía castigarlos. La estructura de poder casi siempre se yergue sobre una especie de pacto; los subordinados aceptan ciertas limitacio­nes, algunas reglas que en realidad ellos mismos tendrían capacidad de alterar. Lo que parece haber sucedido en nuestros días, es que los grupos extremistas se han dado cuenta hasta qué punto ellos mismos son el sostén de la estructura de poder. Sin embargo, Goffman nos advierte que:

"No nos estamos refiriendo a la alteración del orden pú­blico; estamos hablando de un método estratégico y en al­gunos niveles sería más explicable surgiendo de un análisis de la vida de Emily Post, que de la de Lenin o Marx. Du­rante la depresión, se notaron marcadas señales de rebelión contra las instituciones, especialmente reacciones alienantes y a mi entender, en algunos aspectos, mucho más profundas que las reacciones de nuestros días; pero por lo que yo sé, nunca tomó las formas del presente. Usted podría disparar un tiro contra alguien durante una huelga y aun así hacerlo sin quebrar ciertas normas básicas, por ejemplo, la que se refieren a la indumentaria o las relaciones con el sexo.

"Puede ser que la sociedad no haya experimentado un cambio profundo. Puede ser que sólo sea superficial. Pero lo que sí hemos aprendido, es que lo que antes se conside­raba esencial para el orden, en realidad no lo es. La gente sobrevive igual."

 

Uno de los problemas más obvios de la ruptura del orden es la territorialidad.   Goffman ha explorado recientemente los "territorios del yo", que incluyen más que lo que Edward Hall consideraba la "burbuja personal".  Los territorios que interesan especialmente a Goffman son los egocéntricos:  a cualquier parte donde vaya una persona, los llevará con él. Incluyen ciertos derechos que cree poseer, como el derecho a  no ser tocado o incluido en la conversación de un desconocido y el derecho a la información privada, que en parte se refiere a preguntas que supone que no le harán.   El norteamericano medio, por ejemplo, consideraría insultante que un recién llegado le preguntara cuánto gana, a pesar de que en otras culturas se la considera una pregunta perfectamente aceptable.   Tampoco aceptaría preguntas relacionadas con su vida sexual. Se enojaría si alguien trata de leer su correspondencia, revisar su billetera o hurgar en su vida privada. La necesidad de intimidad en lo informativo se extiende a su aspecto y ciertos detalles de su comportamiento, puesto que también considera tener derecho a que no se le mire fijamente.

Como siempre, cuando existen reglas de algún orden, tam­bién existen maneras de romperlas, de entrometerse; por in­vasión física del espacio de la otra persona, tocando lo que uno "no tiene derecho a tocar", mirando fijamente, haciendo más ruido de lo que se considera oportuno en determinado momento, efectuando acotaciones al margen —por ejemplo observaciones de un subordinado cuando su superior no se las ha pedido o un desconocido que se inmiscuye en una conversación.

Entre la clase media norteamericana hay muchas cosas que se consideran potencialmente ofensivas, como los olores corporales y el calor producido por el cuerpo. Los nortea­mericanos odian sentarse en una silla precalentada por al­guna otra persona o ponerse un saco prestado y encontrar que el forro mantiene algo del calor de quien lo tuvo puesto antes. Cualquier secreción producida por otra persona es considerada ofensiva, ya sea la saliva, la transpiración o la orina. Se dice, por supuesto, que estas secreciones contienen gérmenes; no obstante, esto puede ser el intento de dar una explicación lógica a una preocupación que no lo es, como puede ser la de incorporar al propio organismo sustancias ajenas a él. Por supuesto, nuestros sentimientos acerca de las propias secreciones tienen muy poco de lógicos. Como señalara una vez Cordón Allport, sentimos que es muy di­ferente que una persona trague directamente su propia sa­liva, que si primero la pone en un vaso y luego bebe de él. Imaginemos asimismo la diferencia entre chuparnos un dedo cuando nos producimos una pequeña herida o chupar la sangre del vendaje que cubre luego la misma herida. Las secreciones corporales, una vez que se producen, se trans­forman en algo extraño que causa contaminación, aun para la misma persona que las produjo.

No sólo existen maneras de inmiscuirse en la vida de otra persona en público, sino que también hay formas de perturbar la propia intimidad, por exhibicionismo o por mostrar demasiado a las claras la vida íntima. El hombre que tenga el cierre del pantalón abierto, la mujer que se sienta con las
piernas demasiado separadas, el borracho, la persona que llore frente a desconocidos o que confía sus secretos a cualquier persona, todos ellos incurren en el delito de autointromisión. Son acciones tan intolerables de observar como de realizar.

Siempre ocurren en la vida pública ciertas cosas que nos dan la impresión de que se ha producido una intromisión de alguna especie. Hay una considerable proporción de ritos cotidianos por los que debemos pasar para cambiar di­cha impresión. Cuando tropezamos con otra persona, le pedimos disculpas; si somos sorprendidos mirando fijamente a alguien, nos apresuramos a mirar hacia otro lado. En casos de intromisión en el propio yo, se espera que el espectador juegue su papel. Se supone que uno no debiera darse cuenta cuando otra persona se mete el dedo en la nariz o cuando se le corre el cierre. Al ser oyente involuntario de alguna conversación, se espera también que uno se comporte como si fuera sordo. Resulta bastante común oír una conversación ajena en público, sin querer; pero cuando esto sucede la gente tratará invariablemente de disimular el hecho de que están escuchando. Imaginémonos lo que sucedería si el oyente involuntario dirigiera inocentemente su atención hacia la conversación y participara en ella.

 

Existe una situación en la que los territorios del yo son invadidos de manera sistemática y deliberada: se produce durante las sesiones de terapia de grupo. Los participantes son alentados a mirarse fijamente entre sí; tocarse, pregun­tar —y contestar— asuntos de carácter íntimo y compartir sus emociones sinceras, especialmente las que no son aceptables socialmente. La mayoría de estos comportamientos se dan por sentados entre amantes o aún, hasta cierto punto, entre buenos amigos. Durante una sesión de terapia de grupo, sin embargo, son individuos totalmente desconocidos los que comparten la intimidad, aparentemente con la esperanza de que se producirá, aunque sea temporariamente, una relación que resulte efectiva.

Goffman señaló en un libro llamado Interaction Ritual, que todos poseemos una máscara —el rostro— que es la que presentamos al mundo. Cuando lo consideramos necesario, tratamos de "salvar la cara", para mantener la impresión de que somos capaces y fuertes, tratando de no aparecer como tontos. Nos preocupa mantener no sólo nuestra propia ima­gen, sino la de otros. Esto significa que, por lo general, el papel elegido por cada miembro de un grupo es aceptado por el resto del mismo. Si, por ejemplo, una pareja que se halla separada se encuentra imprevistamente en una reunión y quieren hacer creer a los demás que su separación fue "adulta", de común acuerdo —aunque no haya sido así— el resto de la concurrencia cooperará, con gran alivio, en hacer que parezca así. Si una persona da un faux pas, el equilibrio de todos los concurrentes tambaleará simultáneamente y de­berá ser restablecido.

La gente coopera frecuentemente con la acción de ayudar a alguien que está en apuros de las maneras más extrañas y sutiles. Esto llega a su punto máximo cuando se trata de "salvar la cara" en la relación entre dos personas. Goffman ha observado que en el comienzo de una relación, especial­mente si se trata de diferentes sexos, ambos individuos deben demostrar que no son fáciles de conquistar. Al mismo tiem­po, deberán continuar desarrollando la relación mediante señales, pero que no sean demasiado obvias. Estas señales le indicarán al interlocutor lo que sucederá más adelante, de manera que como subproducto también pueda "salvar la cara" llegado el momento. Durante el galanteo, el individuo no querrá verse rechazado abiertamente, ni encontrarse en situación de tener que rechazar abiertamente a la otra per­sona.

En estas circunstancias, el "proceso de indicación gestual" puede adquirir gran significado. Por ejemplo, si un hombre trata de tomar la mano de una mujer, ella podrá permitírselo por un breve lapso; pero si no quiere animarlo a que lo siga haciendo, mantendrá su mano completamente inerte; hará como si no hubiera notado que se la ha tomado —general­mente comenzará a hablar de algún tema muy intelectual— y en la primera oportunidad se librará de la opresión de su mano, sin darle al hecho ninguna importancia o con el pretexto de alcanzar algún objeto o de arreglarse el cabello. El hombre —por lo menos la mayoría de ellos— recibirá el mensaje. De esta manera, la tentativa habrá sido rechazada firmemente, sin haber pronunciado palabra alguna sobre el tema.

Goffman señala que tomarse de la mano en público en nuestra cultura representa una señal muy específica, casi siempre de relación sexual, con excepción de los casos en que los involucrados son niños pequeños. A partir de la adolescencia, sólo nos tomamos de la mano con alguien perte­neciente al sexo opuesto y sólo en casos en que la atracción sexual es, por lo menos, una posibilidad latente. Mediante este pequeño gesto cada persona confía parte de su propio yo a la otra y al mismo tiempo demuestra a quienquiera que esté presente que lo ha hecho así. De esta manera, una pa­reja de homosexuales podrá desafiar abiertamente al mundo por el solo hecho de tomarse de la mano en público. La connotación sexual también trae limitaciones acerca de la utilidad del comportamiento. Si dos hombres, por ejemplo, están tratando de mantenerse juntos en una aglomeración no podrán tomarse de la mano, aun cuando este gesto sería perfectamente obvio y natural.

En otras situaciones públicas, las acciones de los hombres y las mujeres se ven limitadas por las expectaciones de la sociedad.   Solemos definir a los hombres como seres crónica y casi obligatoriamente interesados en las chicas jóvenes y esperamos que lo demuestren.   Las mujeres, a pesar de que están autorizadas a notar estas señales, deben responder negativamente.

 

Una clara ilustración de este ejemplo, la ofrece esta escena cotidiana: el hombre que silba al ver pasar a una muchacha. Ésta podrá reaccionar de diversas maneras. Ignorarlo por completo; darse vuelta y efectuar algún comentario amistoso o enojada o podrá sonreír siguiendo imperturbable su ca­mino. Este último procedimiento representa una pequeña apertura en las barreras de la comunicación pero será pe­queña mientras la chica siga su camino. Si se detuviera, se diera vuelta y sonriera, el hombre se vería desconcertado, pues entonces estaría obligado a efectuar algún otro comentario o se sentiría un tonto. Yo conozco algunas feministas a las que les disgusta que les silben; por ello adoptan esta acti­tud —con una expresión de ironía en su postura o en la expresión del rostro— y me han dicho que les brinda muy buenos resultados.

Algunas veces, cuando una situación nos presenta bajo una faz poco favorecedora, para "salvar la cara" tratamos de lograr una corrección mediante palabras o gestos. Cuando se trata de una situación de menor importancia que se produce en público de tal manera que resulte imposible dis­culparse ante cualquiera de los desconocidos presentes, será frecuente que empleemos un gesto amplio, consciente, que Goffrnan denomina "brillo corporal".

Si un hombre está hojeando una revista sexy en un nego­cio, lo hará de manera rápida para que si alguien lo ve, piense que está buscando en ella determinado artículo. Si una persona encuentra un paquete en la silla que pensaba ocupar, demostrará que no tiene especial interés en él, mo­viéndolo tocando solamente los bordes, de manera ligera. Un hombre que, al entrar en una habitación que presumía desocupada, se encuentra con que en ella se está realizando una reunión, podrá, casi con seguridad, realizar un gesto de retracción con el rostro y la parte superior de su cuerpo, al mismo tiempo que se retirará en silencio, cerrando con cui­dado la puerta tras de sí. Como diría Goffman "el hombre se retirará con el rostro y la parte superior del cuerpo en puntillas". Si un hombre está recostado contra una pared, ocupando parte de la vereda con su cuerpo, al acercarse otra persona es muy probable que se retraiga sobre sí mismo efec­tuando lo que se llama un "repliegue del recostado". Este movimiento podrá ser muy sutil e imperceptible pero lo hará para indicar que desea dejar lugar de paso o por lo menos que ésa es su intención.

Lo que se demuestra con todo esto es que nadie está realmente solo en medio de una aglomeración; tampoco se es­tará moviendo mecánicamente de un lugar a otro. Siempre que está en público, constante y deliberadamente estará tra­tando de demostrar que es una persona de buen carácter. A pesar de que parezca totalmente indiferente hacia los que lo rodean, potencialmente serán su público y él será el actor en cuanto surja una situación que así lo exija.

 

EL ARTE DE CONVERSAR

El lenguaje, por sobre todas las otras diferencias, es lo que separa al hombre del resto de los animales.   Sin él, la cultura, la historia —casi todo aquello que hace del hombre lo que es— serían imposibles. En la conversación frente a frente, sin embargo, el lenguaje se desarrolla en un marco de comunicación no-verbal que es parte indispensable del mensaje. Esto debería resultar obvio; algunos científicos han llegado a afirmar que el lenguaje hablado sería imposible sin los elementos no-verbales.

Tal aseveración parece algo arriesgada en esta era de telé­fonos y máquinas de enseñar. Evidentemente, se puede in­tercambiar información con otra persona sin verla; efectuar citas por teléfono, transmitir noticias y lograr muchos otros objetivos. Pero esta comunicación queda seriamente limita­da. Una breve consideración sobre el papel que juegan los ingredientes no verbales en la conversación, debería dejar bien aclaradas todas las dudas que el lector pueda tener acerca de cómo se complementan los diferentes elementos de la comunicación.

Toda relación cara a cara, con excepción tal vez de las más fugaces, tiende a lograr su propio equilibrio. Algunos puntos como el status de cada uno de los interlocutores, el grado de intimidad que piensan lograr, el papel que jugará cada uno en la conversación y los temas que abordarán, se van eslabonando hasta llegar a un entendimiento mutuo y sobreentendido. Con frecuencia, la selección se realiza aun antes que los individuos se encuentren, de manera que cuando lo hacen, ya conocen sus respectivas posiciones. Si un hombre se encuentra con su cuñado en la calle, por lo ge­neral no será necesario renegociar esa relación. Una mujer no mantendrá el mismo tipo de conversación con el cartero que con su madre y en cada caso, la situación —papel que corresponde a cada uno— está perfectamente definida de antemano.

Sin embargo, algunas veces, se logra un nuevo equilibrio a través de negociaciones no-verbales sutiles que se producen durante los primeros segundos del encuentro. Dice Ray Bird-whistell, que en la mayoría de los casos, los primeros quince a cuarenta segundos son definitorios; es decir, representan una afirmación de una relación preexistente o una nego­ciación. Un científico que examine estos primeros segundos de un encuentro podrá emplearlos para predecir la forma en que se relacionarán los participantes entre sí durante el resto del encuentro. Algunas veces se produce una especie de reajuste de la relación pero esto no es lo común.

Uno de los puntos más importantes que se definen en los primeros segundos de un encuentro es el relativo al status de cada uno.   Los científicos especializados en ciencias so­ciales  que  saben exactamente cuáles  son  los  detalles  que deben observarse, podrán identificar fácilmente a la persona que ejercerá predominio en  el grupo.   El  "individuo  alfa" —término etológico para el líder del grupo— habla más y con mayor frecuencia e interrumpirá la conversación más a menudo.   El resto de los presentes parece mirarlo más que a los demás y sus gestos serán más vigorosos y llenos de vida.   En  negociaciones de  predominio probablemente  adoptará una actitud relajada, con la cabeza levantada y una expresión seria; otros demostrarán sumisión al bajar la cabeza y sonreír como tratando de apaciguar los ánimos.   "Alfa" también tratará de demostrar su predominio haciéndole bajar la mirada a otra persona; en general, tendrá más espacio ocular y su "burbuja" personal será mayor.

La forma más efectiva de afirmar el predominio es la no-verbal. Esto ha sido demostrado por científicos mediante un experimento empleando video-tapes. Para comenzar, se filmó a un grupo de personas leyendo tres mensajes diferentes. El contenido del primero era autoritario; el segundo parecía pedir disculpas y el tercero era neutral. También variaba sistemáticamente la manera de entregar los mensajes. El comportamiento no-verbal variaba y era según los casos do­minante, subordinado o neutral o no comprometido. Cuan­do se le pidió a ciertos árbitros que calificaran cada una de las grabaciones en una escala de inferior a superior, de amis­tosa a hostil, se descubrió que la forma en que se difundió el mensaje, la variable no-verbal que lo acompañaba, tenía mayor impacto que el contenido del mensaje en sí; más aun, cuando el mensaje fue transmitido en forma autoritaria, el contenido pasaba a ser irrelevante.

 

De la misma manera en que se negocia el predominio o simplemente se lo afirma, se establece un nivel de intimidad mutuo.   Éste es afectado, por supuesto,  por el status —el cadete  no podrá hablar en  iguales  términos que  el vice­presidente de la empresa— y también por el hecho de que los interlocutores sientan o no una mutua simpatía.   Las pautas de comportamiento que se utilizan para expresar o negociar la intimidad, son las que emplean las personas para hacer saber a las demás si son de su agrado o no.  Esto rara vez se realiza en lenguaje hablado.  Dos personas indican una circunstancia de mutuo agrado por la mera adopción de posturas iguales; parándose una cerca de la otra; enfrentán­dose claramente cara a cara;  mirándose con frecuencia y con una expresión de especial interés; moviéndose en un alto grado de sincronía; recostándose una hacia la otra; rozándose o por el tono de la voz.   Algunas de éstas son maneras de indicar asimismo cuándo una persona está prestando aten­ción.  Lo que las transforma en un índice de intimidad, es una cuestión de intensidad y el contexto en que se dan. Con excepción de casos de apasionado romance, rara vez se em­plea toda la gama de señales de intimidad al mismo tiempo. Dos psicólogos ingleses, Michael Argyle y J. Dean han suge­rido que existe una especie de ecuación de intimidad donde el nivel es igual a la función de todas las pautas de compor­tamiento —proximidad, contacto visual, sonrisa, tópicos per­sonales de conversación, etc.— tomados al mismo tiempo.  Si se varía uno de los componentes, habrá que compensar los cambios, manteniendo los otros al mismo nivel. Por ejemplo, si se requiere de dos personas que no tienen un cierto grado de intimidad, que se sientan cómodas al estar juntas de pie, por lo general deberá evitarse el contacto visual así como la sonrisa.  Ésta es una de las razones por las que se puede ase­verar que ninguna pauta de comportamiento tiene un sig­nificado único e invariable.  El mero hecho de estar parados uno junto a otro puede representar una cantidad de cosas y su significación podrá ser refrendada o aun contradicha por otros comportamientos corporales.   Para descifrarlo se debe­rá tomar toda la ecuación en su conjunto.

Las  emociones  también  se   transmiten  o  comparten  en gran medida en forma no-verbal.   En sus gestos laxos un individuo dejará entrever su  total  abatimiento;  de  igual manera otro dejará traslucir su miedo a través de su cuerpo tenso.  Teóricamente, no es absolutamente necesario el equilibrio emocional en una relación; sin embargo, la conversación se hace bastante difícil sin la presencia de éste.  Tratemos de imaginar un encuentro entre un individuo que sufre la pérdida de un ser querido y otro que acaba de ganarse la lotería y comprenderemos el significado de lo dicho en el párrafo anterior.   Las emociones son contagiosas y si se les da un cierto lapso para asimilarlas, cada uno de los parti­cipantes comenzará a absorber algo de la coloración emocional del otro.

Las señales no-verbales definen los papeles que le tocará jugar a cada uno. Tratamos a las personas de manera distinta, según su sexo, edad y clase social; también nos com­portamos de acuerdo a lo que se espera de nosotros y de nuestro papel en la vida.  Algunas personas desempeñan el suyo de manera obsesiva y nunca varían su comportamiento, independientemente de la situación que les toca vivir.   Hay mujeres que constantemente parecen cortejar a los hombres o, para emplear uno de los clásicos ejemplos de Birdwhistell, el médico que insistirá en desempeñar su papel profesional aun en una reunión social.  Su porte, su manera de moverse y penetrar en nuestro propio espacio, parece insistir para que se le pregunte cuál es su ocupación; si eso no ocurre, él lo dirá de cualquier manera.  También se da el caso de una maestra recordada y querida de nuestra infancia, que nos demostrará al visitarla, al cabo de muchos años, que no pue­de dejar de actuar como tal. Hablará con demasiada preci­sión para una persona corriente y su porte será algo exage­rado.

Por supuesto, existen personas que tratan de afirmar cons­tantemente su femineidad o masculinidad a través del len­guaje no-verbal, con definiciones genéricas que pueden ser parte de una negociación  (definir si una relación será o no sexual)   y otras que simplemente reflejan aseveraciones bá­sicas que nuestra sociedad hace al distinguir entre hombres y mujeres.  Las diferencias en el lenguaje corporal entre el hombre y la mujer son profundas y fascinantes.  Las mujeres en nuestra cultura tienen una tendencia a pararse más cerca una de la otra; a tocar más a la otra persona; a mirarla más directamente, con mayor frecuencia e intensidad; a mezclarse más íntimamente en los ritmos corporales. Su comportamiento no-verbal refleja, en general, que son más abiertas las relaciones personales y que les atribuyen mayor importancia. Claro está que el papel de los sexos se está transformando cada vez en algo menos rígido, y es posible que en el futuro las diferencias del código corporal entre los sexos sean cada vez menos notables.  

Hemos recorrido tan solo algunas de las formas en que los seres humanos se comunican entre sí de manera no-verbal cuando están frente a frente. Si nos detenemos a pensar en todo lo que se expresa mediante el lenguaje no-verbal, nos parecerá raro que la gente se preocupe tanto por lo que se dice mediante el lenguaje hablado. Aparentemente, los pri­mates no humanos no tienen problema en comunicarse sus emociones e intenciones. Lo hacen mediante expresiones faciales, posturas, gestos y gritos característicos. Michael Argyle ha sugerido que el lenguaje es innecesario para transmitir emociones y actitudes comunicativas y que debe haberse de­sarrollado para otros fines; probablemente para comunicar hechos producidos a la distancia y para referirse a objetos ausentes. Claro está que luego se extendió a la expresión de hechos más inmediatos, pero Argyle sugiere que no es la forma más efectiva de hacerlo.

 

Por supuesto, la comunicación no es tan simple como para enviar información por un canal verbal y las emociones por otro que no lo sea. En el nivel verbal, las emociones pueden ser definidas y tratadas de manera precisa. No solamente enviamos señales de nuestra emoción, sin darnos cuenta de ello, sino que también las recibimos de otros sin ser cons­cientes de que reaccionamos ante ellas; podemos llegar a la conclusión de que otra persona está enfadada cuando en realidad no lo está; transmitir nuestra desaprobación sin in­tención y no indicarlo con suficiente claridad cuando real­mente así lo pensamos; todo esto ofrece un amplio margen de desentendimiento.

También existen algunas señales no-verbales como las "se­ñas" o el "sistema de stress" descubierto por Birdwhistell, que están contenidos en el lenguaje verbal y no tendrían ningún significado fuera de él. Más aun, existen claves no-verbales únicamente para regular el lenguaje hablado, de la misma manera que las luces regulan el tránsito en las calles. Éstas son indispensables en la conversación cotidiana. Antes de que dos personas puedan empezar a hablar, ambas debe­rán indicar que están prestando atención; deberán estar ubi­cadas a una distancia razonable, dirigir sus cabezas o sus cuerpos una hacia la otra e intercambiar miradas de tanto en tanto. Cada uno necesitará del otro una cierta propor­ción de aprobación no-verbal mientras habla; una mirada relativamente fija y ciertas pautas de comportamiento: mo­vimientos de asentimiento con la cabeza, reacciones faciales adecuadas y tal vez ciertos murmullos de aprobación como "m-hm..." y "sí..." Si nos encontráramos con la total ausencia de estos ingredientes, la conversación se interrum­piría repentinamente. Hay señales no-verbales que regulan el fluir de una conversación de tal manera que cada persona hable cuando es su turno y se produzcan pocas interrupciones o silencios incómodos y prolongados. Este método de hablar cada uno a su turno es sutil y complejo. En la conversación diaria, la gente lo hace sutilmente —no dicen "ahora le toca a usted" o "basta, ahora es mi turno"— no obstante, la ma­yor parte del tiempo el que escucha está listo para tomar el hilo de la conversación cuando finaliza el que habla, como si respondiera a un código preestablecido. Algunas veces ha­brá comenzado a mirar hacia otro lado, cambiando la posi­ción de la cabeza o de otras mil maneras habrá anticipado que se aproxima su turno. ¿Cómo puede saber que el otro le cederá el terreno?

Hace algunos años, un estudio realizado por Adam Kendon (descripto en el capítulo 9) indicaba que el comportamiento visual era parte del código de señales. Durante una con­versación entre dos personas, el que habla mirará a su inter­locutor cada tanto y luego volverá a mirar hacia otro lado; estas miradas hacia otro lado duran tanto como las de con­tacto mutuo. Al llegar al final de un párrafo, mirará a su interlocutor por un lapso algo más prolongado y esto apa­rentemente le indica que está listo para tomar la palabra.

Estudios más recientes han demostrado que existe toda una serie de indicadores para tomar la palabra. El profesor de la Universidad de Chicago Starkey Duncan Jr. realizó un trabajo con dos video-tapes de conversaciones; una entre un terapeuta y un posible paciente y la otra entre el mismo te­rapeuta y un colega. En cada caso, Duncan efectuó un aná­lisis exhaustivo de los primeros diecinueve minutos del tape. Tardó casi dos años en transcribir el comportamiento verbal y no-verbal, pero al terminar había hallado indicado­res para la toma de la palabra en movimientos corporales, en lo que se decía y en la forma en que se lo hacía.

Observando lo que se decía, descubrió que cada uno de los que hablaba empleaba frases  estereotipadas que  indicaban que estaba listo para ceder la palabra.  Parecían poco claras  y  definidas  —"pero...",   "algo  así..."  o  "ya  sabe usted.. ."— y con frecuencia se modulaban en un tono de
voz que parecía desprenderse del párrafo expresado.
   Tam­bién se notaron claves gramaticales, como efectuar una pre­gunta al interlocutor.   Duncan descubrió que, en general, cuando el que habla completa su idea, su tono de voz se eleva (como al formular una pregunta) o baja. Una ligera carraspera, una cierta pesadez, una disminución en el volumen, son todos síntomas claros de que corresponde a la otra per­sona tomar la palabra. En cuanto a los movimientos corporales, las señales son gestos de detenerse o descansar. Si el individuo ha estado gesticulando, sus manos permanecerán quietas. Si apretaba los puños o mantenía los tobillos flexionados, será notable el cese de la tensión. Dará vuelta su cabeza hacia su interlocutor y la mantendrá así. Duncan no registró el comporta­miento visual porque resulta muy difícil hacerlo a través de un video-tape. No obstante, cree que en su estudio, la direc­ción de la mirada coincide con la dirección de la cabeza. Parece ser que todos nosotros aprendemos desde la más tierna infancia que cuando dirigimos nuestra cabeza hacia otra persona, ésta reaccionará como si la estuviéramos mirando.

Por lo general, es necesario un grupo de tres indicadores simultáneos de que el orador está listo para ceder la palabra, para que el mensaje llegue al destinatario. Aun así, en al­gunos casos se da la circunstancia de que ambos interlocu­tores hablen al mismo tiempo. Duncan cree que el sistema de hablar de a uno por vez, como la mayoría de los otros, es susceptible de interferencias externas. Si el nivel de ruido del ambiente es alto, si se trata de un tema delicado, si uno de los individuos se torna demasiado emotivo y comienza a perder parte de las señales, el sistema se interrumpe.

Parece razonable pensar que el sistema de hablar cada uno a su turno, debe incluir señales de que el orador mantie­ne la palabra —maneras de indicar que el orador piensa se­guir hablando—. Duncan mostró una de estas claves, que parece producirse cuando el orador está casi listo para ceder terreno, pero aparentemente no está del todo dispuesto; co­mienza a dejar ver una secuencia de señales pero al mismo tiempo, sus manos continúan gesticulando. Seguirá hacién­dolo hasta haber completado todo lo que quiere decir.

Algunas veces, el oyente parece notar que se aproxima su turno para hablar pero prefiere no hacerlo; en este caso se comunicará por lo que Duncan denomina "canales indirec­tos". Asintiendo con la cabeza, murmurando palabras de aprobación o aun tratando de completar algunas frases al unísono con el que tiene la palabra, le indicará a éste que continúe hablando. Si hace alguna pregunta para clarificar algún punto o reafirma brevemente lo que éste acaba de afirmar, el mensaje será el mismo.

Es impresionante la flexibilidad de este sistema de hablar cada uno a su tiempo. Son tantas las señales intercambiables que existen para seguir hablando o dejar de hacerlo, que pueden emplearse aun para hablar por teléfono, cuando no pueden utilizarse las señales corporales y sólo sirven los sig­nos verbales o vocales. Como muy bien señala Erving Goffman, el trabajo de Duncan indica que es necesaria una gran capacidad y comprensión para pasar parte del día con un amigo. Por lo tanto, decir que un niño de una barriada po­bre está "subsocializado", no responde a la realidad. Podrá ser analfabeto y no haber adquirido las habilidades nece­sarias para progresar en una sociedad competitiva, pero si es capaz de mantener una conversación normal, en realidad estará "socializado". Goffman concluye diciendo que en en­cuentros cara a cara, las diferencias entre los "pulidos y sin pulir" son mucho menos importantes que las semejanzas.


EL FUTURO

Las investigaciones acerca de la comunicación humana tienen aproximadamente veinte años de antigüedad, pero solamente en los últimos ocho o nueve años los científicos y el público en general, en especial los jóvenes, han comen­zado a sentirse atraídos por los secretos de la comunicación no-verbal. Nos preguntamos: ¿Por qué ahora?

Una respuesta podría ser que, especialmente entre los jó­venes, existe hoy una tendencia a no confiar en las palabras. La vida es mucho más compleja de lo que era antes; los padres y los maestros han dejado de ser las únicas e incluso primarias figuras de autoridad y los jóvenes son bombardea­dos desde todos los sectores por las opiniones más diversas: a través de la televisión, la radio, el cine o las lecturas. Cuando mi hija tenía sólo cuatro años, solía decirme con escepticismo: "No se puede creer todo lo que anuncian los avisos de la televisión..." Los chicos mayores oirán los dis­cursos de los políticos en que hablan de la paz, la igualdad y la buena vida y luego en los noticiosos se ven enfrentados con la pobreza, la furia desatada, la hipocresía, la guerra, la vida, en fin, en sus aspectos más crudos.

Por lo tanto, nace en ellos una desconfianza hacia las palabras, juntamente con un sentimiento general de aliena­ción y un afán por lograr la inmediata satisfacción en sus relaciones personales. También nos hemos transformado en individuos mejor orientados visualmente, más abiertos a la idea de la comunicación corporal visible. En la introducción de su libro Male and Female, en su edición del año 1967, Margaret Mead escribió: Los jóvenes se expresan mediante sus cuerpos en una forma que parece destinada a ser interpretada más a tra­vés de la televisión que por medio de la lectura de una revista. Las demostraciones caracterizadas por extrañas y conspicuas posiciones corporales —sentarse en la calle, acostarse, dormir, hacerse sangrar, simplemente estar o hacer el amor (en una fuente helada al comienzo de la primavera) — han reemplazado los carteles y panfletos. La vestimenta y el peinado se han transformado en in­dicaciones de vital importancia acerca de actitudes éticas y políticas. Nos hemos desplazado hacia un período mu­cho más visual, donde lo que se ve es más importante que lo que se lee y la experiencia vivida en carne propia tiene mucho más valor que la que se adquiere de se­gunda mano.

La terapia de grupo, asimismo, con el énfasis que pone en hacer más que decir, tocarse, olerse, mirarse fijamente, for­cejear, en general practicando la "comunicación no-verbal" en el sentido especial que ellos le dan a la frase, han contri­buido al Zeitgeist, el espíritu de nuestro tiempo.

A pesar de que la comunicación humana es todavía virtualmente una ciencia en pañales, ya ha generado su porción de profecías ambiciosas y predicciones. Los profetas del pe­simismo, por ejemplo, previenen acerca del poder que dará al futuro demagogo el conocimiento de las comunicaciones no-verbales. Les preocupa lo que podrá lograr un político que pueda proyectar cualquier imagen de sí mismo, cual­quier emoción que prefiera, especialmente en esta era de campañas políticas por televisión. ¿Llegará el día en que la gente emplee las técnicas de la comunicación no-verbal para manejar a los demás? Parece inevitable; pero ciertas personas siempre han manejado a otras. Siempre ha habido demagogos e individuos capaces de mentir en forma convin­cente, como lo demuestran los estudios de Ekman. Puede ser que ahora se tornen más convincentes, más persuasivos y más hábiles para proyectar ante los demás una falsa imagen de sí mismos; pero al mismo tiempo, el público también será más capaz de captar las señales no-verbales, de modo que los beneficios del demagogo no serán muchos ni durarán mucho tiempo.

A pesar de que el hombre común pueda aprender a mentir con más facilidad, dudo que pueda hacerlo a la perfección, especialmente en encuentros frente a frente. Hay muchas señales no-verbales que operan en un nivel subliminal —desde el juego de las palmas de las manos hasta el movimiento en micro-sintonía con los mínimos gestos faciales— y las señales subliminales, en su mayoría, no se pueden controlar conscientemente. Hay personas que pueden coordinar deli­beradamente el comportamiento de su rostro, sus manos, sus ojos y el cuerpo, al mismo tiempo que mantienen una con­versación inteligible. Uno se pregunta si esta capacidad no estará ligada a la habilidad de mentir y convencerse a sí mis­mo, más que la capacidad de controlar conscientemente el lenguaje corporal.

En abierto contraste, frente a los que ven la "comunicación no-verbal" como un medio de aprender a mentir con mayor facilidad, existe la tendencia entre los legos a verla como "curalotodo"; si la gente pudiera realmente aprender a comu­nicarse entre sí, se cerraría el abismo generacional, se disi­parían las tensiones raciales y todos seríamos más felices y libres. Desgraciadamente, las motivaciones y relaciones hu­manas son más complicadas y su cura no es tan simple. Realmente parece verdad que el hombre de bien se sentirá más confiado e interesado en saber que existen diferencias culturales en el código corporal y que éstas son las culpables de un sentimiento de incomodidad al enfrentarse con indi­viduos de otras razas o culturas. Pero el verdadero hipócrita es difícil de influenciar. La hipocresía tiene raíces profun­das, basadas generalmente en temores y deseos que rara vez se expresan abiertamente; se basa en la necesidad de dominar a otros, que sirvan de blanco para sus odios y sus temores y en la necesidad de sentirse superior. El solo hecho de aclarar ciertos puntos en presencia física de terceros, le hará poca impresión a un individuo de esta clase.

 

Sin embargo, sería tan poco inteligente subestimar como sobreestimar la potencialidad de los estudios de la comuni­cación humana. En cierto modo ya comienzan a modificar nuestra manera de pensar y, presumiblemente, en el futuro, continuarán haciéndolo. Los especialistas en lenguaje apren­derán junto con la gramática y el vocabulario de un idioma extranjero, su cinesis, y ya se están haciendo intentos de enseñar los distintos emblemas —vocabulario gestual espe­cífico— de cada idioma y cultura en particular.

Los arquitectos y diseñadores de ciudades son cada vez más conscientes de la reacción del hombre al espacio que lo rodea. Tienen una tendencia a diseñar edificios más có­modos y ciudades más habitables. Las investigaciones acerca de lo que Edward Hall llama el micro-espacio han llevado a un campo de investigación nuevo —la psicología ambien­tal—. Dentro de los límites de lo que estamos dispuestos a gastar —en investigación y desarrollo— ésta podría llegar a ser una nueva ciencia importante e influyente.

Al hacerse posible la comparación de los gestos mínimos del hombre con los de otros primates, podremos comprender mejor la evolución y la verdadera naturaleza del ser humano. De la filmación de películas y su adecuado análisis, se podrá aprender mucho acerca del desarrollo correcto de los niños y sus relaciones familiares.

Pero, ¿qué representa la nueva investigación no-verbal para el individuo?

Durante los dos años que he estado en estrecho contacto con ella, he logrado descubrir que ciertas partes del len­guaje corporal constituyen algunas veces todo un argumento. Recuerdo, por ejemplo, una vez que viajé en ascensor con un caballero distinguido de edad madura, al que conocía sólo de vista. A pesar de que nunca me había dirigido la palabra, en esta oportunidad inició una conversación. Más tarde me di cuenta de que en realidad había sido yo la que le había dado pie para ello. Al entrar en el ascensor, en lugar de mantenerme con la vista fija hacia adelante y frente a la puerta, me había deslizado hasta un rincón de manera que mi cuerpo estaba dirigido hacia el caballero. A pesar de que en realidad no lo miré, aparentemente mi posición fue índice suficiente para él. Desde entonces, he utilizado en algunas oportunidades la dirección de mi cuerpo como una triquiñuela para iniciar una conversación. No obstante, me considero una principiante que sólo conoce una docena de palabras de un nuevo lenguaje; las empleo tentativamente a veces, esperanzada y ansiosa, pero en realidad no confío en lograr resultados espectaculares y siempre me siento sorpren­dida y encantada cuando la gente me comprende. Sé que estoy muy lejos —como dice Ray Birdwhistell— de poder "comunicarme exprofeso".

Lo que realmente he logrado mejor hasta hoy es descifrar mi propio comportamiento. En medio de una conversación, descubro que estoy compartiendo cómodamente posiciones con un amigo o que acabo de pasar la mano por mi cabello, en un gesto de atildamiento y colocando las palmas hacia arriba; o me doy cuenta de que he tratado de evitar la mirada de alguien o que me estoy echando hacia atrás mientras me protejo con los brazos cruzados. Otras veces, me he encon­trado repitiendo como un eco ciertas frases o gestos, tomando ritmos ajenos y escondiéndome por los rincones debido a diferentes motivos.

También logro captar señales acerca del comportamiento de otras personas, pero soy cauta en su interpretación. La comunicación humana es extremadamente compleja —no tie­ne reglas fijas y simples— y en ausencia de tales reglas, sé que yo, como tantas otras personas, tendré una tendencia a ver solamente lo que quiero ver y prestar atención a lo que considero conveniente saber. Por otra parte, ahora, cuando siento un súbito "ataque de intuición" —un claro sentimiento de que he descubierto realmente cómo reacciona una persona o los fines que persigue— me dejo llevar por él, especialmente si puedo señalar algunos de los emblemas corporales en que está basada esa intuición.

Tal vez, lo mejor que se pueda decir de las comunicaciones no-verbales, desde el punto de vista de un lego, es que resulta muy entretenido estudiarlas. Las personas son enorme y be­llamente sensibles a otras personas, sin ser siquiera conscientes de ello. Cuando comienzan a moverse al unísono, cuando son atrapadas en un fluir de palabras y movimientos comunes, se transforman en un sistema de respuestas altamente afi­nado. A medida que aumenten nuestros conocimientos sobre este tema, y crezca nuestra sensibilidad, encontraremos fuen­tes de placer, entendimiento y relaciones compartidas que en este momento sólo podemos presentir.

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