BARUCH SPINOZA. TRATADO TEOLÓGICO-POLÍTICO capítulo 17

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SE DEMUESTRA QUE NI ES POSIBLE NI ES NECESARIO QUE NADIE CEDA TODOS SUS DERECHOS AL PODER SOBERANO.
DE LA REPÚBLICA DE LOS HEBREOS; DE LAS CAUSAS MEDIANTE LAS CUALES HA PODIDO DESMEMBRARSE Y SUBSISTIR ESTA REPÚBLICA DIVINA

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1. Respecto a la consideración del precedente capítulo sobre el derecho de los poderes soberanos en todas las cosas y sobre el derecho natural de cada uno fundido en este otro, como no conviene plenamente con la práctica, aunque ésta pueda ser de tal modo instituida que se vaya acercando más y más a ella, nunca se evitará, sin embargo, que quede en muchos puntos como meramente teórica.
2. Nadie se despoja de su potestad, ni por consiguiente trasfiere a otro su derecho de tal modo que deje de ser hombre; ni nunca se da un poder tan soberano que pueda disponer de todas las cosas a su capricho. En vano se ordenaría a un súbdito que tuviese odio a quien debiese un beneficio, que amase al que le hubiese ocasionado un daño, que no se defendiese de las injurias, que no deseara libertarse del miedo y otras muchísimas cosas de este género que son consecuencia necesaria en las leyes de la humana naturaleza.
3. Y pienso que todo esto se enseña muy claramente por la misma experiencia. Pero los hombres no han cedido nunca su derecho ni trasferido en otros su potestad, de tal modo que hayan cesado de ser temibles a aquellos que recibieron de ellos potestad y derecho, y el gobierno ha tenido que temer siempre no menos de los ciudadanos aun privados de su derecho, que de los enemigos.
4. Y ciertamente que si los hombres pudiesen perder sus derechos naturales hasta el punto de que en adelante, ni aun queriendo, pudieran oponerse a los depositarios del derecho supremo, sería permitido a éstos oprimir impune y violentísimamente a los súbditos, lo cual no creo pueda ocurrírsele a nadie. Debe concederse, que cada uno reserve para sí buena parte de su derecho, la cual, por tanto, no depende de derecho alguno, sino de él mismo.
5. Sin embargo, para que se comprenda exactamente hasta dónde se extiende el derecho y la potestad del gobierno, debe notarse que su poder no consiste precisamente en que puede obligar a los hombres con el miedo, sino absolutamente en todas las cosas de que puede disponer para que los hombres obedezcan sus mandatos. No es la razón de la obediencia, sino la obediencia misma lo que distingue al súbdito.
6. Por cualquiera razón que piense el hombre seguir los mandatos del poder soberano, ya sea por el temor de la pena, ya porque de ello espere alguna otra cosa, ya porque ame a su patria, ya por cualquiera otro impulso del afecto, siempre, sin embargo, obra por su propio consejo, y no por eso deja de obrar bajo las órdenes del poder soberano.
7. No debe deducirse de esto de que el hombre hace algo por consejo propio, que obra por derecho suyo, y no por derecho del estado. Como quiera que, ya sea obligado por el amor, ya cohibido por el miedo a evitar siempre el mal, obra por propio dictamen y consejo, debe decirse que o no hay imperio ni derecho alguno sobre los súbditos o debe extenderse necesariamente a todas las cosas que puedan determinar a los hombres a que obedezcan, y por consiguiente, lo que quiera que haga el súbdito que responda a los mandatos del poder supremo, ya sea obligado por el amor o cohibido por el miedo, ya sea (y esto es lo más frecuente) por el miedo y la esperanza juntos, o por el respeto, que es pasión compuesta de la admiración y del miedo, o por cualquiera otro motivo, lo hace no por derecho suyo, sino por derecho del gobierno.
Lo que hace constar esto clarísimamente es que la obediencia no se refiere tanto a la acción externa como a la interna en el ánimo; y por esto está más sometida bajo el imperio de otro, aquel que con ánimo entero delibera obedecer todos sus mandatos, y por consecuencia ejerce el soberano imperio, aquel que reina en las almas de sus súbditos: si los que son más temidos poseyesen el soberano imperio, pertenecería a los súbditos de los tiranos que son los más temidos por estos mismos.
9. Además, aunque no pueda mandarse al espíritu como a la lengua, están, sin embargo, los ánimos por alguna razón bajo el imperio del poder soberano que de muchos modos puede hacer que la mayor parte de los hombres, según él quiere, crea, ame, tenga odio, etc.
10. Por esto también aunque no obren por directo mandato del poder soberano se mueven muy a menudo, según la experiencia demuestra abundantemente, por autoridad de su poder y de su dirección, esto es, por su derecho mismo. Podemos, por tanto, concebir sin repugnancia alguna de la inteligencia que los hombres por el solo derecho del imperio creen, aman, tienen odio, temen y en general, que sin él no se ven sacudidos por ningún afecto.
11. Aun cuando por este motivo concebimos el derecho y la potestad del imperio, de una manera bastante amplia, nunca podrá hacer éste, sin embargo, que nadie le dé un poder tan grande que tenga, como los individuos tienen, derecho absoluto para todo y posean lo que quieran, lo cual me parece haber demostrado ya con claridad bastante.
12. De qué modo podría formarse un gobierno para que se conservase con seguridad siempre, ya dije que no era mi intento demostrarlo aquí. Sin embargo, para llegar a lo que deseo, recordaré lo que la revelación divina enseñó a Moisés con este objeto y después examinaré la historia y los sucesos de los hebreos, donde se verá qué privilegios deban ser concedidos por los súbditos a los altos poderes, para el mayor florecimiento y seguridad del imperio.
13. Que la conservación del imperio depende principalmente de la fe de los súbditos, de su virtud y de su constancia de ánimo en seguir los mandatos, claramente lo enseñan la razón y la experiencia. Por qué medio deben ser llevados a servir la fidelidad y la virtud, ya no es tan igualmente fácil de ver.
14. Todos, en efecto, tanto los que reinan como los que son gobernados, son hombres y, sin esfuerzo alguno inclinados a la torpeza. Añado que los que son un tanto expertos de la multitud y de sus varios movimientos, desesperan de ella porque no se gobierna por la razón, sino sólo por los afectos y se entrega a todos, dejándose corromper fácilmente por la avaricia o por el lujo.
15. Cada uno entiende saberlo todo y quiere dirigirlo todo según su ingenio y decidir de la justicia o injusticia de las cosas, del bien y del mal, en tanto que juzga resultan en daño o en provecho suyo; se considera igual a todos; no quiere ser dirigido por ellos; desea el mal de otro por envidia de sus alabanzas o de su fortuna, que no es igual nunca, y se deleita con ello; no es cuestión continuar más adelante.
16. Todos saben hasta qué punto el fastidio del presente y el deseo de las cosas nuevas, la cólera desenfrenada o el desprecio de la pobreza, persuaden frecuentemente a los hombres, y cuánto ocupan y agitan su espíritu. Prevenir todas estas pasiones y constituir el imperio de tal modo que ningún lugar quede para el fraude, e instituir todas las cosas de manera que los ciudadanos, sea cualquiera su carácter, prefieran el derecho público a sus comodidades particulares: éste es el trabajo, ésta es la faena.
17. La necesidad ha discurrido multitud de combinaciones de las cosas; nunca, sin embargo, ha podido conseguirse que el imperio no se turbase más por los ciudadanos que por los enemigos, y que hubiera de temerse más a aquéllos que a éstos.
18. Testigo la república romana, invencible por sus enemigos y tantas veces miserablemente presa por sus ciudadanos, especialmente en la guerra civil de Vespasiano contra Vitelio. Sobre esto véase Tácito al comienzo del libro iv de su historia, cuando retrata el miserable aspecto de la ciudad.
19. Alejandro estimaba más (según dice Curcio al final del libro viii) su fama entre los enemigos que entre los suyos, porque creía que su grandeza podía ser destruida por éstos. Temiendo su destino, decía estas palabras a sus amigos: «Vos modo me ab intestina fraude et domesticorum insidis praestate securum; belli, Martisque discrimen impavidus subibo. Philippus in acie tutior quam in theatro fuit; hostium manum saepe vitavit sourum effugere non valuit. Aliorum quoque regum exitus si reputaveritis plures a suis: quam ab hoste interemptos numerabitis».
20. Por esta causa los reyes, que han usurpado el imperio para garantizar su seguridad, han pretendido persuadir a todos de que ellos habían nacido de una raza de dioses inmortales, sin duda porque pensaban que si los súbditos y todos los demás no los juzgaban iguales a ellos, sino que los adoptaban por dioses, consentirían de buen grado en verse dirigídos por ellos y se pondrían en sus manos.
21. De este modo persuadió a los romanos Augusto, de que él traía su origen de Eneas, hijo de Venus, a quien se creía entre los dioses, y quiso tener templos y estatuas, flámines y sacerdotes.
22. Alejandro quiso ser saludado por hijo de Júpiter, lo cual hizo por sabiduría y no por orgullo, según demuestra bastante su respuesta a las invectivas de Hermolao. «Illud, prout risu pignum. fuit, quod Hermolaus postulabat a me ut aversarer Jovem, cujus oraculo agnoscor. An etiam quid dii respondeant in mea potestate est? Obtulit nomen filii mihi recipere ab ipsis rebus, quas agimus, haud alienum fuit. Utinam Indi quoque deum esse me credant! Fama enim bella constant et saepe quod falso creditum, est veri vicem obtinuit».
23. Lo mismo hace Cleón en su discurso para convencer a los macedonios a que se sometan a las voluntades del rey. Después de haber celebrado con admiración los hechos de Alejandro y

 de elevar su mérito, dio cierto aspecto de verdad a todo, pasando de esta manera a demostrar lo útil de preocupación semejante: «Persas quidem non pie solum sed etiam prudenter reges suos inter deos colere; majestatem enim imperii salutis esse tutelam»; y, sin embargo, concluye: «semet prium, quum rex inisset convivium, prostraturum humi corpus; debere idem facere ceteros et imprimis sapientia praedits».
24. Pero los macedonios eran más prudentes, y no hay hombres, a no ser casi bárbaros, a quienes pueda engañarse tan fácilmente que de súbditos consientan en hacerse siervos inútiles para sí mismos. Otros, sin embargo, se dejaron persuadir fácilmente de que la majestad de los reyes es sagrada, y que representan en la tierra un vice-Dios, que son instituidos por él y no por sufragio y consentimiento de los hombres, y que hay una providencia especial y un auxilio divino para conservarlos y defenderlos.
25. De esta manera los monarcas han provisto a su seguridad con otras muchas medidas que dejo a un lado para llegar a lo que yo deseo. Como dije, me limitaré sólo a indicar y a examinar las disposiciones que con este fin enseñó a Moisés la revelación divina.
26. Dijimos ya que después de salir de Egipto los hebreos no estaban sujetos a las leyes de otra nación alguna y que tampoco les era permitido escoger nuevas tierras ni instituir nuevas leyes. Después que se vieron libres de la opresión intolerable de los egipcios, sin compromiso con nadie, habían vuelto a su derecho natural en todas sus cosas, y cada uno podía deliberar plenamente si quería reservar para sí su derecho o si había de cederlo y transferirlo.
27. Constituidos en semejante estado natural por consejo de Moisés, en quien todos tenían gran fe, deliberaron colocar su derecho, no en mortal alguno, sino en Dios, y sin vacilación y unánimemente prometieron en un solo clamor no reconocer otro derecho que el suyo, revelado por los profetas.
28. Y esta promesa o traslación de derecho en Dios se hizo de la misma manera que supusimos en una sociedad cualquiera, cuando los hombres piensan ceder su derecho natural. En virtud del pacto, con efecto, y obligándose por juramento, renunciaron libremente, no por fuerza o miedo a sus derechos naturales, y los transfirieron a Dios.
29. Además, para que este pacto fuese sólido y estuviese libre de toda sospecha de fraude, Dios no ratificó nada con los hebreos, antes de haberles dado una prueba de su admirable poder, mediante el cual fueron conservados y único que podía conservarlos para lo venidero. Porque creyeron que sólo podía conservarles el poder de Dios, abdicaron del poder natural que les había dado, el cual se hablan atribuido anteriormente y lo trasladaron a Dios con todos sus derechos.
30. También el gobierno de los hebreos no tuvo otro jefe que Dios, y en virtud del pacto primitivo su reino sólo puede llamarse reino de Dios, y Dios rey de los hebreos. Por consiguiente los enemigos de este gobierno eran enemigos de Dios; los ciudadanos que intentaban usurpar el poder eran culpables, y los derechos del estado eran los derechos y mandamientos de Dios mismo.
31. Por esto, en semejante estado, el derecho civil y la religión, que consiste, como ya demostramos, en la constante obediencia de la voluntad de Dios, no son sino una sola y misma cosa; en otros términos, los dogmas de la religión entre los hebreos no eran enseñanzas sino derechos y transgresiones. La piedad era la justicia, la impiedad, el crimen, y la injusticia lo que se pensaba. El que renunciaba a la religión cesaba de ser ciudadano y era tenido como enemigo; el que moría por la religión se juzgaba muerto por la patria, y en general, entre el derecho civil y la religión, no había diferencia alguna.
32. Por esta razón este imperio ha podido llamarse teocracia, puesto que sus ciudadanos no tenían ningún otro derecho que el revelado por Dios. Además, todas esas cosas más existían en la opinión que en la realidad, porque los hebreos conservaron efectivamente su derecho político separado, como clarísimamente se desprende de la manera como el estado hebraico estaba administrado, y esto es lo que vamos a explicar ahora.
33. Aun cuando los hebreos no trasfirieron sus derechos a ningún otro, sino que se cedieron recíprocamente una parte igual, como en la democracia, y se obligaron por un clamor unánime a obedecer lo que Dios hablase (sin ningún mediador expreso): se deduce de aquí que todos quedaran iguales como antes; que cada uno tuvo igualmente derecho de consultar a Dios a interpretar sus leyes, y, en general, que toda la administración del estado estaba igualmente en manos de todos.
34. Por esto la vez primera fueron todos juntos a consultar a Dios para aprender de él su voluntad; pero fue tan grande su terror cuando se prosternaron, tal su asombro cuando escucharon sus palabras, que juzgaron había llegado su última hora.
35. Entonces llenos de miedo se dirigen de nuevo a Moisés: «Ecce Deum in igne loquentem audivimus, nec causa est cur mori velimus; hic certe ingens ignis nos verabit. Si iterum nobis vox Dei audienda est, certe moriemur. Tu igitur adi, et audi omnia Dei vostri dicta, et tu (non Deus) nobis loqueris. Ad omne, quod Deus tibi loquetur, obediemus idque exequemur».
36. Evidentemente abolieron su primer pacto, y abandonaron completamente a Moisés el derecho que tenían de consultar a Dios por sí mismos y de interpretar sus órdenes. No eran ya como antes las órdenes dictadas por Dios al pueblo, sino las dictadas por Dios a Moisés, las que se habían comprometido a obedecer.
37. Así quedó Moisés por único dispensador e intérprete de las leyes divinas, juez soberano, por consecuencia, a quien ninguno podía juzgar, y que representaba a Dios entre los hebreos, y tenía por tanto la majestad suprema como quiera que poseía él solo el derecho de consultar a Dios y de dar respuestas divinas al pueblo y de obligar a ejecutarlas. A él solo, digo, porque si alguno, viviendo Moisés, quiso predicar en nombre de Dios, aun siendo verdadero profeta, era, sin embargo, reo y usurpador del derecho supremo.
38. Debe notarse en este lugar que, aun cuando el pueblo eligió a Moisés, no pudo tener derecho, sin embargo, para elegirle un sucesor, pues abandonaron en él su derecho de consultar a Dios, y prometieron adorar a éste como oráculo divino, cediendo completamente todo su derecho, hasta el punto de comprometerse a admitir como elegido de Dios a aquel a quien Moisés eligiese por sucesor suyo.
39. Ahora, si Moisés eligiese alguno que, como él, reuniese toda la administración del imperio, es decir, el derecho de consultar a Dios, sólo en su cabeza, y por consiguiente la autoridad de instituir y derogar leyes, de escoger entre la paz y la guerra, de enviar delegados, de nombrar jueces, de elegir sucesor, y, en fin, de administrar absolutamente todos los oficios del poder soberano, el gobierno sería una pura monarquía, sin que hubiese otra diferencia, sino que generalmente el gobierno monárquico se rige o debe ser regido por un decreto de Dios, oculto aun a los mismos monarcas; y entre los hebreos, al contrario, el decreto de Dios sólo era, en cierto modo, conocido del rey.
40. Cuya diferencia no disminuye el derecho ni el dominio del soberano sobre todas las cosas, sino que al contrario lo aumenta. En lo que se refiere al pueblo de uno y otro imperio, es igualmente súbdito e igualmente ignorante de los decretos divinos. En los dos casos depende del monarca, y por él solo entiende lo que sea bien y lo que sea mal, y no porque el pueblo crea que el monarca nada manda que no le haya sido revelado por decreto de Dios, está menos sujeto a él, sino al contrario, mucho más.
41. Pero Moisés no escogió un sucesor de este género, sino que dejó a sus sucesores el imperio organizado de tal modo, que no puede llamarse popular, ni aristocrático, ni monárquico, sino teocrático. A un poder se atribuyó el derecho de interpretar las leyes y de comunicar las respuestas de Dios, y a otro la facultad y el derecho de administrar el imperio según las leyes ya explicadas y las respuestas comunicadas ya. Sobre esto véase Núm 27, 21 18.
42. Para que se comprendan más claramente estas cosas, expondré con orden la administración de todo el imperio. Primero se mandó al pueblo edificar una casa que fuese como el palacio de Dios, esto es, de la soberana majestad de aquel imperio. Y ésta había de levantarse, no a costa de uno solo, sino de todo el pueblo, para que el lugar en que había de consultarse a Dios fuese de derecho común.
43. Los levitas fueron escogidos como oficiales y administradores de aquel palacio divino. Entre ellos, como superior, y casi como segundo, después del rey y de Dios, se eligió a Aarón, hermano de Moisés, en cuyo cargo habían de sucederle legítimamente sus hijos. Este pontífice, como próximo a Dios, era el intérprete supremo de las leyes divinas y el que daba al pueblo las respuestas al oráculo divino, y finalmente, el que rezaba y pedía a Dios por el pueblo.
44. Si con estas cosas hubiese tenido el derecho de mandar lo que decía, nada hubiera faltado para ser un monarca absoluto. Pero hallábase privado de esto, y así fue en absoluto toda la tribu de Leví destituida del común imperio, para que no tuviese parte con las demás tribus que poseyese con derecho, y en donde pudiese vivir independiente. Moisés estableció que fuese alimentada por el pueblo restante, y así rodeada con el respeto de toda la plebe a esta tribu, dedicada sólo al culto de Dios.
45. Además se mandó formar entre las doce tribus restantes una milicia para invadir el país de los cananeos, dividirlo en doce partes, y distribuirlo por suertes ent

re las tribus. Para ese ministerio se eligieron doce príncipes, uno de cada tribu, a los cuales, con Josué y el soberano pontífice Eleazar, fue concedido el derecho de dividir las tierras en doce porciones iguales y de distribuirlas por suerte.
46. Fue elegido Josué jefe soberano de esta milicia con el sólo derecho de consultar a Dios en las cosas nuevas (pero no como Moisés, sólo en su tienda o en el tabernáculo, sino por medio del soberano pontífice, a quien únicamente se daban las respuestas de Dios); enseguida el de establecer y obligar a ejecutar al pueblo los mandatos de Dios comunicados por el pontífice, de escoger y encontrar los medios para conseguirlo, de elegir a quien quisiese y como quisiese entre la milicia, de enviar legados a nombre suyo, y en fin, de disponer absolutamente y por su sola voluntad en lo que se refiere a la guerra.
47. Nadie sucedía legítimamente en su puesto ni podía ser elegido por otro sino por Dios, inmediatamente, y solicitándolo la necesidad de todo el pueblo; todas las cosas que se referían a la paz y a la guerra eran administradas por los príncipes de las tribus, como haré ver muy pronto.
48. Finalmente, a todos, desde el año vigésimo de su edad hasta el sexagésimo, se mandó coger las armas para la milicia y formar el ejército sólo con el pueblo, el cual no juraba por la fe de su general ni del sumo pontífice sino por la religión y por Dios: por esto se llamaban aquellos ejércitos legiones de Dios, y al contrario, el Dios de los hebreos, Dios de los ejércitos; y por esta causa en las grandes batallas, de que dependía la total destrucción o la victoria del pueblo o su decadencia, el arca de la alianza iba en medio del ejército para que el pueblo, viéndose casi frente a su rey, pelease con indomable valor.
49. Colegimos finalmente de estas disposiciones, dejadas por Moisés a sus sucesores, que éstos fuesen administradores y no dominadores del pueblo. No dio a nadie derecho a consultar a Dios solo y cuando quisiese, y por consiguiente a nadie dio la autoridad que poseía de establecer y derogar leyes, de escoger entre la paz y la guerra, y de elegir administradores, tanto del templo como de las ciudades, todos los cuales son oficios que posee el sumo imperante.
50. Pero el soberano pontífice tenía el derecho de interpretar las leyes, no como Moisés, cuándo y como quería, sino sólo con el embajador, con el sumo concilio o rogándolo con otros medios semejantes; y al contrarío, el soberano jefe del ejército y los consejos, cuando querían, podían consultar a Dios; pero no recibir su respuesta sino por medio del sumo pontífice. Por lo tanto las palabras de Dios en boca del pontífice eran, no decretos como en boca de Moisés, sino solamente respuestas; aceptadas por Josué y por las asambleas adquirían ya la fuerza de decreto, y se consideraban corno mandatos.
51. A causa de esto, el sumo pontífice, que recibía directamente las respuestas de Dios, no tenía milicia ni poseía ningún derecho de gobierno, y al contrario, los que poseían tierras no tenían el derecho de establecer leyes. Por esto el soberano pontífice Aarón y su hijo Eleazar fueron elegidos cada uno por Moisés; pero después de la muerte de éste nadie heredó el derecho de elegir soberano pontífice, y el hijo sucedió legítimamente al padre.
52. También el general de los ejércitos fue elegido por Moisés y no por autoridad del soberano pontífice; y recibiendo sus derechos de Moisés fue como ocupó el lugar de ese jefe, y por ello, muerto Josué, el pontífice no eligió en su lugar a nadie ni los príncipes consultaron de nuevo, sino que cada uno en la milicia de su tribu y todos juntos en el ejército universal conservaron el derecho de Josué.
53. Y parece que no fue necesario el jefe superior sino cuando, reunidos todos los varones, debían pelear contra un enemigo común, lo cual ocurrió principalmente en tiempo de Josué, cuando no se poseía un lugar fijo y todas las cosas eran de derecho común. Pero después que las tierras fueron repartidas entre las tribus, poseídas por derecho de guerra, y divididas entre sí, ni ya todas las cosas eran de todas, cesó por esta razón la necesidad de un jefe supremo, puesto que las diversas tribus debieron considerarse por esta razón, no ya como conciudadanas, sino como confederadas.
54. Respecto a Dios y a la religión debieron ser consideradas como conciudadanas; pero respecto al derecho que una tenía en otra, sólo como confederadas, casi del mismo modo (si se exceptúa el templo común a todos) que los poderosos estados confederados de los belgas. La división de una cosa común en partes no existe sino en que cada uno posea la porción que le corresponde, y en que los demás cedan el derecho que en aquella parte tenían.
55. Por esta causa eligió Moisés príncipes en las tribus para que después de dividido el imperio cada uno tuviese cuidado de su parte, consultase a Dios por medio del soberano pontífice sobre los negocios de su tribu, mandase su milicia, levantase y fortificase ciudades, estableciese jueces en cada una de ellas, rechazase al enemigo de su particular imperio, administrase todas las cosas referentes a la paz y a la guerra, y en fin, que no hubiese para él otro juez sino Dios o aquel profeta a quien Dios enviase expresamente. Si alguno faltase a Dios, las tribus debían juzgarle, no como a súbdito, sino invadirle como enemigo que había roto la fe del contrato.
56. De esto poseemos ejemplos en la Escritura. Muerto Josué, los hijos de Israel, y no su general nuevo, consultaron a Dios. Se entendió que la tribu de Judá debía ser la primera en invadir a sus enemigos; hizo contratos sólo con la de Simeón para invadir juntas a sus enemigos comunes, en cuyo contrato no fueron comprendidas las demás tribus, sino que cada una, separadamente (como se refiere en el capítulo anterior), emprendió la guerra contra su enemigo, y según su gusto recibió su misión y fe, aun cuando se decía en los mandatos que se prohibía toda condición o pacto, y se debía exterminar a todos. Por cuyo pecado fueron censuradas por alguien, pero no llamadas a juicio por ninguno, ni era esto para que comenzaran la guerra entre sí, y los unos se mezclasen en las cosas de los otros.
57. Al contrario, los benjaminitas que habían ofendido a los demás, y roto de ese modo el vínculo de la paz hasta el punto de que ninguno de los confederados pudiera encontrar entre ellos hospitalidad, fueron invadidos hostilmente, y victoriosos los demás después de tres combates, mataron igualmente, por el derecho de la guerra, culpables e inocentes, lo cual lamentaron después con una tardía penitencia.
58. Confirman claramente estos ejemplos lo que antes dijimos del derecho de cada tribu. Pero quizá pregunte alguno: ¿quién elegía al sucesor del príncipe de cada tribu? Verdaderamente que sobre esto nada escrito podemos colegir de la misma Escritura; presumo, sin embargo, que como cada tribu estaba dividida en familias, cuyos jefes se elegían de entre los más ancianos, el que lo era más de todos éstos ocupaba el lugar del príncipe.
59. De entre los ancianos eligió Moisés los 70 coadjutores que formaban con él consejo supremo; los que después de la muerte de Josué tuvieron la administración del imperio, son llamados ancianos en la Escritura; y nada más frecuente tampoco entre los hebreos que entender jueces por ancianos, lo cual es conocido a todos.
60. Pero a nuestro objeto importa poco averiguar con seguridad este punto; basta haber demostrado que nadie, después de la muerte de Moisés, ha asumido en sí todas las funciones del sumo imperante. En efecto, todas las cosas no dependían ni de un solo hombre, ni de un consejo, ni únicamente de la voluntad del pueblo, sino que hallándose unas administradas por una tribu, otras por todas, con igual derecho, dedúcese evidentemente que el imperio, después de la muerte de Moisés, no continuó, como ya hemos dicho, siendo monárquico, ni aristocrático, ni popular, sino teocrático: 1º Porque la casa regia del imperio era un templo, y sólo por esta razón, como ya indicamos, eran conciudadanas todas las tribus; 2º Porque todos los ciudadanos debían jurar fidelidad a Dios, su juez supremo, al cual únicamente habían prometido obediencia absoluta; y 3º para concluir, porque, el caudillo superior a todos, cuando era necesario, no era elegido por nadie, sino por Dios.
61. Lo cual Moisés predice expresamente al pueblo en el nombre de Dios, y se confirma por el hecho mismo de la elección de Gedeón, Sansón y Samuel, por lo cual no es lícito dudar que los demás jefes fieles a Dios no hayan sido elegidos del mismo modo, aunque así no conste de su historia.
62. Ya es tiempo de que veamos hasta qué punto este modo de constituir el imperio servía a moderar los ánimos y a contener a gobernantes y gobernados, para que ni unos pecasen de rebeldes, ni se aplicasen los otros a ser tiranos.
63. Los que administran el estado o los que tienen el poder, sean cualesquiera sus hechos, se ocultan siempre tras la justicia o intentan persuadir al pueblo de que han obrado en todo honradamente, lo cual fácilmente se consigue cuando sólo de ellos depende la interpretación del derecho. No es dudoso, en efecto, que por esto mismo reúnen la mayor libertad posible para todas las cosas que quieren, y es que les persuade su apetito, pero al contrario, la encontrarán muy limitada si el derecho de interpretar las leyes residiese en otro, o si esa interpretación fuese para todos tan patente que nadie pudiese abrigar dudas sobre ella.
64. Se hace por esto evidente que a los príncipes de los hebreos les fue arrebatada una ocasión de crímenes, puesto que había sido dado el poder de interpretar las leyes a l

os levitas, los cuales no poseían en el estado ni tierra ni poder administrativo alguno, y cuya fortuna y cuya gloria toda pendía, por tanto de su recta interpretación de las leyes; además, el pueblo entero estaba obligado a congregarse cada siete años en un lugar determinado, donde se enseñaba la ley por los pontífices, y a cada uno debía leer una y otra vez continuamente y con gran atención el libro de la ley.
65. También los príncipes debían cuidar, en su propio interés, de que todos administrasen según las leyes escritas y conocidas de todos si querían verse llenos de honor por el pueblo, que entonces los veneraba como ministros del gobierno de Dios y aun como sus representantes mismos; de otro modo no podían escapar al odio más terrible de sus súbditos, como es el odio de religión.
66. A esto, es decir, a enfrenar los apetitos de los príncipes, se añadió que el ejército se formaba de todos los ciudadanos (sin exceptuar ninguno desde los 20 años de edad hasta los 60), y sin que pudiesen los príncipes introducir en él ningún soldado extranjero por precio.
67. Esto, repito, fue de grande importancia, pues es muy cierto que los príncipes, sólo con los ejércitos a quienes pagan estipendio, pueden oprimir a los pueblos, y que nada temen más que la libertad de los soldados ciudadanos, cuya virtud, cuyo trabajo y hasta cuya sangre han servido de fundamento a la libertad y a la gloria del imperio.
68. Por eso Alejandro, cuando iba a emprender el segundo combate contra Darío, y oído el consejo de Parmenion, increpó, no a éste que le dio el consejo, sino a Polispercon que opinaba lo mismo. Pues como dice Curcio, no quiso regañar más acremente a Parmenion, a quien poco antes había reprendido con violencia, ni pudo oprimir aquella libertad de los macedonios, que como ya dijimos, apreciaba sobre todas las cosas, sino después que el número de los soldados cautivos fue más grande que el de los macedonios; entonces pudo dejarse llevar de su ánimo, impotente hasta aquel momento por la libertad de los soldados ciudadanos.
69. Si en un estado la libertad de los soldados conciudadanos contiene hasta tal punto a los príncipes que acostumbran usurpar ellos solos toda la alabanza de la victoria, mucho más debió contener a los príncipes entre los hebreos, cuyos soldados peleaban, no por ellos sino por la gloria de Dios, y sólo por la respuesta de éste emprendían siempre las batallas.
70. Añádese además que todos los príncipes de los hebreos estaban asociados por el vínculo de la religión. Por esto, si alguno se apartaba de ella y comenzaba a violar el derecho divino de cada uno, podía ser considerado como enemigo por los restantes, y ser perseguido con justo derecho por todos medios.
71. Téngase presente en tercer lugar el temor de algún nuevo profeta. Cualquier hombre de vida probada y que mostrase con algunos signos recibidos ser profeta, adquiría por esto mismo el derecho soberano de mandar, del mismo modo que Moisés, a quien fue revelado únicamente en nombre de Dios, y no como a los otros príncipes, por respuestas del pontífice.
72. Y no es dudoso que este hombre pudiese atraer fácilmente un pueblo oprimido, y que con algunos signos persuadiese a quien les agradase; al contrario, si los negocios se administraban rectamente podía el príncipe prepararse con tiempo para que el profeta debiese sujetarse a su juicio, y para que él examinase si era de vida probada, si poseía signos ciertos e indudables de su misión, y por último, si aquello que quería decir en nombre de Dios convenía con la doctrina recibida y con las leyes comunes de la patria. Y cuando los signos no respondían bastante, o la doctrina era nueva, estaba en su derecho castigando al profeta con la muerte; en los demás casos recibía adhesión por la sola autoridad y testimonio del príncipe.
73. Añádase en cuarto lugar que el príncipe no sobresalía de entre los demás ni por la nobleza, ni por el derecho de la sangre, sino que sólo en razón de su edad y de su virtud le correspondía la administración del imperio.
74. Considérese, finalmente, que los príncipes y el ejército todo, no podían tener mayor deseo de guerra que de paz. El ejército, como ya dijimos, constaba sólo de ciudadanos, y por esto, tanto las cosas de la guerra como las de la paz, se administraban por los mismos hombres. De este modo, aquel que era soldado en los campamentos, era ciudadano en el foro, y el que era capitán en el campamento era juez en la curia; y, finalmente, el que era general en campo, príncipe era en la ciudad.
75. Así nadie podía decir la guerra por la guerra, sino por la paz, y para conseguir la libertad; y aun el príncipe, por no sujetarse al soberano pontífice y comparecer delante de él, a pesar de su dignidad, se abstenía en cuanto le era posible de cosas nuevas. Estas razones contenían a los príncipes dentro de sus justos límites.
76. Veamos ahora por qué razón se contenía el pueblo, aunque esto bien claramente lo indican los fundamentos mismos del estado. Si alguno quiere atender brevemente a ellos, verá al instante que debía existir en los ánimos de los ciudadanos un singular amor a la patria, de tal modo, que nada más difícil podía ocurrirse al pensamiento de los hebreos que hacer traición a esa misma patria o apartarse de ella; sino que, al contrario, todos debieron estar dispuestos a sufrir todas las cosas antes que la dominación extranjera.
77. Después que colocaron su derecho en manos de Dios, y que creyeron que su reino era el reino de Dios, y ellos solos los hijos de Dios, y que todas las demás naciones eran enemigas de Dios, sobre las cuales, por esta razón, colocaron el odio más violento (pues esto creían ser cosa piadosa), nada pudieron aborrecer más que el juramento de fidelidad a algún extranjero y el prestarle obediencia, ni mayor castigo ni nada más execrable podría imaginarse entre ellos que hacer traición a la patria; esto es, al reino mismo de Dios a quien adoraban.
78. Añado que se consideraba como deshonra si alguno marchaba a habitar fuera de su patria, porque el culto de Dios, al que siempre estaban obligados, sólo era permitido ejercerlo en el suelo patrio, porque sólo aquella tierra era santa, y las demás se miraban como inmundas y profanas.
79. Por eso David, obligado a desterrarse, se lamenta en presencia de Saúl: «Si aquellos que contra mí te instiguen los hombres, malditos sean, porque me arrojan de la herencia de Dios, y dicen ve y sacrifica a los dioses extranjeros». Por esta causa ningún ciudadano, como hice notar anteriormente, era castigado con el destierro; el que peca es ciertamente digno del suplicio, pero no de la deshonra.
80. Pero el amor de los hebreos para su patria, no era simple amor, sino piedad pues al mismo tiempo que su odio a las demás naciones, de tal modo crecía y se alentaba con el culto cotidiano, que vinieron a formar parte de su propia naturaleza; el culto cotidiano no sólo era diverso en todo (en lo cual consistía el estar separados profundamente de los demás pueblos) sino absolutamente contrario.
81. De esta reprobación diaria debió nacer un odio continuo, que nada puede dominar tan fuertemente en el ánimo, como un odio nacido de una gran devoción y de la piedad, porque creyéndose piadoso, con nada se iguala en lo grande y en lo pertinaz. No faltaba tampoco una causa común mediante la cual se encendiese más y más el odio, a saber: su reciprocidad, pues las naciones extrañas debieron sentir contra ellos un odio intensísimo.
82. Reuniendo todas estas cosas, a saber: la libertad en el gobierno humano, el culto de la patria llevado hasta la devoción, su derecho absoluto y su odio, no sólo permitido, sino piadoso, respecto a las demás naciones, la singularidad de las costumbres y de los ritos, y el tener a todos por enemigos; todo ello, repito, debió afirmar los ánimos de los hebreos en esta singular constancia y en este deseo de sufrirlo todo por su patria, según enseña la razón claramente, y está demostrado por la experiencia misma; nunca mientras estuvo en pie su ciudad pudieron soportar la dominación extranjera, y por eso se llamaba a Jerusalén la ciudad rebelde.
83. El segundo imperio (que apenas fue una sombra del primero, después que los pontífices usurparon el poder supremo) pudo difícilmente ser destruido por los romanos, según el mismo Tácito atestigua con estas palabras en el libro n de su historia: «Profligaverat bellum Judaicum Vespasianus, oppugnatione Hierosimilorum reliqua, duro magis et arduo opere ob ingenium gentis et pervicaciam superstitionis, quam quod satis viruim obsessis ad tolerandas necessitate superesset».
84. Realmente, además de estas cosas, cuya apreciación depende de las opiniones únicamente, había en este imperio otra singularidad, que fue importantísima, y a que los ciudadanos debieron en gran parte no verse víctimas de una defección, ni tener jamás el deseo de abandonar la patria; quiero decir, la utilidad, que es el nervio y la vida de todas las acciones humanas. Y ésta, repito, era singular en el imperio hebreo.
85. Los ciudadanos no poseían en ninguna parte sus bienes con tanto derecho como los súbditos de aquel imperio, que poseían igual porción de tierras y de campo que el príncipe y donde cada uno era eternamente dueño de lo suyo. Si alguno, obligado por la necesidad, vendía su fundo o su campo, debía ser restituido enteramente de él en la época del jubileo; y de este modo se hallaban de tal manera dispuestas las cosas que nadie podía enajenar sus bienes inmuebles.

86. Además, la pobreza no podía ser en ninguna parte tan fácil de sobrellevar como allí, donde la caridad para con el prójimo, esto es, para con el ciudadano, debía ser practicada para tener al rey, su señor, contento. No podían, pues, los ciudadanos hebreos estar bien sino en su patria, y fuera de ella sólo encontraban vergüenza y oprobio.
87. Además, no sólo para retenerlos en el suelo de su patria sino para evitar las guerras civiles suprimiendo objetos de disputas, servía admirablemente lo que hemos dicho, a saber: que ninguno servía a su igual, sino a Dios solo, y que la caridad y el amor para con el conciudadano se estimaban como piedad soberana, la cual se alimentaba del odio común que los judíos tenían para con las demás naciones y a que éstas correspondían del mismo modo.
88. Además servía esta gran disciplina de obediencia en que eran educados para obligarlos a someterse en un caso dado; de este modo no se permitía a cada uno trabajar a su antojo sino en ciertas épocas y en ciertos años y sólo con un género determinado de animales. Del mismo modo no era lícito sembrar ni segar sino de cierto modo y en cierto tiempo; y en fin, el culto era en absoluto una continua vida de obediencia, sobre lo cual debe verse nuestro capítulo 5 acerca del uso de las ceremonias.
89. Habituados a prácticas enteramente las mismas, esta servidumbre debió parecerles libertad; de donde debe seguirse que nadie debía desear lo que estaba prohibido, sino lo que se hallase mandado, y que no debía servir poco a este objeto que en ciertas épocas del año se entregasen todos al descanso y a la alegría, no por capricho, sino para obedecer completamente a Dios.
90. Tres veces al año eran convidados de Dios. El séptimo día de la semana debían cesar en sus trabajos y entregarse al reposo; y además de esto, se habían señalado otras épocas en las cuales no se concedían sino que se mandaban los convites y la alegría con actos honestos. No entiendo que pueda imaginarse nada más eficaz para dirigir los ánimos de los hombres; pues nada atrae más al ánimo que aquella alegría que nace de la devoción, esto es, de la admiración y del amor.
91. Ni podían tampoco fácilmente dejarse llevar por el disgusto de las cosas gustadas, pues el culto destinado a los días festivos era raro y variado. Venía a añadirse a esto la soberana reverencia al templo, puesto que observaron siempre aquel culto y aquellas cosas singulares que estaban religiosamente obligados a ejecutar, para que les fuese permitido en él la entrada, y por eso aun hoy día no leen sin gran horror aquel crimen de Manasés, que se atrevió nada menos que a levantar un ídolo dentro del mismo templo.
92. No era menor la reverencia del pueblo respecto de aquellas leyes que religiosamente se custodiaban en lo más íntimo del santuario. No eran, por tanto, de temer en estas cuestiones rumores ni prejuicios del pueblo (nadie se atrevía a hacer un juicio sobre las cosas divinas); pero en todas las cosas que regían por autoridad divina, aceptadas como respuestas en el evangelio o establecidas por Dios mismo, debían los hebreos obedecer sin examen alguno de la razón. Y creo haber expuesto, aunque breve, bastante claramente la constitución fundamental de aquel imperio.
93. Fáltame ya inquirir las causas, mediante las cuales los hebreos han faltado tantas veces a la ley, han sido tantas reducidos a la esclavitud, y en fin, han producido la completa ruina de su imperio. Quizá diga alguno que esto ha sucedido por la contumacia de las gentes. La respuesta es pueril. ¿Por qué, en efecto, esta nación ha sido más rebelde que las otras? ¿Por la naturaleza? La naturaleza no crea naciones, sino individuos, los cuales no se distinguen en naciones diferentes sino por la diversidad de las lenguas, de las leyes y de las costumbres adoptadas.
94. De estas dos cosas, es decir, las leyes y las costumbres, deriva para cada nación un carácter particular, una singular condición, y por último preocupaciones singulares. Si quiere concederse que los hebreos fueron más sediciosos que los demás mortales, debe imputarse a vicios de las leyes o de las costumbres recibidas.
95. Y es seguramente cierto que si Dios hubiera querido hacer su imperio más duradero, le hubiera establecido con otros derechos y otras leyes, instituyendo al mismo tiempo otro sistema para administrarlo. Porque ¿qué otra cosa podemos decir sino que los hebreos tuvieron airado a su Dios, no sólo como dice JeremíaS , desde la fundación de la ciudad, sino desde la institución de las leyes?
96. Lo mismo atestigua Ezequiel con estas palabras: «Yo he dado a ellos instituciones no buenas y derechos con los cuales no vivirán; yo los he humillado con sus dones cuando ofrecían el fruto de la madre (esto es, el primogénito), para destruirles, y que supieran que yo soy Jehová» . Debe notarse, para comprender rectamente estas palabras y la causa de la destrucción del imperio, que la primera intención fue confiar todo el ministerio sagrado a los primogénitos y no a los levitas.
97. Pero después que todos, a excepción de los levitas, adoraron al becerro, fueron rechazados e impurificados los primogénitos y escogidos en su lugar los levitas, cuya mutación, cuanto más y más pienso en ella, me hace recordar las palabras de Tácito de que «en aquel tiempo no cuidaba Dios tanto de la seguridad del pueblo como de la venganza». No puedo admirarme bastante de que la cólera celeste haya sido tan grande que Dios estableciese las leyes que sólo sirven siempre al honor, la seguridad y la salud de todo el pueblo, con ánimo de vengarse y de castigar al pueblo todo, hasta el punto de que las leyes hayan sido consideradas, no como leyes, esto es, como salvación del pueblo, sino como penas y como suplicios.
98. En efecto, todos los regalos que debían darse a los sacerdotes y a los levitas, lo mismo que el deber de redimir a todos los primogénitos y de pagar un tributo por cabeza, y finalmente, el poder únicamente los levitas acercarse a las cosas sagradas, recordaban continuamente a los demás su reprobación y su impureza.
99. Los levitas, por otra parte, encontraban de continuo motivos para humillarlos. No es dudoso que entre tantos miles se encontrasen algunos teologastros inoportunos, de donde nació en el pueblo el deseo de observar los hechos de los levitas, que sin duda eran también hombres, y de acusar a todos, como se hizo, por los delitos de uno solo. De aquí rumores continuos; además el cansancio de alimentar hombres ociosos y odiados, y que no estaban unidos a ellos por la sangre; especialmente si los víveres estaban caros.
100. ¿Cómo admirarse, cuando los milagros manifiestos habían cesado y vivían en el ocio, y la autoridad no se daba a hombres escogidísimos, de que comenzase a languidecer el ánimo irritado y avaro del pueblo, y sí alejarse de su culto, que aun siendo divino era para él ignominioso y aun sospechoso y aun desear algo nuevo; de que los príncipes, que siempre buscan camino de obtener ellos solos el soberano imperio, concediesen todas las cosas al pueblo, o introdujesen nuevos cultos para atraer a sí a la muchedumbre y apartarla de los pontífices?
101. Si la república se hubiese constituido según la intención primitiva, el derecho y el honor hubiesen sido iguales siempre para todas las tribus, y todas las cosas hubiesen continuado completamente seguras. Porque, ¿quién pretende violar el derecho sagrado de sus consanguíneos? ¿quién no querría por deber de religión alimentar a sus consanguíneos, a sus padres y a sus hermanos, para que éstos les enseñaran la interpretación de las leyes, y para esperar de ellos finalmente respuestas divinas?
102. Además, todas las tribus hubiesen permanecido más tiempo unidas entre sí, si para todas hubiese sido igual el derecho de administrar las cosas sagradas; porque nada había que temer si la elección misma de los levitas había tenido otra causa que la venganza y la ira. Pero como ya dijimos, tuvieron airado a su Dios, que para repetir las palabras de Ezequiel los humilló en sus propios presentes, devolviéndoles todo fruto de madre, con ánimo de destruirlos.
103. Confírmanse estas cosas por las historias mismas. Apenas el pueblo comenzó a tener algún descanso en el desierto, muchos, no de la plebe, comenzaron a llevar de mal modo esta elección, y de ello tomaron ocasión para creer que Moisés nada había hecho por mandato divino, sino que había instituido todas las cosas a su capricho, puesto que eligió a su tribu entre todas las tribus y dio eternamente a su hermano el derecho de pontificado, por lo cual van a él clamando en gran tumulto, que todos son igualmente santos, y que debe arrebatársele el derecho que se ha atribuido sobre todos.
104. No pudo apaciguarlos con ninguna razón; pero cumplido un milagro en señal de fe, todos fueron exterminados; de donde nació una nueva y universal sedición de todo el pueblo, que creía que no por juicio de Dios, sino por arte de Moisés, habían sido exterminados. Y no consiguió calmar al pueblo sino después de un gran azote de la peste, tan grande, que todos deseaban la muerte más que la vida. Por esto en aquel tiempo se terminaba la sedición antes de que llegase la concordia.
105. Lo cual atestigua la Escritura, cuando Dios predice a Moisés que después de su muerte sería el pueblo infiel a su divino culto, y le añade: «Conozco las pasiones de ellos y lo que preparan hoy mientras no los conduzca a la tierra que les he parado». Y poco después Moisés dice al pueblo mismo: «Conozco vuestra rebelión y vuestra obstinación. Si mientras yo he vivido entre vosotros fuisteis rebeldes contra Dios, mucho más lo seréis después de mi muerte».
106. Y verdaderamente así sucedió, según sabemos todos. De donde los grandes cambios y las grandes trasformaciones, la licencia en todas las cosas, el lujo y pereza con las cuales comenzó todo a destruirse hasta que rompieron, sometidos varias veces, el derecho divino, y quisieron su rey mortal para que la mansión regia no estuviese en el templo, sino en el palacio, y para que todas las tribus fuesen conciudadanas, no por el derecho divino y el pontificado, sino en consideración a los reyes.
107. Nació de esto materia para nuevas sediciones, de las cuales llegó finalmente la total ruina del imperio. ¿Qué menos pueden conseguir los reyes que el reinar de un modo precario y consentir otro imperio dentro de su imperio? Los primeros que fueron elegidos a este cargo, siendo varones privados, quedaron contentos del grado de dignidad a que ascendían.
108. Pero después, cuando fueron llamados sus hijos por derecho de sucesión, comenzaron a mudar todas las cosas paulatinamente para que en ellos solos residiera todo el imperio, de que carecían en gran parte, puesto que el derecho de dar leyes no dependía de ellos, sino del pontífice, que las custodiaba en el santuario y las interpretaba al pueblo: por eso se hallaban obligados a las leyes, como sus súbditos, sin derecho para derogarlas o para establecer otras nuevas con igual autoridad. Además, porque el derecho de los levitas prohibía a los reyes como a los súbditos, por ser profanos, administrar las cosas sagradas; y finalmente, porque toda la seguridad de su imperio dependía de la voluntad de uno solo a quien se reconocía como profeta, de lo cual se había visto ya algún ejemplo. Véase con cuanta libertad Samuel mandaba en todas las cosas a Saúl, y cuán fácilmente por una sola falta pudo transferir a David el derecho al trono. Con todo esto, no sólo tenían otro imperio dentro del imperio, sino que reinaban precariamente.
109. Para superar estas dificultades pensaron dedicar otros templos a los dioses, para de este modo no consultar cosa alguna con los levitas, y buscaron algunos que profetizasen en nombre de Dios, para respetarlos como tales profetas y oponerlos a los verdaderos.
110. A pesar de intentarlo tantas veces nunca consiguieron el objeto de sus deseos. En efecto, los profetas, preparados a todo, esperaban el tiempo oportuno, o sea la sucesión del imperio, precaria siempre, mientras alienta la memoria del antecesor. Entonces suscitaban fácilmente algún rey, lleno de la autoridad divina y adornado de grandes virtudes destinado a vindicar el derecho divino y a poseer el imperio, o una parte al menos de su derecho.
111. Pero ni aun por este medio pudieron alcanzar nada los profetas, puesto que aun suprimiendo de en medio un tirano, se conservaban, sin embargo, sus causas. No hacían, por lo tanto, otra cosa que comprar un nuevo tirano con mucha sangre de los ciudadanos. No había fin para los desórdenes y las guerras civiles, existiendo siempre las mismas causas para violar el derecho divino; causas que no pudieron ser quitadas de en medio, sino mediante la absoluta destrucción del imperio.
112. Vemos por lo dicho de qué modo se introdujo la religión en la república de los hebreos y bajo qué aspecto hubiese podido ser eterno su imperio, si la justa cólera de sus legisladores hubiese seguido persistiendo en lo mismo. Pero como no pudo hacerse así, debió perecer. Y hasta ahora sólo he hablado del primer imperio.
113. El segundo apenas fue una sombra de éste, puesto que se hallaban sujetos al derecho de los persas, de quienes eran súbditos, y después que hubieron recobrado la libertad los pontífices usurparon el derecho al principado, con lo cual obtuvieron su imperio absoluto, de donde su deseo señalado en los sacerdotes de conseguir a un tiempo el trono y el pontificado.
114. Por esto no había nada que decir de este segundo imperio. Respecto al primero, en tanto que lo concebimos como permanente, veremos, según las consideraciones que siguen, si puede hoy ser imitado, y si debe imitarse mientras sea posible.
115. Quiero únicamente observar en este lugar, como indicamoS más arriba que consta de las consideraciones que en este capítulo hemos demostrado, que el derecho divino o religioso nace de un pacto, sin el cual no es otra cosa que el derecho natural, y que por eso los hebreos no estaban obligados por la religión a nada respecto de las gentes que no intervinieron en el pacto, sino sólo con los conciudadanos.

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