EL POSITIVISMO EN HISPANOAMÉRICA

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© Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano
E
dición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.  

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EL POSITIVISMO COMO FILOSOFÍA PARA UN NUEVO ORDEN

Después de la escolástica, ninguna otra corriente filosófica ha llegado a tener en Hispanoamérica la importancia que tuvo el positivismo. Por lo que se refiere a la escolástica, su arraigo y vigencia dependieron de la concepción que sobre el mundo y la vida tuvieron los pueblos que conquistaron y colonizaron esta parte de América. La península ibérica, España y Portugal, había venido a ser, en la época del descubrimiento y colonización de América, uno de los últimos baluartes de la concepción del mundo ya en su retirada frente a lo que se ha dado el nombre de modernismo; esta concepción se encontraba encarnada especialmente en Inglaterra. España y Portugal trajeron a estas tierras la religión católica y con ella la filosofía que la justificaba racionalmente. La escolástica, como filosofía organizadora de la mente, vino a completar la obra que el catolicismo realizaba desde el punto de vista religioso y España y Portugal como poder político efectuaban: la colonización de Iberoamérica.

A esta parte de América llegaron también otras corrientes filosóficas, las mismas que en Europa habían ido minando, cuando no destruyendo, la autoridad de la filosofía católica. El cartesianismo, el sensualismo, la ilustración, el eclecticismo, la ideología y el utilitarismo fueron dichas corrientes. Sirviéndose de ellas, los iberoamericanos se fueron enfrentando a la filosofía impuesta por la Colonia y que sentían como tal. Sin embargo, ninguna de estas filosofías llegó a tener la importancia del positivismo. Mientras las demás doctrinas filosóficas ya citadas no jugaron otro papel que el de instrumentos destructivos, útiles para desembarazar paulatinamente a los iberoamericanos de la serie de ideas que les habían impuesto, rompiendo el cerco mental dentro del cual se había pretendido encerrarlos, el positivismo pretendió ser algo más: la doctrina filosófica que reemplazaría a la escolástica. Mientras las otras doctrinas fueron vistas como instrumentos destructivos o de combates, el positivismo fue visto como un instrumento de orden, constructivo. La filosofía positiva trató de ser, en nuestra América independiente, lo que la escolástica había sido en la colonia: un instrumento de orden mental. Quienes enarbolaron esta doctrina trataron de realizar algo que no había sido posible hasta entonces a pesar de la emancipación política: la emancipación mental. El problema de esta emancipación se planteó con mayor dramatismo en la América hispana que en la lusitana.

Diversas circunstancias históricas condujeron a los países hispanoamericanos por caminos distintos a los seguidos por el Brasil en su evolución política y social. Los primeros, los hispanoamericanos, trataron de romper violentamente con su pasado colonial; el segundo, sin proponerse abiertamente tal cosa, evolucionó en forma casi natural en sus diversas etapas de independencia. La emancipación política de los primeros fue seguida de las más violentas guerras intestinas; por lo que se refiere al Brasil, su emancipación política, así como los demás cambios políticos que se realizaron, se alcanzó dentro del más completo orden: un buen día, el pueblo que se había acostado siendo colonial despertaba siendo un imperio independiente; para despertar, otro día, siendo república.

Los hispanoamericanos vieron en el positivismo la doctrina filosófica salvadora. Éste se les presentó como el instrumento más idóneo para lograr su plena emancipación mental y, con ella, un nuevo orden que había de repercutir en el campo político y social. El positivismo se les presentó como la filosofía adecuada para imponer un nuevo orden mental que sustituyese al destruido, poniendo así fin a una larga era de violencia y anarquía política y social. Por el contrario, a los brasileños, el positivismo se les presentó únicamente como la doctrina más apta para enfocar las nuevas realidades que se ofrecían en su natural evolución social. Para los hispanoamericanos el positivismo fue visto como un instrumento para cambiar una determinada realidad; para los brasileños sólo fue un instrumento puesto al servicio de la realidad que se les ofrecía. Los primeros quisieron orientar la realidad, los segundos simplemente adaptarse a ella.

Los hombres de Hispanoamérica, aun cuando sólo pretendían restablecer el orden, actuaron siempre como revolucionarios, ya que para asegurarlo intentaron, nada menos, que cambiar la mente, los hábitos y costumbres heredados de la Colonia. Los brasileños, por el contrario, como hombres de orden que eran, no pretendieron otra cosa que poner su país a la altura de las nuevas circunstancias.[1] Por esta razón, el positivismo en Hispanoamérica no habrá de ser, al final de cuentas, sino una nueva y gran utopía; mientras en el Brasil fue el instrumento adecuado para una realidad determinada. En este sentido los brasileños fueron verdaderos positivistas al seguir el camino de la evolución y no el de las revoluciones. En su evolución no se encuentran las rupturas violentas que encontramos en nuestros países. El filósofo católico Jackson de Figueiredo ha dicho del positivismo en su patria: “Si en vez del positivismo hubiera sido otro el espíritu filosófico que hubiera animado a los fundadores de la república, ¿dónde nos hubiera llevado el entusiasmo demagógico? Como brasileño, al contrario de mucha gente, veo con buenos ojos la influencia más o menos eficaz del positivismo en nuestros veintiséis años de vida republicana. El positivismo sabe lo que quiere en medio de la confusión de ideas y sentimientos egoístas” (Francovich, 1943: 44).

En sus luchas libertarias los hispanoamericanos reaccionaron siempre en forma violenta, en cada caso trataron de borrar de una vez y para siempre toda influencia considerada por ellos extraña. Con la llamada herencia colonial quisieron acabar desde sus raíces, como si tal fuese plenamente posible. Creyeron poder poner fin a todos los males que les aquejaban extirpando esa herencia e implantando en su lugar formas nuevas de comprender y enfrentarse a la vida. Sirviéndose del positivismo, los mexicanos creyeron que iban a dar término a la ya casi perpetua anarquía que los agitaba. En la Argentina se lo consideró un buen instrumento para acabar las mentes absolutistas y tiránicas que la habían azotado. Los chilenos consideraron al positivismo como un instrumento eficaz para convertir en realidad los ideales del liberalismo. En el Uruguay el positivismo se ofreció como la doctrina moral capaz de acabar con una larga era de cuartelazos y corrupciones. Perú y Bolivia encontraron en el mismo la doctrina que habría de fortalecerles después de la gran catástrofe nacional que sufrieron en su guerra contra Chile. Los cubanos vieron en él la doctrina que justificaba su afán de independencia en contra de España. El positivismo fue en todos estos casos un remedio radical, con el cual trató Hispanoamérica de romper con un pasado que le abrumaba. Los brasileños, por el contrario, se sirvieron del positivismo únicamente en aquellos aspectos en que su realidad así lo reclamaba. Era la realidad misma la que reclamaba esta doctrina, y no ésta la que se quería imponer a la realidad.

 

EL POSITIVISMO Y SUS DIVERSAS INTERPRETACIONES EN HISPANOAMÉRICA

Los países hispanoamericanos se sirvieron del positivismo en diversas formas, de acuerdo, siempre, con los problemas más urgentes a los cuales trataron de dar solución. En relación con estas urgencias fueron las interpretaciones que de esta filosofía hicieron. Y dichas interpretaciones dependieron siempre de una serie de circunstancias históricas, dentro de las cuales se plantearon los problemas a los cuales trataron de dar solución. De aquí que, si bien se pueden encontrar ciertas semejanzas entre las diversas interpretaciones ofrecidas, lo que más se destaca son sus grandes diferencias. Se puede hablar de un positivismo hispanoamericano; pero también, con el mismo derecho, de un positivismo mexicano, argentino, uruguayo, chileno, peruano, boliviano o cubano. En cada una de las interpretaciones que se ofrecieron del positivismo late siempre el conjunto de problemas propio de quienes realizaban la interpretación.

Lo que se presenta como general en tales interpretaciones es su rechazo, por lo que se refiere al comtismo, de la religión de la humanidad. En este sentido se diferencian de la adopción brasileña, que sí la acepta.[2] Encontramos, sí, figuras aisladas, como las de Agustín Aragón, Gabino Barreda y José Torres en México, que siguen el positivismo francés en su integridad; pero sin que tal devoción llegue a tener mayor arraigo.[3] En Chile, los hermanos Juan Enrique, Jorge y Luis Lagarrigue realizan grandes esfuerzos para que sea aceptada la sociocracia comtiana, pero tampoco encuentran gran eco. En el resto de los países hispanoamericanos la religión de la humanidad es definitivamente rechazada; y, en Cuba, por lo que ella puede implicar de negativo para la revolución de independencia, es rechazado todo el comtismo.

Uniforme es también la adopción que se hace del positivismo como doctrina educativa. En algunos países se lo considera como el mejor instrumento para formar un nuevo tipo de hispanoamericano que no está lejos de su modelo sajón. En otros se lo ve como un buen instrumento para arrancar de los educandos todo lo que llaman conjunto de supersticiones que han heredado de la Colonia. Mediante una educación positivista se cree que se llegará a formar un nuevo tipo de hombre libre de todos los defectos de que le hizo heredero la Colonia y con un gran espíritu práctico, el mismo que ha hecho de los Estados Unidos e Inglaterra los grandes pueblos conductores de la civilización moderna.

En el plano político las diferencias van a depender de las determinadas situaciones con las cuales se van a encontrar los teóricos del positivismo hispanoamericano. Por ejemplo, el rechazo que se hace del comtismo en Cuba y la adopción del positivismo inglés, tiene relación con el interés político perseguido por los forjadores de la emancipación política de la isla. En México el comtismo es aceptado en el campo educativo, tal como se expresa en la reforma realizada por Gabino Barreda; en cambio, en el campo político es el positivismo inglés, principalmente Spencer, el que es seguido dando sus elementos teóricos a la política del régimen de Porfirio Díaz.[4] En la Argentina el comtismo influye en el campo educativo mientras el positivismo inglés lo hace en el administrativo y el político. En el Uruguay se destaca el positivismo sajón como ins­trumento al servicio de la moralización de la república. En Chile, tanto el comtismo como el positivismo inglés son comprendidos desde un punto de vista liberal. Bolivia, Perú, Paraguay, Colombia, Venezuela y Ecuador ven también en el positivismo una doctrina liberal.

El positivismo, desde luego, no influye con vigor semejante en todos los países hispanoamericanos, aunque de hecho su influencia se haga notable en la totalidad de ellos. Poderosa es su influencia en México, impregnando toda una época política y culturalmente, la que lleva el nombre de porfirismo. En este país la figura que resalta en primer lugar es Gabino Barreda, introductor del positivismo y reformador de la educación en México; en el campo político y en el campo educativo se destaca Justo Sierra, quien, al lado de un grupo de nuevos políticos formados en la escuela positivista, es algo así como el teórico político y educativo de la era porfirista. En la Argentina el positivismo influye también poderosamente. Aquí se destacan tres grandes grupos: el de los llamados positivistas sui generis o pre-positivistas, entre los que se distinguen Sarmiento, Alberdi y Echeverría; el grupo de la llamada Escuela de Paraná, de formación comtiana, que influye en el campo educativo a través de las escuelas normalistas. Dentro de este grupo se destacan Pedro Scalabrini, Alfredo J. Ferreira, Ángel C. Bassi, Maximio Victoria, Leopoldo Herrera y Manuel Bermúdez. Otro grupo poderoso se presenta en la Universidad de Buenos Aires, donde se combina el positivismo comtiano con el inglés, especialmente Spencer. Este grupo se destaca por la aplicación que hace del criterio científico y del principio de la evolución a los diversos problemas políticos, administrativos y educativos que se le plantean. El positivismo también toma en la Argentina el carácter de un liberalismo avanzado y socializante; tal es el positivismo de José Ingenieros y de Juan B. Justo, que en política pertenecen al Partido Socialista Argentino. El segundo combina el evolucionismo de Spencer con el marxismo, formando las bases teóricas del partido socialista citado, del cual es también fundador. Otros positivistas, de formación comtiana, se orientarán hacia los principios del mismo partido; entre éstos se encuentra Américo Ghioldi.

En Chile es José Victorino Lastarria, uno de los primeros positivistas, quien llega a Comte por lo que ha considerado afinidad de ideas. Para Lastarria el positivismo es una ideología liberal, por lo que hace del mismo un instrumento al servicio de la defensa de las libertades políticas de su pueblo. Otro chileno, Valentín Letelier, continúa esta interpretación respecto al positivismo. Frente a estos positivistas, a los que se podría dar el nombre de heterodoxos, surge otro grupo, el de los ortodoxos, que siguen la filosofía comtiana en su integridad, incluyendo el aspecto religioso; en este grupo se encuentran los ya citados hermanos Lagarrigue. Como habrá de verse más adelante, la historia de Chile ofrecerá a ambas corrientes la oportunidad de hacer patentes sus respectivas actitudes frente a un mismo hecho; éste lo será el golpe de Estado en contra del presidente Balmaceda.

En el Uruguay, el positivismo se enfrentó a la corriente llamada espiritualista. La polémica giró en torno a la capacidad de ambas doctrinas para moralizar al país, agitado por múltiples cuartelazos y corrupciones de todo género. En el Perú, la filosofía positiva influirá fuertemente, alentando reformas educativas y administrativas. Aquí se destacan el sociólogo y parlamentario Mariano Cornejo, Javier Prado y el educador Manuel Vicente Villarán.

En Cuba, el positivismo tiene también gran influencia; su principal expositor será José Enrique Varona. Spencer es el filósofo positivista a quien se sigue, no así Comte. Este último sólo tuvo un estudioso cubano, Andrés Poey, que vive en Francia y escribe en francés. El comtiano ha sido rechazado en Cuba por Varona y los que le siguen por razones políticas propias de la isla. Como es bien sabido, Cuba es la última nación de Hispanoamérica que alcanza su independencia de España. De aquí que todos sus pensadores, a lo largo de la casi totalidad del siglo xix, hayan tenido una sola preocupación: la emancipación de la isla. Existe una clara y definida línea entre todos sus pensadores, que son al mismo tiempo educadores; línea que parte de Agustín Caballero, se continúa en Félix Varela, culmina en José de la Luz y Caballero y se realiza en Varona. Todos ellos están animados de la misma preocupación: educar y dar a los cubanos una serie de ideas que les permita estar listos para alcanzar la independencia en la primera oportunidad que se les ofrezca. De aquí que les preocupase la selección de las filosofías que ofrecían a sus educandos. No todas las doctrinas filosóficas eran aptas para despertar en los mismos el sentido de independencia y el afán de alcanzarla. Existían doctrinas filosóficas que podían embotar este sentido haciéndoles conformarse con la realidad dada. En ese caso estaba el positivismo de Augusto Comte. Su idea de un orden semiteológico podría justificar el orden impuesto por España; en cambio, Spencer, con sus ideas sobre la evolución que culmina en la plena libertad del individuo y su análisis de carácter científico de la realidad social, justificaba el afán de libertad de los cubanos y les hacía observar los males causados por la Colonia.

En Bolivia, al igual que en el Perú, el positivismo empieza a tener influencia después de la derrota que sufre en su guerra con Chile en 1880. Esta guerra le cuesta la única salida al mar. De la derrota culparán a su propia educación, a su formación mental, que consideran idealista. Frente a este pasado, que no supo medir las fuerzas reales de Bolivia, se opone una doctrina realista y positiva. Agustín Azpiazu es la principal figura del movimiento positivista en la república de Bolivia. En el resto de los países hispanoamericanos el positivismo, aunque influye poderosamente, no llega a ser tan importante como en los citados. En lo general se le toma como un instrumento al servicio de la ideología liberal y como un instrumento anticlerical. Su principal expositor en el Paraguay lo será Cecilio Báez; en Venezuela, Gil Fortoul; en Colombia, Nicolás Pinzón y Herrera Olarte; en Puerto Rico, la venerable figura del educador Eugenio María de Hostos. En todos estos últimos países se combina el positivismo francés con el inglés, pero destacándose el último, especialmente el positivismo de Spencer.

 

ESPERANZAS Y FRACASOS DEL POSITIVISMO

En todos y cada uno de los casos citados, el positivismo se presentó a los reformadores hispanoamericanos como el mejor de los instrumentos para lograr lo que era su mayor preocupación: la emancipación mental de Hispanoamérica. Esto es, para cambiar el espíritu e índole de los hispanoamericanos, creyeron que era posible, mediante una educación adecuada, borrar el espíritu que había impuesto España a sus colonias. Una vez borrado este espíritu, pensaron, Hispanoamérica podrá ponerse a la altura de los grandes pueblos civilizados. En el norte veían cómo se alzaba cada vez más poderoso el modelo de lo que debían ser los pueblos de la América. Quisieron acabar con el espíritu que hacía posible la anarquía y el despotismo. Trataron de poner punto final a una historia de la que se avergonzaban todos los hispanoamericanos.

Así, entre 1880 y 1900 pareció surgir una Hispanoamérica nueva. Una Hispanoamérica que aparentaba no tener ya nada que ver con la de los primeros cincuenta años que siguieron a su independencia política. Un nuevo orden se alzaba en cada país; pero ya no era el orden teológico y colonial que había repudiado. Ahora era un orden apoyado en la ciencia. Un orden que se preocupaba por la educación de sus ciudadanos y por alcanzar para ellos el mayor confort material. Los ferrocarriles empezaron a surgir y cruzar los caminos, las industrias se multiplicaban. Se deja sentir una era de progreso y, con ella, una era de gran optimismo. En política, las palabras libertad, progreso y democracia sobre bases científicas y positivas aparecían como nuevas banderas. Una poderosa inmigración en varios países hispanoamericanos hacía pensar en lo que ésta había significado en los Estados Unidos de Norteamérica. La riqueza, teniendo como fuente la industria, pareció ser el mejor de los estímulos para el crecimiento de la nueva América. El ideal de los emancipadores de Hispanoamérica parecía realizarse.

Sin embargo, un sordo descontento se deja sentir pronto en muchas capas sociales. Se habla del materialismo de la época, del egoísmo como su personificación. La educación no llegaba a todas las capas sociales. El confort no era disfrutado por todos los miembros de la sociedad. Pronto se destacarán grandes diferencias sociales. Se han formado oligarquías que acaparan los negocios públicos para mejor servir sus negocios económicos. No faltan tampoco nuevas formas de tiranía, como la de Porfirio Díaz en México. Los ferrocarriles y las industrias crecen, pero se encuentran en otras manos que las hispanoamericanas. La burguesía en Hispanoamérica no es otra cosa que un instrumento al servicio de la gran burguesía europea y norteamericana que le ha servido de modelo. Nuevamente aparece el espíritu colonial y con él todos sus repudiados defectos. El liberalismo y la democracia continúan estando muy lejos de sus modelos; no son otra cosa que nombres con los cuales se siguen ocultando viejas formas de gobierno. Las mismas fuerzas coloniales continúan ejerciendo su predominio, aunque hayan cambiado de lengua y de ropaje.

Dichas fuerzas vuelven a levantar cabeza, esta vez puestas al servicio de nuevos imperialismos. Los golpes de Estado, las revoluciones y cuartelazos siguen enseñoreándose de nuestra América. El militarismo y el clericalismo continúan siendo las fuerzas negativas, pero ahora aliadas a los intereses de las diversas seudo-burguesías hispanoamericanas. Todos los males con los cuales se quiso acabar mediante una educación positivista, resurgen estimulados y acrecentados en muchos aspectos por los intereses de los nuevos imperios, de los cuales Hispanoamérica pasa a ser colonia. El problema parece insoluble: Hispanoamérica se vuelve a presentar, como en el pasado, dividida en dos grandes partes, una con la cabeza aún vuelta hacia un pasado colonial y otra con la cabeza orientada hacia un futuro sin realidad aún. Continúa faltando el lazo de unión entre estas dos actitudes. Lazo de unión que sólo podrá dar la toma de conciencia plena de nuestro pasado con vistas a la realización de nuestro anhelado futuro.

 

Notas

[1] Sobre el positivismo en el Brasil véase João Camillo de Oliveira Torres. O positivismo no Brasil. Río de Janeiro: Vozes, 1943; João Cruz Costa. A filosofia no Brasil. Porto Alegre: Do Globo, 1945; Antonio Gómez Robledo. La filosofía en el Brasil. México: unam, 1946; Guillermo Francovich. Filósofos brasileños. Buenos Aires: Losada, 1943.

[2] Véase la bibliografía citada en la nota anterior.

[3] Véase mi libro El positivismo en México. México: El Colegio de México, 1943.

[4] Véase mi libro Apogeo y decadencia del positivismo en México. México: El Colegio de México, 1944. 

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