¿QUÉ QUIEREN LOS ISRAELÍES?

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José Luis Caballero.
Escritor y periodista.
  

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La pregunta no es retórica puesto que no hay más que observar los acontecimientos en la antigua Palestina y sus alrededores, para darse cuenta de que Israel no se va a marchar nunca, al menos por voluntad propia, de Cisjordania, Gaza, El Golán y Jerusalén Este. Sus retiradas, a veces simbólicas, a veces tácticas, vienen seguidas de inmediato por una reocupación y se incrementa día a día la construcción de nuevas colonias y asentamientos judíos en territorios susceptibles de formar un hipotético estado palestino.

Norman Finkelstein es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Nueva York y autor de tres estudios capitales sobre la cuestión de Israel y Palestina: "La imagen y la realidad del conflicto israelí-palestino", "El surgimiento y caída de Palestina" y (junto con Ruth Bettina Birn) "Una nación bajo juicio". Finkelstein es judío, nacido en Canadá de padres sobrevivientes de campos de exterminio en Polonia, pero eso no es razón para no ser objetivo y es importante hacer hincapié en ese detalle porque, para mucha gente, ser contrario a la política israelí es todavía sinónimo de antisemitismo, como si aún no nos hubiéramos enterado que ser judío no es más que tener una religión, ser israelí es ser ciudadano de Israel y la política es, como decía un filósofo anónimo, “el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a los unos de los otros”.

En 1988, en su ponencia sobre los acuerdos de paz de Oslo, con motivo de la Conferencia "50 años de violación de derechos humanos: los palestinos desposeídos", Finkelstein decía: “Los asentamientos sionistas en Palestina entran dentro de la trayectoria general de conquista. El llamado proceso de paz es realmente la fase culminante de la conquista sionista”. ¿Qué nos dice esto en boca de un judío no sionista, es decir, no nacionalista ni comprometido con el proceso de ocupación de Palestina? Dice ni más ni menos que la ocupación de la Palestina tradicional, la que respondía a la antigua provincia romana o la más reciente otomana, es y ha sido una conquista, llevada por los sionistas de forma coherente y que culminó -o eso creíamos todos- en los acuerdos de Oslo.

Oslo santificó lo que muchos han calificado como la “bantustanización” de Palestina, o lo que es lo mismo, la muerte del Estado palestino independiente que había sido auspiciado desde 1948 por las Naciones Unidas. No hay más que ver, en los mapas, en qué quedaba convertido el Estado palestino, según esos acuerdos, para darse cuenta de su inviabilidad. Los palestinos quedaban reducidos a habitantes de un bantustán o de una “reserva sioux”. Se cumplía así la tesis del sionismo -no lo olvidemos, una forma de fascismo- que mantiene que los palestinos no son habitantes sino “ocupantes” de la tierra bíblica; sutil diferencia que les priva de todo derecho a ojos del Estado de Israel y facilita su expulsión.

En la misma ponencia, Finkelstein cita a sir Winston Churchill en una intervención ante la Comisión Peel en 1937 a propósito de la colonización sionista de Palestina: "No creo que un perro en un comedero tenga al fin todo el derecho sobre el comedero, aunque haya estado atado a él mucho tiempo... (...) no admito que se haya cometido ningún error con respecto a esa gente por el hecho de que una raza superior, una raza más evolucionada o en último caso más amplia de horizontes, haya llegado y se haya instalado en Palestina". Obnubilados por la fama de Churchill o por el sufrimiento británico bajo las bombas nazis -“sangre, sudor y lágrimas”- esa otra frase de sir Winston Churchill llamando a los palestinos “perros atados a un comedero” no ha pasado a la historia, pero la ha rescatado del olvido precisamente un judío cuya familia sufrió la persecución de esas alimañas, auténticas, llamadas fascistas.

Si ésa era la opinión de Churchill sobre los palestinos y sobre los judíos sionistas (“raza más evolucionada o más amplia de horizontes”) pone los pelos de punta lo que debían pensar los sionistas que llegaban a Palestina con la intención de colonizarla y que hoy en día siguen al frente del Estado judío.

Como explica Finkelstein a lo largo de la misma ponencia, Palestina, antes de la llegada de los sionistas, es considerada una tierra vacía, desértica y abandonada. La frase “un desierto convertido en un vergel” se convirtió en bandera, incluso de progresistas e izquierdistas ligados al cooperativismo, a la autogestión y a la alternativa no soviética a la sociedad capitalista. Pero en ese supuesto desierto vivían personas, sujetos de derecho a los que, llamándoles ocupantes, se facilitaba una única salida, la de abandonar sus casas y su país e integrarse, como si fuera algo natural, en otras sociedades árabes del entorno. Expulsión sin derecho al retorno.

Esa tesis se sigue manteniendo ahora, incluso con argumentos legales como los citados por Ruth Lapidoth, profesora de Derecho Internacional en la Universidad Hebrea: «Bajo ningún acuerdo internacional, ni en la principal resolución de la ONU, ni en los principales acuerdos entre las partes, se afirma que los palestinos tienen el derecho a retornar a Israel», es decir, Lapidoth pasa por alto el simple hecho humano de la expulsión de personas de su casa por medio del terror. Más adelante, Lapidoth misma expone la única y auténtica razón por la que los expulsados y sus hijos no pueden regresar: «Acorde con fuentes palestinas, hoy en día existen aproximadamente tres millones y medio de Refugiados Palestinos registrados en la UNRWA. Si Israel aceptara el retorno de todos ellos a su territorio, sería un acto suicida de su parte, y no se puede pretender de ningún estado que se autodestruya».

La ocupación de Palestina por el sionismo, desde principios del siglo XX, se veía como algo tan natural, que incluso los mismos sionistas se sorprendían de que alguien, los pobladores, se opusieran a ella. Lo señala Finkelstein cuando dice: “Los líderes israelíes vieron en la dificultad para conquistar Cisjordania en las guerras de 1948 y 1956 como algo lamentable. La víspera del ataque de Junio de 1967, el influyente ministro del Gabinete, Yigal Allon, insistió que uno de los principales objetivos israelíes debería ser la total ocupación de la Tierra de Israel”.

 

Ocupar la tierra

Yigal Allon, ministro laborista, elaboró el plan que llevaría su nombre y que ha regido la política israelí, de izquierda y de derecha, desde entonces y que se puede resumir en una frase: ocupar la tierra y desentenderse de los árabes que están en ella. Ferrán Izquierdo, profesor de Relaciones Internacionales de la UAB lo veía de este modo en un estudio para el CIDOB. «El Plan Allon abogaba por una relación instrumental con los territorios ocupados en función de la seguridad de Israel... La doctrina en la que se fundamentaba el Plan Allon no era nueva, pues había guiado al sionismo desde el inicio de su implantación en Palestina: basar la seguridad en la ocupación territorial. Así, con los gobiernos laboristas, se estableció una estructura de colonias militares y civiles, apoyada por unas pocas ciudades y una red económica y comercial proyectada por Galili. El Plan Allon se dirigió principalmente al Valle del Jordán y a otras zonas de Cisjordania, aunque la misma filosofía se aplicó a la Franja de Gaza, a los Altos del Golán, al Sinaí norte y noroeste».

¿Qué quieren pues los israelíes? La respuesta está bastante clara y esa respuesta une a la mayor parte de la población de Israel, voten derecha o izquierda. Una gran mayoría de la población, lo que quiere es ocupar toda la antigua Palestina y que los árabes desaparezcan.

La terca resistencia de los árabes palestinos a marcharse y la oposición de la opinión pública internacional -salvo la de Estados Unidos- a aceptar este planteamiento, ha obligado a los sectores más abiertos de la sociedad israelí a aceptar que una cierta población Palestina se quede en Israel, bien sea como ciudadanos sometidos al Estado judío -con pasaporte israelí- o bien como enclaves autónomos, al estilo de los bantustanes de la Sudáfrica racista, rodeados de colonos judíos armados, soldados, alambradas y muros, sin control sobre la tierra y el agua y abandonados a su suerte dentro de guetos aislados y sin recursos.

Los israelíes más progresistas pretenden que se cree un ente palestino -es difícil llamarle Estado- con control sobre núcleos de población, pero no sobre comunicaciones, tierras o suministro hídricos, vitales para la agricultura. De ese modo, Israel se desentiende de la atención a esa población en lo que a sanidad, educación, seguridad interior o comunicaciones compete a un Estado, pero al mismo tiempo mantiene un férreo y total control sobre la economía, el comercio o las relaciones exteriores.

La siguiente pregunta que uno se hace es: ¿No hay en Israel nadie que acepte un Estado palestino de pleno derecho? Los hay, evidentemente, incluso dentro del Partido Laborista, pero el asesinato de Itzak Rabin y la entrada de Simon Peres en el Gobierno de Sharon devolvió a los laboristas a sus orígenes sionistas, ligados al Gran Israel y al plan Allon.

“Oslo marcó el triunfo de la estrategia de sitio planeada por Israel”, escribe Finkelstein y sigue: “El líder del Partido Laborista Ehud Barak dijo recientemente: ‘Itzak Rabin pensó en el plan Allon hasta el día de su muerte’. Pensar que Oslo influyó en el compromiso de Israel para que abandonase los territorios ocupados supone una gran incomprensión. De cualquier modo, realmente Israel se ha retirado de la tierra conquistada sólo por medio de la fuerza. Un lema del sionismo es, ‘nunca se debe abandonar una posición o un territorio a menos que sea obligado por una fuerza superior’. Por eso, la retirada del Sinaí se produjo después de una impresionante actuación de Egipto en la guerra de Octubre de 1973, la retirada del Líbano en 1985-6 se produjo después de un gran número de golpes infligidos al Tsahal por la guerrilla libanesa”.

En un artículo publicado en Los Ángeles Times en enero, el rabino Marvin Hier, fundador del Centro Simon Wiesenthal, afirmaba: “La piedra angular de nuestro retorno a Sión está basada en la vuelta a nuestras raíces bíblicas históricas. El lugar donde Abraham se encontró por primera vez con su Dios, el lugar donde Moisés prometió liderar a su pueblo...y la colina donde Salomón construyó su templo majestuoso.... Al abandonar el Monte del Templo estaríamos eliminando nuestro derecho a cualquier otra parte del Estado de Israel”. El Monte del Templo es la explanada de las mezquitas, parte del sector oriental de Jerusalén conquistado a los palestinos en 1967 y las referencias a Abraham y a Moisés sitúan el problema, para la derecha religiosa israelí, pero también para muchos israelíes, incluso laicos, en el terreno de lo divino. ¿Cómo renunciar a algo que, según parece, les ha dado Dios?

La realidad terrenal, no obstante, no ha variado un ápice desde que la Organización Sionista Internacional decidió instalar a los judíos en Palestina y formar el Estado Judío. Traer a la mayor parte posible de judíos del mundo a Palestina y expulsar de ella a los pobladores árabes. Laboristas, Likud, partidos religiosos y la gran mayoría de la población israelí están de acuerdo en eso. Las concesiones que algunos gobiernos israelíes han hecho, no hay más que verlas, han sido por la fuerza y sólo las necesarias para quitarse de encima la responsabilidad de la población árabe, pero nunca para dejar en manos palestinas el territorio, los recursos o el agua.

Por si eso fuera poco, la llegada de Ariel Sharon al gobierno de Israel devolvió el problema a su forma más cruda, sólo la forma, porque el fondo nunca ha variado, ni con Rabin, ni con Barak. Ya en noviembre del pasado año, el ministro de Asuntos Exteriores, Benjamín Netanyahu, al que se tiene por más derechista que el propio Sharon, declaró inválidos y nulos los acuerdos de Oslo además del tratado de Hebrón o todo tipo de colaboración con la Autonomía Palestina.

 

Las claves psicológicas y políticas

Para comprender qué quieren los israelíes es necesario finalmente hacer hincapié en un binomio, una tesis y antítesis que sustenta todo el entramado ideológico del sionismo. Por un lado la persecución y por otro su antítesis, la seguridad, que puede ser calificada de paranoia, obsesión o prioridad, según el grado que se le quiera conceder.

La persecución, obviamente, está basada en la sufrida a manos de los nazis, aunque, siguiendo a Hannah Arendt, hay que tener cuidado al hablar de persecución anterior a esa negra época. Dice la pensadora alemana (y judía) en la introducción a “Orígenes del totalitarismo”, que “La noción de una ininterrumpida continuidad de persecuciones, expulsiones y matanzas desde final del Imperio Romano hasta la Edad Media y la Edad Moderna para llegar hasta nuestros días.... no es menos falaz que la correspondiente noción antisemita de una sociedad secreta judía que ha dominado, o domina, el mundo desde la antigüedad”. En este sentido, Boaz Evrom, periodista israelí, escribía hace poco: “En primer lugar, examinemos la suposición tópica y errónea de que los judíos fueron las únicas víctimas del genocidio nazi. Es cierto que los judíos fueron las primeras y principales víctimas, pero también es verdad que difícilmente fueron las únicas. En la Europa oriental, también los gitanos fueron masacrados y, como Hanna Arendt señaló con mucha razón en “Eichmann en Jerusalén”, las mismas técnicas de exterminio usadas contra judíos y gitanos empezaban a aplicarse contra los polacos”.

Entre los años 1933 y 1945 fueron asesinados en Alemania y en los países ocupados aproximadamente seis millones de judíos, cifra suficientemente probada y sobre la que sólo los que justifican el holocausto son capaces de entablar discusiones, pero también murieron veinticinco millones de rusos y hay que tener en cuenta, y Hannah Arendt lo hace, que el terrorismo del Estado nazi se dirigió contra los judíos por la simple razón de que eran un colectivo fácil de identificar y de señalar, no por ninguna predestinación ni culminación lógica de persecuciones anteriores. El estado terrorista, dice Arendt, no necesita culpables, sólo víctimas.

En el otro extremo se encuentra el victimismo, la utilización descarada del holocausto por parte de los gobiernos israelíes para justificar su política contra los palestinos.

El mismo Norman Filkenstein tenía esa apreciación cuando en 2000 publicó su ensayo Holocaust Industry (el título es suficientemente explícito) donde dice cosas como ésta: "Han montado una campaña gigantesca que ha ocultado otros hechos históricos, tanto o más aberrantes que el Holocausto, como el genocidio armenio o el sufrimiento de los afroamericanos".

Fernando Olivan, en la Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas, habla del análisis de José Saramago sobre el concepto “holocausto” y dice: “Aquí el concepto Holocausto, unido a las proclamaciones de derechos más o menos históricos, culturales y religiosos, funciona en la mecánica táctico-manipulativa a la búsqueda de una razón convincente que arrastre la justicia a la causa de cada uno”.

Había razones importantes para utilizar el término religioso holocausto, sacrificio, para lo que era un asesinato colectivo o un genocidio. "Fue después de la Guerra de los seis días”, dice Filkenstein, “cuando el asunto tomó forma, cuando Estados Unidos percibió a Israel como su socio ideal en el Oriente Medio". Era el momento del victimismo, del David judío contra el Goliat árabe.

Se trata de un victimismo que ya señala también Hannah Arendt: “Igualmente extendida está la doctrina opuesta de un eterno antisemitismo, según el cual el odio al judío es una reacción normal y natural a la que la Historia sólo concede mayor o menor oportunidad”. Boaz ve otro momento, 1962, del renacer del concepto holocausto. “Lo que provocó el cambio decisivo en la conciencia del genocidio nazi, tanto para los israelíes como para la opinión mundial, fue el juicio de Adolf Eichmann. Por lo que sé, no se ha publicado nada sobre el trasfondo político del juicio pero creo que no me equivoco al asumir que, junto al deseo y la necesidad de juzgar y de castigar al ejecutor principal de la Solución Final, existía también el deseo de informar al mundo de que tales crímenes ya no quedarían sin castigo”.

La persecución real entre 1933 y 1945 adquiere pues la categoría de mito cuando el naciente Estado de Israel siente la necesidad de armarse moralmente para defender su existencia y su expoliación de los pueblos de la zona.

El genocidio nazi tuvo su culminación en millones de asesinatos realizados en serie y científicamente, pero para llegar a ello hubo anteriormente un proceso de humillación, marginación, expolio, terrorismo, robo, secuestro, conculcación de todos los derechos humanos posibles y la tortura y la extrema crueldad física y mental. En sólo doce años, el sistema nazi consiguió no sólo masacrar a una parte de la población de Europa, sino algo que, a pesar de lo que los mismos nazis mantenían, nunca se había dado: la creación masiva de una conciencia de ser judío.

 

Paz y seguridad

Cuando, en 1945, la opinión pública se dio cuenta de lo que los nazis habían hecho partiendo de sus leyes de Nuremberg contra los judíos, ya era tarde. El hecho en sí del genocidio y de la barbarie ha sido suficientemente explicado. Como también el hecho, al final de la guerra, de que una parte importante de los judíos europeos, esencialmente los de la Europa ocupada, sentía la necesidad vital de protección bajo el paraguas de un Estado propio. Pero hay además una connotación psicológica que es extraordinariamente importante en la génesis del Estado de Israel y la emigración masiva a Palestina y que la señala Hannah Arendt, el “desraizamiento de los supervivientes”.

Cuando los aliados empezaron a liberar de los campos de exterminio a decenas de miles de fantasmas, muertos en vida, esa gente se encontró de pronto, absolutamente traumatizada, enfrentada al regreso, ¿regreso?, ¿a dónde?: ¿A sus casas de Alemania, de Polonia o Checoslovaquia?, ¿a convivir de nuevo entre los criminales, sus aliados y los indiferentes?, ¿a rehacer su vida en el barrio del que fueron secuestrados, donde tal vez mataron a su familia entre las risas o la indiferencia de los vecinos? La Organización Sionista Internacional les dio la respuesta: Palestina, la “tierra ancestral” de su pueblo, levantar una nueva sociedad armada donde no serían una minoría, nunca serían marginados, ni perseguidos. Era no sólo atractivo, sino la única solución posible.

Este desraizamiento unido al mito de la persecución permanente, la ocupación de una tierra hostil, la guerra de 1948 y la resistencia palestina ponen las bases de la obsesiva política de seguridad. El concepto de seguridad se hace único discurso político en Israel.

En su artículo de abril de 2000 publicado en Solidarios para el Desarrollo “Israel: La seguridad como objetivo prioritario”, el periodista y escritor Adrián Mac Liman, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona, dice: “Uno de los argumentos clave esgrimidos "ad nauseam" por los partidarios del expansionismo territorial era la exigencia de garantizar la seguridad de los pobladores de la exigua franja costera... En ambos casos, el lema y estribillo de Tel Aviv era la Seguridad. Una seguridad con mayúscula, que se había convertido en exigencia sine qua non”.

Si la contradicción fundamental de la situación en la antigua Palestina (Israel y los Territorios Ocupados) es la ocupación de un país por una invasión foránea, Israel en su conjunto y especialmente sionistas y derechistas, consideran que la contradicción es simplemente terrorismo-seguridad. Así, como señala Mac Liman, paz y seguridad parecen ser términos que los israelíes viven como antitéticos, mientras que el sentido común de Itzak Rabin y algunos otros políticos israelíes veían que sólo la paz por territorios podía darles seguridad.

Sin embargo no hemos de perder de vista que el fin último de la derecha israelí, gran parte de la izquierda y una mayoría de la población no es la paz, sino el territorio, el Gran Israel, la totalidad de la Palestina bíblica sin árabes o con los menos árabes posibles.

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